México. Postales de la revuelta: Las lides de noviembre

El otro hito de noviembre nace de una suerte de sueño microscópico en medio del Desierto de la Soledad, el todo y nada de la selva Lacandona. Un campamento, un puñado de personas, 17 de noviembre de 1983, Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Diez años en la sombra, madurando en la tierra de las montañas a lo largo de la fiesta neoliberal que se gesta y cumple hasta la noche inaugural del TLCAN. De entonces acá los pueblos originarios son otros, y la revuelta de Chiapas derivó a una forma alternativa de gobierno de todos.



Postales de la revuelta
Hermann Bellinghausen
18 noviembre 2017 0
Las lides de noviembre
Desinformémonos

Una regla fundamental del régimen neoliberal en México es la del olvido. Las contrarreformas constitucionales, en nuestro caso particular, desmantelaron no derechos atávicos o caducados como se argumentó, sino pedazos grandes de nuestra historia. La Independencia de España no la concedió nadie, fue una conquista de nuestros antepasados. Las memorables y avanzadas leyes de la Reforma, en particular las relacionadas con la separación del Estado y el clero, implicaron una guerra civil. Los logros populares que apuntalaron el gobierno nacionalista después de la Revolución eran un orgullo nacional; ningún país en nuestro hemisferio, al menos hasta los años sesenta en Cuba, tuvo una reforma agraria y leyes de seguridad social y laboral tan claramente favorables a los pueblos campesinos y el proletariado urbano. También costaron sangre. Mucha. Y sus herederos solíamos pensar que valió la pena.

Mediante un engaño formidable, que muchos de los hasta entonces lúcidos se tragaron, a partir de 1992 se desató el asalto final de una conspiración desnacionalizadora concebida desde diez años atrás al iniciar el gobierno de Miguel de la Madrid, con su banda de muchachos a cargo de la economía. En 1985 los muchachos darían un golpe de mano interno y para 1988 estaban en condiciones de apropiarse de la presidencia a como diera lugar. Cuauhtémoc Cárdenas les metió un buen susto, pero la libraron tumbando el sistema electoral. Era mucho lo que estaba en juego como para dejarlo escapar.

Cuando la “nueva” legislación agraria soltó amarras en 1992 con las pretenciosas reformas al artículo 27 constitucional, se invirtió en México el reloj de la historia. Hubiera sido cosa de pocos años desmantelar la Nación en aras del libre mercado global, pero surgió un inconveniente cuyas consecuencias dilatarían hasta por 30 años lo que Carlos Salinas de Gortari y su grupo (la mera mera generación del 68) creyeron que les tomaría un sexenio. La misma noche que, reloj en mano, comenzaba el jolgorio por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y nuestro ingreso al primer-mundo-bla-bla, en un rincón lejano del país un ejército indígena desafió al Estado y locamente (como se decía de Sandino) le declaró la guerra al gobierno. En una operación militar relámpago tomó cuatro ciudades de Chiapas para depositar su mensaje en el buzón de la historia. No todos habían olvidado. Ya basta, decía el mensaje en resumidas cuentas, ya estuvo bueno.

Aquel desafío, y una cauda de consecuencias políticas en el corto y mediano plazo permitieron ver que otro futuro era posible. En lo que el mismo club de muchachos salinistas se hacía bolas y se le salían los disparos entre ellos, una sociedad civil receptiva y despierta leyó claramente el mensaje de los indígenas chiapanecos y elevó un clamor contra la guerra inminente. Frenó al Estado, hasta cierto punto, pero a partir del 9 de febrero de 1995, el nuevo gobierno de los economistas neoliberales activó una traidora contra-guerra mal vestida de pacificación. El mensaje era: no cambiará el rumbo.

Salto a fines de 2017. El país es uno de los más letales y desiguales del planeta. Los golpistas ya vendieron medio país luego de transformar nuestras leyes en un pudridero de malas intenciones. Se revirtió lo establecido de 1917 en adelante para proteger y aumentar los derechos de la población mayoritaria. Ahora los únicos privilegios son para quienes vendieron la propiedad pública y declinaron a la soberanía nacional ante Estados Unidos. Y para los inversionistas locales que también compraron. Conocemos sus nombres, radican en la revista Forbes, en la Taco Towers de San Diego, la Trump Tower de Nueva York, en los clubes de golf de Florida, en las barrancas de Huixquilucan.

Llegados al momento en que el gobierno amigou de Washington nos levanta la canasta y nos acusa de lo que se le pega la gana para justificar su nueva arbitrariedad (ese amigou que es emperados de las arbitrariedades, bien lo sabemos desde la anexión de Texas, ya sea en Cuba, Filipinas, Vietnam, Afganistán, Irak), a México le dice: ya te arrodillé, gracias, ahora sácate a la goma. Así se las gasta. Sólo los gobiernos neoliberales de PRI y el PAN pensaron que con ellos era diferente. El muro de Trump es una cachetada a las promesas del sonriente Salinas y el gerente Zedillo. Los tres paleros posteriores son nombres que degradará la historia. Reaccionarios, entreguistas, juntos son los cinco presidentes de la deshonra.

