Poéticas indígenas de resistencia y reconstrucción plural de comunidad

El artículo analiza la política lingüística multicultural que enmarca la revitalización de lenguas indígenas en Colombia, las relaciones de poder-saber y los legados coloniales. Propone una pragmática ecológica y decolonial, reconociendo las dimensiones poéticas, éticas y políticas de las prácticas narrativas indígenas. Considera, además, la capacidad de estas prácticas para favorecer la emergencia de formas de resistencia y reconstrucción comunitaria en medio de la violencia. Finalmente, reflexiona sobre la capacidad de estas prácticas para facilitar la reconstrucción de comunidades y permitir diálogos decoloniales.



Poéticas indígenas de resistencia y reconstrucción plural de comunidad*

Sandra Camelo**

Resumen
El artículo analiza la política lingüística multicultural que enmarca la revitalización de lenguas indígenas en Colombia, las relaciones de poder-saber y los legados coloniales. Propone una pragmática ecológica y decolonial, reconociendo las dimensiones poéticas, éticas y políticas de las prácticas narrativas indígenas. Considera, además, la capacidad de estas prácticas para favorecer la emergencia de formas de resistencia y reconstrucción comunitaria en medio de la violencia. Finalmente, reflexiona sobre la capacidad de estas prácticas para facilitar la reconstrucción de comunidades y permitir diálogos decoloniales.

*Este artículo nace de la tesis doctoral como becaria de Colciencias, titulada “(Po)ethical Indigenous Language Practices: Redefining Revitalisation and Challenging Epistemic Colonial Violence in Colombia”, desarrollada en Goldsmiths, en la Universidad de Londres, bajo la dirección de Shela Sheikh y Couze Venn.
**Investigadora independiente. Doctora en Estudios Culturales de Goldsmiths, Universidad de Londres (Reino Unido); Magíster en Lingüística Aplicada de la Universidad de Jaén (España); Magíster en Estudios Culturales y Licenciada en Lenguas Modernas de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá (Colombia); E-mail: sandra.camelo.p@gmail.com

La producción y estandarización de gramáticas y alfabetos fueron herramientas centrales en el estudio y revitalización de lenguas indígenas en Colombia. Sin embargo, es importante considerar el origen colonial de estas gramáticas y alfabetos, y su papel como tecnologías de normalización, en la medida en que determinaron e impulsaron formas “correctas” y deseables. Al igual que la Gramática castellana de Nebrija, publicada en 1491 e inspirada en el latín, las gramáticas de lenguas amerindias, escritas por frailes y amerindios convertidos en expertos latinistas, adoptaron el latín como modelo de corrección gramatical, forzando las declinaciones y otras particularidades latinas para insertarlas en las lenguas del continente americano (Alvar, 1993; Acuña, 1941).

Durante el período colonial, en el marco de la cruzada contra el “analfabetismo” y el “salvajismo” del llamado Nuevo Mundo, los gramáticos y escribas ocuparon una posición privilegiada y participaron en la creación y ratificación del imaginario del salvaje e iletrado caníbal americano, cuya “desviación” debía corregirse (Rama, 1998). La escritura amerindia fue descrita como una serie de “rayones” con carbón y tinturas “perversas” sobre paredes y telas (Díaz del Castillo, 1521, citado en Rama, 1998). Ante esta visión despectiva, se defendía la conversión de las lenguas amerindias al modelo alfabético y gramatical del latín, dado que, como aseguraba el cronista Olmos, las lenguas amerindias eran “dignificadas”, se volvían menos salvajes a través de su adaptación a la gramática y la escritura latinas (Hernández, 1997).

Para justificar la “necesidad” y el “aporte” de la empresa colonial, en sus diversas facetas de persecución, esclavitud y conversión, así como la colonización y normalización de las lenguas amerindias, se produjo una “ausencia constitutiva”, una falta de gramaticalidad, alfabetismo y civilización que sólo los misioneros colonizadores podían reparar. Esta “misión” colonizadora se articuló con la eliminación de las particularidades de las lenguas amerindias, así como la deshumanización de los pueblos amerindios. De este modo, la deshumanización y eliminación se constituyeron en la “condición necesaria para la afirmación de esta parte de la humanidad [que no sólo se define como letrada, católica, blanca, sino que además] se considera como universal” (Santos, 2010: 18-19). No obstante, esta deshumanización y normalización colonial no se llevó a cabo sin resistencia. La fijación de alfabetos y gramáticas fue desafiada por la transformación de palabras y expresiones en las prácticas de las lenguas, que además del nivel lingüístico se articularían con dimensiones poéticas, éticas y políticas.

En los siguientes apartados se discutirá la política lingüística multicultural que enmarca la revitalización de lenguas indígenas en Colombia, las relaciones de poder-saber y los legados coloniales que la atraviesan, y se planteará una pragmática ecológica y decolonial que reconozca las dimensiones poéticas, éticas y políticas de las prácticas narrativas indígenas, así como su capacidad de permitir la reconstrucción de comunidades en medio de las dinámicas del conflicto y de la violencia física y epistémica, y se considerará su potencial para establecer diálogos multivocales decoloniales en el Sur global.

