Aldous Huxley
UN MUNDO FELIZ
PRÓLOGO
El remordimiento crónico, y en ello están acordes todos los moralistas, es un sentimiento
sumamente indeseable. Si has obrado mal, arrepiéntete, enmienda tus yerros en lo posible y
encamina tus esfuerzos a la tarea de comportarte mejor la próxima vez. Pero en ningún caso
debes entregarte a una morosa meditación sobre tus faltas. Revolcarse en el fango no es la
mejor manera de limpiarse.
También el arte tiene su moral, y muchas de las reglas de esta moral son las mismas que las
de la ética corriente, o al menos análogas a ellas. El remordimiento, por ejemplo, es tan
indeseable en relación con nuestra creación artística como en relación con las malas acciones.
En el futuro, la maldad debe ser perseguida, reconocida, y, en lo posible, evitada. Llorar sobre
los errores literarios de veinte años atrás, intentar enmendar una obra fallida para darle la
perfección que no logró en su primera ejecución, perder los años de la madurez en el intento de
corregir los pecados artísticos cometidos y legados por esta persona ajena que fue uno mismo
en la juventud, todo ello, sin duda, es vano y fútil. De aquí que este nuevo UN MUNDO FELIZ
sea exactamente igual al viejo. Sus defectos como obra de arte son considerables; mas para
corregirlos debería haber vuelto a escribir el libro, y al hacerlo, como un hombre mayor, como
otra persona que soy, probablemente hubiese soslayado no sólo algunas de las faltas de la
obra, sino también algunos de los méritos que poseyera originalmente. Así, resistiéndome a la
tentación de revolcarme en los remordimientos artísticos, prefiero dejar tal como está lo bueno
y lo malo del libro y pensar en otra cosa.
Sin embargo, creo que sí merece la pena, al menos, citar el más grave defecto de la novela,
que es el siguiente. Al Salvaje se le ofrecen sólo dos alternativas: una vida insensata en Utopía,
o la vida de un primitivo en un poblado indio, una vida más humana en algunos aspectos, pero
en otros casi igualmente extravagante y anormal. En la época en que este libro fue escrito, esta
idea de que a los hombres se les ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte
y la insania de otra, se me antojaba divertida y la consideraba como posiblemente cierta. Sin
embargo, en atención a los efectos dramáticos, a menudo se permite al Salvaje hablar más
racionalmente de Io que su educación entre los miembros practicantes de una religión, que es
una mezcla del culto a la fertilidad y de la ferocidad de los Penitentes, le hubiese permitido
hacerlo en realidad. Ni siquiera su conocimiento de Shakespeare basta para justificar sus
expresiones. Y al final, naturalmente, se les hace abandonar la cordura, su Penitentismo nativo
recobra la autoridad sobre él, y el Salvaje acaba en una autotortura de maniático y un suicidio
de desesperación. Y así, después de todo, murieron miserablemente, con gran satisfacción por
parte del divertido y pirrónico esteta que era el autor de la fábula.
Actualmente no siento deseos de demostrar que la cordura es imposible. Por el contrario,
aunque sigo estando no menos tristemente seguro de que en el pasado la cordura es un
fenómeno muy raro, estoy convencido de que cabe alcanzarla y me gustaría verla en acción
más a menudo. Por haberlo dicho en varios libros míos recientes, y, sobre todo, por haber
compilado una antología de lo que los cuerdos han dicho sobre la cordura y sobre los medios
por los cuales puede lograrse, un eminente crítico académico ha dicho de mí que constituyo un
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triste síntoma del fracaso de una clase intelectual en tiempos de crisis. Supongo que ello
implica que el profesor y sus colegas constituyen otros tantos alegres síntomas de éxito. Los
bienhechores de la humanidad merecen ser honrados y recordados perpetuamente.
Construyamos un Panteón para profesores. Podríamos levantarlo entre las ruinas de una de las
ciudades destruidas de Europa o el Japón; sobre la entrada del osario yo colocaría una
inscripción, en letras de dos metros de altura, con estas simples palabras: Consagrado a la
memoria de los Educadores del Mundo. Su MONUMENTUM REQUIRIS CIRCUMSPICE.
Pero volviendo al futuro… Si ahora tuviera que volver a escribir este libro, ofrecería al Salvaje
una tercera alternativa. Entre los cuernos utópico y primitivo de este dilema, yacería la
posibilidad de la cordura, una posibilidad ya realizada, hasta cierto punto, en una comunidad de
desterrados o refugiados del MUNDO FELIZ, que viviría en una especie de Reserva. En esta
comunidad, la economía sería descentralista y al estilo de Henry George, y la política
kropotkiniana y cooperativista. La ciencia y la tecnología serían empleadas como si, lo mismo
que el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como en la actualidad) el hombre
debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión sería la búsqueda consciente e inteligente
del Fin último del hombre, el conocimiento unitivo del Tao o Logos inmanente, la transcendente
Divinidad de Brahma. Y la filosofía de la vida que prevalecería sería una especie de Alto
Utilitarismo, en el cual el principio de la Máxima Felicidad sería supeditado al principio del Fin
último, de modo que la primera pregunta a formular y contestar en toda contingencia de la vida
sería: ¿Hasta qué punto este pensamiento o esta acción contribuye o se interfiere con el logro,
por mi parte y por parte del mayor número posible de otros Individuos, del Fin último del
hombre?
Educado entre los primitivos, el Salvaje (en esta hipotética nueva versión del libro) no sería
trasladado a Utopía hasta después de que hubiese tenido oportunidad de adquirir algún
conocimiento de primera mano acerca de la naturaleza de una sociedad compuesta de
individuos que cooperan libremente, consagrados al logro de la cordura. Con estos cambios,
UN MUNDO FELIZ poseería una perfección artística y (si cabe emplear una palabra tan
trascendente en relación con una obra de ficción) filosófica, de la cual, en su forma actual,
evidentemente carece.
Pero UN MUNDO FELIZ es un libro acerca del futuro, y, aparte sus cualidades artísticas o
filosóficas, un libro sobre el futuro puede interesarnos solamente si sus profecías parecen
destinadas, verosímilmente, a realizarse. Desde nuestro punto de mira actual, quince años más
abajo en el plano inclinado de la historia moderna, ¿hasta qué punto parecen plausibles sus
pronósticos? ¿Qué ha ocurrido en este doloroso intervalo que confirme o invalide las
previsiones de 1931?
Inmediatamente se nos revela un gran y obvio fallo de previsión. UN MUNDO FELIZ no
contiene referencia alguna a la fisión núclear. Y, realmente, es raro que no la contenga; porque
las posibilidades de la energía atómica eran ya tema de conversaciones populares algunos
años antes de que este libro fuese escrito. Mi viejo amigo Robert Nichols incluso había escrito
una comedia de éxito sobre este tema, y recuerdo que también yo lo había mencionado en una
narración publicada antes de 1930. Así, pues, como decía, es muy extraño que los cohetes y
helicópteros del siglo VII de Nuestro Ford no sean movidos por núcleos desintegrados. Este
fallo no puede excusarse; pero sí cabe explicarlo fácilmente. El tema de UN MUNDO FELIZ no
es el progreso de la ciencia en cuanto afecta a los individuos humanos. Los logros de la física,
la química y la mecánica se dan, tácitamente, por sobrentendidos. Los únicos progresos
científicos que se describen específicamente son los que entrañan la aplicación a los seres
humanos de los resultados de la futura investigación en biología, psicología y fisiología. La
liberación de la energía atómica constituye una gran revolución en la historia humana, pero no
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es (a menos que nos volemos a nosotros mismos en pedazos poniendo así punto final a la
historia) la última revolución ni la más profunda.
Esta revolución realmente revolucionaria deberá lograrse, no en el mundo externo, sino en las
almas y en la carne de los seres humanos. Viviendo como vivió en un período revolucionario, el
marqués de Sade hizo uso con gran naturalidad de esta teoría de las revoluciones con el fin de
racionalizar su forma peculiar de insania. Robespierre había logrado la forma más superficial de
revolución: la política. Yendo un poco más lejos, Babeuf había intentado la revolución
económica. Sade se consideraba a sí mismo como el apóstol de la revolución auténticamente
revolucionaria, más allá de la mera política y de la economía, la revolución de los hombres, las
mujeres y los niños individuales, cuyos cuerpos debían en adelante pasar a ser propiedad
sexual común de todos, y cuyas mentes debían ser lavadas de todo pudor natural, de todas las
inhibiciones, laboriosamente adquiridas, de la civilización tradicional. Entre sadismo y
revolución realmente revolucionaria no hay, naturalmente, una conexión necesaria o inevitable.
Sade era un loco, y la meta más o menos consciente de su revolución eran el caos y la
destrucción universales. Las personas que gobiernan el Mundo feliz pueden no ser cuerdas (en
lo que podríamos llamar el sentido absoluto de la palabra), pero no son locos de atar, y su meta
no es la anarquía, síno la estabilidad social. Para lograr esta estabilidad llevan a cabo, por
medios científicos, la revolución final, personal, realmente revolucionaria.
En la actualidad nos hallamosen la primera fase de lo que quizá sea la penúltima revolución. Su
próxima fase puede ser la guerra atómica, en cuyo caso no vale la pena de que nos
preocupemos por las profecías sobre el futuro. Pero cabe en lo posible que tengamos la
cordura suficiente, si no para dejar de luchar unos con otros, al menos para comportarnos tan
racionalmente como lo hicieron nuestros antepasados del siglo XVIII. Los horrores
inimaginables de la Guerra de los Treinta Años enseñaron realmente una lección a los
hombres, y durante más de cien años los políticos y generales de Europa resistieron
conscientemente la tentación de emplear sus recursos militares hasta los límites de la
destrucción o (en la mayoría de los casos) para seguir luchando hasta la total aniquilación del
enemigo. Hubo agresores, desde luego, ávidos de provecho y de gloria; pero hubo también
conservadores, decididos a toda costa a conservar intacto su mundo. Durante los últimos
treinta años no ha habido conservadores; sóIo ha habido radicales nacionalistas de derecha y
radicales nacionalistas de izquierda.
El último hombre de Estado conservador fue el quinto marqués de Lansdowne; y cuando
escribió una carta a The Times sugiriendo que la Primera Guerra Mundial debía terminar con
un compromiso, como habían terminado la mayoría de las guerras del siglo XVIII, el director de
aquel diario, otrora conservador, se negó a publicarla. Los radicales nacionalistas no salieron
con la suya, con las consecuencias que todos conocemos: bolchevismo, fascismo, inflación,
depresión, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, la ruina de Europa y todos los males imaginables
menos el hambre universal.
Suponiendo, pues, que seamos capaces de aprender tanto de Hiroshima como nuestros
antepasados de Magdeburgo, podemos esperar un período, no de paz, ciertamente, pero sí de
guerra limitada y sólo parcialmente ruinosa. Durante este período cabe suponer que la energía
nuclear estará sujeta al yugo de los usos industriales. El resultado de ello será,
evidentísimamente, una serie de cambios económicos y sociales sin precedentes en cuanto a
su rapidez y radicalismo. Todas las formas de vida humana actuales estarán periclitadas y será
preciso improvisar otras nuevas formas adecuadas al hecho — no humano— de la energía
atómica. Procusto moderno, el científico nuclear preparará el lecho en el cual deberá yacer la
Humanidad; y si la Humanidad no se adapta al mismo…, bueno, será una pena para la
Humanidad. Habrá que forcejear un poco y practicar alguna amputación, la misma clase de
forcejeos y de amputaciones que se están produciendo desde que la ciencia aplicada se lanzó
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a Ia carrera; sólo que esta vez, serán mucho más drásticos que en el pasado. Estas
operaciones, muy lejos de ser indoloras, serán dirigidas por gobiernos totalitarios sumamente
centralizados. Será inevitable; porque el futuro inmediato es probable que se parezca al pasado
inmediato, y en el pasado inmediato los rápidos cambios tecnológicos, que se produjeron en
una economía de producción masiva y entre una población predominantemente no propietaria,
han tendido siempre a producir un confusionismo social y económico. Para luchar contra la
confusión el poder ha sido centralizado y se han incrementado las prerrogativas del Gobierno.
Es probable que todos los gobiernos del mundo sean más o menos enteramente totalitarios,
aun antes de que se logre domesticar la energía atómica; y parece casi seguro que lo serán
durante el progreso de domesticación de dicha energía y después del mismo.
Desde luego, no hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se parezca al antiguo. El
Gobierno, por medio de porras y piquetes de ejecución, hambre artificialmente provocada,
encarcelamientos en masa y deportación también en masa no es solamente inhumano (a
nadie, hoy día, le importa demasiado este hecho); se ha comprobado que es ineficaz, y en una
época de tecnología avanzada la ineficacia es un pecado contra el Espíritu Santo. Un Estado
totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército
de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese
necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la
tarea asignada en los actuales estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda, los
directores de los periódicos y los maestros de escuela. Pero sus métodos todavía son toscos y
acientíficos. La antigua afirmación de los jesuitas, según los cuales si se encargaban de la
educación del niño podían responder de las opiniones religiosas del hombre, fue dictada más
por el deseo que por la realidad de los hechos. Y el pedagogo moderno probablemente es
menos eficiente en cuanto a condicionar los reflejos de sus alumnos de lo que lo fueron los
reverendos padres que educaron a Voltaire. Los mayores triunfos de la propaganda se han
logrado, no haciendo algo, sino impidiendo que ese algo se haga. Grande es la verdad, pero
más grande todavía, desde un punto de vista práctico, el silencio sobre la verdad. Por el simple
procedimiento de no mencionar ciertos temas, de bajar lo que Mr. Churchill llama un telón de
acero entre las masas y los hechos o argumentos que los jefes políticos consideran
indeseables, la propaganda totalitarista ha influido en la opinión de manera mucho más eficaz
de lo que lo hubiese conseguido mediante las más elocuentes denuncias y las más
convincentes refutaciones lógicas. Pero el silencio no basta. Si se quiere evitar la persecución,
la liquidación y otros síntomas de fricción social, es preciso que los aspectos positivos de la
propaganda sean tan eficaces como los negativos. Los más importantes Proyectos Manhattan
del futuro serán vastas encuestas patrocinadas por los gobiernos sobre lo que los políticos y los
científicos que intervendrán en ellas llamarán el problema de la felicidad; en otras palabras, el
problema de lograr que la gente ame su servidumbre. Sin seguridad económica, el amor a la
servidumbre no puede llegar a existir; en aras a la brevedad, doy por sentado resolver el
problema de la seguridad permanente. Pero la seguridad tiende muy rápidamente a darse por
sentada. Su logro es una revolución meramente superficial, externa. El amor a la servidumbre
sólo puede lograrse como resultado de una revolución profunda, personal, en las mentes y los
cuerpos humanos. Para llevar a cabo esta revolución necesitamos, entre otras cosas, los
siguientes descubrimientos e inventos. En primer lugar, una técnica mucho más avanzada de la
sugestión, mediante el condicionamiento de los infantes y, más adelante, con la ayuda de
drogas, tales como la escopolamina. En segundo lugar, una ciencia, plenamente desarrollada,
de las diferencias humanas, que permita a los dirigentes gubernamentales destinar a cada
individuo dado a su adecuado lugar en la jerarquía social y económica. (Las clavijas redondas
en agujeros cuadrados tienden a alimentar pensamientos peligrosos sobre el sistema social y a
contagiar su descontento a los demás.) En tercer lugar (puesto que la realidad, por utópica que
sea, es algo de lo cual la gente siente la necesidad de tomarse frecuentes vacaciones), un
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sustitutivo para el alcohol y los demás narcóticos, algo que sea al mismo tiempo menos dañino
y más placentero que la ginebra o la heroína. Y finalmente (aunque éste sería un proyecto a
largo plazo, que exigiría generaciones de dominio totalitario para llegar a una conclusión
satisfactoria), un sistema de eugenesia a prueba de tontos, destinado a estandardizar el
producto humano y a facilitar así la tarea de los dirigentes. En UN MUNDO FELIZ esta
uniformización del producto humano ha sido llevada a un extremo fantástico, aunque quizá no
imposible. Técnica e ideológicamente, todavía estamos muy lejos de los bebés embotellados y
los grupos de Bokanovsky de adultos con inteligencia infantil. Pero por los alrededores del año
600 de la Era Fordiana, ¿quién sabe qué puede ocurrir? En cuanto a los restantes rasgos
característicos de este mundo más feliz y más estable — los equivalentes del soma, la
hipnopedia y el sistema científico de castas—, probablemente no se hallan más que a tres o
cuatro generaciones de distancia. Ya hay algunas ciudades americanas en las cuales el
número de divorcios iguala al número de bodas. Dentro de pocos años, sin duda alguna, las
licencias de matrimonio se expenderán como las licencias para perros, con validez sólo para un
período de doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro o tener más de un
animal a la vez. A medida que la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual
tiende, en compensación, a aumentar. Y el dictador (a menos que necesite carne de cañón o
familias con las cuales colonizar territorios desiertos o conquistados) hará bien en favorecer
esta libertad. En colaboración con la libertad de soñar despiertos bajo la influencia de los
narcóticos, del cine y de la radio, la libertad sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la
servidumbre que es su destino.
