09-03-2018
Entrevista a Ariel Petrucelli sobre Ciencia y utopía en Marx y en la tradición marxista (III)
“Sobre el marxismo sin ismos de Paco Fernández Buey tengo la mejor de las opiniones. En realidad la tengo del conjunto de su obra”
Salvador López Arnal
Rebelión
Profesor de Historia de Europa y de Teoría de la Historia en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Comahue (Argentina), Ariel Petruccelli ha publicado numerosos ensayos y artículos de marxismo, política y teoría de la historia. Es miembro del consejo asesor de la revista Herramienta. En esta conversación nos centramos en su libro Ciencia y utopía, Buenos Aires, Ediciones Herramienta y Editorial El Colectivo, 2016. Se define como “marxista libertario con una amplia participación política en el movimiento estudiantil (en tiempos ya lejanos) y sindical docente”. Ha cultivado el humor político en un colectivo de agitadores culturales (El Fracaso) que editó a lo largo de más de una década dos publicaciones satírico-revolucionarias: La Poronguita y El Cascotazo.
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Un prólogo, una introducción, cuatro capítulos y un epílogo componen su libro como dijimos. Me centro en el capítulo 1 -“Socialismo: ¿utópico, científico o materialista crítico?”- que abre usted con una hermosa e interesante cita de Terry Eagleton. La copio: “[…]nunca he estado convencido de qué términos como optimismo y pesimismo tengan mucho sentido político. Lo que importa -lo que es en realidad condición necesaria para cualquier fructífera acción moral o política- es el realismo que a veces nos hace sentir desanimados y otras jubilosos”. Debo confesarle que, a diferencia de Eagleton, yo sí que considero que optimismo y pesimismo tienen sentido político en determinadas circunstancias. En la actualidad, como creo que dijo Galeano, conviene ser optimistas o cuanto menos esperancistas: ¡dejemos el pesimismo para tiempos mejores! Sea como fuere, ¿qué es eso del realismo? ¿Cuándo uno es realista en política? ¿Cómo puede saber que lo es?
En política hay mucho de especulación, de apuesta, de incertidumbre. Realista político es quien busca basar su práctica y sus elecciones políticas al menos parcialmente en un conocimiento riguroso del estado de cosas. Desde luego, hay un realismo conservador, que consiste en adaptarse pragmáticamente al mundo tal cual es. Y hay o puede haber un realismo revolucionario, que busca no adaptarse al mundo tal cual es, sino modificarlo radicalmente. El revolucionario no realista basa su accionar puramente en los principios, en los objetivos finales, en el deseo, desentendiéndose de las más concretas situaciones sociales y políticas, de los medios necesarios para alcanzar los fines, de las inevitables transacciones. El revolucionario realista, sin desconocer los principios ni los objetivos finales (y sin echar a la basura el deseo), es sensible también a los medios, a los tercos datos de la realidad, a las correlaciones de fuerza. Como en casi todo, nadie es total, plena y absolutamente realista o irrealista. Pero ello no quita que haya ejemplos claros de políticos o de revolucionarios más realistas y más irrealistas.
Pero, si me permite, nunca llegamos a tener un conocimiento cabal, completo, de casi nada. Cualquier estadio cognoscitivo nos reta a nuestras aproximaciones. Si fuera así, si no ando muy errado en lo que le comento, ¿el realista revolucionario no construiría estrategias para alcanzar sus aspiraciones con pies de barro, con algo de solidez, con la máxima de la que sea capaz, pero sin seguridades? Los tercos datos de la realidad a los que usted hace referencia a lo mejor se le escapan parcialmente, por mucho que se esfuerce. No somos la especie de la omnisciencia.
¡Totalmente! No somos la especie de la omnisciencia. Ser realista, como ser revolucionario, es cosa de intensión: no significa que uno lo sea afectivamente. Ya el Che Guevara decía que para ser revolucionario lo primero es tener revolución. Uno, en todo caso, intenta ser realista como intenta ser revolucionario. Garantías de que lo sea realmente no las tiene nadie. Pero, en cualquier caso, es algo muy diferente intentar un análisis realista y fracasar en el mismo por falta de información o por lo que fuera, que desentenderse de esos problemas.
