01.09.2017
El síndrome político del emperador
Raúl Prada Alcoreza
¿Quién es el sujeto que considera que él es la verdad, la verdad inmaculada, la única verdad; lo demás es mentira, error garrafal, traición? Se ha asumido este problema desde las ciencias sociales, considerando los contextos en los que se mueve este sujeto, además de lo que dice, del discurso asumido, de su ideología; sin embargo, no parece tan adecuado este punto de partida o enfoque, pues no se trata de problemas relativos ni al contexto donde se encuentra el sujeto, ni a la ideología que reclama como suya. Más parece un perfil estructural subjetivo, que hay que atender como demanda desesperada de reconocimiento. Un perfil subjetivo que aparece con los mismos rasgos estructurales en distintos escenarios y contextos, emitiendo distintos discursos, justificándose con diferentes ideologías. Entonces, nuevamente, ¿Cómo interpretar este perfil subjetivo?
La psicología ha encontrado que factores de esta apreciación, la de ser la verdad, la verdad inmaculada, la única verdad, que podríamos llamar concepción delirante, pues se trata de una pretensión imposible, se hallan en la subestima y por sufrir acomplejamientos; sentirse desvalorizado. Se han insinuado hipótesis sugerentes como la del “síndrome del emperador”; incluso, en la psicología conductista, de que la combinación de bajo status y poder dan como resultado una conducta despótica. Estas hipótesis se basan en investigaciones empíricas y observaciones conductistas. Empero, las hipótesis mencionadas no terminan de explicar el problema, no solo porque recuren a otras hipótesis para hacerlo, como que se trata del desconocimiento de valores, no saber dónde están los límites; en consecuencia ni despliegan empatía ni se sienten culpables. El problema de este supuesto de apoyo es que se basa en los prejuicios, en el buen sentido de la palabra, institucionalizados por la sociedad. Entonces la explicación es un círculo vicioso, donde la mirada institucional encuentra anomalías cuando no responden al modelo de comportamiento institucionalizado y valorado. Independientemente de la discusión sobre las restricciones del modelo de comportamiento institucional, generalmente denotado como conservador, lo que interesa es señalar que no es un buen camino efectuar interpretaciones circulares, donde la mirada juzgadora juzga desde su imagen en el espejo.
Otra hipótesis de apoyo, para la interpretación que encuentra el problema en la combinación de bajo status y poder, es que los que llama de bajo estatus generan resentimiento, como si esto ocurriera mecánicamente y de manera general. Para decirlo con simpleza, usando términos del sentido común, sobre todo, para ser directos en la exposición, sin discutir la pertinencia de estos términos, pues no son los que describen el problema que nos planteamos, la del “sujeto con síndrome de emperador” - apropiándonos de este concepto clínico, que está, más bien, enfocado a niños y adolescentes “despóticos” -, diremos que no parece acertado sugerir que todos los pobres son resentidos y cuando llegan al poder son déspotas. Ciertamente las teorías a propósito no lo dicen de esta manera, ni generalizan de esta manera, pues se atienen al alcance de sus poblaciones objetos de investigación. Sin embargo, subyace la tendencia, implícita, de sugerir la posibilidad de la generalización.
¿No hay también ricos resentidos? ¿No hay también resentidos de estatus altos, por lo tanto, que terminan desplegando conductas despóticas? Para ingresar en el terreno en que se mueven estas psicologías, ¿sólo los niños que no distinguen entre el bien y el mal, que no tienen una clasificación de valores, derivan en conductas despóticas? Aquí se hace difícil responder a estas teorías de la psicología general, pues hay ejemplos, mas bien, en este sentido, de despotismos de ricos, con buen estatus y de personas instruidas en el bien y el mal, personas que podemos llamar moralistas. Independientemente del alcance de las observaciones y estudios de estas investigaciones, sin desmerecer su apreciación singular, en escenarios controlados por los instrumentos y la metodología de investigación, no parece encontrarse, por así decirlo, la clave o las claves del problema mencionado, de quién es el sujeto con síndrome de emperador, en los supuestos de apoyo de estas explicaciones de la psicología general, por lo menos, de la basada en estudios empíricos. Entonces, ¿dónde se encuentra la clave o las claves del problema en cuestión?
Boceto para una hipótesis del “síndrome de la dominación”
La filosofía y la psicología han supuesto como básico el “instinto de agresión”, atribuido, en principio a los animales, como mecanismo de defensa o, en su caso, de competencia de machos por las hembras o, en otros casos, como mecanismo de la caza, en lo que respecta a los nombrados como depredadores. Sin discutir lo acertado o no de este supuesto; dejándolo ahí, en todo caso, este “instinto” aparece esporádicamente, cuando tiene que aparecer, como defensa, como competencia o como caza. No ocurre como cuando se traspasa este instinto al humano; en quien no solamente aparece intermitentemente, sino que es constante, se convierte en sistemático. En lo que corresponde a este fenómeno de la “agresión”, constante, recurrente, continua y sistemática, hay que observar que parece que ya no es acertado hablar de agresión, pues se trata de un comportamiento sistemático y recurrente.
Si se trata de un comportamiento constante, continuo, recurrente y sistemático, que solo pasa en las sociedades humanas; de este modo, entonces, no se trata del denominado instinto de agresión, atribuido a los animales, sino, si se quiere, de otro “instinto”, generado en los humanos. Si es constante y sistemático, no se trata, como dijimos, de agresión, sino de una conducta que busca otra finalidad, distinta a la defensa, a la competencia, a la caza; una finalidad que tiene que ver con el efecto, también permanente, que se persigue. En las sociedades humanas aparece, a partir de un momento o momentos diferidos, lo que llamaremos, provisionalmente, jugando con las analogías de los términos, incluso de los conceptos, síndrome de dominación.
