Un mundo feliz (Segunda parte y final)

La dictadura perfecta.
Una premonición o cálculo certero de hasta donde nos lleva el poder.



CAPITULO VIII
Fuera, entre el polvo y la basura (a la sazón había ya cuatro perros), Bernard y John paseaban
lentamente.
— Para mí es muy difícil comprenderlo — decía Bernard—, reconstruir… Es como si viviéramos
en diferentes planetas, en siglos diferentes. Una madre, y toda esta porquería, y dioses, y la
vejez, y la enfermedad… —
Movió la cabeza—. Es casi inconcebible. Nunca lo comprenderé, a menos que me lo expliques.
— ¿Que te explique qué?
— Esto. — Y Bernard señaló el pueblo—. Y esto. — Y ahora señaló la casita en las afueras—.
Todo. Toda tu vida.
— Pero, ¿qué puedo decir yo?
— Todo, desde el principio. Desde tan atrás como puedas recordar.
— Desde tan atrás como pueda recordar… — John frunció el ceño.
Siguió un largo silencio.
John recordaba una estancia enorme, muy oscura; había en ella unos armatostes de madera
con unas cuerdas atadas a ellos, y muchas mujeres de pie, en torno a aquellos armatostes,
tejiendo mantas, según dijo Linda. Linda le ordenó que se sentara en un rincón, con los otros
niños. De pronto la gente empezó a hablar en voz muy alta, y unas mujeres empujaban a Linda
hacia fuera, y Linda lloraba. Linda corrió hacia la puerta, y John tras ella. Le preguntó por qué
estaban enojadas.
— Porque he roto una cosa — dijo Linda. Y entonces se enojó ella también—. ¿Por qué he de
saber yo nada de sus estúpidos trabajos? — dijo—. ¡Salvajes!
John le preguntó qué quería decir salvajes. Cuando volvieron a casa, Popé esperaba en la
puerta y entró con ellos. Llevaba una gran calabaza llena de un líquido que parecía agua; pero
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a casa y oyó voces iracundas en el dormitorio. Eran de mujer, y decían palabras que él no
entendía; pero sabía que eran palabras horribles. Luego, de pronto, ¡plas!, algo cayó al suelo;
oyó movimiento de gente, y otro ruido, como cuando azotan a una mula, pero una mula
carnosa; después Linda chilló: ¡Oh, no, no, no!
John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros. Linda estaba acostada. Una de
las mujeres la sujetaba por las muñecas. La otra se había sentado encima de sus piernas para
que no pudiera patalear. La tercera la golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces; y cada vez
Linda chillaba. Llorando, John se agarró al borde del manto de la mujer. Por favor, por favor.
Con la mano que tenía libre, la mujer lo apartó. El látigo volvió a caer, y de nuevo Linda chilló.
John agarró la mano fuerte y morena de la mujer entre las suyas y le pegó un mordisco con
todas sus fuerzas. La mujer gritó, libró la mano que tenía cogida y le arreó tal empujón que lo
derribó. Cuando todavía estaba en el suelo, la mujer lo azotó tres veces con el látigo. Le dolió
como nunca le había dolido nada: como fuego. El látigo volvió a silbar y cayó. Pero esta vez
chilló Linda.
— Pero, ¿por qué querían hacerte daño, Linda? — le preguntó aquella noche.
John lloraba, porque las señales rojas del látigo en la espalda le dolían terriblemente. Pero
también lloraba porque la gente era tan brutal y mala, y porque él sólo era un niño y nada podía
hacer contra ella.
— ¿Por qué querían hacerte daño, Linda?
— No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?
Era difícil entender lo que decía, porque Linda yacía boca abajo y tenía la cara sepultada en la
almohada.
— Dicen que estos hombres son sus hombres — prosiguió.
Y era como si no le hablara a él, como si se lo dijera a alguien que se hallara dentro de ella
misma. Una larga charla que John no entendía; y, al final, Linda volvió a chillar, más fuerte que
nunca.
— ioh, no, no llores, Linda! ¡No llores!
John la abrazó con fuerza. Le pasó un brazo por el cuello.
Linda gritó:
— ¡Ten cuidado! ¡Mi hombro! ¡Oh!
Y lo apartó de sí, con fuerza. John fue a dar de cabeza contra la pared.
— ¡Imbécil! — le gritó su madre.
Y, de pronto, empezó a pegarle bofetadas.
Una, y otra, y otra más…
— ¡Linda! — gritó John—. ¡Oh, madre, no, no! — Yo no soy tu madre. Yo no quiero ser tu
madre.
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— Pero, Linda… ¡Oh!
Otro cachete en la mejilla.
— Me he vuelto como una salvaje — gritaba Linda—. Tengo hijos como un animal… De no
haber sido por ti hubiese podido presentarme al Inspector, hubiese podido marcharme de aquí.
Pero no con un hijo. Hubiese sido una vergüenza demasiado grande.
John adivinó que iba a pegarle de nuevo.y levantó un brazo para protegerse la cara — ¡Oh, no,
Linda, no, por favor! — ¡Bestezuela!
Linda lo obligó a bajar el brazo, dejándole la cara al descubierto.
— ¡No, Linda!
John cerró los ojos, esperando el golpe.
Pero Linda no le pegó. Al cabo de un momento, John volvió a abrir los ojos y vio que su madre
lo miraba. John intentó sonreírle. De pronto, Linda lo abrazó y empezó a besarle, una y otra
vez.
Los momentos más felices eran cuando Linda le hablaba del Otro Lugar.
— ¿Y de veras puedes volar cuando se te antoja?
— De veras.
Y Linda le contaba lo de la hermosa música que salía de una caja, y los juegos estupendos a
que se podía jugar, y las cosas deliciosas de comer y de beber que había, y la luz que surgía
con sólo pulsar un aparatito en la pared, y las películas que se podían oír, v palpar y ver, y otra
caja que producía olores agradables, y las casas rosadas, verdes, azules y plateadas; altas
como montañas, y todo el mundo feliz, y nadie triste ni enojado, y todo el mundo pertenecía a
todo el mundo, y las cajas que permitía ver y oír todo lo que ocurría en el otro extremo del
mundo, y los niños en frascos limpios y hermosos…. todo limpísimo, sin malos olores, sin
suciedad… Y nadie solo, sino viviendo todos juntos, alegres y felices, algo así como en los
bailes de verano de Malpaís, pero mucho más felices, porque su felicidad era de todos los días,
de siempre… John la escuchaba embelesado.
Muchos hombres iban a ver a Linda. Los chiquillos empezaron a señalarla con el dedo. En su
lengua extranjera decían que Linda era mala; la llamaban con nombres que John no
comprendía, pero que sabía eran malos nombres. Un día empezaron a cantar una canción
acerca de Linda, una y otra vez. John les arrojó piedras. Ellos replicaron, y una piedra aguzada
lo hirió en la mejilla. La sangre no cesaba de manar y pronto quedó cubierto de ella.
Linda le enseñó a leer. Con un trozo de carbón dibujaba figuras en la pared — un animal
echado, un niiño dentro de una botella—, y después escribía detrás: EL GATO DUERME, EL
PEQUE ESTÁ EN EL BOTE. John aprendió de prisa y con facilidad. Cuando ya sabía leer
todas las palabras que su madre escribía en la pared, Linda abrió su gran caja de madera y
sacó de debajo de aquellos graciosos pantalones rojos que nunca llevaba un librito muy
delgado. John lo había visto ya muchas veces.
— Cuando seas mayor — le decía siempre su madre— te dejaré leerlo.
Bueno, ahora ya era lo bastante mayor. John se sentía muy orgulloso.
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— Temo que no lo encontrarás muy apasionante — dijo Linda—, pero es el único que tengo. —
Y suspiró—. ¡Si pudieras ver las estupendas máquinas de leer que tenemos en Londres!
John empezó a leer. El Condicionamiento químico y bacteriológico del embrión. Instrucciones
prácticas para los trabajadores Beta del Almacén de Embriones. Sólo leer el título le llevó un
cuarto de hora. John arrojó el libro al suelo.
— ¡Libro feo, libro feo! — exclamó.
Y se echó a llorar.
Los muchachos seguían cantando su horrible canción acerca de Linda. Y a veces se burlaban
de él porque iba tan desharrapado. Cuando se le rompían los vestidos, Linda no sabía
remendarlos. En el Otro Lugar, le dijo su madre, la gente tiraba la ropa vieja y se compraba otra
nueva. — ¡Harapiento, harapiento! — le chillaban los muchachos.
Pero yo sé leer — se decía John—, y ellos no. Ni siquiera saben lo que es leer. No le era difícil,
si se esforzaba en pensar en aquello, fingir que no le importaba que se burlaran de él. Pidió a
Linda que volviera a prestarle el libro.
Cuanto más cantaban los muchachos y más lo señalaban con el dedo, tanto más
ahincadamente leía. Pronto pudo leer todas las palabras. Hasta las más largas. Pero, ¿qué
significaban? Se lo preguntó a Linda. Pero ni siquiera cuando ésta podía contestarle lo
comprendía con claridad. Y generalmente ni siquiera podía contestarle.
— ¿Qué son productos químicos? — preguntaba John.
— ¡Oh! Cosas como sales de magnesio y alcohol para mantener a los Deltas y los Epsilones
pequeños y retrasados, y carbonato de calcio para los huesos, y cosas por el estilo.
— Pero, ¿cómo se hacen los productos químicos, Linda? ¿De dónde salen?
— No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los frascos quedan vacíos, se envía a buscar más
al Almacén Químico. Supongo que la gente del Almacén Químico los fabrica. O acaso van a
buscarlos a la fábrica. No lo sé. Yo no trabajaba en eso. Yo estaba ocupada en los embriones.
Y lo mismo ocurría con cualquier cosa que preguntara. Por lo visto, Linda apenas sabía nada.
Los viejos del pueblo daban respuestas mucho más concretas.
La semilla de los hombres y de todas las criaturas, la semilla del sol y la semilla de la tierra y la
semilla del cielo, todo esto lo hizo Awonawilona de la Niebla Desarrolladora. El mundo tiene
cuatro vientres; y Awonaxvilona enterró las semillas en el más bajo de los cuatro vientres. Y
gradualmente las semillas empezaron a germinar …
Un día (John calculó más tarde que ello debió de ocurrir poco después de haber cumplido los
doce años), llegó a casa y encontró en el suelo del dormitorio un libro que no había visto nunca
hasta entonces. Era un libro muy grueso y parecía muy viejo. Los ratones habían roído sus
tapas; y algunas de sus páginas aparecían sueltas o arrugadas. John lo cogió y miró la
portadilla. El libro se titulaba Obras Completas de William Shakespeare.
Linda yacía en la cama, bebiendo en una taza el hediondo mescal.
— Popé lo trajo — dijo. Su voz sonaba estropajosa y áspera, como si no fuese la suya—.
Estaba en uno de los arcones de la Kiva de los Antílopes. Seguramente estaba allá desde hace
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cientos de años. Supongo que así es, porque le he echado una ojeada y sólo dice tonterías. Un
autor que estaba por civilizar. Aun así, te servirá para hacer prácticas de lectura.
Echó otro trago, apuró la taza, la dejó en el suelo, al lado de la cama, se volvió de lado, hipó
una o dos veces y se durmió.
John abrió el libro al azar.
Nada, sólo vivir
en el rancio sudor de un lecho inmundo, cociéndose en la corrupción, arrullándose y haciendo
el amor sobre el maculado camastro …
Las extrañas palabras penetraron, rumorosas, en su mente como la voz del trueno; como los
tambores de las danzas de verano si los tambores supieran hablar; como los hombres que
cantan el Canto del Maíz, tan hermoso que hacía llorar; como las palabras mágicas del viejo
Mitsima sobre sus plumas, sus palos tallados y sus trozos de hueso y de piedra: kiathla tsilu
siloklve silokwe silokwe. Kiai silu silu, tsithl. Pero mejor que las fórmulas mágicas de Mitsima,
porque aquello significaba algo más, porque le hablaba a él; le hablaba maravillosamente, de
una manera sólo a medias comprensible, con un poder mágico terriblemente bello, de Linda; de
Linda que yacía allá, roncando, con la taza vacía junto a su cama; le hablaba de Linda y Popé,
de Linda y Popé.
John odiaba a Popé cada vez más. Un hombre puede sonreír y sonreír y ser un villano. Un
villano incapaz de remordimientos, traidor, cobarde, inhumano. ¿Qué significaban exactamente
estas palabras? John sólo lo sabía a medias. Pero su magia era poderosa, y las palabras
seguían resonando en su cerebro, y en cierta manera era como si hasta entonces no hubiese
odiado realmente a Popé; como si no le hubiese odiado realmente porque nunca había sido
capaz de expresar cuánto le odiaba. Pero ahora John tenía estas palabras, estas palabras que
eran como tambores, como cantos, como fórmulas mágicas.
Un día, cuando John volvió a casa, después de sus juegos, encontró abierta la puerta del
cuarto interior y los vio yaciendo los dos en la cama, dormidos: la blanca Linda, y Popé, casi
negro a su lado, con un brazo bajo los hombros de ella y el otro encima de su pecho, con una
de sus trenzas negras sobre la blanca garganta de Linda, como una serpiente que quisiera
estrangularla. En el suelo, junto a la cama, había la calabaza de Popé y una taza. Linda
roncaba.
John tuvo la sensación de que su corazón había desaparecido, dejando un hueco en su lugar.
Sí, se sentía vacío. Vacío, y frío, y un tanto mareado, y como deslumbrado. Se apoyó en la
pared para rehacerse un poco. Villano sin remordimientos, traidor, cobarde… Como tambores,
como los hombres cuando cantan al maíz, como fórmulas mágicas, las palabras se repetían
una y otra vez en su mente. John pasó del frío inicial a un súbito calor. Las mejillas, inyectadas
en sangre, le ardían, la habitación vacilaba y se ensombrecía ante sus ojos. Rechinó los
dientes. Lo mataré, lo mataré, lo mataré … , empezó a decir. Y, de pronto, surgieron otras
palabras:
Cuando duerma, borracho, o esté enfurecido,
o goce del placer incestuoso de la cama …
La magia estaba de su parte, la magia lo explicaba todo y daba órdenes. John volvió al cuarto
exterior. Cuando duerma, borracho… El cuchillo de cortar la carne estaba en el suelo, junto al
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hogar. John lo cogió y, de puntillas, se acercó de nuevo al umbral. Cuando duerma, borracho;
cuando duerma, borracho … Cruzó corriendo la estancia y clavó el cuchillo — ioh, la sangre!
dos veces, mientras Popé despertaba de su sueño; levantó la mano para volver a clavar el
cuchillo, pero alguien le cogió la muñeca y — ioh, oh!— se la retorció. John no podía moverse,
estaba cogido, y veía los ojillos negros de Popé, muy cerca de él, mirándole fijamente. John
desvió la mirada. En el hombro izquierdo de Popé aparecían dos cortes. ¡Oh, mira, sangre! —
gritaba Linda—. ¡Sangre! Nunca había podido soportar la vista de la sangre. Popé levantó la
otra mano… para pegarme, pensó John. Se puso rígido para aguantar el golpe. Pero la mano lo
cogió por debajo del mentón y le obligó a levantar la cabeza y a mirar a Popé a los ojos.
Durante largo rato, horas y más horas. Y de pronto — no pudo evitarlo— John empezó a llorar.
Y Popé se echó a reír. Anda, ve — dijo, en su lengua india—. Ve, mi valiente Thaiyuta. Y John
corrió al otro cuarto, a ocultar sus lágrimas.
— Ya tienes quince años — dijo el viejo Mitsima, en su lengua india—. Te enseñaré a modelar
la arcilla.
En cuclillas, junto al río, trabajaron juntos. — Ante todo — dijo Mitsima, cogiendo un terrón de
arcilla húmeda entre sus manos—, haremos una luna pequeña.
El anciano aplastó el terrón dándole forma de disco, y después levantó sus bordes; la luna se
convirtió en un bol.
Lenta, torpemente, John imitó los delicados gestos del anciano.
— Una luna, una taza, y ahora una serpiente.
Mitsima cogió otro terrón de arcilla Y formó con él un largo cilindro flexible, lo dobló hasta darle
la forma de un círculo perfecto y lo colocó encima del borde del bol.
— Después otra serpiente, y otra, y otra.
Circulo tras círculo, Mitsima levantó los costados de la jarra; era estrecha en la parte inferior, se
hinchaba hacia el centro y volvía a estrecharse en la parte del cuello. Mitsima modelaba, daba
palmaditas, acariciaba y rascaba la arcilla; y al fin salió de sus manos el típico jarro de agua de
Malpaís, si bien era de color blanco cremoso en lugar de negro, y blando todavía. La
contrahecha imitación del jarro de Mitsima, obra de John, estaba a su lado. Mirando los dos
jarros, John no pudo reprimir una carcajada.
— Pero el próximo será mejor — dijo.
Y empezó a humedecer otro terrón de arcilla.
Modelar, dar forma, sentir cómo sus dedos adquirían habilidad y fuerza le proporcionaba un
placer extraordinario.
— Vitamina A, Vitamina B, Vitamina C — canturreaba, mientras trabajaba—. La grasa está en
el hígado, y el bacalao en el mar …
Y también Mitsima cantaba: una canción sobre la matanza de un oso.
Trabajaron todo el día; y el día entero estuvo lleno de una felicidad intensa, absorbente.
— El próximo invierno — dijo el viejo Mitsima — te enseñaré a construir un arco.
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John esperó largo rato delante de la casa; y al fin terminaron las ceremonias que se celebraban
en el interior. La puerta se abrió y ellos salieron. Primero Kothlu, con la mano derecha
extendida, fuertemente cerrado el puño, como si guardara una joya preciosa. Le seguía
Kiakimé, también con la mano derecha extendida, pero cerrado el puño. Caminaban en
silencio, y en silencio, detrás de ellos, seguían los hermanos, las hermanas, los primos y la
gente mayor.
Salieron del pueblo, cruzando la altiplanicie. Al llegar al borde del acantilado se detuvieron, cara
al sol matutino. Kothlu abrió el puño. Viose en la palma de su mano una pulgarada de blanca
harina de maíz; Kothlu le echó un poco de su aliento, pronunció unas palabras misteriosas y
arrojó la harina, un puñado de polvo blanco, en dirección al sol. Kiakimé hizo lo mismo.
Después el padre de Kiakimé avanzó un paso, y levantando un bastón litúrgico adornado con
plumas, pronunció una larga oración y acabó arrojando el bastón en la misma dirección que
había seguido la harina de maíz.
— Se acabó — dijo el viejo Mitsima en voz alta—. Están casados.
— Bueno — dijo Linda, cuando se volvieron-; yo sólo digo que no veo la necesidad de armar
tanto alboroto por una insignificancia como ésta. En los países civilizados, cuando un
muchacho desea a una chica, se limita a… Pero, ¿adónde vas, John?
John no le hizo caso y echó a correr, lejos, muy lejos, donde pudiera estar solo.
Se acabó. Las palabras del viejo Mitsima seguían resonando en su mente. Se acabó, se acabó
… En silencio, y desde lejos, pero violenta, desesperadamente, sin esperanza alguna John
había amado a Kiakimé. Y ahora, todo había acabado. John tenía dieciséis años.
Cuando la luna fuese llena, en la Kiva de los Antílopes se revelarían muchos secretos, se
ejecutarían muchos ritmos ocultos. Los muchachos bajarían a la Kiva y saldrían de ella
convertidos en hombres. Todos estaban un poco asustados y al mismo tiempo impacientes.
Al fin llegó el día. El sol fue al ocaso y apareció la luna. John fue con los demás. Ante la
entrada de la Kiva esperaban unos hombres morenos; la escalera de mano descendía hacia las
profundidades iluminadas con una luz rojiza. Ya los primeros habían empezado a bajar. De
pronto, uno de los hombres avanzó, lo agarró por un brazo y lo sacó de la fila. John logró
escapar de sus manos y volver a ocupar su lugar entre los otros. Esta vez el hombre lo agarró
por los cabellos y le golpeó.
— ¡Tú no, albino!
— ¡El hijo de perra, no! — gritó otro hombre. Los muchachos rieron.
— ¡Fuera!
John todavía no se decidía a separarse del grupo.
— ¡Fuera! — volvieron a gritar los hombres.
Uno de ellos se agachó, cogió una piedra y se la arrojó.
— ¡Fuera, fuera, fuera!
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Cayó sobre él un chaparrón de guijarros. Sangrando, John huyó hacia las tinieblas. De la Kiva
iluminada de rojo llegaba hasta él el rumor de unos cantos. El último muchacho había bajado
ya la escalera. John se había quedado solo.
Solo, fuera del pueblo, en la desierta llanura de la altiplanicie. A la luz de la luna, las rocas eran
como huesos blanqueados. Abajo, en el valle, los coyotes aullaban a la luna. Los arañazos le
escocían y los cortes todavía le sangraban; pero no sollozaba por el dolor, sino porque estaba
solo, porque lo habían arrojado, solo, a aquel mundo esquelético de rocas y luz de luna.
— Solo, siempre solo — decía el joven.
Las palabras despertaron un eco quejumbroso en la mente de Bernard. Solo, solo…
— También yo estoy solo — dijo, cediendo a un impulso de confianza—. Terriblemente solo.
— ¿Tú? — John parecía sorprendido—. Yo creía que en el Otro Lugar… Linda siempre dice
que allá nadie está solo.
Bernard se sonrojó, turbado.
— Verás — dijo, tartamudeando y sin mirarle—, yo soy bastante diferente de los demás,
supongo. Si por azar uno es decantado diferente…
— Sí, esto es — asintió el joven—. Si uno es diferente, se ve condenado a la soledad. Los
demás le tratan brutalmente. ¿Sabes que a mí me han mantenido alejado de todo? Cuando los
otros muchachos fueron enviados a pasar la noche en las montañas, donde deben soñar cuál
es su respectivo animal sagrado, a mí no me dejaron ir con los otros; ni me revelaron ninguno
de sus secretos. Pero yo lo hice todo por mí mismo — agregó—. Pasé cinco días sin comer
absolutamente nada y una noche me marché solo a aquellas montañas.
Bernard sonrió con condescendencia. — ¿Y soñaste algo? — preguntó.
El otro asintió con la cabeza.
— Pero no debo decirte lo que soñé. — Guardó silencio un momento, y después, en voz baja,
prosiguió-: Una vez hice algo que ninguno de los demás ha hecho: un mediodía de verano,
permanecí apoyado en una roca, con los brazos abiertos, como Jesús en la cruz.
— Pero ¿por qué lo hiciste?
— Quería saber qué sensación producía ser crucificado. Colgar allá, al sol…
— Pero ¿por qué?
— ¿Por qué? Pues… — vaciló—. Porque sentía que debía hacerlo. Si Jesús pudo soportarlo…
Además, si uno ha hecho algo malo… Por otra parte, yo no era feliz; y ésta era otra razón.
— A primera vista, parece una forma muy curiosa de poner remedio a la infelicidad — dijo
Bernard.
Pero, pensándolo mejor, llegó a la conclusión de que, a fin de cuentas, algo había en ello.
Quizá fuese mejor que tomar soma…
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— Al cabo de un rato me desmayé — dijo el joven—. Caí boca abajo. ¿No ves la señal del
corte que me hice?
Se levantó el mechón de pelo rubio que le cubría la frente, dejando al descubierto una cicatriz
pálida que aparecía en su sien derecha.
Bernard miró y se apresuró a cambiar de tema.
— ¿Te gustaría ir a Londres con nosotros? — preguntó, iniciando así el primer paso de una
campaña cuya estrategia había empezado a elaborar en secreto desde el momento en que, en
el interior de la casucha, había comprendido quién debía ser el padre de aquel joven salvaje .
¿Te gustaría?
El rostro del muchacho se iluminó. — ¿Lo dices en serio?
— Claro; es decir, suponiendo que consiguiera el permiso.
— ¿Y Linda también?
— Bueno…
Bernard vaciló. ¡Aquella odiosa criatura! No, era imposible. A menos que… De pronto, se le
ocurrió a Bernard que la misma repulsión que Linda inspiraba podía constituir un buen triunfo.
— Pues, ¡claro que sí! — exclamó, esforzándose por compensar su vacilación con un exceso
de cordialidad.
— ¡Pensar que pudiera realizarse el sueño de toda mi vida! ¿Recuerdas lo que dice Miranda?
— ¿Quién es Miranda?
Pero, evidentemente, el joven no había oído la pregunta.
— ¡Oh, maravilla! — decía.
Sus ojos brillaban y su rostro ardía.
— ¡Cuántas y cuán divinas criaturas hay aquí! ¡Cuán bella humanidad!
Su sonrojo se intensificó súbitamente; John pensaba en Lenina, en aquel ángel vestido de
viscosa color verde botella, reluciente de juventud y de crema cutánea, llenita y sonriente. Su
voz vaciló:
— ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! — empezó; pero de pronto se interrumpió; la sangre había
abandonado sus mejillas; estaba blanco como el papel—. ¿Estás casado con ella? — preguntó.
— ¿Si estoy qué?
— Casado. ¿Comprendes? Para siempre. Los indios, en su lengua lo dicen así: Para siempre.
Un lazo que no puede romperse.
— ¡Oh, no, por Ford!
Bernard no pudo por menos de reír.
John rió también, pero por otra razón. Rió de pura alegría.
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— ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! — repitió—. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo que alberga
tales criaturas! ¡Vayamos allá!
— A veces hablas de una manera muy rara — dijo Bernard, mirando al joven con asombro y
perplejidad—. Por otra parte, ¿no sería más prudente que esperaras a ver ese nuevo mundo?
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CAPITULO IX
Tras aquel día de absurdo y horror, Lenina consideró que se había ganado el derecho a unas
vacaciones completas y absolutas. En cuanto volvieron a la hospedería, se administró seis
tabletas de medio gramo de soma, se echó en la cama, y al cabo de diez minutos se había
embarcado hacia la eternidad lunar. Por lo menos tardaría dieciocho horas en volver a la
realidad.
Entretanto, Bernard yacía meditabundo y con los ojos abiertos en la oscuridad. No se durmió
hasta mucho después de la medianoche. Pero su insomnio no había sido estéril. Tenía un plan.
Puntualmente, a la mañana siguiente, a las diez, el ochavón del uniforme verde se apeó del
helicóptero. Bernard le esperaba entre las pitas.
— Miss Crowne está de vacaciones de soma — explicó—. No estará de vuelta antes de las
cinco. Por tanto, tenemos siete horas para nosotros.
Podían volar a Santa Fe, realizar su proyecto y estar de vuelta en Malpaís mucho antes de que
Lenina despertara.
— ¿Estará segura aquí? — preguntó.