Cuando se habla de cientificismo marxista, ¿de qué hablamos exactamente? ¿Cómo alguien sensato y conocedor o lector del tema pudo pensar que en el marxismo, todo él, era ciencia?
Por marxismo cientificista entiendo yo llanamente la concepción que considera que todo (o todo lo valioso) del marxismo es ciencia. No sé si tengo una respuesta convincente a lo que, visto con calma, parece una postura insostenible (que todo era ciencia en la obra de Marx), pero que fuera sostenida por pensadores de la talla de Althusser. Si me solicitara una respuesta de todos modos…
Eso hago, perdone la descortesía.
Yo diría entonces que pesó el prestigio de la ciencia moderna, y la necesidad de dotar de ciertas garantías últimas a las convicciones comunistas: el advenimiento del comunismo era entendido como un resultado ineludible científicamente demostrable. En este caso, las necesidades político-ideológicas se llevaron puesta a la criticidad epistémica, reduciendo la obra de Marx, por un lado, y pidiendo de la ciencia cosas que la ciencia no puede proporcionar: como certezas sobre el futuro. Sin embargo, una política revolucionaria necesita ciertamente de certezas: estoy convencido de ello. Las dudas van mejor en la filosofía que en la política, y dudar mucho y quedarse en la duda siempre es más sencillo cuando uno se halla más bien cómodo con el sistema imperante, o al menos no lo desafía abiertamente.
Lo que propongo en Ciencia y utopía, en cualquier caso, es fundar las certezas revolucionarias en el plano ético, para poder tratar así a las hipótesis científicas como lo que son: hipótesis, por definición relativas, revisables, falsables. Uno no es comunista por mera deducción científica, sino en gran medida por cierta concepción de lo bueno y lo justo.
Dos dudas sobre lo que ha señalado. La primera. Ya que hablamos del tema: ¿se ha generado buena epistemología en la ámbito de las tradiciones marxistas o se ha sido más bien, en términos generales, un poco brutos, sin mucha finezza?
En líneas generales la tradición marxista, a mi juicio, no ha tenido su fuerte en la epistemología. Sacristán y Fernández Buey son excepciones notables.
Hablaba usted del ser comunista, del tomar esta opción político-filosófica. No se toma por deducción científica, decía, sino por la concepción que se tiene de lo bueno y lo justo. Pero esto que señala, ¿no implica también una forma de “cientificidad”, de conocimiento, de saber ético, de reflexión filosófica? Hay mucha gente que habla de sentimientos, de contacto con el mundo del trabajo, de experiencias propias de explotación y opresión, etc. La reflexión es posterior, viaja en el segundo vagón.
Permítame desarrollar el punto.
Adelante con el desarrollo.
Quizás me expresé mal. Yo no diría que nadie se hace revolucionario porque cree que esa es una conclusión científicamente imperativa. Sostengo, más bien, que quien crea eso seguramente se equivoca: usando los mismos datos sería posible extraer otras conclusiones políticas, sin por ello estar científicamente errado. Diría, también, que la razón principal o más abundante por la que una persona se hace revolucionaria es cierta indignación moral, que está bien que así sea, y que por ello el marxismo debe profundizar el estudio y la discusión ética. Y en este terreno, hay argumentos, hay argumentación racional, hay razones mejores o peores, pero no hay ni demostración ni certeza. Y no la hay en un sentido más fuerte del que podríamos decir que no hay certeza en otros campos.
En una nota a pie de página, habla usted de Althusser. ¿Qué opinión le merece su obra? ¿Cree que es una lectura ya superada, que no tiene sentido ser althusseriano a día de hoy, aunque muchos pudimos serlo hace unos 40 años?
