Canto a mi mismo

Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.
Vago… e invito a vagar a mi alma.
Vago y me tumbo a mi antojo sobre la tierra
par ver cómo crece la hierba del estío.
Mi lengua y cada molécula de mi sangre nacieron aquí,
de esta tierra y de estos vientos.
Me engendraron padres que nacieron aquí,
de padres que engendraron otros padres que nacieron aquí,
de padres hijos de esta tierra y de estos vientos también.

Walt Whitman nació el 31 de mayo de 1819, en West Hills, condado de Suffolk, Nueva York.
Poeta, ensayista, periodista y humanista, su trabajo se inscribe en la transición entre el trascendentalismo y el realismo filosófico, incorporando ambos movimientos a su obra.
Esta considerado como el padre del verso libre. Su influencia ha sido muy importante para poetas de todo el mundo, entre ellos: Rubén Darío, Wallace Stevens, León Felipe, D.H. Lawrence, T.S. Eliot, Fernando Pessoa, Pablo de Rokha, Federico García Lorca, Hart Crane, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Ernesto Cardenal, Allen Ginsberg y John Ashbery.
Su trabajo fue muy controvertido en su tiempo, sobre todo por su libro “Hojas de hierba”, descrito como obsceno por su abierta sexualidad.
En 1865 escribió su famoso poema “¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!”, como homenaje a Abraham Lincoln tras de su asesinato.
Su obra fue traducida de forma magistral por León Felipe.



Walt Whitman
Canto a mí mismo

“…Vago… e invito a vagar a mi alma.
Vago y me tumbo a mi antojo sobre la tierra
par ver cómo crece la hierba del estío…”
WW

“Canto a mí mismo”
Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.
Vago… e invito a vagar a mi alma.
Vago y me tumbo a mi antojo sobre la tierra
par ver cómo crece la hierba del estío.
Mi lengua y cada molécula de mi sangre nacieron aquí,
de esta tierra y de estos vientos.
Me engendraron padres que nacieron aquí,
de padres que engendraron otros padres que nacieron aquí,
de padres hijos de esta tierra y de estos vientos también.
Tengo treinta y siete años. Mi salud es perfecta.
Y con mi aliento puro
comienzo a cantar hoy
y no terminaré mi canto hasta que me muera.
Que se callen ahora las escuelas y los credos.
Atrás. A su sitio.
Se cuál es mi misión y no lo olvidaré;
que nadie lo olvide.
Pero ahora yo ofrezco mi pecho lo mismo al bien que al mal,
dejo hablar a todos sin restricción,
y abro de par en par las puertas a la energía original de la naturaleza desenfrenada.

II
Las casas y los aposentos están cargados de perfumes,
los estantes y los armarios están cargados de perfumes.
Aspiro y me complazco en su fragancia,
siento su influjo enervador,
pero me rebelo… Me rebelo y me escapo.
La atmósfera no es un perfume.
No tiene el gusto de las esencias;
es inodora,
está hecha para mi boca
y yo lo absorbo y la adoro como a una novia.
Iré a los repechos donde comienzan los bosques y me desnudaré para gozar enloquecido su contacto.
Me gusta ver el vaho de mi aliento,
las ondas del río,
los hilos de seda que se cruzan entre los árboles,
las horquillas donde descansa la vid.
Me gusta oír los ecos,
los zumbidos, los murmurios de la selva.
Me gusta sentir el empuje amoroso de las raíces
al través de la tierra,
el latido de mi corazón,
la sangre que inunda mis pulmones,
el aire puro que los orea
en inspiraciones y espiraciones amplias.
Me gusta olfatear las hojas verdes
y las hojas secas,
las rocas negruzcas de la playa
y el heno que se apila en los pajares.
Me gusta oír el escándalo de mi voz, forjando palabras que se pierden en los remolinos del viento.
Me gusta besar,
abrazar
y alcanzar el corazón de todos los hombres con mis brazos.
Me gusta ver entre los árboles el juego de luces y de sobras cuando la brisa agita las ramas.
Me gusta sentirme solo entre las multitudes de la ciudad,
en las estepas
y en los flancos de la colina.
Me gusta sentirme fuerte y sano bajo la luna llena
y levantarme cantando alegremente a saludar al sol.
¿Qué creíais?
¿Qué me conformaría con mil hectáreas de tierra nada
más?
¿Pensasteis que toda la tierra sería demasiado para mí?
¿Para qué habéis aprendido a leer si no sabéis ya interpretar mis poemas?
Quédate hoy conmigo,
vive conmigo un día y una noche
y te mostraré el origen de todos los poemas.
Tendrás entonces todo cuanto hay de grande en la Tierra y en el Sol
(existen además millones de soles más allá)
y nada tomarás ya nunca de segunda ni de tercera mano,
ni mirarás más por los ojos de los muertos,
ni te nutrirás con el espectro de los libros.
Tampoco contemplarás el mundo con mis ojos
ni tomarás las cosas de mis manos.
Aprenderás a escuchar en todas direcciones
y dejarás que la esencia del Universo se filtre por tu ser.

III
He oído a unos juglares que hablaban del comienzo
y del fin.
Pero yo no hablo del comienzo y del fin.
Nunca ha habido otro comienzo que éste de ahora,
ni más juventud que ésta
ni mas vejez que ésta;
y nunca habrá más perfección que la que tenemos
ni más cielo
ni más infierno que éste de ahora.
Instinto… instinto… instinto
Instinto siempre procreando el mundo.
De la sombra surgen los iguales que se contradicen y se complementan,
la sustancia que se multiplica…
el sexo siempre,
siempre una malla de identidades y diferencias… y la preñez y el parto siempre.
Inútil es querer perfeccionar.
Esto lo saben ya los doctos y los indoctos.
Firmes,
clavados
ligados,
abrazados al mismo palo,
resistiendo como caballos percherones,
amorosos,
altivos
y eléctricos…
¡yo y este misterio estamos aquí!
Clara y tierna es mi alma.
Y claro y tierno es mi cuerpo:
todo lo que no es mi alma también.
Si falta uno, faltan los dos.
Y lo invisible se prueba por lo visible,
hasta que lo visible se haga invisible y sea probado a su vez.
En todas las edades el mundo ha dispuesto sobre lo bueno y lo malo.
Pero yo que conozco la correspondencia exacta
y la imparcialidad absoluta de las cosas,
no discuto,
me callo
y me voy a bañar al río para admirar mi cuerpo.
Hermoso es cada uno de mis órganos y mis atributos,
y los de otro hombre cualquiera sano y limpio.
No hay en mi cuerpo ni una pulgada vil;
nobles son todos los átomos de mi ser
y ninguno me es más conocido que los otros.
Estoy satisfecho:
veo, danzo, río, canto…
Cuando mi amante y fervoroso camarada, que ha dormido a mi lado toda la noche,
se levanta y se va sigilosamente al amanecer,
dejándome canastas, tapadas con blancos lienzos que llenan y alegran mi casa
con su abundancia, las acepto sin remilgos,
sin preguntar de dónde vienen
y sin ponerme a calcular lo que valen.

IV
Me rodean gentes nuevas,
gentes que me acosan a preguntas…
Me llegan recuerdos de mi infancia,
de mi barrio,
de la ciudad,
de la nación;
pienso en las grandes fechas,
en los grandes sucesos,
en los grandes inventos,
en las nuevas empresas;
en los autores (en los antiguos y modernos);
me requieren la comida,
los amigos,
los vestidos; me preocupan los ademanes,
las atenciones,
las deudas.
Me distraen la indiferencia real o fingida de las gentes que amo,
las dolencias de mis parientes,
mis propias dolencias,
las malas acciones,
la falta y la pérdida del dinero,
el abatimiento
y la exaltación.
Me acongojan las batallas
y los horrores de la guerra fratricida;
me angustian las noticias inciertas
y los acontecimientos definitivos…
Todas estas cosas llegan a mí de noche y de día,
entran en mi vida,
vienen y se van…
¡pero yo no soy nada de esto!
Yo estoy fuera de estos empujones
que me traen y me llevan,
Yo me quedo arriba
alegre, ocioso,
compasivo,
viéndolo todo en panorama,
mirando, erguido el mundo desde lo alto
o apoyado el brazo sobre un sostén seguro,
aunque invisible,
esperando curioso,
con la cabeza medio vuelta hacia un lado,
lo que va a acontecer…
el acto siguiente.
¡Yo estoy dentro y fuera del juego a la vez…
y lleno de asombro!
Miro hacia atrás
y me veo en la niebla discutiendo con satíricos y sofistas.
Pero yo no he venido a disputar ni a escarnecer.
Estoy aquí observando y… ¡espero!

V
Creo en ti, alma mía.
Pero el otro que soy, no debe humillarse ante ti ni tú debes humillarte ante él.
Deja las palabras,
la música y el ritmo;
apaga tus discursos;
túmbate conmigo en la hierba.
Sólo el arrullo quiero,
el susurro
y las sugestiones de la voz.
¿Te acuerdas de aquella mañana transparente de verano?
Estabas con la cabeza reclinada en mis rodillas y dulcemente te volviste hacia mí,
abriste mi camisa
y me buscaste con la lengua el corazón profundo.
Después te alargaste hasta hundirte en mi barba, te estiraste
y te adheriste a mí desde la cabeza hasta los pies.
Conocí entonces la paz y la sabiduría que están más allá de las disputas de la tierra.
Y ahora sé que la mano de Dios
es la promesa de mi mano;
que el espíritu de dios
es hermano de mi espíritu;
que todos los hombres nacidos en el mundo son mis
hermanos también
y que todas las mujeres son mis hermanas y mis amigas…
¡que un solo germen de la creación es amor!
Infinitas son las hojas erguidas o marchitas del bosque,
las hormigas oscuras que se afanan debajo de las hojas,
las costras musgosas de la cerca,
las piedras amontonadas;
infinito el saúco,
el gordolobo,
la fitolaca.

VI
¿Qué es esto?, me dijo un niño mostrándome un puñado de hierba.
¿Qué podía yo responderle?
Yo no sé lo que es la hierba tampoco.
Tal vez es la bandera de mi amor, tejida con la sustancia verde de la esperanza.
Tal vez es el pañuelo de Dios,
un regalo perfumado que alguien ha dejado caer con alguna intención amorosa.
Acaso en alguno de sus picos ¡mirad bien! hay un nombre,
una inicial
por donde conozcamos a su dueño.
Pienso también que la hierba es un niño,
el recién nacido del mundo vegetal.
¿O es un jeroglífico uniforme cuyo significado es nacer en todas partes:
en las zonas pequeñas
y en las grandes,
entre los negros
y los blancos,
para darse a todos
y para recibir a todos?
¡Oh, hierba rizada,
yo te trataré con cariño!
Ahora me pareces la hermosa cabellera sin cortar del cementerio.
Tal vez eres el vello que nace en el pecho de los adolescentes muertos, a quienes yo hubiese amado,
las barbas de los ancianos,
la pelusilla de los niños arrebatados prematuramente al regazo de las madres…
¡Me pareces el regazo de todas las madres del mundo!
Sin embargo, esta hierba es muy oscura para ser la cabellera blanca de las madres cansadas,
es más oscura que la barba incolora de los viejos,
demasiado oscura para surgir de la roja y tierna bóveda de los paladares.
Pero oigo tantas lenguas que gritan,
tantas lenguas que no se articulan en la boca,
tantas voces que no salen de los labios.
¡Qué son estas voces!
¡Cuál es su designio!
Quisiera poder traducir lo que dicen de los jóvenes que se fueron para siempre en la mañana,
de los viejos y de las madres que partieron en la tarde,
y de los niños a quienes la muerte arrebató en la aurora.
Dime:
¿Qué piensas tú que ha sido de los viejos y de los jóvenes,
de las madres y de los niños que se fueron?
En alguna parte están vivos esperándonos.
La hojita más pequeña de hierba nos enseña que la muerte no existe;
que si alguna vez existió, fue sólo para producir la vida;
que no está esperando ahora, al final del camino, para detener nuestra marcha;
que cesó en el instante de aparecer la vida.
Todo va hacia delante
y hacia arriba.
Nada perece.
Y el morir es una cosa distinta de lo que algunos suponen.
¡Y mucho más agradable!

VII
¿Es agradable nacer?
Pues yo os digo que es tan agradable morir.
Oídme:
Muero con el moribundo
y nazco con el niño que recogen los pañales.
Yo no soy sólo esto que se alarga entre mi sombrero y mis zapatos.
Mira atentamente la pluralidad del universo:
nada es igual y todo es bueno.
Buena es la tierra,
buenos los astros…
y las estrellas subalternas también.
Yo no soy sólo arcilla,
ni lo auxiliar de la arcilla tampoco.
Soy el compañero,
el semejante de ése,
tan inmortal y tan insondable como yo
(tal vez él no sabe que es inmortal,
pero yo si lo sé).
Cada especie para sí y para los suyos.
Para mí los machos y las hembras,
para mí los adolescentes que luego amarán a las mujeres,
para mí el hombre altivo que se encabrita ante el desprecio,
para mí la novia
y la novicia,
para mí las madres
y las madres de las madres,
para mí los labios que sonríen
y los ojos que lloran,
para mí los niños
y los que engendran a los niños.
¡Desnúdate!
No eres culpable,
no estás marchita
ni repudiada por ninguno.
Veo tu carne limpia.
Te veo al través del manto fino
o del refajo tosco…
y me quedo aquí…… tenaz,
empeñoso,
incansable…
No me puedes echar.

