Hermann Bellinghausen
18 marzo 2017
Estado para qué
Desinformémonos
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Hay épocas que las preguntas son tantas que se imponen sobre lo que esperaríamos como respuesta sensata. Sobre todo porque el mundo nos está dando respuestas que no queremos a la pregunta sobre el Estado como centro de la vida política. Mientras en el Imperio se confirma un golpe militar-corporativo en forma total que apunta al asalto final de ese Estado, ha pasado un ciclo político en el sur americano que tiraba al lado progresista. Algunos procesos tuvieron finales agrios, o sus permanencias resultan hoy agridulces. Procesos de inmensa importancia, no debemos menospreciar su historia ni sus experiencias. Lo ocurrido en el ocaso de las eras Lula y Kirchner no quita que vino de donde vino, de las luchas de los pueblos en una alianza con nuevos políticos gobernantes; por un rato creyeron ser un gobierno de todos. Venían de dictaduras y guerra sucia. Conocieron grandemente el exilio. Y volvieron. Recobraron.
Uno puede disentir de las políticas nacionales de Estados como el ecuatoriano en la era Correa, o el boliviano de la era Morales. Que no son lo mismo. Pero si aún no han retrocedido las mayores conquistas de los pueblos de Ecuador y Bolivia, e incluso el Estado allí tiene límites para ser su verdadero enemigo, es porque siguen en pie los movimientos, las resistencias, las organizaciones, las autonomías.
Dos revoluciones reales, costosas y asediadas, en Cuba y Venezuela, hay que reconocer, han dado espina dorsal al progresismo latinoamericano hecho Estado. Por donde el neoliberalismo no pasó. (De Nicaragua qué decir, Ortega ni la burla perdona, pero se benefició de las revoluciones hermanas).
La resaca neoliberal que inundó las Américas del Bravo a la Patagonia ha sido más brutal donde se entronizó hace tres y cuatro décadas. México, Colombia, Guatemala, y casi tanto Chile y Perú, han entregado con obsequiosidad y sin interrupciones los territorios, sus frutos y recursos, los pobladores que los viven. Los gobiernos, bajo casacas diversas siempre conservadoras (empresariales de derecha), desvirtuaron la función del Estado y la soberanía de sus pueblos, y se entregaron a los designios mercantiles, militares e ideológicos del Imperio. El mismo que ahora patea por atrás al Estado obsequioso.
Como Colombia, padecemos guerras mucho menos explicables y heroicas que las dadas en Centroamérica las décadas finales del siglo XX. La presente violencia en Colombia y México, contagiada a Centroamérica, es la más idiota e irracional de todas. Somos países que en el nuevo milenio cayeron en la trampa que nos tendieron el Imperio y sus negocios: la “guerra” al narcotráfico, y de ahí al “terrorismo” y lo que siga, permanente guerra. Padecemos una conflagración ajena, estéril, y al servicio de poderosos y ricos que debería estar en la cárcel y no en las juntas directivas de la Nave Tierra. Y que entre otros negocios, arman a todos lo bandos de las guerras.
Tras conocer las experiencias del siglo XXI en Bolivia o Ecuador, o antes Argentina y Uruguay, viniendo de un páramo ardiente como México, uno no podía sino sentir envidia de la buena. Los trabajadores de un hotel en Buenos Aires, los agricultores en Brasil que habían sido sin tierra, ya no lo eran y aún militan en ese movimiento de manera activa, antes, durante y después del verano de los trabajadores. Las organizaciones indígenas reunidas con los sindicatos y los gremios académicos en encendidas asambleas en Quito, impugnando que el Estado no cumpliera sus compromisos ciudadanos. La crítica inteligente de los indígenas, y aún así severa, al Estado de Bolivia encabezado por un aymara.
Desde los años 80 en México se concatenaron sucesivos gobiernos nacionales y estatales que de manera abrumadora vendieron las entrañas a las mineras, las finanzas a los bancos centrales, los cerebros de generaciones de niños al mercado de golosinas, tan productivo que de eso sí exportamos. Dilapidaron un Estado nutrido, con todos sus vicios, de una Revolución que alivianó a la patria como nunca y la puso chula y famosa. Porque no fue sólo el partido de Estado, sino de toda clase de mexicanos que se la sacaron una y otra vez en el arte, la pluma, la experiencia social profunda. Educación, salud, derecho al trabajo digno, defensa y trabajo de la tierra.
Aprendimos desde entonces que las cosas pueden cambiar y avanzar sin o a pesar del Estado, ya que el Estado nomás no oye ni atiende. Los últimos gobiernos priístas y panistas han gobernado a espaldas de los pueblos, los movimientos, los niños, los jóvenes, las mujeres. Desmantelaron nuestros derechos conquistados. Campesinos y obreros, abandonados a su suerte, con frecuencia expulsados por las políticas de Estado, se dieron a la migración masiva. Como en tanta otra cifra gruesa, fuimos campeones mundiales por años.
No se puede separar una cosa de la otra. Si se somete a un país a la desnacionalización y la subordinación, a la violencia cruda, se cosechan cosas feas: jóvenes asesinos, políticos sucesivamente corruptos (la corrupción sí es hereditaria de gobierno a gobierno, de partido a partido), pueblos abandonados o mutilados, donde viejos y niños esperan los dólares de lejanos padres, madres, hermanos, parejas, hijos. Tanta mutilación no podía no tener consecuencias.
Hemos aprendido mucho. Los movimientos y experiencias populares de las pasadas tres décadas han sido, y siguen siendo, ejemplares, creativos y valientes. Se auto defienden, y haciéndolo construyen autogestión. Pero no hemos logrado detener el peso del autoritarismo neoliberal instaurado con el salinismo. En el ínterin, un buen puñado de naciones americanas han empujado, se han liberado, han conocido el error y el naufragio, siguen después de los gobiernos que-debieron-ser-populares pero que mal que bien hicieron posibles con sus luchas y sobrevivencias del pasado inmediato.
En México no ha ocurrido ni siquiera eso. ¿Qué se necesita para que ocurra? ¿Que arribe al Estado un determinado candidato prometedor y con respaldo popular significativo; uno que ha estado en eso largo tiempo? ¿Sería nuestro “ciclo progresista”? ¿O posposición reformista de largo alcance? ¿O la última carcajada de la Cumbancha?
¿Por qué el ciclo de avance imperfecto pero real que fue posible en el sur, aquí se impidió artera, eficaz y sistemáticamente? ¿Por ceder las luchas populares a la gestión de profesionales de partidos políticos que levantan movimientos y protestas donde las haya y las juegan bajo las mismas reglas que los marchantes? El que no lo hace, no ganará aunque gane, nunca. Se llama elecciones. Las pregonan como democracia, pero se necesita permiso. Para ganar, digo. El Estado tiene dueños, y esos no van a cambiar en la mesa del juego. ¿O cómo?