La autonomia, o el arte de organizarse sin el Estado
Jérôme Baschet
13 diciembre 2017 0
Desinformémonos
Se nos ha acostumbrado a ver al Estado como la única forma del bien común y el indispensable instrumento de la transformación social. El modelo clásico de la revolución es el del Gran Acontecimiento de la conquista del poder de Estado. Por otra parte, el nacional-estatismo de inspiración keynesiana, aun de moda, pretende, pese a las reconfiguraciones estructurales del capitalismo financiarizado y transnacionalizado, que sigue siendo posible hacer del Estado una protección para resistir el avance de las políticas neoliberales y atenuar las lógicas del mercado1. Aquí quisieramos explorar un camino del todo diferente, que vincula la lucha para salir de la tiranía capitalista con una opción política que se base en el Estado. Buscaremos suelo para sostener esta opción práctica y la reflexión que implica en la experiencia rebelde del movimiento zapatista desde 1994 hasta ahora.
Si bien nació como parte de la tradición de las guerrillas de corte marxista-leninista-guevarista, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional fue conducido, por su propia trayectoria, a una crítica en acto de la centralidad del poder estatal y del “modelo de dos tiempos” de la revolución (hacerse del Estado para, luego, cambiar el mundo)2. Además, su análisis del Estado nacional en tiempos neoliberales como un “lugar vacío”, o un “holograma”, no hizo más que reforzar la denuncia de que es del todo ilusa una acción transformadora emprendida en el campo de la política institucional. Más especificamente, nos interesaremos aquí en lo que el movimiento zapatista logró poner en práctica en los territorios rebeldes de Chiapas y que constituye una de las “utopías concretas” anticapitalistas y anti-estatales más importantes que se pueda observar actualmente a escala mundial.
Los zapatistas llaman autonomía a ese esfuerzo de construcción que hace tangible otro mundo posible, necesario y urgente. Es a través de esta misma noción que nos esforzaremos para analizar lo que puede ser una política sin el Estado. Por autonomía se puede entender la unión indisociable de una perspectiva colectiva de emancipación y de modalidades no estatales de lo político3. Por lo tanto, no es posible aislar la reflexión sobre lo político de una perspectiva más amplia que abarque las transformaciones de las maneras de vivir. Es mediante un mismo proceso cómo se tiene que buscar salir del mundo de la Economía (capitalista) y abandonar las lógicas del Estado. Tal como lo expresa un miembro de las comunidades rebeldes zapatistas, hábil en resaltar la noción de autonomía en su verdadera dimensión: “la autonomía es la construcción de una nueva vida”4.
La experiencia zapatista y la construcción de la autonomía
Del zapatismo, muchos tan sólo consideran la secuencia de acontecimientos surgidos a raiz del “¡Ya basta!”, el grito audaz del 1ero de enero de 1994 que vino a romper las ilusiones del México de arriba (que, ese día, pretendía festejar su admisión en el club de la modernidad), al mismo tiempo que desafió la aparente omnipotencia del neoliberalismo y desmintió el mito auto-proclamado del fin de la historia. También se ha subrayado el papel del zapatismo como un antecedente y un referente para el movimiento antiglobalización que tomó fuerza a partir de las movilizaciones de Seattle en 1999. Y se ha elogiado su palabra inventiva, poética, llena de relatos vividos y de humor -la cual es, en realidad, la expresión de una práctica política reincorporada en la densidad de la vida misma. Pero incluso si se agregaría más acontecimientos importantes como la “Marcha del color de la tierra”, en el 2001, seguiría omitiéndose algo esencial: la experiencia territorializada de autonomía, iniciada desde 1994 y profundizada sobre todo a partir del 2003, con la creación de las cinco Juntas de buen gobierno, que hoy en día coordinan a 27 Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas, en un territorio casi equivalente a la región argentina de Misiones (aunque se debe precisar que, en él, hay coexistencia entre zapatistas y no zapatistas).
Esta experiencia de construcción autonómica no cayó del cielo: es el fruto de una historia específica que la hizo posible y que explica sus rasgos particulares. Es de subrayar que este espacio liberado no hubiera sido posible sin la energía rebelde y la determinación insurgente de decenas de miles de indígenas que, durante diez años, se organizaron en la clandestinidad y tomaron la decision de levantarse en armas el 1ero de enero de 1994. Pero también fue necesario lograr que, al no alcanzar de inmediato su objetivo inicial (el desmoronamiento del régimen encarnado por el Partido Revolucionario Institucional) y, luego, al hacer frente al incumplimiento de todos los poderes constitucionales (que se negaron a reconocer los Acuerdos de San Andrés sobre derechos y cultura indígenas), esta fuerza colectiva no se debilitara sin resultados tangibles. Al contrario, el zapatismo supo aprovechar su impacto en la sociedad mexicana y su eco planetario, transformándose en permanencia con gran inventiva, para crear y defender el espacio territorial y político de la autonomía -y esto pese a la brutalidad de los ataques contrainsurgentes. De hecho, es de insistir en la capacidad de auto-transformación del movimiento zapatista, una característica que se afirmó desde el momento en que los primeros militantes formados en el marxismo guevarista vieron que su visión del mundo y sus certidumbres eran ampliamente cuestionadas por unas comunidades indígenas que ya tenían una larga experiencia de lucha. Esta capacidad de auto-transformación, manifestada en muchas ocasiones, fue decisiva para poder aprovechar la fuerza colectiva nacida del levantamiento de 1994 y para trazar, en el espacio que este abrió, el camino de la autonomía.
Defender y hacer crecer una forma de vida propia
Las formas políticas no pueden ser analizadas por sí mismas, de manera aislada. Por eso, empezaremos por acercarnos a las formas de vida que los zapatistas buscan construir y defender, las cuales escapan en buena medida a las categorías capitalistas fundamentales. Sin embargo y pese a los avances de la autonomía, los zapatistas no pretenden vivir ya “fuera del capitalismo”; por el contrario, tienen una clara conciencia de encontrarse bajo la constante presión de la síntesis capitalista, que obstaculiza su capacidad de acción, multiplica las agresiones de todo tipo e influye en sus maneras de vivir5. En ese contexto adverso y con los límites que de esto resultan, el esfuerzo por deshacerse de la heteronomía de la mercancía y fortificar formas de vida autodeterminadas es aun más significativo.