Sopesándolo todo bien, parece como si la Utopía se hallara más cerca de nosotros de lo que
nadie hubiese podido imaginar hace sólo quince años. Entonces, la situé para dentro de
seiscientos años en el futuro. Hoy parece posible que tal horror se implante entre nosotros en el
plazo de un solo siglo. Es decir, en el supuesto de que sepamos reprimir nuestros impulsos de
destruirnos en pedazos en el entretanto. Ciertamente, a menos que nos decidamos a
descentralizar y emplear la ciencia aplicada, no como un fin para el cual los seres humanos
deben ser tenidos como medios, sino como el medio para producir una raza de individuos
libres, sólo podremos elegir entre dos alternativas: o cierto número de totalitarismos nacionales,
militarizados, que tendrán sus raíces en el terror que suscita la bomba atómica, y, en
consecuencia, la destrucción de la civilización (o, si la guerra es limitada, la perpetuación del
militarismo); o bien un solo totalitarismo supranacional cuya existencia sería provocada por el
caos social que resultaría del rápido progreso tecnológico en general y la revolución atómica en
particular, que se desarrollaría, a causa de la necesidad de eficiencia y estabilidad, hasta
convertirse en la benéfica tiranía de la Utopía. Usted es quien paga con su dinero, y puede
elegir a su gusto.
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CAPITULO I
Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta y cuatro plantas. Encima de la entrada principal las
palabras: Centro de Incubación y Condicionamiento de la Central de Londres, y, en un escudo,
la divisa del Estado Mundial: Comunidad, Identidad, Estabilidad.
La enorme sala de la planta baja se hallaba orientada hacia el Norte. Fría a pesar del verano
que reinaba en el exterior y del calor tropical de la sala, una luz cruda y pálida brillaba a través
de las ventanas buscando ávidamente alguna figura yacente amortajada, alguna pálida forma
de académica carne de gallina, sin encontrar más que el cristal, el níquel y la brillante
porcelana de un laboratorio. La invernada respondía a la invernada. Las batas de los
trabajadores eran blancas, y éstos llevaban las manos embutidas en guantes de goma de un
color pálido, como de cadáver. La luz era helada, muerta, fantasmal. Sólo de los amarillos
tambores de los microscopios lograba arrancar cierta calidad de vida, deslizándose a lo largo
de los tubos y formando una dilatada procesión de trazos luminosos que seguían la larga
perspectiva de las mesas de trabajo.
— Y ésta — dijo el director, abriendo la puerta— es la Sala de Fecundación.
Inclinados sobre sus instrumentos, trescientos Fecundadores se hallaban entregados a su
trabajo, cuando el director de Incubación y Condicionamiento entró en la sala, sumidos en un
absoluto silencio, sólo interrumpido por el distraído canturreo o silboteo solitario de quien se
halla concentrado y abstraído en su labor. Un grupo de estudiantes recién ingresados, muy
jóvenes, rubicundos e imberbes, seguía con excitación, casi abyectamente, al director,
pisándole los talones. Cada uno de ellos llevaba un bloc de notas en el cual, cada vez que el
gran hombre hablaba, garrapateaba desesperadamente. Directamente de labios de la ciencia
personificada. Era un raro privilegio. El D.I.C. de la central de Londres tenía siempre un gran
interés en acompañar personalmente a los nuevos alumnos a visitar los diversos
departamentos.
— Sólo para darles una idea general — les explicaba.
Porque, desde luego, alguna especie de idea general debían tener si habían de llevar a cabo
su tarea inteligentemente; pero no demasiado grande si habían de ser buenos y felices
miembros de la sociedad, a ser posible. Porque los detalles, como todos sabemos, conducen a
la virtud y la felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente males necesarios.
No son los filósofos sino los que se dedican a la marquetería y los coleccionistas de sellos los
que constituyen la columna vertebral de la sociedad.
— Mañana — añadió, sonriéndoles con campechanía un tanto amenazadora— empezarán
ustedes a trabajar en serio. Y entonces no tendrán tiempo para generalidades. Mientras tanto…
Mientras tanto, era un privilegio. Directamente de los labios de la ciencia personificada al bloc
de notas. Los muchachos garrapateaban como locos.
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Alto y más bien delgado, muy erguido, el director se adentro por la sala. Tenía el mentón largo
y saliente, y dientes más bien prominentes, apenas cubiertos, cuando no hablaba, por sus
labios regordetes, de curvas florcadas. ¿Viejo? ¿Joven? ¿Treinta? ¿Cincuenta? ¿Cincuenta y
cinco? Hubiese sido difícil decirlo. En todo caso la cuestión no llegaba siquiera a plantearse; en
aquel año de estabilidad, el 632 después de Ford, a nadie se le hubiese ocurrido preguntarlo.
— Empezaré por el principio — dijo el director.
Y los más celosos estudiantes anotaron la intención de director en sus blocs de notas: Empieza
por el principio.
— Esto — siguió el director, con un movimiento de la mano— son las incubadoras. — Y
abriendo una puerta aislante les enseñó hileras y más hileras de tubos de ensayo numerados—
. La provisión semanal de óvulos — explicó—. Conservados a la temperatura de la sangre; en
tanto que los gametos masculinos — y al decir esto abrió otra puerta— deben ser conservados
a treinta y cinco grados de temperatura en lugar de treinta y siete.
La temperatura de la sangre esteriliza.
Los moruecos envueltos en termógeno no engendran corderillos.
Sin dejar de apoyarse en las incubadoras, el director ofreció a los nuevos alumnos, mientras los
lápices corrían ilegiblemente por las páginas, una breve descripción del moderno proceso de
fecundación. Primero habló, naturalmente, de sus prolegómenos quirúrgicos, la operación
voluntariamente sufrida para el bien de la Sociedad, aparte el hecho de que entraña una prima
equivalente al salario de seis meses; prosiguió con unas notas sobre la técnica de
conservación de los ovarios extirpados de forma que se conserven en vida y se desarrollen
activamente; pasó a hacer algunas consideraciones sobre la temperatura, salinidad y
viscosidad óptimas; prendidos y maduros; y, acompañando a sus alumnos a las mesas de
trabajo, les enseñó en la práctica cómo se retiraba aquel licor de los tubos de ensayo; cómo se
vertía, gota a gota, sobre placas de microscopio especialmente caldeadas; cómo los óvulos que
contenía eran inspeccionados en busca de posibles anormalidades, contados y trasladados a
un recipiente poroso; cómo (y para ello los llevó al sitio donde se realizaba la operación) este
recipiente era sumergido en un caldo caliente que contenía espermatozoos en libertad, a una
concentración mínima de cien mil por centímetro cúbico, como hizo constar con insistencia; y
cómo, al cabo de diez minutos, el recipiente era extraído del caldo y su contenido volvía a ser
examinado; cómo, si algunos de los óvulos seguían sin fertilizar, era sumergido de nuevo, y, en
caso necesario, una tercera vez; cómo los óvulos fecundados volvían a las incubadoras, donde
los Alfas y los Betas permanecían hasta que eran definitivamente embotellados, en tanto que
los Gammas, Deltas y Epsilones eran retirados al cabo de sólo treinta y seis horas, para ser
sometidos al método de Bokanovsky.
— El método de Bokanovsky — repitió el director.
Y los estudiantes subrayaron estas palabras.
Un óvulo, un embrión, un adulto: la normalidad. Pero un óvulo boklanovskificado prolifera, se
subdivide. De ocho a noventa y seis brotes, y cada brote llegará a formar un embrión
perfectamente constituido y cada embrión se convertirá en un adulto normal. Una producción
de noventa y seis seres humanos donde antes sólo se conseguía uno. Progreso.
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— En esencia — concluyó el D. I. C.—, la bokanovskiflcación consiste en una serie de paros
del desarrollo. Controlamos el crecimiento normal, y paradójicamente, el óvulo reacciona
echando brotes.
Reacciona echando brotes. Los lápices corrían.
El director señaló a un lado. En una ancha cinta que se movía con gran lentitud, un portatubos
enteramente cargado se introducía en una vasta caja de metal, de cuyo extremo emergía otro
portatubos igualmente repleto. El mecanismo producía un débil zumbido. El director explicó que
los tubos de ensayo tardaban ocho minutos en atravesar aquella cámara metálica. Ocho
minutos de rayos X era lo máximo que los óvulos podían soportar. Unos pocos morían; de los
restantes, los menos aptos se dividían en dos; después a las incubadoras, donde los nuevos
brotes empezaban a desarrollarse; luego, al cabo de dos días, se les sometía a un proceso de
congelación y se detenía su crecimiento. Dos, cuatro, ocho, los brotes, a su vez, echaban
nuevos brotes; después se les administraba una dosis casi letal de alcohol; como consecuencia
de ello, volvían a subdividirse — brotes de brotes de brotes— y después se les dejaba
desarrollar en paz, puesto que una nueva detención en su crecimiento solía resultar fatal. Pero,
a aquellas alturas, el óvulo original se había convertido en un número de embriones que
oscilaba entre ocho y noventa y seis, un prodigioso adelanto, hay que reconocerlo, con
respecto a la Naturaleza. Mellizos idénticos, pero no en ridículas parejas, o de tres en tres,
como en los viejos tiempos vivíparos, cuando un óvulo se escindía de vez en cuando,
accidentalmente; mellizos por docenas, por veintenas a un tiempo.
— Veintenas — repitió el director; y abrió los brazos como distribuyendo generosas dádivas—.
Veintenas.
Pero uno de los estudiantes fue lo bastante estúpido para preguntar en qué consistía la ventaja,
— ¡Pero, hijo mío! — exclamó el director, volviéndose bruscamente hacia él—. ¿De veras no lo
comprende? ¿No puede comprenderlo? — Levantó una mano, con expresión solemne—. El
Método Bokanovsky es uno de los mayores instrumentos de la estabilidad social.
Uno de los mayores instrumentos de la estabilidad social.
Hombres y mujeres estandardizados, en grupos uniformes. Todo el personal de una fábrica
podía ser el producto de un solo óvulo bokanovskificado.
— ¡Noventa y seis mellizos trabajando en noventa y seis máquinas idénticas! — La voz del
director casi temblaba de entusiasmo—. Sabemos muy bien adónde vamos. Por primera vez en
la historia. — Citó la divisa planetario-: Comunidad, Identidad, Estabilidad. — Grandes
palabras—. Si pudiéramos bokanovskificar indefinidamente, el problema estaría resuelto.
Resuelto por Gammas en serie, Deltas invariables, Epsilones uniformes. Millones de mellizos
idénticos. El principio de la producción en masa aplicado, por fin, a la biología.
— Pero, por desgracia — añadió el director—, no podemos bokanovskificar indefinidamente.
Al parecer, noventa y seis era el límite, y setenta y dos un buen promedio. Lo más que podían
hacer, a falta de poder realizar aquel ideal, era manufacturar tantos grupos de mellizos
idénticos como fuese posible a partir del mismo ovario y con gametos del mismo macho. Y aun
esto era difícil.
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— Porque, por vías naturales, se necesitan treinta años para que doscientos óvulos alcancen la
madurez. Pero nuestra tarea consiste en estab la población en este momento, aquí y ahora.
¿De qué nos serviría producir mellizos con cuentagotas a lo largo de un cuarto de siglo?
Evidentemente, de nada. Pero la técnica de Podsnap había acelerado inmensamente el
proceso de la maduración. Ahora cabía tener la seguridad de conseguir como mínimo ciento
cincuenta óvulos maduros en dos años. Fecundación y bokanovskiflcación — es decir,
multiplicación por setenta y dos—, aseguraban una producción media de casi once mil
hermanos y hermanas en ciento cincuenta grupos de mellizos idénticos; y todo ello en el plazo
de dos años.
— Y, en casos excepcionales, podemos lograr que un solo ovario produzca más de quince mil
individuos adultos.
Volviéndose hacia un joven rubio y coloradote que en aquel momento pasaba por allá, lo llamó:
— Mr. Foster. ¿Puede decimos cuál es la marca de un solo ovario, Mr. Foster?
— Dieciséis mil doce en este Centro — contestó Mr. Foster sin vacilar. Hablaba con gran
rapidez, tenía unos ojos azules muy vivos, y era evidente que le producía un intenso placer
citar cifras—. Dieciséis mil doce, en ciento ochenta y nueve grupos de mellizos idénticos. Pero,
desde luego, se ha conseguido mucho más — prosiguió atropelladamente— en algunos
centros tropicales. Singapur ha producido a menudo más de dieciséis mil quinientos; y
Mombasa ha alcanzado la marca de los diecisiete mil. Claro que tienen muchas ventajas sobre
nosotros. ¡Deberían ustedes ver cómo reacciona un ovario de negra a la pituitarial Es algo
asombroso, cuando uno está acostumbrado a trabajar con material europeo. Sin embargo —
agregó, riendo (aunque en sus ojos brillaba el fulgor del combate y avanzaba la barbilla
retadoramente)—, sin embargo, nos proponemos batirles, si podemos. Actualmente estoy
trabajando en un maravilloso ovario Delta-Menos. Sólo cuenta dieciocho meses de antigüedad.
Ya ha producido doce mil setecientos hijos, decantados o en embrión. Y sigue fuerte. Todavía
les ganaremos.
— ¡Éste es el espíritu que me gusta! — exclamó el director; y dio unas palmadas en el hombro
de Mr. Foster—. Venga con nosotros y permita a estos muchachos gozar de los beneficios de
sus conocimientos de experto.
Mr. Foster sonrió modestamente.
— Con mucho gusto — dijo.
Y siguieron la visita. En la Sala de Envasado reinaba una animación armoniosa y una actividad
ordenada. Trozos de peritoneo de cerda, cortados ya a la medida adecuada, subían disparados
en pequeños ascensores, procedentes del Almacén de órganos de los sótanos. Un zumbido,
después un chasquido, y las puertas del ascensor se abrían de golpe; el Forrador de Envases
sólo tenía que alargar la mano, coger el trozo, introducirlo en el frasco, alisarlo, y antes de que
el envase debidamente forrado por el interior se hallara fuera de su alcance, transportado por la
cinta sin fin, un zumbido, un chasquido, y otro trozo de peritoneo era disparado desde las
profundidades, a punto para ser deslizado en el interior de otro frasco, el siguiente de aquella
lenta procesión que la cinta transportaba.
Después de los Forradores había los Matriculadores. La procesión avanzaba; uno a uno, los
óvulos pasaban de sus tubos de ensayo a unos recipientes más grandes; diestramente, el forro
de peritoneo era cortado, la morula situada en su lugar, vertida la solución salina… y ya el
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frasco había pasado y les llegaba la vez a los etiquetadores. Herencia fecha de fertilización,
grupo de Bokanovsky al que pertenecía, todos estos detalles pasaban del tubo de ensayo al
frasco. Sin anonimato ya, con sus nombres a través de una abertura de la pared, hacia la Sala
de Predestinación Social.
— Ochenta y ocho metros cúbicos de fichas — dijo Mr. Foster, satisfecho, al entrar.
— Que contienen toda la información de interés — agregó el director.
— Puestas al día todas las mañanas.
— Y coordinadas todas las tardes.
— En las cuales se basan los cálculos.
— Tantos individuos, de tal y tal calidad — dijo Mr. Foster.
— Distribuidos en tales y tales cantidades. — El óptimo porcentaje de Decantación en cualquier
momento dado.
— Permitiendo compensar rápidamente las pérdidas imprevistas.
— Rápidaménte — repitió Mr. Foster—. ¡Si supieran ustedes la cantidad de horas extras que
tuve que emplear después del último terremoto en el Japón!
Rió de buena gana y movió la cabeza.
— Los Predestinadores envían sus datos a los Fecundadores.
— Quienes les facilitan los embriones que solicitan.
— Y los frascos pasan aquí para ser predestinados concretamente.
— Después de lo cual vuelven a ser enviados al Almacén de Embriones.
— Adonde vamos a pasar ahora mismo.
Y, abriendo una puerta, Mr. Foster inició la marcha hacia una escalera que descendía al
sótano.
La temperatura seguía siendo tropical. El grupo penetró en un ambiente iluminado con una luz
crepuscular. Dos puertas y un pasadizo con un doble recodo aseguraban al sótano contra toda
posible infiltración de la luz.
— Los embriones son como la película fotográfica — dijo Mr. Foster, jocosamente, al tiempo
que empujaba la segunda puerta—. Sólo soportan la luz roja.
