El capitalismo es un absolutismo

El capitalismo como lo conocemos hoy, pasado ya el siglo de los grandes nacionalismos y el socialismo real, sigue anclado en la idea estúpida de que la prioridad es acumular riqueza a toda costa y cuanto antes.
Al fin del milenio la fragmentación del mundo, ya globalizado, multiplicó en la pequeña escala las resistencias; ya no guerras en sí, sino luchas en los intersticios de la guerra permanente del capitalismo contra los pobladores de cualquier lugar que contenga riqueza. Quizás nunca se expresaron tantas luchas desde abajo como ahora. Tan sólo en México el mapa de resistencias y conflictos resulta abrumador.



Hermann Bellinghausen
17 febrero 2018
Desinformémonos
El capitalismo es un absolutismo

La idea de que los mercados mandan, de que son la única autoridad a fin de cuentas, corroe al planeta como nada nunca antes. No sólo a nivel de organización humana, sino con efectos profundos e irreversibles en el planeta entero. Las plantaciones y minas de las Américas, el África subsahariana y las costas de Asia vienen siendo escenario de la evolución capitalista desde hace siglos. Cinco en el caso del continente “descubierto” por los españoles, aunque el mero capitalismo lo armarían los ingleses al combinar piratería, comercio y apetito insaciable de territorios y productos, con absoluto desdén por sus pobladores. Se seguirían con África, India y China. Antes agregaron su revolución industrial y la explotación de la fuerza humana de trabajo. Vino Karl Marx y les pintó el mural de sus vidas.

El capitalismo como lo conocemos hoy, pasado ya el siglo de los grandes nacionalismos y el socialismo real, sigue anclado en la idea estúpida de que la prioridad es acumular riqueza a toda costa y cuanto antes. Desde el principio de lo que seguimos llamando capitalismo se impusieron las ideas calvinistas: el mundo “pertenece” a la generación presente, la prosperidad es el camino al cielo. Los descendientes del futuro que se las arreglen como puedan. Hasta el siglo XX, el planeta era un barril sin fondo. El capitalismo aprendió a crecer sin llenadera. Como todos los grandes imperios de la brutalidad humana, se malacostrumbró; no en balde la referencia preferida de Estados Unidos, culminación histórica del capitalismo, es el imperio romano. Aunque su verdadera naturaleza, bien mirado, correspondería a la de los enemigos de Roma, los bárbaros del norte y los hunos de Atila: por donde pasa la avanzada del progreso (dijera Joseph Conrad) no vuelve a crecer la hierba.

Y si lo hace, ya no es problema suyo. O lo será cuando los escombros devengan negocio. Así ocurre con el “capitalismo verde” de mineras, petroleras, agroquímicas, termoeléctricas y otras corporaciones “amantes” del medio ambiente y la conservación de las especies. Entonces sí, bonos de carbono, servicios ambientales, energía limpia y bla-blá.

Sólo los márgenes de ganancia mueven a la civilización en que estamos atrapados. Y ya iniciada la edad de los grandes desastres, sequías, deshielos, inundaciones, nevadas e incendios bíblicos, los mercados de las metrópolis se abalanzan para sacarles raja, aunque sea lo último que hagan. Su vicaria utopía de futuro se basa actualmente en que podrán cambiar de planeta cuando este se vaya a la basura. Como son menos del uno por ciento de todos nosotros, creen que Marte les bastará por lo pronto para seguir expandiéndose. Aunque, en la soledad de la galaxia, ¿a quién le venderán los productos, y qué esclavos les harán la faena? Para lo segundo sí habría respuesta: las máquinas, los robots, las computadoras, la inteligencia artificial. Para lo primero, ya se verá, dicen.

Extraña contradicción humana, soñar que se puede prescindir de lo humano y de la humanidad. En tanto, las ganancias de capital no dejan de aumentar, como maquinita de Las Vegas. Ya ven lo feliz que anda Wall Street desde que llegó Trump a ladrarnos a quienes estamos off the wall (street). No importa cuán desgraciados sean los humanos en general, los ricos viven entretenidos y felices. Además, han convencido a un estratosférico número de personas de que no hay de otra, o te aclimatas o te aclichingas. Y ellos quedaron arriba. Así es la vida.