VIII
El niño duerme en la cuna.
Descorro la muselina
y lo contemplo largo rato.
Después, silenciosamente, espanto las moscas con las
manos.
El mozo y la doncella de mejillas empurpuradas
descienden entre los arbustos de la colina.
Yo los espío desde arriba.
El suicida está tendido en su cuarto sobre un charco de sangre.
Puedo ver su cabeza con los sesos fuera
y el sitio donde ha caído el revólver,
Me sumerjo en la ciudad
y presencio el espectáculo de la calle:
el charla de los que pasan,
el traqueteo de los omnibuses,
la rueda del carro que rechina,
el sordo murmullo de la suela de los zapatos en el pavimento,
el golpe de los cascos sobre los adoquines,
el retintín de los trineos,
el cochero con el alquila levantado,
las peleas de nieve…
los gritos de júbilo,
los vítores a los héroes populares,
la furia de la muchedumbre arrebatada,
el paso rápido de una camilla (dentro llevan un enfermo al hospital),
el encuentro de dos enemigos,
la blasfemia súbita –el puñetazo y la caída─
los transeúntes que se apiñan excitados,
el policía con su estrella, abriéndose paso rápidamente hasta el corazón de la refriega,
las piedras impasibles que reciben y devuelven tantos ecos,
los gruñidos de los ahitos
y de los hambrientos,
de los que se desploman en un ataque de insolación
o de epilepsia,
los gritos de la embarazada a quien de pronto le cogen los dolores del parto…
lo que se grita
y lo que se calla también,
los aullidos que amordaza el decoro,
la detención de los criminales,
los ofrecimientos furtivos de adulterio,
la aceptación o el repudio
hecho sólo con el movimiento de los labios… Todo lo observo,
todo lo anoto,
todo este espectáculo con su resonancia me interesa,
me mezclo en él…
y luego me voy.

IX
Las grandes puertas del granero esperan abiertas a los carros perezosos cargados de hierba seca. El sol cae sobre la alfalfa tostada y denuncia algunos hilitos verdes todavía.
En haces apretados los apilan luego en el pajar henchido que se pandea.
Yo estoy aquí y ayudo también.
¡Miradme tumbado sobre la cresta de la carga!
Con las piernas cruzadas voy sintiendo el traqueteo de las ruedas, luego doy un brinco, recojo el trébol y,
hecho una pelota, ruedo con el cuello enmarañado y cubierto de paja.
Me voy solo de caza por los montes lejanos y solitarios,
camino asombrado de mi ligereza y mi alegría…
Al caer la tarde busco un sitio seguro donde pasar la noche,
enciendo una hoguera,
aso la pieza que acabo de cobrar
y me duermo sobre un montón de hojas secas, con el perro y la escopeta a mi lado.
El cliper yanqui con su altivo tajamar corta la espuma y se desliza rápido por el agua.
Mis ojos buscan la tierra:
me inclino sobre la proa
o grito gozosamente desde la cubierta.
Los pescadores de almejas se levantaron al alba y esperaron a que yo llegase.
Me recogí los pantalones sobre los tobillos y me fui con ellos.
¡Fue un gran día!
Si hubieses venido conmigo, habrías comido sancocho de almejas.
He estado en la boda de un armador de trampas.
Fue en el lejano oeste y al aire libre.
La novia era india piel roja.
Su padre y sus amigos estaban allí cerca, con las piernas cruzadas y fumando en silencio.
Llevaban mocasines y mantas amplias y gruesas sobre los hombros.
A la orilla del río esperaban los novios.
El armador estaba vestido casi todo de pieles,
la barba y las guedejas exuberantes
le protegían el pescuezo.
Tenía cogida por la mano a la novia.
Era una moza de pestañas muy largas,
de cabeza desnuda
y de trenzas ásperas y rectas que descendían por las caderas voluptuosas hasta los pies.
El esclavo furtivo se paró frente a mi casa.
Oí crujir las ramas secas bajo sus pies;
por la puerta entreabierta de la cocina lo vi cojear y, casi desmayado, sentarse sobre un tronco.
Traje agua, lavé su cuerpo sudoroso y sus pies ensangrentados;
le ofrecí un cuarto junto al mío,
le di ropas limpias y gruesas
(aún recuerdo sus ojos espantados y su azoramiento)
y le puse compresas en las rozaduras del cuello y los tobillos.
Estuvo conmigo una semana hasta que se repuso y pudo caminar hacia el norte.
Cuando comía, sentado a la mesa junto a mí,
el fusil cargado descansaba en un rincón.

XI
Veintiocho mocetones se bañan en el río.
Veintiocho mocetones, en cordial camaradería, se bañan en el río.
Y una mujer de veintiocho años, virgen y hermosa, vive solitaria.
Suya es la suntuosa mansión que se alza en la ribera,
y, espléndida y ricamente vestida, espía oculta tras los cortinajes del balcón.
¿Cuál es aquellos mocetones le gusta más? ¡Todos le parecen hermosos!
¿Adónde vais, señora?
Aunque seguís fija en vuestra atalaya,
yo os veo ahora chapotear en el agua.
Danzando y riendo ha entrado en el río una hermosa bañista.
Ellos no la ven,
pero ella los ve y los siente henchida de amor.
Brilla el agua en las barbas mojadas de los hombres
corre por los cabellos largos
y como pequeños arroyos
pasa acariciando los cuerpos.
Una mano invisible pasa también acariciando temblorosa las sienes y los lomos.
Los muchachos flotan boca arriba con el vientre blanco combado bajo el sol,
sin saber quién los abraza y los aprieta,
quién resopla y se inclina sobre ellos,
suspensa y encorvada como un arco,
ni a quién salpican al golpear el agua con los brazos.
El carnicero se pone las ropas de trabajo y afila el cuchillo detrás de su puesto en el mercado.
Me paro junto a él y me divierto con sus salidas y sus bromas, mientras corta y descuartiza una res.
Los herreros con el rostro tiznado y el pecho velludo
rodean el yunque.
Todos tienen grandes martillos.
Ahora descansan;
en el fuego se calienta un hierro.
Desde el umbral de la herrería, lleno de escoria y de ceniza, los contemplo.
El más ligero movimiento de sus cuerpos armoniza con la pesada herramienta.
Ahora los martillos giran,
se ciernen sobre el yunque
y caen lentos y seguros sobre el hierro encendido.
Ninguno se precipita
y todos dan en su sitio:
pin, pan, pin, pan, pin, pan…

XIII

El negro seguro y gigantesco se yergue sobre una pierna en el pescante.
Sostiene firmes las riendas de la cuadriga y el carro se vence bajo el peso de la cadena que se arrolla al soporte.
La camisa azul del esclavo se abre en el cuello
hasta mostrar el pecho
y se afloja y abomba con el viento sobre la faja.
Su mirada es tranquila y dominante.
Se sacude hacia atrás el sombrero
y deja al descubierto la cabeza.
El sol cae ahora sobre su pelo crespo y sobre el azabache pulido de su piel.
Me apasiona este gigante pintoresco
y también los cuatro caballos que gobierna.
Porque yo soy el gran catador de la vida,
el que la gusta y acaricia incansable donde quiera que se mueva,
ya marche hacia atrás o hacia delante.
Me inclino ante los altares humildes y olvidados
y no desdeño nada ni a nadie.
Lo absorbo todo para mi sangre y para mi canción.
Bueyes que hacéis rechinar, al andar, el yugo y la cadena
o que sesteáis en la sombra de los prados
¿qué me queréis decir con vuestros ojos? Me decís más que cuanto han leído los míos en la vida.
Vagando el día entero me pierdo en el bosque
y mis pasos espantan los ánades, al macho y a la hembra,
que levantan el vuelo juntos
y forman círculos en el aire.
Pienso que sus alas se mueven cargadas de designios,
que el rojo, el amarillo y el blanco de sus plumas tienen un sentido,
que el gris y la cabeza empenachada encierran un propósito…
y no digo que la tortuga es indigna porque no es otra cosa que tortuga.
La chova, que no sabe la escala musical, trina bastante bien para mí,
y la mirada de aquella yegua baya pone en evidencia vergonzosa toda mi ignorancia.

XIV
En la noche fría, el ganso salvaje guía la bandada; su graznido me llega como una invitación.
Acaso el orgulloso no oiga nada,
pero yo, que escucho atentamente,
descubro su propósito y su sitio allá arriba,
en el cielo del invierno.
El alce ligero del norte,
el gato que dormita en el umbral,
el vencejo,
el topo,
las crías de la cerda que tiran de las ubres,
y los pollos de la galli-pava bajo las alas entreabiertas,
se mueven bajo la misma ley que yo.
La presión de mis pies sobre la tierra
levanta miles y miles de emociones
que desprecian este esfuerzo mío por definirlas.
Amo el campo abierto y fecundo,
a los hombres que cuidan el ganado,
a los que respiran el aire del mar y de los bosques,
a los constructores y a los tripulantes de navíos,
a los que blanden el hacha y la mandarria
y a los domadores de caballos…
Viviría, comería y dormiría con ellos semanas y semanas.
Lo corriente y lo tosco,
lo cercano y lo fácil soy yo mismo.
Voy hacia mi suerte,
me ofrezco entero sabiendo que gano siempre en la partida
y me adorno para entregarme al primero que me llame.
No le digo al cielo que descienda hasta mí.
Soy yo el que me doy, libre y sin cesar.
XV
La contralto canta junto al órgano del coro.
el carpintero alisa la madera con el cepillo que cecea salvaje y silba su canción,
los hijos casados y los que no están casados todavía, vuelven a casa para la cena pascual;
el piloto, con su brazo fornido, hace girar el gobernalle;
el patrón se yergue vigoroso en el bote ballenero, con la lanza y el arpón en la mano;
el cazador de patos camina en silencio con pasos sigilosos;
el diácono, con las manos cruzadas sobre el altar, aguarda las órdenes sacerdotales;
la hilandera se balancea entre el zumbido de la rueda; el labrador pasea y se para de pronto para ver cómo han crecido la avena y el centeno;
el loco es conducido al manicomio porque los médicos han dicho que es caso incurable…
(ya no dormirá más como solía en un camastro, cerca de su madre);
el impresor de pelo gris y pómulos enjutos masca tabaco junto a la caja, mientras mira el manuscrito con ojos enervados;
un cuerpo deforme está sobre la mesa de operaciones,
los miembros amputados caen horribles en el cubo;
la mulata es vendida en pública subasta
y el borracho cabecea junto a la estufa de la taberna;
el maquinista se remanga la camisa,
el policía vigila su distrito,
el portero custodia en el umbral
y el mozo del express gobierna su vagón
(me encanta este mozo, aunque no lo conozco);
el jockey mestizo se ata las correas de sus botas livianas para competir en la carrera;
jóvenes y viejos se reúnen en las cacerías de pavos del oeste
─unos se recargan en los rifles,
otros se sientan en los troncos─
de la partida surge el tirador,
se aposta en un lugar y apunta.
Grupos de nuevos emigrantes inundan los muelles y el malecón;
los negros trabajan en el ingenio de azúcar, mientras el capataz vigila desde su montura;
suena el clarín en el salón de baile,
los caballeros se apresuran a buscar su pareja
y los que van a bailar se saludan;
el adolescente, desvelado en su cama, bajo el techo de cedro del ático, escucha la canción de la lluvia,
los cazadores de Michigan ponen trampas en el arroyo que alimenta el río Hurón;
la india piel roja, envuelta en su manto oriado de amarillo, vende mocasines y bolsas de cuentas;
el connoisseur husmea por la exposición entrecerrados los ojos e inclinando hacia los lados la cabeza;
los marineros amarran el vapor y tienden la escala para que los pasajeros desembarquen;
la hermana menor sostiene la madeja mientras la hermana mayor va haciendo una bola y se detiene a intervalos para desatar los nudos;
la esposa que se casó hace un año está ya repuesta y es feliz con su primogénito, que tiene ahora quince días;
la muchacha yankee de cabellos rubios se afana junto a la máquina de coser o trabaja en la fábrica de hilados;
el lápiz del reportero vuela rápido sobre las cuartillas,
el empedrador apisona la calle,
el pintor de muestras forma letras con el azul y el oro,
el chico del canal corre por la línea del remolque,
el zapatero enseba los cabos
y el director de orquesta marca el compás y los cantantes lo siguen;
bautizan al niño
y el converso hace su profesión de fe,
la regata ha comenzado y los balandros surcan la bahía (¡mirad cómo brillan las velas blancas bajo el sol!);
el pastor vigila su ganado y grita a la res que se desvía;
el buhonero suda bajo el peso de su mercancía mientras regatea el comprador;
la novia alisa y acaricia su blanco vestido, y el minutero del reloj se mueve lentamente;
el fumador de opio reposa con la cabeza rígida y los labios entreabiertos;
pasa la prostituta arrastrando su chal y con el sombrero ladeado sobre el cuello vacilante y cubierto de granos;
las gentes se ríen de sus juramentos obscenos y unos hombres se mofan y guiñan el ojo; (¡Desgraciada! Yo
no me mofo ni me río);
el Presidente se reúne en consejo de ministros;
en el pórtico pasean tres severas matronas cogidas del brazo;
la tripulación del pesquero almacena la pesca en la bodega;
gentes de Missouri cruzan las llanuras con el ajuar al hombro y arreando los ganados;
el cobrador del tren pide el pasaje al cruzar el vagón, haciendo sonar unas monedas;
allí están los que entariman,
los constructores de tejados y los albañiles que piden la argamasa
(pasan los aprendices en fila con la artesa al hombro).
Hoy es cuatro de julio.
Año tras año las multitudes se reúnen imponentes (saludan los cañones y las armas menores también),
y año tras año
el arador ara,
el segador siega,
y el grano en el invierno cae sobre la tierra;
allá en los lagos, el pescador de garrocha observa y espera junto al horado abierto en la superficie helada;
el pionero clava profunda el hacha en los tocones que inundan la planicie;
los que tripulan la gabarra atracan cerca del campo de algodón a la sombra de los castaños;
el buscador de negros rastrea por los pueblos del Río Rojo y por las tierras que bañan el Tennessee y el Arkansas;
brillan antorchas en las sobras que proyectan el Chatahuche y el Atamayo…
los patriarcas se sientan a la mesa con los hijos, los nietos y los bisnietos;
en chozas de adobe y en tiendas de lona duermen los cazadores y los armadores de trampas, después de su
deporte diario;
la ciudad duerme
y el campo duerme también;
los vivos duermen lo que han de dormir
y los muertos lo suyo;
el marido viejo duerme junto a su mujer
y el marido joven junto a la suya…
Todos quieren venir hacia mí
y yo quiero ir hasta ellos…
Y tal como son, más o menos soy yo;
y de ellos,
de cada uno y de todos
y de mí mismo…
sale esta canción.