Y, en efecto, la bochornosa oscuridad en medio de la cual los estudiantes le seguían ahora era
visible y escarlata como la oscuridad que se divisa con los ojos cerrados en plena tarde
veraniega. Los voluminosos estantes laterales, con sus hileras interminables de botellas,
brillaban como cuajados de rubíes, y entre los rubíes se movían los espectros rojos de mujeres
y hombres con los ojos purpúreos y todos los síntomas del lupus. El zumbido de la maquinaria
llenaba débilmente los aires.
— Déles unas cuantas cifras, Mr. Foster — dijo el director, que estaba cansado de hablar.
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A Mr. Foster le encantó darles unas cuantas cifras.
Doscientos veinte metros de longitud, doscientos de anchura y diez de altura. Señaló hacia
arriba. Como gallinitas bebiendo agua, los estudiantes levantaron los ojos hacia el elevado
techo.
Tres grupos de estantes: a nivel del suelo, primera galería y segunda galería.
La telaraña metálica de las galerías se perdía a lo lejos, en todas direcciones, en la oscuridad.
Cerca de ellas, tres fantasmas rojos se hallaban muy atareados descargando damajuanas de
una escalera móvil.
La escalera que procedía de la Sala de Predestinación Social.
Cada frasco podía ser colocado en uno de los quince estantes, cada uno de los cuales, aunque
a simple vista no se notaba, era un tren que viajaba a razón de trescientos treinta y tres
milímetros por hora. Doscientos sesenta y siete días, a ocho metros diarios. Dos mil ciento
treinta y seis metros en total. Una vuelta al sótano a nivel del suelo, otra en la primera galería,
media en la segunda, y, la mañana del día doscientos sesenta y siete, luz de día en la Sala de
Decantación. La llamada existencia independiente.
— Pero en el intervalo — concluyó Mr. Fosternos las hemos arreglado para hacer un montón
de cosas con ellos. Ya lo creo, un montón de cosas.
— Éste es el espíritu que me gusta — volvió a decir el director—. Demos una vueltecita.
Cuénteselo usted todo, Mr. Foster.
Y Mr. Foster se lo contó todo.
Les habló del embrión que se desarrollaba en su lecho de peritoneo. Les dio a probar el rico
sucedáneo de la sangre con que se alimentaba. Les explicó por qué había de estimularlo con
placentina y tiroxina. Les habló del extracto de corpus luteum. Les enseñó las mangueras por
medio de las cuales dicho extracto era inyectado automáticamente cada doce metros, desde
cero hasta 2.040. Habló de las dosis gradualmente crecientes de pituitaria administradas
durante los noventa y seis metros últimos del recorrido. Describió la circulación materna
artificial instalada en cada frasco, en el metro ciento doce, les enseñó el depósito de sucedáneo
de la sangre, la bomba centrífuga que mantenía al líquido en movimiento por toda la placenta y
lo hacía pasar a través del pulmón sintético y el filtro de los desperdicios. Se refirió a la molesta
tendencia del embrión a la anemia, a las dosis masivas de extracto de estómago de cerdo y de
hígado de potro fetal que, en consecuencia, había que administrar.
Les enseñó el sencillo mecanismo por medio del cual, durante los dos últimos metros de cada
ocho, todos los embriones eran sacudidos simultáneamente para que se acostumbraran al
movimiento. Aludió a la gravedad del llamado trauma de la decantación y enumeró las
precauciones que se tomaban para reducir al mínimo, mediante el adecuado entrenamiento del
embrión envasado, tan peligroso shock. Les habló de las pruebas de sexo llevadas a cabo en
los alrededores del metro doscientos. Explicó el sistema de etiquetaje: una T para los varones,
un círculo para las hembras, y un signo de interrogación negro sobre fondo blanco para los
destinados a hermafroditas.
— Porque, desde luego — dijo Mr. Foster—, en la gran mayoría de los casos la fecundidad no
es más que un estorbo. Un solo ovario fértil de cada mil doscientos bastaría para nuestros
propósitos. Pero queremos poder elegir a placer. Y, desde luego, conviene siempre dejar un
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buen margen de seguridad. Por esto permitimos que hasta un treinta por ciento de embriones
hembra se desarrollen normalmente. A los demás les administramos una dosis de hormona
sexual femenina cada veinticuatro metros durante lo que les queda de trayecto. Resultado: son
decantados como hermafroditas, completamente normales en su estructura, excepto — tuvo
que reconocer— que tienen una ligera tendencia a echar barba, pero estériles. Con una
esterilidad garantizada. Lo cual nos conduce por fin — prosiguió Mr. Foster— fuera del reino de
la mera imitación servil de la Naturaleza para pasar al mundo mucho más interesante de la
invención humana.
Se frotó las manos. Porque, desde luego, ellos no se limitaban meramente a incubar
embriones; cualquier vaca podría hacerlo.
— También predestinamos y condicionamos. Decantamos nuestros críos como seres humanos
socializados, como Alfas o Epsilones, como futuros poceros o futuros… — Iba a decir futuros
Interventores Mundiales, pero rectificando a tiempo, dijo— … futuros Directores de
Incubadoras.
El director agradeció el cumplido con una sonrisa.
Pasaban en aquel momento por el metro 320 del Estante nº 11. Un joven Beta-Menos, un
mecánico, estaba atareado con un destornillador y una llave inglesa, trabajando en la bomba
de sucedáneo de la sangre de una botella que pasaba. Cuando dio vuelta a las tuercas, el
zumbido del motor eléctrico se hizo un poco más grave. Bajó más aún, y un poco más.., Otra
vuelta a la llave inglesa, una mirada al contador de revoluciones, y terminó su tarea. El hombre
retrocedió dos pasos en la hilera e inició el mismo proceso en la bomba del frasco siguiente.
— Está reduciendo el número de revoluciones por minuto — explicó Mr. Foster—. El
sucedáneo circula más despacio; por consiguiente, pasa por el pulmón a intervalos más largos;
por tanto, aporta menos oxígeno al embrión. No hay nada como la escasez de oxígeno para
mantener a un. embrión por debajo de lo normal.
Y volvió a frotarse las manos.
— ¿Y para qué quieren mantener a un embrión por debajo de lo normal? — preguntó un
estudiante ingenuo.
— ¡Estúpido! — exclamó el director, rompiendo un largo silencio—. ¿No se le ha ocurrido
pensar que un embrión de Epsilon debe tener un ambiente Epsilon y una herencia Epsilon
también?
Evidentemente, no se le había ocurrido. Quedó abochornado.
— Cuanto más baja es la casta — dijo Mr. Foster—, menos debe escasear el oxígeno. El
primer órgano afectado es el cerebro. Después el esqueleto. Al setenta por ciento del oxígeno
normal se consiguen enanos. A menos del setenta, monstruos sin ojos. Que no sirven para
nada — concluyó Mr. Foster.
En cambio (y su voz adquirió un tono confidencial y excitado), si lograran descubrir una técnica
para abreviar el período de maduración, ¡qué gran triunfo, qué gran beneficio para la sociedad!
— Piensen en el caballo — dijo.
Los alumnos pensaron en el caballo.
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El caballo alcanza la madurez a los seis años; el elefante, a los diez. En tanto que el hombre, a
los trece años aún no está sexualmente maduro, y sólo a los veinte alcanza el pleno
conocimiento. De ahí la inteligencia humana, fruto de este desarrollo retardado.
— Pero en los Epsilones — dijo Mr. Foster, muy acertadamente— no necesitamos inteligencia
humana.
No la necesitaban, y no la fabricaban. Pero, aunque la mente de un Epsilon alcanzaba la
madurez a los diez años, el cuerpo del Epsilon no era apto para el trabajo hasta los dieciocho.
Largos años de imnadurez superflua y perdida. Si el desarrollo físico piidiera acelerarse hasta
que fuera tan rápido, digamos, como el de una vaca, ¡qué enorme ahorro para la comunidad!
— ¡Enorme! — murmuraron los estudiantes.
El entusiasmo de Mr. Foster era contagioso.
Después se puso más técnico; habló de una coordinación endocrino anormal que era la causa
de que los hombres crecieran tan lentamente, y sostuvo que esta anormalidad se debía a una
mutación germinal. ¿Cabía destruir los efectos de esta mutación germinal? ¿Cabía devolver al
individuo Epsilon, mediante una técnica adecuada, a la normalidad de los perros y de las
vacas? Este era el problema.
Pilkinton, en Mombasa, había producido individuos sexualmente maduros a los cuatro años y
completamente crecidos a los seis y medio. Un triunfo científico. Pero socialmente inútil. Los
hombres y las mujeres de seis años eran demasiado estúpidos, incluso para realizar el trabajo
de un Epsilon.
Y el método era de los del tipo todo o nada; o no se lograba modificación alguna, o tal
modificación era en todos los sentidos. Todavía estaban luchando por encontrar el compromiso
ideal entre adultos de veinte años y adultos de seis. Y hasta entonces sin éxito.
Su ronda a través de la luz crepuscular escarlata les había llevado a las proximidades del metro
170 del Estante 9. A partir de aquel punto, el Estante 9 estaba cerrado, y los frascos realizaban
el resto de su viaje en el interior de una especie de túnel, interrumpido de vez en cuando por
unas aberturas de dos o tres metros de anchura.
— Condicionamiento con respecto al calor — explicó Mr. Foster.
Túneles calientes alternaban con túneles fríos. El frío se aliaba a la incomodidad en la forma de
íntensos rayos X. En el momento de su decantación, los embriones sentían horror por el frío.
Estaban predestinados a emigrar a los trópicos, a ser mineros, tejedores de seda al acetato o
metalúrgicos. Más adelante, enseñarían a sus mentes a apoyar el criterio de su cuerpo.
— Nosotros los condicionamos de modo que tiendan hacia el calor — concluyo Mr. Foster—. Y
nuestros colegas de arriba les enseñarán a amarlo.
— Y éste — intervino el director sentenciosamente—, éste es el secreto de la felicidad y la
virtud: amar lo que uno tiene que hacer. Todo condicionamiento tiende a esto: a lograr que la
gente ame su inevitable destino social.
En un boquete entre dos túneles, una enfermera introducía una jeringa larga y fina en el
contenido gelatinoso de un frasco que pasaba. Los estudiantes y sus guías permanecieron
observándola unos momentos.
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— Muy bien, Lenina — dijo Mr. Foster cuando, al fin, la joven retiró la jeringa y se incorporó.
La muchacha se volvió, sobresaltada. A pesar del lapsus y de los ojos de púrpura, se advertía
que era excepcionalmente hermosa.
Su sonrisa, roja también, voló hacia él, en una hilera de rojos dientes.
— Encantadora, encantadora — murmuró el director.
Y, dándole una o dos palmaditas, recibió en correspondencia una sonrisa deferente, a él
destinada.
— ¿Qué les da? — preguntó Mr. Foster, procurando adoptar un tono estrictamente profesional.
— Lo de siempre: el tifus y la enfermedad del sueño.
— Los trabajadores del trópico empiezan a ser inoculados en el metro 150 — explicó Mr. Foster
a los estudiantes—. Los embriones todavía tienen agallas. Inmunizamos al pez contra las
enfermedades del hombre futuro. — Luego, volviéndose a Lenina, añadió-: A las cinco menos
diez, en el tejado, esta tarde, como de costumbre.
— Encantadora — dijo el director una vez más.
Y, con otra palmadita, se alejó en pos de los otros.
En el estante número 10, hileras de la próxima generación de obreros químicos eran sometidos
a un tratamiento para acostumbrarlos a tolerar el plomo, la sosa cáustica, el asfalto, la clorina…
El primero de una hornada de doscientos cincuenta mecánicos de cohetes aéreos en embrión
pasaba en aquel momento por el metro mil cien del estante 3. Un mecanismo especial
mantenía sus envases en constante rotación.
— Para mejorar su sentido del equilibrio — explicó Mr. Foster—. Efectuar reparaciones en el
exterior de un cohete en el aire es una tarea complicada. Cuando están de pie, reducimos la
circulación hasta casi matarlos, y doblamos el flujo del sucedáneo de la sangre cuando están
cabeza abajo. Así aprenden a asociar esta posición con el bienestar; de hecho, sólo son felices
de verdad cuando están así. Y ahora — prosiguió Mr. Foster—, me gustaría enseñarles algún
condicionamiento interesante para intelectuales Alfa-Más. Tenemos un nutrido grupo de ellos
en el estante número S. Es el nivel de la Primera Galería — gritó a dos muchachos que habían
empezado a bajar a la planta—. Están por los alrededores del metro 900 — explicó—. No se
puede efectuar ningún condicionamiento intelectual eficaz hasta que el feto ha perdido la cola.
Pero el director había consultado su reloj.
— Las tres menos diez — dijo—. Me temo que no habrá tiempo para los embriones
intelectuales. Debemos subir a las Guarderías antes de que los niños despierten de la siesta de
la tarde.
Mr. Foster pareció decepcionado.
— Al menos, una mirada a la Sala de Decantación — imploró.
— Bueno, está bien. — El director sonrió con indulgencia—. Pero sólo una ojeada.
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CAPITULO Il
Mr. Foster se quedó en la Sala de Decantación. El D.I.C. y sus alumnos entraron en el
ascensor más próximo, que los condujo a la quinta planta.
Guardería infantil. Sala de Condicionamiento Neo-Pavloviano, anunciaba el rótulo de la
entrada.
El director abrió una puerta. Entraron en una vasta estancia vacía, muy brillante y soleada,
porque toda la pared orientada hacia el Sur era un cristal de parte a parte. Media docena de
enfermeras, con pantalones y chaqueta de uniforme, de viscosilla blanca, los cabellos
asépticamente ocultos bajo cofias blancas, se hallaban atareadas disponiendo jarrones con
rosas en una larga hilera, en el suelo. Grandes jarrones llenos de flores. Millares de pétalos,
suaves y sedosos como las mejillas de innumerables querubes, pero de querubes, bajo aquella
luz brillante, no exclusivamente rosados y arios, sino también luminosamente chinos y también
mejicanos y hasta apopléticos a fuerza de soplar en celestiales trompetas, o pálidos como la
muerte, pálidos con la blancura póstuma del mármol.
Cuando el D.I.C. entró, las enfermeras se cuadraron rígidamente.
— Coloquen los libros — ordenó el director.
En silencio, las enfermeras obedecieron la orden. Entre los jarrones de rosas, los libros fueron
debidamente dispuestos: una hilera de libros infantiles se abrieron invitadoramente mostrando
alguna imagen alegremente coloreada de animales, peces o pájaros.
— Y ahora traigan a los niños.
Las enfermeras se apresuraron a salir de la sala y volvieron al cabo de uno o dos minutos;
cada una de ellas empujaba una especie de carrito de té muy alto, con cuatro estantes de tela
metálica, en cada uno de los cuales había un crío de ocho meses. Todos eran exactamente
iguales (un grupo Bokanovsky, evidentemente) y todos vestían de color caqui, porque
pertenecían a la casta Delta.
— Pónganlos en el suelo.
Los carritos fueron descargados.
— Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores v los libros.
Los chiquillos inmediatamente guardaron silencio, y empezaron a arrastrarse hacia aquellas
masas de colores vivos, aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en las páginas
blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, eclipsándose tras una nube.
Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado
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pareció brotar de las brillantes páginas de los libros. De las filas de críos que gateaban llegaron
pequeños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.
El director se frotó las manos.
— ¡Estupendo! — exclamó—. Ni hecho a propósito.
Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manecitas se tendían, inseguras,
palpaban, agarraban, deshojaban las rosas transfiguradas, arrugaban las páginas iluminadas
de los libros. El director esperó verles a todos alegremente atareados. Entonces dijo:
— Fíjense bien.
La enfermera jefe, que estaba de pie junto a un cuadro de mandos, al otro extremo de la sala,
bajó una pequeña palanca. Se produjo una violenta explosión. Cada vez más aguda, empezó a
sonar una sirena. Timbres de alarma se dispararon, locamente.
Los chiquillos se sobresaltaron y rompieron en chillidos; sus rostros aparecían convulsos de
terror.
— Y ahora — gritó el director (porque el estruendo era ensordecedor)—, ahora pasaremos a
reforzar la lección con un pequeño shock eléctrico.
Volvió a hacer una señal con la mano, y la enfermera jefe pulsó otra palanca. Los chillidos de
los pequeños cambiaron súbitamente de tono. Había algo desesperado, algo casi demencial,
en los gritos agudos, espasmódicos, que brotaban de sus labios. Sus cuerpecitos se retorcían y
cobraban rigidez; sus miembros se agitaban bruscamente, como obedeciendo a los tirones de
alambres invisibles.
— Podemos electrificar toda esta zona del suelo — gritó el director, como explicación—. Pero
ya basta.
