Pensar el fin de ciclo para pensar en el fin de los ciclos
El ciclo terminó. Ya no es razonable pensar que la continuidad de los procesos del giro a la izquierda permita grandes avances en la lucha contra el neoliberalismo. Demasiada potencia se perdió en los pactos con el establishment y el capital. Las preguntas ahora son: ¿qué hizo que lleguemos hasta acá y qué tenemos que abandonar para que lo que se abra a partir de ahora no vuelva a repetir lo mismo?
Gabriel Delacoste para Brecha
La socialdemocracia y el nacionalismo popular ceden ante la embestida neoliberal, o si no lo hacen tanto como se les exige, son destruidas por la inflación y la fuga de capitales. La democracia se tambalea y se hace difícil de separar del autoritarismo, mientras campea la represión.
Esta descripción podría ser de la América Latina contemporánea, pero también de finales de los ochenta y principios de los noventa. En aquel momento, mientras muchos países salían de las dictaduras y reemergían las demandas sociales, la crisis de la deuda era usada por el neoliberalismo para disciplinar a las democracias, reduciendo a las fuerzas tradicionales del reformismo (el batllismo uruguayo, el Partido Socialista chileno, Fernando Henrique Cardoso, Acción Democrática) y el nacionalismo popular (el peronismo, el boliviano Movimiento Nacionalista Revolucionario, el mexicano Partido Revolucionario Institucional) a ejecutores de los paquetes de ajuste.
Un pensamiento institucionalista que ve como posibles grandes cambios sin conflictos sociales ni momentos difíciles es tan irresponsable como un pensamiento pragmático que cede todo “porque es necesario” e igual de voluntarista que los intentos de instaurar el socialismo por decreto.
El vacío dejado por esas fuerzas en la representación de los intereses populares dio lugar a levantamientos, resistencias y reorganizaciones de los trabajadores, los pueblos indígenas y la izquierda, de los que tomaron fuerza las organizaciones que un par de décadas después protagonizarían el “giro a la izquierda”. Giro que a su vez dio lugar a nuevos nacionalismos populares y reformismos modernizadores que, después de un intermezzo de victorias y conquistas, al llegar la crisis económica volvieron o bien a hacer ajustes y grandes concesiones a las empresas multinacionales, o bien a ser escarmentados.
Un tiempo cíclico está sustituyendo al tiempo lineal del progresismo (y el pseudomarxismo etapista). En lugar de esperar que el crecimiento económico infinito nos acerque a los países del primer mundo, vemos ciclos de ajuste, resistencia, reconfiguración y nuevamente ajuste. Visto así, no es extraño que la discusión sea en torno a si estamos o no ante un “fin de ciclo”.
De un lado, Emir Sader, Álvaro García Linera y Atilio Borón (históricos intelectuales del “giro a la izquierda”) defienden lo que queda de los procesos, apuestan por un rápido contragolpe y ven en esta crisis una intervención imperialista apoyada por el simulacro mediático y las oligarquías empresariales. El “fin de ciclo”, para ellos, es un relato de la derecha para desmoralizarnos.
Del otro, desde varias corrientes críticas entre las que se encuentran Maristella Svampa, Raquel Gutiérrez y Raúl Zibechi, se señala que el extractivismo y la corrupción son parte de estos procesos, que el “nacionalismo popular” invisibilizó y reprimió reclamos legítimos, y que no se puede hablar de un corte tajante en las formas de hacer política con respecto al neoliberalismo.
Grietas
La semana pasada dio munición a ambos bandos. La crisis institucional en Venezuela abrió una nueva ronda de declaraciones del fin de ciclo, mientras la victoria de Lenín Moreno en Ecuador dio lugar a desmentidas de esa tendencia. Pero también ocurrieron otras cosas: protestas contra una enmienda constitucional terminaron con el Congreso paraguayo incendiado, Cristina Fernández de Kirchner fue procesada y Eduardo Cunha condenado mientras las calles argentinas hierven contra el ajuste macrista y las chilenas, contra las administradoras de fondos de pensiones (Afp).
La realidad no se deja encasillar en una sola narración limpia, pero algunas cosas son claras. Mal que le pese a quienes resisten la idea de fin de ciclo, algo cambió en los últimos años con respecto a, digamos, 2008. Aun antes de las debacles de 2015 y 2016, los procesos se hicieron más ambiguos, apareció la represión contra movimientos sociales, hubo un claro acercamiento a los sectores empresariales y se debilitó la apuesta por la integración regional. Antes de ser derrotados, el Partido de los Trabajadores llevó a cabo el ajuste que reclamaban “los mercados” y el kirchnerismo presentó su candidato más “moderado”. Decir que sostener y reivindicar estos procesos implica una resistencia contra el neoliberalismo ya no es del todo creíble.
