13-04-2018
Notas sobre la izquierda radical y el cambio del ciclo político
Nada volverá a ser como antes
Luis Thielemann
Revista Posiciones
“La relación entre filosofía ‘superior’ y sentido común está asegurada por la ‘política’, así como está asegurada por la política la relación entre el catolicismo de los intelectuales y el de los ‘simples’. Las diferencias existentes entre ambos casos son, sin embargo, fundamentales. El hecho de que la iglesia deba afrontar el problema de los ‘simples’ significa, en verdad, que ha habido ruptura en la comunidad de los ‘fieles’, ruptura que no puede ser eliminada elevando a los ‘simples’ al nivel de los intelectuales (tampoco se propone la iglesia este objetivo, ideal y económicamente desproporcionado a sus fuerzas actuales), sino ejerciendo una disciplina de hierro sobre los intelectuales a fin de que no pasen de ciertos límites en la distinción y no la tornen catastrófica e irreparable. En el pasado estas ‘rupturas’ en la comunidad de los fieles eran remediadas por fuertes movimientos de masas que determinaban, o se resolvían en la formación de nuevas órdenes religiosas en torno a fuertes personalidades (Domingo, Francisco). […] El modernismo no creó órdenes religiosas, sino un partido político: la democracia cristiana.”
Antonio Gramsci, Nota IV (conocido como “Relación entre ciencia-religión-sentido común”), Cuaderno 8 (XXVIII), 13 bis y ss.
La política es conflicto entre posiciones que se disputan un campo. Así las cosas, hay dos certezas que no pueden olvidarse. La primera, es que al ser el campo mismo objeto de la política, su orden y forma cambia según los intereses del actor que va triunfando en el conflicto político. Así, por ejemplo, la Transición ha resistido como una fortaleza armada la impugnación democrática, pues es la democracia de los vencedores. Su triunfo, sus reglas. “La verdad es que no se puede escoger la forma de guerra que se desea, a menos de tener súbitamente una superioridad abrumadora sobre el enemigo”, decía Gramsci. Una segunda certeza, originada en la rebeldía subjetiva ante el dato objetivo que es la forma del campo político en la clave recién presentada, es que la táctica y la estrategia será diferente entre los actores en tanto diferente es su posición en la lucha de clases. En simple: la perspectiva de análisis de la política es una posición también política. Posición de clase, definida a priori por la lucha anterior. Los cambios de la política deben analizarse desde y en la izquierda, rechazando de plano el armarse de una imposible imagen total o reconocer alguna razón universal. No hay todo armonioso, solo hay partes en conflicto. Este escrito busca plantear algunas notas sobre la forma en que el campo político ha cambiado en el último año, de cómo no volverá a ser como en las últimas décadas. Desde ahí, propone algunas ideas situadas en la parcialidad de la izquierda y el interés histórico de las clases populares, para incidir en la lucha política realmente existente.