— Segura como un helicóptero — le tranquilizó el ochavón.
Subieron al aparato y despegaron inmediatamente. A las diez y treinta y cuatro aterrizaron en la
azotea de la Oficina de Correos de Santa Fe; a las diez y treinta y siete Bernard había logrado
comunicación con el Despacho del Interventor Mundial, en Whitehall; a las diez y treinta y
nueve hablaba con el cuarto secretario particular; a las diez y cuarenta y cuatro repetía su
historia al primer secretario, y a las diez y cuarenta y siete y medio, la voz grave, resonante, del
propio Mustafá Mond sonó en sus oídos.
— He osado pensar — tartamudeó Bemard— que su Fordería podía juzgar el asunto de
suficiente interés científico…
— En efecto, juzgo el asunto de suficiente interés científico — dijo la voz profunda—. Tráigase
a esos dos individuos a Londres con usted.
— Su Fordería no ignora que necesitaré un permiso especial…
— En este momento — dijo Mustafá Mond— se están dando las órdenes necesarias al
Guardián de la Reserva.
Vaya usted inmediatamente al Despacho del Guardián. Buenos días, Mr. Marx.
Siguió un silencio. Bernard colgó el receptor y subió corriendo a la azotea.
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El joven se hallaba ante la hospedería. — ¡Bernard! — llamó—. ¡Bernard! No hubo respuesta.
Caminando silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, subió corriendo la escalera
e intentó abrir la puerta. Pero estaba cerrada.
¡Se había marchado! Aquello era lo más terrible que le había ocurrido en su vida. La muchacha
le había invitado a ir a verles, y ahora se habían marchado. John se sentó en un peldaño y
lloró.
Media hora después se le ocurrió echar una ojeada por la ventana. Lo primero que vio fue una
maleta verde con las iniciales L. C. pintadas en la tapa. El júbilo se levantó en su interior como
una hoguera. Cogió una piedra. El cristal roto cayó estrepitosamente al suelo. Un momento
después, John se hallaba dentro del cuarto. Abrió la maleta verde; e inmediatamente se
encontró respirando el perfume de Lenina, llenándose los pulmones con su ser esencial. El
corazón le latía desbocadamente; por un momento, estuvo a punto de desmayarse. Después,
agachándose sobre la preciosa caja, la tocó, la levantó a la luz, la examinó. Las cremalleras del
otro par de pantalones cortos de Lenina, de pana de viscosa, de momento le plantearon un
problema que, una vez resuelto, le resultó una delicia. ¡Zis!, y después izas!, izis!, v después
izas! Estaba entusiasmado. Sus zapatillas verdes eran lo más hermoso que había visto en toda
su vida. Desplegó un par de pantaloncillos interiores, se ruborizó y volvió a guardarlos
inmediatamente; pero besó un pañuelo de acetato perfumado y se puso una bufanda al cuello.
Abriendo una caja, levantó una nube de polvos perfumados. Las manos le quedaron
enharinadas. Se las limpió en el pecho, en los hombros, en los brazos desnudos. ¡Delicioso
perfume! Cerró los ojos y restregó la mejilla contra su brazo empolvado. Tacto de fina piel
contra su rostro, perfume en su nariz de polvos delicados… su presencia real.
— ¡Lenina! — susurró—. ¡Lenina!
Un ruido lo sobresaltó; se volvió con expresión culpable. Guardó apresuradamente en la maleta
todo lo que había sacado de ella, y cerró la tapa; volvió a escuchar, mirando con los ojos muy
abiertos. Ni una sola señal de vida; ni un sonido. Y, sin embargo, estaba seguro de haber oído
algo, algo así como un suspiro, o como el crujir de una madera. Se acercó de puntillas a la
puerta, y, abriéndola con cautela, se encontró ante un vasto descansillo. Al otro lado de la
meseta había otra puerta, entornada. Se acercó a ella, la empujó, y asomó la cabeza.
Allá, en una cama baja, con el cobertor bajado, vestida con un breve pijama de una sola pieza,
yacía Lenina, profundamente dormida y tan hermosa entre sus rizos, tan conmovedoramente
infantil con sus rosados dedos de los pies y su grave cara sumida en el sueño, tan confiada en
la indefensión de sus manos suaves y sus miembros relajados, que las lágrimas acudieron a
los ojos de John.
Con una infinidad de precauciones completamente innecesarias — por cuanto sólo un disparo
de pistola hubiera podido obligar a Lenina a volver de sus vacaciones de soma antes de la hora
fijada—, John entró en el cuarto, se arrodilló en el suelo, al lado de la cama, miró, juntó las
manos, y sus labios se movieron.
— Sus ojos — murmuró.
Sus ojos, sus cabellos, su mejilla, su andar, su voz;
los manejas en tu discurso;
ioh, esa mano a cuyo lado son los blancos tinta
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cuyos propios reproches escribe; ante cuyo suave tacto
parece áspero el plumón de los cisnes… !
Una mosca revoloteaba cerca de ella; John la ahuyentó.
— Moscas — recordó.
En el milagro blanco de la mano de mi querida Julieta
pueden detenerse y robar gracia inmortal de sus labios,
que, en su pura modestia de vestal,
se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos.
Muy lentamente, con el gesto vacilante de quien se dispone a acariciar un ave asustadiza y
posiblemente peligrosa, John avanzó una mano.
Ésta permaneció suspendida, temblorosa, a dos centímetros de aquellos dedos inmóviles, al
mismo borde del contacto. ¿Se atrevería? ¿Se atrevería a profanar con su indignísima mano
aquella … ? No, no se atrevió. El ave era demasiado peligrosa. La mano retrocedió, y cayó,
lacia. ¡Cuán hermosa era Lenina! ¡Cuán bella!
Luego, de pronto, John se encontró pensando que le bastaría coger el tirador de la cremallera,
a la altura del cuello, y tirar de él hacia abajo, de un solo golpe… Cerró los ojos y movió con
fuerza la cabeza, como un perro que se sacude las orejas al salir del agua. ¡Detestable
pensamiento! John se sintió avergonzado de sí mismo. Pura modestia de vestal …
Oyóse un zumbido en el aire. ¿Otra mosca que pretendía robar gracias inmortales? ¿Una
avispa, acaso? John miró a su alrededor, y no vio nada. El zumbido fue en aumento, y pronto
resultó evidente que se oía en el exterior. ¡El helicóptero! Presa de pánico, John saltó sobre sus
pies y corrió al otro cuarto, saltó por la ventana abierta y corriendo por el sendero que discurría
entre las altas pitas llegó a tiempo de recibir a Bernard Marx en el momento en que éste bajaba
del helicóptero.
87
CAPITULO X
Las manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro mil salas del Centro de
Blomsbury señalaban las dos y veintisiete minutos. La industriosa colmena, como el director se
complacía en llamarlo, se hallaba en plena fiebre de trabajo. Todo el mundo estaba atareado,
todo se movía ordenadamente. Bajo los microscopios, agitando furiosamente sus largas colas,
los espermatozoos penetraban de cabeza dentro de los óvulos, y fertilizados, los óvulos
crecían, se dividían, o bien, bokanovskificados, echaban brotes y constituían poblaciones
enteras de embriones. Desde la Sala de Predestinación Social las cintas sin fin bajaban al
sótano, y allá, en la penumbra escarlata, calientes, cociéndose sobre su almohada de peritoneo
y ahítos de sucedáneo de la sangre y de hormonas, los fetos crecían, o bien, envenenados,
languidecían hasta convertirse en futuros Epsilones. Con un débil zumbido los estantes móviles
reptaban imperceptiblemente, semana tras semana, hacia donde, en la Sala de Decantación,
los niños recién desenfrascados exhalaban su primer gemido de horror y sorpresa.
Las dínamos jadeaban en el subsótano, y los ascensores subían y bajaban. En los once pisos
de las Guarderías era la hora de comer. Mil ochocientos niños, cuidadosamente etiquetados,
extraían, simultáneamente, de mil ochocientos biberones, su medio litro de secreción externa
pasteurizada.
Más arriba, en las diez plantas sucesivas destinadas a dormitorios, los niños y niñas que
todavía eran lo bastante pequeños para necesitar una siesta, se hallaban tan atareados como
todo el mundo, aunque ellos no lo sabían, escuchando inconscientemente las lecciones
hipnopédicas de higiene y sociabilidad, de conciencia de clases y de vida erótica. Y más arriba
aún, había las salas de juego, donde, por ser un día lluvioso, novecientos niños un poco
mayores se divertían jugando con ladrillos, modelando con ladrillos, modelando con arcilla, o
dedicándose a jugar al escondite o a los corrientes juegos eróticos.
¡Zummm … ! La colmena zumbaba, atareada, alegremente. ¡Alegres eran las canciones que
tarareaban las muchachas inclinadas sobre los tubos de ensayo! Los predestinadores
silboteaban mientras trabajaban, y en la Sala de Decantación se contaban chistes estupendos
por encima de los frascos vacíos. Pero el rostro del director, cuando entró en la Sala de
Fecundación con Henry Foster, aparecía grave, severo, petrificado.
— Un escarmiento público — decía—. Y en esta sala, porque en ella hay más trabajadores de
casta alta que en ninguna otra de las del Centro. Le he dicho que viniera a verme aquí a las
dos y media.
— Cumple su tarea admirablemente — dijo Henry, con hipócrita generosidad.
— Lo sé. Razón de más para mostrarme severo con él. Su eminencia intelectual entraña las
correspondientes responsabilidades morales. cuanto mayores son los talentos de un hombre
más grande es su poder de corromper a los demás. Y es mejor que sufra uno solo a que se
corrompan muchos. Considere el caso desapasionadamente, Mr. Foster, y verá que no existe
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ofensa tan odiosa como la heterodoxia en el comportamiento. El asesino sólo mata al individuo,
y, al fin y al cabo, ¿qué es un individuo? — Con un amplio ademán señaló las hileras de
microscopios, los tubos de ensayo, las incubadoras—. Podemos fabricar otro nuevo con la
mayor facilidad; tantos como queramos. La heterodoxia amenaza algo mucho más importante
que la vida de un individuo; amenaza a la propia Sociedad. Sí, a la propia Sociedad — repitió—
. Pero, aquí viene.
Bernard había entrado en la sala y se acercaba a ellos pasando por entre las hileras de
fecundadores. Su expresión jactancioso, de confianza en sí mismo, apenas lograba disimular
su nerviosismo. La voz con que dijo: Buenos días, director sonó demasiado fuerte,
absurdamente alta; y cuando, para corregir su error, dijo: Me pidió usted que acudiera aquí
para hablarme, lo hizo con voz ridículamente débil.
— Sí, Mr. Marx — dijo el director enfáticamente—. Le pedí que acudiera a verme aquí. Tengo
entendido que regresó usted de sus vacaciones anoche.
— Sí — contestó Bernard.
— Ssssí — repitió el director, acentuando la s, en un silbido como de serpiente. Luego,
levantando súbitamente la voz, trompeteó-: Señoras y caballeros, señoras y caballeros.
El tarareo de las muchachas sobre sus tubos de ensayo y el silboteo abstraído de los
microscopistas cesaron súbitamente. Se hizo un silencio profundo; todos volvieron las miradas
hacia el grupo central.
— Señoras y caballeros — repitió el director—, discúlpenme si interrumpo sus tareas. Un
doloroso deber me obliga a ello. La seguridad y la estabilidad de la Sociedad se hallan en
peligro. Sí, en peligro, señoras y caballeros. Este hombre — y señaló acusadoramente a
Bernard—, este hombre que se encuentra ante ustedes, este Alfa-Más a quien tanto le fue
dado, y de quien, en consecuencia, tanto cabía esperar, este colega de ustedes, o mejor,
acaso este que fue colega de ustedes, ha traicionado burdamente la confianza que pusimos en
él. Con sus opiniones heréticas sobre el deporte y el soma, con la escandalosa heterodoxia de
su vida sexual, con su negativa a obedecer las enseñanzas de Nuestro Ford y a comportarse
fuera de las horas de trabajo como un bebé en su frasco — y al llegar a este punto el director
hizo la señal de la T— se ha revelado como un enemigo de la Sociedad, un elemento
subversivo, señoras y caballeros. Contra el Orden y la Estabilidad, un conspirador contra la
misma Civilización. Por esta razón me propongo despedirle, despedirle con ignominia del cargo
que hasta ahora ha venido ejerciendo en este Centro; y me propongo asimismo solicitar su
transferencia a un Subcentro del orden más bajo, y, para que su castigo sirva a los mejores
intereses de la sociedad, tan alejado como sea posible de cual. quier Centro importante de
población. En Islandia tendrá pocas oportunidades de corromper a otros con su ejemplo
antifordiano — el director hizo una pausa; después, cruzando los brazos, se volvió
solemnemente hacia Bernard—. Marx — dijo—, ¿puede usted alegar alguna razón por la cual
yo no deba ejecutar el castigo que le he impuesto?
— Sí, puedo — contestó Bernard, en voz alta. — Diga cuál es, entonces — dijo el director, un
tanto asombrado, pero sin perder la dignidad majestuosa de su actitud.
— No sólo la diré, sino que la exhibiré. Pero está en el pasillo. Un momento. — Bernard se
acercó rápidamente a la puerta y la abrió bruscamente—. Entre — ordenó.
Y la razón alegada entró y se hizo visible.
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Se produjo un sobresalto, una suspensión del aliento de todos los presentes y, después, un
murmullo de asombro y de horror; una chica joven chilló; estaba de pie encima de una silla para
ver mejor, y, al vacilar, derramó dos tubos de ensayo llenos de espermatozoos. Abotagado,
hinchado, entre aquellos cuerpos juveniles y firmes y aquellos rostros correctos, un monstruo
de mediana edad, extraño y terrorífico, Linda, entró en la sala, sonriendo picaronamente con su
sonrisa rota y descolorida, y moviendo sus enormes caderas en lo que pretendía ser una
ondulación voluptuosa. Bernard andaba a su lado.
— Aquí está — dijo Bernard, señalando al director.
— ¿Cree que no lo habría reconocido? — preguntó Linda, irritada; después, volviéndose hacia
el director, agregó-: Claro que te reconocí, Tomakín; te hubiese reconocido en cualquier sitio,
entre un millar de personas. Pero tal vez tú me habrás olvidado. ¿No te acuerdas? ¿No,
Tomakín? Soy tu Linda. — Linda lo miraba con la cabeza ladeada, sonriendo todavía, pero con
una sonrisa que progresivamente, ante la expresión de disgusto petrificado del director, fue
perdiendo confianza hasta desaparecer del todo—. ¿No te acuerdas de mí, Tomakín? — repitió
Linda, con voz temblorosa. Sus ojos aparecían ansiosos, agónicos. El rostro abotagado se
deformó en una mueca de intenso dolor—. ¡Tomakín!
Linda le tendió los brazos. Algunos empezaron a reír por lo bajo.
— ¿Qué significa — empezó el director— esta monstruosa … ?
— ¡Tomakín!
Linda corrió hacia delante, arrastrando tras de sí su manta, arrojó los brazos al cuello del
director y ocultó el rostro en su pecho.
Levantóse una incontenible oleada de carcajadas.
— ¿… esta monstruosa broma de mal gusto? — gritó el director.
Con el rostro encendido, intentó desasirse del abrazo de la mujer, que se aferraba a él
desesperadamente.
— ¡Pero si soy Linda, soy Linda! — las risas ahogaron su voz—. ¡Me hiciste un crío! — chilló
Linda, por encima del rugir de las carcajadas.
Hubo un siseo súbito, de asombro; los ojos vagaban incómodamente, sin saber adónde mirar.
El director palideció súbitamente, dejó de luchar, y, todavía con las manos en las muñecas de
Linda, se quedó mirándola a la cara, horrorizado.
— Sí, un crío…. y yo fui su madre.
Linda lanzó aquella obscenidad como un reto en el silencio ultrajado; después, separándose
bruscamente de él, abochornada, se cubrió la cara con las manos, sollozando.
— No fue mía la culpa, Tomakín. Porque yo siempre hice mis ejercicios, ¿no es verdad? ¿No
es verdad?
Siempre… No comprendo cómo… ¡Si tú supieras cuán horrible fue, Tomakín … ! A pesar de
todo, el niño fue un consuelo para mí. — Y, volviéndose hacia la puerta, llamó-: ¡John!
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John entró inmediatamente, hizo una breve pausa en el umbral, miró a su alrededor, y
después, corriendo silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, cayó de rodillas a
los pies del director y dijo en voz muy clara:
— ¡Padre!
Esta palabra (porque la voz padre, que no implicaba relación directa con el desvío moral que
extrañaba el hecho de alumbrar un hijo, no era tan obscena como grosera; era una incorrección
más escatológica que pornográfica), la cómica suciedad de esta palabra alivió la tensión, que
había llegado a hacerse insoportable.
Las carcajadas estallaron, estruendosas, casi histéricas, encadenadas, como si no debieran
cesar nunca. ¡Padre! ¡Y era el director! ¡Padre! ¡Oh, Ford! Era algo estupendo. Las risas se
sucedían, los rostros parecían a punto de desintegrarse, y hasta los ojos se cubrían de
lágrimas. Otros seis tubos de ensayo llenos de espermatozoos fueron derribados. ¡Padre!
Pálido, con los ojos fuera de sus órbitas, el director miraba a su alrededor en una agonía de
humillación enloquecedora.
¡Padre! Las carcajadas, que habían dado muestras de desfallecer, estallaron más fuertes que
nunca. El director se tapó los oídos con ambas manos y abandonó corriendo la sala.
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CAPITULO XI
Después de la escena que había tenido lugar en la Sala de Fecundación, todos los londinenses
de castas superiores se morían por aquella deliciosa criatura que había caído de rodillas ante el
director de Incubación y Condicionamiento — o, mejor dicho, ante el ex-director, porque el
pobre hombre había dimitido inmediatamente y no había vuelto a poner los pies en el Centro—
y le había llamado (¡el chiste era casi demasiado bueno para ser cierto!) padre.
Linda, por el contrario, no tenía el menor éxito; nadie tenía el menor deseo de ver a Linda.
Decir que una era madre era algo peor que un chiste: era una obscenidad. Además, Linda no
era una salvaje auténtica; había sido incubada en un frasco y condicionada como todo el
mundo, de modo que no podía tener ideas completamente extravagantes. Finalmente — y ésta
era la razón más poderosa por la cual la gente no deseaba ver a la pobre Linda—, había la
cuestión de su aspecto. Era gorda; había perdido su juventud; tenía los dientes estropeados y
el rostro abotagado. ¡Y aquel rostro! ¡Oh, Ford! No se la podía mirar sin sentir mareos,
auténticos mareos. Por eso las personas distinguidas estaban completamente decididas a no
ver a Linda. Y Linda, por su parte, no tenía el menor deseo de verlas. El retorno a la civilización
fue, para ella, el retorno al soma, la posibilidad de yacer en cama y tomarse vacaciones tras
vacaciones, sin tener que volver de ellas con jaqueca o vómitos, sin tener que sentirse como se
sentía siempre después de tomar peyotl, como si hubiese hecho algo tan vergonzosamente
antisocial que nunca más había de poder llevar ya la cabeza alta.
El soma no gastaba tales jugarretas. Las vacaciones que proporcionaba eran perfectas, y si la
mañana siguiente resultaba desagradable, sólo era por comparación con el gozo de la víspera.
La solución era fácil: perpetuar aquellas vacaciones. Glotonamente, Linda exigía cada vez
dosis más elevadas y más frecuentes.
Al principio, el doctor Shaw ponía objeciones; después le concedió todo el soma que quisiera.
Linda llegaba a tomar hasta veinte gramos diarios.
— Lo cual acabará con ella en un mes o dos — confió el doctor a Bernard—. El día menos
pensado el centro respiratorio se paralizará. Dejará de respirar. Morirá. Y no me parece mal. Si
pudiéramos rejuvenecerla, la cosa sería distinta. Pero no podemos.
Cosa sorprendente, en opinión de todos (porque cuando estaba bajo la influencia del soma,
Linda dejaba de ser un estorbo), John puso objeciones.
— Pero ¿no le acorta usted la vida dándole tanto soma?
— En cierto sentido, sí — reconoció el doctor Shaw—. Pero, según como lo mire, se la
alargamos.
El joven lo miró sin comprenderle.
92
— El soma puede hacernos perder algunos años de vida temporal — explicó el doctor—. Pero
piense en la duración inmensa, enorme, de la vida que nos concede fuera del tiempo. Cada
una de vuestras vacaciones de soma es un poco lo que nuestros antepasados llamaban
eternidad.
John empezaba a comprender.
— La eternidad estaba en nuestros labios y nuestros ojos — murmuró.
— ¿Cómo?
— Nada.
— Desde luego — prosiguió el doctor Shaw—, no podemos permitir que la gente se nos
marche a la eternidad a cada momento si tiene algún trabajo serio que hacer. Pero como Linda
no tiene ningún trabajo serio…
— Sin embargo — insistió John—, no me parece justo.
El doctor se encogió de hombros.
— Bueno, si usted prefiere que esté chillando como una loca todo el tiempo…
Al fin, John se vio obligado a ceder. Linda consiguió el soma que deseaba. A partir de entonces
permaneció en su cuartito de la planta treinta y siete de la casa de apartamentos de Bernard,
en cama, con la radio y la televisión constantemente en marcha, el grifo de pachulí goteando, y
las tabletas de soma al alcance de la mano; allá permaneció, y, sin embargo, no estaba allá, en
absoluto; estaba siempre fuera, infinitamente lejos, de vacaciones; de vacaciones en algún otro
mundo, donde la música de la radio era un laberinto de colores sonoros, un laberinto
deslizante, palpitante, que conducía (a través de unos recodos inevitables, hermosos) a un
centro brillante de convicción absoluta; un mundo en el cual las ímágenes danzantes de la
televisión eran los actores de un sensorama cantado, indescriptiblemente delicioso; donde el
pachulí que goteaba era algo más que un perfume: era el sol, era un millón de saxofones, era
Popé haciendo el amor, y mucho más aún, incomparablemente más, y sin fin…
— No, no podemos rejuvenecer. Pero me alegro mucho de haber tenido esta oportunidad de
ver un caso de senilidad del ser humano — concluyó el doctor Shaw—. Gracias por haberme
llamado.
Y estrechó calurosamente la mano de Bernard.
Por consiguiente, era John a quien todos buscaban. Y como a John sólo cabía verle a través de
Bernard, su guardián oficial, Bernard se vio tratado por primera vez en su vida no sólo
normalmente, sino como una persona de importancia sobresaliente.
Ya no se hablaba de alcohol en su sucedáneo de la sangre, ni se lanzaban pullas a propósito
de su aspecto físico.
— Bernard me ha invitado a ir a ver al Salvaje el próximo miércoles — anunció Fanny
triunfalmente.
— Lo celebro — dijo Lenína—. Y ahora, reconoce que estabas equivocada en cuanto a
Bernard. ¿No lo encuentras simpatiquísimo?
93
Fanny asintió con la cabeza.
— Y debo confesar — agregó— que me llevé una sorpresa muy agradable.
El Envasador Jefe, el director de Predestinación, tres Delegados Auxiliares de Fecundación, el
Profesor de Sensoramas del Colegio de Ingeniería Emocional, el Deán de la Cantoría Comunal
de Westminster, el Supervisor de Bokanovskificación… La lista de personajes que frecuentaba
a Bernard era interminable.
— Y la semana pasada fui con seis chicas — confió Bernard a Helmholtz Watson—. Una el
lunes, dos el martes, otras dos el viernes y una el sábado. Y si hubiese tenido tiempo o ganas,
había al menos una docena más de ellas que sólo estaban deseando…
Helmholtz escuchaba sus jactancias en un silencio tan sombrío y desaprobador, que Bernard
se sintió ofendido.
— Me envidias — dijo.
Helmholtz denegó con la cabeza.
— No, pero estoy muy triste; esto es todo — contestó.
Bernard se marchó irritado, y se dijo que no volvería a dirigir la palabra a Helmholtz.
Pasaron los días. El éxito se le subió a Bernard a la cabeza y le reconcilió casi completamente
(como lo hubiese conseguido cualquier otro intoxicante) con un mundo que, hasta entonces,
había juzgado poco satisfactorio. Desde el momento en que le reconocía a él como un ser
importante, el orden de cosas era bueno. Pero, aun reconciliado con él por el éxito. Bernard se
negaba a renunciar al privilegio de criticar este orden. Porque el hecho de ejercer la crítica
aumentaba la sensación de su propia importancia, le hacía sentirse más grande. Además, creía
de verdad que había cosas criticables. (Al mismo tiempo, gozaba de veras de su éxito y del
hecho de poder conseguir todas las chicas que deseaba.) En presencia de quienes, con vistas
al Salvaje, le hacían la corte, Bernard hacía una asquerosa exhibición de heterodoxia. Todos le
escuchaban cortésmente. Pero, a sus espaldas, la gente movía la cabeza. Este joven acabará
mal, decían, y formulaban esta profecía confiadamente porque se proponían poner todo de su
parte para que se cumpliera. La próxima vez no encontrará otro Salvaje que lo salve por los
pelos, decían. Pero, por el momento, había el primer Salvaje; valía la pena mostrarse corteses
con Bernard.
— Más liviano que el aire — dijo Bernard, señalando hacia arriba.
Como una perla en el cielo, alto, muy alto por encima de ellos, el globo cautivo del
Departamento Meteorológico brillaba, rosado, a la luz del sol.
… es preciso mostrar a dicho Salvaje la vida civilizada en todos sus aspectos, decían las
instrucciones de Bernard.
En aquel momento le estaba enseñando una vista panorámica de la misma, desde la
plataforma de la Torre de Charing-T. El Jefe de la Estación y el Meteorólogo Residente
actuaban en calidad de guías. Pero Bernard llevaba casi todo el peso de la conversación.
Embriagado, se comportaba exactamente igual que si hubiese sido, como mínimo, un
Interventor Mundial en visita. Más liviano que el aire.
94
El Cohete Verde de Bombay cayó del cielo. Los pasajeros se apearon. Ocho mellizos
dravídicos idénticos, vestidos de color caqui, asomaron por las ocho portillas de la cabina: los
camareros.
— Mil doscientos cincuenta kilómetros por hora — dijo solemnemente el Jefe de la Estación—.
¿Qué le parece, Mr. Salvaje?
John lo encontró magnífico.
— Sin embargo — dijo— Ariel podía poner un cinturón a la tierra en cuarenta minutos.
El Salvaje — escribió Bernard en su informe a Mustafá Mond— muestra, sorprendentemente,
escaso asombro o terror ante los inventos de la civilización. Ello se debe en parte, sin duda, al
hecho de que había oído hablar de ellos a esa mujer llamada Linda, su m …
Mustafá frunció el ceño. ¿Creerá ese imbécil que soy demasiado ñoño para no poder ver
escrita la palabra entera?
