Las fronteras difusas son lentes de aumento

En esa encrucijada, la búsqueda del ámbito donde podamos seguir siendo sujetos, donde no seamos el objeto de alguien más ni sometamos a otros a nuestras premisas e intereses, arriba a eso que le llamamos lo “comunal”.
En el intento de extender los ámbitos de mutualidad, de correspondencia, resonancia y búsqueda de entendimiento la comunidad termina siendo extensión de la familia: la persona colectiva que crea y recrea, cuida y mantiene los ámbitos de protección para nuestro seguir siendo sujetos. Para mi seguir siendo sujeto.
No es esto un elemento cultural, sino vital, de la convivencia.



Las fronteras difusas son lentes de aumento

Desde los fuegos del tiempo
Ramón Vera-Herrera

21 agosto 2017

Decía Roland Barthes en Camera Lucida que su ámbito de mayor intimidad era esa zona del espacio, del tiempo, donde no es una imagen, no es un objeto. “Es mi potestad política ser un sujeto, y es algo que debo proteger” (p.15) Y podríamos añadir: donde no somos medios para alguien, es decir, donde nadie nos usa para sus propios fines.

Qué difícil la vida en la que tanta gente quiere usarnos, para realizar sus cargas de trabajo, extraernos valor, hacernos batallar durante el día y muchas veces la noche para cumplir sus oscuros intereses que además secuestran nuestro propósito, nuestras intenciones, y hacen que la gente, alguna gente, se traicione y traicione todo lo sagrado, llegando a los extremos de producir mierda pura, legajos y legajos de basura, discursos ampulosos, condescendientes, estudios falsos, dolosos o sesgados, productos inservibles, sustancias tóxicas, información de otras u otros para, habiéndolos vigilado, controlar su conducta “subversiva” o contraria a los intereses de quienes pagan las vigilancias.

Todo esto es una vileza, pero también lo es la manera en que el sistema —los organismos multilaterales, los gobiernos, las corporaciones, el mercado, las instituciones, las asociaciones, los sindicatos, las organizaciones y las personas en lo individual— provocan la escasez en nuestras vidas, para sus fines, al punto de que “la historia moderna puede ser descrita como la historia de la formación del imperio de la escasez”, como dijera Jean Robert.

El sistema busca precarizarnos, como hemos dicho tantas veces, impidiendo que resolvamos lo que más nos importa por nuestros propios medios creativos, en nuestros propios tiempos y espacios y con quienes nos funcione mejor trabajar.

Pero para precarizarnos pretenden robarnos nuestros referentes, nuestra amplitud de mirada, el horizonte real de lo que podríamos entrever, si decidiéramos como Barthes ejercer nuestra subjetividad, la cualidad más nuestra de nuestra propia persona —todo lo que atisbamos y reivindicamos desde nuestro cruce de caminos, desde nuestra propia frontera, en nuestros propios términos. Insiste Roland Barthes:

“Siempre he sufrido de la incomodidad de estar desgarrado, como sujeto, entre dos modos de lenguaje, uno expresivo y otro crítico. Y en el corazón de este lenguaje crítico, entre los varios discursos, el de la sociología, la semiología y el psicoanálisis —como insatisfacción con todos ellos— me doy cuenta de que la única certeza es que en mí, por más ingenuo que sea, hay una desesperada resistencia a cualquier sistema reductivo. Porque habiendo recurrido a algún lenguaje, en cualquier grado, cuando siento que éste se endurece y por tanto tiende a la reducción y a la reprimenda, gentilmente lo abandono y busco en otros lugares” (Camera Lucida, p. 8)

Parafraseando a RB, tenemos que dirigir nuestra resistencia vital contra la reducción a la que somos sometidos. No sólo en el lenguaje expresivo y el ejercicio de la crítica, sino en el ámbito de nuestro pensamiento, nuestra imaginación y el entendimiento de las circunstancias que pesan sobre nosotros o impiden que la gente, ejerciendo sus propias historias, resuelva lo que más le incumbe, y vuelva a ser sujeto de su propio camino.

Cualquier cuestión o andamiaje que reduzca nuestra interpretación articulada del mundo y nuestras posibilidades de transformación, debemos combatirla, primero que nada con una imaginación que no recurra a las premisas, supuestos, nociones, juicios, estrategias, visiones de quienes nos oprimen o utilizan.

