Avatares del pensamiento crítico latinoamericano
Maristella Svampa
En América Latina existe una importante tradición de pensamiento crítico
que extrae sus tópicos, su talante teórico, su potencia, de los conflictos
sociales y políticos de su tiempo, de las formas que asumen las desigualdades
sociales, raciales, territoriales y de género en nuestras sociedades, en
fin, del análisis de la dinámica propia de acumulación del capital en la
periferia. Ideas-fuerza como aquellas de dependencia y revolución, democracia
y derechos humanos o, más recientemente, extractivismo y buen vivir,
entre otras, son categorías del pensamiento latinoamericano que atraviesan
y estructuran diferentes períodos de nuestra historia, inextricablemente
ligados a las luchas sociales y políticas de cada época.
En función de lo anterior, uno estaría tentado de afirmar el carácter
irreductible de la crítica intelectual frente al poder, sea político o económico,
y más allá de los valores o sujetos sociales que se invoquen como fundamento
(el partido, el sujeto social, el Estado revolucionario). En verdad, no
siempre es así; más aun, son los debates en torno a las revoluciones y los
cambios políticos realmente existentes los que suelen poner en jaque a la
autonomía del pensamiento crítico. Un ejemplo de ello es la Revolución
Cubana, que todavía continúa siendo una suerte de punto ciego para una
parte importante de la izquierda latinoamericana. En esta línea, no son
pocos los intelectuales que en la actualidad alimentan nuevas obturaciones
y puntos ciegos, en su defensa de los denominados gobiernos progresistas
de América Latina, frente al peligro “del retorno de la derecha” o de cara
“a la amenaza imperialista”. Cierto es que nadie podría negar la existencia
de fuerzas conservadoras o retrógradas, tanto en el interior de nuestras
sociedades como externas a ellas, que promueven el retorno de un contexto
económico y político más afín al Consenso de Washington. Sin embargo,
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esta situación permanente que acecha al subcontinente no justifica ni la
demonización de las luchas sociales y visiones intelectuales que cuestionan
el hoy vigente Consenso de los Commodities, ni tampoco habilitan las
lecturas conspirativas y los códigos binarios que hoy recorren una gran
parte del oficialismo progresista y sus voceros intelectuales, a la hora de
construir las barricadas del nuevo posibilismo político.
Lo cierto es que estos debates y reposicionamientos respecto de la
relación entre progresismo, Consenso de los Commodities y extractivismo
trajeron consigo una nueva fractura en el interior del pensamiento
crítico latinoamericano. Así, a diferencia de los años noventa, cuando el
continente aparecía reformateado de manera unidireccional por el modelo
neoliberal, el nuevo siglo viene signado por un conjunto de tensiones
y contradicciones de difícil procesamiento. El pasaje del Consenso
de Washington al Consenso de los Commodities instala nuevas problemáticas
y paradojas que tienden a reconfigurar el horizonte del pensamiento
crítico, enfrentándonos a desgarramientos teóricos y políticos,
que van cristalizándose en un haz de posiciones ideológicas, al parecer
cada vez más antagónicas.
Para el caso de la Argentina, desde fines de 2001 la academia volvió a
ser interpelada políticamente, esta vez por los movimientos sociales populares
y contestatarios. Producto de ello fue la actualización de figuras
del compromiso intelectual, entre ellas la del intelectual anfibio,
1
ligada
al activismo social y político y, por ende, sensible a las tensiones que se
generan entre “pensamiento militante” y “discurso del experto”. En este
marco, el sentido que adoptaba la “batalla cultural” estaba vinculado a
la necesidad de dar cuenta de luchas invisibilizadas por el poder político,
económico y mediático; como de contribuir a la desestigmatización de
las voces bajas, de las clases subalternas, tratando de establecer puentes
y vínculos entre realidades y sujetos sociales diferentes, interpelando el
sentido común hegemónico, para colocar otros temas y conceptos en
el debate público.
Sin embargo, a partir de 2008, luego del conflicto entre el gobierno y
los sectores agrarios, asistimos a la actualización de una lógica cultural
de carácter binario, que redujo la dinámica de conflictualización a una
oposición central. Este contexto de polarización cambió el sentido mismo
1 “Por intelectual anfibio entendemos aquel que se define por su pertenencia
a varios mundos, capaz de desarrollar una mayor comprensión y reflexividad
tanto sobre las diferentes realidades sociales como sobre sí mismo”
(Svampa, 2008).