En parte porque su interés se halla concentrado en lo que él llama “el alma”, que insiste en
considerar como algo enteramente independiente del ambiente físico; por consiguiente, cuando
intenté señalarle que …
El Interventor se saltó las frases siguientes, y cuando se disponía a volver la hoja en busca de
algo más interesante y concreto, sus miradas fueron atraídas por una serie de frases
completamente extraordinarias.
… aunque debo reconocer — leyó— que estoy de acuerdo con el Salvaje en juzgar el
infantilismo civilizado demasiado fácil o, como dice él, no lo bastante costoso; y quisiera
aprovechar esta oportunidad para llamar la atención de Su Fordería hacia …
La ira de Mustafá Mond cedió el paso casi inmediatamente al buen humor. La idea de que
aquel individuo pretendiera solemnemente darle lecciones a él — a él— sobre el orden social,
era realmente demasiado grotesca. El pobre tipo debía de haberse vuelto loco. Tengo que
darle una buena lección, se dijo; después echó la cabeza hacia atrás y soltó una fuerte
carcajada. Por el momento, en todo caso, la lección podía esperar.
Se trataba de una pequeña fábrica de alumbrado para helicópteros, filial de la Sociedad de
Equipos Eléctricos. Les recibieron en la misma azotea (porque los efectos de la circular de
recomendación del Interventor eran mágicos) el Jefe Técnico y el Director de Elementos
Humanos bajaron a la fábrica.
— Cada proceso de fabricación — explicó el director de Elementos Humanos— es confiado,
dentro de lo posible, a miembros de un mismo Grupo de Bokanovsky.
Y, en efecto, ochenta y tres Deltas braquicéfalos, negros y casi desprovistos de nariz, se
hallaban trabajando en el estampado en frío. Los cincuenta y seis tornos y mandriles de cuatro
brocas eran manejados por cincuenta y seis Gammas aguileños, color de jengibre. En la
fundición trabajaban ciento siete Epsilones senegaleses especialmente condicionados para
soportar el calor. Treinta y tres Deltas hembras, de cabeza alargada, rubias, de pelvis estrecha,
y todas ellas de un metro sesenta y nueve centímetros de estatura, con diferencias máximas de
veinte milímetros, cortaban tornillos. En la sala de montajes las dínamos eran acopladas por
dos grupos de enanos Gamma-Más. Los dos bancos de trabajo, alargados, estaban situados
uno frente al otro; entre ambos reptaba la cinta sin fin con su carga de piezas sueltas; cuarenta
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y siete cabezas rubias se alineaban frente a cuarenta y siete cabezas morenas. Cuarenta y
siete machos frente a cuarenta y siete narigudos; cuarenta y siete mentones escurridos frente a
cuarenta y siete mentones salientes. Los aparatos, una vez acoplados, eran inspeccionados
por dieciocho muchachas idénticas, de pelo castaño rizado, vestidas del color verde de los
Gammas, embalados en canastas por cuarenta y cuatro Delta-Menos pernicortos y zurdos, y
cargados en los camiones y carros por sesenta y tres Epsilones semienanos, de ojos azules,
pelirrojos y pecosos.
— ¡Oh maravilloso nuevo mundo … !
Por una especie de chanza de su memoria, el Salvaje se encontró repitiendo las palabras de
Miranda:
— ¡Oh maravilloso nuevo mundo que alberga a tales seres!
— Y le aseguro — concluyó el director de Elementos Humanos, cuando salían de los talleres
que apenas tenemos problema alguno con nuestros obreros. Siempre encontramos…
Pero el Salvaje, súbitamente, se había separado de sus acompañantes y, oculto tras un macizo
de laureles, estaba sufriendo violentas arcadas, como si la tierra firme hubiese sido un
helicóptero con una bolsa de aire.
En Eton, aterrizaron en la azotea de la Escuela Superior. Al otro lado del Patio de la Escuela,
los cincuenta y dos pisos de la Torre de Lupton destellaban al sol. La Universidad a la izquierda
y la Cantoría Comunal de la Escuela a la derecha, levantaban su venerable cúmulo de cemento
armado y vita-cristal. En el centro del espacio cuadrangular se erguía la antigua estatua de
acero cromado de Nuestro Ford.
El doctor Gaffney, el Preboste, y Miss Keate, la Maestra Jefe, les recibieron al bajar del
aparato.
— ¿Tienen aquí muchos mellizos? — preguntó el Salvaje, con aprensión, en cuanto
empezaron la vuelta de inspección.
— ¡Oh, no! — contestó el Preboste—. Eton está reservado exclusivamente para los muchachos
y muchachas de las clases más altas. Un óvulo, un adulto. Desde luego, ello hace más difícil la
instrucción. Pero como los alumnos están destinados a tomar sobre sí graves
responsabilidades y a enfrentarse con contingencias inesperadas, no hay más remedio.
Y suspiró.
Bernard, entretanto, iniciaba la conquista de Miss Keate.
— Si está usted libre algún lunes, miércoles — a viernes por la noche — le decía—, puede
venir a mi casa. — Y, señalando con el pulgar al Salvaje, añadió-: Es un tipo curioso, ¿sabe
usted? Estrafalario.
Miss Keate sonrió (y su sonrisa le pareció a Bernard realmente encantadora).
— Gracias — dijo—. Me encantará asistir a una de sus fiestas.
El Preboste abrió la puerta.
Cinco minutos en el aula de los Alfa-Doble Más dejaron a John un tanto confuso.
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— ¿Qué es la relatividad elemental? — susurró a Bernard.
Bernard intentó explicárselo, pero, cambiando de opinión, sugirió que pasaran a otra aula.
Tras de una puerta del corredor que conducía al aula de Geografía de los Beta-Menos, una voz
de soprano, muy sonora, decía:
— Uno, dos, tres, cuatro. — Y después, con irritación fatigada-: Como antes.
— Ejercicios malthusianos — explicó la Maestra Jefe—. La mayoría de nuestras muchachas
son hermafroditas, desde luego. Yo lo soy también. — Sonrió a Bernard—. Pero tenemos a
unas ochocientas alumnas no estirilizadas que necesitan ejercicios constantes.
En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John se enteró de que una Reserva para Salvajes
es un lugar que, debido a sus condiciones climáticas o geológicas desfavorables, o por su
pobreza en recursos naturales, no ha merecido la pena civilizar. Un breve chasquido, y de
pronto el aula quedó a oscuras; en la pantalla situada encima de la cabeza del profesor,
aparecieron los Penitentes de Acoma postrándose ante Nuestra Señora, gimiendo como John
les había oído gemir, confesando sus pecados ante Jesús crucificado o ante la imagen del
águila de Pukong. Los jóvenes etonianos reían estruendosamente. Sin dejar de gemir, los
Penitentes se levantaron, se desnudaron hasta la cintura, y con látigos de nudos, empezaron a
azotarse. Las carcajadas, más sonoras todavía, llegaron a ahogar los gemidos de los
Penitentes.
— Pero ¿por qué se ríen? — preguntó el Salvaje, dolido y asombrado a un tiempo.
— ¿Por qué? — El Preboste volvió hacia él el rostro, en el que todavía retozaba una ancha
sonrisa—. ¿Por qué? Pues… porque resulta extraordinariamente gracioso.
En la penumbra cinematográfica, Bernard aventuró un gesto que, en el pasado, ni siquiera en
las más absolutas tinieblas hubiese osado intentar. Fortalecido por su nueva sensación de
importancia, pasó un brazo por la cintura de la Maestra Jefe. La cintura cedió a su abrazo,
doblándose como un junco. Bernard se disponía a esbozar un beso o dos, o quizás un pellizco,
cuando se hizo de nuevo la luz.
— Tal vez será mejor que sigamos — dijo Miss Keatte.
Y se dirigió hacia la puerta.
Un momento más tarde, el Preboste dijo:
— Ésta es la sala de Control Hipnopédico.
Cientos de aparatos de música sintética, uno para cada dormitorio, aparecían alineados en
estantes colocados en tres de los lados de la sala; en la cuarta pared se hallaban los agujeros
donde debían colocarse los rollos de pista sonora en los que se imprimían las diversas
lecciones hipnopédicas.
— Basta colocar el rollo aquí — explicó Bernard, interrumpiendo al doctor Gaffney—, pulsar
este botón…
— No, este otro — le corrigió el Preboste, irritado.
97
— O este otro, da igual. El rollo se va desenrollando. Las células de selenio transforman los
impulsos luminosos en ondas sonoras, y…
— Y ya está — concluyó el doctor Gaffney.
— ¿Leen a Shakespeare? — preguntó el Salvaje mientras se dirigían hacia los laboratorios
Bioquímicos, al pasar por delante de la Biblioteca de la Escuela
— Claro que no — dijo la Maestra Jefe, sonrojándose.
— Nuestra Biblioteca — explicó el doctor Gaffney— contiene sólo libros de referencia. Si
nuestros jóvenes necesitan distracción pueden ir al sensorama. Por principio, no los animamos
a dedicarse a diversiones solitarias.
Cinco autocares llenos de muchachos y muchachas que cantaban o permanecían
silenciosamente abrazados pasaron por su lado, por la pista vitrificada.
— Vuelven del Crematorio de Slough — explicó el doctor Gaffney, mientras Bernard, en
susurros, se citaba con la Maestra Jefe para aquella misma noche—. El condicionamiento ante
la muerte empieza a los dieciocho meses. Todo crío pasa dos mañanas cada semana en un
Hospital de Moribundos. En estos hospitales encuentran los mejores juguetes, y se les
obsequia con helado de chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la
muerte como algo completamente corriente.
— Como cualquier otro proceso fisiológico — exclamó la Maestra Jefe, profesionalmente.
Ya estaba decidido: a las ocho en el Savoy.
De vuelta a Londres, se detuvieron en la fábrica de la Sociedad de Televisión de Brentford.
— ¿Te importa esperarme aquí mientras voy a telefonear? — preguntó Bernard.
El Salvaje esperó, sin dejar de mirar a su alrededor. En aquel momento cesaba en su trabajo el
Turno Diurno Principal. Una muchedumbre de obreros de casta inferior formaban cola ante la
estación del monorraíl: setecientos u ochocientos Gammas, Deltas y Epsilones, hombres y
mujeres, entre los cuales sólo había una docena de rostros y de estaturas diferentes. A cada
uno de ellos, junto con el billete, el cobrador le entregaba una cajita de píldoras. El largo
ciempiés humano avanzaba lentamente.
Recordando El mercader de Venecia, el Salvaje preguntó a Bernard, cuando éste se le reunió:
— ¿Qué hay en esas cajitas?
— La ración diaria de soma Contesto Bernard, un tanto confusamente, porque en aquel
momento masticaba una pastilla de goma de mascar de las que le había regalado Benito
Hoover—. Se las dan cuando han terminado su trabajo cotidiano. Cuatro tabletas de medio
gramo. Y seis los sábados.
Cogió afectuosamente del brazo a John, y así, juntos, se dirigieron hacia el helicóptero.
Lenina entró canturreando en el Vestuario.
— Pareces encantada de la vida — dijo Fanny. — Lo estoy — contestó Lenina. ¡Zas!—.
Bernard me llamó hace media hora—. ¡Zas! ¡Zas! Se quitó los pantalones cortos—. Tiene un
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compromiso inesperado. — ¡Zas!—. Me ha preguntado si esta noche quiero llevar al Salvaje al
sensorama. Debo darme prisa.
Y se dirigió corriendo hacia el baño.
Es una chica con suerte, se dijo Fanny, viéndola alejarse.
El Segundo Secretario del Interventor Mundial Residente la había invitado a cenar y a
desayunar. Lenina había pasado un fin de semana con el Ford Juez Supremo, y otro con el
Archiduque Comunal de Canterbury. El Presidente de la Sociedad de Secreciones Internas y
Externas la llamaba constantemente por teléfono, y Lenina había ido a Deauville con el
Gobernador-Diputado del Banco de Europa.
— Es maravilloso, desde luego. Y, sin embargo, en cierto modo — había confesado Lenina a
Fanny— tengo la sensación de conseguir todo esto haciendo trampa. Porque, naturalmente, lo
primero que quieren saber todos es qué tal resulta hacer el amor con un Salvaje. Y tengo que
decirles que no lo sé. — Lenina movió la cabeza—. La mayoría de ellos no me creen, desde
luego. Pero es la pura verdad. Ojalá no lo fuera — agregó, tristemente; y suspiró—. Es
guapísimo, ¿no te parece?
— Pero ¿es que no le gustas? — preguntó Fanny. — A veces creo que sí, y otras creo que no.
Siempre procura evitarme; sale de su estancia cuando yo entro en ella; no quiere tocarme; ni
siquiera mirarme. Pero a veces me vuelvo súbitamente, y lo pillo mirándome; y entonces…,
bueno, ya sabes cómo te miran los hombres cuando les gustas.
Sí, Fanny lo sabía.
— No llego a entenderlo — dijo Lenina.
No lo entendía, y ello no sólo la turbaba, sino que la trastornaba profundamente.
— Porque, ¿sabes, Fanny?, me gusta mucho.
Le gustaba cada vez más. Bueno, hoy se me ofrece una excelente ocasión, pensaba, mientras
se perfumaba, después del baño. Unas gotas más de perfume; un poco más. Una ocasión
excelente. Su buen humor se vertió en una canción:
Abrázame hasta embriagarme de amor,
bésame hasta dejarme en coma;
abrázame, amor, arrímate a mí;
el amor es tan bueno como el soma.
Arrellanados en sus butacas neumáticas, Lenina y el Salvaje, olían y escuchaban. Hasta que
llegó el momento de ver y palpar también.
Las luces se apagaron; y en las tinieblas surgieron unas letras llameantes, sólidas, que
parecían flotar en el aire. Tres semanas en helicóptero. Un film sensible, supercantado,
hablado sintéticamente, en color y estereoscópico, con acompañamiento sincronizado de
órgano de perfumes.
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— Agarra esos pomos metálicos de los brazos de tu butaca — susurró Lenina—. De lo
contrario no notarás los efectos táctiles.
El salvaje obedeció sus instrucciones.
Entretanto, las letras llameantes habían desaparecido; siguieron diez segundos de oscuridad
total; después, súbitamente, cegadoras e incomparablemente más reales de lo que hubiesen
podido parecer de haber sido de carne y hueso, más reales que la misma realidad, aparecieron
las imágenes estereoscópicas, abrazadas, de un negro gigantesco y una hembra Beta-Más
rubia y braquicéfala.
El Salvaje se sobresaltó. ¡Aquella sensación en sus propios labios! Se llevó una mano a la
boca; las cosquillas cesaron; volvió a poner la mano izquierda en el pomo metálico y volvió a
sentirlas. Entretanto, el órgano de perfumes, exhalaba almizcle puro. Agónica, una
superpaloma zureaba en la pista sonora: ¡Oh…, oooh … ! Y, vibrando a sólo treinta y dos veces
por segundo, una voz más grave que el bajo africano contestaba: ¡Ah…, aaah! ¡Oh, oooh!
¡Ah…, aaah!, los labios estereoscópicos se unieron nuevamente, y una vez más las zonas
erógenas faciales de los seis mil espectadores del Alhambra se estremecieron con un placer
galvánico casi intolerable. ¡Ohhh … !
El argumento de la cinta era sumamente sencillo. Pocos minutos después de los primeros —
Ooooh y Aaaah (tras el canto de un dúo y una escena de amor en la famosa piel de oso, cada
uno de cuyos pelos — el Predestinador Ayudante tenía toda la razón— podía palparse
separadamente), el negro sufría un accidente de helicóptero y caía de cabeza. ¡Plas! ¡Oué
golpe en la frente! Un coro de ayes se levantó del público.
El golpe hizo añicos todo el condicionamiento del negro, quien sentía a partir de aquel
momento una pasión exclusiva y demente por la rubia Beta. La muchacha protestaba. Él
insistía. Había luchas, persecuciones, un ataque a un rival, y, finalmente, un rapto sensacional.
La Beta rubia era arrebatada por los aires y debía pasar tres semanas suspendida en el cielo,
en un tête-à-tête completamente antisocial con el negro loco. Finalmente, tras un sinfín de
aventuras y de acrobacias aéreas, tres guapos jóvenes Alfas lograban rescatarla. El negro era
enviado a un Centro de Recondicionamiento de Adultos, y la cinta terminaba feliz y
decentemente cuando la Beta rubia se convertía en la amante de sus tres salvadores. Después
la alfombra de piel de oso hacía su aparición final y, entre el estridor de los saxofones, el último
beso estereoscópico se desvanecía en la oscuridad y la última titilación eléctrica moría en los
labios como una mosca moribunda que se estremece una y otra vez, cada vez más débilmente,
hasta que al fin se inmoviliza definitivamente.
Pero, en Lenina, la mosca no murió del todo. Aun después de encendidas las luces, mientras
se dirigían con la muchedumbre, arrastrando los pies, hacia los ascensores, su fantasma
seguía cosquilleándole en los labios, seguía trazando surcos estremecidos de ansiedad y
placer en su piel. Sus mejillas estaban arreboladas, sus ojos brillaban, y respiraban
afanosamente. Lenina cogió el brazo del Salvaje y lo apretó contra su costado. El Salvaje la
miró un momento, pálido, dolorido, lleno de deseo y al mismo tiempo avergonzado de su propio
deseo. Él no era digno, no…
Los ojos de Lenina y los del Salvaje coincidieron un instante. ¡Qué tesoros prometían los de
ella! El Salvaje se apresuró a desviar los suyos, y soltó el brazo que ella le sujetaba.
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— Creo que no deberías ver cosas como ésas — dijo al fin el muchacho, apresurándose a
atribuir a las circunstancias ambientales todo reproche por cualquier pasado o futuro fallo en la
perfección de Lenina.
— ¿Cosas como qué, John?
— Como esa horrible película.
— ¿Horrible? — Lenina estaba sinceramente asombrada—. Yo la he encontrado estupenda.
— Era abyecto — dijo el Salvaje, indignado—, innoble…
— No te entiendo — contestó Lenina.
¿Por qué era tan raro? ¿Por qué se empeñaba en estropearlo todo?
En el taxicóptero, el Salvaje apenas la miró. Atado por unos poderosos votos que jamás habían
sido pronunciados, obedeciendo a leyes que habían prescrito desde hacía muchísimo tiempo,
permanecía sentado, en silencio, con el rostro vuelto hacia otra parte. De vez en cuando, como
si un dedo pulsara una cuerda tensa, a punto de romperse, todo su cuerpo se estremecía en un
súbito sobresalto nervioso.
El taxicóptero aterrizó en la azotea de la casa de Lenina. Al fin — pensó ésta, llena de
exultación, al apearse—. Al fin. A pesar de que hasta aquel momento el Salvaje se había
comportado de manera muy extraña. De pie bajo un farol, Lenina se miró en el espejo de
mano. Al fin. Sí, la nariz le brillaba un poco. Sacudió los polvos de su borla. Mientras el Salvaje
pagaba el taxi tendría tiempo de arreglarse. Lenina se empolvó la nariz, pensando: Es
guapísimo. No tiene por qué ser tímido como Bemard… Y sin embargo… Cualquier otro ya lo
hubiese hecho hace tiempo. Pero ahora, al fin … El fragmento de su rostro que se reflejaba en
el espejito redondo le sonrió.
— Buenas noches — dijo una voz ahogada detrás de ella.
Lenina se volvió en redondo. El Salvaje se hallaba de pie en la puerta del taxi, mirándola
fijamente; era evidente que no había cesado de mirarla todo el rato, mientras ella se
empolvaba, esperando — pero, ¿a qué?—, o vacilando, esforzándose por decidirse, y
pensando todo el rato, pensando… Lenina no podía imaginar qué clase de extraños
pensamientos.
— Buenas noches, Lenina — repitió el Salvaje. — Pero, John… Creí que ibas a… Quiero decir
que, ¿no vas a …?
El Salvaje cerró la puerta y se inclinó para decir algo al piloto. El taxicóptero despegó.
Mirando hacia abajo por la ventanilla practicada en el suelo, del aparato, el Salvaje vio la cara
de Lenina, levantada hacia arriba, pálida a la luz azulada de los faroles. Con la boca abierta, lo
llamaba. Su figura, achaparrado por la perspectiva, se perdió en la distancia; el cuadro de la
azotea, cada vez más pequeño, parecía hundirse en un océano de tinieblas.
Cinco minutos después, el Salvaje estaba en su habitación. Sacó de su escondrijo el libro roído
por los ratones, volvió con cuidado religioso sus páginas manchadas y arrugadas, y empezó a
leer Otelo. Recordaba que Otelo, como el protagonista de Tres semanas en helicóptero, era un
negro.
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CAPITULO XII
Bernard tuvo que gritar a través de la puerta cerrada; el Salvaje se negaba a abrirle.
— ¡Pero si están todos aquí, esperándote! — Que esperen — dijo la voz, ahogada por la
puerta.
— Sabes de sobra, John — ¡cuán difícil resulta ser persuasivo cuando hay que chillar a voz en
grito!—, que los invité, que los invité precisamente para que te conocieran.
— Antes debiste preguntarme a mí si deseaba conocerles a ellos.
— Hasta ahora siempre viniste, John. — Precisamente por esto no quiero volver. — Hazlo sólo
por complacerme
— imploró Bernard.
— No.
— ¿Lo dices en serio?
— Sí.
Desesperado, Bernard baló:
— Pero, ¿qué voy a hacer?
— ¡Vete al infierno! — gruñó la voz exasperada desde dentro de la habitación.
— Pero, ¡si esta noche ha venido el Archichantre Comunal de Canterbury!
Bernard casi lloraba.
— Ai yaa tákwa! — Sólo en lengua zuñí podía expresar adecuadamente el Salvaje lo que
pensaba del Archíchantre de Canterbury—. Háni! — agregó, como pensándolo mejor; y
después, con ferocidad burlona, agregó-: Sons éso tse-ná.
Y escupió en el suelo como hubiese podido hacerlo el mismo Popé.
Al fin Bernard tuvo que retirarse, abrumado, a sus habitaciones y comunicar a la impaciente
asamblea que el Salvaje no aparecería aquella noche. La noticia fue recibida con indignación.
Los hombres estaban furiosos por el hecho de haber sido inducidos a tratar con cortesía a
aquel tipo insignificante, de mala fama y opiniones heréticas. Cuanto más elevada era su
posición, más profundo era su resentimiento.
— ¡Jugarme a mí esta mala pasada! — repetía el Archichantre una y otra vez—. ¡A mí !
102
En cuanto a las mujeres, tenían la sensación de haber sido seducidas con engaños por aquel
hombrecillo raquítico, en cuyo frasco alguien había echado alcohol por error, por aquel ser cuyo
físico era el propio de un Gama-Menos. Era un ultraje, y lo decían asimismo, y cada vez con
voz más fuerte.
Sólo Lenina no dijo nada. Pálida, con sus ojos azules nublados por una insólita melancolía,
permanecía sentada en un rincón, aislada de cuantos la rodeaban por una emoción que ellos
no compartían.
Había ido a la fiesta llena de un extraño sentimiento de ansiosa exultación. Dentro de pocos
minutos — se había dicho, al entrar en la estancia — lo veré, le hablaré, le diré (porque estaba
completamente decidida) que me gusta, más que nadie en el mundo. Y entonces tal vez él
dirá…
¿Qué diría el Salvaje? La sangre había afluido a las mejillas de Lenina.
¿Por qué se comportó de manera tan extraña la otra noche, después del sensorama? ¡Qué
raro estuvo! Y, sin embargo, estoy completamente cierta de que le gusto. Estoy segura …
En aquel momento Bernard había soltado la noticia: el Salvaje no asistiría a la fiesta.
Lenina experimentó súbitamente todas las sensaciones que se observan al principio de un
tratamiento con sucedáneo de Pasión Violenta: un sentimiento de horrible vaciedad, de
aprensión, casi de náuseas. Le pareció que el corazón dejaba de latirle.
— Realmente es un poco fuerte — decía la Maestra Jefe de Eton al director de Crematorios y
Recuperación del Fósforo—. Cuando pienso que he llegado a…
— Sí — decía la voz de Fanny Crowne—, lo del alcohol es absolutamente cierto. Conozco a un
tipo que conocía a uno que en aquella época trabajaba en el Almacén de Embriones. Éste se lo
dijo a mi amigo, y mi amigo me lo dijo a mí…
— Una pena, una pena — decía Henry Foster, compadeciendo al Archichantre Comunal—.
Puede que le interese a usted saber que nuestro ex director estaba a punto de trasladarle a
Islandia.
Atravesado por todo lo que se decía en su presencia, el hinchado globo de la autoconfianza de
Bernard perdía por mil heridas. Pálido, derrengado, abyecto y desolado, Bernard se agitaba
entre sus invitados, tartamudeando excusas incoherentes, asegurándoles que la próxima vez el
Salvaje asistiría, invitándoles a sentarse y a tomar un bocadillo de carotina, una rodaja de pâtè
de vitamina A, o una copa de sucedáneo de champaña. Los invitados comían, sí, pero le
ignoraban; bebían y lo trataban bruscamente o hablaban de él entre sí, en voz alta y
ofensivamente, como si no se hallara presente.
— Y ahora, amigos — dijo el Archichantre de Canterbury, con su hermosa y sonora voz, la voz
en que conducía los oficios de las celebraciones del Día de Ford—, ahora, amigos, creo que ha
llegado el momento…
Se levantó, dejó la copa, se sacudió del chaleco de viscosa púrpura las migajas de una
colación considerable, y se dirigió hacia la puerta.
Bernard se lanzó hacia delante para detenerle. — ¿De verdad debe marcharse, Archichantre…
? Es muy temprano todavía. Yo esperaba que…
103
¡Oh, sí, cuántas cosas había esperado desde el momento que Lenina le había dicho
confidencialmente que el Archichantre Comunal aceptaría una invitación si se la enviaba! ¡Es
simpatiquísimo! Y había enseñado a Bernard la pequeña cremallera de oro, con el tirador en
forma de T, que el Archichantre le había regalado en recuerdo del fin de semana que Lenina
había pasado en la Cantoría Diocesana. Asistirán el Archichantre Comunal de Canterbury y Mr.
Salvaje. Bernard había proclamado su triunfo en todas las invitaciones enviadas. Pero el
Salvaje había elegido aquella noche, precisamente aquella noche, para encerrarse en su cuarto
y gritar: Hání!, y hasta (menos mal que Bernard no entendía el zuñí) Sons éso tse-ná! Lo que
había de ser el momento cumbre de toda la carrera de Bernard se había convertido en el
momento de su máxima humillación.