La obra de Althusser es extensa, compleja, y desgraciadamente oscura. Siempre se puede aprender algo de un libro inteligente; pero, a mi juicio, es mejor ver a Althusser y al althusserianismo como un momento ya superado. Queda la tarea histórica de comprender las razones del atractivo intelectual de una concepción que, vista hoy, no parece tenerlo.
En esa misma nota a pie de página, hace usted referencia a Francisco Fernández Buey, a su tesis doctoral. ¿Cómo conoció usted la obra de uno de nuestros maestros y referentes? ¿Qué opinión le merece su marxismo sin ismos?
Debe haber sido en 1990 o 1991. Fue en una vieja librería de la calle Corrientes, en Buenos Aires, en un estante cercano al piso de una biblioteca medio escondida. Allí hallé Contribución a la crítica del marxismo cientificista, y lo compré porque por entonces leía yo todo lo que podía sobre Marx y el marxismo, y porque los libros sobre esas temáticas, en pleno ascenso del neo-liberalismo, se hallaban a precio de saldo: algo muy conveniente para mi economía de estudiante pobre. Lo leí por primera vez poco después, ya en Neuquén. Entendí algo, no mucho, debo confesarle. Pero lo que entendí me convenció y maravilló. Al final de la Introducción Fernandez Buey señalaba que el punto de vista que subyacía al criticado marxismo dellavolpiano era el de otro marxismo, del que daba unas señas esenciales en cuatro o cinco líneas, para finalizar diciendo: “Esa forma de ver el comunismo marxista la he aprendido de Manuel Sacristán”. No hizo falta más: me puse a rastrear los libros de Sacristán, empresa no tan sencilla en Argentina por aquellos años. Y a Sacristán lo leí mucho y lo admiré más. Para que vea que no es por congraciarme con usted, que es un conocido discípulo tanto de Sacristán como de Fernández Buey, le cito lo que publiqué en El marxismo en la encrucijada, hace ya 8 años: “Si me reconozco marxista es por la sencilla razón de que las personas que más han influido en mi pensamiento y en las páginas que siguen han sido o se han considerado marxistas: Isaac Deutscher, Manuel Sacristán, Geoffrey de Sainte Croix y Perry Anderson”.
Sobre el marxismo sin ismos de Paco Fernández Buey tengo la mejor de las opiniones; en realidad la tengo del conjunto de su obra. Por ejemplo, su profundo e iluminador análisis critico de la controversia entre Ginés de Sepúlveda y Bartolome de las Casas lo utilicé durante una década como material de lectura obligatoria cuando dictaba Historia Americana en un Instituto de Formación Docente. Lamenté profundamente su pronta y para mi inesperada muerte física.
Guardo sus palabras para siempre. Gracias. Una nota al margen: lo que cuenta usted que le pasó con los libros de Sacristán, aquí, en España, en Barcelona concretamente, se repetiría. Si alguna vez viene a visitarnos ya verá como no encuentra ninguno de sus ensayos en ninguna librería.
Cita usted a André Gorz, al que presenta, con razón, como un escritor-pensador que hemos olvidado. ¿Por qué, por qué se ha olvidado tan rápidamente a Gorz, a Michel Bosquet?
Le cuento algo para agregar a su nota al margen. Hace poco menos de 10 años, un gran amigo mío viajó a España (donde ahora reside) para realizar estudios de posgrado en Filosofía en Murcia. Le pedí encarecidamente que buscara algún filósofo influido al menos por Sacristán, y que rastreara libros suyos inhallables en Argentina. Filósofo no halló ninguno, y libros unos pocos, que tuvo la gentileza de enviarme. Vuelvo a su pregunta. En el reflujo del pensamiento de izquierda luego de la “caída del muro” fueron muchos los pensadores olvidados. Y los que sobrevivieron no siempre lo fueron por las mejores razones. Creo que en el caso de Gorz pesó mucho el no tener ninguna corriente política claramente afín y el tener preocupaciones intelectuales no claramente encasillables en ningún “nicho” o especialidad académica.