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Hablábamos del olvido. Del reloj invertido de la historia. Hoy el aniversario de la Revolución Mexicana se celebra con tarjetas de crédito y descuentos en las tiendas departamentales. Inmensas porciones del territorio, antes productoras de alimento, resguardos de la naturaleza y lugares de vida, están concesionadas a firmas globales de petróleo, minería, agroindustria, turismo, construcción de aeropuertos, carreteras y aberrantes desarrollos inmobiliarios. El día de muertos se inspira en James Bond (y no al revés). Un meticuloso proceso de desmantelamiento de los derechos del pueblo y las obligaciones del Estado acabó por pervertir las ganancias de las luchas nacionales. A cambio de ¿ser más globales? Sí, hoy la vergüenza mexicana es de proporciones globales. Líderes indiscutibles en asesinatos de mujeres, periodistas y gente en general, secuestros esclavizantes, desapariciones forzadas, hermanos centroamericanos vejados a su paso por nuestro territorio, y la mayor diáspora de pobres en la Tierra, o la segunda después de India. Eso sí, somos el primer productor mundial de bayas y moras, que no participan en la dieta de los mexicanos, mientras el maíz es transgénico estadunidense y los chiles secos vienen de China. Somos otra vez un país colonizado política y económicamente.

Un país en guerra contra las mujeres, contra los maestros, contra los normalistas, contra los indígenas, contra la población abierta en Sinaloa, Guerrero, Tamaulipas, Chihuahua. Un país que da la espalda a su historia, malbarata sus sitios arqueológicos o los somete a la aplanadora, arrasa con las selvas del sureste y los vergeles del valle de Texcoco. Un Estado que favorece a las transnacionales de semillas por encima de los interesas cotidianos de la gente y la mínima sensatez cultural, ambiental y de conservación de la riqueza biológica. La corrupción es sistémica: ser gobernador equivale a la criminalidad en distintos grados, de Duarte a Duarte, de Moreira a Moreira. La impunidad tiene rango oficial, y lo mismo sirve para un Odebrecht que para una casa blanca. Los fiscales son de palo y las sucesivas legislaturas han servido de sepultureras para las alguna vez conquistas legítimas de un pueblo que no deja de luchar.

Dos fechas de noviembre, dos orígenes, desde las antípodas del siglo XX prolongan al siglo actual la alternativa de los pueblos. Una de ellas, el 20 de noviembre, remite al inicio, que parecía el aborto, del levantamiento armado de 1910. Hasta 2000 aproximadamente la celebración, así fuera a regañadientes, se mantuvo en el discurso cívico y el calendario, aunque ya se hubiera extinguido en los hechos. A partir de entonces sólo los campesinos, los indígenas y alguna izquierda lo mantienen viva en el recuerdo. Llegado el peñato, las últimas astillas de soberanía y dignidad diplomática se redujeron a cenizas. La fecha no significa nada para el gobierno. Pronto se dejará de enseñar en las escuelas. Sin embargo, más allá de la familiar consigna, Zapata vive, la lucha sigue y como repiten los nuevos zapatistas, todavía falta lo que falta.

El otro hito de noviembre nace de una suerte de sueño microscópico en medio del Desierto de la Soledad, el todo y nada de la selva Lacandona. Un campamento, un puñado de personas, 17 de noviembre de 1983, Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Diez años en la sombra, madurando en la tierra de las montañas a lo largo de la fiesta neoliberal que se gesta y cumple hasta la noche inaugural del TLCAN. De entonces acá los pueblos originarios son otros, y la revuelta de Chiapas derivó a una forma alternativa de gobierno de todos, hoy que lo que entendemos por gobierno es una lamentable, ilegítima y moralmente insostenible camarilla de liquidadores e inversionistas. Esta fecha hormiga llega a sus 34 respaldando la construcción de un Concejo Indígena de Gobierno a escala nacional y la participación de su vocera y los concejales en la discusión política nacional, a pesar del ninguneo, la folcrorización y la condescendencia informativa.

Ante la fúnebre cuenta de agravios en que se sostienen el régimen político, las fechas rebeldes de noviembre son puertas abiertas contra el afán fanático de la secta económica que se adueñó del Estado nacional (como en prácticamente todo el mundo). Aquí, en concreto, significó que nos robaran la Independencia, el espíritu laico de las leyes de Reforma, las conquistas populares de la Revolución, las nacionalizaciones del Cardenismo, y recientemente la rectitud en la vida cotidiana cuando los niños crecen para sicarios y esclavas sexuales. Pero no nos han podido robar la memoria viva. Por cierto, tampoco el territorio de los pueblos originarios.