— Había confiado tanto en que… — repetía Bernard, tartamudeando y alzando los ojos hacia el
gran dignatario con expresión implorante y dolorida.
— Mi joven amigo — dijo el Archichantre Comunal en un tono de alta y solemne severidad; se
hizo un silencio general—. Antes de que sea demasiado tarde. Un buen consejo. — Su voz se
hizo sepulcral—. Enmiéndese, mi joven amigo, enmiéndese.
Hizo la señal de la T sobre su cabeza y se volvió.
— Lenina, querida — dijo en otro tono—. Ven conmigo.
Arriba, en su cuarto, el Salvaje leía Romeo y Julieta.
Lenina y el Archichantre Comunal se apearon en la azotea de la Cantoría.
— Date prisa, mi joven amiga…, quiero decir, Lenina — la llamó el Archichantre, impaciente,
desde la puerta del ascensor.
Lenina, que se había demorado un momento para mirar la luna, bajó los ojos y cruzó
rápidamente la azotea para reunirse con él.
Una nueva Teoria de Biología. Éste era el título del estudio que Mustafá Mond acababa de leer.
Permaneció sentado algún tiempo, meditando, con el ceño fruncido, y después cogió la pluma y
escribió en la portadilla: El tratamiento matemático que hace el autor del concepto de finalidad
es nuevo y altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al presente orden social,
peligroso y potencialmente subversivo. Prohibida su publicación. Subrayó estas últimas
palabras. Debe someterse a vigilancia al autor. Es posible que se imponga su traslado a la
Estación Biológica Marítima de Santa Elena. Una verdadera lástima, pensó mientras firmaba.
Era un trabajo excelente. Pero en cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas…
bueno, nadie sabía dónde podía llegarse.
Con los ojos cerrados y extasiado el rostro, John recitaba suavemente al vacío:
¡Ella enseña a las antorchas a arder con fulgor!
Y parece pender sobre la mejilla de la noche
como una rica joya en la oreja de un etíope;
belleza excesiva para ser usada;
demasiada para la tierra.
104
La T de oro pendía, refulgente, sobre el pecho de Lenina. El Archichantre Comunal,
juguetonamente, la cogió, y tiró de ella lentamente.
Rompiendo un largo silencio, Lenina dijo de pronto:
— Creo que será mejor que tome un par de gramos de soma.
A aquellas horas, Bernard dormía profundamente, sonriendo al paraíso particular de su sueños.
Sonriendo, sonriendo. Pero, inexorablemente, cada treinta segundos, la manecilla del reloj
eléctrico situado encima de su cama saltaba hacia delante, con un chasquido casi
imperceptible. Clic, clic, clic, clic… Y llegó la mañana, Bernard estaba de vuelta, entre las
miserias del espacio y del tiempo. Cuando se dirigió’en taxi a su trabajo en el Centro de
Condicionamiento, se hallaba de muy mal humor. La embriaguez del éxito se había evaporado;
volvía a ser él mismo, el de antes; y por contraste con el hinchado balón de las últimas
semanas, su antiguo yo parecía muchísimo más pesado que la atmósfera que lo rodeaba.
El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel Bernard deshinchado.
— Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís — dijo, cuando Bernard, en tono
quejumbroso, le hubo confiado su fracaso—. ¿Recuerdas la primera vez que hablamos? Fuera
de la casucha. Ahora eres como entonces.
— Porque vuelvo a ser desdichado; he aquí el porqué.
— Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa felicidad falsa, embustera,
que tenéis aquí.
— ¡Hombre, me gusta eso! — dijo Bernard con amargura—. ¡Cuando tú tienes la culpa de todo!
Al negarte a asistir a mi fiesta lograste que todos se revolvieran contra mí.
Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto; admitía en su interior, y hasta en voz
alta, la verdad de todo lo que el Salvaje le decía acerca del poco valor de unos amigos que,
ante tan leve provocación, podían trocarse en feroces enemigos. Pero, a pesar de saber todo
esto y de reconocerlo, a pesar del hecho de que el consuelo y el apoyo de su amigo eran ahora
su único sostén, Bernard siguió alimentando, simultáneamente con su sincero pesar, un
secreto agravio contra el Salvaje, y no cesó de meditar un plan de pequeñas venganzas a
desarrollar contra él mismo. Alimentar un agravio contra el Archichantre comunal hubiese sido
inútil; y no había posibilidad alguna de vengarse del Envasador Jefe o del Presidente Ayudante.
Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard, una gran cualidad por encima de los demás:
era vulnerable, era accesible. Una de las principales funciones de nuestros amigos estriba en
sufrir (en formas más suaves y simbólicas) los castigos que querríamos infligir, y no podemos,
a nuestros enemigos.
El otro amigo-víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando, derrotado, Bernard acudió a él e
imploró de nuevo su amistad, que en sus días de prosperidad había juzgado inútil conservar,
Helmholtz se la concedió.
En su primera entrevista después de la reconciliación, Bernard le soltó toda la historia de sus
desdichas y aceptó sus consuelos. Pocos días después se enteró, con sorpresa y no sin cierto
bochorno, de que él no era el único en hallarse en apuros. También Helmholtz había entrado
en conflicto con la Autoridad.
105
— Fue por unos versos — le explicó Helmholtz—. Yo daba mi curso habitual de Ingeniería
Emocional Superior para alumnos de tercer año. Doce lecciones, la séptima de las cuales trata
de los versos. Sobre el uso de versos rimados en Propaganda Moral, para ser exactos.
Siempre ilustro mis clases con numerosos ejemplos técnicos. Esta vez se me ocurrió ofrecerles
como ejemplo algo que acababa de escribir. Puro desatino, desde luego; pero no pude resistir
la tentación. — Se echó a reír—. Sentía curiosidad por ver cuáles serían las reacciones.
Además — agregó, con más gravedad—, quería hacer un poco de propaganda; intentaba
inducirles a sentir lo mismo que yo sentí al escribir aquellos versos. ¡Fordi — Volvió a reír—. ¡El
escándalo que se armó! El Principal me llamó y me amenazó con expulsarme inmediatamente.
Soy un hombre marcado.
— Pero, ¿qué decían tus versos? — preguntó Bernard.
— Eran sobre la soledad. Bernard arqueó las cejas. — Si quieres, te los recito. Y Helmholtz
empezó:
El comité de ayer,
bastones, pero un tambor roto,
medianoche en la City,
flautas en el vacío
labios cerrados, caras dormidas,
todas las máquinas paradas,
mudos los lugares
donde se apiñaba la gente…
Todos los silencios se regocijan,
lloran (en voz alta o baja)
hablan, pero ignoro
con la voz de quién.
La ausencia de los brazos.
los senos y los labios
y los traseros de Susan
y de Egeria forman lentamente
una presencia. ¿Cuál? Y, pregunto,
¿de qué esencia tan absurda
que algo que no es
puebla, sin embargo,
106
la noche desierta más sólidamente
que esotra con la cual copulamos
y que tan escuálida nos parece?
— Bueno — prosiguió Helmholtz—, les puse estos versos como ejemplo, y ellos me
denunciaron al Principal.
— No me sorprende — dijo Bernard—. Van en contra de todas las enseñanzas hipnopédicas.
Recuerda que han recibido al menos doscientas cincuenta mil advertencias contra la soledad.
— Lo sé. Pero pensé que me gustaría ver qué efecto producía.
— Bueno, pues ya lo has visto.
Bernard pensó que, a pesar de todos sus problemas, Helmoltz parecía intensamente feliz.
Helmholtz y el Salvaje hicieron buenas migas inmediatamente. Y con tal cordialidad que
Bernard sintió el mordisco de los celos. En todas aquellas semanas no había logrado intimar
con el Salvaje tanto como lo logró Helmholtz inmediatamente. Mirándoles, oyéndoles hablar,
más de una vez deseó no haberles presentado. Sus celos le avergonzaban y hacía esfuerzos y
tomaba soma para librarse de ellos. Pero sus esfuerzos resultaban inútiles; y las vacaciones de
soma tenían sus intervalos inevitables. El odioso sentimiento volvía a él una y otra vez.
En su tercera entrevista con el Salvaje, Helmholtz le recitó sus versos sobre la Soledad.
— ¿Qué te parecen? — le preguntó luego.
El Salvaje movió la cabeza.
— Escucha esto — dijo por toda respuesta.
Y abriendo el cajón cerrado con llave donde guardaba su roído librote, lo abrió y leyó:
Que el pájaro de voz más sonora
pasado en el solitario árbol de Arabia
sea el triste heraldo y trompeta …
Helmholtz lo escuchaba con creciente excitación. Al oír lo del solitario árbol de Arabia se
sobresaltó; tras lo de tú, estridente heraldo sonrió con súbito placer; ante el verso toda ave de
ala tiránica sus mejillas se arrebolaron; pero al oír lo de música mortuoria palideció y tembló
con una emoción que jamás había sentido hasta entonces. El Salvaje siguió leyendo.
La propiedad se asustó
al ver que el yo no era ya el mismo;
dos nombres para una sola naturaleza,
que ni dos ni una podía llamarse.
La razón, en sí misma confundida,
107
veía unirse la división …
— ¡Orgía-Porfía! — gritó Bernard, interrumpiendo la lectura con una risa estruendosa,
desagradable—. Parece exactamente un himno del Servicio de Solidaridad.
Así se vengaba de sus dos amigos por el hecho de apreciarse más entre sí de lo que le
apreciaban a él.
Sin embargo, por extraño que pueda parecer, la siguiente interrupción, la más desafortunada
de todas, procedió del propio Helmholtz.
El Salvaje leía Romeo y Julieta en voz alta, con pasión intensa y estremecida (porque no
cesaba de verse a sí mismo como Romeo y a Lenina en el lugar de Julieta). Helmholtz había
escuchado con interés y asombro la escena del primer encuentro de los dos amantes. La
escena del huerto le había hechizado con su poesía; pero los sentimientos expresados habían
provocado sus sonrisas. Se le antojaba sumamente ridículo ponerse de aquella manera por el
solo hecho de desear a una chica. Pero, en conjunto, ¡cuán soberbia pieza de ingeniería
emocional!
— Ese viejo escritor — dijo— hace aparecer a nuestros mejores técnicos en propaganda como
unos solemnes mentecatos.
El Salvaje sonrió con expresión triunfal y reanudó la lectura. Todo marchó pasablemente bien
hasta que, en la última escena del tercer acto, los padres Capuleto empezaban a aconsejar a
Julieta que se casara con Paris. Helmholtz habíase mostrado inquieto durante toda la escena;
pero cuando, patéticamente interpretada por el Salvaje, Julieta exclamaba:
¿Es que no hay compasión en lo alto de las nubes
que lea en el fondo de mi dolor?
¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!
Aplaza esta boda por un mes, por una semana,
o, si no quieres, prepara el lecho de bodas
en el triste mausoleo donde yace Tibaldo…
cuando Julieta dijo esto, Helmoltz soltó una explosión de risa irreprimible.
¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad) obligando a su hija a unirse con quien ella no
quería! ¿Y por qué aquella imbécil no les decía que ya estaba unida con otro a quien, por el
momento al menos prefería? En su indecente absurdo, la situación resultaba irresistiblemente
cómica. Helmholtz, con un esfuerzo heroíco, había logrado hasta entonces dominar la presión
ascendente de su hilaridad; pero la expresión dulce madre (pronunciada en el tembloroso tono
de angustia del Salvaje) y la referencia al Tibaldo muerto, pero evidentemente no incinerado y
desperdiciando su fósforo en un triste mausoleo, fueron demasiado para él. Rió y siguió riendo
hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas, rió interminablemente mientras el Salvaje,
pálido y ultrajado, le miraba por encima del libro hasta que, viendo que las carcajadas
proseguían, lo cerró indignado, se levantó, y con el gesto de quien aparta una perla de la
presencia de un cerdo, lo encerró con llave en su cajón.
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— Y sin embargo — dijo Helmholtz cuando, habiendo recobrado el aliento suficiente para
presentar excusas, logró que el Salvaje escuchara sus explicaciones—, sé perfectamente que
uno necesita situaciones ridículas y locas como ésta; no se puede escribir realmente bien
acerca de nada más. ¿Por qué ese viejo escritor resulta un técnico en propaganda tan
maravilloso? Porque tenía santísimas cosas locas, extremadas, acerca de las cuales excitarse.
Uno debe poder sentirse herido y trastornado; de lo contrario, no puede pensar frases
realmente buenas, penetrantes como los rayos X. Pero…, ¡padres y madres! — Movió la
cabeza—. No podías esperar que pusiera cara sería ante los padres y las madres. ¿Y quién va
a apasionarse por si un muchacho consigue a una chica o no la consigue?
El Salvaje dio un respingo, pero Helmholtz, que miraba pensativamente el suelo, no se dio
cuenta.
— No — concluyó—, no me sirve. Necesitamos otra clase de locura y de violencia. Pero, ¿qué?
¿Qué? ¿Dónde puedo encontrarla? — permaneció silencioso un momento y después,
moviendo la cabeza, dijo, por fin-: No lo sé; no lo sé.
109
CAPITULO XIII
Henry Foster apareció a través de la luz crepuscular del Almacén de Embriones.
— ¿Quieres ir al sensorama esta noche? Lenina denegó con la cabeza, sin decir nada.
— ¿Sales con otro?
A Henry le interesaba siempre saber cómo se emparejaban sus amigos.
— ¿Con Benito, acaso? — preguntó.
Lenina volvió a denegar con la cabeza.
Henry observó la expresión fatigada de aquellos ojos purpúreos, la palidez de la piel bajo el
brillo de lupus, y la tristeza que se revelaba en las comisuras de aquellos labios escarlata, que
se esforzaban por sonreír.
— ¿No estarás enferma? — preguntó, un tanto preocupado, temiendo que Lenina sufriera
alguna de las escasas enfermedades infecciosas que aún subsistían.
Por tercera vez Lenina negó con la cabeza.
— De todos modos, deberías ir a ver al médico — diio Henry—. Una visita al doctor libra de
todo áolor — agregó, cordialmente, acompañando el dicho hipnopédico con una palmada en el
hombro—. Tal vez necesites un Sucedáneo de Embarazo — sugirió—. O un fuerte tratamiento
extra de S. P. V. Ya sabes que a veces la potencia del sucedáneo de Pasión Violenta no está a
la altura de…
— ¡Oh, por el amor de Ford! — dijo Lenina, rompiendo su testarudo silencio—. ¡Cállate de una
vez!
Y volviéndole la espalda ocupóse de nuevo en sus embriones.
¿Conque un tratamiento de S.V.P.? Lenina se hubiese echado a reír, de no haber sido porque
estaba a punto de llorar. ¡Como si no tuviera bastante con su propia P.V.! Mientras llenaba una
jeringuilla suspiró prohibidamente. John… — murmuró para sí—, John … Después se preguntó:
¡Ford! ¿Le habré dado a éste la inyección contra la enfermedad del sueño? ¿O no se la he
dado todavía? No podía recordarlo. Al fin decidió no correr el riesgo de administrar una
segunda dosis, y pasó al frasco siguiente de la hilera.
Veintidós años, ocho meses y cuatro días más tarde, un joven y prometedor administrador AlfaMenos,
en Muanza-Muanza, moriría de tripanosomiasis, el primer caso en más de medio siglo.
Suspirando, Lenina siguió con su tarea.
Una hora después, en el Vestuario, Fanny protestaba enérgicamente:
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— Es absurdo que te abandones a este estado. Sencillamente absurdo — repitió—. Y todo,
¿por qué? ¡Por un hombre, por un solo hombre!
— Pero es el único que quiero.
— Como si no hubiese millones de otros hombres en el mundo.
— Pero yo no los quiero.
— ¿Cómo lo sabes si no lo has intentado? — Lo he intentado.
— Pero, ¿con cuántos? — preguntó Fanny, encogiéndose despectivamente de hombros—.
¿Con uno? ¿Con dos?
— Con docenas de ellos. Y fue inútil — dijo Lenina, movíendo la cabeza.
— Pues debes perseverar — le aconsejó Fanny, sentenciosamente. Pero era evidente que su
confianza en sus propias prescripciones había sido un tanto socavada—. Sin perseverancia no
se consigue nada.
— Pero entretanto…
— No pienses en él.
— No puedo evitarlo.
— Pues toma un poco de soma. — Ya lo tomo.
— Pues sigue haciéndolo.
— Pero en los intervalos sigo queriéndole. Siempre le querré.
— Bueno, pues si es así — dijo Fanny con decisión—, ¿por qué no vas y te haces con él?
Tanto si quiere como si no.
— ¡Si supieras cuán terriblemente raro estuvo!
— Razón de más para adoptar una línea cle conducta firme.
— Es muy fácil decirlo.
— No te quedes pensando tonterías. Actúa. — La voz de Fanny sonaba como una trompeta;
parecía una conferenciante de la A. M. F. dando una charla nocturna a un grupo de BetaMenos
adolescente—. Sí, actúa, inmediatamente. Hazlo ahora mismo.
— Me daría vergüenza — díjo Lenina.
— Basta que tomes medio gramo de soma antes de hacerlo. Y ahora voy a darme un baño.
El timbre sonó, y el Salvaje, que esperaba con impaciencia que Helmholtz fuese a verle aquella
tarde (porque, habiendo decidido por fin hablarle a Helmholtz de Lenina, no podía aplazar ni un
momento más sus confidencias), saltó sobre sus pies y corrió hacia la puerta.
— Presentía que eras tú, Helmholtz — gritó, al tiempo que abría.
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En el umbral, con un vestido de marinera blanco, de satén al acetato, y un gorrito redondo,
blanco también, ladeado picaronamente hacia la izquierda, se hallaba Lenina.
— ¡Ohl — exclamó el Salvaje, como si alguien acabara de asestarle un fuerte porrazo.
Medio gramo había bastado para que Lenina olvidara sus temores y su turbación.
— Hola, John — dijo, sonriendo.
Y entró en el cuarto. Maquinalmente, John cerró la puerta y la siguió. Lenina se sentó.
Sobrevino un largo silencio.
— Tengo la impresión de que no te alegras mucho de verme, John — dijo Lenina al fin.
— ¿Que no me alegro?
El Salvaje la miró con expresión de reproche; después, súbitamente, cayó de rodillas ante ella
y, cogiendo la mano de Lenina, la besó reverentemente.
— ¿Que no me alegro? ¡Oh, si tú supieras! — susurró; y arriesgándose a levantar los ojos
hasta su rostro, prosiguió-: Admirada Lenina, ciertamente la cumbre de lo admirable, digna de
lo mejor que hay en el mundo.
Lenina le sonrió con almibarada ternura.
— ¡Oh, tú, tan perfecta — Lenina se inclinaba hacia él con los labios entreabiertos—, tan
perfecta y sin par fuiste creada — Lenina se acercaba más y más a él— con lo mejor de cada
una de las criaturas! — Más cerca todavía.
Pero el Salvaje se levantó bruscamente—. Por eso — dijo, hablando sin mirarla—, quisiera
hacer algo primero…
— Quiero decir, demostrarte que soy digno de ti. Ya sé que no puedo serlo, en realidad. Pero,
al menos, demostrarte que no soy completamente indigno. Quisiera hacer algo.
— Pero, ¿por qué consideras necesarios … ? — empezó Lenina.
Mas no acabó la frase. En su voz había sonado cierto matiz de irritación. Cuando una mujer se
ha inclinado hacia delante, acercándose más y más, con los labios entreabiertos, para
encontrarse de pronto, porque un zoquete se pone de pie, inclinada sobre la nada…. bueno,
tiene todos los motivos para sentirse molesta, aun con medio gramo de soma en la sangre.
— En Malpaís — murmuraba incoherentemente el Salvaje—, había que llevar a la novia la piel
de un león de las montañas… Quiero decir cuando uno desea casarse. O de un lobo.
— En Inglaterra no hay leones — dijo Lenina en tono casi ofensivo.
— Y aunque los hubiera — agregó el Salvaje con súbito resentimiento y despecho—, supongo
que los matarían desde los helicópteros o con gas venenoso. Y esto no es lo que yo quiero,
Lenina. — Se cuadró, se aventuró a mirarla y descubrió en el rostro de ella una expresión de
incomprensión irritada. Turbado, siguió, cada vez con menos coherencia—. Haré algo. Lo que
tú quieras. Hay deportes que son penosos, ya lo sabes.
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Pero el placer que proporcionan compensa sobradamente. Esto es lo que me pasa. Barrería los
suelos por ti, si lo descaras.
— ¡Pero, si aquí tenemos aspiradoras! — dijo Lenina, asombrada—. No es necesario.
— Ya, ya sé que no es necesario. Pero se puede ejecutar ciertas bajezas con nobleza. Me
gustaría soportar algo con nobleza. ¿Me entiendes?
— Pero si hay aspiradoras…
— No, no es esto.
— … y semienanos Epsilones que las manejan — prosiguió Lenina—, ¿por qué … ?
— ¿Por qué? Pues… ¡por ti! ¡Por ti! Sólo para demostrarte que yo…
— ¿Y qué tienen que ver las aspiradoras con los leones … ?
— Para demostrarte cuánto…
— … o con el hecho de que los leones se alegren de verme?
Lenina se exasperaba progresivamente.
— …para demostrarte cuánto te quiero, Lenina — estalló John, casi desesperadamente.
Como símbolo de la marea ascendente de exaltación interior, la sangre subió a las mejillas de
Lenina.
— ¿Lo dices de veras, John?
— Pero no quería decirlo — exclamó el Salvaje, uniendo con fuerza las manos en una especie
de agonía—. No quería decirlo hasta que… Escucha, Lenina; en Malpaís la gente se casa.
— ¿Se qué?
De nuevo la irritacióri se había deslizado en el tono de su voz. ¿Con qué le salía ahora?
— Se unen para siempre. Prometen vivir juntos para siempre.
— ¡Qué horrible idea!
Lenina se sentía sinceramente disgustada.
— Sobreviviendo a la belleza exterior, con un alma que se renueva más rápidamente de lo que
la sangre decae…
— ¿Cómo?
— También así lo dice Shakespeare. Si rompes su nudo virginal antes de que todas las
ceremonias santificadoras puedan con pleno y solemne rito …
— ¡Por el amor de Ford, John, no digas cosas raras! No entiendo una palabra de lo que dices.
Primero me hablas de aspiradoras; ahora de nudos. Me volverás loca. — Lenina saltó sobre
sus pies, y, como temiendo que John huyera de ella físicamente, como le huía mentalmente, lo
cogió por la muñeca—. Contéstame a esta pregunta: ¿me quieres realmente? ¿Sí o no?
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Se hizo un breve silencio; después, en voz muy baja, John dijo:
— Te quiero más que a nada en el mundo.
— Entonces, ¿por qué demonios no me lo decías — exclamó Lenina; y, su exasperación era
tan intensa que clavó las uñas en la muñeca de John en lugar de divagar acerca de nudos,
aspiradoras y leones y de hacerme desdichada durante semanas enteras?
Le soltó la mano y lo apartó de sí violentamente.
— Si no te quisiera tanto — dijo—, estaría furiosa contigo.
Y, de pronto, le rodeó el cuello con los brazos; John sintió sus labios suaves contra los suyos.
Tan deliciosamente suaves, cálidos y eléctricos que inevitablemente recordó los besos de Tres
semanas en helicóptero. ¡Oooh! ¡Oooh!, la estereoscópica rubia, y ¡Aaah!, iaaah!, el negro
super-real. Horror, horror, horror… John intentó zafarse del abrazo, pero Lenina lo estrechó con
más fuerza.
— ¿Por qué no me lo decías? — susurró, apartando la cara para poder verle.
Sus ojos aparecían llenos de tiernos reproches.
Ni la mazmorra más lóbrega, ni el lugar más adecuado — tronaba poéticamente la voz de la
conciencia—, ni la más poderosa sugestión de nuestro deseo. ¡Jamás, jamás!, decidió John.
— ¡Tontuelol — decía Lenina—. ¡Con lo que yo te deseaba! Y si tú me deseabas también, ¿por
qué no … ?
— Pero, Lenina… — empezó a protestar John.
Y como inmediatamente Lenina deshizo su abrazo y se apartó de él, John pensó por un
momento que había comprendido su muda alusión.
Pero cuando Lenina se desabrochó la cartuchera de charol blanco y la colgó cuidadosamente
del respaldo de una silla, John empezó a sospechar que se había equivocado.
— ¡Lenina! — repitió, con aprensión.
Lenina se llevó una mano al cuello y dio un fuerte tirón hacia abajo. La blanca blusa de marino
se abrió por la costura; la sospecha se transformó en certidumbre.
— Lenina, ¿qué haces?
¡Zas, zas! La respuesta de Lenina fue muda. Emergió de sus pantalones acampanados. Su
ropa interior, de una sola pieza, era como una leve cáscara rosada. La T de oro del
Archichantre Comunal brillaba en su pecho.
Por esos senos que a través de las rejas de la ventana penetran en los ojos de los hombres …
Las palabras cantarinas, tonantes, mágicas, la hacían aparecer doblemente peligrosa,
doblemente seductora. ¡Suaves, suaves, pero cuán penetrantes! Horadando la razón, abriendo
túneles en las más firmes decisiones… Los juramentos más poderosos son como paja ante el
fuego de la sangre. Abstente, o de lo contrario …
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¡Zas! La rosada redondez se abrió en dos, como una manzana limpiamente partida. Unos
brazos que se agitaban, el pie derecho que se levanta; después el izquierdo, y la sutil prenda
queda en el suelo, sin vida y como deshinchada.
Con los zapatos y las medias puestas y el gorrito ladeado en la cabeza, Lenina se acercó a él:
— ¡Amor mío, si lo hubieses dicho antes!
Lenina abrió los brazos.
Pero en lugar de decir también: ¡Amor mío! y de abrir los brazos, el Salvaje retrocedió
horrorizado, rechazándola con las manos abiertas, agitándolas como para ahuyentar a un
animal intruso y peligroso.
Cuatro pasos hacia atrás, y se encontró acorralado contra la pared.
— ¡Cariño! — dijo Lenina; y, apoyando las manos en sus hombros, se arrimó a él—. Rodéame
con tus brazos — le ordenó—. Abrázame hasta drogarme, amor mío. — También ella tenía
poesía a su disposición, conocía palabras que cantaban, que eran como fórmulas mágicas y
batir de tambores—. Bésame. — Lenina cerró los ojos, y dejó que su voz se convirtiera en un
murmullo soñoliento—. Bésame hasta que caiga en coma. Abrázame, amor mío…
El Salvaje la cogió por las muñecas, le arrancó las manos de sus hombros y la apartó de sí a la
distancia cle un brazo.
— ¡Uy, me haces daño, me… oh!