En la nota 7 cita usted a Popper, de manera elogiosa si no he leído mal. ¿Y cómo es, cómo se explica que un marxista como usted, un luchador, cite elogiosamente en su arista no epistemológica a alguien que llegó a ser uno de los asesores de miss Margaret Thatcher, uno de los emblemas más representativos del neoliberalismo salvaje y en estado impuro?
La cita popperiana versa sobre la posibilidad de que alguien, asumiendo que un curso histórico es inevitable, decida sin embargo luchar contra él. Lo mismo había planteado Gorz. Con esas citas intentaba mostrar yo que, en esto, podía estar de acuerdo alguien de izquierda con alguien de derechas. Cito aprobatoriamente, pues, una idea, que Popper compartía con Gorz, y yo con ellos. Por lo demás, si bien tengo el mayor de los respetos por la labor epistemológica de Popper, no necesariamente coincido con sus planteos, aunque sí con algunos. En cualquier caso, hay que evaluar debidamente cada una de sus tesis y de sus argumentos. Pero lo mismo hay que hacer con sus ideas y argumentos político-ideológicos. Aunque Popper esté en las antípodas de mi posición política, no todas su razones ni todos sus argumentos me parecen inválidos. Y, por lo demás, admiro mucho la claridad y la elocuencia con la que expone sus ideas. Aunque la implicación ideológica de un libro como La sociedad abierta y sus enemigos sea de derechas, en modo alguno me parece un mal libro. Al contrario. Y si uno se toma con calma algunas barbaridades y unilateralidades que aquí y allá lanza Popper; y se toma el trabajo de leerle íntegramente, saldrá a la luz la enorme admiración y el gran respeto que sentía Popper por Marx. Siempre sentí una gran curiosidad por saber qué pensarían en privado los camaradas ideológicos de Popper de ese libro en el que la gran bestia negra no es Marx, sino Platón; y en el que Marx es considerado un partidario de la “sociedad abierta” que erró en el camino elegido para alcanzarla, pero no en el objetivo final.
Está muy bien visto eso que señala. No puedo ayudarle.
Una de las sorpresas de este capítulo: su referencia a Henri Poincaré, alguien que no suele ser citado en libros marxistas. ¿Qué le interesa más de la obra de este gran matemático, de este gran físico, de este enorme filósofo de la ciencia?
Lamento desilusionarlo: conozco muy poco de la obra de Poincaré. Le cité porque me pareció uno de los primeros en exponer con claridad meridiana una idea que me parece correcta. Llegué a él por la teoría de las probabilidades.
Por cierto, ¿la crítica de Poincaré, que tanto recuerda la de Hume, le parece definitiva? ¿Del es no se infiere ningún debe ser? Filósofos analíticos contemporáneos como H. Putnam, recientemente fallecido, han discutido esa separación radical. Usted mismo cita a uno de los grandes-grandes, a John Searle.
Yo no diría que sea definitiva, pero me parece globalmente correcta. Puede que haya excepciones, como en el ejemplo de las promesas (del hecho de hacer una promesa se deduce el deber de cumplirla, con lo cual es posible derivar un debe de un es); pero en líneas generales, salvo algunas pocas excepciones, creo que no es posible, de ningún diagnóstico de situación, extraer una conclusión imperativa sobre qué hacer. Así como ante un mismo diagnóstico médico hay un abanico de opciones posibles para afrontar la situación, de un estudio histórico-sociológico se pueden extraer legítimamente distintas conclusiones políticas.
Pero si la comparación que usted traza con la medicina es buena, entonces lo que podría afirmarse no es que del ser no se infiere ningún deber ser sino que se infieren muchos, y que es nuestra racionalidad global y nuestra eticidad la que nos permite elegir, sin garantías epistémicas, entre esos deberes.
Estoy de acuerdo, podría suscribir esa afirmación sin quitarle ni una coma.
De acuerdo, descansemos un momento si le parece.
Vale, de acuerdo.