Campo minado
Ana de Ita
La Jornada
Los últimos cuatro sexenios serán recordados por los pueblos indígenas y campesinos como los que legalizaron un nuevo despojo de sus territorios.
En este país, donde como una conquista de la Revolución Mexicana la mitad de la superficie nacional es propiedad de indígenas y campesinos, los proyectos de monocultivos industriales, extractivos, o de mega infraestructura, tuvieron en la tenencia de la tierra un freno a su expansión.
Pero la reforma a la Ley Minera del presidente Salinas de Gortari (1992), tomada como modelo para las reformas a las leyes energéticas y extractivas del presidente Peña Nieto (2014), otorgaron a la minería, a la exploración y extracción de hidrocarburos, a la generación de energía eléctrica, por medio de presas hidroeléctricas, de energía eólica o solar el carácter de utilidad pública y de actividades preferentes sobre cualquier otro uso del territorio, y con ello vulneraron la seguridad en la tenencia de la tierra.
En muchas regiones del país, los territorios indígenas y campesinos están bajo el acoso de consorcios empresariales que quieren usurparlos, para impulsar sus propios negocios al amparo de estas leyes.
La minería es uno de los azotes más extendidos y uno de los sectores más favorecidos por el gobierno. Existen más de 25 mil concesiones mineras que invaden alrededor de 37 millones de hectáreas. 18.5 millones pertenecen a más de 8 mil ejidos y comunidades agrarias –en promedio uno de cada cuatro tienen concesión minera–. En esta superficie también se ubican más de 13 mil localidades con presencia indígena.
De un día a otro, miles de comunidades se ven amenazadas por las concesiones que el gobierno adjudica a las empresas, sin siquiera notificarles y mucho menos preguntar, si otorgan o no, su consentimiento para que tales proyectos se realicen en sus territorios.
Las comunidades rechazan las concesiones mineras, pues su instalación les obligará tarde o temprano a abandonar su tierra y forma de vida. La explotación de las minas en su mayoría se realiza bajo la técnica de tajo a cielo abierto, que devasta las tierras, agua, bienes naturales y ambiente, y junto a la violencia social que la acompaña, enajena a los campesinos sus bienes naturales y la posibilidad de mantener su vida como campesinos.
Las compañías exploran los yacimientos minerales con helicópteros o con drones para sortear a los pobladores que seguramente se opondrán a sus intenciones. Procuran comprar tierras, intentan dividir a las comunidades, comprar a las autoridades, sobre todo a las municipales quienes pueden otorgar el cambio de uso de suelo. Buscan desenterrar conflictos con comunidades vecinas para enrarecer y debilitar la resistencia. No existe la buena fe; las mentiras, presiones y amenazas son su forma de operación. El despojo de los territorios indígenas, amparado por la ley se da con una enorme violencia, en la que participa también el crimen organizado. El ambiente de terror que viven estas comunidades es muy útil para inmovilizar a la población y evitar que se organice para impedir la instalación de los proyectos.
Las comunidades asediadas están en franca desventaja respecto a los promotores de los proyectos y sus aliados gubernamentales. No tienen información, ni recursos y deben contar con asesoría jurídica para entablar una defensa legal, mientras sus líderes son criminalizados, perseguidos y violentados por el único delito de defender lo que les pertenece.
Las malas prácticas de la minería en México han sido denunciadas por organizaciones internacionales. El sector minero obtuvo sólo 60 de 100 puntos, en el Índice de Gobernanza de Recursos de 2017, que argumenta que el país tiene verdaderos problemas de corrupción, violencia y captura del Estado.
La minería disputa los territorios a la producción de alimentos, a la silvicultura, a la conservación de la naturaleza, a la cultura y forma de vida campesina. Mientras el gobierno abandonó la agricultura ejidal y comunal, fomentó la minería en beneficio de alrededor de 350 empresas, principalmente de Canadá, Estados Unidos y China, y una decena de empresarios mexicanos que aparecen en la lista de Forbes. El Estado reformó las leyes en favor de las mineras para que tengan acceso a tierras que no les pertenecen, les permite acaparar y contaminar el agua, destruir el ambiente y el paisaje, incluso vestigios arqueológicos, instalarse en áreas naturales protegidas, y obliga a los obreros a integrase en sindicatos charros que no los representan.
En 2013, las mineras tuvieron que pagar impuestos sobre las regalías, de los que estaban excentas anteriormente. El Índice de Atractivo a la Inversión en minería cayó 26 lugares entre 2014 y 2016, y el país ocupó el lugar 50.
Las mineras consideran que la inseguridad, la dificultad para instalarse en tierras comunales y el incremento de los impuestos representan obstáculos fuertes y proponen que el Estado aplique la ley en contra de ejidos y comunidades que se niegan a aceptarlas, y el Congreso de la Unión les deduzca el total de los costos de exploración y también los gastos que hayan hecho para convencer a las comunidades como clínicas, escuelas, caminos.
La autodeterminación de los pueblos indígenas sobre sus territorios debe ser el punto de partida de cualquier proyecto, y la política de saqueo del país en favor de un puñado de empresas debe terminar.