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de la llamada “batalla cultural”. Como en otras épocas de la historia argentina,
los esquemas dicotómicos, que comenzaron siendo principios
reductores de la complejidad en un momento de conflicto, terminaron
por funcionar como una estructura general de inteligibilidad de la realidad
política. Al mismo tiempo, este marco de fuerte polarización tornó
mucho más compleja la tarea del intelectual crítico, de cara a los poderes
enfrentados, produciendo simplificaciones, nuevos silenciamientos e invisibilizaciones.
En este contexto de polarización emergieron varios colectivos de intelectuales.2
Desde el oficialismo se constituyó Carta Abierta, un movimiento
de profesionales e intelectuales que, al inicio, tuvo capacidad de interpelación
al redefinir el conflicto entre gobierno y patronales agrarias como
“destituyente”; o incluso al hablar de un “golpismo sin sujeto”. Sin embargo,
embanderado en la defensa cerril del kirchnerismo, confundiendo o asimilando
“gobierno” con “patria” o “nación”, el discurso de Carta Abierta
le ha hecho un flaco favor al pensamiento crítico, pues lejos de colocar
nuevos temas en la agenda, siguió fielmente la agenda impuesta por el
gobierno nacional. En consecuencia, contribuyó a solidificar el relato mistificador
del oficialismo, convitiendo en gesta “nacional y popular” cada
una de sus acciones, y obturando la posibilidad de la crítica, mientras se
afianza la persistencia de lo mismo que aparenta cuestionar, y se multiplican
acuerdos y prebendas a conglomerados multinacionales. En suma, la
intelectualidad vinculada al kirchnerismo y la nueva juventud política
militante buscan mantener “blindado” el discurso frente al carácter nodal
de problemáticas como las del modelo minero, el agronegocios, la llegada
del fracking (incluso, por la firma de convenios con corporaciones como
Chevron) o la política de acaparamiento de tierras, negando la responsabilidad
del gobierno nacional respecto de la lógica de desposesión que
caracteriza a determinadas políticas de Estado, y subrayando, en contraste
2 Por tradición, los intelectuales argentinos hemos sido bastante gregarios, por lo
cual la capacidad de nuclearnos en colectivos no es algo novedoso. En las últimas
décadas, particularmente desde el período democrático inaugurado en 1983,
ha habido distintos nucleamientos y numerosos proyectos culturales colectivos,
tal como lo analiza el libro de Héctor Pavón (2012) sobre los intelectuales
argentinos. El caso más emblemático ha sido el del Club de Cultura Socialista,
que arrancó en 1984 y cerró sus puertas en 2008. Este fue uno de los lugares
por excelencia en el que los intelectuales argentinos de la generación del exilio
procesaron colectivamente la ruptura con los ideales revolucionarios e
incorporaron una visión pluralista (y cada vez más formalista) de la democracia.
Fue también un lugar con proyección política.
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con ello, el peso de las políticas sociales y la revitalización de institutos
laborales, como la negociación colectiva, entre otros.
Desde nuestra perspectiva, no hay pensamiento crítico posible sin independencia
de las diferentes formas de poder –político, económico, mediático–
y sin vínculo con los procesos de movilización de los sectores
subalternos, sus demandas de cambio social, sus lenguajes movilizacionales
y sus gramáticas políticas.3
Uno de los grandes desafíos es la elaboración
de conceptos-críticos, así como de conceptos-horizontes, esto es, un
pensamiento propositivo, innovador, instituyente, que apunte a generar
alternativas emancipatorias. En la actualidad, existen una serie de perspectivas
que nutren el pensamiento crítico latinoamericano, en esta doble
vertiente, crítica y propositiva. Así, por ejemplo, existe una perspectiva
ambiental integral, con énfasis en el buen vivir; una perspectiva indigenista,
de corte comunitario; una perspectiva ecofeminista, que pone énfasis en
la ética del cuidado y la despatriarcalización; una perspectiva ecoterritorial,
vinculada a los movimientos sociales, que han ido elaborando una
gramática política, con eje en las nociones de justicia ambiental, bienes
comunes, territorialidad, soberanía alimentaria y buen vivir. Recientemente,
ha comenzado a discutirse también en este marco la noción de derechos
de la naturaleza, que fuera incorporada en la Constitución ecuatoriana.
Categorías como las de descolonización, despatriarcalización, Estado plurinacional,
interculturalidad, bienes comunes, buen vivir, son conceptos en
construcción que vertebran el nuevo pensamiento latinoamericano del
siglo XXI.