Violencias del multiculturalismo
La Constitución de 1991, que definió a Colombia como una nación multicultural y plurilingüe, marcó una ruptura importante con el modelo de conversión y asimilación que operó durante la Colonia y que se mantuvo hasta buena parte del siglo XX con el propósito de incorporar a los pueblos indígenas al campesinado y la mano de obra barata (Helg, 1987; Díaz, 1990). La fuerza del movimiento indígena fue fundamental para que se diera esta transformación y el reconocimiento de derechos diferenciales tales como la educación bilingüe (Trillós, 2003), el derecho al voto y la autonomía territorial (Gros 2002), así como derechos sobre sus territorios para desarrollar actividades económicas y culturales, de acuerdo con sus propios modelos de desarrollo (Jimeno et al., 1998). Veinte años después, la Ley 1381 de Lenguas Nativas del 2010, posicionó a las lenguas indígenas como “patrimonio cultural e inmaterial” de la nación, y exigió que el Estado promoviera el uso de estas lenguas en las escuelas locales e invirtiera en programas de investigación y revitalización lingüística (Congreso de la República de Colombia, ٢٠١٠: arts. ١-٢).

Las lenguas y los sujetos indígenas son definidos en la actualidad en el marco del modelo multicultural que los celebra como expresión de diferencia, y exige a los pueblos actuar de acuerdo con un rol que exprese su diferencia como una “particularidad” dentro de una sociedad nacional que se presume como una “mayoría” tolerante, anónima y omnipresente. A pesar de estos avances, el modelo multicultural es violento en tanto que “bajo la apariencia de reconocer la comunidad indígena y su autonomía, el Estado la produce y la reproduce, instituyéndola y legitimando así una frontera étnica que se obliga a proteger” (Gros, 2000: 105). Es decir que el discurso multicultural y sus herramientas legales no sólo protegen o celebran la diferencia, sino que también la producen, y en dicha medida los pueblos indígenas y otros grupos étnicos son reindigenizados y reetnizados (Restrepo, 2004).

Las políticas del reconocimiento tienden a reproducir relaciones asimétricas entre las denominadas mayorías y minorías (Coulthard, 2014). De modo que la celebración de la diferencia es muchas veces sorda “a las voces y las propuestas políticas y sociales de los sectores históricamente marginados” que dice reconocer y elogiar (Uzendoski, 2015: 6). La autodenominada sociedad mayoritaria se presenta a sí misma como “universal” y “tolerante” de las “minorías”, al mismo tiempo que su discurso políticamente correcto ejerce una represión intolerante del otro al que se le obliga a permanecer en el sitio que se le ha asignado y a aceptar sonriente esta condición para vivir en la sociedad que le otorga los “derechos de existir”. Como explica Castro-Gómez, “[sólo] la cultura del tolerante es universal porque desde allí emana el valor liberal de la tolerancia que se le pide a todos” (2015: 165). En general, el reconocimiento es fragmentario porque se otorga como si se tratara de un regalo por parte de alguien que no necesita ser reconocido de vuelta (Coulthard, 2014).

Ahora que los pueblos indígenas han sido redefinidos como sujetos de derechos, se espera que no sólo defiendan sus tradiciones, sino que también encarnen la misión ecológica global que se les ha adjudicado (Ulloa, 2007). Las concepciones de los pueblos indígenas como “buenos salvajes” son frecuentes hoy en día, y en muchas ocasiones sirven para juzgar el uso y abuso que dichos pueblos puedan hacer de los recursos naturales en sus territorios (Escobar, 1999). Estos imaginarios y expectativas pueden ser violentos, en la medida en que defienden ideales pacíficos y ecológicos poco realistas y criminalizan a los pueblos que no logren cumplir dichos ideales al punto de invalidar sus demandas.

El multiculturalismo opera dentro del marco de relaciones de poder-saber asimétricas y exige a los pueblos apropiarse del lenguaje de la diferencia, la acción afirmativa y los derechos especiales (Gros, 2002). Conocer y adaptarse al lenguaje legal y multicultural resulta fundamental, dado que la ley no sólo les garantiza derechos, sino que, además, les exige condiciones específicas para obtenerlos, definiendo los parámetros de indianidad que deben encarnar ante la mirada de “expertos” que confirmarán ante tribunales si son o no “auténticos” indígenas, y si en dicha medida pueden tener acceso a derechos diferenciales (Lemaitre, 2009). Los pueblos deben, entonces, adoptar lenguajes, comportamientos y actitudes más fieles a la imagen y a las expectativas externas que existen de ellos para ser considerados los suficientemente diferentes.

Apuestas para repensar la revitalización y desafiar los legados de violencia epistémica colonial
Como se discutió al inicio de este artículo, durante la colonización de América, misioneros latinistas fueron autorizados para convertir las lenguas indígenas a los modelos gramaticales y alfabéticos del latín (Zimmermann, 1997). La redefinición y reconstrucción de las lenguas indígenas de acuerdo con modelos extranjeros marca su simultánea invención y colonización (Mignolo, 1992). Gramáticas y alfabetos operaron como tecnologías coloniales que definieron a estas lenguas como “analfabetas” e incompletas, produciendo así una forma colonizada sobre la base de una aparente “ausencia constitutiva” de alfabeticalidad y gramaticalidad que sólo los misioneros colonizadores podían reparar. Este proceso de invención-colonización de las lenguas indígenas tuvo a su vez dos movimientos, de asimilación y exclusión, que se expresaron en la transformación de lo desconocido en algo aprehensible y en levantamiento de fronteras que enfatizaban las diferencias entre “nosotros” y “ellos”.

