El dilema
08.05.2017
Raúl Prada Alcoreza
http://dinamicas-moleculares.webnode.es/news/el-dilema/
No hay que dar mucha vuelta para entender que la derrota de una revolución alegra a los sectores conservadores, a los partidos que los representan; tanto a nivel nacional como a escala internacional. Esto es archisabido; forma parte de la experiencia política social. El problema es que no se puede culpar por el fracaso de una revolución a la “derecha”. Usando este referente, heredado del parlamento francés de la revolución de 1789, la “derecha” siempre va a tratar de llevar agua a su molino; incluso va a tratar de retomar el poder, hablando en lenguaje común. Para entender esto no hay que dar muchas vueltas, ni insistir, como si nadie lo supiera, a través de los medios oficiales. El tema es: que sabiendo esto, por qué no se ha asumido responsablemente el “proceso de cambio”. La mejor arma para detener a la “derecha”, para debilitarla y disminuir sus posibilidades, es llevar a cabo la revolución; ésta no se hace con demagogias, con teatro político, montajes, espectáculos, simulaciones mediáticas. La revolución se hace mediante transformaciones estructurales e institucionales, con plena participación popular. Todo esto ha brillado por su ausencia. Ha sido la burocracia la que ha asumido el rol conductor; poniendo obstáculos institucionales a la participación abierta del pueblo. Las transformaciones estructurales e institucionales se han detenido, después de un primer impulso. El proceso político se embargó en una regresión; primero, lenta, casi imperceptible; seguidamente, de manera notoria, evidenciándose por los forcejeos entre las Comunas y la burocracia. La primera, queriendo llevar a cabo la autogestión; la segunda, controlando desde el aparato estatal lo que debería ser autogestión, convertida por la burocracia en gestión dirigida. Fue notoria la expansión intensiva del modelo extractivista colonial del capitalismo dependiente. También fue notorio el excesivo celo de los entornos palaciegos y del partido en lo que respecta al acceso al caudillo. El caudillo, la convocatoria del mito, fue como amurallado, salvo en las ocasiones espectaculares, cuyo objetivo era precisamente el impacto comunicacional más que el involucramiento en una pedagogía política de las multitudes. El caudillo pudo mantener la cohesión de las fuerzas bolivarianas, tanto del partido como del pueblo adherente, fiel a la convocatoria del líder. El pueblo cumplió lealmente con el pedido del caudillo, antes de su fallecimiento, votar por el candidato oficial. Ya no lo hizo en las recientes elecciones parlamentarias.
La crisis económica y la crisis política no es atribuible solamente al boicot de la “derecha”; puede ponderarse esta incidencia como menos importante que la incidencia de una mala conducción gubernamental, de desatinadas políticas económicas y del excesivo monopolio político del partido oficial. No se puede ocultar esto recurriendo a la campaña mediática oficial, que señala a la “derecha” como el demonio que esa detrás de todo. No se pueden tomar en serio estos argumentos. Claro que la intelectualidad apologista lo hace, también la “izquierda” a-crítica, que es una “izquierda” conservadora, para decir lo menos. No reconocer esto es hacerse el harakiri; cerrar los ojos, creyendo que la imaginación puede más que la realidad efectiva. Esto, en pocas palabras, es cavar la propia tumba. Llama la atención que esto pase con la clase política, sobre todo, gobernante, sean de “izquierda” o de “derecha”.
La crisis económica y política ha adquirido, recientemente, tonalidades muy altas. El partido gobernante perdió ampliamente las elecciones parlamentarias, a tal punto que la mayoría absoluta del Congreso la tiene la “oposición”. Esto ha pasado, después de que durante más de una década el partido gobernante obtenía en las elecciones abultada mayoría, incluso la mayoría absoluta. ¿Qué pasó? Esta pérdida de convocatoria no se puede atribuir a la conspiración de la “derecha” y del imperialismo. Perder el entusiasmo popular, perder fuerzas, que formaban parte sino del partido o del movimiento bolivariano, del de la seducción y esperanzas del pueblo, no se debe a dicha conspiración, sino a que la convocatoria deja de convencer, empieza a desencantar. La responsabilidad de lo que pasó es prioritariamente del partido gobernante, aunque haya habido conspiración de la “derecha” y del imperialismo.
Entre las lecciones que tenemos que aprender de la revolución cubana, tengamos o no observaciones, estemos o no de acuerdo con todo, es la consecuencia, si se quiere, para seguir usando el término, revolucionaria. Atributo que brilla por su ausencia en los “gobiernos progresistas”. Una cosa es apoyar la revolución cubana, ampliar y consolidar las relaciones con la isla heroica[1], y otra cosa es hacer la revolución en casa. El apoyo a la revolución cubana no hace a los revolucionarios, aunque los invista de un halo “progresista”. Antes lo dijimos, el mejor apoyo a la revolución cubana es hacer la revolución en casa, no disfrazarse de “revolucionarios”, menos de “guerrilleros”.
