Bajar y no subir
Raúl Zibechi
La Jornada
En las décadas recientes la educación popular tomó el camino institucional. La inmensa mayoría de los educadores populares optaron por trabajar en cargos estatales o en ONG, integrándose como asesores o ejecutores de las políticas sociales de los gobiernos, ya sean progresistas o conservadores. La profesionalización provocó una honda mutación del papel subversivo que tiempo atrás tuvo la educación popular, cuando se jugaba su destino con los movimientos sociales.
Por eso entusiasma comprobar que todavía un buen puñado de educadores y educadoras siguen trabajando con los sectores populares, en toda la región. En Argentina existen varios colectivos de este tipo, como Pañuelos en Rebeldía y la Universidad Trashumante.
A fines de marzo tuve la oportunidad de participar en el encuentro nacional de la Escuelita Trashumante, en la cordobesa localidad de Cosquín, cuando se cumplían dos décadas de la organización y siete años de la escuelita de educación popular autónoma. Fueron tres días intensos, en los que se materializaron los modos y formas de esta corriente que no quiere trabajar para los sectores populares sino con los de abajo.
A diferencia de la educación popular institucionalizada, los impulsores de la escuelita no la consideran como meras técnicas o metodologías para fomentar la participación, sino una forma de vida que implica una ética de vida, como escriben en sus cuadernos. Por lo tanto, la escuelita es no sólo un espacio de formación de educadores populares sino un espacio donde se aprende organización popular.
Diez años atrás había participado en uno de los encuentros de la Universidad Trashumante, en la ciudad de Córdoba. Fue interesante por la mística y la energía colectiva que contenía. Casi todos pertenecían a las clases medias con formación universitaria. Luego de 12 encuentros desde el viraje de 2011, 70 por ciento de los miembros de la escuelita son mujeres, varones y jóvenes de los sectores populares, siendo los universitarios una minoría que no ocupan lugares de poder.
Esta transformación de clase, género y color (porque los militantes de abajo son en su mayoría mujeres, jóvenes y de piel oscura), marcha a contracorriente de los caminos emprendidos por la mayoría de los educadores populares y de las instituciones de la izquierda. Sólo en el encuentro de marzo había más de 160 personas entre adultos, jóvenes, niños y niñas, pero en todo el proceso la escuelita formó más de 500 activistas de los barrios más pobres de las ciudades argentinas.
Quisiera destacar algunos aspectos que pueden servir de referencia para quienes estamos empeñados en la emancipación con los de abajo en todo el continente.
La primera se relaciona con la autonomía material. La escuelita no tiene ningún apoyo material de ninguna institución. Los recursos los consiguen con base en el trabajo colectivo (las familias aportan alimentos a los encuentros y mucho trabajo), pero también de peñas semestrales multitudinarias convocadas por el músico Raly Barrionuevo que participa del proceso de formación. La autonomía es un principio central desde hace dos décadas.
La segunda es la autogestión. La escuelita no tiene un programa elaborado por especialistas sino que los temas que guían los debates salen de las rondas, que son tres: la de adultos, la de jóvenes que son la mayoría, y la de niños y niñas que trabajan con adultos de apoyo. Tato Iglesias, inspirador de la Trashumante, formuló una de las preguntas centrales del encuentro: ¿Qué tenemos nosotros como pueblo que ellos no tienen?
Apuntaba a trabajar no sobre las carencias, como hacen las instituciones, sino sobre nuestras potencias individuales y colectivas como sectores populares. Las mujeres de Sembrando Rebeldías (un colectivo de la periferia de Buenos Aires), que habían participado en el encuentro de mujeres en Morelia convocado por el EZLN, preguntaron: ¿Cómo nos atraviesa el patriarcado en nuestras organizaciones? Surgió que varios colectivos están en crisis por el acoso que sufren las mujeres de sus compañeros de organización.
La tercera se relaciona con el poder de la pregunta, que moviliza, incomoda, busca ir a las raíces, motoriza la reflexión, permite pensar críticamente la realidad y además no tiene una respuesta dada de antemano, sino que se construye en colectivo. Quienes hemos trabajado en la educación popular, sabemos que en la práctica institucional la última palabra siempre la tienen las que coordinan, que sintetizan (y excluyen) lo que emana del colectivo.
En cuarto lugar, debe destacarse el papel de las artes, en particular la música, las danzas y los rituales, porque no somos sólo cabezas, y tanto las opresiones como las liberaciones pasan por los cuerpos. Los cuerpos de abajo, con las huellas de las opresiones (cicatrices, enfermedades, mutilaciones, violencias y violaciones) son las potencias de la emancipación. En este punto, los cuerpos de abajo contrastan vivamente con los cuerpos de las clases medias académicas que suelen hegemonizar las organizaciones.
Por último, destacar la práctica de este tipo de organizaciones que no buscan engordar (acumular personas y recursos) sino potenciar. Que no son espacios de llegada sino de tránsito para multiplicar. Nos interesa que las escuelitas trashumantes potencien otras luchas, se dijo en los grupos de trabajo, y que se llamen como ustedes quieran. No se proponen crear un gran aparato sino formar personas para fortalecer el campo popular. En Argentina la Trashumante sigue, en este sentido, la huella de Madres de Plaza de Mayo, que fue un espacio por el que transitaron miles de personas que formaron otros espacios.
Dos décadas de trashumancia están dando nuevos frutos. Trashumar, dicen sus impulsores, es ir detrás de los mejores humus, de las mejores personas. Una doble caminata, hacia fuera buscando el encuentro con otros y otras. Hacia adentro, para conectarnos con las emociones y sueños de abajo. Bajar y no subir: una forma no institucional de abordar el movimiento.