09.06.2017 20:33
Invención política en vez de repetición
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Raúl Prada Alcoreza
¿Cómo aprender las lecciones de la historia política, sobre todo, del drama de las revoluciones modernas? ¿Cómo aplicar este aprendizaje, evitando cometer los mismos errores, evitando que la historia se repita, que las revoluciones terminen tragadas por las genealogías del poder? Parece que lo primero que hay que hacer es lo que el mismo Karl Marx escribió en el 18 de brumario de Luis Bonaparte; la revolución proletaria no se inviste de los oropeles, aureolas y los ropajes de las revoluciones anteriores; es decir, no continúa con la mimesis histórica, sino rompiendo con este hilo de lo mismo; de postas que se pasan la sucesión o descendencia entre revolucionarios. La revolución proletaria altera esta historia, desecha la herencia; se asume como una nueva época, no solo con otros discursos y enunciados, con otros protagonistas, que no son los héroes de epopeya, sino colectivos sociales sublevados.
Lo que llama la atención es que los marxistas, que se supone que son los discípulos de Marx, hacen todo lo contrario de la sugerencia de Marx. Más bien, se invisten de las glorias de las revoluciones pasadas, convierten en protagonistas a individuos carismáticos o clarividentes; si no son los nuevos cristos, son los intelectuales lucidos; la expresión más luminosa de la ciencia moderna. Los marxistas mataron a Marx al hacer lo contrario de su sugerencia política.
Retomando las reflexiones de Marx, la revolución es ruptura con lo anterior e inauguración de lo nuevo. Bueno, esto no se puede hacer sin aprender, sin la humildad del aprehender, y la audacia de inventar y crear. Esta tarea inédita contrasta con lo que han hecho los marxistas en el poder; quienes en vez de inaugurar una nueva época con otras estructuras, instituciones y herramientas, recurrieron al Estado, a restaurar la máquina de poder para sobrevivir. Les importaba esto, sobrevivir; ni siquiera eran los héroes de epopeya, quienes, según la trama, se despojan de su vida, la arriesgan, entregándose como gasto gratuito, como dar, sin reciprocidad del don, como acto heroico. Su cálculo pragmático los aproxima a los políticos de la burguesía derrocada.
Es sabido, a través de la anécdota, que enseña, que Karl Marx no era marxista; dijo que no era marxista, que no se reconocía como tal. Así como el último cristiano murió en la cruz, como interpretó lúcidamente Friedrich Nietzsche, en el Anti-Cristo, podemos decir que el último marxista, es decir, consecuente, fue Marx; los discípulos derivaron en las inconsecuencias repetidas y recurrentes de los dramas pedestres de la historia.
Entonces se trataba, según Marx, de ruptura histórica, política, económica, social y cultural con las tradiciones heredadas de las dominaciones históricamente dadas. Esto es precisamente lo que no aconteció, desde la primera revolución proletaria, asumida como tal por la versión marxista. En la historia efectiva, no ideológica, hubieron revoluciones proletarias anteriores; la Comuna de París; antes, la guerra anticolonial de los esclavos haitianos. Eran plenamente proletarios, en la descomunal desmesura de la explotación del trabajo, que desconoce incluso la condición humana, en las condiciones de posibilidad históricas y económicas de la acumulación originaria de capital. Antes, el levantamiento indígena panandino y la subversión indígena y mestiza en Nueva Granada. Eren el substrato del proletariado emergente, en la modernidad barroca y el sistema-mundo capitalista que se conformaba; que los redujo a condición de servidumbre, de pongos y de mitayos, en los trágicos acontecimientos de la colonización y la acumulación originaria de capital. Por qué no triunfaron estas revoluciones proletarias anteriores, es una problemática que tocamos en Acontecimiento político. No lo vamos a retomar aquí, en este escrito. Lo que interesa es que la herencia marxista, no siguió el consejo del maestro, del padre del marxismo; prefirió, pragmáticamente, hacer lo que hacen los políticos de la burguesía; tomar el poder, preservarlo, recurrir a la maquinaria estatal para lograrlo.
Esta historia de las revoluciones marxistas es conocida. A modo de hipótesis interpretativa, que reduzca o matice su responsabilidad histórica, se puede decir que como se enfrentaban ante lo desconocido, una vez triunfada la revolución, además de haberse dado en la geografía política periférica de la geopolítica del sistema-mundo capitalista, y no en el centro industrial de este sistema-mundo, los bolchevique buscaron resolver el desafío mediante combinaciones entre lo conocido y desconocido, inventando caminos de transición, que son conocidos como las tesis orientales. Donde no se puede matizar ni disminuir la responsabilidad es en las revoluciones que vienen después; salvo, como dijimos, en la excepción que confirma la regla, la revolución cubana; que resolvió el desafío con la preservación y extensión del acto heroico. Es decir, con voluntad social; que no puede realizarse sin contenido ético y desenvolvimiento moral. En este caso, la lucidez se encontraba en el acto, en la entrega, más que en la teoría.