El desenlace de los procesos políticos, conducidos por los “gobiernos progresistas”, ha colocado en una situación difícil a los pueblos. Desencantados o, matizando, asombrados, ante el desemboque de los procesos, iniciados con mucho ímpetu e impulso, se encuentran ante el dilema de seguir apoyando a “gobiernos progresistas”, que de progresistas solo tienen el nombre, o dejar que el desenlace se dé, como si fuera una condena, algo parecido al movimiento del péndulo; el paso de gobiernos de “izquierda” a gobiernos de “derecha”, como ya paso en Brasil y en Argentina. Sin embargo, el dilema tiene que abrirse a otras opciones, alternativas que puedan despejarse desde la potencia social.
El pueblo que ha hecho el Caracazo, substrato para la emergencia de la convocatoria del mito, que abrió el proceso constituyente y realizo la Constitución Bolivariana de Venezuela, contiene no solo la capacidad sino la potencia social, todavía no totalmente desenvuelta, para continuar la lucha. Para transformar la formación social venezolana. Ahora bien, al respecto, otro aprendizaje de las lecciones de la historia política de la modernidad, sobre todo, de la historia de las revoluciones modernas, es que las transformaciones estructurales e institucionales se hacen con participación, profundizando la democracia, no conculcándola – lo que es un contrasentido -, logrando consensos. Esta es una lección que se debe aprender de las tradiciones comunitarias indígenas.
Otra enseñanza de las grandes revoluciones sociales del siglo XX, como la revolución rusa y la revolución china, es que las transformaciones estructurales e institucionales no se hacen por confrontación; esto equivale a imponer por la violencia, sino por consenso. Se puede decir que la revolución rusa se hundió, en parte, por el método constante, incluso descomunal de la confrontación. El caso cubano, como dijimos en La isla que contiene al continente, es una excepción en la regla. Hay que tener en cuenta el sitio a que ha sido sometida la revolución cubana por la hiper-potencia mundial del norte; ha sido obligada a defenderse. No justificamos la violencia en este caso, sino marcamos las diferencias, que son importantes al momento del análisis.
Cuando la coyuntura era favorable a las salidas gubernamentales de “izquierda”, cuando la geografía política de Sudamérica se llenaba, por así decirlo, de “gobiernos progresistas”, era el momento de iniciativas convocativas, de pasos políticos, que suponen el aprendizaje de las lecciones históricas; de ninguna manera, repetir los errores, por segunda y hasta por tercera vez. Sin embargo, no pasó esto. Se repitió lo mismo, de una manera obcecada, como si se tuviera a mano la verdad rebelada en el monte sagrado. Esta fe religiosa en la verdad política es demanda y vocación de monjes, no de militantes revolucionarios. Esta ideología fundamentalista es camino abierto a la derrota y al fracaso.
Había que deliberar con el pueblo o mejor dicho, promover la deliberación popular; esto equivale también a deliberar con la otra parte del pueblo, sobre todo, los jóvenes. Mucho más que con los líderes de la “oposición”, sin dejar de hacerlo. Una revolución no se hace contra la otra parte del pueblo, aunque se la considere más privilegiada o meno pobre que la mayoría popular. La revolución se hace con todos, por más tiempo que tome esto. Si la premisa es que la revolución es benéfica para la nación, para la sociedad, para la humanidad, el beneficio se realiza no en contra sino en consenso. La violencia ha sido el método constante de las dominaciones de las clases, castas, oligarquías, burguesías; no puede ser el método de los revolucionarios, del pueblo movilizado; esto es como usar las mismas armas que los dominadores derrocados. Al hacerlo, los que ejecutan esta violencia, se empiezan a parecer a los amos desterrados.
No se trata, de ninguna manera, de pacifismo; pues cuando hay que defenderse hay que defenderse; sino de desandar el camino de la violencia, propagada por las estructuras de dominación impuestas a lo largo de la historia. Que es difícil hacerlo, ni duda cabe. Pero, parece que no hay de otra, si se quiere salir del círculo vicioso del poder.
El otro problema es que la violencia, supuestamente “revolucionaria”, se la efectúa a nombre de la revolución; empero, en la práctica, resulta en beneficio de la nueva élite gobernante. La revolución queda en el horizonte como una utopía en espera. Esta es una conducta oportunista; aprovechar de la proyección de la revolución en beneficio propio y de élite. Esto, en pocas palabras, es un engaño descarado. Una manipulación del pueblo, nombrando la revolución, cuando efectivamente se empodera a la nueva élite y a la burocracia.
El dilema, entonces, no es resoluble si nos quedamos con las dos opciones mencionadas, que es precisamente al dualismo que acude el partido del gobierno populista; ¡o nosotros o ellos! La historia efectiva no es tan elemental como ese esquematismo deslucido. Hay un campo de posibilidades; que estas posibilidades puedan emerger depende de liberar la potencia social. Esto, obviamente no se logra con convocatorias a la “defensa de la revolución” de parte de la burocracia; esto es un chantaje emocional. Liberar la potencia social exige liberarse de los fetichismos ideológicos, de los fetichismos institucionales, de los fetichismos vanguardistas, sobre todo, de los chantajes emocionales del partido. La autodeterminación popular es el camino para liberar la potencia social creativa.
[1] Ver La isla que contiene al continente. https://issuu.com/raulpradaalcoreza/docs/la_isla_que_contiene_al_continente.