ABRIL 9, 2018
Los jueces
Raúl Prada Alcoreza
Esa inclinación a juzgar, a colocarse por encima, desde una supuesta posición impecable, es quizás el acto más expresivo de la legitimación del poder. El presupuesto inicial es el siguiente: el juez defiende la Ley, la Norma, lo que vendría a ser el esquema de la normalización y de la normatización. En el substrato de la hermenéutica del derecho, el juez defiende el bien común. Juzga entonces, por mediación del juez, la sociedad misma, la sociedad que se defiende contra lo que atenta contra ella, el bien común, la ley, el Estado. El juez tiene a mano para juzgar el sistema de leyes, además de las instituciones que apoyan a su cumplimiento. Se juzga en procesos judiciales, donde el inculpado tiene, de acuerdo a Ley, derecho a la defensa. Entonces se contrastan las acusaciones contra los descargos, los indicios contra las negaciones, los argumentos de la fiscalía contra los argumentos de la defensa. El juez dirime.
Todo esto se sostiene en el supuesto de la posición impecable. ¿Empero, qué pasa cuando este supuesto no se sostiene, cuando no hay posición impecable? Cuando no hay posición impecable no se sostiene el acto de juzgar. Este es el tema; si no hay base donde sostenerse el juzgar es un teatro cruel. El juzgar forma parte de los juegos de poder; cuando se juzga se ocupa la disposición privilegiada, desde el simbolismo de la legitimidad, del ejercicio del poder. Se condena con todo el peso de la Ley, pero, sobre todo, con todo el peso de la legalidad institucional; es más, con todo el peso de la predisposición cultural institucionalizada.
Es esto lo que parece que pasa en gran parte de los Estado-nación del sistema-mundo moderno. El acto de juzgar acompaña a la violencia desencadenada en los países administrados por los Estado-nación. Ciertamente, no legitima directamente la violencia desencadenada, sino que lo hace partiendo de sistema jurídico establecido, de la referencia ideal al bien común, de la referencia sociológica y política de la defensa de la sociedad. Entonces, ocurre como si se adelantara a la justificación de la violencia estatal. Frente a los problemas que se enfrenta en una coyuntura o incluso en un periodo, como, por ejemplo, la problemática de la corrosión institucional y la corrupción, no puede quedar al margen del tratamiento jurídico de estas problemáticas. El sistema jurídico se declara opuesto al flagelo de la corrupción; se emiten declaraciones rimbombantes que señalan como un mal que afecta al Estado y a la sociedad. Incluso desde el gobierno y los órganos de poder se emiten discursos que declaran la “guerra a la corrupción”; es más, el Estado promulga leyes anti-corrupción. Sin embargo, el problema radica en que todo esto no detiene la marcha corrosiva de la corrupción.
Quizás, en su desesperación, al no responder a la problemática, al no poder ocultar su ineficiencia, el sistema jurídico opta por descargar el peso de la Ley en chivos expiatorios. En quienes se pueda simbolizar la espada implacable de la Ley, al descargar sobre ellos el castigo o la pena definida. Pero, todo esto es una catarsis; la Ley descarga todo el peso demoledor del Estado en quienes infringieron la norma. La cuestión es que el problema subsiste a pesar del castigo ejemplar ejecutado. Entonces, si no es suficiente castigar y encerrar al culpable, la finta de toda esta ceremonia y pose del acto de juzgar cae por su propio peso. Se refugia en el castigo del chivo expiatorio, empero mantiene todo el funcionamiento de la corrosión institucional y de la corrupción envolvente. Quizás esta sea la salida teatral al problema acuciante de la corrosión institucional, pero, de ninguna manera el problema mismo encuentra una solución. Cuando la justicia, es decir, el sistema de justicia nacional, encuentra satisfactorio castigar a unos cuantos y desentenderse de la responsabilidad de desmantelar la economía política del chantaje, donde se manifiestan las prácticas de la coerción, del chantaje y de la corrupción, estamos ante no solamente la renuncia a hacerlo, sino ante la forma demagógica de descargar la culpa en los chivos expiatorios, sin tocar las máquinas mismas de la economía política del chantaje.
Por ejemplo, en el caso de la corrupción galopante del “gobierno progresista” de Brasil, el culpable penado y castigado es el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva. Empero, quedan absueltos todos los involucrados en los casos de corrupción denunciados. Cuando se sabe que los unos y los otros, los que fueron oficialistas “progresistas” y los de la “oposición” congresal, están implicados en las redes de corrupción, sobre todo vinculados al manejo doloso de la empresa PETROBAS, además de las empresas constructoras como Odebrecht y OAS, además de otras empresas brasileras, el castigo y la penalidad a uno de los implicados, por más importante que sea, es el procedimiento optado para desentenderse del problema. No se trata, de ninguna manera, de defender a Lula u a otro presidente “progresista”, implicado en corrupción, de ninguna manera, sino de comprender cómo funciona la justicia, el sistema jurídico, en el contexto del funcionamiento del Estado.