El exterminio de buenas tajadas de gente es parte de sus planes. Ya condenaron al África, a los indígenas, a los palestinos. El creciente flujo de migrantes hacia el norte se está volviendo en sí mismo un blanco de guerra y materia para campos de concentración. Las colonias israelíes en Gaza y Cisjordania repiten la conquista del Oeste de Estados Unidos, el genocidio y el despojo son parte de los planes de Dios, ese Jefe suyo que aparece en sus leyes y billetes y que les ordena deshacerse de la población originaria para poblarla pues la tierra les fue prometida. Dicen.

Fatalismo y resistencia

A todo esto, la concepción de que es posible cambiar las cosas pareciera desvanecerse. Desde la Revolución Francesa hubo en el mundo rebeliones y revueltas en principio libertarias. También racistas y sectarias, como demuestra prácticamente toda la experiencia de las independencias americanas, de Estados Unidos a Sudamérica. El siglo XX creció entre genocidios y guerras imperiales, pero muchas de ellas, desde la Revolución mexicana a Cuba, Angola, Vietnam y Nicaragua, fueron en realidad de liberación nacional.

Al fin del milenio la fragmentación del mundo, ya globalizado, multiplicó en la pequeña escala las resistencias; ya no guerras en sí, sino luchas en los intersticios de la guerra permanente del capitalismo contra los pobladores de cualquier lugar que contenga riqueza. Quizás nunca se expresaron tantas luchas desde abajo como ahora. Tan sólo en México el mapa de resistencias y conflictos resulta abrumador. Que no lo vean los candidatos ni los partidos fortalece el fatalismo de las mayorías, y permite aislar, abandonar las luchas a su suerte. A fin de cuentas los partidos y sus gobiernos son los encargados de reprimirlas.

Sin embargo, el cambio tecnológico (a su modo, una revolución, de la misma índole de la industrial del XIX) ha creado una nueva uniformidad de usos, pensamientos y miedos, orientada al consumo y la incesante “golosina mediática” (expresión de Ignacio Ramonet) que no sustituye a las religiones (ese viejo opio de los pueblos) sino que se les superpone y las potencia. Hoy vivimos un mundo religioso y apocalíptico como no lo hubo antes. Un mundo abrumado por la perfección tecnológica. Un mundo hipnotizado por pequeñas pantallas luminosas omnipotentes, que entre más nos aíslan de los demás, más idénticos nos hacen.

Estas pantallitas son la extensión última, íntima, intravenosa, del capitalismo tardío. La humanidad las abraza con aquiescencia unánime, pasiva, hechizada. En su aparente complejidad, los mensajes que nos inyectan para sustituir las ideas apuntan a un conformismo masivo que nos vuelve rehenes de las infinitas posibilidades de la golosina digital. Ante ello, ¿queda espacio para un cambio social? ¿Es posible resistir lo irresistible?

La dictadura invisible del capital nos dice que no, y a millones y millones de gentes no les queda más remedio que someterse. La migración misma puede ser un sometimiento, una confesión de impotencia. Es la humanidad que huye.

Paradójicamente, en los intersticios hay más resistencia que nunca. Mientras la tormenta Trump arrecia desde la metrópoli del capital y los demás Estados nacionales del hemisferio se hacen chiquitos como sus “presidentes”, de Peña a Macri (pasando por todo el zoológico de gobiernos en la región), se multiplican pequeños sacos de resistencia. No los únicos, pero sí con frecuencia los más consistentes, son los que sostienen los pueblos originarios. Permitieron cierta nivelación y cierta democracia en Bolivia y Ecuador. Dan aire a países sofocados como Guatemala, Panamá o Perú. En México desafían a la ilusión democrática de unos, y el fatalismo de otros; sus resistencias aguantan represión, ninguneo y muerte porque tienen algo preciso que defender: territorio, formas justas de gobierno, incluso lengua.

La masificación del control, el fatalismo ante el progreso avasallante y el sueño de libertad etérea que atrapa a las poblaciones urbanas, no alcanzan con la misma intensidad a los que, aún sin desdeñar las posibilidades de la comunicación y la herramienta tecnológica, tienen aún semillas en la mano, pies en la tierra y ojos abiertos que miran hacia el horizonte (no en sentido metafórico, sino real).

Gracias a ellos la fatalidad que nos dicta el capitalismo tiene grietas reales. Sigue viva la posibilidad de conseguir Otra Cosa, un mundo diferente. Las luchas de los pueblos originarios y campesinos no necesariamente pasan por las urnas, pero protegen en la práctica lo que de otro modo sería un botín más para el imperio único de los mercados en este planeta en agonía.