Lula irá a la cárcel. Punto final para la izquierda y el proyecto Brasil Potencia

Lula sabe que no puede volver a gobernar, porque una sociedad polarizada no admite medias tintas como las que promovió durante sus dos gobiernos. Aquel tibio centrismo y la alianza con la derecha no son reeditables. Las fuerzas sociales que lubricaron la gobernabilidad (empresarios, evangélicos y sectores de las clases medias), retrocedieron espantados no por sus programas económicos sino porque los pobres empezaron a moverse y ocupar espacios a lo largo y ancho del país. Una reacción colonialista a tono con la peor historia del país, que ningún gobierno puede trasmutar.
La segunda cuestión es que la izquierda podría interrogarse sobre los caminos a seguir. Desde la caída del socialismo real (1989-1991), las diversas variantes de las izquierdas optaron por un pragmatismo rayano en la entrega de sus valores históricos. Con el afán de llegar al gobierno, diluyeron sus programas y labraron alianzas con las derechas pagando precios tremendos en legitimidad.
La crisis actual puede ser el momento adecuado para lanzar nuevas-viejas preguntas. ¿Puede cambiarse la sociedad desde el Estado? En los hechos, el Estado ha domesticado a las personas que asumen cargos. ¿Porqué las izquierdas siguen creyendo en algo que llamamos estado de derecho, cuando las derechas dejaron de creer en la legalidad para imponer sus intereses por la fuerza? En consecuencia, ¿qué caminos habría que tomar para actuar fuera de los marcos de las instituciones, pero sin acudir a la violencia?



abril 10, 2018

Lula irá a la cárcel
Punto final para la izquierda y el proyecto Brasil Potencia

Con la definitiva condena de Lula se cierra un ciclo político en América Latina. El ex presidente no podrá presentarse a las elecciones del próximo año, su partido será reducido a la mínima expresión y el futuro de las izquierdas queda suspendido en un limbo del que no podrá salir siquiera en el mediano plazo.

Raúl Zibechi

Por seis votos contra cinco, el Supremo Tribunal Federal (STF) rechazó el habeas corpus presentado por los abogados del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva. De ese modo, pierde la chance de evitar la prisión antes de las elecciones presidenciales de octubre. Aunque el desenlace era previsible, supone una seria derrota para el Partido de los Trabajadores, para la izquierda brasileña y latinoamericana y, por supuesto, para el principal líder de esta corriente.
En la correlación de fuerzas que provocó esta derrota deben anotarse como mínimo tres aspectos: la potente irrupción de los altos mandos de las fuerzas armadas en el escenario político, algo inédito en tres décadas de pos dictadura, la conformación de una nueva derecha militante, profundamente racista, antipopular y antidemocrática que polarizó al país y, por último, una izquierda paralizada que no ha sido capaz de comprender las nuevas realidades globales y regionales.

LA “ÉTICA” MILITAR. El comandante del Ejército, general Eduardo Villas Boas, escribió en su cuenta de twitter, horas antes del inicio de la sesión del STF que debía decidir si Lula irá a la cárcel: “Todos los esfuerzos deben ser hechos para prohibir la corrupción y la impunidad en la cotidianeidad brasileña”.
La propuesta sería creíble si partiera de una institución habituada a castigar a los responsables de torturas y asesinatos durante la dictadura militar (1964-1985). Pero los altos mandos siguen respaldando a los torturadores, les rinden homenajes públicos y sesgan el escenario político. En 2016, la Comisión Pastoral de la Tierra demostró que en los últimos 32 años hubo 1.722 asesinatos en el campo brasileño en el marco de la reforma agraria, de los cuales sólo 110 fueron a juicio y apenas 31 personas resultaron condenadas.
La institución que debería perseguir el crimen en Rio de Janeiro, donde interviene por orden del presidente Michel Temer, la define Villas Boas como “guardián de los valores y principios de la moralidad y la ética”, pero no parece empeñada en encontrar a los asesinos de la concejala Marielle Franco.
Por lo menos otros tres generales apoyaron al comandante en mensajes públicos. El general Luís Gonzaga Schroeder declaró a O Estado de S. Paulo que si Lula no es enviado a la cárcel, “el deber de las fuerzas armadas es restaurar el orden”. Sólo el comandante de la fuerza aérea, Nivaldo Luiz Rosado, mostró un tono diferente al de los generales, al apuntar que la sociedad está “polarizada” y exigir a sus subordinados respetar la Constitución y no poner las convicciones personales por encima de las instituciones.
Más que una amenaza golpista, se trata de presiones –inadmisibles por cierto- a los once ministros del Supremo para que lleven a Lula a la cárcel. Presiones que no se escucharon cuando el parlamento decidió impedir que la justicia procesara al presidente Temer. Más aún, cinco mil jueces y fiscales pidieron en carta colectiva que se mantenga el criterio de que un condenado en segunda instancia debe ir a prisión, mientras 3.200 abogados opinaron lo opuesto.