La definición de la escritura alfabética como “escritura por excelencia” sirvió al enaltecimiento de las sociedades alfabéticas en detrimento de las otras formas de escritura. Las lenguas indígenas no sufrían de la ausencia constitutiva de escritura y no necesitaban que otros les dieran un sistema de escritura, pues ya eran capaces por sí solas de inscribir el mundo con signos y significados. Es importante expandir las nociones de escritura más allá de los alfabetos, considerando las inscripciones de los glifos, los textiles, la cerámica, la pintura corporal, así como la danza, la narración de historias tradicionales y rituales, más allá de los límites y oposiciones que se han creado entre la escritura y la oralidad (Rabasa, 2008). A estas prácticas se les denomina aquí narrativas, en tanto que cuentan historias que pueden ser leídas y releídas, escritas y reescritas, repetidas y siempre resignificadas.

La sobreposición de capas narrativas no sólo se presenta actualmente en la entremezcla de la oralidad y la escritura (Glissant, 1989), sino que además involucra la circularidad de los tiempos, en los bordes entre el pasado y el presente, el pensamiento de los abuelos y el de los ancestros:

Así he vivido/escuchado, así es como estoy viviendo/escuchando. Me digo a mí mismo, ellos me dicen, me están diciendo, me están contando, me contaron. Todo esto se desprende de una concepción circular del tiempo: estamos presentes porque somos pasados (tenemos memoria) y tendremos futuro. (Chihuailaf, 2005, citado en Sánchez, 2010: 18)

A pesar de las buenas intenciones de los expertos que trabajan en el estudio y revitalización de las lenguas indígenas, las relaciones de poder-saber que moldean las relaciones entre académicos y los sujetos que éstos encuentran en el trabajo de campo son generalmente asimétricas. La investigación tradicional aísla sus objetos de estudio, obedeciendo a una lógica extractiva, en la cual las lenguas estudiadas son separadas de las prácticas rituales, éticas, comunitarias, de saberes y cosmologías que acompañan las prácticas narrativas. Sería ingenuo suponer que las lenguas indígenas son una realidad preexistente a su estudio, descripción y análisis. Por el contrario, estas lenguas han sido creadas en tanto objetos de estudio, en medio de relaciones de poder-saber y legados coloniales.

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En este sentido, resulta pertinente considerar una propuesta que reconozca los legados coloniales en el estudio de las lenguas indígenas, y que a la vez brinde una perspectiva amplia con respecto a su revitalización, considerando las dimensiones que componen las prácticas narrativas indígenas que con frecuencia han sido ignoradas o dejadas en un segundo plano en los estudios más tradicionales. En este sentido, este artículo propone una pragmática ecológica y decolonial que se concentre en lo que las prácticas narrativas de las lenguas indígenas hacen y pueden hacer. En dicha medida, esta pragmática va más allá de los actos de habla (Austin, 1962), y se interesa de modo particular por la resistencia creativa y la capacidad sanadora de las prácticas narrativas para reconstruir tejidos comunitarios, afectos y éticas otras.

Las lenguas indígenas no pueden reducirse simplemente a la escritura alfabética, éstas se inscriben, se producen y se actualizan en la medida en que son experimentadas, practicadas, recordadas y escuchadas. Escribir en este sentido es inscribir, producir una marca que continúa viviendo en la medida en que es leída y escrita de nuevas formas (Derrida, 1982). Este tipo de escritura es también un vínculo de cariño con los abuelos, las figuras de conocimiento y la sabiduría. Cuando los niños escuchan a los abuelos aprenden a escuchar y aprenden a hablar, pero sobre todo aprenden a vivir de acuerdo con las éticas y modos que son significativos en sus comunidades.

Hablar de una pragmática decolonial implica en primer lugar, reconocer los legados coloniales que han articulado la definición de las lenguas indígenas y considerar las dimensiones del colonialismo que van más allá del control militar. Resulta fundamental analizar la forma como la colonialidad continúa operando en la actualidad, en tanto que ésta va más allá de la explotación y subyugación física de los cuerpos y territorios colonizados bajo un aparato militar y una administración central (Maldonado-Torres, 2007). La colonialidad sostiene imaginarios y aspiraciones tanto en el centro como en la periferia del antiguo y rearticulado sistema colonial, seduciendo y operando al nivel íntimo de la subjetividad, los símbolos, los afectos y las prácticas de conocimiento (Castro-Gómez, 2011). Produce, además, líneas abismales que separan lo que es humano de lo que no lo es, lo que se considera verdadero y científico de lo que no (Santos, 2010).

Una de las consecuencias de la colonialidad es la deshumanización y la violencia epistémica, la cual degrada y excluye a las prácticas de saber que se producen fuera de los circuitos privilegiados del llamado Norte global, de modo que las voces y saberes del Sur global resuenan con mayor dificultad y en ocasiones están amenazadas con su desaparición, producto del desprestigio con el que se las mira no sólo en el Norte, sino también en el Sur (Grosfoguel, 2014). Las lenguas indígenas y sus pueblos siguen estando afectados por las jerarquías coloniales de saber que no sólo denigran sus prácticas de conocimiento como “menos científicas”, sino que, además, crean condiciones para hacer posible y facilitar la explotación violenta de sus saberes, tradiciones y recursos. Se trata de una constante mundial, que se hace visible en la

[…] agenda de la globalización, que responde a simples intereses, y que ha llegado al punto de intentar emplear los acuerdos internacionales para apropiarse de la biodiversidad y los recursos naturales de los pobres, y modificar semillas, plantas y medicinas […] para hacer de ellas […] fuentes de ganancia infinita de las corporaciones globales. (Shiva, 2008: 286)

La decolonialidad reconoce la capacidad de la colonialidad para modelar deseos, aspiraciones y regímenes de producción y validación de conocimiento, y luego de identificar los mecanismos de los dispositivos y tecnologías de sujeción de la colonialidad, propone rutas alternativas o giros decoloniales. En este sentido, la decolonialidad es una crítica visceral que tiene lugar tanto al nivel del ethos como del pathos, pues exige que nos reinventemos en nuestra propia humanidad y la forma como nos relacionamos unos con otros. La decolonialidad propone entonces la resistencia creativa y la reinvención en vez de la búsqueda romántica de un estado ideal previo al mundo colonial.