I. Desde 1973 y hasta 2009, no hubo representación parlamentaria de nada que estuviese a la izquierda del Partido Socialista, lo que equivale a decir que lisa y llanamente no hubo nada en el parlamento a la izquierda del consenso neoliberal. Ese período fue una larga noche para la izquierda del siglo XX. Por una parte, el PS abandonó con rapidez no solo un programa anticapitalista, sino, para peor, cualquier atisbo de cultura o principios que explicaran el sentido del partido. Hoy, a pesar de intentos por reconstruirlo, ni siquiera es capaz de recuperar un acervo conceptual distinto de la doxa liberal, capaz de interpretar su presente y producir la crisis. Es un partido encerrado, incluso intelectualmente, en la ideología noventera del fin de la historia. Por otra parte, el PC, luego del fracaso de atacar por fuera el binominalismo de la Transición, en 2009 decidió girar hacia el centro político, lo que no es sino aceptar los límites políticos de la Transición (el Estado subsidiario, la expulsión de la sociedad de la política, los equilibrios macroeconómicos, etc.) y jugar a ser la extrema izquierda del mismo. Lo ha hecho bien, y su paso ha sido exitoso, nadie podría negarlo. Pero allí donde aumentaron capacidad de incidencia, número de militantes y reconocimiento social, renunciaron al sentido mismo de ser del PC: la promesa bolchevique de la construcción del socialismo como centralidad estratégica. El PC ha comenzado a reproducirse como partido de orden y no de crisis de la política, no queda promesa revolucionaria en su acción, y eso, a pesar de todos los períodos moderados de su centenaria historia, es una novedad política. Lo hemos dicho en otro espacio: “En los noventa, confusos entre ‘la alegría’ y la derrota evidente, el anclaje social de los comunistas estaba en las víctimas más radicales del modelo: jóvenes populares, estudiantes endeudados, profesores en vías de proletarizarse y un malestar cultural con la transición que cruzaba todo el país. Para ellos el partido era menos un instrumento de lucha que un espacio de resistencia moral, un lugar donde, entre otras cosas, no olvidar ni perdonar. Hoy esos parecen tiempos lejanos, y los noventa o el ‘Juntos Podemos’ se miran con el pudor de quien recuerda el fracaso adolescente, a la vez que su historia aleccionadora se espeta contra el Frente Amplio. Ahora, el anclaje social del PC, sin duda, es el mismo PC. La necesidad social que han decidido representar en la política es su propia reproducción, aunque su historia indique que pueden ser otra cosa.”
La izquierda del siglo XX, los dos partidos hermanos en la bandera roja y rivales en la representación popular, hoy han terminado un viraje que los sacó definitivamente del campo de la radicalidad, que no es la promesa de ruptura, sino la de pensar allende los límites políticos de lo posible. Ya no hay Yuri Gagarin o Fidel, sino que homenajes a Frei Montalva y loas a las socialdemocracias europeas que todavía no terminan de implosionar en la corrupción. Esa izquierda sigue siendo izquierda, pero difícilmente podrá por sí sola hacer algo más que lo que ya hizo. Además, su promesa de otra sociedad carece de densidad: el “legado de Bachelet” es poco más que una versión jesuítica -y de mala calidad- del laguismo. Licitaciones del capitalismo de servicios sociales vendidas, en portadas de El Siglo o Cambio 21, como alianzas entre el Estado y la burguesía desarrollista. La comedia de la tragedia de 1973. Ya existió alguna vez un Partido Radical o uno Demócrata, ya hubo una “izquierda del Estado”, no hay novedad en eso. Lo que hay es el cierre de algo desconocido aún por las nuevas izquierdas: la profundidad del disciplinamiento terrorista de la Dictadura. Por ello este final no debe mirarse con soberbia.
Así las cosas, a menos que un movimiento popular a la ofensiva los obligue a virar -algo que no se ve venir en el corto plazo- es difícil que estos partidos intenten, más allá de una retórica del siglo XX que todavía pueden disparar algunos, algo más que moderar el avance del estado subsidiario. En Chile habrá dos izquierdas: una ya totalmente intrasistémica (el PS y el PC) que parece ya no considerarle importancia al sentido estratégico de la política socialista, y otra (el FA) que no es capaz aún de definir estrategia, que entrega esa tarea al calendario electoral y, peor, parece cómoda en esa indefinición. Malos augurios.
