Colapso o sustentabilidad: ¿adónde va Ciudad de México?
Víctor M. Toledo
La Jornada
La especie humana sobrevivió y persistió porque aprendió a escuchar los mensajes de la naturaleza. De una naturaleza sacralizada. De esa ecología sagrada donde cada montaña, manantial, río, roca, planta o animal poseen la capacidad de diálogo, los humanos derivaron una cierta ética ambiental. De la lectura o interpretación de los mensajes, los seres humanos aprendieron a ajustar, adaptar y modificar sus comportamientos y sobre todo sus modos de organizarse, en un verdadero juego por la supervivencia. Con el advenimiento de la modernidad, urbana, industrial y racionalista, esa capacidad quedó anulada. A los ojos de los modernos, la naturaleza pasó a convertirse en un sistema, en una máquina, a la que había que analizar y escudriñar a través de la ciencia para extraerle sus riquezas. De la naturaleza como entidad sagrada se pasó a la naturaleza como recurso a explotar, como capital natural. La naturaleza se convirtió en la esclava de la humanidad, al menos por un tiempo. Este fenómeno que el historiador Morris Berman llamó el desencantamiento del mundo, se halla en la esencia de las llamadas catástrofes o desastres naturales. Hoy, por fortuna, tras más de cinco décadas de un conocimiento a contracorriente, que ha partido en dos a la academia, la naturaleza ha recobrado su voz por conducto de la ciencia.
De la misma manera en que sucede con el planeta entero, donde el cambio climático es hoy por hoy el fenómeno global que lanza mensajes desesperados por todos los rincones del orbe, Ciudad de México (CDMX), uno de los 10 conglomerados urbanos más grandes del mundo, recibe alerta tras alerta sin que haya mecanismo (institucional, administrativo, social, religioso, político, etcétera) que las reciba, registre y considere. Los dos terribles terremotos que la ciudad ha padecido (además de inundaciones, explosiones, contaminaciones y escasez de agua) con una cronométrica diferencia de 32 años (coincidencia que no puede soslayarse, pues desde la humildad siempre se duda) deben ser interpretados como llamados a la reflexión rigurosa y al análisis exigente. Más aún cuando estas catástrofes han conmovido de una manera doble. Por un lado por el enorme dolor de las tragedias vividas, por el otro por la sublime emoción de confirmar que las reservas humanas, éticas y espirituales de la ciudad siguen vivas, y se han expresado nuevamente en decenas de miles de acciones de altruismo, cooperación y solidaridad.
¿Adónde va Ciudad de México? Las fuentes de conocimiento científico y las evidencias derivadas que este autor logró consultar en los últimos días, con la ayuda y orientación de colegas y asistentes, indican que la capital del país se dirige hacia el colapso. Esta conclusión surge cuando la ciudad y en realidad toda la llamada zona metropolitana (ZM) se escudriñan desde la perspectiva del metabolismo urbano (los flujos de materiales, agua, alimentos, desechos y energía). Se trata de explorar la sustentabilidad y resiliencia de un territorio expuesto a una muy alta sismicidad y que hoy soporta a una población de 21.5 millones asentada sobre un conjunto de antiguos lagos (véase una síntesis en los aportes recientes de Gian Carlo Delgado, investigador de la UNAM.
La ZM se dirige al colapso por varios flancos: la multiplicación imparable de autos y megacentros comerciales, el desmesurado crecimiento vertical, la crisis del abasto, transporte y uso del agua, la contaminación del aire, el hundimiento de la ciudad. Destaca la problemática del agua con la sobrexplotación de los acuíferos, la necesidad de importarla desde cuencas remotas, el reciclado de gigantescos volúmenes de aguas negras y la ausencia de sistemas para captar agua de lluvia. Por su parte, el auge automovilístico ha convertido a la ZM en el núcleo urbano de ¡menor movilidad en el mundo! Las estadísticas hablan: el número de autos pasó de 2.5 millones en 2000 a 4.16 millones en 2010 a 6.8 millones en 2013 y a más de 7 millones en la actualidad. Si esta tendencia no se detiene habrá 11 millones en 2020, cifra que, se ha calculado, colapsará las vialidades. La conurbación quedará congelada, es decir, sin movimiento. Mientras, los gobiernos siguen construyendo segundos, terceros, cuartos y hasta quintos pisos al servicio de su majestad el auto. Sumado a lo anterior, la construcción de obras gigantescas y faraónicas, como las decenas de edificios de más de 10 pisos o como el nuevo aeropuerto de CDMX, abonan a la peligrosidad ante los sismos que seguirán ocurriendo de manera inexorable.
Este dramático panorama se ha ido configurando a consecuencia de un proceso múltiple de privatización de la vida urbana inducida por las empresas automovilísticas, constructoras y comerciales en pleno contubernio con los gobiernos de izquierda, centro y derecha. Lenta o súbitamente, se ha ido privilegiando un modelo de ciudad neoliberal marcado por los valores, aspiraciones e intereses privados e individualistas, que es insostenible en el mediano plazo. CDMX se encuentra ante un punto de quiebre, frente a un dilema supremo entre colapso o sustentabilidad. Seguirlo negando es un acto notable de estupidez. Por ello debe asumirse que el rescate de los sitios afectados por el sismo, la llamada reconstrucción, no tendrá sentido si no se enmarca dentro del rescate de toda la ciudad y su entorno metropolitano. Y es aquí donde la gigantesca energía social de decenas de miles de jóvenes que apareció nuevamente en estos días debe entrar en escena. La sociedad civil que irrumpió en el terremoto de 1985 (según el testimonio dejado por Carlos Monsiváis en su libro No sin nosotros) se debe convertir en poder ciudadano, en la fuerza capaz de llevar a la práctica un modelo alternativo de ciudad. Detener ya la tendencia hacia el colapso debe ser obra de la organización y movilización colectivas, pero también de acciones puntuales a escala de hogares, edificios, barrios y colonias (ver). En suma, el urgente rescate de Ciudad de México será ciudadano, ecológico, solidario y autogestionado o no será.