Comunidad, tierra y territorio: son tres dimensiones que nos pueden guiar en una primera aproximación a la formas de vida de los pueblos mayas de Chiapas (y de otros pueblos indígenas en México) -aclarando que muchos de ellos toleran que el avance de la dominación capitalista los destruya, mientras que otros se esfuerzan para defenderlos y reinventarlos, a veces en una perspectiva de emancipación radical, tal como es el caso de los zapatistas. La comunidad como modo de organización de los pueblos amerindios no debe de entenderse como una esencia intemporal, supuestamente imutable desde la época prehispánica; por el contrario no dejó de transformarse y hoy día, en el caso de los zapatistas, se asocia tanto con la valorización de la tradición como con una distancia crítica con ella. Sin embargo, implica algo específico -y tan incompatible con las lógicas capitalistas que todas las reformas liberales y neoliberales han tratado de aniquilarla- que consiste en asumir la dimensión colectiva del vivir. Además de un ethos propio, esto se expresa en la asamblea comunitaria como lugar de palabra y de elaboración de las decisiones, en la ayuda mutua y el trabajo colectivo para numerosas tareas relacionadas con los bienes comunes, en la importancia de las fiestas y los rituales, y -algo decisivo- en las diferentes formas, ejidales o comunales, de posesión colectiva de la tierra. El territorio, con sus partes habitadas y cultivadas, pero también con los bosques y las montañas (consideradas como reservas de agua, esenciales para los ciclos vitales), es el lugar proprio que da consistencia y singularidad a la comunidad6. En cuanto a la tierra, se trata de las milpas, así como de los demás espacios cultivados; pero, de manera más fundamental, es de considerarse como una potencia de vida englobante, la Madre Tierra, que nadie puede apropiarse y a la que, más bien, pertenecemos7.
Evitar la destrucción de algo que resulta ser una completa anomalía en la época del capitalismo neoliberal mundializado, implica una lucha ardua a la que se dedican las comunidades zapatistas, junto con muchas otras en todo México. Implica el rechazo a las políticas neoliberales que pretenden liquidar la propiedad social de la tierra y, en especial, transformar las tierras ejidales en privadas (la reforma salinista del artículo 27 de la Constitución). También implica resistir los efectos del TLCAN, que ha traido consigo la destrucción acelerada del campesinado mexicano, sumergido por las importaciones estadounidenses. Implica una defensa encarnecida de los territorios en contra de los proyectos mineros, energéticos, turísticos o de infraestructura -una lucha que en Chiapas, como en toda la geografia mexicana, moviliza a los zapatistas y a los pueblos reunidos en el Congreso Nacional Indígena8.
En los territorios zapatistas, se trata también, en un claro rechazo a los modelos agroindustriales que avanzan por todas partes a ojos vista, de promover una agricultura campesina revitalizada (policultura, prácticas agroecológicas, eliminación de los pesticidas comerciales, defensa de las semillas nativas, etc.). Esta agricultura campesina, que tiene como primer objetivo la auto-subsistencia familiar, pero también la auto-subsistencia colectiva (es decir, la capacidad para sostener materialmente la construcción de la autonomía), no solamente se defiende sino que gana en extensión. Se desarrolla ahora sobre decenas de miles de hectáreas de tierras cultivables recuperadas a raiz del levantamiento de 19949. Éstas tierras recuperadas permitieron crear nuevos pueblos, pero también desarrollar formas inéditas de trabajo colectivo (cultivos o ganadería), organizados a nivel de la comunidad, del municipio o de la zona, par sostener los diferentes proyectos de la autonomía. Insisten los zapatistas en que la recuperación masiva de tierras -su principal medio de producción- es la base material que hace posible la construcción de la autonomía10. En fin, en un contexto en el cual es habitual la autoproducción (no sólo alimentaria, sino para la vestimenta tradicional, así como para la construcción de casas), es importante el esfuerzo para ampliar la capacidad de producir de manera autónoma, mediante la formación de cooperativas en numerosos ámbitos (como panadería, textiles, zapatería, carpintería, herrería, materiales de construcción, etc.).
Otro punto importante consiste en que las realizaciones propias de la autonomía se van dando de una manera ampliamente desmonetarizada y sin recurrir a la forma-salario11. Este es el caso para quienes asuman cargos en las instancias del gobierno y la justicia autónomos, así como para los “promotores de salud” o los de educación (o sea los maestros). Ellos cumplen sus tareas sin recibir remuneración en dinero, pero cuentan con el compromiso de la comunidad para cubrir sus necesidades materiales o para cultivar sus parcelas, en caso de que las tengan. También, las escuelas funcionan sin personal administrativo o de mantenimiento, ya que estas tareas vienen asumidas por promotores y alumnos, en una lógica de desespecialización. De manera general, el hacer colectivo propio del modo de vida autónomo está asegurado gracias a diversas modalidades de intercambio, pero sin recurrir a las formas características de la sociedad capitalista, comenzando por el salario. Escapando en lo esencial al imperativo productivista, a las lógicas de evaluación cuantitativa y a la conformación competitiva de las subjetividades, es decir, a las normas del Mundo de la Economía, los rebeldes zapatistas luchan por preservar una ética del bien vivir que más bien denominan “vida digna”. Una ética que privilegia lo cualitativo de la vida, que piensa la existencia individual en su relación intrínseca con lo colectivo y con su entorno no humano, y que logra liberarse de la coacción del tiempo abstracto y cada vez más acelerado del mundo capitalista.
Instancias del autogobierno
La organización política en los territorios autónomos se articula en tres niveles: comunidad, municipio y zona12. En cada uno de ellos, existen a la vez asambleas y autoridades elegidas por 2 o 3 años (“agente municipal” en las principales comunidades, Concejo municipal autónomo, Junta de buen gobierno a nivel de la zona). Un punto determinante es la articulación entre el papel de las asambleas -que es muy importante, sin que se pueda afirmar que todo se decide de manera horizontal- y el de las autoridades, de las cuales se dice que “mandan obedeciendo”. Pero, ¿cuáles son las modalidades concretas del ejercicio de las tareas de gobierno que permiten hacer efectivo el principio según el cual “el pueblo manda y el gobierno obedece”, tal como lo proclaman los humildes letreros que uno puede observar al entrar en los territorios zapatistas?
Un primer aspecto tiene que ver con la concepción misma de los mandatos, que se conciben como “cargos” realizados para servir a la comunidad, sin remuneración ni ningún tipo de ventaja material13. De hecho, nadie se auto-propone para estas funciones, y son las comunidades mismas que solicitan quienes consideran que pueden ejercerlas. Estos cargos se asumen sobre la base de una ética efectivamente vivida del servicio a la colectividad14. Es lo que expresan los siete principios del mandar obedeciendo (entre los cuales “servir y no servirse”, “proponer y no imponer”, “convencer y no vencer”). Además, los cargos siempre son ejercidos de manera colegiada, sin mucha especialización en el seno de las instancias y bajo el control permanente tanto de la “Comisión de vigilancia”, encargada de verificar las cuentas de los concejos, como del conjunto de la población, ya que los mandatos (no renovables) son revocables en cualquier momento, “si las autoridades no hacen bien su trabajo”.