II. Para el resto de la izquierda, dentro y fuera del FA, pero también para los comunistas que se mantuvieron en el “afuera” parlamentario de la Transición, la situación también llega a un fin de ciclo. Observado desde la perspectiva de las franjas organizadas de esa izquierda radical, en su mayoría parte de, o por lo menos formada en, el movimiento estudiantil, por lo menos con algún paso por la educación superior, la memoria es de un paulatino ascenso en las luchas sociales. Los más viejos recuerdan la soledad de los noventa, de ahí el hito fundacional de 1997 y 2001, las derrota contra el CAE, la revuelta de 2006 y de ahí al 2011 y de ahí al Frente Amplio. No fue únicamente estudiantil, el mismo calendario puede ser visto desde los incendios a camiones de 1997 en Lumaco, la muerte de Catrileo en 2008 y hasta la crisis de Carabineros en el Wallmapu; o de la derrota del carbón en 1998 a la violenta huelga de los trabajadores subcontratados de CODELCO 2007 y las huelgas docentes de 2014 y 2015. Es un proceso que, si bien está lleno de frustraciones y plagado de fracasos, no deja sino de ser de crecimiento -en la reflexión política y orgánica, en el número de militantes, en la incidencia política- y, lo más importante, determinado por la lucha social. Ese proceso de conflictividad abierto en 1997, lo hemos visto, y con razón, como uno progresivo y relativamente lineal. Pero estamos viendo su ocaso. Se acabó en algún momento entre el triunfo de Bachelet en 2014, el ingreso de RD a su Gobierno y la formación del Frente Amplio en 2017; brillando al centro de todo el ciclo el establecimiento de la gratuidad parcial de los estudios superiores en el país. Se acaba la centralidad de la lucha social para la mayoría de la izquierda, emerge la centralidad parlamentaria, y esa es la principal razón del fin de un ciclo. Con la izquierda radical emergida de estos procesos, con una pata desconcertada dentro del Frente Amplio, y otra fuera de él, pero no menos desconcertada, y cerca de ellas, grupos populares organizados pero desilusionados de que el “Chile cambió” de 2011 no era tan cierto. Por ahí, también los nuevos asalariados políticos de la ya no tan nueva izquierda radical, con millonarios fondos para proyectos, recorriendo poblaciones y organizaciones sociales, ejerciendo la vieja práctica del clientelismo en odres nuevos. Se acaba esa hegemonía en el afuera, el blindaje contra los operadores, porque el señor del maletín ahora usa corbata roja. Ya ni siquiera hay encapuchados: la violencia irracional parece venir más de grupos fascistas y cristianos que de una rabiosa juventud popular, la cual bien vendría reevaluar si sigue existiendo. El vacío político que descompone veloz a los partidos de la Concertación, también golpea a la izquierda, a sus bases, a sus certezas laboriosamente construidas después de la caída de todas las certezas en 1990. No solo se acabó el “2011” -el año que fue un movimiento que duró siete años-, sino que se acabó el afuera de la Transición. Ya no habrá afuera, solo habrá margen. No puede haberlo con una nueva izquierda que recibirá cientos de millones de pesos al mes. Las cosas no volverán a ser como lo fueron en las últimas tres décadas.
III. Profundicemos en eso de que el afuera se acabó. El afuera de la Transición para la izquierda radical fue una especie de terreno seguro. En donde no se podía hacer política formal, toda la política se intentó por la vía de la impugnación popular a la Transición. Eso tuvo algunos pocos éxitos y en general mucha frustración y derrota. Pero permitía una especie de moralidad elevada, la de aquellos que no debían dar explicaciones por su traición a los principios y promesas de antes de renovarse. Las últimas tres décadas de luchas nos permitieron sobrevivir tranquilos en el afuera de una especie de país partido en dos: el de la política formal -el adentro- y el de las organizaciones sociales que crecieron en el caldo del malestar y que se encontraban o viraban a la izquierda -el afuera-. Poco importaba que entre medio estuviese la mayoría del país, pues en el afuera, entre okupas, centros culturales, asociaciones de pobladores y campus universitarios, la hegemonía era de la izquierda. Esa dicotomía, solo visible y entendible desde la perspectiva de la izquierda radical, se ha vuelto imposible. Las organizaciones sociales que luchaban desde el malestar se descomponen como antagonistas y se disciplinan en la nueva oportunidad de la política formal. La misma, la pequeña política según Gramsci, avanza hacia ellos con nuevas seguridades, y mejores condiciones de representación que en el pasado. Se diluye rápido la frontera entre el adentro y el afuera. Hoy hay más pasos asfaltados entre un lado y el otro. La autonomía social se vuelve únicamente discursiva cuando el adentro, incapaz ya de sostenerse por sí mismo, apuesta por expandirse hacia la izquierda y abrir la política para disolver el conflicto. No es que ahora por fin hay democracia, con los tres tercios restaurados. Por el contrario, es una ampliación de la vieja política de la Transición, asumiendo enormes riesgos, por evitar su divorcio total con la sociedad.
