Reportajes
Los zapatistas buscan nuevos caminos en la política mexicana
2017-08-29
Paulina Villegas, The New York Times
Los zapatistas, los revolucionarios con mayor poder en México en casi cien años, están deponiendo las armas tras décadas de oponerse al gobierno por una sencilla razón: México está tan plagado de violencia, dicen, que el país ya no puede con más.
La decisión es una crítica mordaz a la condición en la que está hoy el país, dicen los analistas. Los rebeldes no lograron llegar a un acuerdo de paz con el gobierno ni lograron la protección y garantía de los derechos indígenas por la que tanto lucharon. Los homicidios en México aumentan tan rápido que hasta un movimiento iniciado como una lucha armada se siente obligado a renunciar a la violencia.
“Esto demuestra hasta qué punto los mexicanos están cansados de la violencia”, comentó Jesús Silva-Herzog Márquez, profesor de Ciencias Políticas en la Escuela de Gobierno y Transformación Pública del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. “Hoy el radicalismo político tiene que ser pacífico porque la vida pública, económica y social de México ha estado manchada de sangre demasiado tiempo”.
El subcomandante Marcos, el líder que se convirtió en un fenómeno mundial en 1994 cuando los zapatistas irrumpieron en los poblados del estado de Chiapas, apareció unos momentos en un estrado hace algunos meses, detrás de una multitud de combatientes, jóvenes con piercings y simpatizantes indígenas que llevaban blusas bordadas a mano.
Tras algunos aplausos, fotografías y cantos revolucionarios, Marcos abandonó el escenario en silencio, una acción austera comparada con los encendidos discursos sobre la desigualdad y la revolución armada que alguna vez le hicieron ganar fama internacional y atrajeron a reclutas entusiasmados.
Pero ahora, dicen los zapatistas, más violencia, independientemente de la causa, es lo último que México necesita.
En cambio han decidido trabajar dentro del sistema contra el que alguna vez se rebelaron, dando su apoyo a una candidata a la presidencia en las elecciones del próximo año.
“Llegamos a un punto de quiebre”, dijo Carlos González, vocero del Congreso Nacional Indígena, una organización que representa a distintos grupos indígenas en México y también habla por los zapatistas.
“Descartamos tomar las armas”, dijo. “No nos gustaba, era una opción muy sangrienta”.
La violencia es una plaga desde hace mucho tiempo en México, donde más de 100 mil personas han sido asesinadas y más de 30 mil han desaparecido en la guerra contra las drogas, que ha durado más de una década.
No obstante, este año las muertes llegaron a cifras sin precedentes: en mayo y junio la cantidad de homicidios en todo el país fue la más alta en 20 años.
Dejando a un lado la identidad revolucionaria que alguna vez los definió, los zapatistas, cuyo nombre completo es Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), se están aventurando a la política. Anunciaron su respaldo a María de Jesús Patricio Martínez, una médica tradicional del pueblo Nahua, en las elecciones presidenciales del año próximo.
“En México ser indígena significa que te traten como si fueras mitad persona, y si eres mujer, ni la mitad de eso”, dijo la mujer de 57 años, que no es zapatista.
El objetivo de los zapatistas, aseguran, no es ganar, sino usar la elección de 2018 como plataforma para expresar los problemas más urgentes en las comunidades indígenas de México.
“La presidencia es lo de menos; las elecciones son por excelencia la fiesta de los arriba. Queremos colarnos a la fiesta electoral y echárselas a perder”, dijo González, el vocero del CNI.
El gobierno mexicano dice que da la bienvenida a “todas las expresiones políticas y sociales”, incluyendo a la candidata con respaldo zapatista, argumentando que contribuye a fortalecer más la democracia.
Sin embargo, no todos se creen el discurso zapatista. Algunos de sus opositores lo ven como un grupo guerrillero oportunista que podría fracturar aún más el voto de la izquierda.
Uno de sus principales críticos es el candidato presidencial populista de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, un puntero en las primeras encuestas que ha dicho que la candidatura independiente apoyada por los zapatistas es una maniobra para “hacerle el juego al gobierno”.
Cuando los zapatistas aparecieron por primera vez en 1994, la confrontación armada era parte del programa. Una nación paralizada observó cómo un ejército de campesinos indígenas, que llevaban pasamontañas y armas de asalto, aparecía en varios poblados del estado sureño de Chiapas y le declaraba la guerra al Estado mexicano.
Los rebeldes exigieron el reconocimiento y la protección de las comunidades indígenas, que de manera persistente se encontraban en lo más bajo de la escala socioeconómica. Con su insurrección armada, pasamontañas de color negro y discursos enardecidos, los zapatistas obligaron a México a lidiar con su larga historia de desigualdad.