Los hombres y las mujeres que ejercen un mandato son parte de las comunidades y siguen siendo miembros ordinarios de las mismas. No reivindican ser elegidos por tener capacidades superiores a los demás, o dones personales fuera de lo común. La autonomía zapatista se caracteriza por la desespecialización de las tareas políticas; de los miembros de las Juntas de buen gobierno, los zapatistas han podido decir: “son especialistas en nada, menos en política”15. Esta no-especialización implica aceptar que el ejercicio de la autoridad se cumpla desde una posición de no saber. Los miembros de los concejos autónomos no duden en reconocer su sentimiento de no tener idea de cómo realizar la tarea que se les incumbe (“nadie es experto en política y todos debemos aprender”). Pero, también aclaran que asumir ese no saber es lo que permite ser una “buena autoridad”, la cual se esfuerza por escuchar y aprender de todos, sabe reconocer sus errores y deja que la comunidad la guíe en la elaboración de las decisiones16. En la experiencia zapatista, el hecho de confiar tareas de gobierno a quienes no tienen ninguna capacidad particular para ejercerlas es la base concreta sobre la cual el mandar obedeciendo puede crecer; constituye una sólida defensa contra el riesgo de una separación entre gobernantes y gobernados.
La manera de elaborar las decisiones también es decisiva. Por ejemplo, en el nivel más amplio, la Junta de buen gobierno tiene que consultar la Asamblea de zona para todas las cuestiones importantes. En algunos casos, esta Asamblea puede decidir por sí misma si acepta o no una propuesta. Pero si se trata de proyectos amplios o si no se logra un acuerdo claro, se lleva la consulta a todas las comunidades. En la siguiente Asamblea, cada representante indica si su comunidad acepta el proyecto, lo rechaza o propone modificaciones. Se discuten las diversas propuestas y la Asamblea formula una nueva versión que se manda nuevamente a consulta. Varias idas y vueltas pueden ser necesarias para llegar a la aprobación del proyecto. El procedimiento pareciera pesado pero se ve como necesario: “un plan no analizado y discutido por los pueblos, fracasa. Nos ha pasado. Ahora, todos los proyectos se discuten”17.
Las Juntas de buen gobierno están abiertas en permanencia a las solicitudes de los zapatistas y los no zapatistas; también reciben a los visitantes que quieren conocer más sobre la autonomía. Se esfuerzan para lograr la coexistencia entre zapatistas y no zapatistas, a la vez que afrontan situaciones conflictivas provocadas por las autoridades constitucionales, en un contexto de operaciones contrainsurgentes permanentes. Es de señalar también que las autoridades autónomas tienen su propio registro civil y que ejercen la justicia, tanto a nivel de las comunidades como de los concejos municipales y las Juntas de buen gobierno. No se trata de una justicia que, desde la ley abstracta del Estado, enuncie culpabilidades y sentencias; más bién, es una justicia de mediación que, a partir de las situaciones concretas, busca un acuerdo y, en la medida de lo posible, una reconciliación entre las partes. Sus decisiones pueden incluir alguna forma de trabajo de interés general o de reparación en beneficio de las víctimas o sus familias – excluyendo el uso punitivo de la cárcel, que es objeto de una crítica radical. De esta manera, la justicia autónoma zapatista aniquila la idea del Derecho como dominio hiperformalizado y altamente especializado. Demuestra que personas sin formación específica pueden asumir la dificil tarea de resolver conflictos y tratar las infracciones a las reglas colectivas -y pueden hacerlo de manera satisfactoria, a tal punto que la justicia autónoma resulte muy solicitada, incluso por los no zapatistas que aprecian su ausencia de corrupción, su completa gratuidad y su conocimiento de la realidad indígena, en contraste flagrante con la justicia constitucional mexicana18.
Los diferentes proyectos que dan consistencia a la autonomía (salud, educación, producción) se desarrollan según su propia lógica y bajo la conducta de los colectivos implicados, mientras los concejos municipales y las Juntas de buen gobierno cuidan que funcionen bien y los apoyan en la búsqueda de mejoras siempre necesarias. Tienen el deber de proponer y elaborar, en interacción con las asambleas, nuevos proyectos que contribuyen a sobrellevar las dificultades de la vida colectiva, a impulsar la participación de las mujeres y a remediar lo que la obstaculiza, a defender los territorios, preservar el medioambiente a la vez que mejorar las capacidades productivas propias. Es de subrayar que los zapatistas han creado, a partir de nada y en medio de condiciones materiales muy precarias, su propio sistema de salud y su propio sistema educativo. Combinando la medicina occidental y los saberes tradicionales, el primero incluye clínicas de zona, microclínicas municipales y una presencia de agentes de salud en las comunidades. En cuanto a la educación, es objeto de una movilización colectiva considerable, quizás la más intensa de todas las que se van dando en el marco de la autonomía19. Han construido escuelas primarias y secundarias, han elaborado sus orientaciones pedagógicas y sus programas, y han formado los jóvenes que allí enseñan. En estas escuelas, aprender tiene sentido, porque la educación se arraiga en la experiencia concreta de las comunidades así como en la lucha por la transformación social, dando cuerpo a la vez al “nosotros” de la comunidad indígena y al “nosotros” de la humanidad rebelde.
¿Qué puede ser una política de la autonomía?
Sin dejar de mantenerse lo más cerca posible de la experiencia zapatista, podría ser útil identificar algunas de las características de la autonomía que tienen implicaciones más generales.
Horizontalismo / papel de las autoridades
Una política no estatal no necesariamente se encierra en un localismo estrecho, ni en un ideal de horizontalismo puro20. Al mismo tiempo que reivindica su carácter territorializado y su inscripción en los espacios concretos de la vida colectiva, la autonomía zapatista se caracteriza por la articulación de las tres escalas que ya mencionamos; y nada impide pensar que la experiencia pueda seguir creciendo, inventando nuevas formas de coordinación en escalas más amplias, sin por eso renunciar a la primacía de los espacios de vida más inmediatos21. Al mismo tiempo, es de considerar que los modos de organización son distintos en cada escala y también las formas de delegación, pues, en cada nivel, existen dificultades específicas que enfrentar.