E hizo otra señal a la enfermera.
Las explosiones cesaron, los timbres enmudecieron, y el chillido de la sirena fue bajando de
tono hasta reducirse al silencio. Los cuerpecillos rígidos y retorcidos se relajaron, y lo que había
sido el sollozo y el aullido de unos niños desatinados volvió a convertirse en el llanto normal del
terror ordinario.
— Vuelvan a ofrecerles las flores y los libros.
Las enfermeras obedecieron; pero ante la proximidad de las rosas, a la sola vista de las alegres
y coloreadas imágenes de los gatitos, los gallos y las ovejas, los nifios se apartaron con horror,
y el volumen de su llanto aumentó súbitamente.
— Observen — dijo el director, en tono triunfal—. Observen.
Los libros y ruidos fuertes, flores y descargas eléctricas; en la mente de aquellos niños ambas
cosas se hallaban ya fuertemente relacionadas entre sí; y al cabo de doscientas repeticiones
de la misma o parecida lección formarían ya una unión indisoluble. Lo que el hombre ha unido,
la Naturaleza no puede separarlo.
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— Crecerán con Io que los psicólogos solían llamar un odio instintivo hacia los libros y las
flores. Reflejos condicionados definitivamente. Estarán a salvo de los libros y de la botánica
para toda su vida. — El director se volvió hacia las enfermeras—. Llévenselos.
Llorando todavía, los niños vestidos de caqui fueron cargados de nuevo en los carritos y
retirados de la sala, dejando tras de sí un olor a leche agria y un agradable silencio.
Uno de los estudiantes levantó la mano; aunque comprendía perfectamente que no podía
permitirse que los miembros de una casta baja perdieran el tiempo de la comunidad en libros, y
que siempre existía el riesgo de que leyeran algo que pudiera, por desdicha, destruir uno de
sus reflejos condicionados, sin embargo…. bueno, no podía comprender lo de las flores. ¿Por
qué tomarse la molestia de hacer psicológicamente imposible para los Deltas el amor a las
flores?
Pacientemente, el D.I.C. se explicó. Si se inducía a los niños a chillar a la vista de una rosa, ello
obedecía a una alta política económica. No mucho tiempo atrás (aproximadamente un siglo),
los Gammas, los Deltas y hasta los Epsilones habían sido condicionados de modo que les
gustaran las flores; las flores en particular, y la naturaleza salvaje en general. El propósito,
entonces, estribaba en inducirles a salir al campo en toda oportunidad, con el fin de que
consumieran transporte.
— ¿Y no consumían transporte? — preguntó el estudiante.
— Mucho — contestó el D.I.C—. Pero sólo transporte.
Las prímulas y los paisajes, explicó, tienen un grave defecto: son gratuitos. El amor a la
Naturaleza no da quehacer a las fábricas. Se decidió abolir el amor a la Naturaleza, al menos
entre las castas más bajas; abolir el amor a la Naturaleza, pero no la tendencia a consumir
transporte. Porque, desde luego, era esencial, que siguieran deseando ir al campo, aunque lo
odiaran. El problema residía en hallar una razón económica más poderosa para consumir
transporte que la mera afición a las prímulas y los paisajes. Y lo encontraron.
— Condicionamos a las masas de modo que odien el campo — concluyó el director—. Pero
simultáneamente las condicionamos para que adoren los deportes campestres. Al mismo
tiempo, velamos para que todos los deportes al aire libre entrañen el uso de aparatos
complicados. Así, además de transporte, consumen artículos manufacturados. De ahí estas
descargas eléctricas.
— Comprendo — dijo el estudiante.
Y presa de admiración, guardó silencio.
El silencio se prolongó; después, aclarándose la garganta, el director empezó:
— Tiempo ha, cuando Nuestro Ford estaba todavía en la Tierra, hubo un chiquillo que se
llamaba Reuben Rabinovich. Reuben era hijo de padres de habla polaca. Usted sabe lo que es
el polaco, desde luego.
— Una lengua muerta.
— Como el francés y el alemán — agregó otro estudiante, exhibiendo oficiosamente sus
conocimientos.
— ¿Y padre? — preguntó el D.I.C.
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Se produjo un silencio incómodo. Algunos muchachos se sonrojaron. Todavía no habían
aprendido a identificar la significativa pero a menudo muy sutil distinción entre obscenidad y
ciencia pura. Uno de ellos, al fin, logró reunir valor suficiente para levantar la mano.
— Los seres humanos antes eran… — vaciló; la sangre se le subió a las mejillas—. Bueno,
eran vivíparos.
— Muy bien — dijo el director, en tono de aprobación.
— Y cuando los niños eran decantados… — Cuando nacían — surgió la enmienda. — Bueno,
pues entonces eran los padres… Quiero decir, no los niños, desde luego, sino los otros.
El pobre muchacho estaba abochornado y confuso.
— En suma — resumió el director—, Los padres eran el padre y la madre. — La obscenidad,
que era auténtica ciencia, cayó como una bomba en el silencio de los muchachos, que
desviaban las miradas—. Madre — repitió el director en voz alta, para hacerles entrar la
ciencia; y, arrellanándose en su asiento, dijo gravemente—. Estos hechos son desagradables,
lo sé. Pero la mayoría de los hechos históricos son desagradables.
Luego volvió al pequeño Reuben, al pequeño Reuben, en cuya habitación, una noche, por
descuido, su padre y su madre (¡lagarto, lagarto!) se dejaron la radio en marcha. (Porque
deben ustedes recordar que en aquellos tiempos de burda reproducción vivípara, los niños eran
criados siempre con sus padres y no en los Centros de Condicionamiento del Estado.)
Mientras el chiquillo dormía, de pronto la radio empezó a dar un programa desde Londres y a la
mañana siguiente, con gran asombro de sus lagarto y lagarto (los muchachos más atrevidos
osaron sonreírse mutuamente), el pequeño Reuben se despertó repitiendo palabra por palabra
una larga conferencia pronunciada por aquel curioso escritor antiguo (uno de los poquísimos
cuyas obras se ha permitido que lleguen hasta nosotros), George Bernard Shaw, quien
hablaba, de acuerdo con la probada tradición de entonces, de su propio genio.
Para los… (guiño y risita) del pequeño Reuben, esta conferencia era, desde luego,
perfectamente incomprensible, y, sospechando que su hijo se había vuelto loco de repente,
enviaron a buscar a un médico. Afortunadamente, éste entendía el inglés, reconoció el discurso
que Shaw había radiado la víspera, comprendió el significado de lo ocurrido y envió una
comunicación a las publicaciones médicas acerca de ello.
— El principio de la enseñanza durante el sueño, o hipnopedia, había sido descubierto.
El D.I.C. hizo una pausa efectista.
El principio había sido descubierto; pero habían de pasar años, muchos años, antes de que tal
principio fuese aplicado con utilidad.
— El caso del pequeño Reuben ocurrió sólo veintitrés años después de que Nuestro Ford
lanzara al mercado su primer Modelo T. — Al decir estas palabras, el director hizo la señal de
la T sobre su estómago, y todos los estudiantes le imitaron reverentemente.
Furiosamente, los estudiantes garrapateaban: Hipnopedia, empleada por primera vez
oficialmente en 214 d. F. ¿Por qué no antes? Dos razones. (a) …
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— Estos primeros experimentos — les decía el D.I.C.— seguían una pista falsa. Los
investigadores creían que la hipnopedia podía convertirse en un instrumento de educación
intelectual.
Un niño duerme sobre su costado derecho, con el brazo derecho estirado, la mano derecha
colgando fuera de la cama. A través de un orificio enrejado, redondo, practicado en el lado de
una caja, una voz habla suavemente:
El Nilo es el río más largo de África y el segundo en longitud de todos los ríos del Globo.
Aunque es poco menos largo que el Mississippi Missouri, el Nilo es el más importante de todos
los ríos del mundo en cuanto a la anchura de su cuenca, que se extiende a través de 35 grados
de latitud …
A la mañana siguiente, alguien dice:
— Tommy, ¿sabes cuál es el río más largo de África?
El chiquillo niega con la cabeza.
— Pero, ¿no recuerdas algo que empieza: EI Nilo es el…?
— El-Nilo-es-el-río-más-largo-de-África-y-el-segundo-en-longitud-de-todos-l os-ríos-del-Globo…
— Las palabras brotan caudalosamente de sus labios—. Aunque-es-poco-menos-Iargo-que…
— Bueno, entonces, ¿cuál es el río más largo de África?
Los ojos aparecen vacíos de expresión. — No lo sé.
— Pues el Nilo, Tommy.
— ¿ Cuál es el río más largo del mundo, Tommy?
Tommy rompe a llorar. — No lo sé — solloza.
Este llanto, según explicó el director, desanimó a los primeros investigadores. Los
experimentos fueron abandonados. No se volvió a intentar enseñar a los niños, durante el
sueño, Ia longitud del Nilo. Muy acertadamente. No se puede aprender una ciencia a menos
que uno sepa de qué trata.
— Por el contrario, debían haber empezado por la educación inoral — dijo el director, abriendo
la marcha hacia la puerta. Los estudiantes le siguieron, garrapateando desesperadamente
mientras caminaban hasta llegar al ascensor—. La educación moral, que nunca, en ningún
caso, debe ser racional.
— Silencio, silencio — susurró un altavoz, cuando salieron del ascensor, en la decimocuarta
planta, y Silencio, silencio repetían incansables los altavoces, situados a intervalos en todos los
pasillos. Los estudiantes y hasta el propio director empezaron a caminar automáticamente
sobre las puntas de los pies. Sí, ellos eran Alfas, desde luego; pero también los Alfas han sido
condicionados. Silencio, silencio. El aire todo de la planta decimocuarta vibraba con aquel
imperotivo categórico.
Unos cincuenta metros recorridos de puntillas los llevaron ante una puerta que el director abrió
cautelosamente. Cruzando el umbral, penetraron en la penumbra de un dormitorio cerrado.
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Ochenta camastros se alineaban junto a la pared. Se oía una respiración regular y ligera, y un
murmullo continuo, como de voces muy débiles que susurraran a lo lejos.
En cuanto entraron, una enfermera se levantó y se cuadró ante el director.
— ¿Cuál es la lección de esta tarde? — preguntó éste.
— Durante los primeros cuarenta minutos tuvimos Sexo Elemental — contestó la enfermera—.
Pero ahora hemos pasado a Conciencia de Clase Elemental.
El director paseó lentamente a lo largo de la larga hilera de literas. Sonrosados y relajados por
el sueño, ochenta niños y niñas yacían, respirando suavemente. Debajo de cada almohada se
oía un susurro. El D.I.C. se detuvo, e inclinándose sobre una de las camitas, escuchó
atentamente.
— ¿Conciencia de Clase Elemental? — dijo el director—. Vamos a hacerlo repetir por el
altavoz.
Al extremo de la sala un altavoz sobresalía de la pared. El director se acercó al mismo y pulsó
un interruptor.
… todos visten de color verde — dijo una voz suave pero muy clara, empezando en mitad de
una frase—, y los niños Delta visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños
Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para poder leer o escribir.
Además, visten de negro, que es un color asqueroso. Me alegro mucho de ser un Beta.
Se produjo una pausa; después la voz continuó: Los niños Alfa visten de color gris. Trabajan
mucho más duramente que nosotros, porque son terriblemente inteligentes. De verdad, me
alegro muchísimo de ser Beta, porque no trabajo tanto. Y, además, nosotros somos mucho
mejores que los Gammas y los Deltas. Los Gammas son tontos. Todos visten de color verde, y
los niños Delta visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los
Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para …
El director volvió a cerrar el interruptor. La voz enmudeció. Sólo su desvaído fantasma siguió
susurrando desde debajo de las ochenta almohadas.
— Todavía se lo repetirán cuarenta o cincuenta veces antes de que despierten, y lo mismo en
la sesión del jueves, y otra vez el sábado. Ciento veinte veces, tres veces por semana, durante
treinta meses. Después de lo cual pueden pasar a una lección más adelantada.
Rosas y descargas eléctricas, el caqui de los Deltas y una vaharada de asafétida,
indisolublemente relacionados entre sí antes de que el niño sepa hablar. Pero el
condicionamiento sin palabras es algo tosco y burdo; no puede hacer distinciones más sutiles,
no puede inculcar las formas de comportamiento más complejas. Para esto se precisan las
palabras, pero palabras sin razonamiento. En suma, la hipnopedia.
— La mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los tiempos.
Los estudiantes lo anotaron en sus pequeños blocs. Directamente de labios de la ciencia
personificada.
El director volvió a accionar el interruptor. … terriblemente inteligentes — estaba diciendo la voz
suave, insinuante e incansable—. De verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque … No
precisamente como gotas de agua, a pesar de que el agua, es verdad, puede agujerear el más
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duro granito; más bien como gotas de lacre fundido, gotas que se adhieren, que se incrustan,
que se incorporan a aquello encima de lo cual caen, hasta que, finalmente, la roca se convierte
en un solo bloque escarlata.
— Hasta que, al fin, la mente del niño se transforma en esas sugestiones, y la suma de estas
sugestiones es la mente del niño. Y no sólo la mente del niño, sino también la del adulto, a lo
largo de toda su vida. La mente que juzga, que desea, que decide… formada por estas
sugestiones. iY estas sugestiones son nuestras sugestiones! — casi gritó el director, exaltado—
. ¡Sugestiones del Estadol — Descargó un puñetazo encima de una mesa—. De ahí se sigue
que…
Un rumor lo indujo a volverse.
— ¡Oh, Ford! — exclamó, en, otro tono—. He despertado a los niños.
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CAPITULO IIl
Fuera, en el jardín, era la hora del recreo. Desnudos bajo el cálido sol de junio, seiscientos o
setecientos niños y niñas corrían de acá para allá lanzando agudos chillidos y jugando a la
pelota, o permanecían sentados silenciosamente, entre las matas floridas, en parejas o en
grupos de tres. Los rosales estaban en flor, dos ruiseñores entonaban un soliloquio en la
espesura, y un cuco desafinaba un poco entre los tilos. El aire vibraba con el zumbido de las
abejas y los helicópteros.
El director y los alumnos permanecieron algún tiempo contemplando a un grupo de niños que
jugaban a la Pelota Centrífuga. Veinte de ellos formaban círculo alrededor de una torre de
acero cromado. Había que arrojar la pelota a una plataforma colocada en lo alto de la torre;
entonces la pelota caía por el interior de la misma hasta llegar a un disco que giraba
velozmente, y salía disparada al exterior por una de las numerosas aberturas practicadas en la
armazón de la torre. Y los niños debían atraparla.
— Es curioso — musitó el director, cuando se apartaron del lugar—, es curioso pensar que
hasta en los tiempos de Nuestro Ford la mayoría de los juegos se jugaban sin más aparatos
que una o dos pelotas, unos pocos palos y a veces una red.
Imaginen la locura que representa permitir que la gente se entregue a juegos complicados que
en nada aumentan el consumo. Pura locura. Actualmente los Interventores no aprueban ningún
nuevo juego, a menos que pueda demostrarse que exige cuando menos tantos aparatos como
el más complicado de los juegos ya existentes. — Se interrumpió espontáneamente—. He aquí
un grupito encantador — dijo, señalando.
En una breve extensión de césped, entre altos grupos de brezos mediterráneos, dos chiquillos,
un niño de unos siete años y una niña que quizá tendría un año más, jugaban — gravemente y
con la atención concentrada de unos científicos empeñados en una labor de investigación— a
un rudimentario juego sexual.
— ¡Encantador, encantador! — repitió el D.I.C., sentimentalmente.
— Encantador — convinieron los muchachos, cortésmente.
Pero su sonrisa tenía cierta expresión condescendiente: hacía muv poco tiempo que habían
abandonado aquellas diversiones infantiles, demasiado poco para poder contemplarlas sin
cierto desprecio. ¿Encantador? No eran más que un par de chiquillos haciendo el tonto; nada
más. Chiquilladas.
— Siempre pienso… — empezó el director en el mismo tono sensiblero.
Pero lo interrumpió un llanto bastante agudo.
24
De unos matorrales cercanos emergió una enfermera que llevaba cogido de la mano un niño
que lloraba. Una niña, con expresión ansiosa, trotaba pisándole los talones.
— ¿Qué ocurre? — preguntó el director.
La enfermera se encogió de hombros.
— No tiene importancia — contestó—. Sólo que este chiquillo parece bastante reacio a unirse
en el juego erótico corriente. Ya lo había observado dos o tres veces. Y ahora vuelve a las
andadas.
Empezó a llorar y…
— Honradamente — intervino la chiquilla de aspecto ansioso—, yo no quise hacerle ningún
daño.
Es la pura verdad.