El levantamiento llegó en un momento especialmente delicado, ya que México estaba en pleno proceso de globalización y su relación con Estados Unidos se profundizaba. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte entró en vigor el mismo día que inició el levantamiento.
Tras una confrontación de 12 días entre las tropas gubernamentales y los combatientes zapatistas, tuvo lugar una primera tregua. Pronto se vino abajo, cuando el presidente de aquella época, Ernesto Zedillo, emitió órdenes de aprehensión para los líderes de los zapatistas, incluyendo su único vocero no indígena, el subcomandante Marcos.
Con los discursos apasionados de su misterioso líder, los zapatistas rápidamente atrajeron a legiones de seguidores locales e internacionales. Algunos clamaban que la lucha rebelde era la primera “revolución posmoderna”.
Luego vino un proceso de negociación difícil con el gobierno, del que emanaron los Acuerdos de San Andrés, firmados en 1996. Los acuerdos prometían una reforma constitucional que otorgaría cierta autonomía a las comunidades indígenas, incluyendo el derecho de elegir juntas de gobierno locales para sus tierras.
Sin embargo, cuando la reforma finalmente se aprobó en 2001, excluyó el derecho de las comunidades al gobierno autónomo sobre sus territorios, lo cual motivó al EZLN a romper con el gobierno y los partidos políticos.
Su fuerza comenzó a menguar. Los rebeldes desaparecieron del radar público y regresaron a sus escondites en la selva lacandona, donde organizaron en silencio sus propias comunidades en lugar de buscar publicidad.
Entonces, hace tres años, el subcomandante Marcos dio un discurso en el que reflexionaba sobre el ejército zapatista y describía el que acabaría por convertirse en el nuevo camino a seguir para los rebeldes.
“Contra la muerte, nosotros demandamos vida”, dijo en el discurso. “En lugar de construir cuarteles, mejorar nuestro armamento, levantar muros y trincheras, se levantaron escuelas, se construyeron hospitales y centros de salud, mejoramos nuestras condiciones de vida”.
Los zapatistas estaban cambiando y él también. Cambió su nombre a subcomandante Galeano, para honrar a un camarada caído. Y anunció la muerte del subcomandante Marcos, su identidad. Su existencia ya no era necesaria, dijo, describiéndose como “una botarga mediática”.
Los años siguientes, los territorios controlados por los zapatistas ejercieron una autonomía de facto, brindando un acceso amplio a la educación y a los servicios de salud. La delincuencia organizada no ha podido ingresar en el área.
A menos de 26 kilómetros al norte desde la ciudad colonial de San Cristóbal de las Casas, un enorme letrero da la bienvenida a los forasteros a Oventik, un enclave zapatista. El cartel dice: “Aquí manda el pueblo y el gobierno obedece”. Los guardias vigilan el acceso las 24 horas, cuestionan rigurosamente a todos los extraños sobre sus motivos para ir ahí, y con frecuencia niegan la entrada.
Las tiendas venden camisetas con la conocida imagen del subcomandante Marcos con pasamontañas y fumando una pipa, con consignas como: “Disculpen las molestias. Esto es una revolución”.
Enormes murales de colores vivos con consignas revolucionarias, tanto en tzotzil como en español, cubren cada uno de los muros. No se permite el alcohol ni tampoco el cultivo de drogas ilegales. En cambio, los campesinos cultivan café, miel y flores. Fabrican zapatos, venden tortillas y viven en un sistema comunitario, compartiendo las responsabilidades y la toma de decisiones en las llamadas Juntas de Buen Gobierno.
“Estados Unidos parece estar destinado, por la providencia, a llevar la miseria a Latinoamérica en nombre de la libertad”, dice un letrero desgastado que cuelga en medio de un comedor polvoriento.
Este modelo zapatista de organización comunitaria, y el nuevo movimiento político que apoya a María de Jesús Patricio para que sea presidenta, ha dado esperanza a algunos mexicanos marginados de que la forma de gobernar puede ser diferente, y mejor, con un sistema más democrático, libre de la política de los pactos y el clientelismo que existe en casi todos los niveles de gobierno.
“Son los que mantuvieron y alimentaron nuestras esperanzas durante todos estos años”, dijo Maribel Cervantes, organizadora comunitaria del estado de Veracruz, refiriéndose a los zapatistas.
“Son un vivo ejemplo de lo diferentes que pueden ser las cosas”, agregó. “Y ahora esta candidata puede ser un rayo de luz en la oscuridad”.