Hacia una pragmática ecológica y decolonial
La revitalización de una lengua no puede simplemente centrarse en preservar formas “originales” y “puras”, como lo han sugerido varias de las críticas al esencialismo, paternalismo e intervencionismo que han emergido dentro de la antropología y la lingüística (Fabian, 1983; Restrepo, 2011). Los lingüistas no pueden “rescatar las lenguas de su catastrófica destrucción” (Hale et al., 1992: 7), tampoco es posible obviar su posición privilegiada como expertos dentro de relaciones asimétricas de poder-saber que atraviesan su labor. Como lo indica Foucault, el conocimiento se produce y valida de acuerdo con regímenes de verdad que reconocen sólo a ciertos sujetos como capaces de producir conocimiento racional y verdadero (Foucault, 1991). Las relaciones de poder-saber producen y ubican a ciertos sujetos en posiciones particulares de enunciación.

Sería un error pasar por alto que las clasificaciones, estudios y estrategias que desarrollan los lingüistas y expertos externos operan dentro de una red compleja de relaciones de poder y regímenes de validación de la producción del conocimiento, que implican a su vez una serie de disputas y cuestionamientos por parte de los hablantes de las lenguas estudiadas. Varios lingüistas colombianos que han trabajado en programas oficiales de revitalización y creación de gramáticas y alfabetos han experimentado estas tensiones. Marín Silva1 destaca que a pesar de que organizaciones indígenas como el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) han avalado alfabetos, muchos de los hablantes no les dan la misma importancia. Por su parte, Montes Rodríguez2 asegura que la unificación de alfabetos y gramáticas no necesariamente estimula la producción escrita y la práctica de la lectura. De modo similar, Ramírez Cruz3 considera que la estandarización opera más como una medida de control y una prescripción externa, si bien muchas veces resulta importante para las organizaciones indígenas en sus políticas de territorialidad. Otro punto de divergencia entre los lingüistas y los hablantes es el de la taxonomía y la clasificación de las lenguas. Así, por ejemplo, Patiño Rosselli (2000) destaca cómo muchos pueblos del Vaupés defienden la existencia de varias lenguas, mientras que los lingüistas las agrupan como variedades de una misma lengua. Esta distinción tiene particular importancia, dado que hablar diversas lenguas es una de las reglas para que una pareja pueda formar una familia.

Considerando que las lenguas son para los hablantes ante todo prácticas concretas, resulta vital considerar dichas lenguas en su aspecto múltiple, creativo, transformativo y performativo. Las lenguas indígenas están situadas y articuladas con modos de vida y prácticas de existencia de las comunidades, territorios, ancestros, tradiciones, memorias, cosmologías y saberes, además de los planes de vida comunitarios y la agenda política de las comunidades (López, 2008: 141; De la Cadena, 2015). Estas articulaciones son complejas:

Un modo particular de pensamiento y de vida, de vida espiritual […] con sus creencias, deidades, […] con relación a la naturaleza [sic], así como a los lugares sagrados, [con] el arco, el trueno, el sol, la luna, los animales […] las creencias y mitos […] la medicina tradicional, los signos en los sueños, las ofrendas, que son símbolos de la gente de Totoró. (Artenio Sánchez, citado en Gonzales, 2013: 121-122)

Algunos lingüistas colombianos como Marín Silva, aseguran que en muchas ocasiones la investigación lingüística en Colombia tiende a estar aislada de las prácticas narrativas, de la música y la danza de las comunidades hablantes de las lenguas estudiadas (entrevista a Marín, 2015). En el campo de la lingüística, sin embargo, ha habido giros importantes como el de la “teoría de la experiencia”, que redefine la gramática en relación con las acciones desarrolladas en contextos específicos (Halliday, 2001). El giro de la representación a la performatividad ha cuestionado la idea de que el lenguaje pueda reflejar una realidad prexistente, independientemente de las prácticas del lenguaje o actos de habla. De modo similar, el giro ecológico de la década de los setenta implicó una crítica al modelo que aislaba las lenguas de su ambiente, y propuso el estudio ecolingüístico o relacional de las lenguas, la naturaleza, la cultura, la interacción y los fenómenos sociológicos (Haugen, 1972, citado en Steffensen y Fill, 2013).

De forma paralela a la ecolingüística, la ecocrítica produjo un giro en los estudios literarios e impulsó el análisis de las narrativas en relación con la ecología, la ética y el medio ambiente, así como con las relaciones de poder, la racialización de poblaciones y la violencia indirecta o colateral sobre el medioambiente que afecta particularmente a las poblaciones racializadas y colonizadas (Nixon, 2005). Estas perspectivas ecológicas, de forma similar a las “poéticas relacionales” de Michel Serres, las “estéticas de la tierra” de Édouard Glissant y la “teoría planetaria” de Gayatri Chakravorty Spivak, han destacado el modo como el colonialismo ha invadido los territorios llevando a la destrucción de paisajes, ecologías y poblaciones (De Loughrey y Handley, 2011: 27-28).