Y pareciera que, entre los compañeros, otrora fervientes comunistas y libertarios, en su tiempo rápidos para acusar de “amarillo” o “traidor” a cualquiera que osara otear qué había allende la frontera del afuera, ni siquiera notaron la profundidad de su viraje al adentro en los últimos dos años. Si el ultraizquierdismo era una estética cómoda sin reflexión, rápido se podía abandonar para abrazar la estética del político profesional progresista. De agitadores de asamblea a asesores políticos, de incendiarios a parlamentarios. Seamos claros: el viraje no es el problema, el problema es la irreflexividad del mismo, su apropiación disciplinada a modo de rendición de la bandera rebelde, un viaje a ciegas del estrategismo utopista al tacticismo redundante sin estrategia. El problema es vender como maduración política y personal lo que es una derrota de la resistencia. El Frente Amplio, visto desde la izquierda radical, es una derrota de la tesis rupturista de la Transición. Es su normalización final en la política, y es derrota porque es irresistible, pues la política parlamentaria -siendo sinceros- da oportunidades enormes para la acción (incluso defensiva de la izquierda radical), y que lo difuso de la tesis rupturista no daba más que consuelos morales. También lo es porque la alternativa al FA es algo muy distinto del afuera: el margen, la nulidad política. Perder en política es quedarse sin alternativas de acción. Ese acto de “derrota sensual” es el comienzo del reordenamiento para un nuevo ciclo político. Cuánto durará ese proceso de reorden, no lo sabemos, pero sabemos que la izquierda ya no será su agente de crisis.
IV. ¿Qué es esa nueva fracción de la política llamada Frente Amplio? ¿Qué es lo que emergió desde fuera de las instituciones partidarias de la política formal? Desde 2011 se conformó una necesidad de la política para evitar las derrotas que acostumbraban a las luchas sociales de años anteriores. Pero esa necesidad estaba atravesada por la división de la alianza social de la movilización de esos años. En un texto pronto a aparecer en Viento Sur, lo he planteado así: “Dos partes de una misma necesidad de la política. Por una parte, la necesidad de las viejas capas medias por asegurar un lugar en el Estado y en su dirección, los jóvenes profesionales y doctorados que reclaman su tierra prometida, en el fondo, un espíritu generacional de renovación de los viejos administradores del orden, sin modificar las relaciones de producción de ese orden. Por otra parte, los que vieron en la política la posibilidad de incidir en su propia crisis de vida, profesores proletarizados y perseguidos por igual, jóvenes titulados, frustrados y precarizados, estudiantes de universidades de mercado y endeudados en general. El 2011 fue fruto de la alianza de estas partes, lo que vino después, fruto de su jerarquización ante la política formal”.
La hipótesis de todo este escrito es que lo sucedido en 2017 modifica sustancialmente el terreno de la política de la izquierda radical. Claro, hay una izquierda que obvia la política como su seguro de vida: fuera de ella no puede perder. Pero ya no podrá ni siquiera molestar por fuera a la política, pues, se insiste, ya no habrá un afuera sino solo margen. Y es que la izquierda radical -la misma que se ha quebrado y descompuesto en los últimos dos años bajo la presión del progresismo mesocrático- estaba organizada en y para la lucha social. Ese era su ethos, y solo así se pueden explicar en la historia. Con el cambio de centralidad, con lo parlamentario desplazando al balance de las luchas a la hora de medir los avances políticos, también cambiaron los militantes dirigentes. Así, en lugar de los dirigentes de organizaciones de estudiantes o de profesores, comenzaron a protagonizar las primeras líneas de la izquierda, aquellos cuadros provenientes de los gabinetes parlamentarios, ex-militantes concertacionistas recauchados de progresismo o comunistas recién emigrados al Frente Amplio, familiares de políticos, y todo un sinfín de nuevos operadores. El desplazamiento de centralidad tomaba forma concreta en el desplazamiento de los especialistas en la lucha social por los especialistas en la lucha parlamentaria. Una necesaria síntesis entre ambos no solo se ve lejana, sino que para peor pareciera que nadie entiende bien para qué debería producirse dicha síntesis. Visto así, la Transición, como única forma posible de la política, vence.