XVI
Soy del viejo y del joven,
del necio y del sabio,
indiferente y atento,
maternal y paternal…
Mi urdimbre es fina y tosca.
Soy de una nación gigante
formada de muchas naciones y donde las pequeñas valen lo mismo que las grandes;
soy del norte y del sur,
soy el ranchero desenfadado y hospitalario que vive allá abajo junto a las aguas del Oconi;
soy el yankee libre en su camino y listo siempre a traficar, con las coyunturas más flexibles y más rígidas
de toda la tierra;
soy el kentukiano que vaga por el valle del Eikon, con leggins de cuero de venado;
soy el hombre de Louisiana y de Georgia;
soy el botero que navega por los lagos,
por las bahías
y a lo largo de las costas;
soy de Indiana,
de Wisconsin;
me acomodo muy bien a los mares del Canadá,
en los bosques de la altiplanicie
y con los pescadores de Terranova;
me encuentro a mis anchas en la flotilla rompehielos, navegando con todos;
estoy muy a mi gusto en las colinas de Vermont,
en las selvas de Maine
y en los ranchos de Tejas;
soy amigo de las gentes de California y de los gigantes selváticos del noroeste;
estrecho la mano del barquero
y como y bebo con los que trabajan en las minas;
soy aprendiz del más ingenuo
y maestro del más avispado;
soy un novicio que tiene la experiencia de siglos
milenios;
tengo el color de todas las razas
y el prestigio de todas las castas;
pertenezco a todos los rangos
y a todos los credos…
Soy labrador, mecánico y artista,
caballero, cuáquero y marino;
un prisionero, un iluso y un tunante;
abogado, médico, presbítero…
Todo lo resisto mejor que mi propia diversidad.
Respiro fuerte, pero dejo aún bastante aire para los demás.
No soy orgulloso.
Estoy en mi sitio solamente.
Los huevos del boquerón y la polilla están en su sitio;
los soles encendidos que yo veo,
y los que se mueven en la sombra y no puedo ver, están en su sitio;
lo palpable está en su sitio
y lo impalpable también.

XVII
Estos son los pensamientos de los hombres de todas las edades y de todos los pueblos;
no son originales,
no son míos solamente,
si no son tuyos también, no son nada o casi nada;
si no son el misterio,
y la llave al mismo tiempo, que abre todos los misterios, no son nada;
si no son lo inmediato y lo distante, no son nada.
Son la hierba que crece donde hay agua y tierra,
son el aire corriente que envuelve nuestro globo.
XVIII
Con estrépito de música vengo,
con cornetas y tambores.
Mis marchas no suenan sólo para los victoriosos,
sino para los derrotados y los muertos también.
Todos dicen: es glorioso ganar una batalla.
Pues yo digo que es tan glorioso perderla.
¡Las batallas se pierden con el mismo espíritu que se ganan!
¡Hurra por los muertos!
Dejadme soplar en las trompas, recio y alegre, por ellos.
¡Hurra por los que cayeron,
por los barcos que se hundieron en el mar,
y por los que perecieron ahogados!
¡Hurra por los generales que perdieron el combate y por todos los héroes vencidos!
Los infinitos desconocidos valen tanto como los héroes más grandes de la Historia.

XIX
La mesa está puesta para el hombre.
Aquí está la carne para el apetito natural.
Siéntate.
Que se sienten todos:
el malvado
y el justo.
No desdeño a ninguno.
Que nadie se quede a la puerta.
La manceba,
el parásito
y el ladrón
están invitados;
y el negro cimarrón
y el sifilítico también.
No habrá diferencias
ni privilegios para nadie.
Que se sienten todos.
Esto es el apretón de una tímida mano,
el perfume natural de una cabellera desbordante,
el contacto de mis labios con los tuyos,
el jadeo de mi ansiedad,
el reflejo de mi cara en las alturas y en las profundidades insondables…
es el deseo premeditado de mezclarme con todos… y escaparme después.
¿Creéis que tengo algún propósito oculto?
Tal vez lo tenga
porque las lluvias de abril lo tienen
y la mica pegada en el costado de la roca lo tiene también.
¿Soy yo un asombro?
¿Es un asombro la luz del día?
¿Es un asombro la primera estrella roja que tiembla entre las ramas?
¿Asombro yo más que ellas?
Voy a decirte algo en secreto.
Es la hora de las grandes confidencias,
de decir grandes cosas al oído.
No se las diría a cualquiera,
pero a ti sí te las digo. Escucha:

XX
¡Quién va allí!
Grosero, hambriento, místico, desnudo… ¿quién es aquél?
¿No es extraño que yo saque mis fuerzas de la carne del buey?
Pero ¿qué es un hombre en realidad?
¿Qué soy yo?
¿Qué eres tú?
Cuanto yo señale como mío,
debes tú señalarlo como tuyo,
porque si no pierdes el tiempo escuchando mis palabras
Cuando el tiempo pasa vacío y la tierra no es más que cieno y podredumbre,
no me puedo parar a llorar.
Los gemidos y las plegarias adobadas con polvos para los inválidos;
y la conformidad, para los parientes lejanos.
Yo no me someto.
Dentro y fuera de mi casa me pongo el sombrero como me da la gana. ¿Por qué he de rezar?
¿Por qué he de inclinarme y suplicar?
Después de escudriñar en los estrados,
después de consultar a los sabios,
de analizar y precisar
y de calcular atentamente,
he visto que lo mejor de mi ser está agarrado a mis huesos.
Soy fuerte y sano.
Por mí fluyen sin cesar todas las cosas del universo.
Todo se ha escrito para mí
y yo tengo que descifrar el significado oculto de las escrituras.
Soy inmortal.
Sé que la órbita que describo no puede medirse con el compás de un carpintero,
y que no desapareceré como el círculo de fuego que traza un niño en la noche con un carbón encendido.
Soy sagrado.
Y no torturo mi espíritu ni para defenderme ni para que me comprendan.
Las leyes elementales no piden perdón.
(Y, después de todo, no soy más orgulloso que los cimientos sobre los cuales se levanta mi casa).
Así como soy existo. ¡Miradme!
Esto es bastante.
Si nadie me ve, no me importa,
y si todos me ven, no me importa tampoco.
Un mundo me ve,
el más grande de todos los mundos: Yo.
Si llego a mi destino ahora mismo,
lo aceptaré con alegría,
y si no llego hasta que transcurran diez millones de siglos, esperaré…… esperaré alegremente también.
Mi pie está empotrado y enraizado sobre granito
y me río de lo que tú llamas disolución
porque conozco la amplitud del tiempo.

XXI
Soy el poeta del cuerpo
y el poeta del alma.
Los placeres del cielo son míos
y los tormentos del infierno también.
Los placeres, los injerto y los prolongo en mí mismo y los tormentos, los traduzco a una lengua nueva.
Soy el poeta de la mujer
y el poeta del hombre.
Y digo que es tan grande ser hombre
como ser mujer.
Y que nada es tan grande como ser la madre de los hombres.
Canto la canción del crecimiento y del orgullo.
(Ya nos hemos arrastrado y escondido bastante.)
Y afirmo que el tamaño no es más que desarrollo.
¿Has sobrepasado a todo?
¿Eres tú el Presidente?
Pues eso no es nada… una bagatela.
Cualquiera puede ser Presidente,
y todos llegarán más allá.
Yo soy el que camina por la noche que empieza y que se agrada,
y grito al mar y a la tierra perdidos en la noche como yo.
Noche, apriétame contra tu pecho desnudo,
apriétame contra tu pecho desnudo, noche nutricia y magnética.
Noche de vientos australes,
noche de grandes astros solitarios,
noche callada que me guiñas,
noche loca y desnuda que me buscas.
Tierra, sonríe:
sonríe con tu aliente fresco. Tierra voluptuosa de bosques adormilados y vaporosos,
Tierra de crepúsculos muertos.
Tierra de crestas hundidas en la niebla,
Tierra de bañada con la leche azulenca de la luna llena,
Tierra de luces y de sombras que jaspean la corriente del río,
Tierra de nubes límpidas y grises que mi amor abrillante y enciende,
Tierra de profundos barrancos y llena de flores de manzano…..
Sonríe, sonríe porque tu amada llega.
Amor me diste generosa
y amor te devuelvo…
amor indescriptible y apasionado.

XXII
Y tú, mar… También me entrego a ti.
Sé quién eres muy bien.
Desde la playa veo tu mano invitadora que me llama.
Creo que no quieres retirarte sin acariciarme.
Bien. Haremos un viaje juntos.
Aguarda a que me desnude y llévame contigo hasta perder de vista la tierra.
Arrúllame y déjame dormir y soñar en los blandos cojines de tus olas,
úngeme con tu amorosa espuma,
Yo te pagaré con amor.
Mar dilatado de bruñidas lontananzas,
mar de largo resuello convulsivo,
mar que eres la sal de la vida
y la tumba abierta siempre para todos;
mar delicado y caprichoso,
aullido y catapulta en las tormentas,
yo también soy como tú: único y plural.
También yo tengo flujos y reflujos,
también yo llevo en mis entrañas el odio y la paz,
y glorifico a los amigos
y a los que duermen abrazados.
Yo soy quien atestigua la simpatía.
(¿Haré solo el inventario de mis cosas y me olvidaré de la casa que las contiene?)
Yo no soy sólo el poeta de la bondad.
Soy el poeta de la iniquidad también.
Y no me avergüenzo.
¿Qué alboroto es ése?
¿Quién discute sobre el vicio y la virtud?
Me empujan el mal
y el deseo de reformar el mal:
pero yo no me muevo.
¿Soy yo un inquisidor?
Yo no soy más que un hombre que riega las raíces de todo lo que crece. ¿Teméis que a la terca fertilidad de la vida le salgan escrófulas?
¿Creéis que las leyes celestiales están todavía en el crisol y que aún pueden ser rectificadas?
Encuentro equilibrio en un lado solo
y en el antípoda también;
me sostienen las doctrinas firmes
y las doctrinas deleznables;
y en nuestros pensamientos
y en nuestros hechos actuales
están nuestro arranque y nuestro vuelo.
Ningún tiempo es tan grande para mí como este minuto de hora que me viene al través de millones de siglos.
Que te hayas comportado bien en el pasado
y que te comportes ahora bien,
no es nada asombroso.
Lo asombroso es que existan siempre y se reproduzcan el ruin y el hombre sin fe.