Sobre todo, es preciso descartar una lectura puramente horizontalista de la autonomía zapatista, que postularía una primacía absoluta de las asambleas y una igual participación de todos en los procesos de elaboración de las decisiones23. Ciertamente el mandar obedeciendo se aleja radicalmente de la relación de poder-sobre que caracteriza al Estado, como mecanismo de separación que despoja a la colectividad de su capacidad de organización y decisión para concentrar estas funciones en el aparato burocrático y la clase política. Si bien la relación gobierno/pueblo viene enunciada en términos de mando/obediencia, el mandar obedeciendo implica una conjunción paradojal de las dos relaciones que subvierte radicalmente su sentido: el gobierno no puede dirigir sino en la medida en que obedece la voluntad expresada por las comunidades. Sin embargo, las explicaciones ofrecidas durante la Escuelita zapatista invitan a una lectura más compleja, pues, en la autonomía, “hay momento en que le pueblo manda y el gobierno obedece; hay momento en que el pueblo obedece y el gobierno manda”24. Esto no disocia enteramente las dos relaciones inversas, pero las autonomiza en parte, porque identifica momentos distintos en los cuales la relación funciona o bien en un sentido o bien en el otro: el gobierno obedece porque debe consultar y hacer lo que el pueblo pide; el gobierno manda porque debe aplicar y hacer respetar lo que ha sido acordado en la deliberación colectiva, y también cuando la urgencia lo obliga a tomar medidas sin poder consultar, en un contexto de conflicto con el Estado mexicano y los grupos paramilitares que éste fomenta.
Sobre todo, el papel particular de las autoridades está plenamente reconocido y se concibe como un deber de vigilancia, de iniciativa y de impulsión. Para el maestro Jacobo, “la autoridad va adelante, orienta e impulsa, pero no decide ni impone, es el pueblo quien decide”25. Si bien los concejos municipales y las Juntas de buen gobierno sólo pueden implementar lo que ha sido debatido y aprobado por las asambleas, no podemos ignorar o subestimar el papel particular de las autoridades en la elaboración de estas decisiones. Es razonable suponer que este papel no se limita al momento inicial en el cual se propone una iniciativa, sino que, a lo largo de todo el proceso, pueda mantenerse cierta asimetría entre quienen promueven un proyecto que han impulsado y quienes pueden discutirlo, modificarlo y hasta rechazarlo, sin por eso poner necesariamente el mismo empeño en ello.
Finalmente, se trata de pensar el papel específico de aquellos a los que el colectivo confía temporariamente la tarea de “ser autoridad” -una autoridad sin autoritarismo, que no debe imponer sino solamente impulsar y ser el pívot que permita ampliar la capacidad de acción colectiva. Por lo tanto, no se trata de un poder-sobre, que una parte del colectivo acapararía y ejercería sobre los demás, pero tampoco de una perfecta horizontalidad que corra el riesgo de disolverse por falta de iniciativas o de capacidad para concretarlas26. Así la observación de la experiencia zapatista, tal como se ha venido desarrollando hasta ahora, invita a reconocer la articulación de dos lógicas: por un lado, la capacidad de decidir reside en lo esencial en las asambleas en sus diferentes niveles; por el otro, a quienes asumen de manera rotativa y revocable un cargo de gobierno, se les reconoce un papel especial de iniciativa e impulso, como mediación entre la colectividad y su capacidad de autogobierno, lo cual abre el doble riesgo de una deficiencia o de un exceso en el ejercicio de esta función.
Una modalidad no disociativa del delegar
Dejando a un lado la oposición demasiado simple entre democracia representativa y democracia directa, el análisis de la autonomía zapatista invita a considerar la manera en que se articulan el papel de las autoridades, el de las asambleas de delegados (a nivel del municipio y de la zona) y el de las asambleas comunitarias. Una cuestión decisiva tiene que ver con las modalidades que asume la delegación, tanto para las autoridades como para los miembros de las asambleas municipales y de zona. En este aspecto, propondría trazar una línea de demarcación entre las formas de delegación que son estructuralmente disociativas y las que no lo son (o tan poco como sea posible). Disociativas, son las que, en articulación con otras características de la estructura social, buscan (re)producir una separación entre gobernantes y gobernados (como entre dominantes y dominados) y capturar la potencia colectiva de todos en beneficio de los primeros. Así, operan las formas clásicas de la representación en el Estado moderno. Incluso bajo la forma de la democracia (hoy de mercado), organizan metódicamente la ausencia efectiva de lo representado; consisten en un dispositivo que despoja al pueblo de su capacidad colectiva de organizarse y decidir, para concentrar el poder-sobre en un aparato burocrático y un grupo separado. En cuanto a las formas no disociativas, si bien implican delegación (en vez de una pura democracia “directa”), restringen lo más posible la separación entre gobernantes y gobernados en lugar de consolidarla, por lo que implementan mecanismos concretos para impedir dicha disociación y mantener el uso efectivo de la potencia colectiva en manos de todos y todas.
Ahora bien, es necesario indicar precisamente en qué consisten las diferencias entre las modalidades disociativas de delegación y las no disociativas. La experiencia zapatista permite señalar los siguientes aspectos: mandatos cortos, no renovables y revocables en cualquier momento, ausencia de personalización y ejercicio colegiado de los cargos, control por otras instancias, concentración limitada de la capacidad de elaboración de decisiones, ética de lo colectivo y capacidad de escucha. Pero, sobre todo, hay que insistir en la desespecialización efectiva de las tareas políticas, que en lugar de ser acaparadas por un grupo específico (ya sea clase política o casta fundada sobre el dinero, o personalidades que detentan un prestigio particular) deben ser objeto de una circulación tan generalizada como sea posible: “todos tenemos que pasar como gobierno”, dicen los zapatistas27. Esto supone, como ya vimos, renunciar a elegir delegados en base a la evaluación de su capacidad individual: asumir que las autoridades no saben (mucho) más que los otros es la condición -!tan difícil de aceptar!- de una plena desespecialización de la política. Otra condición no menos decisiva consiste en impedir que el modo de vida de quienes ejercen temporariamente un cargo empiece a diferenciarse del de los demás. Para ello, los miembros de las Juntas de buen gobierno (situados en los “caracoles”, centros regionales que pueden ubicarse bastante lejos de los pueblos donde viven) cumplen su tarea en forma rotativa por periodos de 10 a 15 días, lo que les permite no interrumpir por mucho tiempo sus actividades habituales y continuar ocupándose de sus familias y de sus tierras. Es una condición indispensable para garantizar la no-especialización de las tareas políticas y para evitar que reaparezca una separación entre el universo común y la manera de vivir de quienes, aunque sea por un tiempo breve y de manera muy controlada, asumen un papel particular en la organización de la vida colectiva.