Dichos enfoques, saberes y disciplinas críticas se nutren de una tradición
latinoamericana y a la vez cosmopolita –que fagocita e invoca las más
variadas escuelas y corrientes críticas de la Modernidad occidental–, así
como también de otras tradiciones anteriormente invisibilizadas o denegadas
en términos epistemológicos, por ejemplo en lo que se refiere a los
saberes vernáculos y las cosmovisiones de pueblos originarios. Como diría
Boaventura de Sousa Santos, existe en esta línea, en América Latina, una
incipiente “ecología de saberes”, que en nuestra opinión incluye también
la recuperación de ciertos temas y debates que han recorrido la historia de
3 La conciencia de la notoria dificultad de hacer audible una voz fundada en estos
dos pilares –crítica al poder y vinculación con organizaciones y movimientos
sociales contestatarios– generó la necesidad de pensar en la creación de nuevos
nucleamientos de intelectuales críticos. En este marco, nació el colectivo
Plataforma 2012, que los autores de este libro integran. Véase el sitio web:
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las ciencias sociales y humanas en América Latina, las cuales –como es
sabido– se han caracterizado por un déficit de acumulación, que ha conspirado
contra la posibilidad de un real reconocimiento y transmisión necesaria,
dentro y fuera del continente.
Revisitando categorías críticas
Como hemos podido ver a lo largo de este libro, son varias las categorías
críticas fundantes que recorren nuestro análisis. Entre ellas, Consenso de
los Commodities, extractivismo y modelos de maldesarrollo. Antes de iniciar
una serie de reflexiones finales sobre los conceptos-horizontes y las alternativas,
nos interesaría establecer algunas conclusiones ligadas al uso de
estas categorías.
En un texto interesante, el economista marxista Bob Jessop (2011) plantea
la interacción de cuatro procesos para leer la crisis contemporánea: a)
la crisis ambiental global (petróleo, alimentos y agua); b) el declive de los
Estados Unidos, el retorno a un mundo multipolar y el surgimiento de
China; c) la crisis de la economía global organizada bajo la sombra del
neoliberalismo y sujeta a las contradicciones y luchas inherentes del capitalismo;
d) la crisis de un régimen de acumulación, conducida por el capitalismo
financiero y sus efectos contagio.4
Desde nuestra perspectiva, la categoría de extractivismo es una ventana
privilegiada para leer las múltiples crisis, en sus complejidades y contingencias,
en la medida en que ilumina varios de los grandes problemas que
recorren las sociedades contemporáneas, en las cuatro dimensiones enunciadas
por Jessop. Pues nos advierte sobre la crisis ambiental global y los
riesgos cada vez mayores de un modelo de apropiación de la naturaleza
y las modalidades de consumo; subraya sobre el declive de los Estados
Unidos y la incorporación de nuevos actores globales visibles en la emergencia
de potencias extractivistas como China y la India (algunos ya hablan
del pasaje al Consenso de Beijing)5
e, incluso, sobre la consolidación
4 En una línea que vincula crisis financiera y extractivismo, véase Mezzadra
y Neilson, 2013.
5 Véase en esta línea a Machado Aráoz, 2014, y Slipak, 2014. Aclaramos que desde
nuestra perspectiva, la comparación entre el Consenso de Washington y el
Consenso de los Commodities tiene varias aristas y dimensiones; no así con el
llamado Consenso de Beijing. Por ejemplo, en el uso que hemos establecido,
subrayamos la importancia del concepto mismo de “consenso”, que alude al
carácter supuestamente irresistible de los procesos, la idea de que “no hay otra
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de una suerte de subimperialismo a escala regional, como el de Brasil;
pone la lupa sobre la crisis económica global, en la medida en que el
actual modelo extractivo es producto de las reformas neoliberales encaradas
en los años noventa, cuyo marco normativo y jurídico continúa
siendo válido; y, por último, se conecta con el capitalismo financiero en
tanto este es el encargado de regular el precio de los commodities. A esto
hay que sumar que el extractivismo nos ilumina sobre la crisis del proyecto
de Modernidad, parafraseando a Edgardo Lander (2011b), sobre la necesidad
de pensar alternativas a la Modernidad, desde las diferencias entre
el norte y el sur global, más específicamente, desde la perspectiva de la
diferencia colonial.