XXIII
¡Oh, desenvolvimiento interminable del verbo al través de los mundos!
Mía es la palabra Humanidad,
una palabra vieja y moderna, forjada con el acero de la fe.
Que se cumpla esta palabra ahora o en los siglos venideros,
nada me importa.
Yo vivo en el tiempo absoluto.
Sólo el tiempo es perfecto, redondo, y todo lo completa.
Sí. Sólo esta maravilla desconcertante y mística del tiempo todo lo completa.
Acepto la realidad y no la discuto.
La materia me circunda y me absorbe.
¡Hurra por la ciencia positiva!
¡Vivan las demostraciones exactas!
Traedme coronas de cedro y de laurel.
Honrad esas cabezas:
la del químico,
la del geómetra,
la del gramático,
la del que descifra los viejos jeroglíficos,
la de los marinos que guiaron las naves por mares desconocidos y llenos de peligros,
la del geólogo,
la del que maneja el escalpelo
y la del que gobierna el microscopio.
Para vosotros los aplausos,
las medallas
y las graves dignidades.
Vuestros hechos
y vuestras conquistas
no son de mi dominio,
pero son útiles,
y por ellos entro yo en este mundo de la canción que es mi dominio.
Mis poemas no hablan de las propiedades singulares de las cosas,
hablan de la vida no catalogada,
de la libertad y del misterio.
No se ocupan de los neutros ni de los castrados,
exaltan al hombre y a la mujer bien organizados,
baten los tambores de la rebelión
y se unen a los fugitivos,
a los mártires y a los que conspiran.

XXIV
Yo soy Walt Witman…
Un cosmos. ¡Miradme!
El hijo de Manhattan
Turbulento, fuerte y sensual;
como, bebo y engendro…
no soy sentimental.
Ni por encima ni separado de nadie,
ni orgulloso ni humilde.
Desclavad las cerraduras de las puertas.
Sacad las puertas mismas de sus goznes.
Quien humilla a otro
me humilla a mí.
Y todo lo que se dice y lo que se hace repercute en mí.
De mí surge la inspiración:
y lo corriente y lo vulgar.
Yo digo la palabra mágica y primera
y doy el santo y seña de la democracia.
Y digo que no aceptaré nada que no tenga una réplica inmediata y numerosa.
De mi garganta salen voces largo tiempo calladas,
voces de largas generaciones de prisioneros y de esclavos,
voces de ciclos de preparación y crecimiento,
voces de desesperados y de enfermos,
voces de ladrones y de enanos,
voces de cuerdas que conectan las estrellas,
voces de matrices y de gérmenes paternos…..
Voces de odio:
la voz del deformado,
del trivial,
del estúpido,
del loco,
del resentido;
la voz de la niebla en el aire,
la voz de los escarabajos que ruedan su bola de estiércol…
De mi garganta salen voces olvidadas;
voces de sexo y de lujuria,
voces veladas que yo desgarro,
voces indecentes que yo clarifico y transfiguro…
Yo no me tapo la boca
ni pongo el índice sobre los labios.
Me estremezco ante el vientre lo mismo que ante el corazón y la cabeza.
La cópula tiene el mismo rango que la muerte.
Creo en la carne y en los apetitos.
La vista,
el oído,
el tacto…
son milagros.
Y cada partícula,
cada apéndice mío
es un milagro.
Soy divino por dentro y por fuera
y santifico todo lo que toco
y todo lo que me toca:
el olor de mis axilas es tan fino como el de una plegaria;
y esta cabeza mía vale más que las iglesias,
las biblias
y los credos.
Cuando adoro una cosa más que otra, adoro tan sólo la extensión de mi cuero o de una parte de mi cuerpo.
Tú no eres más que la réplica deslumbrante de mí mismo.
Surcos y tierra húmeda, eso eres tú;
la reja firme y masculina del arado,
todo cuanto en mí se cultiva y se labra;
eres mi sangre fecunda
y tus corrientes pálidas de leche, las ordeñas en mi vida;
eres el pecho que se aprieta a otro pecho
y en mi cerebro están tus circunvoluciones ocultas;
raíces lavadas del cáñamo,
tímida alondra,
nido oculto de huevos duplicados, eso eres tú;
heno mezclado y tundido de la cabeza, de las barbas y de la carne dura, eso eres tú;
jugo fermentado de manzanas,
fibras de trigo viril,
sol generoso, eso eres tú;
vapores que iluminan
y apagan mi rostro, eso eres tú;
arroyos de sudor y de rocío, eso eres tú;
viento que acaricia mi carne con el cosquilleo de los genitales en celo,
amplios campos vigorosos,
ramas de roble vivo,
amante compañero en mi vagar sin rumbo, eso eres tú;
manos que yo he apretado,
rostro que yo he besado,
hermana criatura a quien mis brazos estrechan sin cesar, ¡eso eres tú!
Me asombro de mí mismo.
Chocheo ante mi ser.
¡Hay en él tantas cosas admirables!
Cada momento de mi vida
y cuanto sucede en mí
me estremece de júbilo.
¿Por qué se doblan mis tobillos
y cuál es la causa de mis más insignificantes deseos?
¿Por qué irradio amistad,
y por qué la recibo?
Cuando subo las escaleras de mi casa me detengo y digo de pronto: pero ¿es esto cierto?
La enredadera que trepa por mi ventana me satisface más que toda la metafísica de los libros.
¡Oh, maravilla del alba!
Una tenue luz allá lejos deslía las sombras diáfanas e inmensas.
El aire es un manjar para mi lengua.
Del mundo movible
saltan en silencio,
brincan inocentes,
rezuman frescas
masas que cruzan oblicuas
hacia arriba y hacia abajo.
Algo que no puedo ver eriza púas libidinosas,
y mares de jugos resplandecientes
inundan la bóveda celeste.
La tierra y el cielo se juntan. Y de esta diaria conjunción llega por el oriente un reto que se posa un instante sobre mi cabeza para decirme agresivo y burlón:
¿Serás tú el amo de todo esto?

XXV
Tremenda y deslumbrante el aurora me mataría si yo no llevase ahora y siempre otra aurora dentro de mí.
También nosotros ascendemos, deslumbrantes y tremendos como el sol,
también nosotros, alma mía, encontramos lo nuestro
en la calma y en la frescura del alba.
Mi voz llega hasta donde mis ojos no alcanzan
y con el giro de mi lengua lanzo mundos y nebulosas de mundos.
Mi discurso no es más que el hermano menor de mis sueños,
va de la mano de mi visión.
Solo no puede medirse,
me provoca sin cesar y me dice sarcástico:
“ya tienes bastante, Walt, ¿por qué no te conformas?”
¡Cállate, necio… cállate!
Tú sabes mucho de articulaciones…
¿Pero sabes tú cómo se repliegan los brotes bajo la tierra?
Aguardan en la sombra, protegidos por la nieve,
hasta que se abre el mantillo ante mis proféticos aullidos.
Porque mi sabiduría, que son las partes vivas de mi ser.
se armoniza con el significado de todas las cosas:
la alegría (quien quiera que me oiga, él o ella, que salga a buscarla ahora mismo).
Mi grandeza, ni la sospecha siquiera.
No quiero decirte quién soy en realidad.
Puedes medir mundos… y mundos… y mundos
pero no intentes jamás medirme a mí.
Tus sutiles argucias las desbarato yo con sólo mirarte.
Escribiendo y hablando no se me prueba.
La gran prueba de quién soy la llevo yo en mi rostro….
y sólo con el silencio de mis labios anonado al escéptico.

XXVI
Y ahora no quiero sino escuchar.
Ensanchar este canto todo lo que oiga…
¡Que todos los ruidos del mundo se viertan en él!
Oigo
el bullicio de los pájaros,
el sordo rumor de la espiga que se levanta,
el cuchicheo de las llamas,
el chasquido de los leños que cuecen mi comida,
oigo el sonido que más amo: la voz del hombre,
gritos que marchan juntos,
que se mezclan,
que se funden,
que se disgregan…
oigo los ruidos de la ciudad y del campo,
los ruidos del día y de la noche…
Muchachos que conversan con aquéllos que los aman,
la risa abierta de los trabajadores a la hora de la comida, la nota agria de la amistad deshecha,
los quejidos del moribundo…
Oigo la voz del juez que pronuncia, con las manos agarradas a la mesa y los labios pálidos, una sentencia de muerte,
los gritos de los estibadores que descargan los barcos atracados al muelle,
el estribillo de los que levantan el ancla,
el tañido de la campana de alarma,
los gritos de ¡Fuego!
el zumbido y el estrépito de las máquinas y de los carros de bomberos, con sus luces de colores, que van pidiendo paso;
oigo el silbato del tren que arrastra su carga pesada de vagones;
oigo la marcha lenta que suena al frente de unos soldados que caminan de dos en dos,
(van a hacer guardia ante un cadáver;
hay crespones negros en el asta de las banderas)
Oigo el violonchelo (es el lamento de un corazón adolescente),
oigo el cornetín que penetra agudo en mis oídos y retumba enloquecido en mis entrañas.
Oigo el coro –asisto a una gran ópera─,
ahí está el tenor, fuerte y joven como la creación.
La órbita flexible de su boca vierte sobre mí cataratas de gozo.
Oigo a la soprano. (¿Qué vale mi canción comparada con la suya?)
La orquesta me lleva en giros más amplios que los del planeta Urano,
y saca de mí entusiasmos que yo desconocía;
me levanta y me hace navegar desnudo por mares indolentes cuyas ondas acarician mi cuerpo.
Un granizo amargo y enemigo me azota y pierdo el aliento.
Me siento hundido en un baño dulce de morfina y mi garganta se anuda como si fueses a morir…
Al fin vuelvo otra vez a este enigma de los enigmas que llamamos el Ser.

XXVII
¿Qué significa existir en una forma?
Vamos girando todos sin cesar para volver otra vez desde la curva más distante.
Si no hubiese nada más desarrollado que una ostra en su cascarón de piedra, eso sería bastante.
Pero yo no tengo cascarón.
Poseo hilos conductores rapidísimos, ya esté quieto o en marcha.
tentáculos que se apoderan de todas las cosas y las llevan intactas a través de mi ser.
Cuando rozo, palpo o siento con mis dedos, soy feliz.
Y tocar otro cuerpo es algo que apenas puedo resistir.

XXVIII
Y ¿qué es tocar, qué es sentir otro cuerpo?
Es entrar tembloroso en una nueva identidad.
Llamas y éter precipitándose por mis venas.
Es algo de mí mismo que me traiciona y sale violento a ayudar a este fuego.
Mi cuerpo y mi sangre se mueven como el rayo para caer sobre esto que llega y que apenas se diferencia de mí.
Por todas partes incitadores salaces que paralizan mis miembros.
y fuerzan la ubre de mi corazón hasta sacarle la última gota;
incitadores que se conducen desvergonzadamente conmigo y no me obedecen.
Con no sé qué intención me privan de lo mejor de mí mismo,
desabrochan mi ropa y me sujetan por los lomos desnudos;
me alucinan en mi confusión con la calma del sol y de los prados,
desplazan orgullosos mis sentidos (mis compañeros de trabajo),
los sobornan para hacer cambalache con el tacto y recoger todas las sensaciones de mi piel,
se burlan de mis fuerzas exhaustas y de mi cólera, llaman al resto de la chusma incitadora para que se diviertan un rato.
y al fin todos se juntan en montón para atormentarme.
Los centinelas abandonan las otras partes comprometidas de mi ser,
me entregan inerme a un saltedor sanguinario
y se unen a los demás para contemplar y precipitar mi derrota.
Traidores fueron que me dejaron en su manos
Pero ¿qué estoy diciendo?
¡Soy un miserable!
Nadie más que yo fue el traidor.
¡Yo soy el gran traidor!
Yo mismo que uní a la facción,
mis propias manos me llevaron allí.
¿Qué estás haciendo, tacto maldito?
¡Déjame, déjame!
Mi garganta se cierra, mi aliento se para…
¡Por favor, por favor… abre tus compuertas!
¡Eres más fuerte que yo!
XXIX
¡Tacto que amas y luchas y ciegas!
¡Tacto encapuchado y enfundado!
¡Tacto de finos colmillos puntiagudos!…
¿no te dolió dejarme?
¡Al llegar, conocemos de donde partimos,
pagamos sin cesar una deuda perpetua
y la lluvia copiosa da frutos abundantes!
Al borde del camino prenden brotes vitales y prolíficos.
proyectos de paisajes masculinos, sazonados y augustos.

XXX

Todas las cosas tienen su verdad.
Una verdad que no se apresura ni se resiste a salir
No son necesarios los fórceps del cirujano para traerla a la luz.
Lo insignificante es tan grande para mi como lo más grande.
(Y ¿qué es más grande o más pequeño que el tacto?)
Ni la lógica ni los sermones convencen.
La humedad de la noche entra más profunda en mi alma que todas las palabras.
(Sólo lo que se prueba en todos los hombres y en todas las mujeres es verdad,
y sólo lo que nadie puede negar existe).
Un minuto y una gota de mí mismo sosiegan mi espíritu.
Creo que la tierra húmeda será un día luz y amor,
que el cuerpo del hombre y de la mujer
son el compendio de todos los compendios,
que el amor que los une es una cumbre y una flor
y que de ese amor omnífico han de multiplicarse hasta el infinito
y hasta que todos y cada uno no sean más que una fuente de alegría común.
XXXI
Creo que una hoja de hierba es tan perfecta como la jornada sideral de las estrellas, y una hormiga,
un grano de arena
y los huevos del abadejo
son perfectos también.
El sapo es una obra maestra de dios
y las zarzamoras podrían adornar los salones de la gloria.
El tendón más pequeño de mis manos avergüenza a toda la maquinaria moderna,
una vaca paciendo con la cabeza doblada supera en belleza a todas las estatuas,
y un ratón es milagro suficiente para convertir a seis trillones de infieles.
Descubro que he asimilado
granito,
carbón,
musgo,
frutos,
semillas,
raíces…
y que todo mi cuerpo está impregnado
de cuadrúpedos
y de pájaros.
He dejado allá lejos, por razones esenciales, las formas inferiores
pero puedo hacerlas volver a mi cuando quiera.
Y es inútil la violencia o la timidez,
inútil que las rocas plutónicas me lancen su fuego cuando me acerco,
inútil que el mastodonte recule y se esconda bajo el polvo de sus huesos,
inútil que el mar se hunda y los grandes monstruos se agazapen en el fondo del agua,
inútil que el águila se albergue en el picacho que rejonea a las estrellas,
inútil que se arrastre la serpiente entre las lianas y los troncos,
inútil que el antílope huya por las veredas escondidas del bosque,
inútil que las alcas de pico afilado naveguen hacia el norte lejano del Labrador…
yo lo sigo rápidamente y subo hasta el nido en lo abrupto del acantilado.