La izquierda “emergió”, como gusta de decir de sí misma y su proceso, a través del FA. Pero cuando se mira la política, hablar de la “izquierda” o “derecha”, sin explicitar los intereses de clase, oculta. Como se dijo recién, hubo dos partes aliadas en las luchas sociales recientes, con suertes distintas. Y, sin autonomía popular en la lucha social proyectada a la política, ocurre lo obvio: la tutela de las clases populares es asumida por políticos de capas medias. Lo que ha emergido a la política es la parte mesocrática de las luchas sociales de las últimas tres décadas -como voz de parte y como representante de las partes que siguen afuera (los sectores populares). Ahora existe una mediación efectiva y la tesis de oponer la sociedad politizada al Estado-política-formal cuesta sostenerla. Desde marzo, el FA será una mediación del conflicto, aunque no lo quiera. Cómo media ese conflicto, si rumbo a la crisis o rumbo a su perpetua redundancia, es la definición política que debe mirarse.
V. ¿Qué puede hacer la izquierda? Nada volverá a ser como antes, y olvida aquello quien ante el devenir político huye de nuevo a las catedrales seguras del rechazo total. Las catedrales han sido demolidas, y las que no, yacen como trofeos en el nuevo “adentro”. No hay catedrales en el margen, allí no hay nada, el margen es el afuera neutralizado de su peligrosidad. Y esa transformación, ese dejarnos sin santuarios adonde refugiarnos de la ofensiva de la gobernabilidad neoliberal, de meternos a la fuerza en una democracia que tuvimos cierto éxito en impugnar en su falsedad, nos obliga a ir al descampado. Hoy no es posible refugiarse de la dominación, pues al no hacer caer a la democracia realmente existente, la obligamos a reformarse. Y hoy esa victoria a medias es la derrota de la autonomía como fue practicada por la izquierda radical durante casi tres décadas. Se ha producido una maduración de la Transición hacia una forma que busca sea definitiva: incluye a la izquierda, incluso a fracciones de “lo social”. Así, no abrió la cárcel de la política, solo la amplió para que la anomalía del conflicto se normalizara en el adentro. Hay un ensanche del Estado hacia la nueva izquierda: militantes salarizados, partidos con recursos y sin cargar con el fracaso de la Transición en su rol democratizante. Los nuevos recursos millonarios, los miles de militantes limpios de fracaso, la posibilidad real de proyectar a la política luchas sociales que antes eran silenciadas, etc., son materiales que no pueden simplemente obviarse, y que resulta ridículo imaginar que se les pueda superar con mera voluntad. Es en la disputa clasista -y no en el rechazo clasista- de esos recursos que la izquierda radical debe abrir un debate sobre el sentido de la política para la transformación social: ¿salarios más altos para los nuevos políticos profesionales de la izquierda o más recursos para organizar y hacer permanente el conflicto? Esa dicotomía, vista desde la perspectiva de clases, es la de si los recursos del Estado se usan cínicamente para socavar su orden o para fortalecerlo sosteniendo funcionarios mediadores. No son diferencias absolutas ni es una polaridad irreconciliable, sino, por el contrario, puntos que requieren una estrategia que les dé síntesis creativa. Pero esa polaridad, el dónde se pone el énfasis, develará bastante del carácter real de clase de los distintos grupos del FA. La izquierda radical debe reconocer que su espacio se estrecha, y debe decidir, parafraseando a Mario Tronti, entre “la pasión de la pertenencia” y el “cálculo de posibilidades”. La identidad o la política es el dilema, pero no es fácil, y lo peor sería decidirlo rápido, no hacer de ello una contradicción viva. No puede resolverse sin tener en cuenta que la política sin identidad es burocracia sistémica y que la identidad sin política es sectarismo impotente. Ante el abismo de un porvenir desconocido, sorteable por caminos para los que no tenemos mapas, no queda sino ser creativos y desprejuiciados, revisar todo menos el anclaje en el movimiento real de la parte popular en la historia.