Así, el extractivismo es una categoría muy productiva, que no solo
tiene un fuerte poder movilizador y denunciativo, sino una potencia
descriptiva y explicativa. En la medida en que alude a modelos de maldesarrollo
y de (in)justicia ambiental y que advierte sobre la profundización
de una lógica que funciona a varios niveles, tiene la particularidad
de iluminar un conjunto de problemáticas que definen las diferentes
dimensiones de la crisis. En ese sentido, es un concepto de corte fuertemente
político pues nos “habla” elocuentemente acerca de las disputas
en juego y reenvía, más allá de las asimetrías realmente existentes, a un
conjunto de responsabilidades compartidas entre el norte y el sur global,
entre los centros y las periferias.
En términos regionales, podemos afirmar que, en el marco del Consenso
de los Commodities, los gobiernos progresistas latinoamericanos
optaron claramente por un extractivismo depredador (tomamos la expresión
de Gudynas, 2011b),6
tal como lo ilustra la enorme multiplicación
alternativa” (como sucedía con el neoliberalismo en los años noventa, y como
sucede ahora respecto de la exportación de materias primas). Más simple, no es
solo una cuestión de cambio de hegemonía (de Washington a Beijing). Más allá
de la importancia global creciente de China y el efecto de reprimarización que
ejerce sobre América Latina, la idea de que “no hay otra alternativa” está ausente
en lo que algunos llaman el “Consenso de Beijing”, aun si este existe, creemos,
más como “tendencia” que como realidad consolidada.
6 Los factores que definirían un extractivismo depredador son los siguientes: los
impactos sociales y ambientales vinculados a la gran envergadura de los
emprendimientos; el alto nivel de conflictividad ligado a los mismos (que en este
libro hemos analizado en términos de espiral criminalizadora y regresión de la
democracia); los limitados beneficios económicos, si tenemos en cuenta que la
externalización de los costos económicos y ambientales acentúan la
reprimarización de la economía, la fragmentación territorial y las distorsiones
del aparato productivo; el hecho de que muchos sectores dependen de recursos
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de programas de desarrollo basados en proyectos extractivos (gas, soja,
petróleo, minerales, biocombustibles) a gran escala, cuyo destino es la
exportación y cuyas consecuencias sociales, ambientales, culturales y políticas
son sistemáticamente denegadas o minimizadas (Svampa, 2013a).
En esa línea, en la última década, la Argentina se ha convertido en un
laboratorio a gran escala de modelos de maldesarrollo. En efecto, tanto
el programa estratégico agropecuario 2012-2020 y el plan estratégico minero,
como ahora la avanzada en la explotación de los hidrocarburos no
convencionales, entre otros, ilustran el modo en cómo el gobierno argentino
redobló la apuesta por modelos de corte extractivo. De allí se
derivan varias consecuencias.
En primer lugar, la implementación de modelos de maldesarrollo modifica
y amenaza de modo sustancial las condiciones de vida de las poblaciones
y la sustentabilidad de los territorios, lo cual ha tenido como
correlato la emergencia de una nueva conflictividad. Así, son diversos los
conflictos que fueron formateando la cuestión socioambiental en la agenda
pública; algunos de modo directo, como aquel que llevó a realizar una
consulta pública en Esquel, por el tema de la instalación de un emprendimiento
minero, o el prolongado conflicto con Uruguay por la instalación
de las papeleras –que motivó un largo corte a uno de los puentes internacionales
que comunican ambos países, realizado por los vecinos de la
Asamblea Ambiental de Gualeguaychú, entre 2007 y 2010–; otros de modo
indirecto, por la vía judicial, con la demanda de saneamiento de la cuenca
del Riachuelo; otros por la vía parlamentaria, a través de la discusión en
el Congreso de la Ley Nacional de Protección de los Glaciares (2010);
más cercanamente, la pueblada de Famatina en contra de la megaminería
(2012); en fin, la expropiación parcial de YPF y el escándalo desatado
a causa del convenio con la multinacional Chevron, para la explotación
de los hidrocarburos no convencionales. Pero, básicamente, fueron las
luchas de las poblaciones las que poco a poco otorgaron visibilidad a la
nueva problemática ambiental vinculada sobre todo al extractivismo.
Otros conflictos, como el entablado entre el gobierno nacional y las
corporaciones agrarias en relación a las retenciones móviles al sector
(2008), iluminaron de manera más lateral el proceso de desposesión
hacia campesinos e indígenas que hoy ocurre en las llamadas áreas marque
se agotarán pronto y que la expansión de las fronteras de explotación
entraña graves riesgos sociales y ambientales; por último, el cambio climático
actual que impone severas restricciones, por ejemplo, a la explotación
hidrocarburífera (Gudynas, 2011b: 167-168).