XXXII

Creo que podría volverme a vivir con los animales.
¡Son tan plácidos y tan sufridos!
Me quedo mirándolos días y días sin cansarme.
No preguntan,
ni se quejan de su condición;
no andan despiertos por la noche,
ni lloran por sus pecados.
Y no me molestan discutiendo sus deberes para con Dios…
No hay ninguno descontento,
ni ganado por la locura de poseer las cosas.
Ninguno se arrodilla ante los otros,
ni ante los muertos de su clase que vivieron miles de siglos antes que él.
En toda la tierra no hay uno solo que sea desdichado o venerable.
Me muestran el parentesco que tienen conmigo,
parentesco que acepto.
Me traen pruebas de mismo,
pruebas que poseen y me revelan.
¿En dónde las hallaron?
¿Pasé por su camino hace ya tiempo y las dejé caer sin darme cuenta?
Camino hacia delante, hoy como ayer y siempre,
siempre más rico y más veloz,
infinito, lleno de todos y lo mismo que todos, sin preocuparme demasiado por los portadores de mis recuerdos,
eligiendo aquí sólo a aquel que más amo y marchando con él en un abrazo fraterno.
Este es un caballo. ¡Miradlo!
soberbio,
tierno,
sensible a mis caricias,
de frente altiva y abierta,
de ancas satinadas,
de cola prolija que flagela el polvo,
de ojos vivaces y brillantes,
de orejas finas,
de movimientos flexibles…
Cuando lo aprisionan mis talones, su nariz se dilata,
y sus músculos perfectos tiemblan alegres cuando corremos en la pista….
pero yo sólo puedo estar contigo un instante.
Te abandono, maravillosos corcel.
¿Para qué quiero tu paso ligero si yo galopo más de prisa?
De pie o sentado, corro más que tú.
XXXIII
¡Oh, espacio y tiempo infinitos!
Ahora veo que es verdad lo que yo imaginaba,
lo que yo soñaba despierto en mi lecho solitario,
tumbado en la hierba,
o vagando sobre la arena de la playa bajo las pálidas
estrellas de la aurora.
Me despojo de ataduras y de lastre,
apoyo los codos sobre los acantilados,
circundo las sierras,
abarco los continentes con las manos
y me voy de camino con mi visión.
Por aquí voy. ¡Miradme!
Junto a las grandes casas cúbicas de la ciudad,
por las cabañas de troncos donde me albergo con los leñadores del bosque,
por los caminos de portazgo,
a lo largo de las calzadas polvorientas y del lecho seco de los ríos,
desbrozando mi pegujal de cebollas,
cavando las zanahorias y las chirivías de mi huerta,
cruzando sabanas,
rastreando por el bosque,
buscando el mineral y el oro de la tierra,
hundiendo y abrasando mis tobillos con la arena del desierto,
arrastrando río abajo mi canoa…
Por aquí voy,
por donde va y viene la pantera acechando en la rama de un árbol,
por donde el grano se vuelve furioso contra el cazador,
por donde la serpiente de cascabel calienta al sol sobre una roca, sus fláccidos anillos numerosos,
por donde la nutria se alimenta de pececillos,
por la orilla del río donde duermen los caimanes de piel córnea y granulosa,
por donde el oso negro busca las raíces y la miel,
por donde el castor acaricia el lodo con su cola aplastada,
por los ingenios de azúcar,
por los plantíos de algodón de flores amarillas,
por los de lino con finas flores azulencas,
por los maizales, por los campos de centeno verdeoscuro que el viento riza y transparenta,
escalando montañas,
ascendiendo cauteloso, agarrado a los arbustos resistentes…
Aquí estoy. ¡Miradme!
Donde canta la codorniz, en el lindero de los trigales con el bosque,
donde vuelan los murciélagos en el crepúsculo de julio,
donde el escarabajo de oro se deja caer en medio de la noche,
donde el arroyo desentierra las raíces de los árboles antiguos y fluye hacia los prados,
donde sestean los ganados sacudiéndose las moscas, con el movimiento tembloroso de los ijares…
Aquí estoy,
en la cocina donde los morillos se espatarran sobre la losa del fogón y caen en festones las telarañas desde
las vigas requemadas,
en la fragua donde rechina el martinete,
en la imprenta donde las prensas hacen girar su cilindros…
Donde quiera que el corazón del hombre golpea asfixiando y prisionero contra la reja dura de las costillas…
Aquí estoy,
donde el globo ingrávido y periforme flota y se levanta (dentro voy yo mirando tranquilamente hacia abajo),
donde el carro de la vida puede despeñarse,
donde el fuego del sol incuba los huevos verduzcos en la arena removida,
donde la hembra de la ballena nada con la cría al lado, sin abandonarla jamás,
donde el barco de vapor despliega el largo y negro gallardete del humo,
donde el bergantín en llamas es arrastrado por corrientes desconocidas…..
Aquí estoy,
en el légamo viscoso donde crecen las lampreas,
donde los cadáveres se pudren,
donde la bandera de plurales estrellas flamea a la cabeza de los regimientos…
Aquí estoy,
acercándome a Manhattan por la lengua estrecha de la isla,
bajo la catarata del Niágara que cae como un velo ante mis ojos,
en el umbral de la puerta,
en el último apeadero que se alza rústico en el bosque,
en las carreras de caballos,
en la romería,
en el baile,
en el rodeo,
en el gran partido de basketball
Aquí estoy,
bebiendo alegremente con pícaros y parásitos.
Aquí estoy.
en el lagar de la sidra, probando la pulpa melosa y pardusca y chupando con una paja el jugo fermentado.
Aquí estoy,
pasando revista,
holgando en la playa,
discutiendo en el bar,
desgranando maíz,
construyendo una casa…
Aquí estoy,
escuchando el gorjeo del sinsonte;
sus gritos,
su alboroto,
su llanto…
Aquí estoy en el corral donde hacinan el heno
y esparcen el orujo,
donde espera recogida la vaca preñada,
donde el toro acomete para hacer su trabajo masculino,
donde el caballo monta a la yegua y el gallo cubre a las gallinas;
donde pacen los novillos,
donde los gansos pican su comida a tirones cortos y mecánicos, donde las sombras del crepúsculo se alargan sobre la pradera infinita y solitaria,
donde los búfalos en manadas inmensas, que cubren millas cuadradas, avanzan lentamente,
donde resplandece policromo el colibrí,
donde el cuello del cisne longevo se curva y se enreda,
donde las perdices de pecho irisado empollan bajo tierra, con la cabeza fuera…
Aquí estoy,
en la puerta del cementerio, bajo cuyo arco pasan los fúnebres cortejos.
Aquí estoy,
entre la estepa blanca de la nieve y el carámbano de los bosques, oyendo aullar los lobos,
al margen del pantano donde la garza de cresta amarillenta viene por la noche a nutrirse de cangrejos…
Aquí estoy mirando toda la mañana, con la nariz aplastada en los cristales, los escaparates de Broadway,
y vagando toda la tarde por las callejuelas solitarias,
junto a la cama del hospital, alargándole la limonada al enfermo calenturiento,
junto al féretro, observando al muerto en silencio, bajo la luz de los cirios.
Aquí voy,
entre dos amigos a quienes llevo abrazados por la cintura,
observando las pisadas de los animales y las huellas del mocasín…
Llego a todos los puertos de negocio o de aventura,
me lanzo iracundo contra el que odio, decidido a clavarle mi cuchillo,
deambulo a medianoche por mi patio, sin pensar en nada,
recorro las viejas colinas de Judea, junto al dulce y hermoso Galileo,
me precipito en los espacios, al través de los cielos y de los astros…
Aquí voy,
rodando entre los siete satélites del sol, el amplio anillo de Saturno y sobre un diámetro de ocho mil millas..
Aquí voy,
huyendo con los meteoros y lanzando bolas de fuego como ellos…
Aquí voy,
transportando al niño en crecinete que lleva entera a su propia madre en las entrañas…
Aquí voy,
bramando,
gritando,
proyectando,
adorando,
precaviendo,
reculando y volviendo a mi lugar,
apareciendo y desapareciendo…
Aquí voy,
por aquí voy…
Todos estos caminos los huello día y noche sin cesar.
Visito los huertos de las esferas siderales y contemplo su fruto,
contemplo milenios y milenios ya maduros,
y milenios verdes todavía.
Vuelo por donde volaron las almas fluidas ya desaparecidas
y camino más debajo de la sonda.
Me entro por lo material
y por lo inmaterial.
Ningún guardián puede cerrarme el paso
y ninguna ley retenerme.
Anclo mi barco un momento nada más
y mis heraldos van y vienen sin descanso para enterarme de todo.
Voy en busca de pieles hasta el polvo y cazo la foca,
salto abismos con una garrocha de punta ferrada
y colgado de una cuerda desciendo desde el picacho.
Subo al trinquete
y en la noche hago guardia en el “nido del cuervo”.
Caminamos por el Mar Ártico.
Aún tenemos bastante luz. Claro es el aire y puedo ver asombrado el prodigioso espectáculo que me rodea.
Pasan enormes masas de hielo
y allá lejos se yerguen las crestas blancas de los montes que prenden mi ilusión.
Nos acercamos a un gran campo de batalla donde en seguida tendremos que luchar.
Nos deslizamos sigilosos y callados por la imponente vanguardia del ejército…
Ahora entramos por los suburbios de una inmensa ciudad derruida…
Los muros desplomados y la arquitectura rota conmueven más que todas las ciudades vivas de la Tierra.
Soy un camarada liberal.
Y acampo con todos junto a las hogueras del vivac.
Arrojo del lecho al desposado
y me acuesto con su mujer.
Toda la noche la sostengo entre mis piernas y mis labios.
Mi voz es la voz de la esposa.
Suben gritos por el barandal de la escalera.
Vienen a buscar mi cuerpo de hombre goteante y ahogado.
Comprendo el gran corazón de los héroes.
El valor de hoy
y el valor de todos los tiempos.
Este es el patrón de una lancha. ¡Miradlo!
Cuando divisó aquel paquebot a la deriva, sin timón en la tormenta, y al que casi cazaba la muerte, se pegó a
su costado y lo siguió fiel tres días y tres noches sin ceder una pulgada;
escribió con tiza en grandes letras, sobre un tablón estas palabras: ¡Animo, no os abandonaremos!
Lo salvó.
Aún veo a las mujeres esqueléticas, con sus ropas holgadas, descender como espectros que salen de las
tumbas,
los rostros mudos y avejentados de los niños
y a los hombres de labios afilados y mejillas sin afeitar.
Todo esto lo veo,
lo gusto,
lo engullo,
lo asimilo,
lo hago mío
porque yo fui el hombre que sufrió y que estuvo allí.
Siento el orgullo y la serenidad de los mártires.
siento a la madre que ayer fue quemada en la hoguera por hereje, ante la mirada de sus hijos;
y al esclavo perseguido como un zorro por los perros;
lo siento vencido,
apoyado en la cerca,
sin aliento,
sudoroso…
siento las punzadas de su corazón,
sus piernas dobladas,
su cuello caído sobre el pecho
y los balazos asesinos.
Todo esto lo siento y lo sufro.
Yo soy todo esto.
Yo soy el esclavo acosado por la jauría.
Me duelen los mordiscos
y me defiendo a patadas de los perros.
Mirad mi tormento.
Oigo el crac-crac de los gatillos,
me pego a las alambradas de la cerca,
sangran mis heridas (el sudor ablanda mi piel y facilita la hemorragia),
y caigo sobre las piedras y la hierba.
Los jinetes que me persiguen espolean los caballos, se acercan,
escucho blasfemias y denuestos…
y los golpes iracundos del látigo caen sobre mis espaldas y mi cráneo.
Cambio de agonías como de vestidos.
No le pregunto al herido cómo se siente,
me convierto en el herido.
Sus llagas se hacen lívidas en mi carne, mientras lo observo, apoyado en mi bastón.
Yo soy el bombero con los huesos del pecho rotos, y hundido entre los escombros de los muros desploma-
dos;
respiro humo y fuego,
oigo los gritos de espanto de mis camaradas,
percibo el golpe lejano de las picas y de las balas…
Ahora separan las vigas que me aplastan
y unas manos me levantan con cuidado.
Estoy sobre el suelo,
en el aire de la noche, con mi camisa roja;
todos callan para no molestarme.
No me duelo nada….
Me siento agotado, pero soy casi feliz.
Las caras que me rodean aparecen blancas y bellas,
(todos se han quitado el casco)
y las gentes arrodilladas a mi lado están pálidas, bajo la luz de las antorchas.
Lo lejano y lo distante resucitan.
Están ahí como la esfera del reloj,
mis manos son las manecillas,
yo mismo soy el reloj.
Ahora surjo como el viejo artillero que murió.
Contaré el bombardeo de mi fortaleza.
Estoy allí de nuevo.
De nuevo oigo el redoble de los tambores,
el estampido del cañón y los morteros
y el cañón enemigo que responde.
Lo escucho todo:
el estrépito general,
los gritos,
las blasfemias,
los aplausos al disparo certero…
Lo veo todo:
la ambulancia que pasa lentamente, dejando un reguero de sangre,
los zapadores diligentes, reparando las brechas,
la caída de las granadas por el boquete del tejado,
la explosión en forma de abanico,
piedras,
vigas,
trozos de metralla,
cuerpos descuartizados que pasan silbando por el aire…
De nuevo veo la boca ensangrentada del general moribundo que agita furiosamente la mano y balbucea por
entre los coágulos de sangre: ─No os preocupéis de mí… Defended… la trinchera.