Teóricamente, la lucha contra la corrupción, implica la lucha contra toda sus maquinarias, estructuras y circuitos, además de redes, entonces se trata del desmantelamiento de estas maquinarias, estructuras y redes. Esto es precisamente lo que no se hace. En el Congreso se da como una componenda para limitar los alcances de las investigaciones y de las resoluciones congresales, además de las determinaciones judiciales. Se trata de contentar a la opinión pública, al presentar al culpable, atrapado, juzgado y castigado. Es una puesta en escena. Lo que se salva es todo el sistema de la corrosión institucional y de la expansiva corrupción. Esta complicidad se efectúa por los procedimientos del acto de juzgar.
Al final, el juzgar es un procedimiento implicado en el fenómeno de lo que se juzga. Se trata, hablando directamente, de una amputación que salva no al cuerpo, sino a la enfermedad que prospera a costa del cuerpo. Este procedimiento se apoya en la inclinación psicológica del espíritu de venganza, que busca descargar su furia en el culpable, olvidando que el mismo forma parte de la maquinaria demoledora de la economía política del chantaje. No solo tendrían que caer todos los implicados, que forman parte de los partidos “oficialistas” y de la “oposición”, sino que tendría que desmantelarse la misma estructura, circuitos, redes y recorridos de la corrupción. De lo que se trata entonces es de lograr la catarsis, la descarga emocional de los cuerpos afectados. En este sentido, el poder es hábil y pragmático; no interesa defender a los implicados en su marcha destructiva, lo que importa es que la heurística del poder siga funcionando, incluso sacrificando a algunos de los gestores de semejante funcionamiento des-posesivo y despojamiento social.
El caso de Lula en Brasil, del desenlace de los entramados corrosivos institucionales y de la galopante corrupción del “gobierno progresista”, es ilustrativo, pues se observa el esfuerzo estatal de salvar el sistema corrosivo y de la corrupción, donde todos los partidos, es decir, la clase política está implicada, inculpando, castigando, penando y encarcelando a uno de sus implicados; quedando exentos todo el resto; protegidos por que el peso del castigo se concentra en el símbolo mediático de la corrupción.
Lo que sucede, por así decirlo, los desenlaces de los entramados dramáticos, son ilustrativos de los comportamientos de la clase política, pero también de la sociedad y el pueblo. Parte de la clase política avala este montaje estatal, la otra parte significativa de la clase política está en contra, no exactamente de la concomitancia con la economía política del chantaje, sino con que se lleve a su líder a la cárcel. Parte del pueblo, situado en medio de la tormenta, atina a defender al líder, en quién depositó sus expectativas y esperanza, defiende al líder en su dramática caída. En estas condiciones, también es cómplice de lo que critica, las maniobras y concomitancias del poder judicial con el problema mismo en cuestión; al defender al líder, que forma parte del sistema corrosivo y corrupto que atraviesa el Estado, aunque acierta en la parcialidad del poder judicial.
En las formaciones sociales periféricas, altamente diferenciadas, en el pueblo experimentado, que ha labrado su memoria y ha constituido su posicionamiento histórico-político, la lucha contra las oligarquías, herederas del poder colonial, es como una predisposición social y política conformada; el problema radica en que se confunde esta lucha histórica con la defensa de un “gobierno progresista” circunstancial, más aún con su caudillo. Ciertamente es todo un aprendizaje distinguir entre las representaciones políticas coyunturales y las tareas imprescindibles de las emancipaciones y liberaciones. A pesar de sus desencantos, el pueblo sale a las calles a defender lo que queda, un líder decrepito, comprometido hasta la médula con la misma práctica compartida con los partidos opositores, la corrupción.
Si bien, está claro, que no se trata de defender al líder, que ya forma parte de un sistema de corrupción compartido con la llamada “oposición”, de los circuitos y redes de la galopante corrupción, tampoco se trata de aplaudir el logro de la justicia, el llevar a la cárcel a un corrupto visible, desentendiéndose de la matriz del problema, el funcionamiento desequilibrante de la economía política del chantaje, donde la clase política, hasta el mismo Estado, se encuentran comprometidos. Se nota, en esto, que no solamente, la “derecha”, conservadora recalcitrante, sino parte de la “izquierda”, solapada conservadora, se dejan llevar por el espíritu de venganza, descargando sus frustraciones en el cuerpo vulnerable del culpable.
No hay culpables, sino víctimas, aunque, en unos casos sean víctimas privilegiadas, y en otros casos víctimas desprovistas. La responsabilidad social es desmantelar las máquinas de la economía política del chantaje, donde se encuentran las prácticas paralelas del lado oscuro de la economía y del lado oscuro del poder. Cuando se renuncia a esta tarea y se cae a la autosatisfacción del acto de juzgar, es más, del deleite del castigo, se comparte con los “enemigos” de clase el mismo prejuicio constitutivo del poder: en la creencia que el problema se resuelve castigando al culpable.