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ginales, en especial en las provincias del norte, en relación con la expansión
de la frontera de la soja. Mucho más silenciado ha estado el lento
pero inexorable proceso vinculado al impacto sociosanitario del modelo
de agronegocios, debido al uso intensivo de agrotóxicos, que hoy emerge
a la luz a través del juicio realizado por el tema de las fumigaciones en
Córdoba (2012) y, recientemente, con el acampe de los vecinos autoconvocados
contra Monsanto, en la localidad de Malvinas Argentinas de esa
provincia.
En segundo lugar, la imposición de una visión productivista y sacrificial
del territorio ha ido desembocando en la negación virulenta de
otras miradas/lenguajes de valoración sobre el territorio. Tengamos en
cuenta que, en términos latinoamericanos, la primera fase del Consenso
de los Commodities se caracterizó por una suerte de expansión de las
fronteras del Derecho, visibles en la constitucionalización de nuevos derechos
(individuales y colectivos). La narrativa estatalista coexistía, con
sus articulaciones y tensiones, con la narrativa indigenista y ecologista,
tal como sucedía en Bolivia y Ecuador. A su vez, esos cambios se tradujeron
en la emergencia de un espacio de geometría variable en cuanto al
rol del Estado y la ampliación de la participación de lo popular. Sin
embargo, a lo largo de la década y al calor de los conflictos territoriales
y socioambientales, y de sus dinámicas recursivas, los diferentes gobiernos
progresistas terminaron por asumir un discurso beligerantemente
desarrollista, en defensa del extractivismo, acompañado de una práctica
criminalizadora y tendencialmente represiva de las luchas socioambientales,
así como de una voluntad explícita de controlar esas formas de
participación de lo popular.7
A diferencia de la primera fase, en la actualidad el Consenso de los
Commodities ha dejado de ser un acuerdo tácito que vincula de modo
vergonzante gobiernos neoliberales y conservadores con gobiernos pro7
En realidad, allí donde hay un conflicto ambiental y territorial, mediatizado y
politizado, que pone de relieve los puntos ciegos de los gobiernos progresistas
respecto de la dinámica de desposesión, la reacción suele ser la misma. Sucede
desde 2009 en Ecuador, sobre todo con respecto a la megaminería; sucedió en
Bolivia, a raíz del caso del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Secure
(TIPNIS), a partir de 2011; también en Brasil, a raíz del conflicto suscitado por
la construcción de la megarepresa de Belo Monte. En estos casos, los distintos
oficialismos optaron por el lenguaje nacionalista y el escamoteo de la cuestión,
negando la legitimidad del reclamo y atribuyéndolo ya sea al “ecologismo
infantil” (Ecuador), al “ambientalismo colonial” (Bolivia), cuando no al accionar
de ONG extranjeras (Brasil). Véase Svampa, 2013b.
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gresistas. El sinceramiento entre discursos y prácticas, la fuerte estigmatización
de la crítica ambientalista que ocurre incluso en aquellos países que
más expectativa política de cambio habían despertado –como Bolivia y
Ecuador– ilustra la evolución de los gobiernos progresistas hacia modelos
de dominación más tradicionales (en mucho, ligados al clásico modelo
nacional-estatal), así como obliga al reconocimiento del ingreso inquietante
a una nueva fase de retracción de las fronteras de la democracia, visible en
el cercamiento y apropiación de los bienes comunes.
Aunque sin mayores debates (el término mismo de “neoextractivismo”
se halla fuera del horizonte retórico del oficialismo), algo similar sucede
en la Argentina, donde el progresismo selectivo del gobierno no se aplica
para el caso de la megaminería ni mucho menos para la soja. Si volvemos,
por caso, al levantamiento en Famatina, este tuvo un efecto paradójico:
sea por desconocimiento o por mala fe, lo cierto es que desde las plumas
del oficialismo se alentó una lectura que dejaba al conflicto entrampado
en los contextos provinciales, cuando no en los esquemas binarios, en la
batalla política que el gobierno kirchnerista libra con el multimedios Clarín.
Sin embargo, el posterior realineamiento entre poder político y poder
económico terminó por blanquear, esta vez de modo explícito y en la voz
de la presidenta, a la megaminería como parte legítima e integral del proyecto
oficialista.