— Claro que no, querida — dijo la enfermera, tranquilizándola—. Por esto — prosiguió,
dirigiéndose de nuevo al director— lo llevo a presencia del Superintendente Ayudante de
Psicología. Para ver si hay en él alguna anormalidad.
— Perfectamente — dijo el director—. Llévelo allá. Tú te quedas aquí, chiquilla — agregó,
mientras la enfermera se alejaba con el niño, que seguía llorando—. ¿Cómo te llamas?
— Polly Trotsky.
— Un nombre muy bonito, como tú — dijo el director—. Anda, ve a ver si encuentras a otro niño
con quien jugar.
La niña echó a correr hacia los matorrales y se perdió de vista.
— ¡Exquisita criatura! — dijo el director, mirando en la dirección por donde había desaparecido;
y volviéndose después hacia los estudiantes, prosiguió-: Lo que ahora voy a decirles puede
parecer increíble. Pero cuando no se está acostumbrado a la Historia, la mayoría de los hechos
del pasado parecen increíbles.
Y les comunicó la asombrosa verdad. Durante un largo período de tiempo, antes de la época
de Nuestro Ford, y aun durante algunas generaciones subsiguientes, los juegos eróticos entre
chiquillos habían sido considerados como algo anormal (estallaron sonoras risas); y no sólo
anormal, sino realmente inmoral (¡No!), y, en consecuencia, estaban rigurosamente prohibidos.
Una expresión de asombrosa incredulidad apareció en los rostros de sus oyentes. ¿Era posible
que prohibieran a los pobres chiquillos divertirse? No podían creerlo.
— Hasta a los adolescentes se les prohibían — siguió el D.I.C.-; a los adolescentes como
ustedes…
— ¡Es imposible!
— Dejando aparte un poco de autoerotismo subrepticio y la homosexualidad, nada estaba
permitido.
— ¿Nada?
25
— En la mayoría de los casos, hasta que tenían más de veinte años.
— ¿Veinte años? — repitieron, como un eco, los estudiantes, en un coro de incredulidad.
— Veinte — repitió a su vez el director—. Ya les dije que les parecería increíble.
— Pero, ¿qué pasaba? — preguntaron los muchachos—. ¿Cuáles eran los resultados?
— Los resultados eran terribles.
Una voz grave y resonante había intervenido inesperadamente en la conversación.
Todos se volvieron. A la vera del pequeño grupo se hallaba un desconocido, un hombre de
estatura media y cabellos negros, nariz ganchuda, labios rojos y regordetes, y ojos oscuros,
que parecían taladrar.
— Terribles — repitió.
En aquel momento, el D.I.C. se hallaba sentado en uno de los bancos de acero y caucho
convenientemente esparcidos por todo el jardín; pero a la vista del desconocido saltó sobre sus
pies y corrió a su encuentro, con las manos abiertas, sonriendo con todos sus dientes, efusivo.
— ¡Interventor! ¡Qué inesperado placer! Muchachos, ¿en qué piensan ustedes? Les presento al
interventor; es Su Fordería Mustafá Mond.
En las cuatro mil salas del Centro, los cuatro mil relojes eléctricos dieron simultáneamente las
cuatro. Voces etéreas sonaban por los altavoces:
— Cesa el primer turno del día… Empieza el segundo turno del día… Cesa el primer turno del
día…
En el ascensor, camino de los vestuarios, Henry Foster y el Director Ayudante de
Predestinación daban la espalda intencionadamente a Bernard Marx, de la Oficina Psicológica,
procurando evitar toda relación con aquel hombre de mala fama.
En el Almacén de Embriones, el débil zumbido y chirrido de las máquinas todavía estremecía el
aire escarlata. Los turnos podían sucederse; una cara roja, luposa, podía ceder el lugar a otra;
mayestáticamente y para siempre, los trenes seguían reptando con su carga de futuros
hombres y mujeres.
Lenina Crowne se dirigió hacia la puerta.
¡Su Fordería Mustafá Mond! A los estudiantes casi se les salían los ojos de la cabeza. ¡Mustafá
Mond! ¡El Interventor Residente de la Europa Occidental! ¡Uno de los Diez Interventores
Mundiales! Uno de los Diez… y se sentó en el banco, con el D.I.C., e iba a quedarse, a
quedarse, sí, y hasta a dirigirlos la palabra… ¡Directamente de labios del propio Ford!
Dos chiquillos morenos emergieron de unos matorrales cercanos, les miraron un momento con
ojos muy abiertos y llenos de asombro, y luego volvieron a sus juegos entre las hojas.
— Todos ustedes recuerdan — dijo el Interventor; con su voz fuerte y grave—, todos ustedes
recuerdan, supongo, aquella hermosa e inspirada frase de Nuestro Ford: La Historia es una
patraña — repitió lentamente—, una patraña.
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Hizo un ademán con la mano, y fue como si con un visible plumero hubiese quitado un poco el
polvo; y el polvo era Harappa, era Ur de Caldea; y algunas telarañas, y las telarañas eran
Tebas y Babilonia, y Cnosos y Micenas. Otro movimiento de plumero y desaparecieron Ulises,
Job, Júpiter, Gautana y Jesús. Otro plumerazo, y fueron aniquiladas aquellas viejas motas de
suciedad que se llamaron Atenas, Roma, Jerusalén y el Celeste Imperio. Otro, y el lugar donde
había estado Italia quedó desierto. Otro, y desaparecieron las catedrales. Otro, otro, y afuera
con el Rey Lear y los Pensamientos de Pascal. Otro, ¡y basta de Pasión ! Otro, ¡y basta de
Réquiem ! Otro, ¡y basta de Sinfonía!; otro plumerazo y…
— ¿Irás al sensorama esta noche, Henry? — preguntó el Predestinador Ayudante—. Me han
dicho que el fílm del Alhambra es estupendo. Hay una escena de amor sobre una alfombra de
piel de oso; dicen que es algo maravilloso. Aparecen reproducidos todos los pelos del oso.
Unos efectos táctiles asombrosos.
— Por esto no se les enseña Historia — decía el Interventor—. Pero ahora ha llegado el
momento…
El D.I.C. le miró con inquietud. Corrían extraños rumores acerca de viejos libros prohibidos
ocultos en una arca de seguridad en el despacho del Interventor. Biblias, poesías… ¡Ford sabía
tantas cosasl
Mustafá Mond captó su mirada ansiosa, y las comisuras de sus rojos labios se fruncieron
irónicamente.
— Tranquilícese, director — dijo en leve tono de burla—. No voy a corromperlos.
El D.I.C. quedó abrumado de confusión.
Los que se sienten despreciados procuran aparecer despectivos. La sonrisa que apareció en el
rostro de Bernard Marx era ciertamente despreciativa. ¡Todos los pelos del oso! ¡Vaya!
— Haré todo lo posible por ir — dijo Henry Foster.
Mustafá Mond se inclinó hacia delante y agitó el dedo índice hacia ellos.
— Basta que intenten comprenderlo — dijo, y su voz provocó un extraño escalofrío en los
diafragmas de sus oyentes—. Intenten comprender el efecto que producía tener una madre
vivípara.
De nuevo aquella palabra obscena. Pero esta vez a ninguno se le ocurrió siquiera la posibilidad
de sonreír.
— Intenten imaginar lo que significaba vivir con la propia familia.
Lo intentaron; pero, evidentemente, sin éxito. — ¿Y saben ustedes lo que era un hogar? Todos
movieron negativamente la cabeza.
Emergieron de su sótano oscuro y escarlata, Lenina Crowne subió diecisiete pisos, torció a la
derecha al salir del ascensor, avanzó por un largo pasillo y, abriendo la puerta del Vestuario
Femenino, se zambulló en un caos ensordecedor de brazos, senos y ropa interior. Torrentes de
agua caliente caían en un centenar de bañeras o salían borboteando de ellas por los desagües.
Zumbando y silbando, ochenta máquinas para masaje — que funcionaban a base de vacío y
vibración— amasaban simultáneamente la carne firme y tostada por el sol de ochenta
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soberbios ejemplares femeninos que hablaban todos a voz en grito. Una máquina de Música
Sintética susurraba un solo de supercorneta.
— Hola, Fanny — dijo Lenina a la muchacha que tenía el perchero y el armario junto al suyo.
Fanny trabajaba en la Sala de Envasado y se llamaba también Crowne de apellido. Pero como
entre los dos mil millones de habitantes del planeta debían repartiese sólo diez mil hombres,
esta coincidencia nada tenía de sorprendente.
Lenina tiró de sus cremalleras — hacia abajo la de la chaqueta, hacia abajo, con ambas
manos, las dos cremalleras de los pantalones, y hacia abajo también para la ropa interior—, y,
sin más que las medias y los zapatos, se dirigió hacia el baño.
Hogar, hogar… Unos pocos cuartitos, superpoblados por un hombre, una mujer periódicamente
embarazada, y una turbamulta de niños y niñas de todas las edades. Sin aire, sin espacio; una
prisión no esterilizada; oscuridad, enfermedades y malos olores.
(La evocación que el Interventor hizo del hogar fue tan vívida que uno de los muchachos, más
sensible que los demás, palideció ante la mera descripción del mismo y estuvo a punto de
marearse.)
Lenina salió del baño, se secó con la toalla, cogió un largo tubo flexible incrustado en la pared,
apuntó con él a su pecho, como si se dispusiera a suicidarse, y oprimió el gatillo. Una oleada
de aire caliente la cubrió de finísimos polvos de talco. Ocho diferentes perfumes y agua de
Colonia se hallaban a su disposición con sólo maniobrar los pequeños grifos situados en el
borde del lavabo. Lenina abrió el tercero de la izquierda, se perfumó con esencia de Chipre, y,
llevando en la mano los zapatos y las medias, salió a ver si estaba libre alguno de los aparatos
de masaje.
Y el hogar era tan mezquino psíquicamente como físicamente. Psíquicamente, era una
conejera, un estercolero, lleno de fricciones a causa de la vida en común, hediondo a fuerza de
emociones. ¡Cuántas intimidades asfixiantes, cuán peligrosas, insanas y obscenas relaciones
entre los miembros del grupo familiar! Como una maniática, la madre se preocupaba
constantemente por los hijos (sus hijos)…, se preocupaba por ellos como una gata por sus
pequeños; pero como una gata que supiera hablar, una gata que supiera decir: Nene mío, nene
mío una y otra vez. Nene mío, y, ioh, en mi pecho, sus manitas, su hambre, y ese placer mortal
e indecible! Hasta que al fin mi niño se duerme, mi niño se ha dormido con una gota de blanca
leche en la comisura de su boca. Mi hijito duerme …
— Sí — dijo Mustafá Mond, moviendo la cabeza—, con razón se estremecen ustedes.
— ¿Con quién saldrás esta noche? — preguntó Lenina, volviendo de su masaje con un
resplandor rosado, como una perla iluminada desde dentro.
— Con nadie.
Lenina arqueó las cejas, asombrada.
— Ultimamente no me he encontrado muy bien — explicó Fanny—. El doctor Wells me
aconsejó tomar Sucedáneo de Embarazo.
— ¡Pero si sólo tienes diecinueve años! El primer Sucedáneo de Embarazo no es obligatorio
hasta los veintiuno.
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— Ya lo sé, mujer. Pero hay personas a quienes les conviene empezar antes. El doctor Wells
me dijo que las morenas de pelvis ancha, como yo, deberían tomar el primer Sucedáneo de
Embarazo a los diecisiete.
De modo que en realidad llevo dos años de retraso y no de adelanto.
Abrió la puerta de su armario y señaló la hilera de cajas y ampollas etiquetadas del primer
estante.
Jarabe de Corpus Luteum. Lenina leyó los nombres en voz alta. Ovarina fresca, garantizada;
fecha de caducidad: 1 de agosto de 632 d. F. Extracto de glándulas mamarias: tómese tres
veces al día, antes de las comidas, con un poco de agua. Placentina; inyectar 5 cc. cada tres
días (intravenosa) …
— ¡Uy! — estremecióse Lenina—. ¡Con lo poco que me gustan las intravenosas! ¿Y a ti?
— Tampoco me gustan. Pero cuando son para nuestro bien…
Fanny era una muchacha particularmente juiciosa.
Nuestro Ford — o nuestro Freud, como, por alguna razón inescrutable, decidió llamarse él
mismo cuando hablaba de temas psicológicos—. Nuestro Freud fue el primero en revelar los
terribles peligros de la vida familiar. El mundo estaba lleno de padres, y, por consiguiente,
estaba lleno de miseria; lleno de madres, y, por consiguiente, de todas las formas de
perversión, desde el sadismo hasta la castidad; lleno de hermanos, hermanas, tíos, tías, y, por
ende, lleno de locura y de suicidios.
— Y sin embargo, entre los salvajes de Samoa, en ciertas islas de la costa de Nueva Guinea…
El sol tropical relucía como miel caliente sobre los cuerpos desnudos de los chiquillos que
retozaban promiscuamente entre las flores de hibisco. El hogar estaba en cualquiera de las
veinte casas con tejado de hojas de palmera. En las Trobiands, la concepción era obra de los
espíritus ancestrales; nadie había oído hablar jamás de padre.
— Los extremos se tocan — dijo el Interventor—. Por la sencilla razón de que fueron creados
para tocarse.
— El doctor Wells dice que una cura de tres meses a base de Sucedáneo de Embarazo
mejorará mi salud durante los tres o cuatro años próximos.
— Espero que esté en lo cierto — dijo Lenina—. Pero, Fanny, ¿de veras quieres decir que
durante estos tres meses se supone que no vas a … ?
— ¡Oh, no, mujer! Sólo durante una o dos semanas, y nada más. Pasaré la noche en el club,
jugando al Bridge Musical. Supongo que tú sí saldrás, ¿no?
Lenina asintió con la cabeza. — ¿Con quién?
— Con Henry Foster.
— ¿Otra vez? — El rostro afable, un tanto lunar, de Fanny cobró una expresión de asombro
dolido y reprobador—. ¡No me digas que todavía sales con Henry Foster!
29
Madres y padres, hermanos y hermanas. Pero había también maridos, mujeres, amantes.
Había también monogamia y romanticismo.
— Aunque probablemente ustedes ignoren lo que es todo esto — dijo Mustafá Mond.
Los estudiantes asintieron.
Familia, monogamia, romanticismo. Exclusivismo en todo, en todo una concentración del
interés, una canalización del impulso y la energía.
— Cuando lo cierto es que todo el mundo pertenece a todo el mundo — concluyó el Interventor,
citando el proverbio hipnopédico.
Los estudiantes volvieron a asentir, con énfasis, aprobando una afirmación que sesenta y dos
mil repeticiones en la oscuridad les habían obligado a aceptar, no sólo como cierta sino como
axiomático, evidente, absolutamente indiscutible.
— Bueno, al fin y al cabo — protestó Lenina— sólo hace unos cuatro meses que salgo con
Henry.
— ¡Sólo cuatro meses! ¡Me gusta! Y lo que es peor — prosiguió Fanny, señalándola con un
dedo acusador— es que en todo este tiempo no ha habido en tu vida nadie, excepto Henry,
¿verdad?
Lenina se sonrojó violentamente; pero sus ojos y el tono de su voz siguieron desafiando a su
amiga.
— No, nadie más — contestó, casi con truculencia—. Y no veo por qué debería haber habido
alguien más.
— ¡Vaya! ¡La niña no ve por qué! — repitió Fanny, como dirigiéndose a un invisible oyente
situado detrás del hombro izquierdo de Lenina. Luego, cambiando bruscamente de tono,
añadió-: En serio. La verdad es que creo que deberías andar con cuidado. Está muy mal eso
de seguir así con el mismo hombre. A los cuarenta o cuarenta y cinco años, todavía… Pero, ¡a
tu edad, Lenina! No. no puede ser. Y sabes muy bien que el D.I.C. se opone firmemente a todo
lo que sea demasiado intenso o prolongado…
— Imaginen un tubo que encierra agua a presión. — Los estudiantes se lo imaginaron—.
Practico en el mismo un solo agujero — dijo el Interventor-—. ¡Qué hermoso chorro!
Lo agujereó viente veces. Brotaron veinte mezquinas fuentecitas.
Hijo mío. Hijo mío…
¡Madre!
La locura es contagiosa.
Amor mío, mi único amor, preciosa, preciosa…
Madre, monogamia, romanticismo… La fuente brota muy alta; el chorro surge con furia,
espumante. La necesidad tiene una sola salida. Amor mío, hijo mío. No es extraño que aquellos
pobres premodernos estuviesen locos y fuesen desdichados y miserables. Su mundo no les
permitía tomar las cosas con calma, no les permitía ser juiciosos, virtuosos, felices. Con
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madres y amantes, con prohibiciones para cuya obediencia no habían sido condicionados, con
las tentaciones y los remordimientos solitarios, con todas las enfermedades y el dolor
eternamente aislante, no es de extrañar que sintieran intensamente las cosas y sintiéndolas así
(y, peor aún, en soledad, en un aislamiento individual sin esperanzas), ¿cómo podían ser
estables?