Lenina calló súbitamente. El terror le había hecho olvidar el dolor. Al abrir los ojos, había visto
el rostro de John; no, no el suyo, sino el de un feroz desconocido, pálido, contraído, retorcido
por un furor demente.
— Pero, ¿qué te pasa, John? — susurró Lenina.
El Salvaje no contestó. Se limitó a seguir mirándola a la cara con sus ojos de loco. Las manos
que sujetaban las muñecas de Lenina temblaban. John respiraba afanosamente, de manera
irregular. Débil, casi imperceptiblemente, pero aterrador, Lenina oyó de pronto su crujir de
dientes.
— ¿Qué te pasa? — dijo casi en un chillido.
Y, como si su grito lo hubiese despertado, John la cogió por los hombros y empezó a sacudirla.
— ¡Ramera! — gritó—. ¡Ramera! ¡Impúdica buscona!
— ¡Oh, no, no … ! — protestó Lenina, con voz grotescamente entrecortado por las sacudidas.
— ¡Ramera!
— ¡Por favooor!
— ¡Maldita ramera!
— Un graamo es meejor… — empezó Lenina.
El Salvaje la arrojó lejos de sí con tal fuerza que Lenina vaciló y cayó.
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— Vete — gritó John, de pie a su lado, amenazadoramente—. Fuera de aquí, si no quieres que
te mate.
Y cerró los puños. Lenina levantó un brazo para protegerse la cara.
— No, por favor, no, John…
— ¡De prisa! ¡Rápido!
Con un brazo levantado todavía y siguiendo todos los movimientos de John con ojos de terror,
Lenina se puso en pie, y semiagachada y protegiéndose la cabeza echó a correr hacia el cuarto
de baño.
El ruido de la prodigiosa palmada con que John aceleró su marcha sonó como un disparo de
pistola.
— ¡Oh! — exclamó Lenina, pegando un salto hacia delante.
Encerrada con llave en el cuarto de baño, y a salvo, Lenina pudo hacer inventario de sus
contusiones. De pie, y de espaldas al espejo, volvió la cabeza. Mirando por encima del hombro
pudo ver la huella de una mano abierta que destacaba muy clara, en tono escarlata, sobre su
piel nacarada. Se frotó cuidadosamente la parte dolorida.
Fuera, en el otro cuarto, el Salvaje medía la estancia a grandes pasos, de un lado para otro, al
compás de los tambores y la música de las palabras mágicas. El reyezuelo se lanza a ella, y la
dorada mosquita se comporta impúdicamente ante mis ojos. Enloquecedoramente, las palabras
resonaban en sus oídos. Ni el vaso ni el sucio caballo se lanzan a ello con apetito más
desordenado. De cintura para abajo son centauros, aunque sean mujeres de cintura para
arriba. Hasta el ceñidor, son herederas de los dioses. Más abajo, todo es de los diablos. Todo:
infierno, tinieblas, abismo sulfuroso, ardiente, hirviente, corrompido, consumido; ¡uf! Dame una
onza de algalia, buen boticario, para endulzar mi imaginación.
— ¡John! — osó decir una vocecilla que quería congraciarse al Salvaje, desde el baño—.
¡John! ¡Oh, tú, cizaña, que eres tan bella y hueles tan bien que los sentidos se perecen por ti!
¿Para escribir en él “ramera” fue hecho tan bello libro?
El cielo se tapa la nariz ante ella …
Pero el perfume de Lenina todavía flotaba a su alrededor, y la chaqueta de John aparecía
blanca de los polvos que habían perfumado su aterciopelado cuerpo.
Impúdica zorra, impúdica zorra, impúdica zorra. El ritmo inexorable seguía martilleando por su
cuenta. Impúdica …
— John, ¿no podrías darme mis ropas?
El Salvaje recogió del suelo los pantalones acampanados, la blusa y la prenda interior.
— ¡Abre! — ordenó, pegando un puntapié a la puerta.
— No, no quiero.
La voz sonaba asustada y desconfiada.
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— Bueno, pues, ¿cómo podré darte la ropa?
— Pásala por el ventilador que está en lo alto de la puerta.
John así lo hizo, y después reanudó su impaciente paseo por la estancia. Impúdica zorra,
impúdica zorra… El demonio de la Lujuria, con su redondo trasero y su dedo de patata …
— John.
El Salvaje no contestaba. Redondo trasero y dedo de patata.
— John…
— ¿Qué pasa? — preguntó John, ceñudo.
— ¿Te… te importaría darme mi cartuchera malthusiana?
Lenina permaneció sentada escuchando el rumor de los pasos en el cuarto contiguo y
preguntándose cuánto tiempo podría seguir John andando de un lado pará otro, si tendría que
esperar a que saliera de su piso, o si, dejándole un tiempo razonable para que se calmara un
tanto su locura, podría abrir la puerta del lavabo y salir a toda prisa.
Sus inquietas especulaciones fueron interrumpidas por el sonido del teléfono en el cuarto
contiguo. El paseo de John se interrumpió bruscamente. Lenina oyó la voz del Salvaje
dialogando con el silencio.
— Diga….
— Sí….
— Si no me usurpo el título a mí mismo, yo soy….
— Sí, ¿no me oyó? Mr. Salvaje al habla….
— ¿Cómo? ¿Quién está enfermo? Claro que me interesa…
— Pero, ¿es grave? ¿Está mala de verdad? Iré inmediatamente…
— ¿Que ya no está en sus habitaciones? ¿Adónde la han llevado.
— ¡Oh, Dios mío: ¡Déme la dirección!
— Park Lane, tres, ¿no es eso? ¿Tres? Gracias.
Lenina oyó el ruido del receptor al ser colgado, y unos pasos apresurados. Una puerta se cerró
de golpe.
Siguió un silencio. ¿Se habría marchado John?
Con infinitas precauciones, Lenina abrió la puerta medio centímetro y miró por la rendija; la
visión del cuarto vacío la tranquilizó un tanto; abrió un poco más y asomó la cabeza; finalmente,
entró de puntillas en el cuarto; se quedó escuchando atentamente, con el corazón desbocado;
después echó a correr hacia la puerta de salida, la abrió, se deslizó al pasillo, la volvió a cerrar
de golpe, y siguió corriendo. Y hasta que se encontró en el ascensor, bajando ya, no empezó a
sentirse a salvo.
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CAPITULO XIV
El Hospital de Moribundos, de Park Lane, era una torre de sesenta plantas, recubierto de
azulejos color de prímula. Cuando el Salvaje se apeó del taxicóptero, un convoy de vehículos
fúnebres aéreos, pintados de alegres colores, despegó de la azotea y voló en dirección a
poniente, rumbo al Crematorio de Slough, cruzando el parque. Ante la puerta del ascensor, el
portero principal le dio la información requerida, y John bajó a la sala 81 (la Sala de la senilidad
galopante, como le explicó el portero), situada en el piso séptimo.
Era una vasta sala pintada de amarillo y brillantemente iluminada por el sol, que contenía una
veintena de camas, todas ellas ocupadas. Linda agonizaba en buena compañía; en buena
compañía y con todos los adelantos modernos. El aire se hallaba constantemente agitado por
alegres melodías sintéticas. A los pies de la cama, de cara a su moribundo ocupante, había un
aparato de televisión. La televisión funcionaba, como un grifo abierto, desde la mañana a la
noche. Cada cuarto de hora, por un procedimiento automático se variaba el perfume de la sala.
— Procuramos — explicó la enfermera que había recibido al Salvaje en la puerta—,
procuramos crear una atmósfera tan agradable como sea posible, algo así como un
intercambio entre un hotel de primera clase y una sala de sensorama, ¿comprende lo que
quiero decir?
— ¿Dónde está Linda? — preguntó el Salvaje, haciendo caso omiso de tan corteses
explicaciones.
La enfermera se mostró ofendida.
— Lleva usted mucha prisa — dijo.
— ¿Cabe alguna esperanza? — preguntó John.
— ¿De que no muera, quiere decir?
— John afirmó. No, claro que no. Cuando envían a alguien aquí, no hay…
— Sorprendida ante la expresión de dolor y la palidez del rostro del muchacho, la enfermera se
interrumpió—.
Bueno, ¿qué le pasa? — preguntó. No estaba acostumbrada a aquellas reacciones en sus
visitantes, que, por cierto, eran muy escasos, como es lógico—. No se encontrará mal,
¿verdad?
John denegó con la cabeza.
— Es mi madre — dijo, con voz apenas audible.
La enfermera le miró con ojos aterrorizados, llena de sobresalto, e inmediatamente desvió la
mirada, sonrojada como una ascua.
118
— Acompáñeme a donde está Linda — dijo el Salvaje, haciendo un esfuerzo por hablar en tono
normal.
Sin perder su sonrojo, la enfermera lo llevó hacia el otro extremo de la sala. Rostros todavía
lozanos y sonrosados (porque la sensibilidad era un proceso tan rápido que no tenía tiempo de
marchitar las mejillas, y sólo afectaba al corazón y el cerebro) se volvían a su paso. Su avance
era seguido por los ojos impávidos, sin expresión, de unos seres sumidos en la segunda
infancia. El Salvaje, al mirar a aquellos agonizantes, se estremeció.
Linda yacía en la última cama de la larga hilera, contigua a la pared. Recostada sobre unas
almohadas, contemplaba las semifinales del Campeonato de tenis Riemann Sudamericano,
que se jugaba en silenciosa y reducida reproducción en la pantalla del aparato de televisión
instalado a los pies de su cama. Las pequeñas figuras corrían de un lado a otro del pequeño
rectángulo del cristal iluminado, sin hacer ruido, como peces en un acuario: habitantes mudos,
pero agitados, de otro mundo.
Lindá contemplaba el espectáculo sonriendo vagamente, sin comprender. Su rostro pálido y
abotagado, mostraba una expresión de estupidizada felicidad. De vez en cuando sus párpados
se cerraban, y parecía adormilarse por unos segundos. Después, con un ligero sobresalto, se
despertaba de nuevo, y volvía al acuario de Ios Campeonatos de Tenis, a la versión que ofrecía
la Super-Voz-Wurlitzeriana de Abrázame hasta drogarme, amor mío, al cálido aliento de
verbena que brotaba el ventilador colocado por encima de su cabeza. Despertaba a todo esto,
o, mejor, a un sueño del cual formaba parte todo esto, transformado y embellecido por el soma
que circulaba por su sangre, y sonreía con su sonrisa quebrada y descolorida de dicha infantil.
— Bueno, tengo que irme — dijo la enfermera.Está a punto de llegar el grupo de niños.
Además, debo atender al número 3. — Y señaló hacia un punto de la sala—. Morirá de un
momento a otro. Bueno, está usted en su casa.
Y se alejó rápidamente.
El Salvaje tomó asiento al lado de la cama.
— Linda — murmuró, cogiéndole una mano.
Al oír su nombre, la anciana se volvió. En sus ojos brilló el conocimiento. Apretó la mano de su
hijo, sonrió y movió los labios; después, súbitamente, la cabeza le cayó hacia delante. Se había
dormido. John permaneció a su lado, mirándola, buscando a través de aquella piel envejecida
— y encontrándola—, aquella cara joven, radiante, que se asomaba sobre su niñez, en
Malpaís, recordando (y John cerró los ojos) su voz, sus movimientos, todos los acontecimientos
de su vida en común. Arre, estreptococos, a Banbury-T… ¡Qué bien cantaba su madre! Y
aquellos versos infantiles, ¡cuán mágicos y misteriosos se le antojaban!
Vitamina A, vitamina B, vitamina C,
la grasa está en el hígado y el bacalao en el mar.
Recordando aquellas palabras y la voz de Linda al pronunciarlas, las lágrimas acudían a los
ojos de John. Después, las lecciones de lectura: El crío está en el frasco; el gato duerme. Y las
Instrucciones Elementales para Obreros Beta en el Almacén de Embriones. Y las largas
veladas cabe al fuego, o, en verano, en la azotea de la casita, cuando ella le contaba aquellas
historias sobre el Otro Lugar, fuera de la Reserva: aquel hermosísimo Otro Lugar cuyo
recuerdo, como el de un cielo, de un paraíso de bondad y de belleza, John conservaba todavía
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intacto, inmune al contacto de la realidad de aquel Londres real, de aquellos hombres y
mujeres civilizados de carne y hueso.
El súbito sonido de unas voces agudas le indujo a abrir los ojos, y, después de secarse
rápidamente las lágrimas, miró a su alrededor. Vio entrar en la sala lo que parecía un río
interminable de mellizos idénticos de ocho años de edad. Iban acercándose, mellizo tras
mellizo, como en una pesadilla. Sus rostros, su rostro repetido — porque entre todos sólo
tenían uno— miraba con expresión de perro falderillo, todo orificio de nariz y ojos saltones y
descoloridos. El uniforme de los niños era caqui. Todos iban con la boca abierta. Entraron
chillando y charlando por los codos. En un momento la sala quedó llena de ellos.
Hormigueaban entre las camas, trepaban por ellas, pasaban por debajo de las mismas, a
gatas, miraban la televisión o hacían muecas a los pacientes.
Linda los asombró y casi los asustó. Un grupo de chiquillos se formó a los pies de su cama,
mirando con la curiosidad estúpida y atemorizada de animales súbitamente enfrentados con lo
desconocido.
— ¡Oh, mirad, mirad! — Hablaban en voz muy alta, asustados—. ¿Qué le pasa? ¿Por qué está
tan gorda?
Nunca hasta entonces habían visto una cara como la de Linda; nunca habían visto más que
caras juveniles y de piel tersa, y cuerpos esbeltos y erguidos. Todos aquellos sexagenarios
moribundos tenían el aspecto de jovencitas. A los cuarenta y cuatro años, Linda parecía, por
contraste, un monstruo de sensibilidad fláccida y deformada.
— ¡Es horrible! — susurraban los pequeños espectadores—. ¡Mirad qué dientes!
De pronto de debajo de la cama surgió un mellizo de cara de torta, entre la silla de John y la
pared, y empezó a mirar de cerca la cara de Linda, sumida en el sueño.
— ¡Vaya … ! — empezó.
Pero su frase acabó prematuramente en un chillido. El Salvaje lo había agarrado por el cuello,
lo había levantado por encima de la silla, y con un buen sopapo en las orejas lo había
despedido lejos, aullando.
Sus gritos atrajeron a la enfermera jefe, que acudió corriendo.
— ¿Qué le ha hecho usted? — preguntó, enfurecida—. No permitiré que pegue a los niños.
— Pues entonces apártelos de esta cama. — La voz del Salvaje temblaba de indignación—.
¿Qué vienen a hacer esos mocosos aquí? ¡Es vergonzoso!
— ¿Vergonzoso? ¿Qué quiere decir? Así les condicionamos ante la muerte. Y le advierto —
prosiguió amenazadoramente— que si vuelve usted a poner obstáculos a su
acondicionamiento, lo haré echar por los porteros.
El Salvaje se levantó y avanzó dos pasos hacia ella. Sus movimientos y la expresión de su
rostro eran tan amenazadores que la enfermera, presa de terror, retrocedió. Haciendo un gran
esfuerzo, John se dominó, y, sin decir palabra, se volvió en redondo y sentósc de nuevo junto a
la cama.
Más tranquila, pero con una dignidad todavía un tanto insegura, la enfermera dijo:
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— Ya le he advertido; de modo que ande con cuidado.
Sin embargo, alejó de la cama a los excesivamente curiosos mellizos y los hizo unirse al juego
del ratón y el gato que una de sus colegas había organizado al otro extrerno de la sala.
La Super-Voz-Wurlitzeriana había aumentado de volumen hasta llegar a un crescendo
sollozante, y de pronto la verbena fue sustituida en el sistema de olores canalizados por un
intenso perfume de pachulí. Linda se estremeció, despertó, miró unos instantes, con expresión
asombrada, a los semifinalistas, levantó el rostro para olfatear una o dos veces el nuevo
perfume que llenaba el aire y de pronto sonrió, con una sonrisa de éxtasis infantil.
— ¡Popé! — murmuró; y cerró los ojos—. ¡Oh, cuánto me gusta, cuánto me gusta …!
Suspiró y se recostó de nuevo en las almohadas.
— Pero, ¡Linda! — imploró el Salvaje— ¿No me conoces?
John sintió una leve presión de la mano en respuesta a la suya. Las lágrimas asomaron a sus
ojos. Se inclinó y la besó. Los labios de Linda se movieron.
— ¡Popé! — susurró de nuevo.
Y John sintió como si le hubiese arrojado a la cara una paleta de basura.
La ira hirvió súbitamente en él. Frustrado por segunda vez, la pasión de su dolor había
encontrado otra salida, se había transformado en una pasión de furor agónico.
— ¡Soy John! — gritó—. ¡Soy John!
Y en la furia dolorida llegó a cogerla por los hombros y a sacudirla.
Lentamente los ojos de Linda se abrieron, y le vio, le vio.
— ¡John!
Pero situó aquel rostro real, aquellas manos reales y violentas en un mundo imaginario, entre
los equivalentes íntimos y privados del pachulí y la Super-Wurlitzer, entre los recuerdos
transfigurados y las sensaciones extrañamente traspuestas que constituían el universo de su
sueño. Sabía que era John, su hijo, pero le veía como un intruso en el Malpaís paradisíaco
donde ella pasaba sus vacaciones de soma con Popé. John estaba enojado porque ella quería
a Popé, la sasudía de aquella manera porque Popé estaba en la cama, con ella, como si en ello
hubiese algo malo, como si no hiciera lo mísmo todo el mundo civilizado.
— Todo el mundo pertenece a…
La voz de Linda murió súbitamente, convirtiéndose en un ronquido casi inaudible— la boca se
le abrió, y Linda hizo un esfuerzo desesperado para llenar de aire sus pulmones. Pero era
como si hubiese olvidado la técnica de la respiración. Intentó gritar y no brotó sonido alguno de
sus labios; sólo el terror impreso en sus ojos abiertos revelaba el grado de su sufrimiento. Se
llevó las manos a la garganta, y después clavó las uñas en el aire, aquel aire que ya no podía
respirar, aquel aire que, para ella, había cesado de existir.
El Salvaje se hallaba de pie y se inclinó hacia ella.
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— ¿Qué te pasa, Linda? ¿Qué tienes?
Su voz tenía un tono de imploración, como si John pudiera ser tranquilizado.
La mirada que Linda le lanzó aparecía cargada de un terror indecible; de terror y, así se lo
pareció a él, de reproche. Linda intentó incorporarse en la cama, pero cayó sobre las
almohadas. Su rostro se deformó horriblemente y sus labios cobraron un intenso color azul.
El Salvaje se volvió y corrió al otro extremo de la sala.
— ¡De prisa! ¡De prisa! — gritó—. ¡De prisa!
De pie en el centro del ruedo de mellizos que jugaban al ratón y al gato, la enfermera jefe se
volvió. El primer impulso de asombro cedió lugar inmediatamente a la desaprobación.
— ¡No grite! ¡Piense en esos niños! — dijo, frunciendo el ceño—. Podría descondicionarles…
Pero ¿qué hace?
John había roto el círculo para penetrar en él. — ¡Cuidado! — gritó la enfermera.
Un niño rompió a llorar.
— ¡De prisa! ¡Corra! — John cogió a la enfermera por un brazo, arrastrándola consigo—.
¡Corra! Ha ocurrido algo. La he matado.
Cuando llegaron al otro extremo de la sala, Linda ya había muerto.
El Salvaje permaneció un momento en un silencio helado, después cayó de hinojos junto a la
cama y, cubriéndose la cara con las manos, sollozó irreprimiblemente.
La enfermera permanecía de pie, indecisa, mirando, ora a la figura arrodillada junto a la cama
(¡escandalosa exhibición!), ora a los mellizos (ipobrecillosi) que habían cesado en su juego y
miraban boquabiertos y con los ojos desorbitados aquella escena repugnante que tenía lugar
en torno de la cama número 20. ¿Debía hablar a aquel hombre? ¿Debía intentar inculcarle el
sentido de la decencia? ¿Debía recordarle dónde se encontraba y el daño que podía causar a
aquellos pobres inocentes? ¡Destruir su condicionamiento ante la muerte con aquella explosión
asquerosa de dolor, como si la muerte fuese algo horrible, como si alguien pudiera llegar a
importar tanto! Ello podía inculcar a aquellos chiquillos ideas desastrosas sobre la muerte,
podía trastornarles e inducirles a reaccionar en forma enteramente errónea, horriblemente
antisocial.
La enfermera, avanzando un paso, tocó a John en el hombro.
— ¿No puede reportarse? — le dijo en voz baja airada.
Pero, mirando a su alrededor, vio que media docena de mellizos se habían levantado ya y se
acercaban a ellos. La enfermera salió apresuradamente al paso de sus alumnos en peligro.
— Vamos, ¿quién quiere una barrita de chocolate? — preguntó en voz alta y alegre.
— ¡Yo! — gritó a coro todo el grupo Bokanovsky.
La cama número 20 había sido olvidada. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío … ! , repetía el
Salvaje para sí, una y otra vez.
122
En el caos del dolor y remordimiento que llenaban su mente, eran las únicas palabras que
lograba articular.
— ¡Dios mío! — susurró en voz alta—. ¡Dios… — Pero ¿qué dice? — preguntó, muy cerca, una
voz clara y aguda, entre los murmullos de la Super-Wulitzer.
El Salvaje se sobresaltó violentamente y, descubriendo su rostro, miró a su alrededor. Cinco
mellizos caqui, cada uno con una larga barrita de chocolate en la mano derecha, sus cinco
rostros idénticos embadurnados de chocolate, formaban círculo a su alrededor, mirándole con
ojos saltones y perrunos.
Las miradas de los cinco mellizos coincidieron con la de John, y los cinco sonrieron
simultáneamente. Uno de ellos señaló la cama con su barrita de chocolate.
— ¿Está muerta? — preguntó.
El Salvaje los miró un momento en silencio. Después, en silencio, se levantó, y en silencio se
dirigió lentamente hacia la puerta.
— ¿Está muerta? — repitió el mellizo curioso, trotando a su lado.
El Salvaje lo miró, y, sin decir palabra, lo apartó de sí de un empujón. El mellizo cayó al suelo e
inmediatamente empezó a chillar. El Salvaje ni siquiera se volvió.
123
CAPlTULO XV
El personal del Hospital de Moribundos de Park Lane estaba constituido por ciento sesenta y
dos Deltas divididos en dos Grupos Bokanovsky de ochenta y cuatro hembras pelirrojas y
setenta y dos mellizos varones, dolicocéfalos y morenos. A las seis de la tarde, cuando
terminaban su jornada de trabajo, los dos grupos se reunían en el vestíbulo del hospital y el
delegado subadministrador les distribuía su ración de soma.
Al salir del ascensor, el Salvaje se encontró en medio de ellos. Pero su mente estaba ausente;
se hallaba con la muerte, con su dolor, con su remordimiento; maquinalmente, sin tener
conciencia de lo que hacía, empezó a abrirse paso a codazos entre la muchedumbre.
— ¡Eh! ¿A quién empujas?
— ¿Adónde te figuras que vas?
Aguda, grave, de una multitud de gargantas separadas sólo dos voces chillaban o gruñían.
Repetidos indefinidamente, como por una serie de espejos, dos rostros, uno de ellos como una
luna barbilampiña, pecosa y aureolada de rojo, y el otro alargado, como una máscara de pico
de ave, con barba de dos días, se volvían enojados a su paso. Sus palabras y los codazos que
recibía en las costillas lograron devolver a John la conciencia del lugar donde se encontraba.
Volvió a despertar a la realidad externa, miró a su alrededor, y reconoció lo que veía; lo
reconoció con una sensación profunda de horror y de asco, como el repetido delirio de sus días
y sus noches, la pesadilla de aquellas semejanzas perfectas, inidentificables, que pululaban por
doquier. Mellizos, mellizos… Como gusanos, habían formado un enjambre profanador sobre el
misterio de la müerte de Linda.
— ¡Reparto de soma ! — gritó una voz—. Con orden, por favor. Venga, de prisa.
Se había abierto una puerta, y alguien instalaba una mesa y una silla en el vestíbulo. La voz
procedía de un dinámico joven Alfa, que había entrado llevando en brazos una pequeña arca
de hierro, negra. Un murmullo de satisfacción brotó de labios de la multitud de mellizos que
esperaban. Inmediatamente olvidaron al Salvaje. Su atención se hallaba ahora enteramente
concentrada en la caja negra que el joven, tras haberla colocado encima de la mesa, la estaba
abriendo. Levantó la tapa.
— ¡Oooh … ! — exclamaron los ciento sesenta y dos Deltas simultáneamente, como si
presenciaran un castillo de fuegos artificiales.
El joven sacó de la caja negra un puñado de cajitas de hojalata.
— Y ahora — dijo el joven, perentoriamente—, acérquense, por favor. Uno por uno, y sin
empujar.
124
Uno por uno, y sin empujar, los mellizos se acercaron a la mesa. Primero dos varones, después
una hembra, después otro varón, después tres hembras, después…
El Salvaje seguía mirando. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! En
su mente, la rítmicas palabras parecían cambiar de tono. Se habían mofado de él a través de
su dolor y su remordimiento, con un horrible matiz de cínica irrisión. Riendo como malos
espíritus, las palabras habían insistido en la abyección y la nauseabunda fealdad de aquella
pesadilla. Y ahora, de pronto, sonaban como un clarín convocando a las armas. ¡Oh,
maravilloso nuevo mundo!
— ¡No empujen! — grito el delegado del subadministrador, enfurecido. Cerró de golpe la tapa
de la caja negraDejaré
de repartir soma si no se portan bien.
Los Deltas rezongaron, se dieron con el codo unos a otros, y al fin permanecieron inmóviles y
en silencio.
La amenaza había sido eficaz. A aquellos seres, la sola idea de verse privados del soma se les
antojaba horrible.
— ¡Eso ya está mejor! — dijo el joven.
Y volvió a abrir la caja.
Linda había sido una esclava; Linda había muerto; otros debían vivir en libertad y el mundo
debía recobrar su belleza. Como una reparación, como un deber que cumplir. De pronto, el
Salvaje vio luminosamente claro lo que debía hacer; fue como si hubiesen abierto de pronto un
postigo o corrido una cortina.
— Vamos — dijo el delegado del subadministrador.
Otra mujer caqui dio un paso al frente. — ¡Basta! — gritó el Salvaje, con sonora y potente
voz—. ¡Basta!
Se abrió paso a codazos hasta la mesa; los Deltas lo miraban asombrados.
— ¡Ford! — dijo el delegado del subadministrador, en voz baja—. ¡Es el Salvaje!
Lo sobrecogió el temor.
— Oídme, por favor — gritó el Salvaje, con entusiasmo—. Prestadme oído… — Nunca había
hablado en público hasta entonces, y le resultaba difícil expresar lo que quería decir—. No
toméis esta sustancia horrible. Es veneno, veneno.
