La otra cara de la guerra
Gustavo Esteva
La Jornada
Hay inmenso cinismo, ignorancia o incompetencia en el gobierno mexicano y en el de Trump. Pero no es sólo eso. Es también una operación perversa.
La polarización social en Estados Unidos estuvo siempre ahí. Pero en los medios aparecía como algo aislado y marginal; no parecía existir la violencia ejercida continuamente contra los de abajo, con una línea de color y de género muy marcada. Lo que hoy se tiene a la vista es una confrontación abierta entre diversos sectores de la sociedad, que se hace cada vez más radical y violenta. No es algo surgido casualmente. Es un clima social creado por el señor Trump que estimula la presencia pública de lo que no acostumbraba mostrarse y hace evidente la gran extensión del sustrato racista y sexista que desde siempre definió a la sociedad estadunidense.
En México el repertorio de la polarización es amplísimo. Crece continuamente la irritación ciudadana ante bloqueos de calles y carreteras, y las incontables marchas y plantones. Cada semana se produce un linchamiento. La violencia doméstica se acentúa, lo mismo que la riña callejera. En muchas partes del país estamos ya en el peor tipo de guerra civil, cuando no se sabe quién pelea contra quién. Las formas de autodefensa se extienden, al paso de la proliferación interminable de comportamientos criminales de toda índole, que a menudo muestran atroces niveles de degradación humana. Se descubren todos los días fosas clandestinas, en que autoridades y criminales compiten por números y horrores.
Nada de eso es aceptable; no es un estado de cosas con el que debamos coexistir. Pero tampoco debemos verlo como algo circunstancial o patológico. Lo que ocurre hoy es que se hace más evidente que nunca la naturaleza del régimen dominante y cómo nos divide y enfrenta.
La sociedad griega, que acuñó el término democracia, era misógina, sexista y excluyente. Otorgó alguna participación en las decisiones públicas a cierto número de ciudadanos hombres. Además de las mujeres y los esclavos, en abierta posición subordinada, excluyó a innumerables “bárbaros”, que consideraba balbuceantes por no hablar una lengua griega.
La sociedad estadunidense, que dio forma moderna a la democracia, tenía esas mismas características. Sus líneas de color y de género eran muy marcadas. Eran misóginos y tenían esclavos quienes dieron forma a la constitución y al sistema político, concediendo a hombres de ciertas características la participación política y excluyendo a amplias capas de la sociedad, particularmente a los que no fueran blancos ni varones.
Nada de esto ha quedado atrás. El hecho de que mujeres, negros y otros sectores hayan conquistado el derecho al sufragio y algunas y algunos ocupen posiciones prominentes, no ha eliminado los rasgos de ese régimen político que se sigue llamando democracia, pero es irremediablemente un dispositivo de opresión y sojuzgamiento para la mayoría de la población.
En la actualidad, a medida que se extiende el descontento y tanto los partidos como el propio régimen dominante pierden legitimidad y credibilidad, sus operadores recurren a un mecanismo perverso: estimulan o provocan artificialmente confrontaciones entre diversos sectores de la población. Es otra cara de la guerra actual. Se trata de que veamos al enemigo entre nosotros para que no nos ocupemos del despojo. La guerra actual asesina, desaparece o encarcela a números crecientes de personas y despoja a capas cada vez más amplias de lo que aún tienen: tierras y territorios, medios de subsistencia, capacidades productivas… o derechos de toda índole, pensiones, prestaciones, condiciones de trabajo. Para evitar que nos enfrentemos con los autores y responsables del despojo, se nos hace enfrentarnos entre nosotros, por ejemplo, en la confrontación no siempre pacífica entre partidos y candidatos que dividen a pueblos y comunidades en formas que llegan a ser muy intensas.
Ninguna experiencia, sin embargo, ninguna evidencia del carácter real de este régimen, logra persuadir a todas y todos de la necesidad de abandonarlo. Persiste un imaginario muy arraigado que permite expresar profundo descontento con el estado de cosas y tener conciencia de las deficiencias insalvables del régimen… pero sin ir más allá. Se diría que al llevar la crítica a su extremo natural se produce una angustiante sensación de vacío, que hace regresar a la zona de confort.
Paso a paso, todos los días, estamos desmantelando ese imaginario. Estamos mostrando que los extremos a que están llegando los gobiernos no son anomalías circunstanciales o temporales. Revelamos que no son solamente cínicos, ignorantes o incompetentes, ni meramente corruptos e irresponsables. Son todo eso pero además son la fuente de buena parte de nuestras confrontaciones y divisiones. Es cada vez más claro que ningún candidato o partido puede corregir ese régimen o ponerlo a nuestro servicio. Desmantelarlo se convierte cada vez más en condición de supervivencia. Sólo nosotros podemos detener su ímpetu arrasador. Y es eso, precisamente, lo que empieza a perfilarse como una posibilidad real, a medida que se extiende a ras de tierra, en pueblos y barrios, el ímpetu organizativo que ha desatado la propuesta del Congreso Nacional Indígena y los zapatistas. Cada día nos juntamos más, nos organizamos.
gustavoesteva@gmail.com