En esa encrucijada, la búsqueda del ámbito donde podamos seguir siendo sujetos, donde no seamos el objeto de alguien más ni sometamos a otros a nuestras premisas e intereses, arriba a eso que le llamamos lo “comunal”.

En el intento de extender los ámbitos de mutualidad, de correspondencia, resonancia y búsqueda de entendimiento la comunidad termina siendo extensión de la familia: la persona colectiva que crea y recrea, cuida y mantiene los ámbitos de protección para nuestro seguir siendo sujetos. Para mi seguir siendo sujeto.

No es esto un elemento cultural, sino vital, de la convivencia.

Como toda herramienta de convivencia, está sujeta a vicisitudes, y se transforma en la historia o por las micro-historias más locales.

Cuando la comunidad se torna excluyente se vuelve frágil. Cuando se abre al mundo, manteniendo la integralidad como su centro, es factible ir equilibrando el tejido de relaciones dentro, y entre el “adentro” y el “afuera”, cuando la resistencia se torna urgente. La comunidad no es un universo cerrado. Ni puede serlo ni lo pretende. Su límites necesariamente son difusos, en muchas ocasiones invisibles.

La vitalidad de su ser colectivo pasa por la posibilidad de resolver los asuntos fundamentales en la dinámica mutua de quienes con el paso de los años insistieron y decidieron estar y compartir, extendiendo “la persona colectiva” a quienes comparten trabajo, sentido y “ser” a su existencia, hasta el horizonte donde se comparten referentes (el territorio que le dicen, que no siempre implica un sustrato físico).

El “afuera” impacta la comunidad con sus disposiciones y normativas, con su conducta-sistema, como si la comunidad fuera un individuo. Si cada persona es un cruce de caminos también una comunidad es un cruce de caminos que intenta resolver su vida como un algo más que la suma de todos los caminos humanos (de todas las historias humanas) que la conforman.

Pero a diferencia de la enormidad social, política y económica, castrada por pactos sociales diversos por los que muchos asuntos se gestionan o resuelven sin ilación, en una comunidad el intento es que todo se resuelva en el tejido de lo que cada quien es —puesto en perspectiva con lo que son las otras personas, sobre todo porque el intento común de entendimiento surge del centro mismo de la acción conjunta, y busca imaginar con una creatividad promovida desde todos lados: es la autogestión, que como el enamoramiento luego no dura, pero pudiera durar y transformarnos con tanta plenitud.

Tal vez, ante la atrocidad del “afuera” que nos impacta esa “vida privada” donde somos sujetos, y la jalonea y la busca someter al mundo de la escasez para enajenarla y hacerla servir a otros, la comunidad sirva de frontera difusa que funciona como un parapeto, pero también como un lente de aumento para cada quien y para los asuntos que nos importan.

En ese ámbito, la puesta en común, la recreación, juega siempre un papel crucial y por eso las reuniones o las asambleas, como en los orígenes del teatro, son la representación colectiva de las fuerzas que operan entre personajes, brindándonos foco de manera precisa, permitiendo que por turnos se muestren, nos mostremos, en un close-up de cada quien, los asuntos que más nos importan; los planos que no entendemos sumergidos en la enormidad.

2

Toda esta derivación nos regresa al lenguaje, y a nuestros ámbitos íntimos, a la imaginación, la memoria y al tiempo de la conciencia donde el futuro, el presente y el pasado se vuelven fronteras difusas para alojar y hacer coexistir toda la experiencia acumulada por tantas personas y así, en Our faces my heart, brief as photographs, John Berger nos propone que el tiempo es como un paisaje donde podemos mirar el pasado como un poblado visto desde una colina, todo completo, y más o menos estable, sin el fragor de las luchas o tareas cotidianas, el presente como ese fragor y ese intercambio donde son constantes e intensos los puntos de contacto del día, y el futuro, aunque sea inmediato, como el recorrido por ese mismo poblado cual si fuéramos ciegos andando lo que conocemos, con un bastón por guía.