— Claro que no tienes necesidad de dejarle. Pero sal con algún otro de vez en cuando. Esto
basta. P-1 va con otras muchachas, ¿no es verdad?
Lenina lo admitió.
— Claro que sí. Henry Foster es un perfecto caballero, siempre correcto. Además, tienes que
pensar en el director. Ya sabes que es muy quisquilloso.. ,
Asintiendo con la cabeza, Lenina dijo:
— Esta tarde me ha dado una palmadita en el trasero.
— ¿Lo ves? — Fanny se mostraba triunfal—. Esto te demuestra qué es lo que importa por
encima de todo. El convencionalismo más estricto.
— Estabilidad — dijo el Interventor—, estabilidad. No cabe civilización alguna sin estabilidad
social. Y no hay estabilidad social sin estabilidad individual.
Su voz sonaba como una trompeta. Escuchándole, los estudiantes se sentían más grandes,
más ardientes.
La máquina gira, gira, y debe seguir girando, siempre. Si se para, es la muerte. Un millar de
millones se arrastraban por la corteza terrestre. Las ruedas empezaron a girar. En ciento
cincuenta años llegaron a los dos mil millones. Párense todas las ruedas. Al cabo de ciento
cincuenta semanas de nuevo hay sólo mil millones; miles y miles de hombres y mujeres han
perecido de hambre.
Las ruedas deben girar continuamente, pero no al azar. Debe haber hombres que las vigilen,
hombres tan seguros como las mismas ruedas en sus ejes, hombres cuerdos, obedientes,
estables en su contentamiento.
Si gritan: Hijo mío, madre mía, mi único amor; si murmuran: Mi pecado, mi terrible Dios; si
chillan de dolor, deliran de fiebre, sufren a causa de la vejez y la pobreza… ¿cómo pueden
cuidar de las ruedas? Y si no pueden cuidar de las ruedas… Sería muy difícil enterrar o quemar
los cadáveres de millares y millares y millares de hombres y mujeres.
— Y al fin y al cabo — el tono de voz de Fanny era un arrullo—, no veo que haya nada
doloroso o desagradable en el hecho de tener a uno o dos hombres además de Henry.
Teniendo en cuenta todo esto, deberías ser un poco más promiscua …
— Estabilidad — insistió el Interventor—, estabilidad. La necesidad primaria y última.
Estabilidad. De ahí todo esto.
Con un movimiento de la mano señaló los jardines, el enorme edificio del Centro de
Condicionamiento, los niños desnudos semiocultos en la espesura o corriendo por los prados.
Lenina movió negativamente la cabeza.
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— No sé por qué — musitó— últimamente no me he sentido muy bien dispuesta a la
promiscuidad. Hay momentos en que una no debe. ¿Nunca lo has sentido así, Fanny?
Fanny asintió con simpatía y comprensión.
— Pero es preciso hacer un esfuerzo — dijo sentenciosamente—, es preciso tomar parte en el
juego. Al fin y al cabo, todo el mundo pertenece a todo el mundo.
— Sí, todo el mundo pertenece a todo el mundo — repitió Lenina lentamente; y, suspirando,
guardó silencio un momento; después, cogiendo la mano de Fanny, se la estrechó
ligeramente—. Tienes toda la razón, Fanny. Como siempre. Haré ese esfuerzo.
Los impulsos coartados se derraman, y el derrame es sentimiento, el derrame es pasión, el
derrame es incluso locura; ello depende de la fuerza de la corriente. y de la altura y la
resistencia del dique. La corriente que no es detenida por ningún obstáculo fluye suavemente,
bajando por los canales predestinados hasta producir un bienestar tranquilo.
El embrión está hambriento; día tras día, la bomba de sucedáneo de la sangre gira a
ochocientas revoluciones por minuto. El niño decantado llora; inmediatamente aparece una
enfermera con un frasco de secreción externa. Los sentimientos proliferan en el intervalo de
tiempo entre el deseo y su consumación. Abreviad este intervalo, derribad esos viejos diques
innecesarios.
— ¡Afortunados muchachos! — dijo el Interventor—. No se ahorraron esfuerzos para hacer que
sus vidas fuesen emocionalmente fáciles, para preservarles, en la medida de lo posible, de
toda emoción.
— ¡Ford está en su viejo carromato! — murmuró el D.I.C.—. Todo marcha bien en el mundo.
— ¿Lenina Crowne? — dijo Henry Foster, repitiendo la pregunta del Predestinador Ayudante
mientras cerraba la cremallera de sus pantalones—. Es una muchacha estupenda.
Maravillosamente neumática. Me sorprende que no la hayas tenido.
— La verdad es que no comprendo cómo pudo ser — dijo el Predestinador Ayudante—. Pero lo
haré. En la primera ocasión.
Desde su lugar, en el extremo opuesto de la nave del vestuario, Bernard Marx oyó lo que
decían y palideció.
— Si quieres que te diga la verdad — dijo Lenina—, lo cierto es que empiezo a aburrirme un
poco a fuerza de no tener más que a Henry día tras día. — Se puso la media de la pierna
izquierda—. ¿Conoces a Bernard Marx? — preguntó en un tono cuya excesiva indiferencia era
evidentemente forzada.
Fanny pareció sobresaltada.
— No me digas que… — ¿Por qué no? Bernard es un Alfa-Más.
Además, me pidió que fuera a una de las Reservas para Salvajes con él. Siempre he deseado
ver una Reserva para Salvajes.
— Pero ¿y su mala fama? — ¿Qué me importa su reputación? — Dicen que no le gusta el Golf
de Obstáculos.
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— Dicen, dicen… — se burló Lenina. — Además, se pasa casi todo el tiempo solo, solo.
En la voz de Fanny sonaba una nota de horror. — Bueno, en todo caso no estará tan solo
cuando esté conmigo. No sé por qué todo el mundo lo trata tan mal. Yo lo encuentro muy
agradable.
Sonrió para sí; ¡cuán absurdamente tímido se había mostrado Bernard! Asustado casi, como si
ella fuese un Interventor Mundial y él un mecánico Gamma-Menos.
— Consideren sus propios gustos — dijo Mustafá Mond—. ¿Ha encontrado jamás alguno de
ustedes un obstáculo insalvable?
La pregunta fue contestada con un silencio negativo.
— ¿Alguno de ustedes se ha visto jamás obligado a esperar largo tiempo entre la concierícia
de un deseo y su satisfacción?
— Bueno… — empezó uno de los muchachos; y vaciló.
— Hable — dijo el D.I.C.—. No haga esperar a
Su Fordería.
— Una vez tuve que esperar casi cuatro semanas antes de que la muchacha que yo deseaba
me permitiera ir con ella.
— ¿Y sintió usted una fuerte emoción?
— ¡Horrible!
— Horrible; exactamente — dijo el Interventor—. Nuestros antepasados eran tan estúpidos y
cortos de miras que cuando aparecieron los primeros reformadores y ofrecieron librarles de
estas horribles emociones, no quisieron ni escucharles.
— Hablan de ella como si fuese un trozo de carne. — Bernard rechinó los dientes—. La he
probado, no la he probado. Como un cordero. La rebajan a la categoría de cordero, ni más ni
menos. Ella dijo que lo pensaría y que me contestaría esta semana. ¡Oh, Ford, Ford, Ford!
Sentía deseos de acercarse a ellos y pegarles en la cara, duro, fuerte, una y otra vez.
— De veras, te aconsejo que la pruebes — decía Henry Foster.
— ¡Es tan feo! — dijo Fanny.
— Pues a mí me gusta su aspecto. — ¡Y tan bajo !
Fanny hizo una mueca; la poca estatura era típica de las castas bajas.
— Yo lo encuentro muy simpático — dijo Lenina—. Me hace sentir deseos de mimarlo.
¿Entiendes? Como a un gato.
Fanny estaba sorprendida y disgustada.
— Dicen que alguien cometió un error cuando todavía estaba envasado; creyó que era un
Gamma y puso alcohol en su ración de sucedáneo de la sangre. Por esto es tan canijo.
33
— ¡Qué tontería!
Lenina estaba indignada.
— La enseñanza mediante el sueño estuvo prohibida en Inglaterra. Había allá algo que se
llamaba Liberalismo. El Parlamento, suponiendo que ustedes sepan lo que era, aprobó una ley
que la prohibía. Se conservan los archivos. Hubo discursos sobre la libertad, a propósito de
ello. Libertad para ser consciente y desgraciado. Libertad para ser una clavija redonda en un
agujero cuadrado.
— Pero, mi querido amigo, con mucho gusto, te lo aseguro. Con mucho gusto. — Henry Foster
dio unas palmadas al hombro del Predestinador Ayudante—. Al fin y al cabo, todo el mundo
pertenece a todo el mundo.
Cien repeticiones tres noches por semana, durante cuatro años — pensó Bernard Marx, que
era especialista en hipnopedia—. Sesenta y dos mil cuatrocientas repeticiones crean una
verdad. ¡Idiotas!
— O el sistema de Castas. Constantemente propuesto, constantemente rechazado. Existía
entonces la llamada democracia. Como si los hombres fuesen iguales no sólo
fisicoquímicamente.
— Bueno, lo único que puedo decir es que aceptaré su invitación.
Bernard los odiaba, los odiaba. Pero eran dos, y eran altos y fuertes.
— La Guerra de los Nueve Años empezó en el año 141 d. F.
— Aunque fuese verdad lo de que le pusieron alcohol en el sucedáneo de la sangre.
— Cosa que, simplemente, no puedo creer — concluyó Lenina.
— El estruendo de catorce mil aviones avanzando en formación abierta. Pero en la
Kurfurstendamm y en el Huitiéme Arrondissement, la explosión de las bombas de ántrax
apenas produce más ruido que el de una bolsa de papel al estallar,
— Porque quiero ver una Reserva de Salvajes.
— CH C H (NO)2 + Hg (CNO2) ¿a qué? Un enorme agujero en el suelo, un montón de ruinas,
algunos trozos de carne y de mucus, un pie, con la bota puesta todavía, que vuela por los aires
y aterriza, ¡plas!, entre los geranios, los geranios rojos… ¡Qué espléndida floración, aquel
verano!
— No tienes remedio, Lenina; te dejo por lo que eres.
— La técnica rusa para infectar las aguas era particularmente ingeniosa.
De espaldas, Fanny y Lenina siguieron vistiéndose en silencio.
— La Guerra de los Nueve Años, el gran Colapso Económico. Había que elegir entre Dominio
Mundial o destrucción. Entre estabilidad y …
— Fanny Crowne también es una chica estupenda — dijo el Predestinador Ayudante.
34
En las Guarderías, la lección de Conciencia de Clase Elemental había terminado, y ahora las
voces se encargaban de crear futura demanda para la futura producción industrial. Me gusta
volar — murmuraban—, me gusta volar, me gusta tener vestidos nuevos, me gusta…
— El liberalismo, desde luego, murió de ántrax.
Pero las cosas no pueden hacerse por la fuerza.
— No tan neumática como Lenina. Ni mucho menos.
— Pero los vestidos viejos son feísimos — seguía diciendo el incansable murmullo—. Nosotros
siempre tiramos los vestidos viejos. Tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es mejor que
remendarlos, tirarlos es mejor…
— Gobernar es legislar, no pegar. Se gobierna con el cerebro y las nalgas, nunca con los
puños. Por ejemplo, había la obligación de consumir, el consumo obligatorio…
— Bueno, ya estoy — dijo Lenina; pero Fanny seguía muda y dándole la espalda—. Hagamos
las paces—, querida Fanny.
— Todos los hombres, las mujeres y los niños eran obligados a consumir un tanto al año. En
beneficio de la industria. El único resultado…
— Tirarlos es mejor que remendarlos. A más remiendos, menos dinero; a más remiendos,
menos dinero; a más remiendos …
— Cualquier día — dijo Fanny, con énfasis dolorido— vas a meterte en un lío.
— La oposición consciente en gran escala. Cualquier cosa con tal de no consumir. Retorno a la
Naturaleza.
— Me gusta volar, me gusta volar.
— ¿Estoy bien? — preguntó Lenina.
Llevaba una chaqueta de tela de acetato verde botella, con puños y cuello de viscosa verde.
— Ochocientos partidarios de la Vida Sencilla fueron liquidados por las ametralladoras en
Golders Green.
— Tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es mejor que remendarlos.
— Luego se produjo la matanza del Museo Británico. Dos mil fanáticos de la cultura gaseados
con sulfuro de dicloretil.
Un gorrito de jockey verde y blanco sombreaba los ojos de Lenina; sus zapatos eran de un
brillante color verde, y muy lustrosos.
— Al fin — dijo Mustafá Mond—, los Interventores comprendieron que el uso de la fuerza era
inútil. Los métodos más lentos, pero infinitamente más seguros, de la Ectogenesia, el
condicionamiento neo-Pavloviano y la hipnopedia …
Y alrededor de la cintura, Lenina llevaba una cartuchera de sucedáneos de cuero verde,
montada en plata,
35
completamente llena (puesto que Lenina no era hermafrodita) de productos anticoncepcionales
reglamentarios.
— Al fin se emplearon los descubrimientos de Pfitzner y Kawaguchi. Una propaganda intensiva
contra la reproducción vivípara …
— ¡Perfecta… ! — gritó Fanny, entusiasmada. Nunca podía resistirse mucho rato al hechizo de
Lenina—. ¡Qué cinturón Maltusiano tan mono!
— Coordinaba con una campaña contra el Pasado; con el cierre de los museos, la voladura de
los monumentos históricos (afortunadamente la mayoría de ellos ya habían sido destruidos
durante la Guerra de los Nueve años); con la supresión de todos los libros publicados antes del
año 150 d. F….
— No cesaré hasta conseguir uno igual — dijo Fanny.
— Había una cosa que llamaban pirámides, por ejemplo.
— Mi vieja bandolera de charol…
— Y un tipo llamado Shakespeare. Claro que ustedes no han oído hablar jamás de estas
cosas.
— Es una auténtica desgracia, mi bandolera.
— Éstas son las ventajas de una educación realmente científica.
— A más remiendos, menos dinero; a más remiendos, menos …
— La introducción del primer modelo T de Nuestro Ford …
— Hace ya cerca de tres meses que lo llevo…
— …fue elegida como fecha de iniciación de la nueva Era.
— Tirarlos es mejor que remendarlos; tirarlos es mejor …
— Había una cosa, como dije antes, llamada Cristianismo.
— Tirarlos es mejor que remendarlos.
— La moral y la filosofía del subconsumo…
— Me gustan los vestidos nuevos, me gustan los vestidos nuevos, me gustan …
— Tan esenciales cuando había subproducción; pero en una época de máquinas y de la
fijación del nitrógeno, eran un auténtico crimen contra la sociedad.
— Me lo regaló Henry Foster.
— Se cortó el remate a todas las cruces y quedaron convertidas en T. Había también una cosa
llamada Díos.
— Es verdadera imitación de tafilete.
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— Ahora tenemos el Estado Mundial. Y las fiestas del Día de Ford, y los Cantos de la
Comunidad, y los Servicios de Solidaridad.
¡Ford, cómo los odio!, pensaba Bernard Marx.
— Había otra cosa llamada Cielo; sin embargo, solían beber enormes cantidades de alcohol.
Como carne; exactamente lo mismo que si fuera carne.
— Habla una cosa llamada alma y otra llamada inmortalidad.
— Pregúntale a Henry dónde lo consiguió.
— Pero solían tomar morfina y cocaína.
Y lo peor del caso es que,ella es la primera en considerarse como simple carnle.
— En el año 178 d.F., se subvencionó a dos mil farmacólogos y bioquímicos …
— Parece malhumorado — dijo el Predestinador Ayudante, señalando a Bernard Marx.
— Seis años después se producía ya comercialmente la droga perfecta.
— Vamos a tirarle de la lengua.
— Eufórica, narcótica, agradablemente alucinante.
— Estás melancólico, Marx. — La palmada en la espalda lo sobresaltó. Levantó los ojos. Era
aquel bruto de Henry Foster—. Necesitas un gramo de soma.
— Todas las ventajas del cristianismo y del alcohol; y ninguno de sus inconvenientes.
¡Ford, me gustaría matarle! Pero no hizo más que decir: No, gracias, al tiempo que rechazaba
el tubo de tabletas que le ofrecía.
— Uno puede tomarse unas vacaciones de la realidad siempre que se le antoje, y volver de las
mismas sin siquiera un dolor de cabeza o una mitología.
— Tómalo — insistió Henry Foster—, tómalo.
— La estabilidad quedó prácticamente asegurada.
— Un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos — dijo el Presidente
Ayudante, citando una frase de sabiduría hipnopédica.