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Estas nuevas perspectivas que emergieron en los bordes disciplinares de la ecolingüística y la ecocrítica, han dado nuevo valor a las prácticas narrativas y a las éticas que éstas movilizan en lo que concierne a la responsabilidad ecológica que involucra a los otros, humanos y no humanos (Smith, 2011: xix). Asimismo, ha adquirido importancia considerar la compleja articulación de narrativas con el territorio en el caso de los pueblos indígenas (Reyes, 2009). Sin embargo, la articulación entre lengua, prácticas de saber y relaciones de poder, así como la resistencia creativa y la capacidad de las prácticas narrativas de reconstruir tejidos comunitarios, no es del todo evidente en estas perspectivas. Estas ecologías son múltiples y en su interior se articula lo singular y lo plural (Nancy, 2000). No se trata de conjuntos armoniosos, dentro de éstas existen varios niveles y posicionamientos. Las prácticas narrativas son singulares y múltiples al mismo tiempo, articuladas de acuerdo con tensiones y violencias propias de su pasado colonial, así como de las relaciones de poder que han atravesado su formación.

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Pensar las lenguas en tanto prácticas y en articulación con los juegos de poder en los que se disputa la producción y validación de conocimiento, las dinámicas de violencia física y de deshumanización, así como la reconstrucción de comunidades de afectos y éticas otras, demanda una perspectiva articulada de lengua, saber, poder y ser a la que he denominado una pragmática ecológica y decolonial. Esta pragmática es necesaria para permitirnos entender la forma como las prácticas narrativas se articulan con complejas ecologías de afectos, éticas, memorias y vínculos comunitarios, de forma que establezcan formas de resistencia creativa para desafiar la colonialidad. Las lenguas, en tanto prácticas narrativas vivas, crean y se transforman (Lecercle, 2002). Las prácticas narrativas y la historia oral en las comunidades indígenas renuevan y reorganizan la relación entre los productores de conocimiento y los sujetos por conocer, reubicando a estas poblaciones ya no como informantes, sino como investigadoras y productoras de conocimiento, en diálogo con los saberes colectivos de sus pueblos (Rivera, 1990, 2010).

La revitalización, desde esta perspectiva, no tiene que buscar la manera de volver al pasado ni de recuperar una forma pura. Ni las lenguas ni los grupos indígenas son fósiles inmutables (Masolo, 2014). Las lenguas en tanto prácticas narrativas vivas, crean y se transforman (Lecercle, 2002). Además, se articulan en ecologías vivas que producen filiaciones, afectos, memorias, éticas y modos de vida.

Lo que hacen las lenguas indígenas, o las prácticas que aquí llamamos narrativas, las dimensiones poéticas, éticas y políticas de estas prácticas, su capacidad curativa y el reconocimiento de los conflictos ante las cuales surgen, así como su capacidad para crear condiciones de posibilidad para entablar diálogos decoloniales y permitir la reconstrucción plural de comunidades de afectos del Sur global, son los ejes fundamentales de esta pragmática ecológica y decolonial. En los siguientes apartados, discutiremos más en detalle estos ejes fundamentales en diálogo con algunos de los narradores que participan en estas prácticas narrativas y en la reconstrucción plural de sus comunidades.

El papel de las prácticas narrativas y los narradores en la reconstrucción plural de la comunidad
Las prácticas narrativas involucran el intercambio de historias, memorias y modos de vida y resistencia. También implican escuchar y comunicarse a través de diferentes lenguas, voces, modos de pensamiento y experiencias de vida. Como explica el poeta y activista misak Edgar Velasco Tumiña4, las prácticas narrativas tienen una dimensión ética y acarrean una cierta responsabilidad y predisposición tanto para el que narra como para el que escucha.

Velasco Tumiña es oriundo de Silvia, Cauca, es estudiante de filosofía y líder comunitario, miembro activo de organizaciones indígenas y étnicas nacionales como Autoridades Ancestrales, Gobierno Mayor y, más recientemente, de la Comisión Étnica para la Paz y la Defensa de los Derechos Territoriales, conformada en el marco de las negociaciones de paz entre el Gobierno nacional y las FARC, que tuvieron lugar en la Habana (Cuba) entre el 2012 y el 2016. Para Velasco Tumiña, su práctica narrativa es ante todo un ejercicio de vida en el cual se conjugan las dimensiones poéticas, éticas y políticas. Además, su voz singular es también la voz plural de su pueblo, sus ancestros y todos aquellos con quienes ha compartido en la lucha por el respecto a los derechos de los pueblos indígenas y afrocolombianos en el territorio nacional, quienes han sido reiterativamente violentados, despojados y deshumanizados al punto de ser inviabilizadas y acalladas sus quejas y demandas ante las autoridades regionales y nacionales.

Frente a las múltiples violencias, las prácticas narrativas permiten la recreación de tradiciones, tejidos comunitarios y afectos, y facilitan, además, la reconstrucción de comunidades, sus éticas y formas de vida. El poeta y antropólogo yanakuna Fredy Chikangana, quien nació en la década de los sesenta y creció en el Resguardo de Río Blanco (Yurak Mayu, en quechua), emprendió una búsqueda de los sentidos de su pueblo, un reaprendizaje de la lengua quechua, que luego se convertiría en el verbo de su poesía y de su pueblo que poco a poco se reconstruyó de nuevo, constituyendo sus resguardos y territorios colectivos.

