La revolución y sus máscaras
09.06.2017
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Raúl Prada Alcoreza
No se mata a nombre de la revolución, si se lo hace, la revolución ha muerto. Eso es lo que ha ocurrido con las revoluciones pasadas. No se confunda esta situación represiva con la coyuntura o período de luchas; son situaciones y condiciones histórico-políticas distintas. Matar a nombre de la revolución cuando se está en el poder es hacer lo mismo que cuando los regímenes conservadores, liberales, dictatoriales militares, neoliberales, lo hacían; asesinar a nombre del orden, de la Ley, del Estado. Esto es simplemente terror de Estado.
No se crea que porque se mata a nombre de la revolución el asesinato se convierte, por arte de magia, por arte de las palabras, en acto “revolucionario”. Esto es lo que siempre han dicho y han querido hacer creer todos los que han empleado el terror para imponerse, cuando precisamente eran impotentes. Esto es discurso, es más, es justificación retórica del empleo de la violencia, en su tonalidad de terror.
Si la “revolución” institucionalizada, es decir, el gobierno “revolucionario”, recurre a la represión sañuda, en la escala que requiere, llegando incluso a ser persistente, duradera, además de nacional, es que ese gobierno repite lo que hace todo gobierno; el empleo del poder para preservarlo. Ese gobierno tiene de “revolucionario” solo el nombre; en la práctica, efectivamente, es un gobierno que responde a las lógicas del poder, que son lógicas de dominación. No son, desde ningún punto de vista, lógicas de liberación.
Que una forma de dominación, se reclame “revolucionaria”, lo hace porque requiere legitimar sus acciones, que son acciones de reproducción del poder. Pues la revolución como imagen transformadora tiene prestigio simbólico y convocatoria entusiasta. Lo paradójico se da cuando se usa esta convocatoria histórica por instancias que carecen de convocatoria, de entusiasmo, de prestigio simbólico y de caudal ético.
La defensa de la revolución es crítica, pues se requiere sortear los problemas, aprender de los errores, corregirlos, encaminar el proceso; obviamente de manera colectiva y participativa, en forma de pedagogía política. Cuando no ocurre esto, cuando la defensa de la “revolución” se pronuncia como apología, cuando oculta los problemas, esconde los errores y asume que la “revolución” se realiza como una epopeya, consagrando a “héroes” ungidos por el Estado, al abolir la crítica, ha descartado el uso crítico de la razón y ha asumido la autoridad que otorga el poder. La revolución no solo ha muerto, sino que se ha convertido en una momia, que se muestra al público, para que sea adorada, como se adora a todo fetiche.
Los que se autonombran como “revolucionarios”, exaltando la defensa apologética y la sumisión ciega al gobierno “revolucionario”, son “revolucionarios” de pacotilla. En realidad, son los inquisidores modernos, los nuevos verdugos del pueblo; solo que ejercen este papel de terror a nombre de la “revolución”. La que se convierte en una caricatura o n una retórica en boca de impostores y usurpadores.
Una de las tareas de la revolución triunfante es convocar y convencer a todo el pueblo; convencer a la parte no convencida. Convencerla despertando su entusiasmo por las transformaciones, que implican emancipaciones para todos. La revolución emancipa, no encarcela, menos asesina. Si no pasa esto, si no se convence, si no se entusiasma, si no se libera, es que la revolución triunfante ha sido sustituida por una máscara grotesca, que pretende ser lo que ha acallado.
Ahora bien, si la defensa requiere de movilización, en contra de una intervención foránea, es imprescindible hacerlo; si tiene que defenderse de manera armada, es ineludible hacerlo. Pero, este hacerlo es también colectivo, participativo y convocativo. Esta defensa es parte del entusiasmo revolucionario, de a virtud de la revolución; virtud que entrelaza ética y política. Cuando no ocurre esto, cuando no hay participación colectiva, cuando está ausente la pedagogía política, el aprendizaje social, cuando no hay virtud, por lo tanto, no se articulan la ética y la política, mas bien, se disocian, tal como lo mostró Nicolás Maquiavelo al develar el carácter atroz de la política moderna, entonces no se está ante la defensa de la revolución sino ante la defensa de un régimen elitista; es más, corroído y corrupto.
