El abominable discurso descalificador
domingo, 21 de enero de 2018 · 03:00
Raúl Prada Alcoreza
Ya lo hemos dicho, el discurso descalificador, que convierte al enemigo en detestable o en horrendo monstruo, en endemoniado, por lo tanto, aniquilable, corresponde, en su arqueología enunciativa al esquematismo religioso del fiel e infiel. Los fieles declaran guerra santa a los infieles.
Es el discurso de la Inquisición que desató la guerra contra la mujeres durante tres siglos, en pleno nacimiento del capitalismo, convirtiéndolas en endemoniadas, en “brujas”, desatando la caza de brujas, por el hecho de encarnar el entramado comunitario y liderar el levantamiento comunitario contra el nacimiento del sistema de la desposesión y despojamiento, de la privatización de tierras y la explotación del trabajo.
La arqueología enunciativa del esquematismo dualista es belicoso, cuya matriz es el discurso religioso que endemonia al infiel, muta al esquematismo dualista político del amigo y enemigo. En el discurso moderno político, el enemigo también es execrable, un monstruo de lo peor, casi endemoniado, susceptible de aniquilación.
Este es, por así decirlo, el esqueleto del discurso descalificador, el substrato es religioso, el estrato moderno es político; se inviste ideológicamente, es decir, para darle cuerpo al discurso, se le inviste de referencias ideológicas.
Si antes, en el discurso religioso inquisidor, el enemigo era el endemoniado o la endemoniada, el poseído por el demonio, en los discursos políticos puede convertirse en el enemigo de la nación o en el enemigo de la sociedad, pero aún si es enemigo interno, el enemigo de clase, incluso se puede investirlo de heredero de la Colonia, por lo tanto, en enemigo colonial.
La proliferación de los discursos de la Inquisición política son la manifestación apabullante del discurso de descalificación política e ideológica, que se ha dado desbordante en la modernidad.
Hablar, por ejemplo, del “renacimiento del viejo rencor colonial y clasista” para descalificar las recientes movilizaciones sociales por la abrogación del Código Penal y exigir el respeto a la soberanía popular, que votó por mayoría No a la reforma constitucional, que pretendía habilitar a nuevas reelecciones al presidente, desconociendo de pleno la expansión y la intensidad de estas movilizaciones, desentendiéndose del problema, la ley inquisidora y la abolición de la democracia, no es otra cosa que recurrir y reiterar el esquematismo dualista del amigo y enemigo, en versiones cercanas a su matriz, el esquematismo dualista de fiel e infiel.
Decir de entrada que las movilizaciones corresponden a la “asonada” “clasemediera”, que se siente desplazada por los nuevos contingentes de “clase media popular”, es desplazar el conflicto, el tema del conflicto, a otro lugar, que no está vertido palpablemente en las movilizaciones en defensa de la democracia y de los derechos que conculca el Código Penal. Como se dice popularmente, es irse por las ramas o irse por la tangente, también se dice patear oxígeno.
El discurso político descalificador viene acompañado por divagaciones políticas exaltadas, que pretenden pasar por análisis. El vicepresidente en un artículo que titula Asonada de la clase media decadente, parte de una premisa descriptiva de que hay conflicto y éste es antigubernamental.
Pero, inmediatamente pasa a descalificar las movilizaciones antigubernamentales, califica a los movimientos ciudadanos de “satélites políticos”, además de reciclar “desgastados discursos racistas y clasistas”.
Sigue el “análisis”, que no se parece a una construcción silogística, sino, más bien, a una acumulación de agravios, dice que “esta asonada de específicos segmentos de clase media urbana” son observados con indiferencia por los sectores populares, tradicionalmente movilizados, refiriéndose al movimiento campesino-indígena, la clase obrera y vecinos. Concibe que se trata de una “movilización reactiva a un movimiento tectónico de la sociedad y que ha empezado a desplazar a la clase media tradicional del espacio de sus antiguos privilegios y oportunidades por una nueva clase media de origen popular”.
Las divagaciones políticas se convierten en franco delirio político, el discurso se coloca en una situación como si se estuviera en los enfrentamientos políticos de 2005 o en las convulsiones de 2008-09.
Lo que habría cambiado son las prendas, las pañoletas, las banderas, pero no tanto los discursos, que seguirían con la tonalidad racista; lo que habría cambiado es la organización y la convocatoria que habla desde la voz de los movimientos ciudadanos, sin embargo, la “oposición de derecha” seguiría hostigando de manera camuflada.
El delirio tiene que ver no tanto con lo que se dice como con lo que se oculta y se encubre; se esfuma el sentido del conflicto, sus causales, sus problemáticas y sus temáticas. Se elude de sopetón el problema y se lo trata como si fuese el mismo repetido y con los mismos detractores, la oligarquía conservadora recalcitrante y racista.
El análisis político requiere que se tenga delante de los ojos el problema en cuestión, no que se lo evapore y sustituya por la trama imaginaria de la ideología del poder. El análisis efectúa la disección del objeto y del sujeto de estudio, no que se lo remplace por fantasmas que agobian la consciencia culpable del poder.
La descalificación corresponde al sacerdocio político moderno, sobre todo, se hace abominable cuando viene del sacerdocio en el poder. La descalificación política busca desesperadamente legitimarse, menospreciando al interlocutor, desvalorizando al interpelador, denigrando a la crítica y a la movilización que cuestionan al poder. La descalificación es un viejo recurso del despotismo, del autoritarismo, de la tiranía descarnada o velada y encubierta, de manera solapada; es el recurso que anticipa la única respuesta que sabe, la violencia, la represión, el Estado de excepción.