Ejerciendo un lenguaje imaginativo, y haciendo eco de Novalis y el propio Berger podemos hacer el simulacro de invocar más de estas fronteras difusas, que señalan dualidades complementarias que nos podrían devolver al ámbito de intimidad del que hablaba Barthes, donde somos sujetos y nadie nos controla.

Desde donde podemos proponer una mutualidad, la indagación del tiempo de la conciencia, en el ánimo de entender, establecer y ejercer una epistemología de los cuidados mutuos, de los equilibrios —entre adentro y afuera, entre lo macro y lo micro, entre el flujo, el proceso y la posición, entre totalizar y dispersar, entre lo que se desvanece y aparece (la ola de un fenómeno) entre lo ajeno y lo propio, y sólo así recuperar nuestros ámbitos de justicia, sin el empobrecimiento del tiempo lineal y la homogenización de las premisas que nos proponen como paso previo a nuestra utilización total.

Todos estos puntos de contacto, que definen puentes, nudos en los hilos tendidos, encrucijadas y zonas intersticiales que filtran o impiden el paso, fueron investigados por Novalis que llegó a decir: “El tiempo es espacio interior; el espacio, tiempo exterior”.

Y en otro de sus Fragmentos dijo: “La sede del alma se encuentra en el punto en que se tocan el mundo interno y el mundo externo. Ahí donde esos mundos se penetran está el alma: en cada punto de contacto”. Justamente por eso, reconociendo la imposibilidad de lo individual, de lo aislado, celebrando todos los puntos de contacto, Novalis dijo siempre que “la pérdida del sentimiento de la comunidad es la muerte”.

Ciertas otras fronteras las explora John Berger al preguntarse si los muertos vienen a visitarnos cuando los soñamos o si es sólo que nosotros los invocamos con nuestra imaginación. En ese terreno común, en esa frontera, se pregunta: “¿soy yo el que cruza la barrera que normalmente los excluye o son ellos los que la cruzan?” Y termina concluyendo que en realidad no importa porque “los muertos son la imaginación de los vivos, y para los muertos, a diferencia de los vivos, la circunferencia de la esfera [en donde conviven con nosotros] no es una barrera”.

Así pensar las fronteras como lentes de aumento, como zonas continuas que crean transiciones, nos lleva a reivindicar la idea de que es inescapable vivir en comunidad, y que tal comunidad abarca a los muertos, que son el núcleo de lo sagrado, de nuestra imaginación, como declaraba Berger.

Y aun con los muertos hay que ejercer cuidados, para que el pasado nos empate y siga existiendo en nosotros, entre nosotros. Novalis también decía: “Los humanos no vivimos ni actuamos salvo en la idea, por el recuerdo de la existencia. Hasta ahora no existe ningún otro medio espiritual en este mundo. Por eso es un deber pensar en los muertos: es el único medio de permanecer unidos a ellos”.

“Toda palabra es un conjuro. Ese espíritu al que se llama, aparece”, dijo también Novalis. Tal es la fuerza mágica que tienen las palabras. Quizá entonces apelar al espíritu del lenguaje (esa lupa donde habitamos como frontera) para ejercer con plenitud nuestro impulso narrativo buscando sentido en común, entendimiento mutuo, lo convivial.

Lo narrativo no se agota en la literatura que es convención social, y parámetro de refinamiento selectivo en la forma, según los comisarios en turno. Y rebasa con mucho la idea de lo autoral. Porque ante todo es un gesto. Quien narra permea lo vivido y lo disemina de muchas maneras. Pero nunca es una tarea individual. No puede ocurrir sin un colectivo con quien se comparte, se coteja y se potencia. La espiritualidad del impulso narrativo es hacer sentido, uno que es común (compartido y producido en conjunto por los varios que funden sus experiencias), la comunidad ES el sentido en común: nuestra comunidad es de sentido. Lo que entendemos en común. Ése puede ser un ámbito íntimo donde nadie menoscabe a nadie.

Lecturas:

Roland Barthes, Camera Lucida, Reflections on photography, traducción de Richard Howard, Hill and Wang, The Noonday Press, 1981.

John Berger, Our faces my heart, brief as photographs, Vintage Books, Nueva York, 1991.

Novalis, Fragmentos, Editorial Nueva Cvltvra, traducción de Angela Selke, México, 1942.