Los disfraces siempre son posibles en política. Que despotismos se disfracen de “revolución”, que déspotas se disfracen de “revolucionarios”. Trayendo como consecuencia la reproducción de las dominaciones, con otros formatos, otros discursos, otros guiones y otros personajes; pero, que se parecen a los anteriores, sobre todo, por sus prácticas.
Es necesario distinguir entre el carnaval y la poiesis social, la potencia creativa, la fiesta subversiva. Confundirlas es convertir la estética transformadora en una burda catarsis. Esto es la banalización estruendosa de la revolución, reducida al tamaño de las miserias humanas. Hay gente que le gusta hacer esto, debido a la premura de goces soeces; goces infelices debido a las frustraciones acumuladas.
La historia política moderna es proliferante en estas confusiones, así como también es ilustrativa en el drama de las revoluciones, que al triunfar, son convertidas, por mutaciones minuciosas, en estructuras de nuevas dominaciones. Los revolucionarios son sustituidos por funcionarios leales, la movilización social anti-sistémica es sustituida por actos oficiales y escenarios montados, las transformaciones, que se dan, por lo menos, en un principio, son sustituidas por programas y propagandas sin transformación; repetitivas de lo mismo, de la recurrencia estatal en el eterno retorno del poder.
Es cierto que los que fueron derrocados no se quedan quietos, no se conforman. En este sentido la lucha política continua o se extiende. Sin embargo, la lucha política con los derrocados inconformes no se da en las mismas condiciones que se lo hacía cuando ellos estaban en el poder. No se trata, por lo tanto, de hacer lo que hacían para preservarse en el poder, reprimir, recurrir al terror, usar el Estado para arrinconarlos, desterrarlos, peor encarcelarlos, mucho peor matarlos. De manera distinta, se trata de dejarlos sin convocatoria, ganarse a su auditorio, que es otra parte del pueblo, aunque no sea la mayoría. La revolución es para todos, para todo el pueblo; su sentido universal radica en este horizonte y alcance; la revolución es para liberar a la humanidad de sus cadenas, de sus ideologías, de sus restricciones y de sus banalidades. Si esto no ocurre, si, mas bien, en vez de ganarse a la otra parte del pueblo, se pierden partes del pueblo, que conformaban las multitudes de la convocatoria revolucionaria, entonces no hay tal revolución; lo que hay es otra dominación a secas. El pueblo se desencanta, encuentra analogías con épocas anteriores. Una parte del pueblo, se mantiene fiel, pues no renuncia a sus esperanzas; otra parte del pueblo queda desconcertado y prácticamente neutralizado, y otra parte del pueblo se desplaza a la “oposición”. Pasa lo que pasa con todo gobierno de las clases dominantes; se desgasta.
La ideología no solamente es fetichismo, la realización del fetichismo, sino también es enmascaramiento; encubre una regresión como si fuese progresión, inviste a la decadencia como si fuese revolución. Esa es la función de la ideología; cosificar, hacer que las relaciones de poder, es decir, de dominación, se presenten como relaciones de la potencia social, es decir, de liberación. Las relaciones políticas, en pleno sentido de la palabra, que deberían ser democráticas, participativas, colectivas, son suplantadas por relaciones burocráticas, relaciones entre jerarcas, entre fraternidades de machos, cómplices de sus dominaciones masculinas y de roscas.
La responsabilidad revolucionaria es reconducir el proceso en crisis o estancado. ¡La lucha continua! La revolución no ha concluido; no hay fin de la historia. Si la revolución ha sido llevada a su agonía por los usurpadores y restauradores disfrazados de “revolucionarios”, es urgente buscar su cura y revitalización. Si la revolución ha muerto, pues la crisis múltiple política ha llegado lejos, es tarea ineludible inventar otra revolución.