Ciertamente el riesgo de que la disociación entre gobernantes y gobernados se restaure nunca está ausente. Por esa razón, una política de la autonomía no vale sino por los mecanismos prácticos que inventa continuamente para luchar contra ese riesgo y para mantener una dinámica de dispersión de las funciones de autoridad. Que la delimitación entre las formas de delegación disociativas y las no disociativas no esté jamás asegurada es algo muy claro; pero eso no impide asumir que se trata de una diferenciación pertinente. Incluso podríamos sostener que ahí se ubica el corazón de la distinción entre una política estatal -basada en la organización metódica del despojo de la potencia colectiva y en la cristalización de la autoridad en poder-sobre- y una política no estatal, que no disocia gobernantes y gobernados y lucha para que el ejercicio de la autoridad siga siendo, en lo esencial, una manifestación de la potencia colectiva de todos y todas.
Un proceso sin fin
Tal como lo subrayó uno de los maestros de la Escuelita, la construcción de la autonomía “no tiene fin”. Esta afirmación demuestra una saludable conciencia de la incompletud de la experiencia en curso, cuales que fueran sus avances. Pero dice más: la construcción de la autonomía jamás podrá considerarse como perfecta y acabada. Lo que tal actitud descarta es la pretensión de crear una sociedad ideal que, un buen día, podría proclamar haber alcanzado su objetivo y encontrado su forma plenamente realizada. Con toda probabilidad, tal proclamación significaría la muerte de la autonomía -razón por la cual tomar conciencia de que ésta no tiene fin resulta literalmente vital.
Afirmar la imposibilidad de una realización acabada de la autonomía es indispensable para contrarestar el peligro de una utopía normativa que pretenda ser la perfecta materialización de principios definidos por adelantado y de manera abstracta. Lejos de esto, es indispensable admitir que no puede existir una realidad colectiva ideal y enteramente preservada de todo riesgo de conflicto. Incluso en un mundo de las autonomías multiplicadas y extendidas a todo el planeta, no podría descartarse contradicciones siempre abiertas entre los devenires de las diferentes comunas, ni tampoco situaciones de incomprensión entre colectivos culturalmente diversos e interactuando en un mundo hecho de múltiples mundos28. Además, la experiencia zapatista sugiere la necesidad de modificar sin cesar las formas de organización de la autonomía para luchar contra todas las desviaciones posibles, en especial contra el peligro siempre latente de separación entre gobernantes y gobernados o contra el riesgo de petrificación de toda realidad instituida. La lucha en contra de lo que podría alterar la autonomía no tiene fin.
Algo particularmente impactante en la experiencia zapatista es la capacidad para mantener la fluidez de las formas de organización colectiva. Tanto en las diferentes areas de actividad (educación, salud, producción, etc.) como en las instancias de gobierno autónomo, las prácticas no dejan de modificarse para responder a las dificultades que surgen a cada paso29. No hay formas fijas, ni fetichismo de lo instituido. Prevalece, por el contrario, una inquietud permanente cargada de insatisfacción, de vigilancia frente a los errores, de esfuerzos para rectificarlos. Se trata de una experimentación que busca su camino. Lejos de las rigideces de lo instituido, la autonomía no puede ser sinos una política de la procesualidad, que construye y transforma incesantemente las formas de organización colectiva, al mismo tiempo que implica una lucha permanente contra todo lo que podría ponerla en peligro, como sería la disociación entre gobernantes y gobernados, la petrificación de lo instituido o la pretensión de una realización acabada. Incapaz de alcanzar jamás una forma plenamente realizada y supuestamente ideal, la autonomía es, efectivamente, una política sin fin.
Una política de la multiplicidad
La autonomía también puede caracterizarse como una política de la multiplicidad. Descartando toda resolución a priori, abstracta y general, parte de las situaciones concretas y sus singularidades. Por eso, no existe una forma única de gobierno autónomo zapatista. No solamente sus modalidades se modifican en permanencia, sino que difieren de un municipio a otro, de un caracol al otro. De ninguna manera la construcción de la autonomía consiste en aplicar recetas preestablecidas y sus hacedores no se cansan de subrayar que jamás han tenido manuales que les indiquen cómo proceder30. Se trata más bien de buscar, desde la práctica, soluciones específicas y concretas a los problemas, a medida que se presentan: “todo lo que hacemos es un paso, hay que ver si funciona y si no, hay que cambiarlo”31. Es lo que los zapatistas llaman “buscar el modo”. Para ellos, esta noción puede referirse al respecto frente a las maneras de ser de cada persona, incluso cuando parecen lo más desconcertantes y chocan con nuestras propias concepciones (“cada quien su modo”). También se trata de subrayar que la manera de hacer es tan importante como el objetivo de lo que emprendemos32. En fin, esta expresión manifiesta el cuidado de buscar soluciones adaptadas a los problemas, entendidos en la situación concreta y el momento particular en que se presentan, en lugar de aplicar principios previamente establecidos.
En este sentido, “buscar el modo” es parte de la lógica del “caminar preguntando”, tan propio del “modo” zapatista. El camino no está trazado sino que se hace caminando. Avanzamos sin tener una solución predefinida, sin certidumbre en cuanto a dónde vamos a llegar. A cada paso surgen dudas. Asumiéndolas como tales, en lugar de pretender aplicar un saber establecido de antemano, es la forma en que se puede descubrir cómo avanzar. Ciertamente aquél que avanza no reinventa el mundo a cada paso; está armado de opciones éticas, de experiencias acumuladas y el deseo de lo que aun no existe lo pone en camino. Pero el “caminar preguntando” y el “buscar el modo” sugieren una relación entre la práctica y la teoría en la cual la primera no puede subordinarse a la segunda. Implican la primacía de la procesualidad sobre cualquier tipo de verdad fija, supuestamente establecida de una vez y para siempre.
Rehusando el privilegio de una teoría predefinida, se trata de optar por una manera de resolver las dificultades que busca su camino en la actividad misma del hacer, de una manera creativa y adaptada a la particularidad de las situaciones33. Para la construcción de los otros mundos que deseamos, resulta esencial asumir que jamás habrá UNA solución a un problema general, sino más bien una multiplicidad de opciones siempre en devenir, arraigadas en la diversidad de las situaciones concretas a las que las autonomías habrán de hacer frente (en esto, la dificultad consiste en que tantas opciones diferentes logren escucharse mutuamente, comprenderse en la medida de lo posible en el respeto de sus diferencias, cooperar y eventualmente aprender unas de otras, en vez de juzgarse y enfrentarse). Rechazando una lógica de la generalización y la abstracción, la autonomía inscribe lo político en las singularidades concretas de las experiencias y en la procesualidad del hacer. También en esto se opone radicalmente a las lógicas constitutivas del Estado.