Soy un cantor en esta tierra, y busco palabras en el lago que me atraviesa también persigo silencios entre las calles, y miradas perdidas en cuerpos de rosa yo hablo con luciérnagas, soy el Labrador sin tierra, el hacedor de tierras con olor a fruta, soy el que guarda la semilla del ensueño para sembrarla en el surco del corazón humano. (Chikangana, 2010: 106)

Chikangana se encuentra a sí mismo y se reencuentra con su comunidad a partir del intercambio de historias. Era un labrador sin tierra, en la medida en que no sabía quechua y esta lengua no era hablada en su comunidad. Tenía que recuperar su tierra, junto con sus significados. Debía transformarse a sí mismo y encontrar su forma de expresión5 . Durante su niñez y adolescencia, Chikangana fue además testigo de las luchas por la autonomía y la recuperación de tierras de su comunidad en las décadas de los setenta y los ochenta (Espinosa, 2007). Luego viajó a Bogotá y estudió antropología en la Universidad Nacional en donde se graduó en 1995. Dedicó su trabajo de grado a la investigación de las conexiones culturales y lingüísticas de su comunidad y la gente que andaba entre las ciudades, con acentos similares, empleando palabras equivalentes a las que se usaban en Río Blanco (Ceballos, 2015). Luego estudió quechua en Perú, Ecuador y Bolivia a partir de las historias de las comunidades. Así se reencontró como un miembro más de la familia quechua y como yanakuna (entrevista Chikangana, 2016). Se convirtió además de poeta en “arqueólogo de la palabra”, como aquel que navega a través de las narrativas orales y la palabra hablada de los pueblos, excavando en los recuerdos y creando nuevas historias en su poesía. En su poema Quechua es mi corazón (Nuqa taki) se refiere a esta transformación visceral que le permitió reconstruirse y junto con su comunidad:

[…] Quechua es el rocío de la mañana y la voz de nuestros muertos Quechua es el corazón que se agita entre flautas y tambores, en el relincho del tiempo milenario, con olor a kiñiw y maíz tostado, donde aún decimos: nuestras manos, nuestros cuerpos, nuestra voz, nuestra música, nuestra resistencia. […]. (Chikangana, 2010: 100
En este poema, quechua no describe simplemente una lengua determinada por un vocabulario, fonética y gramática particulares. En cambio, el quechua se siente en las manos y en los cuerpos, incluso en los respiros y a través de la voz del poeta, que canta en su lengua reconociendo a su gente a través de ésta, reconociendo sus raíces en la madre tierra y un presente de luchas colectivas para recuperar estos territorios en las mingas. A través del quechua, Chikangana nace de nuevo. Como es tradición en su comunidad, se ha enterrado la placenta bajo la maloca y ahora de la tierra brota él, wiñay malki, la semilla que permanece en el tiempo (entrevista a Chikangana, 2016; Ceballos, 2015).

Nombrase a sí mismo, al territorio y a la vida en la comunidad en quechua hace parte del camino de transformación que ha escogido para él y su pueblo Yanakuna. Se convierte en yana, que en quechua es persona (singular), y entra a formar parte de la comunidad (plural), kuna (Ceballos, 2015). Su poesía es singular y plural (Nancy, 2000), en la medida en que es suya pero también de su comunidad: se construye a partir del diálogo con los abuelos y contribuye a la búsqueda de las historias tradicionales de ésta, y dialoga con dichas historias (entrevista a Chikangana, 2016). Chikangana ha iniciado y ha estado participando activamente en talleres regionales en el Cauca que reivindican la hoja de coca y la palabra, tales como “Recuperación de nuestra lengua”, “Cantos de nuestra gente” y “Oralitura y resistencia desde las comunidades indígenas del Cauca”, además ha fundado el grupo Yanamauta: Conocimiento y Saberes Yanaconas (Festival de Poesía de Medellín, 2015).

La poesía de Chikangana se teje con las enseñanzas, experiencias de vida y las memorias que pasan de generación en generación permitiendo la vida de la comunidad. “Mi voz”, dice, “no es solo mi voz, sino que es también la voz de los viejos guiando con la palabra en las artes del buen vivir” (entrevista a Chikangana, 2016). Reconoce así la multivocalidad de su poesía y la universalidad plural de ésta con el fin de hacer posibles diálogos globales sobre las preocupaciones comunes de los pueblos y comunidades que se enfrentan al desplazamiento y la expropiación (entrevista a Chikangana, 2016). Su poesía no es sólo local, sino que también es universal y “crea puentes que permiten a los poetas verse el uno al otro”, sentir sus cantos e incluso reconocer que aun cuando cantan en lenguas, cantan sobre lo mismo (entrevista a Chikangana, 2016).

Bautista destaca la noción de ayllu como “vivir en” y “vivir con” la comunidad (2014, citado enRodrigues y Fernandes, 2014). De forma similar, Jean-Luc Nancy propone una noción interesante de ser con como “ser muchos” o “ser el uno con el otro” (2000: 43). Esta noción singular y plural del ser expande la noción de comunidad como la articulación de seres que siempre están con otros seres, y en el caso de las comunidades indígenas, estos seres implican niños, jóvenes y abuelos, así como ancestros, animales, plantas y lugares articulados en la cosmología, los rituales y las prácticas cotidianas.

