El agriopuerto de Peña Nieto, y nosotros
Hermann Bellinghausen
La Jornada
Es una pena que deba llegar la primavera electoral para que, henchida de esperanza, la sociedad inconforme se acoja a las promesas de políticos que buscan nuestro voto. La sexenal sensación de que hacemos algo para cambiar las cosas. En el ínterin nos quejamos sin consecuencias. Nos tomó un lustro asumir el rechazo al denominado Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAICM), que ya en el nombre lleva su brutal malicia: se localiza a más de 20 kilómetros de la ciudad, en una región que solía ser rural y no densamente poblada, con recursos bióticos y generosa dotación de agua a las puertas de una urbe que tarde o temprano sucumbirá a la sed. Así, se hipertrofiará más la ciudad de los negocios inmobiliarios, industriales y megacomerciales que no necesita el pueblo pero sí apetecen los inversionistas locales y foráneos, verdadero gobierno del país.
Más vale tarde que nunca. Han pasado 16 años de que el Estado intentó por primera vez imponer la obra. La heroica defensa del territorio de San Salvador Atenco y otras comunidades aledañas al viejo lago de las maravillas frenó los afanes pan-priístas, que ya entonces enseñaban el cobre de su ambición. Los hijastros presidenciales y otros personajes del entorno foxiano se frotaban las manos sin pudor. Entonces vieron que se les caía el monopolio de taxis, comercios, peajes y servicios. Recuérdese el papel central en aquello del gobierno mexiquense a cargo del Señor de las Ratas, Arturo Montiel, tío y heraldo del actual presidente de la República. Intereses allegados al grupo Atlacomulco, los Hank incluidos, ya estaban detrás del ambicioso proyecto al que unos macheteros marcaron el alto.
Se vio que el desastre ambiental sería inmarcesible. Aun antes de los estudios de impacto ambiental fue evidente que los pueblos texcocanos eran algo más que rémoras del antiprogreso. Defendían el futuro de sus hijos y de todos nosotros. La riqueza de sus campos cortaba la respiración. Es probable que algunos lectores conozcan el paraje en Atenco donde una roca es considerada el trono de Nezahualcóyotl. Desde allí, el rey poeta habría admirado la plenitud del lago y sus tierras feraces. Hoy le crecen kilómetros de concreto plano, la mancha negra que no deja de avanzar, como en La princesa mononoke, de Hayao Miyazaki.
Con complejo bananero en un país de pobreza y hambre, de injusticia y deterioro ambiental, el proyecto quiere competir con los aeropuertos más faraónicos del primer mundo. No viene solo, se planea una nueva ciudad-maqueta a la Slim, bajo el apocalíptico nombre de Aerotrópolis, y la urbanización incontrolada que resulte. Los priístas mexiquenses se aliaron impacientes con foxistas y calderonistas para destrozar la resistencia de Atenco en 2006. Brutalidad policiaca en horario triple A, vejación sexual, presos y presas, difamación, terror. De inmediato, la Comisión Nacional del Agua, la Procuraduría Agraria, las autoridades medioambientales y los partidos políticos desataron una labor de zapa para dividir, engañar y corromper a las comunidades.
Marrulleramente, el Estado panista-priísta fue allanando el camino para salirse con la suya, sin considerar siquiera otras opciones. Era por el trofeo, no el bien público. Al hacerse del Ejecutivo, Enrique Peña Nieto y sus socios políticos y comerciales al fin pudieron dar banderazo al proyecto del sexenio. Típico de nuevos ricos: vámonos por el arquitecto más famoso y montemos una maqueta que ponga verdes de envidia a los jeques sauditas.
Siempre fue un elefante en el cuarto. Sólo la avaricia irresponsable aconsejaba ese camino. Ahora vienen comicios otra vez, el chance de cambiar el rumbo. Después de años de permitir que el peñato avanzara en su meganegocio –arropado en los funcionarios del socavón, la verdad histórica de Ayotzinapa, el ridículo ante Washington o las propiedades mal habidas– nos percatamos del despropósito ambiental y urbanístico. Los costos inflados de las obras, el cinismo ambiental, el atropello a los derechos humanos, el desvío de las pensiones, el holocausto de los ajolotes, el daño arqueológico, la destrucción del tejido social y demás horrores que alimentan reportajes, columnas como ésta, discursos de candidatos, tuits y feisbucazos. Como ante la voracidad urbanizadora o la aniquilación territorial por el extractivismo de estos gobernantes, la población urbana no ha sabido resistir con eficacia. Casi ninguna construcción iniciada se detiene.
El pánico declarativo del presidente, su secretario de socavones, su candidato, sus financiadores y socios comerciales ante los dichos contra el NAICM del candidato de la oposición, encuera a qué grado estamos hundidos en sus lodos. Los inversionistas perderán confianza en el país (o sea en ellos), aúlla el ínclito secretario de obras y agujeros. Como si esa confianza fuera la que importa a los mexicanos que nunca ven una.