Ser o no ser
Gustavo Esteva
La Jornada
Ante escándalos como el de Facebook y Cambridge Analytica no estamos haciendo las preguntas correctas, las que verdaderamente nos conciernen.
La atención está centrada en lo que la tecnología puede hacer: cómo se recogen y procesan datos personales, cómo se utilizan para influir en la gente, cómo ciertos grupos pueden emplear todo eso para sus fines, cualesquiera que sean.
Se busca transparencia en el contrato del INE con Facebook y en la operación misma de Facebook. Parece sensato. Se presiona a Facebook para que controle la información. Sin embargo, como el propio Zuckerberg se preguntó en público, la semana pasada, cabe plantear si debe tocarle la tarea de filtrar lo que se sube a la red, si ha de ejercer una función de censura. No resuelve el problema decir que no. Si no es él, ¿quién sí?, ¿los gobiernos?, ¿los congresos?, ¿comisiones ciudadanas?, ¿Naciones Unidas? ¿Consiste acaso el problema en definir quién debe censurar?
La discusión sigue centrada en lo que la tecnología hace. El énfasis de hoy parece estar en la contradicción entre usuarios y clientes de Facebook. Facebook proporciona un servicio a unos 2 mil 200 millones de personas. Esos usuarios no son sus clientes. Sus clientes son los que compran la información de sus usuarios, para sus propios fines; son ellos quienes producen las ganancias que han hecho a Zuckerberg uno de los cinco hombres más ricos del mundo.
Un procedimiento idéntico opera con quienes usan tarjetas de crédito o los servicios de un hospital o un supermercado. La información electrónica de lo que las personas hacen o dejan de hacer en su vida cotidiana es una mercancía. La compran quienes la usan para sus propios intereses políticos, económicos o de cualquier tipo. La compran para moldear pensamientos y comportamientos en función de lo que les conviene. La sociedad en que vivimos no puede impedir que ocurra ese espionaje y menos aún que se comercialice y utilice para fines que no son los de los usuarios.
Pero quizás no es eso lo que debemos preguntarnos, aun después de saber que no tiene respuesta aceptable. No deberíamos ver solamente lo que la tecnología hace o puede hacer, sea que la usemos nosotros, una empresa o un gobierno. La pregunta relevante es lo que la tecnología nos hace: de qué manera nos dejamos moldear por dispositivos cada vez más abstractos que mediante la aplicación de ciertos algoritmos pueden inducir pensamientos y comportamientos.
No parece haber mayor daño en el hecho de que una compañía adquiera información sobre las compras de medicinas que hizo alguna persona para hacerle llegar propaganda de las que esa compañía vende. La persona podrá o no hacerle caso, y en todo caso las ventajas y libertades asociadas con las nuevas tecnologías parecerían compensar el precio de estar expuestos a tal propaganda. Pero eso ya quedó atrás. El problema es mucho más profundo, mucho más grave. Es de otra índole. Que algo como lo que parece haber hecho la empresa contratada por Trump sea posible, que cierta técnica pueda determinar lo que hacemos o dejamos de hacer, sea votar por un candidato o comprar determinada marca de jabón, que hayamos llegado a ser eso, es lo que debe preocuparnos.
Hace 50 años, en 1968, Erich Fromm observó que un espectro andaba al acecho entre nosotros y sólo unos pocos lo habían visto con claridad, el espectro de una sociedad mecanizada dirigida por computadoras. En esa sociedad, escribió Fromm, el hombre mismo, bien alimentado y divertido, aunque pasivo, apagado y poco sentimental, está siendo transformado en parte de la maquinaria total. [En la nueva sociedad] los sentimientos hacia los demás serán dirigidos por condicionamiento sicológico y otros expedientes de igual índole, o por drogas, las que también proporcionarán una nueva clase de experiencia introspectiva. Lo más grave, pensaba Fromm, es que perdemos control de nuestro propio sistema. “Cumplimos los cálculos que las computadoras elaboran… No queremos nada ni dejamos de querer algo. Las armas nucleares amenazan con extinguirnos y la pasividad… con matarnos internamente” (La revolución de la esperanza, FCE, 1970, p.13).
El propio Fromm citó a Zbigniew Brzezinski, de infausta memoria: En la sociedad tecnetrónica, el rumbo al parecer lo marcará la suma del apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerá fácilmente dentro del radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más recientes de comunicación para manipular las emociones y controlar la razón (p. 13).
En eso estamos. Como puede verse en el mercado electoral mexicano, no necesitan ser personalidades magnéticas y atractivas… Pero la pregunta no ha de concentrarse en quienes cometen cotidianamente la atrocidad de la manipulación, en quienes viven de ese negocio, en Facebook, por ejemplo, o en partidos y candidatos en México. Ha de estar en los usuarios, los que se han dejado convertir en un perfil; los que creen que están hablando con otros cuando sólo están intercambiando información con ellos; quienes cuentan satisfechos el número de amigos y amigas que están viendo en ese momento la fotografía de sí mismos, la selfie, que acaban de subir a su página; los que son ya, en la realidad, lo que capta y usa el algoritmo, aquellos y aquellas que se han convertido en lo que su huella electrónica muestra… Sólo por eso el truco funciona. Ese es el verdadero problema.
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