Esta concepción de comunidad como una articulación ecológica compleja, no excluye las diferencias y tensiones que puedan darse en su interior. Una de estas tensiones es la de los poetas que persiguen sus sueños, pero se preocupan por la forma como estos sueños, menos tradicionales, puedan ofender a los ancestros. Así, el poeta camëntsá Jamioy Juagibioy en su poema Ndegombr soy acbe otjenayán, La realidad de tus sueños, se inspira en la palabra del abuelo, y media entre la comunidad y el afuera, pero es a su vez consciente de que esta posición como mediador le acarrea tensiones:

Abuelo, [… ¿será que al hacer realidad mis sueños no estoy matando los tuyos? (Jamioy, 2010: 101)
En aimara, la noción de ch’ixi se emplea para expresar una idea de comunidad que da espacio también en su significado a la presencia del conflicto (Rivera, 2010, citado en Rodrigues y Fernandes, 2014). En efecto, ch’ixi describe la presencia y la articulación de “múltiples diferencias culturales, que no se funden en la otra, sino que se antagonizan o complementan, y que coexisten en paralelo” (Rivera, 2010, citado en Rodrigues y Fernandes, 2014). Las comunidades y construcciones identitarias necesitan ser pensadas desde una perspectiva que reconozca el desacuerdo, las tensiones y la multivocalidad que las atraviesan en medio de los puntos comunes que las agrupan (Balibar y Wallerstein, 1991; Rancière, 1999; Mouffe, 1999, 2013). En vez de oponer lo individual a lo colectivo, hay que considerar la singularidad dentro del colectivo (Gandhi, 2006), y entender que las singularidades no son necesariamente univocales sino que pueden ser multivocales y plurales (Nancy, 2000). Finalmente, en vez de eliminar las tensiones como enemigas de la comunidad, resulta más conveniente considerar la tensión desde un “modelo agonístico” (Mouffe, 2013), que acepte la validez de las pasiones y afectos, así como el derecho de los adversarios a defender sus interpretaciones (Mouffe, 1999).

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Narrativas poéticas y agononísticas de resistencia y reconstrucción
La población indígena ha sido altamente afectada por el acceso inequitativo a las tierras cultivables (Cárdenas, 2003) y el desplazamiento forzado que la ha llevado a desocupar las tierras, éstas luego han sido tomadas por sectores económicos locales privilegiados y corporaciones multinacionales (Escobar, 2008). Como muchas otras de las víctimas, han sufrido por parte de los actores del conflicto extorsiones, secuestros, amenazas, torturas, desapariciones y abusos sexuales, sólo que muchas veces han sido estigmatizadas y silenciadas, e incluso culpadas y responsabilizadas de su destino (MSF, 20106.

El poeta y activista misak Edgar Velasco Tumiña (entrevista 2015) destaca un encuentro que tuvo con un líder de una comunidad embera fuertemente afectada por el conflicto armado. Asegura que el encuentro no sólo fue informativo sino también sanador gracias a la escucha de los dolores compartidos (entrevista a Velasco, 2015). El poder curativo de la escucha y las prácticas narrativas ha sido exaltado por Trinh Minh-ha, quien ha encontrado que, entre los basaa, en Camerún, la narradora es quien vincula y cura a la comunidad a través de su poder de escucha y de transmisión de las tradiciones (1989). En este sentido, las prácticas narrativas no se limitan a la narración, pues también implican la escucha. Se trata de “escuchar a los otros” y “leer sus ojos” (1989: 30). Además, las prácticas narrativas tienen la capacidad de producir un sentido de comunidad, de amistad y de “copertenencia” que permite simultáneamente la singularidad y la pluralidad (Gandhi, 2006).

Más allá del nivel literario o lingüístico, las prácticas narrativas son éticas de cuidado y curación que tienen lugar en el cuerpo, más que en el papel, ya que es el cuerpo el que es capaz de sentir las historias y el dolor del otro. Resulta interesante que los basaa ubiquen las narrativas curativas en el vientre o call hu (Minh-ha, 1989). De modo similar, los pueblos uitoto se refieren al canasto (kirigai) como al lugar privilegiado del conocimiento, refiriéndose al cuerpo como un recipiente que alberga la lengua y el saber de su pueblo (Vivas, 2013). En la lengua quechua, ukhu se refiere a lo que está adentro, a lo íntimo, al espacio vacío en el que reside lo esencial, en donde las barreras entre lo racional y lo emocional se disuelven (Kusch, 2000). Para estos pueblos, las prácticas narrativas son evidentemente corporales y materiales, y están atravesadas por afectos, dolores y traumas, así como posibilidades de sanación y cura, como diría Roldolfo Kusch: “Todo parece indicar que no hay ethos sin un pathos” (Kusch, 2000: 363).

En última instancia, las prácticas narrativas, desde una perspectiva ética, poética y política, reconocen la existencia del otro y permiten la creación de un mundo del tú (Fanon, 1986), sobre la base de la capacidad universal de experimentar dolor y el deseo de ser escuchados para sanar los traumas. El cuerpo que ubica las condiciones de nuestra existencia y las experiencias de deshumanización que hemos vivido, se convierte en el centro de concepción articulada de afectos, filiaciones y éticas que permiten reconstituir y reconstruir comunidades locales y globales. Reconocer la violencia y la deshumanización a partir del reencuentro con el otro, más allá del reconocimiento jurídico del otro desconocido, es el punto de partida para un reencuentro agonístico curativo y transformador.

