Daniel Viglietti: Desalambrando conciencias
Carlos Fazio
La Jornada
Daniel Viglietti está de regreso. En pocos días volverá a cantar en la Sala Nezahualcóyotl recordando a Mario Benedetti. Fue allí, en ese escenario, donde el “dúo” uruguayo estrenó hace 31 años su recital A dos voces. Ahora Benedetti no estará. Y como dice el propio Viglietti, ese irreparable vacío a su lado indica que todo será a una voz, “aunque la energía creadora de la obra de Mario Benedetti nos siga afirmando que somos mucho más que dos”.
Compañeros, amigos, la obra de ambos creadores ya tenía un perfil propio, definido, cuando después de andar rumiando en sus respectivos exilios vinieron a descubrir aquí en México, en 1978, que eran cómplices de ciertos temas sobre los que cada uno había escrito por su lado sin saberlo. La coincidencia más fuerte era la de un poema de Benedetti y una canción de Viglietti sobre la luchadora paraguaya Soledad Barret, sacudidos ambos por la noticia de su muerte en Recife, a manos de la dictadura militar brasileña. Pero otros abrazos hermanaban sus obras. Entre ellos, la porfiada confianza en un mundo más justo, los sentimientos de la distancia obligada del paisito en aquellos años de terrorismo de Estado y los encuentros –”a veces daltónicos”– con seres y realidades en medio de sus propias búsquedas.
Así nació A dos voces, en la Neza, con una puesta en escena mínima: un poeta y un músico, dos sillas, luz de lectura, micrófonos, dos vasos de agua. Después, a veces con largos intervalos, el dúo anduvo por Cuba, España, Alemania, Holanda, Dinamarca, Argentina y, tras el des-exilio, por supuesto, Uruguay. Hasta que la muerte se llevó a Benedetti, en mayo pasado, cuando uno llamaba al otro, en son de broma, se identificaba: “Habla la segunda voz”. Ahora será sólo la voz de Viglietti la que recordará a Mario “junto a sus prójimos próximos, sin léjimos”, desde sus poemas y las canciones que fueron parte de su trabajo a dúo. Como dice el cantautor de la comarca latinoamericana, Benedetti demostró que “ética cabe en la palabra estética” y ello, claro, sin necesidad de idealizar al gran poeta uruguayo, “porque Mario es un ideal en sí mismo: toda su obra está iluminada por un horizonte utópico”.
El juglar de la comarca
Viglietti, considerado un clásico del canto popular latinoamericano, cuando en las aduanas le preguntan su profesión, pone “músico”. Pero se define como artesano. Un zapatero remendón que va recortando y clavando palabras y sonidos para hacerlos canción. Como señalara Benedetti, dos versos de una de las más difundidas canciones de Viglietti: “Yo quiero romper la vida/ como cambiarla quisiera”, podrían simbolizar el signo y la intención de su arte. “La ruptura y su continuación: el cambio”.
Hijo de músicos –su madre pianista, Lyda Indart, y su padre, el guitarrista y folclorólogo Cédar Viglietti–, escuchará de niño en una vieja victrola a Stravinski y a Bartok. Pero también recibirá la influencia de Atahualpa Yupanqui, Falú, Magaldi, Gardel y Antonio Tormo, su “ídolo”, al que imitaba y quien desató en él el “placer físico” y la pasión por cantar. Estudia piano, solfeo y guitarra clásica, y a los 17 años comienza a trabajar con su padre en el Conjunto Lavalleja y hace sus primeras composiciones, donde no aparece todavía una visión clara de la sociedad.
Su transformación se irá procesando a raíz del triunfo de la Revolución Cubana en 1959, y sobre todo después de la invasión mercenaria a Playa Girón, que la vivió “como una invasión al nosotros, al yo”. A su vez, las vivencias de la República Española lo llevarán a musicalizar poemas de Federico García Lorca, Miguel Hernández, Alberti y Machado, siendo fuerte el influjo del peruano César Vallejo. Pero dada su afición por el cine, recibirá también una enorme carga formativa del neorrealismo italiano (Vittorio de Sica en particular) y de otros directores, como Orson Welles (El ciudadano Kane) y Bergman.
Sus primeras “canciones humanas” surgirán a comienzos de los años 60. Algunas tendrán después piecitos y se universalizarán, como Canción para mi América (“Dale tu mano al indio/ dale que te hará bien…”). Luego de una visita a Cuba en 1967, en el marco de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), sufre una “conmoción” y nacerán buena parte de las Canciones para el hombre nuevo, entre ellas su Milonga de andar lejos, “una obrita maestra”, dirá Benedetti. Se iniciaba ya la etapa que Daniel Viglietti llama “el periodo tupamaro” de finales de los años sesenta en Uruguay, en el cual, dice, “el sujeto es de alguna manera el proceso revolucionario”. Las espectaculares acciones del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros sacuden la rutina burocrática y la siesta de la clase media en la tierra de Artigas. El poeta y el músico se nutren de esa realidad en el marco de una aguda lucha de clases. El Che Guevara y el líder tupamaro Raúl Sendic se convertirán en sus referentes éticos y ello se verá reflejado en su canto.