— Bueno, Mr. Salvaje — dijo el delegado del subadministrador, sonriendo amistosamente—.
¿Le importaría que … ?
— Es un veneno tanto para el cuerpo como para el alma.
— Está bien, pero tenga la bondad de permitirme que siga con el reparto. Sea buen muchacho.
— ¡Jamás! — gritó el Salvaje.
— Pero, oiga, amigo…
125
— Tire inmediatamente ese horrible veneno.
Las palabras tire inmediatamente ese veneno se abrieron paso a través de las capas de
incomprensión de los Deltas hasta alcanzar su conciencia. Un murmullo de enojo brotó de la
multitud.
— He venido a traeros la paz — dijo el Salvaje, volviéndose hacia los mellizos—. He venido…
El delegado del subadministrador no oyó más; se había deslizado fuera del vestíbulo y buscaba
un número de la guía telefónica.
— No está en sus habitaciones — resumió Bernard—. Ni en las mías, ni en las tuyas. Ni en el
Aphroditcum; ni en el Centro, ni en la Universidad. ¿Adónde puede haber ido?
Helmholtz se encogió de hombros. Habían vuelto de su trabajo confiando que encontrarían al
Salvaje esperándoles en alguno de sus habituales lugares de reunión; y no había ni rastro del
muchacho. Lo cual era un fastidio, puesto que tenían el proyecto de llegarse hasta Biarritz en el
deporticóptero de cuatro plazas de Helmholtz. Si el Salvaje no aparecía pronto, llegarían tarde
a la cena.
— Le concederemos cinco minutos más — dijo Helmholtz—. Y si entonces no aparece…
El timbre del teléfono lo interrumpió. Descolgó el receptor.
— Diga.
Después, tras unos momentos de escucha, soltó un taco:
— ¡Ford en su carromato! Voy en seguida. — ¿Qué ocurre? — preguntó Bernard. — Era un
tipo del Hospital de Lane Park, al que conozco — dijo Helmholtz—. Dice que el Salvaje está
allá. Al parecer, se ha vuelto loco. En todo caso, es urgente. ¿Me acompañas?
Juntos corrieron por el pasillo hacia el ascensor.
— ¿Cómo puede gustaros ser esclavos? — decía el Salvaje en el momento en que sus dos
amigos entraron en el Hospital—. ¿Cómo puede gustaros ser niños? Sí, niños. Berreando y
haciendo pucheros y vomitando — agregó, insultando, llevado por la exasperación ante su
bestial estupidez, a quienes se proponía salvar.
Los Deltas le miraban con resentimiento.
— ¡Sí, vomitando! — gritó claramente. El dolor y el remordimiento parecían reabsorbidos en un
intenso odio todopoderoso contra aquellos monstruos infrahumanos—. ¿No deseáis ser libres y
ser hombres? ¿Acaso no entendéis siquiera lo que son la humanidad y la libertad? — El furor le
prestaba elocuencia; las palabras acudían fácilmente a sus labios—. ¿No lo entendéis? —
repitió; pero nadie contestó a su pregunta—. Bien, pues entonces — prosiguió, sonriendo— yo
os lo ensefiaré; y os liberaré tanto si queréis como si no.
Y abriendo de par en par la ventana que daba al patio interior del Hospital empezó a arrojar a
puñados las cajitas de tabletas de soma.
Por un momento, la multitud caqui permaneció silenciosa, petrificada, ante el espectáculo de
aquel sacrilegio imperdonable, con asombro y horror.
126
— Está loco — susurró Bernard, con los ojos fuera de las órbitas—. Lo matarán. Lo…
Súbitamente se levantó un clamor de la multitud, y una ola en movimiento avanzó
amenazadoramente hacia el Salvaje.
— ¡Ford le ayude! — dijo Bernard, y apartó los ojos.
— Ford ayuda a quien se ayuda.
Y, soltando una carcajada, una auténtica carcajada de exaltación, Helmholtz Watson se abrió
paso entre la multitud.
— ¡Libres, libres! — gritaba el Salvaje.
Y con una mano seguía arrojando soma por la ventana, mientras con la otra pegaba puñetazos
a las caras gemelas de sus atacantes.
— ¡Libres!
Y vio a Helmholtz a su lado — ¡el bueno de Helmholtz!—, pegando puñetazos también.
— ¡Hombres al fin!
Y, en el intervalo, el Salvaje seguía arrojando puñados de cajitas de tabletas por la ventana
abierta.
— ¡Sí, hombres, hombres!
Hasta que no quedó veneno. Entonces levantó en alto la caja y la mostró, vacía, a la multitud.
— ¡Sois libres!
Aullando, los Deltas cargaron con furor redoblado.
Vacilando, Bernard se dijo: Están perdidos, y llevado por un súbito impulso, corrió hacia delante
para ayudarles; luego lo pensó mejor y se detuvo; después, avergonzado, avanzó otro paso; de
nuevo cambió de parecer y se detuvo, en una agonía de indecisión humillante. Estaba
pensando que sus amigos podían morir asesinados si él no los ayudaba, pero que también él
podía morir si los ayudaba, cuando (¡alabado sea Ford!) hizo irrupción la policía con las
máscaras puestas, que les prestaban el aspecto estrafalario de unos cerdos de ojos saltones.
Bernard corrió a su encuentro, agitando los brazos; aquello era actuar, hacer algo. Gritó
¡Socorro! varias veces, cada vez más fuerte, como para hacerse la ilusión de que ayudaba en
algo:
— ¡Socorro, socorro, socorro!
Los policías lo apartaron de su paso y se lanzaron a su tarea. Tres agentes, que llevaban
sendos aparatos pulverizadores en la espalda, empezaron a esparcir vapores de soma por los
aires. Otros dos se afanaron en torno del Aparato de Música Sintética portátil. Otros cuatro,
armados con sendas pistolas de agua cargadas con un poderoso anestésico, se habían abierto
paso entre la multitud, y derribaban metódicamente, a jeringazos, a los luchadores más
encarnizados.
— ¡Rápido, rápido! — chillaba Bernard—. ¡Les matarán si no se dan prisa! Les… i Oh!
127
Irritado por sus chillidos, uno de los policías le lanzó un disparo de su pistola de agua. Bernard
permaneció unos segundos tambaleándose sobre unas piernas que parecían haber perdido los
huesos, los tendones y los músculos para convertirse en simples columnas de gelatina y al fin
agua pura, y se desplomó en el suelo como un fardo.
Súbitamente, del aparato de Música Sintética surgió una Voz que empezó a hablar. La Voz de
la Razón, la Voz de los Buenos Sentimientos. El rollo de pista sonora soltaba su Discurso
Sintético Anti-Algazaras número 2 (segundo grado). Desde lo más profundo de un corazón no
existente, la Voz clamaba: ¡Amigos míos, amigos míos!, tan patéticamente, con tal entonación
de tierno reproche que, detrás de sus máscaras antigás, hasta, a los policías se les llenaron de
lágrimas los ojos.
— ¿Qué significa eso? — proseguía la Voz—. ¿Por qué no sois felices y no sois buenos los
unos para con los otros, todos juntos? Felices y buenos — repetía la Voz—. En paz, en paz.
— Tembló, descendió hasta convertirse en un susurro y expiró momentáneamente—. ¡Oh,
cuánto deseo veros felices! — empezó de nuevo, con ardor—. ¡Cómo deseo que seáis buenos!
Por favor, sed buenos y…
Dos minutos después, la Voz y el vapor de soma habían producido su efecto. Con los ojos
anegados en lágrimas, los Deltas se besaban y abrazaban mutuamente, media docena de
mellizos en un solo abrazo. Hasta Helmholtz y el Salvaje estaban a punto de llorar. De la
Administración llegó una nueva carga de cajitas de soma; a toda prisa se procedió a repartirlas,
y al son de las bendiciones cariñosas, abaritonadas, de la Voz, los mellizos se dispersaron,
berreando, como si el corazón fuera a hacérseles pedazos.
— Adiós, adiós, mis queridísimos amigos. ¡Ford os salve! Adiós, adiós, mis queridísimos…
Cuando el último Delta hubo salido, el policía desconectó el aparato, y la Voz angélica
enmudeció.
— ¿Seguirán ustedes sin ofrecer resistencia? — preguntó el sargento—. ¿O tendré que
anestesiarles?
Y levantó amenazadoramente su pistola de agua.
— No ofreceremos resistencia — contestó el Salvaje, secándose alternativamente la sangre
que brotaba de un corte que tenía en los labios, de un arañazo en el cuello y de un mordisco en
la mano izquierda.
Sin retirar el pañuelo de la nariz, que sangraba en abundancia, Helmholtz asintió con la cabeza.
Bernard acababa de despertar, y, tras comprobar que había recobrado el movimiento de las
piernas, eligió aquel momento para intentar escabullirse sin llamar la atención.
— ¡Eh, usted! — gritó el sargento.
Y un policía, con su máscara porcina, cruzó corriendo la sala y puso una mano en el hombro
del joven.
Bernard se volvió, procurando asumir una expresión de inocencia indignada. ¿Que él
escapaba? Ni siquiera lo había soñado.
— Aunque no acierto a imaginar qué puede desear de mí — dijo al sargento.
128
— Usted es amigo de los prisioneros, ¿no es cierto?
— Bueno… — dijo Bernard; y vaciló. No, no podía negarlo—. ¿Por qué no había de serlo? —
preguntó.
— Pues sígame — dijo el sargento.
Y abrió la marcha hacia la puerta y hacia el coche celular que esperaba ante la misma.
129
CAPITULO XVI
Los hicieron entrar en el despacho del Interventor.
— Su Fordería bajará en seguida — dijo el mayordomo Gamma.
Y los dejó solos.
Helmoltz se echó a reír.
— Esto parece más una recepción social que un juicio — dijo. Y se dejó caer en el más
confortable de los sillones neumáticos—. Ánimo, Bernard — agregó, al advertir el rostro
preocupado de su amigo.
Pero Bernard no quería animarse; sin contestar, sin mirar siquiera a Helmholtz, se sentó en la
silla más incómoda de la estancia, elegida cuidadosamente con la oscura esperanza de aplacar
así las iras de los altos poderes.
Entretanto, el Salvaje no cesaba de agitarse; iba de un lado para otro del despacho,
curioseándolo todo, sin demasiado interés: los libros de los estantes, los rollos de cinta sonora
y las bobinas de las máquinas de leer colocadas en sus orificios numerados. Encima de la
mesa, junto a la ventana, había un grueso volumen encuadernado en sucedáneo de piel negra,
en cuya tapa aparecía una T muy grande estampada en oro. John lo cogió y lo abrió. Mi vida y
mi obra, por Nuestro Ford.
El libro había sido publicado en Detroit por la Sociedad para la Propagación del Conocimiento
Fordiano. Distraídamente, lo ojeó, leyendo una frase acá y un párrafo acullá, y apenas había
llegado a la conclusión de que el libro no le interesaba cuando la puerta se abrió, y el
interventor Mundial Residente para la Europa Occidental entró en la estancia, con paso vivo.
Mustafá Mond estrechó la mano a los tres hombres; pero se dirigió al Salvaje:
— De modo que nuestra civilización no le gusta mucho, Mr. Salvaje — dijo.
El Salvaje lo miró. Previamente, había tomado la decisión de mentir, de bravuconear o de
guardar un silencio obstinado. Pero, tranquilizado por la expresión comprensiva y de buen
humor del Interventor, decidió decir la verdad, honradamente:
— No.
Y movió la cabeza.
Bernard se sobresaltó y lo miró, horrorizado. ¿Qué pensaría el Interventor? Ser etiquetado
como amigo de un hombre que decía que no le gustaba la civilización — que lo decía
abiertamente y nada menos que al propio Interventorera algo terrible.
130
— Pero, John… — empezó.
Una mirada de Mustafá Mond lo redujo a un silencio abyecto.
— Desde luego — prosiguió el Salvaje—, admito que hay algunas cosas excelentes. Toda esta
música en el aire, por ejemplo…
— A veces un millar de instrumentos sonoros zumban en mis oídos; otros veces son voces …
El rostro del Salvaje se iluminó con súbito placer.
— ¿También usted lo ha leído? — preguntó—. Yo creía que aquí, en Inglaterra, nadie conocía
este libro.
— Casi nadie. Yo soy uno de los poquísimos. Está prohibido, ¿comprende? Pero como yo soy
quien hace las leyes, también puedo quebrantarlas. Con impunidad, Mr. Marx — agregó,
volviéndose hacia Bernard—, cosa que me temo usted no pueda hacer.
Bernard se hundió todavía más en su desdicha.
— Pero, ¿por qué está prohibido? — preguntó el Salvaje.
En la excitación que le producía el hecho de conocer a un hombre que había leído a
Shakespeare, había olvidado momentáneamente todo lo demás.
El Interventor se encogió de hombros. — Porque es antiguo; ésta es la razón principal. Aquí las
cosas antiguas no nos son útiles.
— ¿Aunque sean bellas?
— Especialmente cuando son bellas. La belleza ejerce una atracción, y nosotros no queremos
que la gente se sienta atraída por cosas antiguas. Queremos que les gusten las nuevas.
— ¡Pero si las nuevas son horribles, estúpidas! ¡Esas películas en las que sólo salen
helicópteros y el público siente cómo los actores se besan! — John hizo una mueca—.
¡Cabrones y monos! Sólo en estas palabras de Otelo encontraba el vehículo adecuado para
expresar su desprecio y su odio.
— En todo caso, animales inofensivos — murmuró el Interventor, a modo de paréntesis.
— ¿Por qué, en lugar de esto, no les permite leer Otelo?
— Ya se lo he dicho: es antiguo. Además, no lo entenderían.
Sí, esto era cierto. John recordó cómo se había reído Helmholtz ante la lectura de Romeo y
Julieta.
— Bueno, pues entonces — dijo tras una pausa—, algo nuevo que sea por el estilo de Otelo y
que ellos puedan comprender.
— Esto es lo que todos hemos estado deseando escribir — dijo Helmholtz, rompiendo su
prolongado silencio.
— Y esto es lo que ustedes nunca escribirán — dijo el Interventor—. Porque si fuese algo
parecido a Otelo, nadie lo entendería, por más nuevo que fuese. Y si fuese nuevo, no podría
parecerse a Otelo.
131
— ¿Por qué no?
— Sí, ¿por qué no? — repitió Helmholtz.
También él olvidaba las desagradables realidades de la situación. Lívido de ansiedad y de
miedo, sólo Bernard las recordaba; pero los demás le ignoraban.
— ¿Por qué no?
— Porque nuestro mundo no es el mundo de Otelo. No se pueden fabricar coches sin acero; y
no se pueden crear tragedias sin inestabilidad social. Actualmente el mundo es estable. La
gente es feliz; tiene lo que desea, y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto; está a
salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni
madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores excesivamente fuertes. Nuestros
hombres están condicionados de modo que apenas pueden obrar de otro modo que como
deben obrar. Y si algo marcha mal, siempre queda el soma. El soma que usted arroja por la
ventana en nombre de la libertad, Mr. Salvaje. ¡La libertad! — El Interventor soltó una
carcajada—. ¡Suponer que los Deltas pueden saber lo que es la libertad! ¡Y que puedan
entender Otelo! Pero, ¡muchacho!
El Salvaje guardó silencio un momento.
— Sin embargo — insistió obstinadamente—, Otelo es bueno, Otelo es mejor que esos filmes
del sensorama.
— Claro que sí — convino el Interventor—. Pero éste es el precio que debemos pagar por la
estabilidad. Hay que elegir entre la felicidad y lo que la gente llamaba arte puro. Nosotros
hemos sacrificado el arte puro.
Y en su lugar hemos puesto el sensorama y el órgano de perfumes.
— Pero no tienen ningún mensaje.
— El mensaje de lo que son; el mensaje de una gran cantidad de sensaciones agradables para
el público.
— Los argumentos han sido escritos por algún idiota.
El Interventor se echó a reír.
— No es usted muy amable con su amigo Mr. Watson, uno de nuestros más distinguidos
ingenieros de emociones.
— Tiene toda la razón — dijo Helmholtz, sombríamente—. Porque todo esto son idioteces.
Escribir cuando no se tiene nada que decir…
— Exacto. Pero ello exige un ingenio enorme. Usted logra fabricar coches con un mínimo de
acero, obras de arte a base de poco más que puras sensaciones.
El Salvaje movió la cabeza.
— A mí todo esto me parece horrendo.
132
— Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las
compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho,
tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una
buena lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la tentación o contra
una pasón fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza.
— Supongo que no — dijo el Salvaje, después de un silencio—. Pero ¿es preciso llegar a
cosas tan horribles como esos mellizos? ¡Son horribles!
— Pero muy útiles. Ya veo que no le gustan nuestros Grupos de Bokanovski; pero le aseguro
que son los cimientos sobre los cuales descansa todo lo demás. Son el giróscopo que
estabiliza el avióncohete del Estado en su incontenible carrera.
— Más de una vez me he preguntado — dijo el Salvaje— por qué producen seres como éstos,
siendo así que pueden fabricarlos a su gusto en esos espantosos frascos. ¿Por qué, si se
puede conseguir, no se limitan a fabricar Alfas-Doble-Más?
Mustafá Mond se echó a reír.
— Porque no queremos que nos rebanen el pescuezo — contestó—. Nosotros creemos en la
felicidad y la estabilidad. Una sociedad de Alfas no podría menos de ser inestable y
desdichada. Imagine una fábrica cuyo personal estuviese constituido íntegramente por Alfas, es
decir, por seres individuales no relacionados de modo que sean capaces, dentro de ciertos
límites, de elegir y asumir responsabilidad. ¡Imagíneselo!
— repitió.
El Salvaje intentó imaginarlo, pero no pudo conseguirlo.
— Es un absurdo. Un hombre decantado como Alfa, condicionado como Alfa, se volvería loco
si tuviera que hacer el trabajo de un semienano Epsilon; o se volvería loco o empezaría a
destrozarlo todo. Los Alfas pueden ser socializados totalmente, pero sólo a condición de que se
les confíe un trabajo propio de los Alfas. Sólo de un Epsilon puede esperarse que haga
sacrificios Epsilon, por la sencilla razón de que para él no son sacrificios; se hallan en la línea
de mcnor resistencia. Su condicionamiento ha tendido unos raíles por los cuales debe correr.
No puede evitarlo; está condenado a ello de antemano. Aún después de su decantación
permanece dentro de un frasco: un frasco invisible, de fijaciones infantiles y embrionarias. Claro
que todos nosotros — prosiguió el Interventor, meditabundo— vivimos en el interior de un
frasco. Mas para los Alfas, los frascos, relativamente hablando, son enormes. Nosotros
sufriríamos horriblemente si fuésemos confinados en un espacio más estrecho. No se puede
verter sucedáneo de champaña de las clases altas en los frascos de las castas bajas. Ello es
evidente, ya en teoría. Pero, además, fue comprobado en la práctica. El resultado del
experimento de Chipre fue concluyente.
— ¿En qué consistió? — preguntó el Salvaje.
Mustafá Mond sonrió.
— Bueno, si usted quiere, puede llamarlo un experimento de reenvasado. Se inició en el año 73
d.F. Los Interventores limpiaron la isla de Chipre de todos sus habitantes anteriores y la
colonizaron de nuevo con una hornada especialmente preparada de veintidós mil Alfas. Se les
otorgó toda clase de utillaje agrícola e industrial y se les dejó que se las arreglaran por sí
mismos. El resultado cumplió exactamente todas las previsiones teóricas. La tierra no fue
133
trabajada como se debía; había huelgas en las fábricas, las leyes no se cumplían, las órdenes
no se obedecían; las personas destinadas a trabajos inferiores intrigaban constantemente por
conseguir altos empleos, y las que ocupaban estos cargos intrigaban a su vez para mantenerse
en ellos a toda costa. Al cabo de seis años se enzarzaron en una auténtica guerra civil. Cuando
ya habían muerto diecinueve mil de los veintidós mil habitantes, los supervivientes,
unánimemente, pidieron a los Interventores Mundiales que volvieran a asumir el gobierno de la
isla, cosa que éstos hicieron. Y así acabó la única sociedad de Alfas que ha existido en el
mundo.
El Salvaje suspiró profundamente.
— La población óptima — dijo Mustafá Monds— es la que se parece a los icebergs: ocho
novenas partes por debajo de la línea de flotación, y una novena parte por encima.
— ¿Y son felices los que se encuentran por debajo de la línea de flotación?
— Más felices que los que se encuentran por encima de ella. Más felices que sus dos amigos,
por ejemplo.
Y señalo a Helmholtz y a Bernard.
— ¿A pesar de su horrible trabajo?
— ¿Horrible? A ellos no se lo parece. Al contrario, les gusta. Es ligero, sencillo, infantil. Siete
horas y media de trabajo suave, que no agota, y después la ración de soma, los juegos, la
copulación sin restricciones y el sensorama. ¿Qué más pueden pedir? Sí, ciertamente —
agregó—, pueden pedir menos horas de trabajo. Y, desde luego, podríamos concedérselo.
Técnicamente, sería muy fácil reducir la jornada de los trabajadores de castas inferiores a tres
o cuatro horas. Pero ¿serían más felices así? No, no lo serían. El experimento se llevó a cabo
hace más de siglo y medio. En toda Irlanda se implantó la jornada de cuatro horas. ¿Cuál fue el
resultado? Inquietud y un gran aumento en el consumo de soma; nada más. Aquellas tres
horas y media extras de ocio no resultaron, ni mucho menos, una fuente de felicidad; la gente
se sentía inducida a tomarse vacaciones para librarse de ellas. La Oficina de Inventos — está
atestada de planes para implantar métodos de reducción y ahorro de trabajo. Miles de ellos. —
Mustafá hizo un amplio ademán—. ¿Por qué no los ponemos en obra? Por el bien de los
trabajadores; sería una crueldad atormentarles con más horas de asueto. Lo mismo ocurre con
la agricultura. Si quisiéramos, podríamos producir sintéticamente todos los comestibles. Pero
no queremos. Preferimos mantener a un tercio de la población a base de lo que producen los
campos. Por su propio bien, porque ocupa más tiempo extraer productos comestibles del
campo que de una fábrica. Además, debemos pensar en nuestra estabilidad. No deseamos
cambios. Todo cambio constituye una amenaza para la estabilidad. Ésta es otra razón por la
cual somos tan remisos en aplicar nuevos inventos. Todo descubrimiento de las ciencias puras
es potencialmente subversivo; incluso hasta a la ciencia debemos tratar a veces como un
enemigo. Sí, hasta a la ciencia.
— ¿Cómo? — dijo Helmholtz, asombrado—. ¡Pero si constantemente decimos que la ciencia lo
es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!
— Tres veces por semana entre los trece años y los diecisiete — dijo Bernard.
— Y toda la propaganda en favor de la ciencia que hacemos en la Escuela…
134
— Sí, pero ¿qué clase de ciencia? — preguntó Mustafá Mond, con sarcasmo—. Ustedes no
tienen una formación científica, y, por consiguiente, no pueden juzgar. Yo, en mis tiempos, fui
un físico muy bueno. Demasiado bueno: lo bastante para comprender que toda nuestra ciencia
no es más que un libro de cocina, con una teoría ortodoxa sobre el arte de cocinar que nadie
puede poner en duda, y una lista de recetas a la cual no debe añadirse ni una sola sin un
permiso especial del jefe de cocina. Yo soy actualmente el jefe de cocina. Pero antes fui un
joven e inquisitivo pinche de cocina. Y empecé a hacer algunos guisados por mi propia cuenta.
Cocina heterodoxo, cocina iícita. En realidad, un poco de auténtica ciencia.
Mustafá Mond guardó silencio.
— ¿Y qué pasó? — preguntó Helmholtz Watson.
El Interventor suspiró.
— Casi me ocurrió lo que va a ocurrirles a ustedes, jovencitos. Poco faltó para que me enviaran
a una isla.
Estas palabras galvanizaron a Bernard, quien entró súbitamente en violenta actividad.
— ¿Que van a enviarme a mí a una isla?
Saltó de su asiento, cruzó el despacho a toda prisa y se detuvo, gesticulando, ante el
Interventor.
— Usted no puede desterrarme a mí. Yo no he hecho nada. Fueron los otros. Juro que fueron
los otros.
— Y señaló acusadoramente a Helmholtz y al Salvaje—. ¡Por favor, no me envíe a Islandia!
Prometo que haré todo lo que quieran. Déme otra oportunidad. — Empezó a llorar—. Le digo
que la culpa es de ellos — sollozó—. ¡A Islandia, no! Por favor, Su Fordería, por favor…
Y en un paroxismo de abyección cayó de rodillas ante el Interventor.
Mustafá Mond intentó obligarle a levantarse; pero Bernard insistía en su actitud rastrera; el flujo
de sus palabras manaba, inagotable. Al fin, el Interventor tuvo que llamar a su cuarto
secretario.
— Trae tres hombres — ordenó—, y que lleven a Mr. Marx a un dormitorio. Que le administren
una buena vaporización de soma y luego lo acuesten y le dejen solo.
El cuarto secretario salió y volvió con tres criados mellizos, de uniforme verde. Gritando y
sollozando todavía, Bernard fue sacado del despacho.
— Cualquiera diría que van a degollarle — dijo el Interventor, cuando la puerta se hubo
cerrado—. En realidad, si tuviera un poco de sentido común, comprendería que este castigo es
más bien una recompensa. Le enviarán a una isla. Es decir, le enviarán a un lugar donde
conocerá al grupo de hombres y mujeres más interesantes que cabe encontrar en el mundo.
Todos ellos personas que, por una razón u otra, han adquirido excesiva consciencia de su
propia individualidad para poder vivir en comunidad. Todas las personas que no se conforman
con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra, personas que son alguien. Casi le
envidio, Mr. Watson.
Helmholtz se echó a reír.
135
— Entonces, ¿por qué no está también usted en una isla?
— Porque, a fin de cuentas, preferí esto — contestó el Interventor—. Me dieron a elegir o me
enviaban a una isla, donde hubiese podido seguir con mi ciencia pura, o me incorporaban al
Consejo del Interventor, con la perspectiva de llegar en su día a ocupar el cargo de tal. Me
decidí por esto último, y abandoné la ciencia. — Tras un breve silencio agregó-: De vez en
cuando echo mucho de menos la ciencia. La felicidad es un patrón muy duro, especialmente la
felicidad de los demás. Un patrón mucho más severo, si uno no ha sido condicionado para
aceptarla, que la verdad. — Suspiró, recayó en el silencio y después prosiguió, en tono más
vivaz-: Bueno, el deber es el deber. No cabe prestar oído a las propias preferencias. Me
interesa la verdad. Amo la ciencia. Pero la verdad es una amenaza, y la ciencia un peligro
público. Tan peligroso como benéfico ha sido. Nos ha proporcionado el equilibrio más estable
de la historia. El equilibrio de China fue ridículamente inseguro en comparación con el nuestro;
ni siquiera el de los antiguos matriarcados fue tan firme como el nuestro. Gracias, repito, a la
ciencia. Pero no podemos permitir que la ciencia destruya su propia obra. Por esto limitamos
tan escrupulosamente el alcance de sus investigaciones; por esto estuve a punto de ser
enviado a una isla. Sólo le permitimos tratar de los problemas más inmediatos del momento.