En tercer lugar, otro de los elementos que se ha fortalecido con la consolidación
del Consenso de los Commodities es la vinculación entre extractivismo
depredador, maldesarrollo y regresión de la democracia: sin
licencia social, sin consulta a las poblaciones, sin controles ambientales y
con escasa presencia del Estado, o aun con ella, los gobiernos tienden a
vaciar no solo de contenido el ya bastardeado concepto de sustentabibilidad
o desarrollo sostenible, sino también a manipular las formas de participación
popular, o sencillamente impedirla. Por ejemplo, en la Argentina,
entre 2003 y 2012, solo se pudieron realizar dos consultas públicas en relación
a la megaminería. Luego del “efecto Famatina”, asistimos a diferentes
episodios de represión contra las organizaciones que rechazan la megaminería.
Respecto de los pueblos originarios: en Neuquén y en Jujuy las comunidades
indígenas denuncian que no han sido consultadas, a la hora
de avanzar con el fracking o con la minería de litio en sus territorios; la
comunidad Primavera, del pueblo Qom, es permanentemente acosada por
el poder político formoseño y varios de sus miembros han muerto en
circunstancias más que sospechosas. Por otro lado, mientras escribimos
este libro, en la localidad de Malvinas Argentinas, en Córdoba, los vecinos
continúan enfrentándose no solo con la empresa que es paradigma mun-
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dial en semillas transgénicas (Monsanto), sino también con la transversalidad
política propia del extractivismo, ya que la instalación de la planta
es apoyada por la presidenta de la Nación, por el gobernador de la provincia
y por el intendente radical de la localidad. Los vecinos denuncian que
no hay licencia social, exigen estudios de impacto ambiental y, por sobre
todo, su derecho a decidir sobre el emplazamiento de la planta, a través de
una consulta pública. Así, los cuestionamientos no son solamente a Barrick
Gold, a Chevron o a Monsanto, sino también al modo en cómo se toman
las decisiones desde el poder político, advirtiéndonos que no se trata solamente
de una discusión técnica sino de un debate político más amplio,
que pone en juego el derecho a decidir colectivamente sobre los llamados
modelos de desarrollo.
En cuarto lugar, en el marco del Consenso de los Commodities y en
nombre de las “ventajas comparativas”, los gobiernos latinoamericanos
promueven un modelo de inclusión anclado en el consumo, en el cual la
figura del ciudadano consumidor sobredetermina el imaginario del “buen
vivir”, en clave plebeya-progresista. El acoplamiento de corto plazo entre
avance del Estado, crecimiento económico y modelo de ciudadano consumidor
aparece como condición de posibilidad del éxito electoral (no en
vano varios gobiernos latinoamericanos fueron reelegidos en esta coyuntura,
para comenzar, por el propio kirchnerismo). Los patrones e imaginarios
sociales de consumo están vinculados con determinadas ideas hegemónicas
sobre el progreso. Ya hemos dicho que la congruencia entre
patrones de producción y de consumo, la generalización de un “modo de
vida imperial” (Brandt y Wissen, 2013), hace notoriamente más difícil la
conexión o articulación social y geopolítica entre las diferentes luchas (sociales
y ecológicas, urbanas y rurales, entre otras), y de sus lenguajes emancipatorios.
Por ende, la apuesta central que los gobiernos progresistas
hacen al modelo del ciudadano consumidor, asentado sobre el modo de
vida imperial hegemónico, refuerza el rechazo a pensar cualquier hipótesis
o escenario de transición y de progresiva salida del extractivismo, en el
mediano y largo plazo.
Tal como hemos demostrado en este libro, los cuestionamientos al extractivismo
depredador y a gran escala que hoy conoce nuestro país no
tienen que ver con la falta de cultura productiva o la demonización de
dichas actividades. Antes bien, tienen que ver con la consolidación de modelos
del maldesarrollo. Sea que hablemos de la minería a gran escala, del
impacto del glifosato sobre la salud, de la expansión de la frontera agraria
y la explotación de hidrocarburos no convencionales, del acaparamiento
de tierras, del urbanismo neoliberal, ligado a la especulación inmobiliaria
en el ámbito urbano y rural, veremos que se trata de emprendimientos
que avanzan sin consenso de las poblaciones, generando todo tipo de conflictos
sociales, divisiones en la sociedad y una espiral de criminalización
de las resistencias que, sin duda, abre un nuevo y peligroso capítulo de
violación de los derechos humanos.