Estado, gobierno, institución
En esta última parte abordaremos algunos debates que conciernen no solamente al Estado sino también a la noción de gobierno y a la de destitución.
Autogobierno vs. separación estatal
“Tienen miedo que veamos que podemos gobernarnos a nosotros mismos”. Formulada durante la Escuelita por la maestra Eloísa, esta lección condensa con una perfecta eficacia el sentido mismo de la autonomía: nosotros, la gente común, somos capaces de gobernarnos. Tal “descubrimiento” tiene una enojosa consecuencia para los de arriba y para todos los expertos autoproclamados de la política, al evidenciar su nefasta inutilidad. Sobre todo, con esta afirmación en la que sintetiza la experiencia misma de la construcción de la autonomía, la maestra Eloísa hace nada menos que desmantelar los fundamentos del Estado moderno. En el frontispicio del Leviatán de Hobbes, ciudades y campos lucen vacios de sus habitantes, mientras que la multitud de los sujetos se encuentra aglutinada adentro del cuerpo gigantesco del Soberano que domina el territorio. De esta manera, queda de manifiesto que el pueblo no existe sino en el momento en que se despoja de su poder soberano en beneficio de quien encarna el Estado34. Tal como lo analiza Giorgio Agamben, “el pueblo es lo absolutamente presente que, en cuanto tal, nunca puede estar presente sino solamente puede ser representado. Si a partir del término demos que en griego designa al pueblo, llamamos ademia a la ausencia de pueblo, entonces el Estado hobbesiano, como todo Estado, vive en condición de ademia perpetua”.
En las formas posteriores del Estado moderno, la ausencia del pueblo asume modalidades en parte diferentes pero no menos claras. Para Hegel, el pueblo se caracteriza por ser incapaz de gobernarse a sí mismo: siendo “la parte que no sabe lo que quiere”, debe, por su ignorancia, remitirse a los “altos funcionarios”, que son los únicos capaces de actuar en beneficio del interés general36. Hoy día, pese a lo que proclaman los principios de la democracia formal, es evidente que el poder de los “expertos” de todo tipo no ha hecho más que amplificarse y prevalece sobre la voluntad de los pueblos. Sean adeptos de la planificación estatal o apóstoles de la libertad del mercado, estos especialistas son los artífices del mundo de la Economía, es decir, de la gestión de los territorios y de la conducta de las poblaciones que su expansión requiere. En este contexto, los mecanismos de la democracia formal que llevan a la elección de los gobernantes y los representantes no hacen más que legitimar el despojo de la potencia colectiva de decidir (y añadirle un toque de democracia participativa no cambiaría nada en lo esencial).
Se podrá concluir que la ademía es consustancial al Estado (incluso cuando éste se presente con ropajes democráticos -entendiendo “democracia” en el sentido extremadamente restringindo de la posibilidad de eligir gobernantes y representantes)37. Por lo tanto, se puede caracterizar al Estado como un aparato de captura de la potencia colectiva -la cual sólo se define como “soberanía” y se ubica en el pueblo para garantizar mejor que se lo despoje de ella. El Estado es entonces esa máquina hecha para consolidar la separación entre gobernantes y gobernados, para (re)producir la ausencia del pueblo, con el fin de acrecentar la imposición de unas normas de vida heterónomas que, hoy día, son las del mundo de la Economía.
Finalmente, podemos afirmar que la autonomía constituye el exacto opuesto de la política estadocéntrica. Su base es la capacidad de todos y todas para gobernarse, es decir, para organizarse y decidir. Parte del arte de hacer por nosotros mismos. Parte de una dignidad compartida que rechaza toda sospecha de incompetencia o de ignorancia, utilizada para justificar la concentración del poder en manos de quienes pretenden saber más. La autonomía es el despliegue de la potencia colectiva para auto-organizarse de acuerdo con las formas de vida que se asumen como propias. Es la lucha permanente para evitar que los que ocupan temporariamente los cargos de gobierno se separen del universo de la vida compartida. En ese sentido, la autonomía es una política no estatal y, por eso, las Juntas de buen gobierno de los territorios autónomos zapatistas pueden caracterizarse como formas no estatales de gobierno.
¿Qué hacer con el gobierno?
Los zapatistas rechazan teórica y prácticamente una política centrada en el Estado, pero asumen la noción de gobierno, tal como lo pone de manifiesto el nombre mismo de las Juntas de buen gobierno38. Ese “buen gobierno”, vivido como propio y ejercido conforme a la lógica de la autonomía y del mandar obedeciendo, es precisamente lo que viene opuesto a la política estatal. Sin embargo, esta noción a su vez podría ser cuestionada, sobre todo si se toma en cuenta que el paradigma del gobierno es constitutivo de las formas modernas de poder, añadiéndose a sus modalidades más clásicas, penales o disciplinarias39. Además, la “gubernamentalidad” desborda en mucho las instituciones del Estado, para situarse en el conjunto de las infraestructuras y los dispositivos de seguridad que contribuyen a regular la realidad misma y a “conducir las conductas” de las poblaciones, a tal punto que se podría pretender que hoy día las estructuras del Estado nacional sólo se debilitan en la medida en que las sustituyen formas de gubernamentalitad más inmanentes y menos visibles.
¿En qué medida estos análisis conducen a modificar las reflexiones que se pueden formular a partir de la experiencia zapatista? En primer lugar, lo que hemos descrito hasta aquí tendría que ser suficiente para dejar claro que lo que, en la experiencia zapatista, lleva el nombre de gobierno no tiene que ver con la gubernamentalidad operante en las sociedades de la modernidad tardía. Lo que se llama “gobierno” en la autonomía zapatista es un conjunto de tareas de una tremenda modestia y absolutamente extrañas a los arcanos de las estructuras administrativas y de los dispositivos de gestión de las poblaciones. Un observador perspicaz pudo describir la actividad de las Juntas de buen gobierno de la siguiente manera: “toda la farsa de los misterios y de las pretensiones del Estado fue suprimida por las Juntas, formadas esencialmente por simples campesinos (…) que realizan sus tareas públicamente, simplemente, bajo las circunstancias más difíciles y complicadas, a la luz del día, sin pretensiones de infalibilidad, sin esconderse detrás de los fastos ministeriales y sin avergonzarse de confesar sus errores y tampoco de corregirlos. Ellos transforman las funciones públicas en funciones reales de las comunidades, en lugar de que sean atributos ocultos de una casta especializada”.