SOCIEDAD DIVIDIDA, PAÍS A LA DERIVA. La ofensiva política de los militares está enseñando, por partida doble, el desconcierto de la sociedad ante la increíble polarización social-cultural-política y la crisis de las instituciones democráticas. Cuando los militares se meten de lleno en la política, es porque las cosas andan mal. Muy mal. Con el tiempo, ese involucramiento genera incluso divisiones internas irreconciliables.
La pregunta es por qué los militares, los grandes medios, las iglesias evangélicas, los empresarios y el tercio de arriba del país, han hecho del odio una seña de identidad que ahora se focaliza en Lula, pero en el cotidiano se yergue contra negros y negras, izquierdistas, sexualidades disidentes y un largo etcétera donde entran todos los diferentes. Meses atrás, en un elegante shopping de Brasilia, un señor insultó a una mujer y a su hija cuando salían del cine tomadas de la mano porque creyó que eran lesbianas.
Si eso sucede en un espacio en el que predominan la clases medias blancas, puede imaginarse cómo será la vida cotidiana de las lesbianas faveladas, como Marielle Franco, por cuyo asesinato no se han levantado voces indignadas, ni en los cuarteles ni entre las clases medias acomodadas.
La hipocresía de la derecha brasileña impresiona. No sólo domina los medios, la justicia, las fuerzas armadas y las principales instituciones estatales y privadas de Brasil, sino que tuvo la habilidad de ganar las calles desde 2013, cuando la izquierda electoral retrocedió asustada ante la irrupción de multitudes contrariadas por los aumentos de precios del transporte y la represión policial.
El Movimiento Brasil Libre (MBL), principal expresión política y militante de la nueva derecha, lleva casi cinco años haciendo sentir su poder en las calles, desde acciones masivas con cientos de miles de personas hasta pequeños grupos que la emprenden contra los estudiantes que ocupan escuelas secundarias o activistas feministas y LGTB. Desde que desplazaron a la izquierda de las calles, no pararon un minuto. Consiguieron victorias importantes, como forzar al Banco Santander a retirar una exposición queer acusándola de “incitar a la pedofilia y zoofilia” (Público, 14 de setiembre de 2017).
Estamos ante una nueva derecha militante, ante la cual la vieja izquierda se disuelve en el aire de una legalidad mezquina, en manos de jueces y fiscales que coinciden con los postulados de la intransigencia y el odio. No se inmuta ante la irracionalidad de sus argumentos, ni teme violentar el sentido común y las leyes para imponer sus postulados. Por ejemplo, aceptar que Temer siga siendo presidente cuando tumbaron a Dilma por mucho menos de los cargos que la justicia le imputa al actual presidente.

LA IZQUIERDA IMPOSIBLE. ¿Qué puede aprender la izquierda del juicio contra Lula y de la imposibilidad de presentarse como candidato? ¿Qué de la emergencia de la nueva derecha implacable, que no se detiene ante nada?
La primera cuestión es que la izquierda no puede seguir gobernando como lo hizo, en ancas de aquel lema (“Lulinha paz e amor”) que la catapultó a Planalto. En enero pasado, en un mitin en Sao Paulo, aseguró que ya no será el mismo de antes del juicio. “No puedo ser más radical. Pero tampoco puedo ser Lulinha Paz y Amor. Les di amor y me devolvieron golpes. Quiero probarles que no tiene sentido arreglar este país si el pueblo pobre no está incluido” (UOL, 19 de enero de 2018).
Lula sabe que no puede volver a gobernar, porque una sociedad polarizada no admite medias tintas como las que promovió durante sus dos gobiernos. Aquel tibio centrismo y la alianza con la derecha no son reeditables. Las fuerzas sociales que lubricaron la gobernabilidad (empresarios, evangélicos y sectores de las clases medias), retrocedieron espantados no por sus programas económicos sino porque los pobres empezaron a moverse y ocupar espacios a lo largo y ancho del país. Una reacción colonialista a tono con la peor historia del país, que ningún gobierno puede trasmutar.
La segunda cuestión es que la izquierda podría interrogarse sobre los caminos a seguir. Desde la caída del socialismo real (1989-1991), las diversas variantes de las izquierdas optaron por un pragmatismo rayano en la entrega de sus valores históricos. Con el afán de llegar al gobierno, diluyeron sus programas y labraron alianzas con las derechas pagando precios tremendos en legitimidad. En Brasil, nada menos que el matrimonio con el PMDB del actual presidente, un partido que sólo piensa en obtener cargos y mantenerse en ellos.
El problema no es ganar o perder, capricho que siempre estuvo y estará sujeto al vaivén de los ciclos históricos. La cuestión de fondo es la identidad y la coherencia que debería emanar de ella. En momentos difíciles como los que atravesamos, vale la pena escuchar a las personas que atesoran sabiduría, como el historiador Eric Hobsbawm. En su Historia del Siglo XX sostiene que la revolución española fue la causa más noble del siglo: “Para muchos de los que hemos sobrevivido es la única causa política que, incluso retrospectivamente, nos parece tan pura y convincente como en 1936”.
No podemos decir lo mismo de las experiencias progresistas en América Latina. La corrupción se está llevando por delante una parte de lo conseguido por esos gobiernos. La otra parte es dilapidada por esa inentendible soberbia que desquicia, incluso, a quienes los apoyaron.
La crisis actual puede ser el momento adecuado para lanzar nuevas-viejas preguntas. ¿Puede cambiarse la sociedad desde el Estado? En los hechos, el Estado ha domesticado a las personas que asumen cargos. ¿Porqué las izquierdas siguen creyendo en algo que llamamos estado de derecho, cuando las derechas dejaron de creer en la legalidad para imponer sus intereses por la fuerza? En consecuencia, ¿qué caminos habría que tomar para actuar fuera de los marcos de las instituciones, pero sin acudir a la violencia?