Diálogos y reencuentros decoloniales para retar el totalitarismo deshumanizante
La colonialidad se moviliza no sólo en el nivel discusivo o institucional, sino que además modela los afectos, percepciones y emociones que tejen las subjetividades. Es en el nivel íntimo de la subjetividad que nacen y se consolidad los discursos populistas de odio y miedo que justifican y promueven un “estado permanente de excepción” (Agamben, 2008). Sólo movilizando ciertos afectos, percepciones y emociones, es posible crear condiciones para naturalizar la deshumanización y la no ética de la guerra que sostienen la explotación y la eliminación del otro, dentro de la empresa colonial (Maldonado-Torres, 2007).

Afectos y política no son dos dimensiones separadas, sino que se interceptan (Protevi, 2009). Es en este nivel íntimo y no obstante público, en el que las prácticas narrativas, poéticas, éticas y políticas y sus traducciones agonísticas y decoloniales pueden retar la colonialidad y posibilitar la construcción de poéticas agonísticas y pluriversales. El horror y la repulsión son los afectos que movilizan la necesidad urgente de “contrarrestar el mundo de muerte y acabar con todas las formas de la relación naturalizada entre maestro y esclavo” (Maldonado-Torres, 2008: 67). Las prácticas narrativas, en sus dimensiones poéticas, éticas y políticas crean condiciones para un diálogo decolonial, curativo, que permita el reencuentro en vez de promover la eliminación del otro o su silenciamiento en nombre de un reconocimiento legal abstracto y vacío. Este reencuentro agonístico está basado en la dignidad de la existencia del otro y la aceptación de la multivocalidad y la discrepancia.

La decolonialidad, como lo anuncia Castro-Gómez (2015) siguiendo a Mouffe y a Laclau, no debe renunciar a la universalidad en el nombre de la particularidad, sino universalizar la particularidad. Esto implica defender una universalidad equitativa, o una universalidad plural, es decir, una pluriversalidad (Mignolo, 2000), lo que resulta particularmente importante en el contexto del resurgimiento y consolidación de universalismos deshumanizantes. Desafiar el totalitarismo colonial no sólo implica retar y destruir las estructuras de poder y las instituciones que hacen posible la deshumanización, sino que además requiere la transformación de las lógicas, afectos y expectativas que se han internalizado en las subjetividades y en la misma experiencia de ser y existir (Grosfoguel, 2016). La noción de ser humano debe ser liberada entonces del universalismo totalizante que ha creado zonas del ser y zonas del no ser (Wynter, 1995, 2003). Las prácticas narrativas deben contribuir a reconfigurar humanismos plurales, localizados y dialogantes.

A lo largo de esta conversación, hemos discutido sobre los legados coloniales de las nociones de lenguas indígenas, y se propuso una concepción alternativa que considera las lenguas y sus prácticas narrativas, más allá de la documentación y la estandarización de alfabetos y gramática, privilegiando el interés por sus dimensiones poéticas, éticas y políticas, así como su capacidad para curar traumas y reconstruir filiaciones y afectos. Dado que las prácticas narrativas no se limitan a las comunidades indígenas de un determinado país, es importante continuar la indagación sobre su inserción en diálogos decoloniales que puedan generar la creación de alianzas globales. Para, además abordar las prácticas narrativas desde una pragmática decolonial y ecológica, es necesario facilitar la traducción agonística de dichas prácticas.

A diferencia de la traducción lingüística y unidireccional tradicional que mantiene la división entre lenguas manteniendo a menudo la relación jerárquica entre lenguas productoras de conocimiento y lenguas objeto de estudio (Mignolo, 2010; Mignolo y Schiwi, 2003), la doble traducción busca permitir que una lengua afecte a la otra, no sólo lingüísticamente sino a nivel de las ideas, discursos y prácticas que en ésta se movilizan. Mientras la traducción unidireccional generalmente es extractiva y facilita la mercantilización de la biodiversidad y las tradiciones “exóticas” de “minorías”, la doble traducción que propone Mignolo y Schiwi permite el encuentro de lenguas y epistemologías y su transformación en doble vía, facilitando la creación de condiciones para la existencia de un mundo multivocálico (Santos, 2014).

En esta medida, la doble traducción puede llegar a crear las condiciones necesarias para una revolución ética, política, ontológica y epistémica que permita un diálogo de doble vía entre comunidades del Sur global, así como entre académicos comprometidos y activistas (Mignolo y Schiwi, 2003; García, 2013). Además, la traducción agonística es una traducción de los afectos y traumas, así como de los proyectos de resistencia creativa que curan dichos traumas y construyen posibilidades de resiliencia y decolonialidad. Se trata del reconocimiento del otro, en su existencia y sus dolores, un reconocimiento que va más allá del reconocimiento universal y abstracto del lenguaje legal multicultural. La doble traducción agonística es una tarea fundamental para permitir una transformación de la violencia epistémica colonial y la deshumanización de los pueblos que subsiste hoy en día.

Notas
Entrevista realizada por Sandra Camelo, 19 de enero del 2015, Bogotá.

María Emilia Montes Rodríguez, entrevista realizada por Sandra Camelo, 27 de enero del 2015, Bogotá.

Héctor Ramírez Cruz, entrevistado por Sandra Camelo el 22 de junio del 2014, Bogotá.

Entrevista realizada por Sandra Camelo, 11 de diciembre del 2015, Bogotá.

Fredy Chikangana, entrevistado por Sandra Camelo, el 29 de marzo del 2016, Río Blanco.

Como es bien sabido, muchos actores han participado activamente en este conflicto: Ejército Nacional, guerrillas, escuadrones paramilitares, grandes narcotraficantes y carteles de las drogas (Escobar, 2008).

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