Todas las demás investigaciones son condenadas a morir en ciernes. Es curioso — prosiguió
tras breve pausa— leer lo que la gente que vivía en los tiempos de Nuestro Ford escribía
acerca del progreso científico. Al parecer, creían que se podía permitir que siguiera
desarrollándose indefinidamente, sin tener en cuenta nada más. El conocimiento era el bien
supremo, la verdad el máximo valor; todo lo demás era secundario y subordinado. Cierto que
las ideas ya empezaban a cambiar aun entonces. Nuestro Ford mismo hizo mucho por
trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la comodidad y la felicidad. La producción en
masa exigía este cambio fundamental de ideas. La felicidad universal mantiene en marcha
constante las ruedas, los engranajes; la verdad y la belleza, no. Y, desde luego, siempre que
las masas alcanzaban el poder político, lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la
belleza. A pesar de todo, todavía se permitía la investigación científica sin restricciones. La
gente seguía hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes supremos. Hasta
que llegó la Guerra de los Nueve Años. Esto les hizo cambiar de estribillo. ¿De qué sirven la
verdad, la belleza o el conocimiento cuando las bombas de ántrax llueven del cielo? Después
de la Guerra de los Nueve Años se empezó a poner coto a la ciencia. A la sazón, la gente ya
estaba dispuesta hasta a que pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa con tal de
tener paz. Y desde entonces no ha cesado el control. La verdad ha salido perjudicada, desde
luego. Pero no la felicidad. Las cosas hay que pagarlas. La felicidad tenía su precio. Y usted
tendrá que pagarlo, Mr. Watson; tendrá que pagar porque le interesaba demasiado la belleza. A
mí me interesaba demasiado la verdad; y tuve que pagar también.
— Pero usted no fue a una isla — dijo el Salvaje, rompiendo un largo silencio.
— Así es como pagué yo. Eligiendo servir a la felicidad. La de los demás, no la mía. Es una
suerte — agregó tras una pausa— que haya tantas islas en el mundo. No sé cómo nos las
arreglaríamos sin ellas. Supongo que los llevaríamos a la cámara letal. A propósito, Mr.
Watson, ¿le gustaría un clima tropical? ¿Las Marquesas, por ejemplo? ¿O Samoa? ¿Acaso
algo más tónico?
Helmholtz se levantó de su sillón neumático. — Me gustaría un clima pésimo — contestó—.
Creo que se debe de escribir mejor si el clima es malo. Si hay mucho viento y tormentas, por
ejemplo…
El Interventor asintió con la cabeza.
136
— Me gusta su espíritu, Mr. Watson. Me gusta muchísimo, de verdad. Tanto como lo
desapruebo oficialmente. — Sonrió—. ¿Qué le parecen las islas Falkland?
— Sí, creo que me servirán — contestó Helmholtz—. Y ahora, si no le importa, iré a ver qué tal
sigue el pobre Bernard.
137
CAPITULO XVII
— Arte, ciencia… Creo que han pagado ustedes un precio muy elevado por su felicidad — dijo
el Salvaje, cuando quedaron a solas—. ¿Algo más, acaso?
— Pues… la religión, desde luego — contestó el Interventor—. Antes de la Guerra de los Nueve
Años había una cosa llamada… Dios. Perdón, se me olvidaba: usted está perfectamente
informado acerca de Dios, supongo.
— Bueno…
El Salvaje vaciló. Le hubiese gustado decir algo de la soledad, de la noche, de la altiplanicie
extendiéndose, pálida, bajo la luna, del precipicio, de la zambullida en la oscuridad, de la
muerte. Le hubiese gustado hablar de todo ello; pero no existían palabras adecuadas. Ni
siquiera en Shakespeare.
El Interventor, entretanto, hablase dirigido al otro extremo de la estancia, y abría una enorme
caja de caudales empotrada en la pared, entre los estantes de libros. La pesada puerta se
abrió. Buscando en la penumbra de su interior, el Interventor dijo:
— Es un tema que siempre me ha interesado mucho. — Sacó de la caja un grueso volumen
negro—. Supongo que usted no ha leído esto, por ejemplo.
El Salvaje cogió el libro.
— La Sagrada Biblia, con el Antiguo y el Nuevo Testamento — leyó en voz alta.
— Ni esto.
Era un libro pequeño, sin tapas.
— La Imitación de Cristo.
— Ni esto.
Y le ofreció otro volumen.
— Las Variedades de la experiencia Religiosa, deWilliam James.
— Y aún tengo muchos más — prosiguió Mustafá Mond, volviendo a sentarse—. Toda una
colección de antiguos libros pornográficos. Dios en el arca y Ford en los estantes.
Y señaló, riendo, su biblioteca oficial, los estantes llenos de libros, las hileras de carretes y
rollos de cintas sonoras.
138
— Pero si usted conoce a Dios, ¿por qué no se lo dice a los demás? — preguntó el Salvaje,
indignado—. ¿Por qué no les da a leer estos libros que tratan de Dios?
— Por la misma razón por la que no les dejo leer Otelo: son antiguos; tratan del Dios de hace
cientos de años. No del Dios de ahora.
— Pero Dios no cambia. — Los hombres, sí.
— Y ello, ¿produce alguna diferencia?
— Una diferencia fundamental — dijo Mustafá Mond. Volvió a levantarse y se acercó al arca—.
Existió un hombre que se llamaba cardenal Newman — dijo—. Un cardenal — explicó a modo
de paréntesis— era una especie de Archichantre Comunal.
— Yo, Pandulfo, cardenal de Ia bella Milán.
He leído acerca de ellos en Shakespeare.
— Desde luego. Bien, como le decía, existió un hombre que se llamaba cardenal Newman. ¡Ah,
aquí está el libro! — Lo sacó del arca—. Y puesto que me viene a mano, sacaré también este
otro. Es de un hombre que se llamó Maine de Biran. Fue un filósofo, suponiendo que usted
sepa qué era un filósofo.
— Un hombre que sueña en menos cosas de las que hay en los cielos y en la tierra — dijo el
Salvaje inmediatamente.
— Exacto. Después, leeré una de las cosas en que este filósofo soñó. De momento, escuche lo
que decía ese antiguo Archichantre Comunal. — Abrió el libro por el punto marcado con un
trozo de papel y empezó a leer—. No somos más nuestros de lo que es nuestro lo que
poseemos. No nos hicimos a nosotros mismos, no podemos ser superiores de nosotros
mismos. No somos nuestros propios dueños. Somos propiedad de Dios. ¿No consiste nuestra
felicidad en ver así las cosas? ¿Existe alguna felicidad o algún consuelo en creer que somos
nuestros? Es posible que los jóvenes y los prósperos piensen así. Es posible que éstos piensen
que es una gran cosa hacerlo según su voluntad, como ellos suponen, no depender de nadie,
no tener que pensar en nada invisible, ahorrarse el fastidio de tener que reconocer
continuamente, de tener que rezar continuamente, de tener que referir continuamente todo lo
que hacen a la voluntad de otro. Pero a medida que pase el tiempo, éstos, como todos los
hombres, descubrirán que la independencia no fue hecha para el hombre que es un estado
antinatural, que puede sostenerse por un momento, pero no puede llevarnos a salvo hasta el fin
… — Mustafá Mond hizo una pausa, dejó el primer libro y, cogiendo el otro, volvió unas páginas
del mismo—. Vea esto, por ejemplo — dijo; y con su voz profunda empezó a leer de nuevo—.
Un hombre envejece; siente en sí mismo esa sensación radical de debilidad, de fatiga, de
malestar, que acompaña a la edad avanzada; y, sintiendo esto, imagina que, simplemente, está
enfermo, engaña sus temores con la idea de que su desagradable estado obedece a alguna
causa particular, de la cual, como de una enfermedad, espera rehacerse. ¡Vaya imaginaciones!
Esta enfermedad es la vejez; y es una enfermedad terrible. Dicen que el temor a la muerte y a
lo que sigue a la muerte es lo que induce a los hombres a entregarse a la religión cuando
envejecen. Pero mi propia experiencia me ha convencido de que, aparte tales terrores e
imaginaciones, el sentimiento religioso tiende a desarrollarse a medida que la imaginación y los
sentidos se excitan menos y son menos excitables, nuestra razón halla menos obstáculos en
su labor, se ve menos ofuscada por las lágrimas; los deseos y las distracciones en que solía
absorberse; por lo cual Dios emerge como desde detrás de una nube; nuestra alma siente, ve,
se vuelve hacia el manantial de toda luz; se vuelve, natural e inevitablemente, hacia ella;
139
porque ahora que todo lo que daba al mundo de las sensaciones su vida y su encanto ha
empezado a alejarse de nosotros, ahora que la existencia fenoménica ha dejado de apoyarse
en impresiones interiores o exteriores, sentimos la necesidad de apoyarnos en algo
permanente, en algo que nunca pueda fallarnos, en una realidad, en una verdad absoluta e
imperecedera. Sí, inevitablemente nos volvemos hacia Dios; porque este sentimiento religioso
es por naturaleza tan puro, tan delicioso para el alma que lo experimenta, que nos compensa
de todas las demás pérdidas. — Mustafá Mond cerró el libro y se arrellanó en su asiento—.
Una de tantas cosas del cielo y de la tierra en las que esos filósofos no soñaron fue esto — e
hizo un amplio ademán con la mano-: nosotros, el mundo moderno. Sólo podéis ser
independientes de Dios mientras conservéis la juventud y la prosperidad; la independencia no
os llevará a salvo hasta el final. Bien, el caso es que actualmente podemos conservar y
conservarnos la juventud y la prosperidad hasta el final. ¿Qué se siaue de ello? Evidentemente,
que podemos ser independientes de Dios. El sentimiento religioso nos compensa de todas las
demás pérdidas. Pero es que nosotros no sufrimos pérdida alguna que debamos compensar;
por tanto, el sentimiento religioso resulta superfluo. ¿Por qué deberíamos correr en busca de
un sucedáneo para los deseos juveniles, si los deseos juveniles nunca cejan? ¿Para qué un
sucedáneo para las diversiones, si seguimos gozando de las viejas tonterías hasta el último
momento? ¿Qué necesidad tenemos de reposo cuando nuestras mentes y nuestros cuerpos
siguen deleitándose en la actividad? ¿Qué consuelo necesitamos, puesto que tenemos soma?
¿Para qué buscar algo inamovible, si ya tenemos el orden social?
— Entonces, ¿usted cree que Dios no existe? — preguntó el Salvaje.
— No, yo creo que probablemente existe un dios.
— Entonces, ¿por qué … ?
Mustafá Mond le interrumpió.
— Pero un dios que se manifiesta de manera diferente a hombres diferentes. En los tiempos
premodernos se manifestó como el ser descrito en estos libros. Actualmente…
— ¿Cómo se manifiesta actualmente? — preguntó el Salvaje.
— Bueno, se manifiesta como una ausencia; como si no existiera en absoluto.
— Esto es culpa de ustedes.
— Llámelo culpa de la civilización. Dios no es compatible con el maquinismo, la medicina
científica y la felicidad universal. Es preciso elegir. Nuestra civilización ha elegido el
maquinismo, la medicina y la felicidad. Por esto tengo que guardar estos libros encerrados en
el arca de seguridad. Resultan indecentes. La gente quedaría asqueada si…
El Salvaje le interrumpió.
— Pero, ¿no es natural sentir que hay un Dios? — Pero la gente ahora nunca está sola — dijo
Mustafá Mond—. La inducimos a odiar la soledad; disponemos sus vidas de modo que casi les
es imposible estar solos alguna vez.
El Salvaje asintió sombríamente. En Malpaís había sufrido porque lo habían aislado de las
actividades comunales del pueblo; en el Londres civilizado sufría porque nunca lograba
escapar a las actividades comunales, nunca podía estar completamente solo.
140
— ¿Recuerda aquel fragmento de El Rey Lear? — dijo el Salvaje, al fin-: Los dioses son justos,
y convierten nuestros vicios de placer en instrumentos con que castigarnos; el lugar abyecto y
sombrío donde te concibió le costó los ojos, y Edmundo contesta, recuérdelo, cuando está
herido, agonizante: Has dicho la verdad; es cierto. La rueda ha dado la vuelta entera; aquí
estoy. ¿Qué me dice de esto? ¿No parece que exista un Dios que dispone las cosas, que
castiga, que premia?
— ¿Sí? — preguntó el Interventor a su vez—. Puede usted permitirse todos los pecados
agradables que quiera con una neutra sin correr el riesgo de que le saque los ojos la amante de
su hija. La rueda ha dado una vuelta entera; aquí estoy. Pero, ¿dónde estaría Edmundo
actualmente? Estaría sentado en una butaca neumática, ciñendo con un brazo la cintura de
una chica, mascando un chiclé de hormonas sexuales y contemplando el sensorama. Los
dioses son justos. Sin duda. Pero su código legal es dictado, en última instancia, por las
personas que organizan la sociedad. La Providencia recibe órdenes de los hombres.
— ¿Está seguro de ello? — preguntó el Salvaje—. ¿Está completamente seguro de que
Edmundo, en su butaca neumática, no ha sido castigado tan duramente como el herido que se
desangra hasta morir? Los dioses son justos. ¿Acaso no han empleado estos vicios de placer
como instrumento para degradarle?
— ¿Degradarle de qué posición? En su calidad de ciudadano feliz, trabajador y consumidor de
bienes, es perfecto. Desde luego, si usted elige como punto de referencia otro distinto del
nuestro, tal vez pueda decir que ha sido degradado. Pero debe usted seguir fiel a un mismo
juego de postulados. No puede jugar al Golf Electromagnético siguiendo el reglamento de
Pelota Centrífuga.
— Pero el valor no reside en la voluntad particular — dijo el Salvaje—. Conservar su estima y
su dignidad en cuanto que es tan precioso en sí mismo como a los ojos del tasador.
— Vamos, vamos — protestó Mustafá Mond—. ¿No le parece que esto es ya ir demasiado
lejos? — Si ustedes se permitieran pensar en Dios, no se permitirían a sí mismo dejarse
degradar por los vicios agradables.
Tendrían una razón para soportar las cosas con paciencia, y para realizar muchas cosas valor.
He podido verlo así en los indios.
— No lo dudo — dijo Mustafá Mond—. Pero nosotros no somos indios. Un hombre civilizado no
tiene ninguna necesidad de soportar nada que sea seriamente desagradable. En cuanto a
realizar cosas, Ford no quiere que tal idea penetre en la mente del hombre civilizado. Si los
hombres empezaran a obrar por su cuenta, todo el orden social sería trastornado.
— ¿Y en qué queda, entonces, la autonegación?
Si ustedes tuvieran un Dios, tendrían una razón para la autonegación.
— Pero la civilización industrial sólo es posible cuando no existe autonegación. Es precisa la
autosatisfacción hasta los límites impuestos por la higiene y la economía. De otro modo las
ruedas dejarían de girar.
— ¡Tendrían ustedes una razón para la castidad! — dijo el Salvaje, sonrojándose ligeramente
al pronunciar estas palabras.
141
— Pero la castidad entraña la pasión, la castidad entraña la neurastenia. Y la pasión y la
neurastenia entrañan la inestabilidad. Y la inestabilidad, a su vez, el fin de la civilización. Una
civilización no puede ser duradera sin gran cantidad de vicios agradables.
— Pero Dios es la razón que justifica todo lo que es noble, bello y heroico. Si ustedes tuvieran
un Dios…
— Mi joven y querido amigo — dijo Mustafá Mond—, la civilización no tiene ninguna necesidad
de nobleza ni de heroísmo. Ambas cosas son síntomas de ineficacia política. En una sociedad
debidamente organizada como la nuestra, nadie tiene la menor oportunidad de comportarse
noble y heroicamente. Las condiciones deben hacerse del todo inestables antes de que surja
tal oportunidad. Donde hay guerras, donde hay una dualidad de lealtades, donde hay
tentaciones que resistir, objetos de amor por los cuales luchar o que defender, allá, es evidente,
la nobleza y el heroísmo tienen algún sentido. Pero actualmente no hay guerras. Se toman
todas las precauciones posibles para evitar que cualquiera pueda amar demasiado a otra
persona.
No existe la posibihdad de elegir entre dos lealtades o fidelidades; todos están condicionados
de modo que no pueden hacer otra cosa más que lo que deben hacer. Y lo que uno debe hacer
resulta tan agradable, se permite el libre juego de tantos impulsos naturales, que realmente no
existen tentaciones que uno deba resistir. Y si alguna vez, por algún desafortunado azar,
ocurriera algo desagradable, bueno, siempre hay el soma, que puede ofrecernos unas
vacaciones de la realidad. Y siempre hay el soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos
con nuestros enemigos, para hacernos pacientes y sufridos. En el pasado, tales cosas sólo
podían conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo de muchos años de duro
entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres tabletas de medio gramo, y listo.
Actualmente, cualquiera puede ser virtuoso. Uno puede llevar al menos la mitad de su
moralidad en el bolsillo, dentro de un frasco. El cristianismo sin lágrimas: esto es el soma.
— Pero las lágrimas son necesarias. ¿No recuerda lo que dice Otelo? Si después de cada
tormenta vienen tales calmas, ojalá los vientos soplen hasta despertar a la muerte. Hay una
historia, que uno de los ancianos indios solía contarnos, acerca de la Doncella de Mátsaki. Los
jóvenes que aspiraban a casarse con ella tenían que pasarse una mañana cavando en su
huerto. Parecía fácil; pero en aquel huerto había moscas y mosquitos mágicos. La mayoría de
los jóvenes, simplemente, no podían resistir las picaduras y el escozor. Pero el que logró
soportar la prueba, se casó con la muchacha.
— Muy hermoso. Pero en los países civilizados — dijo el Interventor— se puede conseguir a
las muchachas sin tener que cavar para ellas; y no hay moscas ni mosquitos que le piquen a
uno. Hace siglos que nos libramos de ellos.
El Salvaje asintió, ceñudo.
— Se libraron de ellos. Sí, muy propio de ustedes. Librarse de todo lo desagradable en lugar de
aprender a soportarlo. Si es más noble soportar en el alma las pedradas o las flechas de la
mala fortuna, o bien alzarse en armas contra un piélago de pesares y acabar con ellos
enfrentándose a los mismos … Pero ustedes no hacen ni una cosa ni otra. Ni soportan ni
resisten. Se limitan a abolir las pedradas y las flechas. Es demasiado fácil.
El Salvaje enmudeció súbitamente, pensando en su madre. En su habitación del piso treinta y
siete, Linda había flotado en un mar de luces cantarinas y caricias perfumadas, había flotado
lejos, fuera del espacio, fuera del tiempo, fuera de la prisión de sus recuerdos, de sus hábitos,
142
de su cuerpo envejecido y abotagado. Y Tomakin, ex director de Incubadoras y
Condicionamiento, Tomakin seguía todavía de vacaciones, de vacaciones de la humillación y el
dolor, en un mundo donde no pudiera ver aquel rostro horrible ni sentir aquellos brazos
húmedos y fofos alrededor de su cuello, en un mundo hermoso…
— Lo que ustedes necesitan — prosiguió el Salvaje— es algo con lágrimas, para variar. Aquí
nada cuesta lo bastante.
— Atreverse a exponer lo que es mortal e inseguro al azar, la muerte y el peligro, aunque sólo
sea por una cáscara de huevo… ¿No hay algo en esto? — preguntó el Salvaje, mirando a
Mustafá Mond—. Dejando aparte a Dios, aunque, desde luego, Dios sería una razón para obrar
así. ¿No tiene su hechizo el vivir peligrosamente?
— Ya lo creo — contestó el Interventor—. De vez en cuando hay que estimular las glándulas
suprarrenales de hombres y mujeres.
— ¿Cómo? — preguntó el Salvaje, sin comprender.
— Es una de las condiciones para la salud perfecta. Por esto hemos impuesto como
obligatorios los tratamientos de S.P.V.
— ¿S.P.V.?
— Sucedáneo de Pasión Violenta. Regularmente una vez al mes. Inundamos el organismo con
adrenalina. Es un equivalente fisiológico completo del temor y la ira. Todos los efectos tónicos
que produce asesinar a Desdémona o ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus
inconvenientes.
— Es que a mí me gustan los inconvenientes. — A nosotros, no — dijo el Interventor—.
Preferimos hacer las cosas con comodidad.
— Pues yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, quiero peligro real, quiero
libertad, quiero bondad, quiero pecado.
— En suma — dijo Mustafá Mond—, usted reclama el derecho a ser desgraciado.
— Muy bien, de acuerdo — dijo el Salvaje, en tono de reto—. Reclamo el derecho a ser
desgraciado.
— Esto, sin hablar del derecho a envejecer, a volverse feo e impotente, el derecho a tener sífilis
y cáncer, el derecho a pasar hambre, el derecho a ser piojoso, el derecho a vivir en el temor
constante de lo que pueda ocurrir mañana; el derecho a pillar un tifus; el derecho a ser
atormentado.
Siguió un largo silencio.
— Reclamo todos estos derechos — concluyó el Salvaje.
Mustafá Mond se encogió de hombros.
— Están a su disposición — dijo.
143
CAPITULO XVIII
La puerta estaba entreabierta. Entraron. — ¡John!
Del cuarto de baño llegó un ruido desagradable y característico.
— ¿Ocurre algo? — preguntó Helmholtz.
No hubo respuesta. El desagradable sonido se repitió, dos veces; siguió un silencio. Después,
con un chasquido, la puerta del cuarto de baño se abrió y apareció, muy pálido, el Salvaje.
— ¡Oye! — exclamó Helmholtz, solícito—. Tú no te encuentras bien, John.
— ¿Te sentó mal algo que comiste? — preguntó Bernard.
El Salvaje asintió.
— Sí. Comí civilización.
— ¿Cómo?
— Y me sentó mal; me enfermó. Y después — agregó en un tono de voz más bajo—, comí mi
propia maldad.
— Pero, ¿qué te pasa exactamente … ? Ahora mismo estabas…
— Ya estoy purificado — dijo el Salvaje—. Tomé un poco de mostaza con agua caliente.
Los otros dos le miraron asombrados.
— ¿Quieres sugerir que… que lo has hecho a propósito? — preguntó Bernarcl.
— Así es como se purifican los indios.
— John se sentó, y, suspirando, se pasó una mano por la frente—. Descansaré unos minutos
— dijo—. Estoy muy cansado.
— Claro, no me extraña — dijo Helmholtz. Y, tras una pausa, agregó en otro tono-: Hemos
venido a despedirnos. Nos marchamos mañana por la mañana.
— Sí, salimos mañana — dijo Bemard, en cuyo rostro el Salvaje observó una nueva expresión
de resignación decidida—. Y, a propósito, John — prosiguió, inclinándose hacia delante y
apoyando una mano en la rodilla del Salvaje—, quería decirte cuánto siento lo que ocurrió ayer.
— Se sonrojó—. Estoy avergonzado — siguió a pesar de la inseguridad de su voz—, reálmente
avergonzado… —
El Salvaje le obligó a callar y, cogiéndole la mano, se la estrechó con afecto.
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— Helmholtz se ha portado maravillosamente conmigo — siguió Bernard, después de un
silencio—. De no haber sido por él, yo no hubiese podido…
— Vamos, vamos — protestó Helmholtz. — Esta mañana fui a ver al Interventor — dijo el
Salvaje al fin.
— ¿Para qué?
— Para pedirle que me enviara a las islas con vosotros.
— ¿Y qué dijo? — preguntó Hehnholtz.
El Salvaje movió la cabeza.
— No quiso.
— ¿Por qué no?
— Dijo que quería proseguir el experimento. Pero que me aspen — agregó el Salvaje con
súbito furor—, que me aspen si sigo siendo objeto de experimentación. No quiero, ni por todos
los Interventores del mundo entero. Me marcharé mañana, también.
— Pero ¿a dónde? — preguntaron a coro sus dos amigos.
El Salvaje se encogió de hombros.
— A cualquier sitio. No me importa. Con tal de poder estar solo.
Desde Guildford, la línea descendente seguía el valle de Wey hasta Godalming y después,
pasando por encima de Mildford y Witley, seguía hacia Haslemere y Portsmouth a través de
Petersfield. Casi paralela a la misma, la línea ascendente pasaba por encima de Worplesdon,
Tongham, Puttenham, Elstead y Grayshott. Entre Hog’s Back y Hindhead había puntos en que
la distancia entre ambas líneas no era superior a los cinco o seis kilómetros. La distancia no era
suficiente para los pilotos poco cuidadosos, sobre todo de noche y cuando habían tomado
medio gramo de más. Se habían producido accidentes. Y graves. En consecuencia, habían
decidido desplazar la línea ascendente unos pocos kilómetros hacia el Oeste. Entre Grayshott y
Tongham, cuatro faros de aviación abandonados señalaban el curso de la antigua ruta
Portsmouth-Londres.
El Salvaje había elegido como ermita el viejo faro situado en la cima de la colina entre
Puttenham y Elstead. El edificio era de cemento armado y se hallaba en excelentes
condiciones; casi demasiado cómodo, había pensado el Salvaje cuando había explorado el
lugar por primera vez, casi demasiado lujoso y civilizado. Tranquilizó su conciencia
prometiéndose compensar tales inconvenientes con una autodisciplina más dura, con
purificaciones más completas y totales. Pasó su primera noche en el eremitorio sin conciliar el
sueño, a propósito. Permaneció horas enteras rezando, ora al Cielo al que el culpable Claudio
había pedido perdón, ora a Awonawilona, en zuñí, ora a Jesús y Poukong, ora a su propio
animal guardián, el águila. De vez en cuando abría los brazos en cruz, y los mantenía así largo
rato, soportando un dolor que gradualmente aumentaba hasta convertirse en una agonía
trémula y atormentadora; los mantenía así, en crucifixión voluntaria, mientras con los dientes
apretados, y el rostro empapado en sudor, repetía: ¡Oh, perdóname! ¡Hazme puro! ¡Ayúdame a
ser bueno!, una y otra vez, hasta que estaba a punto de desmayarse de dolor.