XXXIV

Ahora os referiré lo que contaban en Texas cuando yo era muchacho.
(No es la caída del Álamo, porque nadie se salvó para contarla. Los ciento cincuenta hombres aquellos yacen mudos en el Álamo.)
Os referiré el asesinato, a sangre fría, de cuatrocientos doce valientes.
Al retirarse, quedaron atrapados en una depresión del terreno.
Se atrincheraron con el bagaje.
Y antes de entregarse le hicieron novecientas bajas al enemigo, nueve veces mayor.
(Fue el precio adelantado de su rendición).
Cuando quedaron sin coronel y sin pertrechos izaron la bandera blanca, accedieron a capitular honrosamente…
Llegó un pliego sellado,
entregaron las armas…
y marcharon a la zaga del ejército triunfal como prisioneros de guerra.
Eran la gloria de los Guardias Montañeses,
los primeros en domar potros
y en manejar el rifle…
Los primeros en el festín, en la canción y en el amor.
Eran fuertes,
inquietos,
generosos
bellos,
altivos,
enamorados,
de rostro hirsuto y requemado por el sol.
Vestían el traje amplio de los cazadores
y ninguno tenía más de treinta años.
Comenzaba el verano, glorioso,
y un domingo, de madrugada,
los sacaron de la prisión para asesinarlos en pelotones.
Ninguno quiso arrodillarse.
Algunos se rebelaron desesperados y enloquecidos,
y otros permanecieron inmóviles y mudos.
La primera descarga derribó a los alcanzados en las sienes y el corazón.
Luego cayeron los demás.
Se retorcían en el lodo…
y el nuevo pelotón que llegaba los veía agonizar.
Dos o tres medio muertos intentaron huir arrastrándose.
Los remataron con la bayoneta o aplastándoles el cráneo con la culata del fusil.
Un muchacho de apenas diecisiete años quiso ahogar a su asesino y otros dos se le abalanzaron para separarlo…
Los tres quedaron con las ropas desgarradas y bañados con la sangre del adolescente.
A las once comenzaron a incinerar los cadáveres.
Y ésta es la historia del asesinato, a sangre fría, de aquellos cuatrocientos doce soldados, gloria de los Guardias Montañeses, tal como la contaban en Texas cuando yo era muchacho.
Ahora os describiré una batalla naval de tiempos lejanos.
Os diré quién fue el vencedor bajo la luz impasible de la luna.
No es una fábula.
Mi bisabuelo materno, el marino, me la refirió muchas veces.
Nuestro enemigo no se dormía en su fragata (me decía).
Era un enemigo de coraje.
Ingleses duros y aguerridos como no he visto nunca ni pienso ver jamás.
Al caer la tarde comenzaron a batirnos.
Los abordamos.
Se enredaban las jarcias
y se tocaban casi las bocas de los cañones. El capitán trincaba firme, con sus propias manos, como cualquier marinero.
Algunos disparos nos barrenaron bajo la línea de flotación.
Dos grandes cañones de nuestra batería de cubierta estallaron al romper el fuego,
y hechos pedazos volaron sobre nuestra cabeza los que estaban al lado.
Luchamos durante el crepúsculo
y luego en la sombra cerrada.
A las diez, surgió llena la luna.
Su luz nos advirtió que las vías de agua crecían y que se inundaba el barco.
El contramaestre libertó a los prisioneros de las bodegas para que se salvasen como pudieran.
Subieron a la cubierta.
Los centinelas daban el alto a los que se acercaban al polvorín
y viendo tantas caras extrañas no sabían de quién fiarse.
Comenzó a arder nuestra fragata y el enemigo nos gritó: ¡Rendíos ya! ¡Arriad la bandera!
Yo reventé de risa cuando nuestro capitancito respondió: ¡No arriamos nada! ¡Ahora comenzamos nosotros!
Sólo nos quedaban tres cañones.
El propio capitán disparó uno y le desmochó el palo mayor al enemigo.
Los otros dos, cargados de metralla, derribaron la mosquetería y arrasaron la cubierta.
En las cofas y en las de gavia, sobre todo, reforzaban el ataque de nuestra pequeña batería;
sostuvieron el fuego sin un momento de tregua.
Las bombas de agua eran impotentes ya ante las brechas enormes que nos inundaban
y el incendio avanzaba hacia los polvorines;
un cañonazo reventó una bomba y todos creímos hundirnos.
El capitán no se inmutó,
su voz no se oyó ni más baja ni más alta, pero sus ojos nos alumbraron más las linternas del combate.
Cerca de las doce, y bajo la luz de la luna, se rindió el enemigo.

XXXVI
Avanzaba callada la noche y, sobre el pecho de la sombra, salían enormes y espectrales los dos bultos de
los cascos.
Estábamos acribillados, nos seguíamos hundiendo,
y decidimos transbordar a la fragata conquistada.
El capitán, en el alcázar, daba sus órdenes sereno, con el rostro blanco como una mortaja.
A sus pies yacían inertes el mocito que le asistía en la cabina.
y el viejo marino de las crenchas blancas y largas, con bigotes cuidadosamente rizados.
Las llamas se adueñaban del barco,
lamían ya todos los rincones
y las ásperas voces de algunos oficiales pedían todavía la consigna…
En la arboladura y en los mástiles,
entre los cordajes rotos
y los aparejos oscilantes
se vislumbraban trozos de carne humana y miembros desgarrados…
Junto al suave chocleteo de las olas se oía la voz del cirujano,
el ris-ras del bisturí,
el rechinar de la sierra,
el estertor sibilante del moribundo,
el cloqueo y el borboteo de la sangre,
gritos agudos y salvajes,
largos lamentos… lo irremediable.
Los cañones descansaban impasibles y mudos
y sobre los efluvios de los juncos y de las flores de la costa cercana, que la brisa traía como una fúnebre corona y como un lamento a los supervivientes, se levantaba el fuerte olor de la pólvora y de la carne chamuscada.
Arriba, en el cielo remoto, brillaban algunas estrellas silenciosas y funerarias.

XXXVII
¡Eh, remolones, en guardia! ¡Alerta!
La gente amontonada va a derribar las puertas. ¡Estoy loco!
Encarno todas las tragedias:
la del forajido,
la del poseso,
la del convicto,
la del leproso,
la del mendigo…
Me veo encarcelado
y agobiado por una pena negra sin fin.
Los guardianes de la prisión se echan al hombro los fusiles y me vigilan,
me dejan suelto en la mañana y por la noche me vuelven a la celda.
Ningún rebelde va esposado a la cárcel si yo no marcho a su lado, esposado con él.
(El que va callado, sudoroso y con los labios crispados, soy yo).
Ningún ratero se sienta solo en el banquillo y es acusado por hurto;
yo me siento a su lado y soy juzgado y sentenciado con él.
Junto al enfermo del cólera agonizo yo también.
Mi rostro es de ceniza,
truenan mis nervios
y todos huyen de mi lecho.
Y ese mendigo soy yo. ¡Miradme!
Alargo el sombrero y pido vergonzosamente una limosna.

XXXVIII
¡Basta ya….. basta, basta!
¿Por qué me golpeáis?
Estoy aturdido….. Dejadme,
dejad que me rehaga,
que vuelva de mi sopor,
de mi delirio, de mi agonía…
Esto es un error.
¡Si pudiese olvidar las burlas y los insultos!
¡Si pudiese olvidar las lágrimas
y los golpes de las clavas y de los mazos!
¡Si pudiera ver con ojos extraños mi propia crucifixión y mi corona de espinas!
Ya recuerdo.
Ahora coordino la escena perdida.
La tumba de roca multiplica lo que se le ha confiado,
todas las tumbas multiplican lo suyo.
Los muertos se levantan,
las heridas se curan,
mis ataduras ceden y caen.
Camino en tropel, rehenchido de poderes supremos,
y vuelvo a la vieja procesión interminable.
Vamos por las planicies y las costas,
cruzando todas las fronteras.
Nuestros decretos siguen veloces su camino por toda la Tierra
y las flores que adornan nuestros sombreros son el esfuerzo de miles de años. ¡Discípulos! ¡Yo os saludo! ¡Adelante!
Preguntad…seguid preguntando
y anotad… seguid anotando

XXXIX
¿Quién es ése?
¿Quién es ese salvaje bizarro y amoroso?
¿Está esperando la civilización o la ha superado ya y la domina?
¿Es un hombre del suroeste, criado en las montañas?
¿Es del Canadá?
¿De la región del Mississipí?
¿De Iowa?
¿De Oregón?
¿De California?…
¿Nació en la meseta,
en el valle,
en el bosque?
¿Es un marino que viene del mar?
Las mujeres y los hombres lo acogen y lo buscan.
Quieren que los ame,
que los toque,
que les hable,
que viva con ellos…
Se mueve sin ley, igual que los copos de la nieve,
sus palabras son simples como la hierba,
lleva la cabellera sin peinar
y es ingenuo y alegre.
Camina despacio,
sus rasgos son corrientes como sus ademanes
y sus efluvios también.
Pero salen en formas nuevas de las puntas de sus dedos,
irrumpen en el aire con el olor de su cuerpo,
con su aliento…
y se escapan por las ventanas de sus ojos.

XL
Sol arrogante y fanfarrón… yo no necesito de tu fuego… acaba ya de girar.
Sólo iluminas superficies;
yo ilumino superficies y profundidades.
Y tú, Tierra… ¿qué buscas entre mis manos?
Vieja vanidosa y presumida… ¿qué quieres de mí?
Hombres y mujeres,
quisiera decir cuánto os amo, pero no puedo;
quisiera decir lo que se esconde en mí
y lo que hay en vosotros, pero no puedo;
quisiera mostraros mi angustia
y el pulso de mi corazón en el día y en la noche.
Mirad, yo no doy conferencias
ni pequeñas limosnas.
Cuando doy, me doy entero yo mismo.
¿Qué haces ahí, impotente, doblado sobre las rodillas?
Abre tus quijadas y deja que te llene de energía,
extiende las manos y descorre tu bolsa.
Yo no vengo a que me nieguen, sino a dominar.
Mi granero está henchido
y todo lo que tengo es para ti.
No sé quién eres ni qué haces,
no te lo pregunto
ni me importa saberlo.
Tú no puedes ser más que lo que yo te doy
ni hacer otra cosa que lo que yo te enseñe.
Me doblo ante el forzado
y ante el que limpia las letrinas,
y pongo en sus mejillas el beso familiar.
Os juro por mi alma que nunca os negaré.
Yo lanzo la semilla de las repúblicas augustas
y a las mujeres sanas y fecundas las siembro de vástagos ágiles y fuertes.
¿Quién me llama?… Alguien agoniza
Voy, corro, llego…
levanto el picaporte, abro la puerta… entro,
tiro hacia los pies las ropas de la cama
y les digo al médico y al cura: ¡Fuera de aquí!
Cojo entre mis manos al moribundo
y lo levanto con mi voluntad irresistible.
Aquí está mi cuello, no desesperes.
Por Dios te juro que no morirás;
cuélgate de mí,
cuelga todo tu cuerpo de mí.
Yo te infundo mi aliento terrible,
yo te sostengo
y te saco a flote como a un náufrago,
no te ahogarás.
Toda esta habitación la lleno yo de una fuerza poderosa,
de un ejército invencible,
de elementos que me aman,
de genios destructores de sepulcros…
¡Duerme!
Ellos y yo
te velaremos hasta el alba.
La enfermedad y el miedo no osarán poner un dedo sobre ti.
Te he abrazado y te he hecho mío…
Cuando mañana despiertes, verás que todo cuanto he dicho es verdad.

