México: El racismo y la genealogía de una lógica contrainsurgente

Buen artículo que pone en su lugar a las izquierdas burocráticas mexicanas, así como la “izquierda crítica” de López Obrador, tan “crítico” como el Frente Amplio chileno.



Publicado en: 13 noviembre, 2017América Latina / Bloque8AL2 / México / Pueblos originarios de América Latina
México: El racismo y la genealogía de una lógica contrainsurgente
Por Javier Hernández Alpizar
Kaos en la Red

Al parecer, Ginés de Sepúlveda no murió en el siglo XVI, sigue vivo en la clase político empresarial mexicana, en sus Bartletts, Cevallos, Ortegas, y en sus “militantes de izquierda” de Morena, la contrainsurgencia antizapatista.

Cuando la sociedad civil movilizada detuvo la guerra en Chiapas en 1994 y obligó al gobierno mexicano a dialogar con los zapatistas actuales, éstos no se sentaron a dialogar solos: la primera mesa, sobre derechos y cultura indígenas, estuvo nutrida por organizaciones, comunidades y pueblos indígenas.

Los Acuerdos de San Andrés fueron el proyecto de ley más dialogado y consensado en la historia de este país.

Ernesto Zedillo los rechazó, porque eran incompatibles con el (neo)liberalismo, y orquestó una traición para intentar detener o asesinar a la comandancia zapatista, mientras fingía que dialogarían con su secretario de gobernación contrainsurgente, Esteban Moctezuma Barragán, quien presume en su semblanza ser “descendiente del emperador Moctezuma”.

En 2001, cuando Vicente Fox (llevado al poder por una cúpula empresarial de derechas entre quienes figuraba Alfonso Romo) era para masas mexicanas enajenadas un héroe nacional intocable (lo comparaban con Madero o Hidalgo), los zapatistas pusieron a prueba al sistema con la Marcha del Color de la Tierra y llegaron al Congreso de la Unión a pedir el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés, como primeros logros de un largo proceso de paz (la siguiente mesa debía ser sobre los derechos políticos no sólo indígenas sino de todos los mexicanos).

Entre quienes hablaron ante el Congreso de la Unión hubo mujeres: la oradora principal, la comandanta Esther del EZLN y una oradora del Congreso Nacional Indígena: María de Jesús Patricio Martínez, indígena nahua de Jalisco.

Los senadores panistas se salieron del recinto en protesta por la presencia de zapatistas encapuchados, y porque los panistas son una derecha racista.

Los Acuerdos de San Andrés fueron traicionados por una alianza de representantes de toda la clase política mexicana Manuel Bartlett Díaz por el PRI, Diego Fernández de Cevallos por el PAN (ambos connotadas piezas en la legitimación del fraude que llevó a Salinas de Gortari al poder en 1988) y Jesús Ortega por el PRI. Aprobaron una ley que menciona derechos indígenas pero no respeta el derecho a la autonomía y la defensa del territorio.

Ya estaban sembrando las condiciones para tratar de aislar y arrinconar al zapatismo en Chiapas y para abrir las puertas e mineras, presas, parques eólicos, carreteras, aeropuerto y otros megaproyectos que despojan y depredan territorios indígenas, rurales y campesinos mexicanos.

Los argumentos por los que primero Zedillo y luego los cabezas de fracciones (y facciones) parlamentarias de los tres partidos rechazaron la autonomía y los derechos indígenas eran equiparables a los que en el siglo XVI usó Ginés de Sepúlveda contra Fray Bartolomé de las Casas. Se decía que reconocerlos balcanizaría al país, que aumentaría la discriminación, que abría la puerta a la violación de los derechos humanos, que los indígenas oprimen a las mujeres.

Desde entonces supimos que la clase política era tan racista como en los tiempos de la Nueva España y no sólo la derecha del PRI y el PAN sino la izquierda del PRD.

La traición a los Acuerdos de San Andrés fue en los hechos un paso adelante en la guerra de despojo y exterminio contra los pueblos originarios de México. ¿En el PRD se dieron renuncias masivas por la traición? No. Al contrario, ese gesto traidor les abrió las puertas del poder porque, en los acuerdos de la calle Barcelona, la cúpula de los tres partidos traidores se repartió el pastel del poder: se consolidaban las alternancias partidarias como medida contrainsurgente. PRI, PAN y PRD sellaron la traición consolidando la partidocracia. Por el PRD, las negociaciones las encabezó inicialmente Porfirio Muñoz Ledo y finalmente Andrés Manuel López Obrador.

Los indígenas respondieron por la vía de los hechos: impulsando sus autonomías y autogobiernos, sus policías comunitarias y defendiendo sus bosques, selvas, desiertos, ríos, lagos y mares del embate de mineras canadienses, narcotráfico, talamontes, ecoturismo predador, “reservas de la biosfera” que despojan a las comunidades, aeropuerto, carreteras, transgénicos y de los partidos políticos que dividen a los pueblos y los enfrentan, como los paramilitares en Chiapas que han estado en el PRI, el PFRCRN, el PRD, las redes de AMLO y el PVEM.

