Lo que se viene
Gustavo Esteva
La Jornada
Fue un año atroz. Y es probable que lo peor aún esté por venir.
Inflación, devaluación, fuga de capitales, pobre funcionamiento económico, aumento de la desigualdad, deterioro en las condiciones de vida de la mayoría, corrupción rampante, destrucción ambiental cada vez más aguda. Se perfiló así un estado de cosas, no una coyuntura económica y social adversa.
El saldo político es aún más negativo. Nos siguen faltando los 43, mientras continúan feminicidios, agresiones a periodistas y defensores de derechos humanos y la violencia incontenible. En la coyuntura, el régimen político exhibió sus peores rasgos y su hondo proceso de descomposición. La verticalidad antidemocrática que caracteriza a todos los partidos políticos se manifestó cínicamente en la selección de candidatas y candidatos. La falta de principios y el cinismo caracterizaron la formación de frentes y alianzas para el proceso electoral. Contra viento y marea se declaró el estado de excepción.
Para entender esta condición abismal, capaz de arredrar al más pintado, es importante considerar que México es sólo un caso extremo de una condición general, en que sólo destaca la incompetencia y la corrupción de nuestras clases políticas. Basta mirar hacia cualquiera de los puntos cardinales para encontrar condiciones semejantes.
Arrinconado, enloquecido, un capitalismo reducido a una lógica insensata, no parece tener otro recurso que el despojo continuo y la bárbara destrucción natural y social. En vez de la fachada democrática que garantizó por siglos su expansión, hoy combina miedo y autoritarismo, porque no parece haber otra forma de gobernar desde arriba. Cuando no usa el fascismo social, que circula como populismo, recurre directamente a la fuerza. Clases políticas de todo el espectro ideológico están en eso y carecen cada vez más de oficio y de vergüenza. Siguen disputando entre sí lo que queda de los dispositivos de la opresión. El capitalismo no puede detener o revertir el proceso de su autodestrucción, muy evidente en las formas políticas que empleó para su expansión, pero su fase actual es un deslizamiento a la barbarie y nos arrastra a todos hacia su despeñadero.
No hay partido que se atreva siquiera a insinuar un cambio que vaya al fondo del asunto, es decir, a la urgente necesidad de resistir y enfrentar al capital, para detener y luego revertir la destrucción en curso. Es hora de que se vayan todos. Las cosas serían muy diferentes si no tuviéramos que luchar simultáneamente contra el capital y contra las clases políticas, que funcionan cada vez más como sus administradores o lacayos. Pero eso enfrenta un obstáculo mayor. Estamos en guerra, una guerra sin precedente que opera en buena medida como guerra civil. En ella no importa la verdad, los hechos, lo que realmente pasa. Lo que cuentan son las percepciones populares. Es en ellas en donde puede ganarse o perderse esta batalla. De esas percepciones dependió, históricamente, la construcción de todos los fascismos. Y también de todas las revoluciones. Pero no sabemos aún hacia dónde se inclinarán.
Mientras algunos celebraban la ley de seguridad interior, pensando que así podría haber protección confiable, hubo reacciones valientes y oportunas, de muy diversos círculos, contra su promulgación. Declara el estado de excepción para asimilarnos al esquema que desde la Ley Patriótica prevalece en Estados Unidos y se extiende poco a poco a todos los países como contexto de la fase actual del capitalismo. Tiene sentido utilizar argumentos y procedimientos jurídicos, mostrando que viola preceptos constitucionales y es posible luchar legalmente contra ella. Pero no debe olvidarse que en un estado de excepción se usa la ley para violarla, se emplea el aparato jurídico para justificar el horror: la impunidad por el uso arbitrario de la fuerza. Por eso, dicen que dijo Montesquieu, fue preciso ponerle una venda en los ojos a la mujer que es emblema de la justicia: no debía ver lo que se venía.
No debemos tener esa venda. Eso es lo que se prepara: una intensificación de la guerra que está destruyendo todo a su paso, lo mismo la naturaleza que el tejido social o la cultura. Eso tenemos que mostrarle a compañeras y compañeros que aún se entusiasman con el camino electoral y todavía creen que algún líder o partido podrá alterar el rumbo hacia el desastre.
Hay resistencia a quitarse la venda, porque tener los ojos abiertos no sólo permite ver el horror. También nos enfrenta a un inmenso desafío. No es fácil asumir la responsabilidad plena de organizarnos para gobernarnos. Cuando prevalece el miedo y la sensación de impotencia puede nutrirse una nueva esperanza con la propia acción, desde la convicción de que ninguna solución a nuestros predicamentos puede venir de arriba y que abajo podemos establecer, irrevocablemente, otra posibilidad. Pero asumirlo exige la decisión de pasar a una ofensiva pacífica y valiente como la que empezó en San Cristóbal de Las Casas el pasado mes de octubre. Nuestra suerte común, en 2018, dependerá de la medida en que se sume a ella la cantidad y calidad de personas que hacen falta.
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