XLI

Porque yo soy el que ayuda al enfermo que gime desplomado en el lecho,
y el que a los hombres fuertes y sanos les trae más fuerza y más salud.
(He oído cuanto se ha dicho sobre el universo,
todo cuanto se ha dicho desde hace miles de años,
y no está mal hasta ahora… pero ¿es eso bastante?
Vengo a darme a todos
y a engrandecer a todos.
A pisarle la oferta al ganguero
y a pujar, desde el principio, más alto que ninguno en la subasta. He tomado las medidas exactas de Jehová
y aquí en mi portafolio llevo una litografía de Cronos,
y otra de Zeus, su hijo
y otra de Hércules, su nieto;
dibujos bastante buenos
de Isis,
de Osiris,
de Baal,
de Brahma,
de Buda,
de Odín,
del terrible Mexitli,
un grabado de Alá
y una estampa de Crucificado.
Todas estas imágenes las he comprado por lo que valen,
en su justo precio,
sin dejarme engañar,
sin pagar un centavo de más.
Acepto que han vivido todos
y que en su día hicieron su labor
y cumplieron su destino.
(Engendraron mitos para pájaros implumes que ahora tienen que levantarse, volar y cantar por su cuenta.)
Acepto sus divinos esquemas elementales para completarlos y llenarlos yo mismo
y para repartirlos con largueza entre todos los hombres y mujeres que me encuentre.
Pero digo que en un constructor que construye una casa hay tanto como en ellos,
y en el que maneja el mazo y el cincel con los brazos desnudos, también.
No desdeño ninguna revelación especial
y considero que la voluta del humo
y el vello del dorso de mi mano
son tan sorprendentes como cualquier revelación.
Los bomberos manejando las mangas y trepando por las escalas de cuerda enganchadas en el balcón o en el
tejado, no valen menos que los dioses de las guerras antiguas.
(Oigo tronar sus voces entre el fracaso y el derrumbe,
veo sus brazos musculosos pasar milagrosamente sobre las vigas encendidas
y surgir invulnerables sus cabezas por la lengua roja de las llamas.)
La esposa del mecánico, con el hijo al pecho, me parece que da de mamar a todos los niños de la tierra;
esas tres guadañas que silban en fila, segando la cosecha, las mueven tres arcángeles fornidos vestidos de
labriegos;
y aquel caballerizo monstruoso, de colmillos salientes y pelambrera roja, que vende cuanto tiene, su casa y
sus caballos, para pagarle un defensor a su hermano acusado de estafa, y con el cual se sienta en el banquillo,
es un redentor que redime pecados de ayer y de mañana.
En la gran siembra, los granos cayeron en mi campo, pero no cayeron en todos los campos de la Tierra.
El escarabajo y el buey no han sido adorados aún como se merecen;
y el lodo y el estiércol son más admirables de lo que se pensaba.
Lo sobrenatural no existe.
Llegará un día en que yo haga prodigios.
Ahora mismo, soy yo un creador.
Miradme aquí, erguido, en la entraña profunda de la sombra.

XLII
Grito en medio de la muchedumbre,
y grito con la voz rotunda, arrolladora y terminante.
Oíd, hijos míos,
hombres, mujeres, adolescentes,
familiares y amigos… oíd:
La canción va a llegar a su clímax,
ha pasado el preludio de las flautas
y de los acordes sencillos tocados con ágiles dedos…
Siento ya el retumbo precipitado del final,
gira mi cabeza,
la música trepida (no es música de órgano),
y hay gentes a mi alrededor que no son mis parientes.
Oíd todos:
Siempre la tierra dura,
siempre los que comen y los que beben,
siempre el sol que asciende y el sol que declina,
siempre el aire
y las mareas incesantes,
siempre yo y mi vecino amables, perversos… humanos,
siempre la vieja pregunta inexplicable,
siempre la espina en el dedo
y siempre los gritos de la congoja y del hambre.
Siempre el azuzante ¡hala, hala! hasta que descubrimos el taimado que se esconde y le hacemos salir,
siempre el amor
y siempre el líquido sollozante de la vida…
siempre el pañuelo sujetando la mandíbula del difunto
y siempre el túmulo de la muerte.
Por todas partes, ojos que buscan monedas en el suelo,
cerebros que se estrujan para alimentar la voracidad del vientre;
por todas partes, revendedores, hombres que toman boletos, que los compran y que los venden, y que ni una
sola vez van a la fiesta;
por todas partes gentes que sudan,
gentes que aran,
gentes que trillan;
por todas partes la burla de una paga ruin….
y los ricos perezosos que reclaman el trigo sin cesar.
Esta es la ciudad.
Y yo soy un ciudadano de la ciudad.
Y lo que interesa a los ciudadanos de la ciudad me interesa a mí:
la política,
la guerra,
el periódico,
el mercado,
las escuelas,
el alcalde y los consejos,
los bancos,
las tarifas,
las fábricas,
los vapores,
los bienes raíces
y los bienes mostrencos.
Ya sé quiénes son ésos:
Esos pequeños maniquíes que se mueven a mi alrededor vestidos de cuello y de levita, ya sé quiénes son.
No son pulgas ni gusanos.
Son réplicas mías.
El más débil y el más superficial es tan inmortal como yo.
Lo que yo hago y lo que yo digo es cosa suya también,
porque el mismo pensamiento que forcejea en mí forcejea en ellos.
Conozco muy bien mi propio egotismo,
conozco mis inclinaciones omnívoras
–no puedo escribir ni un verso menos—
y te buscaré a ti, quienquiera que sea, que vas en la misma corriente que yo.
Esta canción no es rutinaria.
Está hecha para preguntar ásperamente,
para saltar hacia delante
y traerlo todo más cerca:
aquí está el libro impreso y encuadernado… pero ¿dónde están el impresor y el aprendiz?
Aquí hay unas fotografías muy bien tomadas… pero ¿y tu mujer y tu amigo están apretados y seguros en
tus brazos?
Aquí está el barco gris, con clavos enormes de hierro, y los cañones poderosos en las torrecillas blindadas…
pero ¿y el arrojo del capitán y de los maquinistas?
Aquí está la casa con el ajuar, la comida y el mobiliario… pero
¿y el dueño y los invitados? ¿Dónde está la luz de sus miradas?
El cielo está allá arriba… pero ¿está aquí, en la casa que sigue y en la casa de enfrente?
Los santos y los sabios están en la historia… pero ¿y tú?
¿Dónde estás tú?
Sermones, credos, teologías….. pero ¿y el cerebro insondable del hombre?
Y ¿qué es la razón?
¿Qué es el amor?
¿Qué es la vida?

XLIII
Yo no os desprecio, sacerdotes de todos los tiempos y de todas las castas.
Mi fe es la más grande y la más insignificante de todas las fes,
abarca el culto antiguo y el moderno
y todos los cultos comprendidos entre lo antiguo y lo moderno.
Creo que volveré a la tierra dentro de cinco mil años.
He oído la respuesta de los oráculos,
he honrado a los dioses
y he saludado al sol;
he tallado un fetiche en la primera roca del mundo
y en el tronco más antiguo de los bosques;
he hecho conjuros con varitas en el círculo de Obis,
he ayudado al lama y al brahmán a despabilar las lámparas de los templos,
he danzado por las calles detrás de una procesión fálica.
y he vivido exaltado y ascético en el bosque de los gimnosofistas;
he bebido hidromiel en el cuenco de una calavera;
me he arrodillado con los shastas y con los vedas y he obedecido el Corán;
he caminado por las teocalis manchados con la sangre de los cuchillos y de las piedras sagradas de los sacrificios
y he batido los tambores de piel de serpiente;
he acatado el Evangelio,
he adorado a Aquel que fue crucificado
y he reconocido su divinidad;
me he arrodillado en la misa católica,
he levantado mis plegarias con los puritanos
y he oído todos los sermones del mundo sentado pacientemente en un banco;
he delirado y babeado en un ataque de locura y he esperado como muerto hasta que mi espíritu me ha despertado de nuevo;
he preguntado a los caminos y a los campos y más allá de los caminos y los campos
y he pertenecido a los que giran en el círculo de los círculos…..
He oficiado con todos estos grupos centrífugos y centrípetos y ahora me vuelvo y hablo como el hombre
que se despoja de estorbos al comenzar un viaje.
Os conozco a todos:
a los abatidos,
a los repudiados, a los devorados por la duda,
a los sombríos,
a los melancólicos,
a los duros de corazón,
a los coléricos,
a los fanáticos,
a los ateos…
Os conozco a todos,
conozco los mares en borrasca
de la angustia,
de la duda,
de la desesperación,
de la incredulidad…
¡Cómo chapotean las aletas heridas!
¡Cómo se retuercen rápidas como el rayo
en espasmos y chorros de sangre!
Serenaos, sangrientas aletas de los incrédulos y de los pobres de espíritu.
Yo estoy con vosotros también,
también yo llevo clavado mi arpón.
El pasado nos empuja a todos,
a ti, a mí… a todos, de la misma manera.
Y lo que aún nos espera sin probar detrás de la puerta, es para ti, para mí… para todos también.
Para todos sin excepción.
Yo no sé lo que aún no hemos sufrido y lo que aún nos aguarda más allá,
pero sé que llegará de una manera inexorable.
Nos tendrá en cuenta a todos:
a los que pasan corriendo
a los que se quedan sentados.
No se olvidará de ninguno.
Ni del joven que murió y yace ahora enterrado
ni de la doncella que murió también y fue enterrada con él;
ni del niño que se asomó un instante a la puerta, se fue luego y no lo vimos más,
ni del viejo que vivió sin objeto, amargado como la hiel;
ni del tuberculoso de la buhardilla que acabó devorado por el ron y la turbulencia,
ni de los ajusticiados,
ni de los ahogados en el mar,
ni del degenerado monstruoso a quien llamaron el estiércol de la sociedad,
ni del saco que flota con la boca abierta pidiendo que lo llenen de comida…
de ninguna cosa de la Tierra,
de ninguna cosa que haya quedado en la tumba más antigua de la Tierra, se olvidará;
ni de las miríadas de astros
ni de las miríadas de seres que los habitan,
ni del presente,
ni de la brizna más insignificante que se conozca.
Ya es tiempo de que me explique.
Levantémonos,
arriba,
de pie todos…
Desnudo y desgarro todo lo conocido
y a todos los hombres y mujeres los empujo conmigo hacia lo desconocido.
El reloj marca los minutos…
pero ¿y la eternidad?
¿Qué marca la eternidad?
Hemos gastado ya trillones de inviernos y de veranos
y delante de nosotros hay otros trillones
y otros más adelante de aquéllos.
Los nacimientos nos han traído riqueza y variedad
y nuevos nacimientos traerán más riqueza y variedad.
Yo no digo que éste es más grande
y que aquél es más pequeño.
El que llena su período
y ocupa su lugar
es tan grande como cualquiera.
¿Han sido los hombres envidiosos y criminales contigo?
Pues lo siento mucho,
conmigo han sido siempre bondadosos.
Y yo no soy un registrador de lamentos.
(¿Qué tengo que ver con los lamentos?
Yo soy una infinidad de cosas ya cumplidas
y una inmensidad de cosas por cumplir.
Con mis pies huello los picos de las estrellas,
cada paso mío es una ristra de edades
y entre cada paso voy dejando manojos de milenios…
Todo cuanto hay debajo de mí lo han andado mis pies
y aún asciendo… y asciendo…
En cada zancada hacia la luz, detrás de mí se inclinan los fantasmas.
Allá lejos veo la inmensidad de la nada primera…
Allí estuve yo,
allí estuve yo esperando desde siempre y sin que nadie me viera,
dormido en la niebla letárgica,
aguardando paciente mi turno sin que me asfixiase la fetidez del carbón.
Allí estuve yo acurrucado,
apelotonado siglos y siglos…
Inmensa ha sido la preparación de mi ser
y fieles y amigos fueron los brazos que me ayudaron.
Ciclos y ciclos transportaron mi cuna remando sin cesar como barqueros alegres,
las estrellas me apartaron un sitio en sus órbitas mismas
y enviaron su luz par cuidar de lo que había de sustentarme.
Antes de que mi madre me pariese,
generaciones me condujeron.
Mi embrión nunca ha estado dormido ni enterrado.
Por él la nebulosa se cuajó en una estrella,
y par que en ellos descansase
se apiñaron los enormes y lentos estratos geológicos.
Arboles inmensos le dieron su sustento
y saurios monstruosos lo transportaron en sus fauces y lo depositaron con cuidado.
Todas las fuerzas del universo
han trabajado sin descanso y obedientes para completarme y deleitarme…..
Y ahora estoy aquí, ¡miradme!
en este sitio,
con mi alma robusta y vigorosa.

