Amurallados
Gustavo Esteva
La Jornada
No debería sorprendernos la forma Trump del discurso del capital. Es novedad que descubra en reality show lo que el propio capital trata habitualmente de esconder y encubra lo que de costumbre se exhibe. Pero no hay novedad alguna en los fenómenos y tendencias muy generales que aborda.
El muro es buen ejemplo. Desde 1994 Estados Unidos empezó la construcción del que supuestamente lo protegería de México. El proyecto actual de reforzarlo y prolongarlo es solamente un ejemplo llamativo y disparatado del amurallamiento que define una condición actual del mundo. Hasta 1989, cuando cayó el de Berlín, sólo había 11 muros. Hoy son 70, algunos tan largos como el de Estados Unidos con México: los que separan a India de Bangladesh y de Pakistán tienen 3 mil 283 kilómetros y 2 mil 900 kilómetros, respectivamente. Los muros europeos son más cortos, pero más eficaces. La barrera de arena en el Sahara occidental es el muro más largo del mundo, después de la muralla china. El muro más agresivo y arbitrario es sin duda el de Israel.
El amurallamiento es una tendencia mundial consolidada, que adopta diversas formas físicas y burocráticas. Definirá cada vez más formas de relación entre países y dentro de ellos; el amurallamiento dentro de las ciudades, que empezó hace tiempo, seguirá extendiéndose. Ciertos muros, como el de Corea o los de India, nacieron de circunstancias singulares. La mayor parte de los construidos recientemente, sin embargo, tienen un signo común: se levantan para proteger a los ricos de los pobres. Se les quiere justificar como barreras contra migrantes o como protecciones contra el crimen, pero su razón de ser tiene poco que ver con esos pretextos.
En los años 90, el empobrecimiento continuado de sectores cada vez más amplios de la población, que perdieron sus empleos o vieron reducirse sus salarios, acentuó la contracción de los mercados de productos y servicios. Para reanimarlos, el capital recurrió a un enloquecido sistema de crédito que llevó a niveles sin precedente el individualismo consumista y narcisista impulsado previamente y desembocó en la crisis de otoño de 2008.
Hace cinco años Anselm Jappe analizó el fenómeno en Crédito a muerte: la descomposición del capitalismo y sus críticos. Según Jappe, la tecnología está agotando la base de existencia del capitalismo: la perpetua transformación de trabajo en capital y de capital en trabajo, es decir, el consumo productivo de la fuerza de trabajo y la valorización del capital, que definen la lógica del modo capitalista de producción, se hallan en caída libre hacia la nada como consecuencia inevitable de la transformación tecnológica.
Al reflexionar sobre ese límite interno de la producción capitalista, los ensayos del libro hablan de “la autodestrucción del capitalismo y de su deslizamiento hacia la barbarie”, así como de las reacciones igualmente destructivas y bárbaras que dicha descomposición suscita. Para Jappe, la evidencia del declive del capitalismo no confirma las críticas de sus adversarios tradicionales. Le parece que, por el contrario, “los viejos antagonistas caminan de la mano hacia el mismo vertedero de la historia”. Exige, por esto, plantearse de otra manera la cuestión de la emancipación social. Este señalamiento es quizá lo más valioso de los escritos de Jappe, Kurz y Postone. No se ocupan mayormente de ese camino nuevo a la emancipación, pero muestran con claridad la ineptitud de las formas tradicionales de analizar, criticar y enfrentar al capitalismo. La mayoría de las reacciones ante la forma Trump del discurso del capital, en México y otras partes del mundo, ilustra bien esa ineptitud.
La otra cara del muro es, paradójicamente, el “libre comercio”. Su modalidad actual tiene poco que ver con la tesis de David Ricardo que lo impulsaba en nombre de las ventajas comparativas, bajo el supuesto de la perfecta movilidad de todos los factores de la producción. Su propósito central en la actualidad es regular el movimiento de mercancías y personas en función de las necesidades del capital. Por eso muro y TLCAN son las dos patas de la pinza para definir la relación de Estados Unidos con México. Como se ha dicho por décadas, el TLCAN ha sido atroz para la mayoría de los mexicanos, particularmente en el campo. Nunca debimos haberlo suscrito y hace tiempo teníamos que haberlo abandonado. En vez de aprovechar la coyuntura para salir de él, con un gesto digno, las clases políticas mexicanas se preparan a una renegociación desastrosa que mantendrá el camino a la barbarie, el que lleva a todos los muros y destrucciones.
Arrinconado, el capital no tiene ya otro recurso que el despojo continuo y la bárbara destrucción natural y social. Para esa operación, lo que queda de democracia, esa forma política del capitalismo, debe ser removida: la única forma posible de gobernar desde arriba, en las condiciones actuales, es combinar miedo y autoritarismo. Y así, de modo ciego y criminal, clases políticas de todos los colores ideológicos nos siguen conduciendo a la barbarie. Disputan entre sí el control relativo que aún tienen sobre los dispositivos de la opresión e intentan sembrar la ilusión de que sustituir a quienes actualmente los manejan podría darles otro sentido. Lejos de conducir a la emancipación, adoptar ese camino nos hundiría aún más en la barbarie actual. Por eso va quedando claro que nuestra esperanza no puede venir de arriba. Por eso mismo, aumenta cada día el número de quienes abrigan esa esperanza, para que no se enfríe, nutriéndola desde abajo.
gustavoesteva@gmail.com