Atrapados en el plomo

En pequeñas ciudades del interior como ésta, la ley del plomo rige la vida colectiva a una escala que ni Richter. Son años ya de esta ley violenta y arbitraria que con trabajos te deja en paz cuando te metes a tu casa y atrancas la puerta. No tener que ver con Ellos significa no tener que verlos a los ojos, evitarles la palabra, escurrir el bulto sin llamar su atención.



Atrapados en el plomo
Hermann Bellinghausen
La Jornada

En pequeñas ciudades del interior como ésta, la ley del plomo rige la vida colectiva a una escala que ni Richter. Son años ya de esta ley violenta y arbitraria que con trabajos te deja en paz cuando te metes a tu casa y atrancas la puerta. No tener que ver con Ellos significa no tener que verlos a los ojos, evitarles la palabra, escurrir el bulto sin llamar su atención.

Llegaron, no son de aquí. En ese sentido fue una invasión. La policía se rindió a la primera y se convirtió en su sombra. Los agentes que no, renunciaban o los renunciaban. Descaradamente armados, en camionetas de góndola atiborradas por Ellos y la gente que llevaban o traían, los chamaquitos, los chivatos, los levantados, los reclutas. Vinieron de fuera, encontraron seguidores si no es que ya los tenían y nosotros ni en cuenta. Les habrían dado entrada y la información de familias, negocios, oficios, giros comerciales, datos financieros, domicilios, teléfonos.

Jhovanny se las arregla para evadir el terror. Detesta encontrárselos en la calle, y si no Ellos, su estela ominosa. Pudiendo migrar como muchos jóvenes, él no se ha ido ni se irá. Martina, su segunda madre, la mujer que lo salvó de la orfandad y lo crió con un virtuosismo a la altura del arte, está crucificada (expresión de ella) en la cama de latón heredada de su abuela. Inmovilizada, aún joven, le lleva 22 lúcidos años. Él, ahora de 22, la cuida con devoción cristiana, no por él, por ella que es creyente. No una santa quizás, pero le debe entre otras cosas estar sano de la cabeza y haber estudiado.

Sin recuerdos disponibles de su primera madre, Jhovanny tiene a Martina en un marco de amor imperturbable. De chico la gente lo conminaba inútilmente a que la llamara Mamá Martina, anda, ve con Mamá Martina, te anda buscando. Para él fue sólo Martina desde el principio. Entendió que la compartiría con otros. Hombres. Novios, parejas. Hijos no, mas que Jhovanny, huérfano de su media hermana Raquel a quien un pacto colectivo mandó al olvido. En desesperación amorosa por un capitán, no el padre de Jhovanny, Raquel se tiró al paso de tren. Su hijo de dos años, sin madre ni padre, quedó a cargo de Martina, entonces pasante de medicina en el Hospital Regional. Gracias a las monjas de la Resurrección y a las mensualidades que mandaba la mamá de Martina, empleada en México en una oficina de gobierno hasta que la mató un infarto, pudo tenerlo en kínder mientras terminaba la carrera y comenzaba la especialidad, que no concluyó. Se contrató en una clínica privada que atendía mujeres de bajo recursos, financiada por una fundación italiana. Jhovanny terminó primaria, secundaria, bachillerato. Al comenzar la invasión cursaba diseño gráfico en el campus local de la Universidad Autónoma del estado.

Después llegaron los federales y todo empeoró. Más balazos, más heridos y muertos en la calle, desaparecidas, secuestrados. A un doctor del Regional, jefe de Martina años atrás, Ellos lo reclutaron a fuerzas para sus nuevas necesidades traumatológicas y quirúrgicas. Nadie lo volvió a ver.

La población pasó de tener un enemigo a tener dos, y con ninguno contendía. Con qué. Una noche se armó un tiroteo frente a la clínica. Una enfermera platicaba con su novio en las escaleras de acceso, recibió un balazo en el muslo, se desangraba. Salieron del edificio a recogerla un camillero y Martina. Una ráfaga de repetición casi la partió por la mitad, aguantó quién sabe cómo hasta que vino la ambulancia. Los heroicos cirujanos del Regional le remendaron pulmón, intestino y hueso. Le salvaron la vida, pero quedó inmovilizada.

En medio del desorden y el espanto, la vida de Martina entró en convalecencia permanente. Se parapetó en su casa, la cama de latón convertida en residencia fija, adjunta a los aparatos necesarios. Jhovanny se las arregla para atenderla, a veces lo apoya alguna de las enfermeras amigas de ella. Él trabaja en el despacho de uno de sus profesores, gana lo suficiente para acompletar la pensión que recibe Martina de la organización católica que financia la clínica.

Jhovanny no puede llevársela, aunque quisiera. A dónde. De aquí son. La parentela está lejos o muerta. Como el núcleo familiar que son, los dos conversan constantemente, imaginan planes sin futuro. Cuando él regresa de trabajar le lee literatura y las noticias. Así les agarró gusto a las novelas, que antes nunca la interesaron. Existen muchas clases de amor. Una es ésta.