No hay manera de volver el tiempo y no se puede esperar que las pérdidas de claridad y apoyos de los últimos años desaparezcan y que todo vuelva a ser como en 2008. Existen, sin duda, el ataque imperialista y el simulacro. Existen, de hecho, desde antes que comenzara el giro a la izquierda. Pero que existan no alcanza para explicar lo débil que está la base de apoyos de los procesos para enfrentarlos. Las grietas en esa base fueron abiertas por los propios procesos y sus contradicciones.
Aun bajo sus propios términos, las narraciones del giro a la izquierda tienen problemas. La prédica desarrollista de que la inversión extranjera iba a dar un valor agregado a nuestras exportaciones, que nos permitiría salir de la dependencia de las materias primas, tiene que ser cuestionada dado que las megainversiones que llegan a la región más bien buscan radicalizar el extractivismo, y que después de una década en la que se batieron todos los récords de inversión, una baja en los precios de las materias primas genera una inmediata crisis económica y política.
Mientras tanto, la narración nacionalista-popular de que los liderazgos de este proceso responden a la resistencia antineoliberal y a los intereses populares también está cuestionada. Esos liderazgos y las elites que los rodean en muchos casos reprodujeron el funcionamiento anterior de los sistemas políticos y su clientelismo, corrupción y convivencia con sectores empresariales. Las investigaciones en torno a la corrupción del sistema político brasileño lo dejan claro. Que Lugo y Cartes acordaran la enmienda constitucional que motivó las protestas de la semana pasada muestra una clase política unificada contra la protesta popular.
También tenemos que pensar con realismo en el poder del imperialismo y el capital, y el tipo de reacciones que despiertan los desafíos a su poder. Un pensamiento institucionalista que ve como posibles grandes cambios sin conflictos sociales ni momentos difíciles es tan irresponsable como un pensamiento pragmático que cede todo “porque es necesario” e igual de voluntarista que los intentos de instaurar el socialismo por decreto. A veces, simplemente, el enemigo es más fuerte y no encontramos armas para combatirlo.
Pero tal como no se puede volver a 2008, tampoco se trata de una vuelta a los noventa. El neoliberalismo ya no goza de un dominio total sobre la ciencia económica ni comanda el relato sobre la historia reciente del continente. Al mismo tiempo, la crisis de 2008, que sigue haciendo estragos en el norte, hace que incluso allí el neoliberalismo se vea cuestionado como principio ordenador del sistema internacional, mientras Estados Unidos no goza ya del dominio que tenía en los tiempos del “mundo unipolar”.
El ciclo terminó
Las transformaciones que vivió América Latina en estos años garantizan que este nuevo ataque neoliberal encontrará resistencias y contrataques. Al mismo tiempo, que las versiones de esta década del progresismo y el nacionalismo lograrán, sobre la base de una mayor organización de la sociedad, resistir mucho más que sus versiones de los ochenta a los intentos neoliberales de cooptarlas o destruirlas habla de que la política importa y de que no hay una inevitabilidad del triunfo imperialista. Las disputas en los mundos académicos, tecnocráticos e internacionales privaron al neoliberalismo de parte de su capacidad de maniobra, mientras los intentos de construcción de lo nacional permitieron construir grados de soberanía que dieron lugar a avances impensables en los noventa.
Y, sin embargo, el ciclo terminó. Ya no es razonable pensar que la continuidad de los procesos del giro a la izquierda permita grandes avances en la lucha contra el neoliberalismo. Demasiada potencia se perdió en los pactos con el establishment y el capital. El impulso necesariamente tendrá que venir de las resistencias y los descontentos que crecieron en estos años contra el poder estatal y empresarial, parte del cual se dio contra proyectos apoyados por los gobiernos progresistas.
Pero tal como mucho de lo que terminó por constituir a las izquierdas de los dos mil se basó en ruinas de lo que se destruyó en los ochenta y los noventa, mucho de lo que se construyó en estos años será reapropiado y resignificado por nuevos ciclos. La lucha en torno a su significado ya se está dando y es importante evitar que en esa lucha triunfe una narración neoliberal que tache de imposible e irresponsable todo cambio político, pero también una narración complaciente que impida aprender de lo que ocurrió en estos años. La izquierda no tiene que cargar con pesos innecesarios, y sus líderes y elites no tienen derecho a exigírselo.
Porque si bien podemos ver a este momento como un fin de ciclo, tenemos que pensar en cómo salir del tiempo cíclico. Que cada resistencia no dé lugar a una reorganización de la dominación que luego termine en un ajuste que sea necesario volver a resistir. Las preguntas ahora son: ¿qué hizo que lleguemos hasta acá y qué tenemos que abandonar para que lo que se abra a partir de ahora no vuelva a repetir lo mismo? La crítica a la intensificación del extractivismo, los liderazgos personalistas y la subordinación de lo social al Estado es un buen lugar para empezar.
*Por Gabriel Delacoste para Brecha.