El síndrome de dominación, por las características que tiene y que hemos mencionado algunas, no puede corresponder a lo que atribuyen los etólogos a los animales, como “instinto de agresión”, a un “instinto natural”, sino solo puede ser un instinto social, por así decirlo, manteniendo el término discutible de “instinto”, para preservar niveles de comparación en la exposición.
Ciertamente es incómodo hablar de instinto social, pues el concepto de instinto supone un comportamiento natural, por así decirlo. De acuerdo a la definición, el instinto es una conducta innata e inconsciente, que se transmite genéticamente entre los seres vivos de la misma especie, que les hace responder de una misma forma ante determinados estímulos. Es también un impulso natural, interior e irracional que provoca una acción o un sentimiento sin que se tenga conciencia de la razón a la que obedece.
El instinto, en castellano, viene del latín instinctus, que quiere decir impulso o motivación; corresponde al verbo instingere, formado por el prefijo in, que significa desde adentro, interno; así como del verbo stingere, que significa pinchar, impulsar, motivar. El instinto se define biológicamente como pauta hereditaria de comportamiento, cuyas características son que es común en toda la especie; las excepciones y variabilidad son mínimas, explicándose por el instinto mismo. Posee finalidad adaptativa. Es de carácter complejo, es decir, supone procesos para su aparición y efectuación; percepción de la necesidad, búsqueda del objeto, percepción del objeto, utilización del objeto, satisfacción y cancelación del estado de necesidad. Es global, compromete a todo el organismo vivo. Sin embargo, estamos manteniendo el término como metáfora, sobre todo por razones de exposición e ilustrativas.
Hablamos del instinto social de dominación. Supongamos, en principio, manteniendo la comparación y las analogías, que nos referimos al cuerpo social. A partir de un determinado momento o, mas bien, de momentos diferidos, cuando se construyen instituciones, las que se encargan de cristalizar y transmitir determinadas relaciones sociales en la reproducción social, la relación preponderante o, mas bien, un núcleo de relaciones, es la que se establece como de captura, control y sometimiento. Estas relaciones no solo se institucionalizan, sino que simbolizan, adquiriendo de fatalidad imaginaria o destino. La estructura de relaciones internalizada o la institucionalidad incorporada incide en los comportamientos. Éstos se convierten no solamente en hábitos sino en habitus, como lo define Pierre Bourdieu. Entonces estas relaciones de captura, control y sometimiento forman parte del habitus, es decir, del sentido práctico. Esto es, el habitus de dominio se convierte como en un instinto de dominación, aunque no fuese natural, sino que aparece imaginariamente como natural.
La dominación o las polimorfas formas de dominación, que corresponden a las relaciones de captura, control y sometimiento, aparecen en los comportamientos; son, prácticamente comportamientos y conductas. Por las investigaciones biológicas y psicológicas sabemos que el comportamiento corresponde a procesos de adaptación y adecuación de los organismos con respecto del medio. Podríamos decir que los comportamientos sociales, relativos a las sociedades humanas, corresponden a adaptaciones y adecuaciones de los sujetos sociales al medio social, es decir, al conglomerado institucional que ordena a la sociedad institucionalizada. Se trata de un medio social cuya dinámica se organiza en función de las estructuras de dominación. La dominación se convierte en principio y fin de las relaciones sociales, de las prácticas sociales y de los imaginarios sociales.
Se convierte en valor y valorizador de las relaciones; así como en deseo, deseo de dominar. Este deseo de dominar forma parte de la estructura del instinto de dominación. Sin embargo, este instinto de dominación es inoculado, incorporado e inscrito en los cuerpos de los sujetos socialmente, es decir, por efecto de los agenciamientos concretos de poder, que son las instituciones.
Por lo tanto, el síndrome de dominación o, usando la metáfora, el síndrome del emperador, no es un fenómeno que se puede atribuir a individuos anómalos, como, de alguna manera, sugiere la psicología general, como si se tratara de una mala inclinación o de una inadaptación. Aunque aparezca de manera hipertrofiada en determinados individuos, se trata de una inclinación compartida socialmente. El síndrome de dominación tiene su substrato en la sociedad misma, en la estructura y la malla institucional de la sociedad.
En consecuencia, el problema del síndrome del emperador no puede resolverse con atenciones individualizadas o grupales, incluso colectivas, en instituciones especializadas. El problema o, si se quiere, el substrato del problema, solo puede ser resuelto socialmente, en la sociedad misma, transformando sus estructuras sociales y sus mallas institucionales, que son las que inoculan el instinto de dominación en los sujetos sociales.
Lo que decimos no quiere decir que los individuos, sobre todo. los individuos políticos, particularmente los que asumen funciones estatales, de gobierno, de representación o de voceros, ya sea oficiales o contestatarios, no tengan responsabilidad. De ninguna manera. La inclinación a la dominación, si se quiere, utilizando la metáfora, el síndrome del emperador, compartido socialmente, tiende a manifestarse de manera notoria y hasta exagerada precisamente cuando se dan las condiciones de posibilidad para que ocurra esto. Los ambientes políticos son los más propicios para el desarrollo del síndrome del emperador, sobre todo en los gobernantes.