Se podrá reconocer aquí la descripción que Marx hizo de la Comuna de París, la cual, con excepción de unas pocas palabras (solamente reemplacé “Comuna” por “Juntas” y “trabajadores” por “campesinos” o “comunidades”), parece adecuarse perfectamente a las instancias autónomas zapatistas41. De hecho, lo que aquí llamamos “gobierno” se caracteriza por una desconcertante sencillez. La sede de una Junta de buen gobierno es una casita de madera adornada con pinturas murales que, en su interior, tiene una mesa, unos bancos, algunas imágenes -testimonios de intercambios con otras geografía rebeldes- y, en el mejor de los casos, una o dos computadoras de vez en cuando conectadas a la red. Este minimalismo y más aun la completa ausencia de cualquier estructura administrativa indican que se está muy lejos de lo que implicaría una verdadera capacidad para gobernar las poblaciones -noción que aquí no tiene ningún sentido. Con toda evidencia, el término mismo de gobierno se aplica a otra realidad, sin posibilidad de equipararla con lo que son, en otros lados, los dispositivos de la gubernamentalidad moderna y neoliberal.
Sin embargo, la crítica de las formas modernas de gubernamentalidad invita a formular una importante precisión. Resulta evidente que en nada se habría avanzado si el hecho de “gobernarnos nosotros mismos” consistiera en hacer lo mismo que lo que otros hacían anteriormente en nuestro lugar. Aplicado en el mundo de la mercancía, dicho principio no sería más que una forma de auto-imposición de las normas de la Economía. De la misma manera que la autogestión puede ser sinónimo de auto-explotación, el autogobierno bien podría ser una manera de auto-sumisión a unas normas heterónomas (algo como una paradójica auto-heteronomización). Entonces, es preciso afirmar con toda claridad que de ninguna manera se trata de desarrollar modalidades de autogobierno para “gestionar” la situación actualmente imperante o para tratar de sobrellevar las dificultades de un sistema planetario cuyo productivismo compulsivo nos arrastra hacia una devastación cada vez más generalizada. “Gobernarnos nosotros mismos” no puede tener una impronta emancipadora si no implica una mobilización de la potencia colectiva en un esfuerzo para desplegar formas de vida liberadas de la destrucción capitalista. En este marco, las tareas de lo que podemos llamar (o no) autogobierno recuperan dimensiones infinitamente más mesuradas (proporcionadas) y asumen características totalmente diferentes de lo que significa gobernar en el mundo del Estado y la Economía, aunque no se deba minimizar la dificultad que, durante cierto tiempo, implicará revertir las tendencias a la destrucción, desmantelar las infraestructuras inútiles y reparar lo que podrá serlo.
Una notación más: en el comentario de Marx, la expresión de la última frase invita a considerar que el gobierno de las Juntas y las asambleas se arraiga en las formas de vida compartidas y que no es más que una manifestación de la energía colectiva en busca del fortalecimiento de lo común. De hecho, el autogobierno zapatista no es más que una expresión de la capacidad colectiva de organizarse y afirmar formas de vida asumidas como propias. No se trata de “conducir las conductas” de las poblaciones, de imponer una conformación heterónoma de las maneras de vivir, sino de permitir que la vida comunal se organice en el florecimiento del hacer individual y colectivo. De hecho, los rebeldes de Chiapas han tenido el cuidado de explicar en que consiste “la libertad según los zapatistas”: para ellos, es el arte de gobernarse a sí mismos, lo que implica no solamente la creación de instancias específicas como Juntas, concejos municipales y asambleas, sino sobre todo la autodeterminación colectiva de las formas de vida43. En la medida en que estos dos aspectos están estrechamente ligados y en la medida también en que la desespecialización de la política hace del autogobierno una práctica cada vez más efectiva, reduciendo a lo mínimo la separación entre gobernantes y gobernados y logrando luchar eficazmente contra su posible reproducción, entonces no faltarían razones, quizás, para sustituir el nombre mismo de “gobierno” por otro.
La autonomía como proceso destituyente
Se trata de deshacer el Estado, de volver inoperante el gobierno de la Economía, de convertir en imposible lo intolerable que amenaza con sumergirnos. Recientemente se ha caracterizado como “destitución” un proceso de este tipo, y como “destituyente” la potencia que lo hace posible44. Implica el rechazo de cualquier “poder constituyente”, esa ficción bien hecha para justificar un nuevo poder constituido, al que conviene oponer una potencia destituyente “que no se resuelva jamás en un poder constituido”45. Sin que se pueda profundizar tanto como sería necesario y sin buscar una completa identificación que correría el riesgo de ser forzada, podemos evidenciar notables convergencias entre lógica destituyente y autonomía.
Lo más evidente es que una política de la autonomía, tal como se ha definido aquí, nos preserva de esa obsesión que consiste en querer redactar una nueva Constitución, antes de cualquier transformación efectiva. Esto es el ejemplo mismo de un pensamiento-desde-el Estado que privilegia un enfoque abstracto y unificador, pese a todas las eventuales precauciones diversificadoras que podría contener la Norma suprema. Los zapatistas no escribieron ni se preocuparon en escribir ninguna Constitución de la autonomía. Por el contrario no dejan de explicar cuán difícil es avanzar sin disponer de ningún texto que pueda servir de guía47; y, sin embargo, esto es la condición del “caminar preguntando”, tan indispensable para preservar la riqueza misma de la experiencia. La autonomía es una política procesual que no puede ser (pre)determinada por ningun texto; se ubica en las antípodas del fetichismo de la Constitución.
Hablar de destitución permite recordar la dimensión contra de la práctica de la autonomía, cualquiera que sea la importancia de la dimensión positiva de una dinámica de construcción que inicia aquí y ahora. De hecho, en sus territorios, los zapatistas se dedican, de manera muy concreta, en volver inoperante el poder del Estado mexicano y en deshacer tanto como se pueda la lógica de la Economía y la destrucción que ella propaga. Se trata de una destitución en acto y, además, de una amplitud poco común. Al mismo tiempo e inversamente, plantear esta cercanía entre destitución y autonomía permite rechazar la crítica que ve en la destitución una noción meramente negativa. A esto se puede responder que la dimensión negativa no debe ser evitada ni ocultada, lo que implicaría situar la lucha por la emancipación en un plano de abstracción: no se puede encarar la emancipación sin pensarla como destrucción del mundo de la destrucción. Finalmente y sobre todo, podemos percibir que la autonomía zapatista no puede ser destituyente más que en la medida en que afirma, construye y fortalece las formas de vida propias de las comunidades. Tanto la destitución como la autonomía implican intrínsecamente esta doble dimensión de la destrucción-negación y de la construcción-afirmación.