— Sólo faltaba conquistar la vejez. — ¡Al cuerno! — gritó Bernard Marx. — ¡Qué picajoso!
— Hormonas gonadales, transfusión de sangre joven, sales de magnesio …
— Y recuerda que un gramo es mejor que un taco.
Y los dos salieron, riendo.
— Todos los estigmas fisiológicos de la vejez han sido abolidos. Y con ellos, naturalmente …
— No se te olvide preguntarle lo del cinturón Maltusiano — dijo Fanny.
37
— … Y con ellos, naturalmente, todas las peculiaridades mentales del anciano. Los caracteres
permanecen constantes a través de toda la vida.
— …dos vueltas de Golf de Obstáculos que terminar antes de que oscurezca. Tengo que
darme prisa.
— Trabajo, juegos… A los sesenta años nuestras fuerzas son exactamente las mismas que a
los diecisiete. En la Antigüedad, los viejos solían renunciar, retirarse, entregarse a la religión,
pasarse el tiempo leyendo, pensando… ¡Pensando!
¡Idiotas, cerdos!, se decía Bernard Marx, mientras avanzaba por el pasillo en dirección al
ascensor.
— En la actualidad el progreso es tal que los ancianos trabajan, los ancianos cooperan, los
ancianos no tienen tiempo ni ocios que no puedan llenar con el placer, ni un solo momento para
sentarse y pensar; y si por desgracia se abriera alguna rendija de tiempo en la sólida sustancia
de sus distracciones, siempre queda el soma, el delicioso soma, medio gramo para una tarde
de asueto, un gramo para un fin de semana, dos gramos para un viaje al bello Oriente, tres
para una oscura eternidad en la luna; y vuelven cuando se sienten ya al otro lado de la grieta, a
salvo en la tierra firme del trabajo y la distracción cotidianos, pasando de sensorama a
sensorama, de muchacha a muchacha neumática, de Campo de Golf Electromagnético a…
— ¡Fuera, chiquilla! — gritó el D.I.C., enojado—. ¡Fuera, peque! ¿No veis que el Interventor
está atareado? ¡Id a hacer vuestros juegos eróticos a otra parte!
— ¡Pobres chiquillos! — dijo el Interventor.
Lenta, majestuosamente, con un débil zumbido de maquinaria, los trenes seguían avanzando,
a razón de trescientos treinta y tres milímetros por hora. En la rojiza oscuridad centelleaban
innumerables rubíes.
38
CAPITULO IV
1
El ascensor estaba lleno de hombres procedentes de los Vestuarios Alfa, y la entrada de
Lenina provocó muchas sonrisas y cabezadas amistosas. Lenina era una chica muy popular, y,
en una u otra ocasión, había pasado alguna noche con casi todos ellos.
Buenos muchachos — pensaba Lenina Crowne, al tiempo que correspondía a sus saludos—.
¡Encantadores! Sin embargo, hubiese preferido que George Edzel no tuviera las orejas tan
grandes. Quizá le habían administrado una gota de más de paratiroides en el metro 328. Y
mirando a Benito Hoover no podía menos de recordar que era demasiado peludo cuando se
quitó la ropa.
Al volverse, con los ojos un tanto entristecidos por el recuerdo de la rizada negrura de Benito,
vio en un rincón el cuerpecillo canijo y el rostro melancólico de Bernard Marx.
— ¡Bernard! — exclamó, acercándose a él—. Te buscaba.
Su voz sonó muy clara por encima del zumbido del ascensor. Los demás se volvieron con
curiosidad.
— Quería hablarte de nuestro plan de Nuevo Méjico.
Por el rabillo del ojo vio que Benito Hoover se quedaba boquiabierto de asombro. ¡No me
sorprendería que esperara que le pidiera por ir con él otra vez! , se dijo Lenina. Luego, en vez
alta, y con más valor todavía, prosiguió:
— Me encantaría ir contigo toda una semana, en julio. — En todo caso, estaba demostrando
públicamente su infidelidad para con Henry. Fanny debería aprobárselo, aunque se tratara de
Bernard—. Es decir, si todavía sigues deseándome — acabó Lenina, dirigiéndole la más
deliciosamente significativa de sus sonrisas.
Bernard se sonrojó intensamente. ¿Por qué?, se preguntó Lenina, asombrada pero al mismo
tiempo conmovida por aquel tributo a su poder.
— ¿No sería mejor hablar de ello en cualquier otro sitio? — tartajeo Bernard, mostrándose
terriblemente turbado.
Como si le hubiese dicho alguna inconveniencia — pensó Lenina—. No se mostraría más
confundido si le hubiese dirigido una broma sucia, si le hubiese preguntado quién es su madre,
o algo por el estilo.
— Me refiero a que…, con toda esta gente por aquí…
39
La carcajada de Lenina fue franca y totalmente ingenua.
— ¡Qué divertido eres! — dijo; y de veras lo encontraba divertido—. Espero que cuando menos
me avises con una semana de antelación — prosiguió en otro tono—. Supongo que tomaremos
el Cohete Azul del Pacífico. ¿Despega de la Torre de Charing-T? ¿O de Hampstead?
Antes de que Bernard pudiera contestar, el ascensor se detuvo.
— ¡Azotea! — gritó una voz estridente.
El ascensorista era una criatura simiesca, que lucía la túnica negra de un semienano EpsilonMenos.
— ¡Azotea!
El ascensorista abrió las puertas de par en par. La cálida gloria de la luz de ltL tarde le
sobresaltó y le obligó a parpadear.
— ¡Oh, azotea! — repitió, como en éxtasis. Era como si, súbita y alegremente, hubiese
despertado de un sombrío y anonadante sopor—. ¡Azotea!
Con una especie de perruna y expectante adoración, levantó la cara para sonreír a sus
pasajeros.
Entonces sonó un timbre, y desde el techo del ascensor un altavoz empezó, muy suave, pero
imperiosamente a la vez, a dictar órdenes.
— Baja — dijo—. Baja. Planta decimoctava. Baja, baja. Planta decimoctava. Baja, ba…
El ascensorista cerró de golpe las puertas, pulsó un botón e inmediatamente se sumergió de
nuevo en la luz crepuscular del ascensor; la luz crepuscular de su habitual estupor.
En la azotea reinaban la luz y el calor. La tarde veraniega vibraba al paso de los helicópteros
que cruzaban los aires; y el ronroneo más grave de los cohetes aéreos que pasaban veloces,
invisibles, a través del cielo brillante, era como una caricia en el aire suave.
Bernard Marx hizo una aspiración profunda. Levantó los ojos al cielo, miró luego hacia el
horizonte azul y finalmente al rostro de Lenina.
— ¡Qué hermoso!
Su voz temblaba ligeramente.
— Un tiempo perfecto para el Golf de Obstáculos — contestó Lenina-—. Y ahora, tengo que
irme corriendo, Bernard. Henry se enfada si le hago esperar. Avísame la fecha con tiempo.
Y, agitando la mano, Lenina cruzó corriendo la espaciosa azotea en dirección a los cobertizos.
Bernard se quedó mirando el guiño fugitivo de las medias blancas, las atezadas rodillas que se
doblaban en la carrera con vivacidad, una y otra vez, y la suave ondulación de los ajustados
cortos pantalones de pana bajo la chaqueta verde botella. En su rostro aparecía una expresión
dolorida.
— ¡Estupenda chica! — dijo una voz fuerte y alegre detrás de él.
40
Bernard se sobresaltó y se volvió en redondo. El rostro regordete y rojo de Benito Hoover le
miraba sonriendo, desde arriba, sonriendo con manifiesta cordialidad. Todo el mundo sabía que
Benito tenía muy buen carácter. La gente decía de él que hubiese podido pasar toda la vida sin
tocar para nada el soma. La malicia y los malos humores de los cuales los demás debían
tomarse vacaciones nunca lo afligieron. Para
Benito, la realidad era siempre alegre y sonriente.
— ¡Y neumática, además! ¡Y cómo! — Luego, en otro tono, prosiguió-: Pero diría que estás un
poco melancólico. Lo que tú necesitas es un gramo de soma. — Hurgando en el bolsillo
derecho de sus pantalones, Benito sacó un frasquito—. Un solo centímetro cúbico cura diez
pensam… Pero, ¡eh!
Bernard, súbitamente, había dado media vuelta y se había marchado corriendo.
Benito se quedó mirándolo. ¿Qué demonios le pasa a ese tipo?, se preguntó, y, moviendo la
cabeza, decidió que lo que contaban de que alguien había introducido alcohol en el sucedáneo
de la sangre del muchacho debía ser cierto. Le afectó el cerebro, supongo.
Volvió a guardarse el frasco de soma, y sacando un paquete de goma de mascar a base de
hormona sexual, se llevó una pastilla a la boca y, masticando, se dirigió hacia los cobertizos.
Henry Foster ya había sacado su aparato del cobertizo, y, cuando Lenina llegó, estaba sentado
en la cabina de piloto, esperando.
— Cuatro minutos de retraso — fue todo lo que dijo.
Puso en marcha los motores y accionó los mandos del helicóptero. El aparato ascendió
verticalmente en el aire. Henry aceleró; el zumbido de la hélice se agudizó, pasando del
moscardón a la avispa, y de la avispa al mosquito; el velocímetro indicaba que ascendían a una
velocidad de casi dos kilómetros por minuto. Londres se empequeñecía a sus pies. En pocos
segundos, los enormes edificios de tejados planos se convirtieron en un plantío de hongos
geométricos entre el verdor de parques y jardines. En medio de ellos, un hongo de tallo alto,
más esbelto, la Torre de Charing-T, que levantaba hacia el cielo un disco de reluciente cemento
armado.
Como vagos torsos de fabulosos atletas, enormes nubes carnosas flotaban en el cielo azul, por
encima de sus cabezas. De una de ellas salió de pronto un pequeño insecto escarlata, que caía
zumbando.
— Ahí está el Cohete Rojo — dijo Henry— que llega de Nueva York. Lleva siete minutos de
retraso — agregó—.
Es escandalosa la falta de puntualidad de esos servicios atlánticos.
Retiró el pie del acelerador. El zumbido de las palas situadas encima de sus cabezas
descendió una octava y media, volviendo a pasar de la abeja al moscardón, y sucesivamente al
abejorro, al escarabajo volador y al ciervo volante. El movimiento ascensional del aparato se
redujo; un momento después se hallaban inmóviles, suspendidos en el aire. Henry movió una
palanca y sonó un chasquido. Lentamente al principio, después cada vez más de prisa hasta
que se formó una niebla circular ante sus ojos, la hélice situada delante de ellos empezó a
girar. El viento producido por la velocidad horizontal silbaba cada vez más agudamente en los
estays. Henry no apartaba los ojos del contador de revoluciones; cuando la aguja alcanzó la
41
señal de los mil doscientos, detuvo la hélice del helicóptero. El aparato tenía el suficiente
impulso hacia delante para poder volar sostenido solamente por sus alas.
Lenina miró hacia abajo a través de la ventanilla situada en el suelo, entre sus pies. Volaban
por encima de la zona de seis kilómetros de parque que separaba Londres central de su primer
anillo de suburbios satélites. El verdor aparecía hormigueante de vida, de una vida que la visión
desde lo alto hacía aparecer achatada.
Bosques de torres de Pelota Centrífuga brillaban entre los árboles.
— ¡Qué horrible es el color caqui! — observó Lenina, expresando en voz alta los prejuicios
hipnopédicos de su propia casta.
Los edificios de los Estudios de Sensorama de Houslow cubrían siete hectáreas y media. Cerca
de ellos, un ejército negro y caqui de obreros se afanaba revitrificando la superficie de la Gran
Carretera del Oeste. Cuando pasaron volando por encima de ellos, estaban vaciando un
gigantesco crisol portátil. La piedra fundida se esparcía en una corriente de incandescencias
cegadoras por la superficie de la carretera; las apisonadoras de amianto iban y venían; tras un
camión de riego debidamente aislado, el vapor se levantaba en nubes blancas.
En Brentford, la factoría de la Corporación de Televisión parecía una pequeiía ciudad.
— Deben de relevarse los turnos — dijo Lenina.
Como áfidos y hormigas, las muchachas Garrimas, color verde hoja, y los negros Semienanos
pululaban alrededor de las entradas, o formaban cola para ocupar sus asientos en los tranvías
monorraíles. Betas-Menos de color de mora iban y venían entre la multitud.
Diez minutos después se hallaban en Stoke Poges y habían empezado su primera partida de
Golf de Obstáculos.
2
Bernard cruzó la azotea con los ojos bajos casi todo el tiempo, o desviándolos inmediatamente
si por azar tropezaban con alguna criatura humana. Era como un hombre perseguido, pero
perseguido por enemigos que no deseaba ver, porque sabía que los vería todavía más hostiles
de lo que había supuesto, lo que le haría sentirse más culpable y más irremediablemente solo.
¡Ese antipático de Benito Hoover! Y, sin embargo, el muchacho no había tenido mala intención.
Lo cual, en cierta manera, empeoraba aún más las cosas. Los que le querían bien se
comportaban lo mismo que los que se querían mal. Hasta Lenina le hacía sufrir. Bernard
recordaba aquellas semanas de tímida indecisión, durante las cuales había esperado, deseado
o desesperado de tener jamás el valor suficiente para declarársele. ¿Se atrevería a correr el
riesgo de ser humillado por una negativa despectiva? Pero si Lenina le decía que sí, ¡qué
éxtasis el suyo! Bien, ahora Lenina ya le había dado el sí, y, sin embargo, Bernard seguía
sintiéndose desdichado, desdichado porque Lenina había juzgado que aquella tarde era
estupenda para jugar al Golf de Obstáculos, porque se había alejado corriendo para reunirse
con Henry Foster, porque lo había considerado a él divertido por el hecho de no querer discutir
sus asuntos más íntimos en público. En suma, desdichado porque Lenina se había comportado
como cualquier muchacha inglesa sana y virtuosa debía comportarse, y no de otra manera
anormal.
42
Bernard abrió la puerta de su cobertizo y llamó a una pareja de ociosos ayudantes Delta-Menos
para que sacaran su aparato de la azotea. El personal de los cobertizos pertenecía a un mismo
Grupo Bokanovski, y los hombres eran mellizos, igualmente bajos, morenos y feos. Bernard les
dio las órdenes pertinentes en el tono áspero, arrogante y hasta ofensivo de quien no se siente
demasiado seguro de su superioridad. Para Bernard, tener tratos con miembros de castas
inferiores, resultaba siempre una experiencia sumamente dolorosa. Por la causa que fuera (y
las murmuraciones acerca de la mezcla de alcohol en su dosis de sucedáneo de sangre
probablemente eran ciertas, porque un accidente siempre es posible), el físico de Bernard
apenas era un poco mejor que el del promedio de Gammas. Era ocho centímetros más bajo
que el patrón Alfa, y proporcionalmente menos corpulento. El contacto con los miembros de las
castas inferiores le recordaba siempre dolorosajnente su insuficiencia física. Yo soy yo, y
desearía no serlo. La conciencia que tenía de sí mismo era muy aguda y dolorosa. Cada vez
que se descubría a sí mismo mirando horizontalmente y no de arriba abajo a la cara de un
Delta, se sentía humillado. ¿Le trataría aquel ser con el respeto debido a su casta? La incógnita
lo atormentaba. No sin razón. Porque los Gammas, los Deltas y los Epsilones habían sido
condicionados de modo que asociaran la masa corporal con la superioridad social. De hecho,
un débil prejuicio hipnopédico en favor de las personas voluminosas era universal. De ahí las
risas de las mujeres a las cuales hacía proposiciones, y las bromas de sus iguales entre los
hombres. Las burlas le hacían sentirse como un forastero; y, sintiéndose como un forastero, se
comportaba como tal, cosa que aumentaba el desprecio y la hostilidad que suscitaban sus
defectos físicos. Lo cual, a su vez, acrecentaba su sensación de soledad y extranjería. Un
temor crónico a ser desairado le inducía a eludir la compañía de sus iguales, y a mostrarse
excesivamente consciente de su dignidad en cuanto se refería a sus inferiores.
¡Cuán amargamente envidiaba a hombres como Henry Foster y Benito Hoover!
Perezosamente, o así se lo pareció a él, y a regañadientes, los mellizos sacaron su avión a la
azotea.
— ¡De prisa! — dijo Bernard, irritado.
Uno de los dos hombres lo miró. ¿Era una especie de bestial irrisión lo que Bernard captó en
aquellos ojos grises sin expresión?
— ¡De prisa! — gritó más fuerte.
Y en suvoz sonó una desagradable ronquera.
Subió al avión y, un minuto después, volaba en dirección Sur, hacia el río.