El CNI había estado en un proceso más de resistencia y de sobrevivencia que de protagonismo porque acordaron se asamblea y no una organización centralizada que tome decisiones desde la cúpula.

La ruptura del EZLN y el CNI con la clase política (PRI, PAN y PRD) viene desde la traición de los Acuerdos de San Andrés en 2001. Se extremó con la autonomía por la vía de los hechos.

Los gobiernos perredistas en Chiapas, Oaxaca, Guerrero y Michoacán, (algunos de los chuchos como Zeferino Torreblanca, de los cardenistas como Lázaro Cárdenas Batel, de los lópezobradoristas como Juan Sabines y Ángel Aguirre) se dedicaron a combatir las autonomías abriendo paso a la presencia federal de ejército, marina y policía federal y al crimen organizado.

En 2005- 2006, los zapatistas lanzaron la Otra Campaña, tratando de levantar una organización de izquierda, criticaron duramente a los tres partidos políticos: en Chiapas, en masivo mitin con Xi Nich llamaron a no dar “ni un voto al PRI”, por ser un partido asesino de indígenas; en Guanajuato llamaron a un boicot al Yunque y el PAN, pero los lópezobradoristas solamente tomaron en cuenta las críticas a su candidato y comenzaron una campaña calumniosa contra los zapatistas y sus aliados los caricaturizaron como un complot contra su líder fetiche: López Obrador, el mismo que había sellado en nombre del PRD el pacto partidocrático de Barcelona y tenía como coordinador de campaña en 2005 a Jesús Ortega.

Desde el alzamiento zapatista de 1994 la derecha salinista y panista (y la primera editorial de La Jornada) urdieron el argumento de que los indígenas eran manipulados: por la iglesia de Samuel Ruiz, por mestizos o blancos profesionales de la violencia, por extranjeros; un político chiapaneco tuvo que salir a decirlo para la TV, en nombre del gobernador Elmar Setzer, cuyo fenotipo alemán y acento germano para hablar el castellano tenían que ocultar.

Desde 2005 bases lópezobradoristas, perredistas, chuchos y no chuchos, columnistas (calumnistas) de La Jornada y moneros retomaron el argumento racista de la derecha: los apodos que Diego Fernández de Cevallos le puso a Marcos (encalcetinado, subcomediante) se volvieron santo y seña de militantes lópezobradoristas (dentro y fuera del PRD) y el esquema conspiratorio que la Sedena, el Cisen y grupos de derecha como Nexos y Letras Libres habían elaborado, un líder blanco los manipula y los indígenas son meras marionetas suyas, fue ahora la teoría ilustrada de la “izquierda” en el poder y en la contrainsurgencia.

Esta visión sobre las rebeliones indígenas no es nueva, no la inventaron ellos, viene desde la Nueva España: los indígenas son mansos y pacíficos y solamente se levantan porque los manipulan y pervierten mestizos o castas.

El racismo y el clasismo contra los de abajo no es exclusivo de PRI y PAN, tampoco del PRD, de esas catacumbas de la derecha más retrógrada salió ahora en las filas del voto duro de Morena: los pejetrolls siguen reproduciendo el guión que inventara la contrainsurgencia desde la Nueva España: los indígenas son meras marionetas de blancos perversos, un complot contra su candidato y líder vitalicio. Algunos de ellos están firmando en apoyo de la candidatura a la presidencia de Margarita Zavala, la Calderona, por motivos dizque “estratégicos”.

Al parecer, Ginés de Sepúlveda no murió en el siglo XVI, sigue vivo en la clase político empresarial mexicana, en sus Bartletts, Cevallos, Ortegas, y en sus “militantes de izquierda” de Morena, la contrainsurgencia antizapatista.

Ginés de Sepúlveda seguía vivo en la primera editorial de La Jornada en 1994, la que pedía clemencia para los pobres indígenas, pero no para los profesionales de la violencia que los habían manipulado; estaba ahí el huevo de la serpiente contrainsurgente que desde 2005 muchos de sus lectores, moneros como El Fisgón, articulistas como Rodríguez Araujo, Jaime Avilés, Julio Hernández, Guillermo Almeyra o John Ackermann han reproducido.

Esa actitud racista contra los zapatistas actuales y sus aliados, y ahora contra el Concejo Indígena de Gobierno y su vocera, María de Jesús Patricio Martínez, Marichuy, es una de las muchas razones por las que no comulgamos con ellos: nosotros no somos racistas y sabemos que las y los indígenas toman sus propias decisiones.

Las y los indígenas tienen derecho a gobernarse y a proponer alternativas de gobierno democrático para México y para el mundo: y eso es precisamente lo que hoy están haciendo.