Pero el proceso destituyente no solamente pretende deshacer la dominación del Estado neoliberal y el capitalismo mortífero; es un proceso continuo, en su afirmación misma. De la misma manera, la autonomía -como lucha contra todo lo que podría debilitarla, en especial contra la potencial reconstitución de un poder separado y contra la rigidez de las formas instituidas- no puede ser sino un proceso destituyente permanente. En su combate sin fin contra el peligro estatal, es expresión de esa potencia destituyente que se esfuerza por “volver todo poder inoperante” y por hacer prevalecer la procesualidad sobre la fijeza de lo instituido.
Sin embargo, podría ser pertinente, para una política de la autonomía, no descartar enteramente de su horizonte toda problemática de la institución. Por cierto, no de la institución como órgano de un poder constituido, sino de la institución en un sentido que se podría decir antropológico, en tanto que es parte de unas formas de vida a la vez colectivamente acordadas e históricamente producidas. Ciertamente las costumbres y las reglas, cuyo respeto hacen posible la vida colectiva, son modificables en todo momento, pero esta mutabilidad misma es un proceso, no una permanente autodefinición ex nihilo. Nada se ha fijado en lo instituido, pero la manera de transformar lo existente es tributaria de lo que hay que transformar y que determina parcialmente la manera de querer modificarlo. Si bien se puede afirmar que la plenitud de las formas de vida es lo que nutre y hace posible una potencia destituyente, también es de reconocer que, al igual que la construcción de la autonomía no tiene fin, nunca puede llegar a considerarse como plenamente acabado un proceso destituyente (probablemente porque nunca podríamos proclamar una completa plenitud de las formas de vida, ni tampoco un dominio perfecto en la relación con uno mismo, con los demás y con el mundo). Por lo tanto, sería prudente reconocer la imposibilidad de escapar de una tensión irresuelta entre la interminable procesualidad de la autonomía y lo que le resiste y siempre puede ponerla a prueba, así como entre la dinámica destituyente y la dimensión instituida de las formas de vida -es decir, simplemente, de lo que ya está acá.
Conclusión
Existe otra política que no sea la del Estado y sus instituciones. Intentamos acercarnos a ella a partir de la experiencia rebelde zapatista y tratamos de pensar esta política no estatal dando a la noción de autonomía su sentido más amplio y más radical, como parte de una dinámica de emancipación que implica al mismo tiempo liberarse del mundo de la Economía, de la tiranía del valor y del despojo de nuestra potencia colectiva. Uno de los puntos medulares consiste en distinguir, aunque los límites resulten inciertos, entre unas formas políticas estatales y otras no-estatales, es decir, entre las que tienen como objetivo (re)producir la deposición de la potencia colectiva y su condensación en poder-sobre y las que se esfuerzan en preservar esta potencia y en impedir su captura en provecho de una entidad separada. Más que una política sin el Estado, la autonomía es, en realidad, una política contra el Estado, no sólo porque se opone a él sino sobre todo porque implica mecanismos efectivos que buscan en permanencia evitar la disociación/captura propia del Estado48. Pero se trata también de renunciar a una concepción de lo político basada en entidades abstractas y unificante, para hacer prevalecer formas políticas arraigadas en la multiplicidad concreta de las formas de vida compartidas. A las representaciones de Estado que enseñan a pensar desde arriba y abstractamente, es preciso sustituir una mirada que parta de los lugares singulares y de sus memorias específicas, de la realidad de los colectivos, de su capacidad de hacer en conjunto y de abrirse a la pluralidad de los mundos que componen el mundo.
A ese respecto y para preservarnos de la tentación de hacer de la experiencia zapatista un modelo (lo que los mismos zapatistas rechazan con vehemencia), es de subrayar que la lógica de la autonomía puede considerarse como desmultiplicable, pero bajo formas siempre específicas, en función de la singularidad de los territorios y las experiencias. Al mismo tiempo, se puede considerar que las comunas, ancladas en sus lugares propios y apegadas a sus opciones de vida, se preocuparán por relacionarse y coordinarse entre sí, tal como lo hacen los zapatistas con las Juntas de buen gobierno o quizás bajo otras modalidades, con el fin de enriquecerse mediante descubrimientos mutuos, de tomar decisiones relativas a lo que tienen en común, de realizar tareas compartidas y de enfrentar eventuales conflictos, que nada permite pensar que habrán de desaparecer mágicamente. Además, una verdadera multiplicidad de las formas de vida implica que éstas sean culturalmente muy diversas, lo que harán indispensables arduos esfuerzos de traducción entre estos muchos mundos. La experiencia de los rebeldes zapatistas indica que es posible escapar de la falsa alternativa entre la asfixia localista y el universalismo abstracto. Con su llamado a construir “un mundo en donde quepan muchos mundos”, dibujan un horizonte de encuentros cuya dimensión planetaria sólo tiene sentido si se piensa a partir de la irreductible especificidad de los lugares y las experiencias.
Por ahora, una política de la autonomía es una política que renuncia a dilapidar energías en los espacios institucionales del Estado: tantas experiencias en ese terreno han sido en vano o con beneficios mínimos, en todo caso muy por debajo de lo que exige el momento histórico. Una política de la autonomía opta por construir desde ahora sus propios caminos, fuera de las instituciones del Estado. Pero no puede hacerlo más que en proporción de la fuerza colectiva que es capaz de juntarse, de organizarse y, a veces también, de prepararse (durante mucho tiempo, como lo han hecho los zapatistas antes de 1994 y después, en varios momentos de silenciosa gestación de sus iniciativas). Por lo tanto, se trata de defender, de crear y de hacer crecer unos espacios liberados, en todas las escalas que las fuerzas disponibles permitan combinar, sin despreciar las más ínfimas, pero con la lucidez de considerar que éstas no pueden ser suficientes.
Estos espacios liberados no son ni puros ni enteramente libres: basta con que estén en proceso de devenirlo. Ciertamente sería ingenuo y poco pertinente pretender construir islotes protegidos del desastre general, sin preocuparse del avance de los frentes de destrucción del mundo. Por esta razón, los espacios liberados tienen que concebirse al mismo tiempo como espacios de combate, siempre amenazados, obligados a defenderse y probablemente a buscar ángulos ofensivos, tal como lo sugiere la experiencia zapatista. En un contexto planetario marcado por el avance acelerado de la devastación -lo que los zapatistas identifican como “la Tormenta”49- pero también por la acentuación de las dificultades de reproducción del mundo de la mercancía, puede considerarse oportuno multiplicar todas las experiencias que consisten en construir sobre nuestro propio terreno. Ya es tiempo de acelerar el paso, de soltar los amarres que pueden ser desanudados y comenzar a construir por nosotros mismos, aunque sea de manera balbuceante, lo que, por lo menos, es ya verdaderamente nuestro.