XLV
¡Oh juventud elástica y activa! ¡Oh, virilidad equilibrada, florecida y plenaria!
Cuanto amo me persigue,
mis amigos me sofocan,
se amontonan sobre mis labios,
se apelotonan en los poros de mi piel,
me estrujan en las calles,
en los vestíbulos,
me visitan desnudos por la noche…
¡Hola! Me gritan por el día desde las rocas de los ríos;
se ciernen y pían sobre mi cabeza,
me llaman por mi nombre desde los huertos,
desde las viñas,
desde la maraña de los arbustos;
encienden todos los momentos de mi vida,
acarician mi cuerpo con dedos y labios balsámicos,
se sacan en silencio el corazón a puñados para ofrecérmelo generosos…
¡Y tú, senectud que llegas magnífica!
¡Bienvenida seas, gracia inefable de los días agonizantes!
Las edades proclaman lo que son y lo que crece después y fuera de ellas,
y el silencio de la muerte proclama tanto como ellas.
Abro mi escotillón en la noche y veo constelaciones sembradas en el infinito.
Y todo cuanto veo se multiplica y se pierde más allá,
se liga con sistemas invisibles,
se extiende y se expande más allá…
siempre más allá y más allá…
Mi sol tiene su sol y alrededor de él gira sin descanso;
va con sus camaradas de un sistema superior
y otros mayores siguen
y otros mayores y mayores…
Todo gira, nada se para ni puede pararse.
Si yo, tú, todos los mundos, todo cuanto existe debajo y fuera de esos mundos, se tornase de pronto en una
pálida neblina, nada importaría en el tiempo…
Seguramente volveríamos a estar donde ahora,
seguiríamos caminando adonde vamos
y después… más allá y más allá.
Más allá de mis ojos está el espacio sin límites
y más allá de mis números está el tiempo sin ritmo: Dios.
Con el tengo hecha una cita que se cumplirá.
Dios está allí esperando… esperándome hasta que llegue perfectamente vestido.
El Gran Camarada,
El Amante verdadero que yo busco
esta allí… ¡esperándome!
XLVI
Lo mejor del tiempo y del espacio es mío,
del tiempo y del espacio que nunca se han medido,
del tiempo y del espacio que nadie medirá.
Marcho por un camino perpetuo. (Escuchadme todos).
Mis señas son un capote de lluvia,
zapatos recios y un báculo que he cortado en el bosque. Ningún amigo mío se sentará en mi silla.
Yo no tengo silla, ni iglesia, ni filosofía;
yo no conduzco a los hombres
ni al casino
ni a la biblioteca
ni a la Bolsa…
Los llevo hacia aquellas cumbres altas.
Mi mano izquierda te tomará por la cintura,
con la derecha te mostraré paisajes del continente y del camino abierto.
Nadie, ni yo, ni nadie, puede andar este camino por ti,
tú mismo has de recorrerlo.
No está lejos, está a tu alcance.
Tal vez estás en él sin saberlo, desde que naciste,
acaso lo encuentres de improviso en la tierra o en el mar.
Échate el hato al hombro,
yo cargaré con el mío… Vámonos.
Ciudades magníficas y naciones libres hallaremos en nuestra ruta.
Si te cansas, dame tu carga y apóyate en mi hombro.
Más tarde harás tú lo mismo por mí…
Porque una vez que partamos, ya no podremos detenernos.
Hoy, antes del alba, subí a la colina, miré los cielos apretados de luminarias
y le dije a mi espíritu: Cuando conozcamos todos estos mundos y el placer y la sabiduría de todas las cosas
que contienen, ¿estaremos ya tranquilos y satisfechos?
Y mi espíritu dijo:
No, ganaremos esas alturas sólo para continuar adelante.
Tú también me haces preguntas y yo te escucho.
Y te digo que no tengo respuesta,
que la respuesta has de encontrarla tú solo.
Siéntate un momento, hijo mío.
Aquí tienes pan, como,
y leche, bebe.
Pero después que hayas dormido y renovado tus vestidos, te besaré, te diré adiós y te abriré la puerta para
que salgas de nuevo.
Largo tiempo has soñado sueños despreciables.
Ven, que te limpie los ojos…..
y acostúmbrate ya al resplandor de la luz.
Largo tiempo has chapoteado a la orilla, agarrado a un madero.
Ahora tienes que ser un nadador intrépido.
Aventúrate en alta mar, flota,
mírame confiado
y arremete contra la ola.

XLVII
Yo soy el maestro de los atletas.
Aquel de los míos que resuelle más fuerte que yo es una prueba de mi resuello.
Y honra a mi estilo, el que con mi estilo aprende a vencer al maestro.
El muchacho ideal para mí,
aquel a quien yo amo,
llegará a ser un hombre no por poderes adyacentes, sino por su propio derecho.
Será rebelde,
inconforme
y atrevido. Amará a su novia
y comerá alegremente su ración.
El amor no recompensado y el desprecio le herirán más que el acero afilado.
Será el primero en la pelea,
en montar a caballo,
en tirar al blanco,
en dirigir un esquife,
en tocar el banjo
y en inventar una canción.
Preferirá los rostros hirsutos, llenos de cicatrices y tostados por el sol.
Enseño a huir de mí.
Pero ¿quién puede huir de mí?
A ti, quienquiera que sea, te perseguiré desde ahora,
y mis palabras te zumbarán en los oídos sin descanso, hasta que las entiendas.
No digo estas cosas por un dólar,
ni para matar el tiempo hasta que llegue el barco.
Digo tu discurso y hablo con tu lengua que, amarrada en tu boca, comienza en la mía a desatarse.
Y digo que nunca hablaré de la muerte y del amor en un sitio cerrado,
y que sólo me entregaré a aquel o a aquella que vivan conmigo al aire libre.
Si quieres entenderme, ven a las sierras y a las playas abiertas.
La mosca que se posa en tu frente es ya una explicación;
y una gota de agua
y el movimiento de las olas… una clave.
La mandarria,
el remo
y el serrucho
secundan mis palabras.
Me explico mejor con los niños y los vagabundos
que en las aulas y en las escuelas cerradas.
Aquel mecánico joven está cerca de mi corazón y me conoce bien.
El leñador que lleva consigo el hacha y el cantarillo me lleva también todo el día con él,
el gañán que era la tierra se alegra con el sonido de mi voz
y mis palabras navegan con los que navegan:
con los pescadores
y con los marineros.
Mío es el soldado acampado
y el que suda y jadea en las marchas forzadas.
En la noche que precede a la batalla,
en esa noche solemne que puede ser la última,
los que me conocen me llaman
y mis palabras no los abandonan.
Mis labios rozan el rostro del cazador que descansa solo sobre la manta,
el cochero piensa en mí sin cuidarse de las sacudidas del coche,
las madres viejas y las madres jóvenes me comprenden,
y la esposa y la doncella detienen su aguja un momento y olvidan dónde están…
Todos me recuerdan y repiten cuanto yo les he dicho.

XLVIII
Y yo he dicho que el alma no vale más que el cuerpo,
y que el cuerpo no vale más que el alma,
y que nada, ni Dios, es más grande para uno que uno mismo.
Y aquel que camina una sola legua sin amor, camina amortajado hacia su propio funeral. Tú y yo, sin un céntimo, podemos comprar el pico más alto de la sierra;
y el fulgor de una pupila
y un guisante en su vaina
humillan toda la sabiduría del mundo.
No hay otro oficio ni empleo que aquel que enseña al mozo a ser un héroe.
Y por blando que sea un objeto, puede ser un día el eje en que descanse la rueda del universo.
Y digo a todos los hombres y mujeres: Serenad vuestro espíritu frente a los universos infinitos.
Y digo también: No os preocupéis de Dios.
A mí, que todo me preocupa, no me preocupa dios.
No me preocupan ni Dios ni la muerte.
Yo oigo y veo a Dios en todas las cosas, pero no lo comprendo,
como no comprendo que haya nada en el mundo más admirable que yo.
¿Por qué voy a empeñarme en que Dios sea otra cosa mejor que este día?
En cada hora hay algo de dios
y en cada minuto también.
En el rostro de las mujeres
y en el rostro de los hombres está Dios,
y en mi propio rostro lo veo también cuando me miro al espejo.
Encuentro cartas de dios en la calle,
cartas firmadas con su nombre
y no las recojo porque sé que en cualquier sitio encontraré otras semejantes.
Miles y miles me saldrán al paso, puntuales, por dondequiera que camine.

XLIX
Y en cuanto a ti, Muerte,
y a tu amargo abrazo destructor…
es inútil que pretendas asustarme.
A tu lado trabaja sin cesar, y más líbero, el comadrón.
Veo su mano experta y diligente
apretando,
recibiendo,
sosteniendo…
Yo estoy reclinado en el umbral flexible de ambas puertas y marco la entrada y la salida de la vida.
Y ¿qué es un cadáver, después de todo?
Estiércol,
buen estiércol para fecundar las tierras.
Y no me repugna,
no me repugna porque puedo oler las rosas blancas que crecen y embalsaman,
porque puedo tocar los labios de los pétalos
y los senos pulidos del melón.
Y en cuanto a la Vida…
¿No es la vida el desperdicio de muertes infinitas?
(Yo mismo he muerto ya mil veces).
¿Qué decís vosotros? ¿Qué decís,
soles profundos,
estrellas de la noche,
hierba de las tumbas? ─¡Oh cambios perpetuos y evoluciones incesantes!
Si vosotros no decís nada ¿qué he de decir yo?
Destellos del día y del crepúsculo,
destello de las turbias charcas que duermen en los bosques otoñales,
y de la luna que desciende y se hunde en la penumbra sollozante,
caed sobre los negros troncos que se pudren en el fango
y sobre las ramas secas que danzan gemebundas.
Asciendo desde la noche
y me encumbro desde la luna.
Sé que su resplandor lívido y vacilante no es más que el reflejo de los rayos del sol
Y que yo, viniendo de lo grande o de lo pequeño, desemboco en el centro firme del universo.
L
Todo esto está en mí.
No sé lo que es, pero sé que está en mí.
Angustiado me he retorcido por sacar de mi corazón todo cuanto poseía…
Ahora mi cuerpo está tranquilo y quiero dormir… dormir… dormir.
No sé qué es esto.
Es algo que no se ha dicho nunca….
Algo sin nombre que aún no está en el lenguaje ni en el símbolo.
Es algo que gira más que la Tierra en que yo giro
y me anuncia que la creación es el abrazo del amante que nos despierta.
Tal vez pudiera decir más.
Acaso este poema no es sino un expediente en que he abogado por todos…
en el que he dicho, por ti y por mí,
que la muerte no existe,
que el mundo no es un caos…
que es forma,
unidad…
plan… Vida Eterna… ¡Alegría!

LI
El pasado y el presente se marchitan.
Y los he llenado y los he vaciado a los dos
y prosigo llenando lo que me espera en el futuro.
Y ahora vosotros, los que me habéis escuchado,
levantaos. ¿Qué tenéis que decirme?
Miradme a la cara, mientras respiro por última vez bajo las sombras de la tarde.
(Hablad sinceramente, nadie os escucha y sólo dispongo de un minuto.)
¿Qué tenéis que decirme?
¿Qué me contradigo?
Sí, me contradigo. Y ¿qué?
(Yo soy inmenso…
y contengo multitudes.)
Me dirijo a los que están cerca
y espero en el umbral de la puerta.
¿Quién ha terminado su trabajo?
¿Quién ha concluido de cenar?
¿Quién me acompaña?
¿Quién viene conmigo?
O ¿vais a hablar cuando ya me hay ido y sea demasiado tarde?

LII
El gavilán manchado desciendo sobre mí para acusarme de gárrulo y vagabundo.
Yo también soy indomable e intraducible,
y sobre los tejados del mundo, suelto mi graznido salvaje.
Los últimos celajes del día se detienen para esperarme,
lanzan mi figura corporal, con las demás imágenes, hacia el mundo callado de las sombras
y me hunden suavemente en el vapor y en el crepúsculo.
Huyo como el aire.
Sacudo mi guedejas blancas con el sol fugitivo,
vierto mi carne en los remolinos
y la dejo marchar a la deriva entre la espuma de las ondas.
Me doy al barro para crecer en la hierba que amo.
Si me necesitas aún, búscame bajo las suelas de tus zapatos.
Apenas sabrás quién soy
ni qué significo.
Soy la salud de tu cuerpo
y me filtro en tu sangre y la restauro.
Si no me encuentras en seguida,
no te desanimes;
si no estoy en aquel sitio,
búscame en otro.
Te espero,
en algún sitio estoy esperándote.

Walt Whitman

Traducción de León Felipe

Walt Whitman nació el 31 de mayo de 1819, en West Hills, condado de Suffolk, Nueva York.
Poeta, ensayista, periodista y humanista, su trabajo se inscribe en la transición entre el trascendentalismo y el realismo filosófico, incorporando ambos movimientos a su obra.
Esta considerado como el padre del verso libre. Su influencia ha sido muy importante para poetas de todo el mundo, entre ellos: Rubén Darío, Wallace Stevens, León Felipe, D.H. Lawrence, T.S. Eliot, Fernando Pessoa, Pablo de Rokha, Federico García Lorca, Hart Crane, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Ernesto Cardenal, Allen Ginsberg y John Ashbery.
Su trabajo fue muy controvertido en su tiempo, sobre todo por su libro “Hojas de hierba”, descrito como obsceno por su abierta sexualidad.
En 1865 escribió su famoso poema “¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!”, como homenaje a Abraham Lincoln tras de su asesinato.
Su obra fue traducida de forma magistral por León Felipe.
Murió en Camden, Nueva Jersey, el 26 de marzo de 1892.