Mucho menos se puede matizar en el caso de las revoluciones barrocas, que combinaron liberación nacional con revolución social. Los populismos latinoamericanos emergieron de sublevaciones sociales, incluso de concepciones agraristas y proletarias, que dejaban en claro sus interpretaciones anarquistas y socialistas. El problema es que estas revoluciones abigarradas, no aprendieron las lecciones de la historia política, sobre todo, del drama de las revoluciones modernas. No destruyeron el Estado, como lo hicieron las revoluciones bolcheviques, rusa y china; aunque éstas, después, restauraron el Estado, al que le dieron el nombre de Estado socialista. Preservaron el Estado tomado, y quisieron usarlo como una herramienta técnica para lograr la soberanía, la independencia económica y la profundización democrática, con ribetes de revolución social. Al encaminarse de esta manera, se enredaron en las marañas del Estado-nación tomado, no destruido, que, además era un Estado-nación subalterno, condicionado por el orden mundial de las dominaciones del sistema-mundo capitalista.
Forzando la interpretación y exagerando en la matización, se puede llegar a sugerir que, estos nacionalismos-revolucionarios, intentaron, por lo menos, al principio, ser consecuentes, con programas de nacionalizaciones; que hacían como cimientos materiales de la construcción material del Estado-nación, no solamente jurídica-política. Se puede tomar estas experiencias sociales y políticas, de la mitad del siglo XX, como decursos dramáticos, en las condiciones y contextos de la llegada al poder de estos gobiernos populistas.
Lo que ya no se puede matizar es la reciente experiencia de los “gobiernos progresistas”. Que, indudablemente, emergen en los contextos y coyunturas intensas de la movilización social anti-neoliberal; que adquiere formas anticoloniales, por la presencia de las naciones y pueblos indígenas, por la alocución anticolonial del pueblo nacional-popular. Gobiernos que llegan al poder por elecciones democráticas, ganadas, en contextos generado por las movilizaciones sociales anti-sistémicas y en defensa de la vida. Que estos “gobiernos progresistas”, además, identificados como del “socialismo del siglo XXI”, no solamente hayan preservado la estructura del Estado-nación subalterno heredado, sino que, a pesar de contar con constituciones que establecían transiciones institucionales y transformaciones estructurales a otra forma de Estado, hayan reculado respecto a su horizonte jurídico-político, preservando y manteniendo la vieja estructura estatal y colonial heredada, habla de por sí, de la voluntad de estos gobiernos y su clase política. No querían cambios, ni mucho menos arriesgarse a hacerlo; estaban y están muy lejos del acto heroico y la entrega. Prefirieron el pragmatismo político, el realismo político, como método de “transformación”; método que no solo terminó siendo método de reforma, sino que incluso las reformas se anularon, sustituidas por simulaciones.
Hablar de revolución, en estos contextos, sobre todo, contando con los desenlaces dramáticos, regresivos y decadentes, de los llamados “procesos de cambio”, como lo hacen los intelectuales apologistas, es desconocer los hechos, las estructuras de los hechos, sobre todo, los desenlaces de los acontecimientos. Esta es una adulteración y un forcejeo grotesco de lo ocurrido. Estos intelectuales son ideólogos y apologistas de la decadencia; prestan su prestigio, ganado en la academia, para legitimar burdas simulaciones. Tienen de ideólogos, pero, dejan mucho que desear como intelectuales, diga lo que diga su prestigio académico.
En todo caso, lo que está en juego no es el prestigio de estos intelectuales apologistas, tampoco la pervivencia de estos “gobiernos progresistas”, que parece que su destino ya está concedido en el juego de dados de los eventos dramáticos de la crisis política; sino el porvenir de las sociedades y de los pueblos.
Desde nuestra interpretación activista, que no pretende ser verdadera, la actitud apologista es apostar a la derrota, con esos argumentos esquemáticos, simplones y dualistas, de que el dilema es o gobiernos progresistas, por más contradictorios que sean, o imperialismo. De lo que se trata no es de esta reductiva interpretación de la historia política y social de nuestras sociedades y pueblos; sino de lograr salidas emancipadoras a la crisis múltiple de los Estado-nación subalternos. De liberar la potencia social de los pueblos. ¿Cómo se hace esto?
No es, obviamente, repitiendo la historia; pasar de tragedias a farsas, de dramas a comedias. Sino inventando caminos al andar. Por lo tanto, hay que salir de la inhibición producida por el chantaje emocional: o nosotros, los partidarios de la “revolución”, el gobierno “revolucionario”, o ellos, la “derecha”, al servicio del “imperialismo”. Ni ellos ni los otros; ninguno. Ambos juegan al poder, reproducen el circulo vicioso del poder. Las opciones que se invente con el pueblo, con la auto-determinación popular, con la autogestión y los autogobiernos, que son, plenamente la democracia efectiva. Lo que importa es la construcción colectiva de la decisión política, la construcción de los consensos, sobre la base de deliberaciones; el aprendizaje social, la pedagogía política.