145
Cuando llegó la mañana, el Salvaje sintió que se había ganado el derecho a habitar el faro; sí,
a pesar de que todavía había cristales en la mayoria de las ventanas, y a pesar de que la vista,
desde la plataforma, era preciosa. Porque la misma razón por la cual había elegido el faro se
había trocado casi inmediatamente en una razón para marcharse a otra parte. John había
decidido vivir allá porque la vista era tan hermosa, porque, desde su punto de observación tan
ventajoso, le parecía contemplar la encarnación de un ser divino. Pero ¿quién era él para
gozarse con la visión cotidiana constante, de la belleza? ¿Quién era él para vivir en la visible
presencia de Dios? Él merecía vivir en una sucia pocilga, en un sombrío agujero bajo tierra.
Con los miembros rígidos y doloridos todavía por la pasada noche de sufrimiento, y fortalecido
interiormente por esta misma razón, el Salvaje subió a la plataforma de su torre y contempló el
brillante mundo del amanecer en el que volvía a habitar por derecho propio, recién
reconquistado.
En el valle que separaba Hog’s Back de la colina arenosa en la cima de la cual se levantaba el
faro, se hallaba Puttenham, un modesto edificio de nueve pisos, con silos, una granja avícola, y
una pequeña fábrica de Vitamina D. Al otro lado del faro, al Sur, el terreno descendía en largas
pendientes cubiertas de brazales en dirección a un rosario de lagunas.
Más allá de estas lagunas, por encima de los bosques, se levantaba la torre de catorce pisos
de Elstead. Borrosas, en el brumoso aire inglés, Hindhead y Selborne atraían las miradas hacia
la azulada y romántica distancia. Pero no sólo lo que se veía a distancia había atraído al
Salvaje a su faro; lo que lo rodeaba de cerca resultaba igualmente seductor. Los bosques, las
extensiones abiertas de brezos y amarilla aliaga, los grupos de pinos silvestres, las lagunas y
albercas relucientes, con sus abedules y sauces llorones, sus lirios de agua y sus alfombras de
juntos, poseían una intensa belleza y, para unos ojos acostumbrados a la aridez del desierto
americano, resultaban asombrosos. Y, además, ¡la soledad! El Salvaje pasaba días enteros sin
ver a un solo hombre. El faro se hallaba sólo a un cuarto de hora de vuelo de la Torre de
Charing-T; pero las colinas de Malpaís apenas eran más deshabitadas que aquel brezal de
Surrey. Las multitudes que diariamente salían de Londres, lo hacían sólo para jugar al Golf
Electromagnético o al tenis.
La mayor parte del dinero que, a su llegada, John había recibido para sus gastos personales,
había sido empleado en la adquisición del equipo necesario. Antes de salir de Londres el
Salvaje se había comprado cuatro mantas de lana de viscosa, cuerdas, alambre, clavos, cola,
unas pocas herramientas, cerillas (aunque pensaba construirse en su día un parahuso para
hacer fuego), algo de batería de cocina, dos docenas de paquetes de semilla y diez kilos de
harina de trigo.
— No, no quiero almidón sintético ni sucedáneo de harina de desperdicios de algodón — había
insistido—. Aunque sean muy nutritivos.
En cuanto a las galletas panglandulares y el sucedáneo vitaminizado de buey, no había podido
resistir a las dotes persuasivas del tendero. Ahora, mirando las latas que tenía en su poder, se
reprochaba amargamente su debilidad. ¡Odiosos productos de la civilización! Decidió que
jamás los comería, aunque se muriera de hambre. Les daré una lección, pensó
vengativamente. Y de paso se la daría a sí mismo.
John contó su dinero. Esperaba que lo poco que le quedaba le bastaría para pasar el invierno.
Cuando llegara la primavera, su huerto produciría lo suficiente para permitirle vivir con
independencia del mundo exterior. Entretanto, siempre quedaba el recurso de la caza. Había
visto muchos conejos, y en las lagunas había aves acuáticas. Inmediatamente se puso a
construir un arco y las correspondientes flechas.
146
Cerca del faro crecían fresnos, y para las varas de las flechas no faltaban avellanos llenos de
serpollos rectos y hermosos. Empezó por batir un fresno joven, cortó un trozo de tronco liso, sin
ramas, de casi dos metros de longitud, lo despojó de la corteza, y, capa por capa, fue
quitándole la madera blanca, tal como le había enseñado a hacer el viejo Mitsima, hasta que
obtuvo una vara de su misma altura, rígida y gruesa en el centro, ágil y flexible en los ahusados
extremos. Aquel trabajo le produjo un placer muy intenso. Tras aquellas semanas de ocio en
Londres, durante las cuales, cuando deseaba algo, le bastaba pulsar un botón o girar una
manija, fue para él una delicia hacer algo que exigía habilidad y paciencia.
Casi había terminado de dar forma al arco cuando se dio cuenta, con un sobresalto, de que
estaba cantando. ¡Cantando! Fue como si, tropezando consigo mismo desde fuera, se hubiese
descubierto de pronto en flagrante delito. Se sonrojó, abochornado. Al fin y al cabo, no había
ido allá para cantar y divertirse, sino para escapar al contagio de la vida civilizada, para
purificarse y mejorarse, para enmendarse de una manera activa. Comprendió, decepcionado,
que, absorto en la confección de su arco, había olvidado lo que se había jurado a sí mismo
recordar siempre: la pobre Linda, su propia asesina violencia para con ella, los odiosos mellizos
que pululaban como gusanos alrededor de su lecho de muerte, profanando con su sola
presencia, no sólo el dolor y el remordimiento del propio John, síno a los mismos dioses. Había
jurado recordar, había jurado reparar incesantemente. Y allá estaba, trabajando en su arco, y
cantando, así, tal como suena, cantando… Entró en el faro, abrió el bote de mostaza y puso a
hervir agua en el fuego.
Media hora después, tres campesinos Delta-Menos de uno de los Grupos de Bakonovsky de
Puttenham se dirigían en camión hacia Elstead, y,. desde lo alto de la colina, quedaron
asombrados al ver a un joven de pie en el exterior del faro abandonado, desnudo hasta la
cintura y azotándose a sí mismo con un látigo de cuerdas de nudos. La espalda del joven
aparecía cruzada horizontalmente por rayas escarlata, y entre surco y surco discurrían hilillos
de sangre. El conductor del camión detuvo el vehículo a un lado de la carretera, y, junto con
sus dos compañeros, se quedó mirando boquiabierto aquel espectáculo extraordinario. Uno,
dos, tres… Contaron los azotes. Después del octavo latigazo, el joven interrumpió su castigo,
corrió hasta el borde del bosque y allá vomitó violentamente. Luego volvió a coger el látigo y
siguió azotándose: nueve, diez, once,doce…
— ¡Ford! — murmuró el conductor.
Y los mellizos fueron de la misma opinión. — ¡Reford! — dijeron.
Tres días más tarde, como los búhos a la vista de una carroña, llegaron los periodistas.
Secado y endurecido al fuego lento de leña verde, el arco ya estaba listo. El Salvaje trabajaba
afanosamente en sus flechas. Había cortado y secado treinta varas de avellano, y las había
guarnecido en la punta con aguzados clavos firmemente sujetos. Una noche había efectuado
una incursión a la granja avícola de Puttenham y ahora tenía plumas suficientes para equipar a
todo un ejército. Estaba empeñado en la tarea de acoplar las plumas a las flechas cuando el
primer periodista lo encontró. Silenciosamente, calzado con sus zapatos neumáticos, el hombre
se le acercó por detrás.
— Buenos días, Mr. Salvaje — dijo—. Soy el enviado de El Radio Horario.
Como mordido por una serpiente, el Salvaje saltó sobre sus pies, desparramando en todas
direcciones las plumas, el bote de cola y el pincel. — Perdón — dijo el periodista, sinceramente
compungido—. No tenía intención… — se tocó el sombrero, el sombrero de copa de aluminio
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en el que llevaba el receptor y el transmisor telegráfico—. Perdone que no me descubra —
dijo—. Este sombrero es un poco pesado. Bien, como le decía, me envía El Radio…
— ¿Qué quiere? — preguntó el Salvaje, ceñudo.
— Bueno, como es natural, a nuestros lectores les interesaría muchísimo… — Ladeó la cabeza
y su sonrisa adquirió un matiz, casi, de coquetería—. Sólo unas pocas palabras de usted, Mr.
Salvaje.
Y rápidamente, con una serie de ademanes rituales, desenrolló dos cables conectados a la
batería que llevaba en torno de la cintura; los enchufó simultáneamente a ambos lados de su
sombrero de aluminio; tocó un resorte de la cúspide del mismo y una antena se disparó en el
aire; tocó otro resorte del borde del ala, y, como un muñeco de muelles, saltó un pequeño
micrófono que se quedó colgando estremeciéndose, a unos quince centímetros de su nariz;
bajóse hasta las orejas un par de auriculares, pulsó un botón situado en el lado izquierdo del
sombrero, que produjo un débil zumbido, hizo girar otro botón de la derecha, y el zumbido fue
interrumpido por una serie de silbidos y chasquidos estetoscópicos.
— Al habla — dijo, por el micrófono—, al habla, al habla…
Súbitamente sonó un timbre en el interior de su sombrero.
— ¿Eres tú, Edzel? Primo Mellon al habla. Sí, lo he pescado. Ahora Mr. Salvaje cogerá el
micrófono y pronunciará unas palabras. Por favor, Mr. Salvaje. — Miró a John y le dirigió otra
de sus melifluas sonrisas—. Diga solamente a nuestros lectores por qué ha venido aquí. Qué le
indujo a marcharse de Londres (¡al habla, Edzel!) tan precipitadamente. Y dígales también algo,
naturalmente, del látigo. — El Salvaje tuvo un sobresalto. ¿Cómo se habían enterado de lo del
látigo? — Todos estamos deseosos de saber algo de ese látigo. Díganos también algo acerca
de la Civilización. Ya sabe. Ló que yo opino de la muchacha civilizada. Sólo unas palabras…
El Salvaje obedeció con desconcertante exactitud. Sólo pronunció cinco palabras, ni una sola
más; cinco palabras, las mismas que habían dicho a Bernard a propósito del Archichantre
Comunal de Canterbury.
— Hánil, sons éso tse-ná!
Y agarrando al periodista por los hombros, le hizo dar media vuelta (el joven se reveló
apetitosamente provisto de materia carnosa en el trasero), tomó puntería y, con toda la fuerza y
la precisión de un campeón de fútbol, soltó un puntapié prodigioso.
Ocho minutos más tarde, una nueva edición de El Radio Horario aparecía en las calles de
Londres. Un periodista de El Radio Horario recibe de Mr. Salvaje un puntapié en el coxis, decía
el titular de la primera página. Sensación en Surrey.
Y sensación en Londres, también, pensó el periodista a su vuelta, cuando leyó estas palabras.
Y, lo que era peor, una sensación muy dolorosa. Tuvo que tomar asiento con mucha cautela, a
la hora de almorzar.
Sin dejarse amedrentar por la contusión preventiva en el coxis de su colega, otros cuatro
periodistas, enviados por el Times de Nueva York, El Continuo de Cuatro dimensiones de
Francfort, El Monitor Científico Fordiano y El Espejo Delta visitaron aquella tarde el faro y
fueron recibidos con progresiva violencia.
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Desde una distancia prudencial, y frotándose todavía las doloridas nalgas, el periodista de El
Monitor Científico Fordiano gritó:
— ¡Pedazo de tonto! ¿Por qué no toma un poco de soma?
— ¡Fuera de aquí! — contestó el Salvaje.
El otro se alejó unos pasas, y se volvió.
— El mal se convierte en algo irreal con un par de gramos.
— Kohakwa iyathtokyai !
— El dolor es una ilusión.
— ¿Ah, sí? — dijo el Salvaje.
Y agarrando una gruesa vara avanzó un paso.
El enviado de El Monitor Científico Fordiano echó a correr hacia su helicóptero.
A partir de aquel momento el Salvaje gozó de paz por un tiempo. Llegaron unos cuantos
helicópteros que volaron por encima de la torre, inquisitivamente. John disparó una flecha
contra el que más se había acercado. La flecha traspasó el suelo de aluminio de la cabina; se
oyó un agudo gemido, y el aparato ascendió como un cohete con toda la rapidez que el motor
logró imprimirle. Los demás, desde aquel momento, mantuvieron respetuosamente las
distancias. Sin hacer caso de su molesto zumbido (el Salvaje se veía a sí mismo como uno de
los pretendientes de la Doncella de Mátsaki, tenaz y resistente entre los alados insectos), el
Salvaje trabajaba en su futuro huerto. Al cabo de un tiempo los insectos, por lo visto, se
cansaron, y se alejaron volando; durante unas horas, el cielo, sobre su cabeza, permaneció
desierto, y, excepto por las alondras, silencioso.
Hacía un calor asfixiante, y había aires de tormenta. John se había pasado la mañana cavando
y ahora descansaba tendido en el suelo. De pronto, el recuerdo de Lenina se transformó en
una presencia real, desnuda y tangible, que le decía: ¡Cariño! y ¡Abrázame!, con sólo las
medias y los zapatos puestos, perfumada… ¡Impúdica zorra! Pero… ioh, oh … ! Sus brazos en
torno de su cuello, los senos erguidos, sus labios… La eternidad estaba en nuestros labios y en
nuestros ojos. Lenina… ¡No, no, no, no! El Salvaje saltó sobre sus pies, y, desnudo como iba,
salió corriendo de la casa. Junto al límite donde empezaban los brezales crecían unas matas
de enebro espinoso. John se arrojó a las matas, y estrechó, en lugar del sedoso cuerpo de sus
deseos, una brazada de espinas verdes. Agudas, con un millar de puntas, lo pincharon
cruelmente. John se esforzó por pensar en la pobre Linda, sin palabra ni aliento, estrujándose
las manos, y en el terror indecible que aparecía en sus ojos. La pobre Linda, que había jurado
no olvidar. Pero la presencia de Lenina seguía acosándole. Lenina, a quien había jurado
olvidar. Aun en medio de las heridas y los pinchazos de las agujas de los enebros, su carne
recalcitrante seguía consciente de ella, inevitablemente real. Cariño, cariño… si también tú me
deseabas, ¿por qué no lo decías?
El látigo estaba colgado de un clavo, detrás de la puerta, siempre a mano ante la posible
llegada de periodistas. En un acceso de furor, el Salvaje volvió corriendo a la casa, lo cogió y lo
levantó en el aire. Las cuerdas de nudos mordieron su carne.
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— ¡Zorra! ¡Zorra! — gritaba, a cada latigazo, como si fuese a Lenina (¡y con qué frecuencia,
aun sin saberlo, deseaba que lo fuera!), blanca, cálida, perfumada, infame, a quien así
azotaba—. ¡Zorra! — Y después, con voz de desesperación-: ¡Oh, Linda, perdóname!
¡Perdóname, Dios mío! Soy malo. Soy pérfido. Soy… ¡No, no, zorra, zorra!
Desde su escondrijo cuidadosamente construido en el bosque, a trescientos metros de
distancia, Darwin Bonaparte, el fotógrafo de caza mayor más experto de la Sociedad
Productora de Films para los sensoramas, había observado todos los movimientos del Salvaje.
La paciencia y la habilidad habían obtenido su recompensa. Darwin Bonaparte se había pasado
tres días sentado en el interior del tronco de un roble artificial, tres noches reptando sobre el
vientre a través de los brezos, ocultando micrófonos en las matas de aliaga, enterrándo cables
en la blanda arena gris. Setenta y dos horas de suprema incomodidad. Pero ahora había
llegado el gran momento, el más grande desde que había tomado las espeluznantes vistas
estereoscópicas de la boda de unos gorilas. Espléndido — se dijo, cuando el Salvaje empezó
su número—. ¡Espléndido!
Mantuvo sus cámaras telescópicas cuidadosamente enfocadas, como pegadas con cola a su
móvil objetivo; les aplicó un telescopio más potente para captar un primer plano del rostro
frenético y contorsionado (¡admirable!); filmó unos instantes a cámara lenta (un efecto cómico
exquisito, se prometió a sí mismo)—, y, entretanto, escuchó con deleite los golpes, los gruñidos
y las palabras furiosas que iban grabándose en la pista sonora del film; probó el efecto de una
ligera amplificación (así, decididamente, resultaba mejor); le encantó oír, en un breve momento
de pausa, el agudo canto de una alondra; deseó que el Salvaje se volviera para poder tomar un
buen primer plano de la sangre en su espalda… y casi inmediatamente (¡vaya suerte!) el
complaciente muchacho se volvió, y el fotógrafo pudo tomar a la perfección la vista que
deseaba.
¡Bueno, ha sido estupendo! — se dijo, cuande todo hubo acabado—. ¡De primera calidad! Se
secó el rostro empapado en sudor. Cuando en Ios estudios le hubiesen añadido los efectos
táctiles, resultaría una película perfecta. Casi tan buena, pensó Darwin Bonaparte, como La
vida amorosa del cachalote. ¡Lo cual, por Ford, no era poco decir!
Doce días más tarde, El Salvaje de Surrey se había estrenado ya y podía verse, oírse y
palparse en todos los palacios de sensorama de primera categoría de la Europa occidental.
El efecto del film de Darwin Bonaparte fue inmediato y enorme. La tarde que siguió a la noche
del estreno, la rústica soledad de John fue interrumpida bruscamente por la llegada de un vasto
enjambre de helicópteros.
John estaba cavando en su huerto; y cavando también en su propia mente, revolviendo la
sustancia de sus pensamientos. La muerte… E hincaba su azada una y otra vez… Y todos
nuestros ayeres han iluminado para los necios el camino hacia la polvorienta muerte. Un trueno
convincente rugía a través de estas palabras. John levantó una palada de tierra. ¿Por qué
había muerto Linda? ¿Por qué la había dejado perder progresivamente su condición humana, y
al fin … ? El Salvaje sintió un escalofrío… Y al fin se había convertido en… una buena carroña
para besar … Apoyó el pie en el borde de la pala y la hincó profundamente en el suelo. Somos
para los dioses como moscas en manos de chiquillos caprichosos; nos matan como en un
juego. Otro trueno; palabras que por sí mismas se proclamaban verdaderas; más verdaderas,
en cierto modo, que la misma verdad. Y, sin embargo, el mismo Gloucester los había llamado
dioses eternamente amables. Además, el mejor de los descansos es el sueño; y tú a menudo lo
buscas; sin embargo, temes torpemente la muerte, que es la misma cosa.
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Lo que había sido un zumbido por encima de su cabeza convirtióse en un rugido; y, de pronto,
John se encontró a la sombra. Algo se había interpuesto entre el sol y él. Sobresaltado, levantó
los ojos de su tarea y de sus pensamientos; levantó los ojos como deslumbrado, con la mente
vagando todavía por aquel otro mundo de palabras más verdaderas que la misma verdad,
concentrada todavía en las inmensidades de la muerte y la divinidad; levantó los ojos y vio,
encima de él, muy cerca, el enjambre de aparatos voladores. Llegaron como una plaga de
langostas, permanecieron suspendidos en el aire y, al fin, se posaron sobre los brezales, a su
alrededor. De los vientres de aquellas langostas gigantescas surgían hombres con pantalones
blancos de franela de viscosa, y mujeres (porque hacía calor) en pijama de shantung de
acetato, o pantalones cortos de velvetón y blusas sin mangas, muy escotadas… Una pareja de
cada aparato. En pocos minutos había docenas de ellos, de pie, formando un espacioso círculo
alrededor del faro mirando, riendo, disparando sus cámaras fotográficas, arrojándole (como a
un mono) cacahuetes, paquetes de goma de mascar de hormona sexual, galletitas
panglandulares. Y constantemente — porque ahora la corriente de tráfico fluía incesante por
encima de Hog’s Back— su número iba en aumento. Como en una pesadilla, las docenas se
convirtieron en veintenas, y las veintenas en centenares.
El Salvaje se había retirado buscando cobijo, y ahora, en la actitud de un animal acorralado,
permanecía de pie, de espaldas al muro del faro, mirando aquellas caras con expresión de
mudo horror como un hombre que hubiese perdido el juicio.
El impacto en su mejilla de un paquete de chiclé bien dirigido lo sacó de su estupor para
devolverle a la realidad. Un dolor agudo, y despertó del todo, en una explosión de ira.
— ¡Fuera! — gritó.
El mono había hablado; estallaron risas. — ¡Viva el buen Salvaje! ¡Viva! ¡Viva!
Y entre aquella babel de gritos, John oyó: — ¡El látigo, el látigo, el látigo!
Obedeciendo a la sugestión de la palabra, John descolgó el atajo de cuerdas de nudos de su
clavo, detrás de la puerta, y lo agitó, como amenazando a sus verdugos.
Brotó un clamor de irónico entusiasmo.
John avanzó amenazadoramente hacia ellos. Una mujer chilló asustada. La línea de mirones
osciló en el punto amenazado más inmediatamente, pero recobró la rigidez y aguantó firme. La
conciencia de contar con la superioridad numérica prestaba a aquellos mirones un valor que el
Salvaje no se había supuesto.
— ¿Por qué no me dejáis en paz?
En su ira había un leve matiz quejumbroso.
— ¿Quieres unas almendras saladas al magnesio? — dijo el hombre que, caso de que el
Salvaje siguiera avanzando, había de ser el primero en ser atacado. Y agitó una bolsita—. Son
estupendas, ¿sabes? — agregó, con una sonrisa propiciatoria y algo nerviosa—. Y las sales de
magnesio te mantendrán joven.
— ¿Qué queréis de mí? — preguntó, volviéndose de un rostro sonriente a otro—. ¿Qué queréis
de mí?
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— ¡El látigo! — contestó un centenar de voces, confusamente—. Haz el número del látigo.
Queremos ver el número del látigo.
Entonces un grupo situado a un extremo de la línea empezó a gritar al unísono y rítmicamente:
— ¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
— ¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
Gritaban todos a la vez; y, embriagados por el ruido, por la unanimidad, por la sensación de
comunión rítmica, daban la impresión de que hubiesen podido seguir gritando así durante horas
enteras, casi indefinidamente. Pero a la vigésimo quinta repetición se produjo una súbita
interrupción. Otro helicóptero procedente de la dirección de Hog’s Back, permaneció unos
segundos inmóvil sobre la multitud y luego aterrizó a pocos metros de donde se encontraba de
pie el Salvaje, en el espacio abierto entre la hilera de mirones y el faro. El rugido de las hélices
ahogó momentáneamente el griterío; después, cuando el aparato tocó tierra y los motores
enmudecieron, los gritos de: ¡El látigo! ¡El látigo! se reanudaron, fuertes, insistentes,
monótonos.
La puerta del helicóptero se abrió, y de él se apearon un joven rubio, de rostro atezado, y
después una muchacha que llevaba pantalones cortos de pana verde, blusa blanca y gorrito de
jockey.
Al ver a la muchacha, el Salvaje se sobresaltó, retrocedió, y su rostro se cubrió de súbita
palidez.
La muchacha se quedó mirándole, sonriéndole con una sonrisa incierta, implorante, casi
abyecta. Pasaron unos segundos. Los labios de la muchacha se movieron; debía de decir algo;
pero el sonido de su voz era ahogado por los gritos rítmicos de los curiosos, que seguían
vociferando su estribillo.
— ¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
La muchacha se llevó ambas manos al costado izquierdo, y en su rostro de muñeca,
aterciopelado como un melocotón, apareció una extraña expresión de dolor y ansiedad. Sus
ojos azules parecieron aumentar de tamaño y brillar más intensamente; y, de pronto, dos
lágrimas rodaron por sus mejillas. Volvió a hablar, inaudiblemente; después, con un gesto
rápido y apasionado, tendió los brazos hacia el Salvaje y avanzó un paso.
— ¡El lá-ti-go! ¡El Látigo!
Y, de pronto, los curiosos consiguieron lo que tanto deseaban.
— ¡Ramera!
El Salvaje había corrido al encuentro de la muchacha como un loco. ¡Zorra!, había gritado,
como un loco, y empezó a azotarla con su látigo de cuerdas de nudos.
Aterrorizada, la joven se había vuelto, disponiéndose a huir, pero había tropezado y caído al
suelo.
— ¡Henry, Henry! — gritó.
Pero su atezado compañero se había ocultado detrás del helicóptero, poniéndose a salvo.
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Con un rugido de excitación y delicia, la línea se quebró y se produjo una carrera convergente
hacia el centro magnético de atracción. El dolor es un horror que fascina.
— ¡Quema, lujuria, quema!
— ¡Oh, la carne!
El Salvaje rechinó los dientes. Esta vez el látigo cayó sobre sus propios hombros.
— ¡Mátala! ¡Mátala!
Arrastrados por la fascinación del horror que produce el espectáculo del dolor, e impelidos
íntimamento por el hábito de cooperación, por el deseo de unanimidad y comunión que su
condicionamiento había hecho arraigar en ellos, los curiosos empezaron a imitar el frenesí de
los gestos del Salvaje, golpeándose unos a otros cada vez que éste azotaba su propia carne
rebelde o aquella regordeta encarnación de la torpeza carnal que se retorcía sobre la maleza, a
sus pies.
— ¡Mátala, mátala, mátala! — seguía gritando el Salvaje.
Después, de pronto, alguien empezó a cantar: Orgía-Porfía, y al cabo de un instante todos
repetían el estribillo y, cantando, habían empezado a bailar. Orgía-Porfía, vueltas y más
vueltas, pegándose unos a otros al compás de seis por ocho. Orgía-Porfía…
Era más de medianoche cuando el último helicóptero despegó. Obnubilado por el soma, y
agotado por el prolongado frenesí de sensualidad, el Salvaje yacía durmiendo sobre los brezos.
El sol estaba muy alto cuando — despertó. Permaneció echado un momento, parpadeando a
la luz, como un mochuelo, sin comprender; después, de pronto, lo recordó todo.
Se cubrió los ojos con una mano.
Aquella tarde el enjambre de helicópteros que llegó zumbando a través de Hog’s Back formaba
una densa nube de diez kilómetros de longitud.
— ¡Salvaje! — llamaron los primeros en llegar—. ¡Mr. Salvajel
No hubo respuesta.
La puerta del faro estaba abierta. La empujaron y penetraron en la penumbra del interior. A
través de un arco que se abría en el otro extremo de la estancia podían ver el arranque de la
escalera que conducía a las plantas superiores. Exactamente bajo la clave del arco se
balanceaban unos pies.
— ¡Mr. Salvaje!
Lentamente, muy lentamente, como dos agujas de brújula, los pies giraban hacia la derecha:
Norte, Nordeste, Este, Sudeste, Sur, Sudsudoeste; después se detuvieron, y, al cabo de pocos
segundos, giraron, con idéntica calma, hacia la izquierda: Sudsudoeste, Sur, Sudeste, Este…