Carta a la Asamblea Nacional del Ecuador: Razones económicas para oponerse a los transgénicos

La introducción de semillas y cultivos transgénicos es una de las agresiones más claras al acceso de semillas por parte de los campesinos y pequeños agricultores, que sostienen gran parte de la subsistencia nacional.



RAZONES ECONÓMICAS PARA OPONERSE A LOS TRANSGÉNICOS: Carta de Alberto Acosta a la Asamblea Nacional
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Señores y señoras asambleístas:

La introducción de semillas y cultivos transgénicos es una de las agresiones más claras al acceso de semillas por parte de los campesinos y pequeños agricultores, que sostienen gran parte de la subsistencia nacional. Además, los transgénicos pueden afectar gravemente las capacidades competitivas del país en el mercado mundial.

Pero primero lo primero. Cuando hablamos de semillas, alimentación y agricultura, en el fondo estamos hablando de la vida misma, sobre todo de su diversidad. Así, la prohibición hecha en la Constitución de Montecristi a la introducción de semillas y cultivos transgénicos fue un gran logro en contra de esa agresión.

En concreto, el artículo 401 de nuestra Constitución indica que:

“Se declara al Ecuador libre de cultivos y semillas transgénicas. Excepcionalmente, y sólo en caso de interés nacional debidamente fundamentado por la Presidencia de la República y aprobado por la Asamblea Nacional, se podrán introducir semillas y cultivos genéticamente modificados. El Estado regulará bajo estrictas normas de bioseguridad, el uso y el desarrollo de la biotecnología moderna y sus productos, así como su experimentación, uso y comercialización. Se prohíbe la aplicación de biotecnologías riesgosas o experimentales.”

Los transgénicos nos generaron muchas preocupaciones en la Asamblea Constituyente, siendo la principal de ellas la restricción y distorsión del ciclo de la vida (donde de una semilla nace una planta que, con sol y agua, produce una nueva semilla). Y que esta situación puede representar una grave amenaza para la salud, el ambiente y el patrimonio genético de nuestra biodiversidad.

Pero incluso aparte de esos riesgos –totalmente inaceptables-, un país libre de transgénicos puede acceder a varias ventajas económicas, tanto para campesinos, agricultores y consumidores. Esmás, un país libre de transgénicos nos asegura oportunidades enormes para entrar en mercados internacionales diversos con nuestra producción limpia. Es decir, podríamos aprovechar una ventaja natural muy potente, que no la podemos perder de manera alguna.

De hecho, cuando discutíamos sobre transgénicos en la Asamblea Constituyente, el parlamentario europeo Helmuth Markov –presidente de la Comisión de Comercio Internacional del Parlamento Europeo– me envió, el 5 de junio de 2008, una misiva que destacaba las oportunidades económicas para el Ecuador gracia a mantener una producción libre de transgénicos. Por ejemplo, en dicha misiva se menciona que:

“[A]l volverse un país exportador de productos genéticamente modificados, el Ecuador podría perder una de sus grandes posibilidades de exportar productos de calidad, con valor agregado importante a Europa. […] El mercado de productos non OMG [no transgénicos], y en particular de productos biológicos no deja de crecer, los precios de estos alimentos son mejores y más estables. Ecuador con su naturaleza exuberante tiene un potencial extraordinario y una imagen excelente en este sentido”.

Me permito anexar la carta completa, que oportunamente la puse en conocimiento de los y las asambleístas constituyentes.

Es más, en el Plan de Gobierno del Movimiento País 2007-2011, elaborado por cientos de personas en el año 2006, para promover la soberanía alimentaria y la defensa de los recursos genéticos, se propuso “la prohibición de la importación y uso de transgénicos” (ver página 49). Es decir, ya desde mucho antes hemos sido conscientes de esta cuestión y de que la misma no es una simple novelería.

La adopción entusiasta de semillas transgénicas en diversos países más bien busca simplificar el manejo que los agricultores hacen de las malezas, disminuyendo el uso de mano de obra. Así, son los grandes hacendados quienes –equivocadamente- buscan contar cada vez menos trabajadores. Notemos que la mayoría de cultivos transgénicos han sido manipulados de manera que los herbicidas no les afecten, lo que facilita incluso las fumigaciones aéreas con sus correspondientes consecuencias nocivas para amplias extensiones.

Asimismo, conviene advertir que los transgénicos no aumentan la productividad. Es falaz asegurar que los transgénicos ayudan a los pequeños productores, o que triplican o cuadruplican su producción agrícola. Más bien sucede lo contrario: los transgénicos generan mayor concentración de la tierra, no aumentan la producción y restan puestos de empleo rural.

Los transgénicos son una clara apuesta a una modernidad que arrasa con la cultura –p.ej. campesina- y al uso de tecnologías riesgosas. Además permiten el enriquecimiento transnacional, a fuerza del control monopólico de la tecnología, sus productos y hasta de las semillas. Para colmo, los transgénicos hoy no se enfocan en producción de alimentos como papa o tomate, sino en soya, maíz, algodón y canola; es decir, insumos de alimentos procesados, alimentación animal o combustibles.

Pero el problema es aún más complejo. El uso continuo de un mismo herbicida provoca que surjan malezas tolerantes a él, empujando al uso de nuevos y más herbicidas. Así se crea un negocio redondo para las empresas productoras de tales herbicidas, además de aumentar las importaciones de pesticidas y muchos otros insumos agrícolas.

Es decir, la biotecnología no reduce el uso de químicos en el largo plazo, sino que puede intensificarlo. En las zonas con cultivos transgénicos hasta se ha incrementado el uso de herbicidas. Un caso documentado e incuestionable es el glifosato: entre fines de la década de los noventa y mediados de la década del dos mil, se pasó de una aplicación de 3 litros por hectárea a tres aplicaciones 12 litros.

Además, la producción de semillas transgénicas y de glifosato es un monopolio. Entre 2008 y 2009, Monsanto[1] aumentó en 16 % la tasa sobre el valor de la semilla y en 40 % el precio del glifosato. Así incrementó con fuerza sus ganancias, en perjuicio de agricultores y biodiversidad.

En suma, no seamos cómplices de la destrucción de las bases mismas de la vida. Desde inicios del siglo XX se ha perdido el 75% de la diversidad genética de las plantas. Hoy el 30% de las semillas están en peligro de extinción. Un 75% de la alimentación mundial se asegura con 12 especies de plantas y 5 de animales. Solo tres especies – arroz, maíz y trigo – contribuyen con cerca de 60% de las calorías y proteínas obtenidas por los humanos de las plantas. Las personas usan apenas 4% de las 250 000 o 300 000 especies de plantas conocidas, que seguimos empeñados en destruir (datos del Ministerio de Agricultura alemán).

Nuestro país tiene inmensas oportunidades para entrar y competir en los mercados exigentes, gracias a la calidad de nuestras semillas. Tenemos el mejor cacao, el mejor café, el mejor banano, y diferentes pisos climáticos. Estas constituyen indudables ventajas comparativas si las usamos con inteligencia. No podemos permitir que el uso del paquete tecnológico de los transgénicos contamine productos de exportación, por ejemplo espárragos, cuya calidad debe garantizarse para los consumidores. El mercado internacional prefiere, cada vez más, productos libres de transgénicos, y paga más por ellos.

Contaminar con transgénicos nuestra producción sería un error imperdonable en múltiples sentidos.

Finalmente no debemos olvidar que el trabajo no es solo un medio, sino un fin en sí mismo. No arriesguemos el trabajo y la supervivencia de nuestra población…

Atentamente,

Alberto Acosta