Debido a la autenticidad y el profesionalismo con que siempre entrega su mensaje artístico y político –con sus “cuentos cantados” y sus “canciones que son crónicas”–, Viglietti se convirtió en un narrador de la convulsionada cotidianidad uruguaya (la de la capucha, la picana eléctrica, la desaparición forzada, las ejecuciones del escuadrón de la muerte y los presos políticos). Eran tiempos difíciles. Comenzaba el larvado proceso de fascistización del Estado y sus letras esclarecían y encendían a los jóvenes. El régimen detectó esa repercusión y en enero de 1969 tomó una primera medida contra el cantante. La popular milonga A desalambrar, claro alegato contra el latifundio y una propuesta de justicia distributiva en materia de tierras, ingresó al índex de Canal 5. Los censores y un anónimo terrateniente descubrieron en ella “el dogma marxista de la negación de la propiedad privada” y un intento de “subversión bolchevique” (sic).
Ya entonces, cantar opinando suponía riesgos y Viglietti, consecuente, los asumió. A raíz de ello pasó un breve periodo en prisión en 1972. Allí apuntó en un papelito su Cielito del calabozo. Como dijo Benedetti a propósito de ese encarcelamiento, “una canción puede parecer inofensiva, aunque quizá la suma de canciones no lo sea tanto; pero si detrás de las canciones hay además una actitud decidida y coherente, ya entonces el mero hecho artístico se vuelve peligroso, poco menos que subversivo”. En un acto donde reclamó la libertad del cantautor, Benedetti afirmó que la revolución no se iba a hacer con una canción, ni con una danza, un poema, un acto teatral, un discurso, un voto, una barricada, un paro o un disparo. “Por lo general, las revoluciones son una gran suma de módicos riesgos. Revolución es participación.”
Una vez liberado Viglietti, el comienzo de su Milonga de andar lejos (”Qué lejos está mi tierra/ y sin embargo qué cerca”) adquiriría un nuevo sentido cuando su autor tiene que emprender el camino del exilio. En esa etapa da comienzo su “trabajo de hormiga” (1973-1984), donde se vuelca de lleno a la solidaridad desde su exilio en París, adonde llegó invitado a la Fête de L’Humanité, pocos días antes del golpe de Estado en Chile. La Francia rebelde de Sartre será la plataforma desde donde partiría su canto libre, comprometido, ético y solidario a las distintas latitudes del Tercer Mundo y varios países industrializados.
En el exilio como “escuela”, con sus sufrimientos y contradicciones, se irán desgranando cantares que “desalambran” conciencias. Adonde va, con sus coplas que no tienen dueño, Daniel pregunta a los presentes si no se han puesto a pensar y sus ventanas-canciones que liberan las palabras encienden la capacidad de indignación y ayudan a revelar la realidad enmascarada. Por eso su decir opinando seguirá siendo peligroso para los poderes instituidos y los dueños del capital. También abrevará en procesos de cambio profundos que darán nacimiento a nuevas creaciones que brindan el acompañamiento del artista a las distintas resistencias en curso (Por todo Chile, Declaración de amor a Nicaragua, Daltónica, a Roque Dalton), pero aflorarán también sus “canciones interiores”, que tienen que ver con sus propias contradicciones, búsquedas, amores y desamores, reunidas en Esdrújulo.
En la última fase, la del desexilio, Viglietti experimentará las emociones del retorno al paisito en septiembre de 1984. Tras once años de destierro, un mar de gente lo va a recibir al aeropuerto de Carrasco, en Montevideo. Al otro día llena el Estadio Luis Franzini. Es él, también, quien el día de la liberación de los últimos presos y presas tupamaros, el 15 de marzo de 1985, dirige un mensaje a los ex prisioneros políticos de la dictadura durante un multitudinario homenaje en la Plaza Libertad y les brinda sus canciones. Luego se suma a la ardua tarea de rencontrar la justicia en un país que se va abriendo de manera paulatina al cambio. Los desaparecidos estarán presentes en su decir (Por ellos canto), y saldrán de su otoño muchos borradores que había ido acumulando en los años de la diáspora. En 1997, en el marco del encuentro intergaláctico de los zapatistas en la selva Lacandona, anidará Chiapaneca, y todavía en pleno auge neoliberal y de la dictadura del pensamiento único surgirá Che por si Ernesto, que apunta a la interioridad de Ernesto Guevara, ya no al guerrillero, tratando de cuidar que no lo canonicen con rojas misas y otras falsificaciones.
En todo ello, con sus Tímpanos (una larga serie de programas radiales), sus Párpados (una producción para TV Ciudad de Montevideo) y sus escritos en el semanario Brecha (su veta de escritor y cronista); con sus Anaclaras, Trilces y Martinas; con sus cicatrices, sus miedos, sus corajes; sus sístoles y diástoles, sus sonidos, sus silencios y ¡sus almácigos!, pero sobre todo desde su oficio de cantor, Viglietti ha seguido cumpliendo, hasta el presente, un papel singular en el ámbito de la cultura transformadora, coronado por la coherencia de sus producciones artísticas y su entrega a las causas justas de los pueblos de Uruguay y América Latina.
Daniel Viglietti estará en la Sala Nezahualcóyotl los días 2 y 4 de octubre a las 20:30 y 18 horas, respectivamente.