Las diversas Oficinas de Propaganda y la Escuela de Ingeniería Emocional se albergaban en
un mismo edificio de sesenta plantas, en Fleet Strcet. En los sótanos y en los pisos bajos se
hallaban las prensas y las redacciones de los tres grandes diarios londinenses: El Radio
Horario, el periódico de las clases altas, la Gazeta Gamma, verde pálido, y El Espejo Delta,
impreso en papel caqui y exclusivamente con palabras de una sola sílaba. Después venían las
Oficinas de Propaganda por Televisión, por Sensorama, y por Voz y Música Sintéticas,
respectivamente: veintidós pisos de oficinas. Encima de éstos se hallaban los laboratorios de
investigación y las salas almohadilladas en las cuales los Escritores de Pistas Sonoras y los
Compositores Sintéticos realizaban su delicada labor. Los dieciocho pisos superiores estaban
ocupados por la Escuela de Ingeniería Emocional.
Bernard aterrizó en la azotea de la Casa de la Propaganda y se apeó de su aparato.
43
— Llama a Mr. Helmholtz Watson — ordenó al portero Gamma-Más— y dile que Mr. Bernard
Marx le espera en la azotea.
Se sentó y encendió un cigarrillo.
Helmholtz Watson estaba escribiendo cuando le llegó el mensaje.
— Dile que voy inmediatamente — contestó. Y colgó el receptor. Después, volviéndose hacia
su secretaria, prosiguió en el mismo tono oficial e impersonal-: Usted se ocupará de retirar mis
cosas.
E ignorando la luminosa sonrisa de la muchacha, se levantó y se dirigió vivamente hacia la
puerta.
Era un hombre corpulento, de pecho abombado, espaldas anchas, macizo, y, sin embargo,
rápido en sus movimientos, ágil, flexible. La fuerte y bien redondeada columna de su cuello
sostenía una cabeza muy bien formada. Tenía los cabellos negros y rizados, y los rasgos
faciales muy marcados. Su apostura era agresiva, enfática; era guapo, y, como su secretaria
nunca se cansaba de repetir, era, centímetro a centímetro, el prototipo de Alfa-Más. Profesor
en la Escuela de Ingeniería Emocional (Departamento de Escritura), en los intervalos de sus
actividades profesorales ejercía como Ingeniero de Emociones. Escribía regularmente para El
Radio Horario, componía guiones para el Sensorama, y tenía un certero instinto para los
slogans y las aleluyas hipnopédicas. Competente, era el veredicto de sus superiores. Y,
moviendo la cabeza y bajando significativamente la voz, añadían: Quizá demasiado
competente.
Sí, un tanto demasiado; tenían razón. Un exceso mental había producido en Helmholtz Watson
efectos muy similares a los que en Bernard Marx eran el resultado de un defecto físico. Su
inferioridad ósea y muscular había aislado a Bernard de sus semejantes, y aquella sensación
de separación, que era, en relación con los standards normales, un exceso mental, se convirtió
a su vez en causa de una separación más acusada.
Lo que hacía a Helmholtz tan incómodamente consciente de su propio yo y de su soledad era
su desmedida capacidad. Lo que los dos hombres tenían en común era el conocimiento de cue
eran individuos. Pero en tanto que la deficiencia física de Bernard había producido en él,
durante toda su vida, aquella conciencia de ser diferente, Helmholtz Watson no se había dado
cuenta hasta fecha muy reciente de su superioridad mental y de su consiguiente diferenciación
con respecto a la gente que le rodeaba. Aquel campeón de pelota sobre pista móvil, aquel
amante infatigable (se decía que había tenido seiscientas cuarenta amantes diferentes en
menos de cuatro años), aquel admirable miembro de comité, que se llevaba bien con todo el
mundo, había comprendido súbitamente que el deporte, las mujeres y las actividades
comunales se hallaban, en lo que a él se refería, únicamente en segundo término. En el fondo
le interesaba otra cosa. Pero ¿qué? Éste era el problema que Bernard había ido a discutir con
él, o, mejor, puesto que Helmholtz llevaba siempre todo el peso de la conversación, a escuchar
cómo, una vez más, lo discutía su amigo.
Tres muchachas encantadoras de la Oficina de Propaganda mediante la Voz. Sintética le
cortaron el paso cuando salió del ascensor.
— Querido Helmholtz, ven con nosotras a una cena campestre en Exmoor.
Lo rodeaban, implorándole. Pero Helmholtz movió la cabeza y se abrió paso.
44
— No, no.
— No invitamos a ningún otro hombre.
Pero Helmholtz no se dejó convencer ni siquiera por esta deliciosa perspectiva.
— No — repitió—. Tengo que hacer.
Y siguió avanzando resueltamente. Las muchachas lo siguieron. Y hasta que hubo subido al
avión de Bernard no abandonaron la persecución. Y no sin reproches.
— ¡Esas mujeres! — exclamó, al tiempo que el aparato ascendía en los aires—. ¡Esas mujeres!
— Movió la cabeza y frunció el ceño—. ¡Son terribles!
Bernard, hipócritamente, se mostró de acuerdo, aunque en el fondo no hubiese deseado otra
cosa que poder tener tantas amigas como Helmholtz y con idéntica facilidad. De pronto, se
sintió impulsado a vanagloriarse.
— Me llevaré a Lenina Crowne a Nuevo Méjico conmigo — dijo en un tono que quería aparecer
indiferente.
— ¿Sí? — dijo Helmholtz, sin el menor interés. Y, tras una breve pausa, prosiguió-: Desde hace
una o dos semanas he dejado los comités y las muchachas. No puedes imaginarte el alboroto
que ello ha producido en la Escuela. Y, sin embargo, creo que ha merecido la pena. Los
efectos… — Vaciló—. Bueno, son curiosos, muy curiosos.
Una deficiencia física puede producir una especie de exceso mental. Al parecer, el proceso era
reversible.
Un exceso mental podía producir, en bien de sus propios fines, la voluntaria ceguera y sordera
de la soledad deliberada, la impotencia artificial del ascetismo.
El resto del breve vuelo transcurrió en silencio. Cuando llegaron y se hubieron acomodado en
los divanes neumáticos de la habitación de Bernard, Helmholtz reanudó su disquisición.
Hablando muy lentamente, preguntó:
— ¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti había algo que sólo esperaba que le
dieras una oportunidad para salir al exterior? ¿Una especie de energía adicional que no
empleas, como el agua que se desploma por una cascada en lugar de caer a través de las
turbinas?
Y miró a Bernard interrogadoramente.
— ¿Te refieres a todas las emociones que uno podría sentir si las cosas fuesen de otro modo?
Helmholtz movió la cabeza.
— No es esto exactamente. Me refiero a un sentimiento extraño que experimento de vez en
cuando, el sentimiento de que tengo algo importante que decir y de que estoy capacitado para
decirlo; sólo que no sé de qué se trata y no puedo emplear mi capacidad. Si hubiese alguna
otra manera de escribir… O alguna otra cosa sobre la cual escribir… — Guardó silencio unos
instantes, y, al fin, prosiguió-: Soy muy experto en la creación de frases; encuentro esa clase de
palabras que le hacen saltar a uno como si se hubiese sentado en un alfiler, que parecen
45
nuevas y excitantes aun cuando se refieran a algo que es hipnopédicamente obvio. Pero esto
no me basta. No basta que las frases sean buenas; también debe ser bueno lo que se hace
con ellas.
— Pero lo que tú escribes es útil, Helmholtz.
— Para lo que está destinado, sí. — Se encogió de hombros Helmholtz—. Pero su destino, ¡es
tan poco trascendente! No son cosas importantes. Y yo tengo la sensación de que podría hacer
algo mucho más importante. Sí, y más intenso, más violento. Pero, ¿qué? ¿Qué se puede
decir, que sea más importante? ¿Y cómo se puede ser violento tratando de las cosas que
esperan que uno escriba? Las palabras pueden ser como los rayos X, si se emplean
adecuadamente: pasan a través de todo. Las lees y te traspasan. Esta es una de las cosas que
intento enseñar a mis alumnos: a escribir de manera penetrante. Pero, ¿de qué sirve que te
penetre un artículo sobre un Canto de Comunidad, o la última mejora en los órganos de
perfumes? Además, ¿es posible hacer que las palabras sean penetrantes como los rayos X,
más potentes cuando se escribe acerca de cosas como éstas? ¿Cabe decir algo acerca de
nada? A fin de cuentas, éste es el problema.
— ¡Silencio! — dijo Bernard—. Creo que hay alguien en la puerta — susurró.
Helmholtz se puso en pie, cruzó la estancia de puntillas, y con un movimiento rápido y brusco
abrió la puerta de par en par. Naturalmente, no había nadie.
— Lo siento — dijo Bernard, sintiéndose en ridículo—. Supongo que estoy un poco nervioso.
Cuando la gente empieza a sospechar de uno, acabas por sospechar también de todos.
Se pasó una mano por los ojos, suspiró y su voz se hizo quejumbroso. Se justificaba.
— Si supieras todo lo que he tenido que aguantar últimamente… — dijo, casi llorando; y la
marea ascendente de su autocompasión era como si se hubiese derrumbado la presa de un
embalse—. ¡Si lo supieras!
Helmholtz le escuchaba con cierta sensación de incomodidad. ¡Pobrecillo Bernard!, se dijo.
Pero al mismo tiempo se sentía avergonzado por su amigo. Bernard debía dar muestras de
tener un poco más de orgullo.
46
CAPITULO V
1
Hacia las ocho de la noche la luz empezó a disminuir. Los altavoces de la torre del Edificio del
Club de Stoke Poges anunciaron con voz atenorada, más aguda de lo normal, en el hombre, el
cierre de los campos de golf. Lenina y Henry abandonaron su partida y se dirigieron hacia el
Club. De las instalaciones del Trust de Secreciones Internas y Externas llegaban los mugidos
de los millares de animales que proporcionaban, con sus hormonas y su leche, la materia prima
necesaria para la gran factoría de Farnham Royal.
Un incesante zumbido de helicópteros llenaba el aire teñido de luz crepuscular. Cada dos
minutos y medio, un timbre y unos silvidos anunciaban da marcha de uno de los trenes
monorraíles ligeros que llevaban a los jugadores de golf de casta inferior de vuelta a la
metrópoli.
Lenina y Henry subieron a su aparato y despegaron. A doscientos cincuenta metros de altura,
Henry redujo las revoluciones de la hélice y permanecieron suspendidos durante uno o dos
minutos sobre el paisaje que iba disipándose. El bosque de Burham Beeches se extendía como
una gran laguna de oscuridad hacia la brillante ribera del firmamento occidental. Escarlatas en
el horizonte, los restos de la puesta de sol palidecían, pasando por el color anaranjado, amarillo
más arriba, y finalmente verde pálido, acuoso. Hacia el Norte, más allá y por encima de los
árboles, la fábrica de Secreciones Internas y Externas resplandecía con un orgulloso brillo
eléctrico que procedía de todas las ventanas de sus veinte plantas. Saliendo de la bóveda de
cristal, un tren iluminado se lanzó al exterior. Siguiendo su rumbo Sudeste a través de la oscura
llanura, sus miradas fueron atraídas por los majestuosos edificios del Crematorio de Slough.
Con vistas a la seguridad de los aviones que circulaban de noche, sus cuatro altas chimeneas
aparecían totalmente iluminadas y coronadas con señales de peligro pintadas en color rojo.
Eran un excelente mojón.
— ¿Por qué las chimeneas tienen esa especie de balcones alrededor? — preguntó Lenina.
— Recuperación del fósforo — explicó Henry telegráficamente—. En su camino ascendente por
la chimenea, los gases pasan por cuatro tratamientos distintos. El P2 O5 antes se perdía cada
vez que había una cremación. Actualmente se recupera más del noventa y ocho por ciento del
mismo. Más de kilo y medio por cada cadáver de adulto. En total, casi cuatrocientas toneladas
de fósforo anuales, sólo en Inglaterra. — Henry hablaba con orgullo, gozando de aquel triunfo
como si hubiese sido suyo propio—. Es estupendo pensar que podemos seguir siendo
socialmente útiles aun después de muertos. Que ayudamos al crecimiento de las plantas.
Mientras tanto, Lenina había apartado la mirada y ahora la dirigía’perpendicularmente a la
estación del monorraíl.
47
— Sí, es estupendo — convino—. Pero resulta curioso que los Alfas y Betas no hagan crecer
más las plantas que esos asquerosos Gammas, Deltas y Epsilones de aquí.
— Todos los hombres son físicoquimicamente iguales — dijo Henry sentenciosamente—.
Además, hasta los Epsilones ejecutan servicios indispensables.
— Hasta los Epsilones…
Lenina recordó súbitamente una ocasión en que, siendo todavía una niña, en las escuela, se
había despertado en plena noche y se había dado cuenta, por primera vez, del susurro que
acosaba todos sus sueños. Volvió a ver el rayo de luz de luna, la hilera de camitas blancas; oyó
de nuevo la voz suave, suave, que decía (las palabras seguían presentes, no olvidadas,
inolvidables después de tantas repeticiones nocturnas): Todo el mundo trabaja para todo el
mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones son útiles. No podíamos pasar
sin los Epsilones. Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie
… Lenina recordaba su primera impresión de temor y de sorpresa; sus reflexiones durante
media hora de desvelo; y después, bajo la influencia de aquellas repeticiones interminables, la
gradual sedación de la mente, la suave aproximación del sueño…
— Supongo que a los Epsilones no les importa ser Epsilones — dijo en voz alta.
— Claro que no. Es imposible. Ellos no saben en qué consiste ser otra cosa. A nosotros sí nos
importaría, naturalmente. Pero nosotros fuimos condicionados de otra manera. Además,
partimos de una herencia diferente.
— Me alegro de no ser una Epsilon — dijo Lenina, con acento de gran convicción.
— Y si fueses una Epsilon — dijo Henry— tu condicionamiento te induciría a alegrarte
igualmente de no ser una Beta o una Alfa.
Puso en marcha la hélice delantera y dirigió el aparato hacia Londres. Detrás de ellos, a
poniente, los tonos escarlata y anaranjado casi estaban totalmente marchitos; una oscura faja
de nubes había ascendido por el cielo. Cuando volaban por encima del Crematorio, el aparato
saltó hacia arriba, impulsado por la columna de aire caliente que surgía de las chimeneas, para
volver a bajar bruscamente cuando penetró en la corriente de aire frío inmediata.
— ¡Maravillosa montaña rusa! — exclamó Lenina riendo complacida.
Pero el tono de Henry, por un momento, fue casi melancólico.
— ¿Sabés en qué consiste esta montaña rusa? — dijo—. Es un ser humano que desaparece
definitivamente. Esto era ese chorro de aire caliente. Sería curioso saber quién había sido, si
hombre o mujer, Alfa o Epsilon…
— Suspiró, y después, con voz decididamente alegre, concluyó-: En todo caso, de una cosa
podemos estar seguros, fuese quien fuese, fue feliz en vida. Todo el mundo es feliz,
actualmente.
— Sí, ahora todo el mundo es feliz — repitió Lenina como un eco.
Habían oído repetir estas mismas palabras ciento cincuenta veces cada noche durante doce
años.
48
Después de aterrizar en la azotea de la casa de apartamentos de Henry, de cuarenta plantas,
en Westminster, pasaron directamente al comedor. En él, en alegre y ruidosa compañía, dieron
cuenta de una cena excelente. Con el café sirvieron soma. Lenina tomó dos tabletas de medio
gramo, y Henry, tres. A las nueve y veinte cruzaron la calle en dirección al recién inaugurado
Cabaret de la Abadía de Westminster. Era una noche casi sin nubes, sin luna y estrellas; pero,
afortunadamente, Lenina y Henry no se dieron cuenta de este hecho más bien deprimente. Los
anuncios luminosos, en efecto, impedían la visión de las tinieblas exteriores. Calvin Stopes y
sus Dieciséis Saxofonistas. En la fachada de la nueva Abadía, las letras gigantescas
destellaban acogedoramente. El mejor órgano de colores y perfumes. Toda la Música Sintética
más reciente.
Entraron. El aire parecía cálido y casi irrespirable a fuerza de olor de ámbar gris v madera de
sándalo. En el techo abovedado del vestíbulo, el órgano de color había pintado
momentáneamente una puesta de sol tropical. Los Dieciséis Saxofonistas tocaban una vieja
canción de éxito: No hay en el mundo un Frasco como mi querido Frasquito. Cuatrocientas
parejas bailaban un fivestep sobre el suelo brillante, pulido. Lenina y Henry se sumaron pronto
a los que bailaban. Los saxofones maullaban como gatos melódicos bajo la luna, gemían en
tonos agudos, atenorados, como en plena aconía. Con gran riqueza de sones armónicos, su
trémulo coro ascendía hacia un clímax, cada vez más alto, más fuerte, hasta que al final, con
un gesto de la mano, el director daba suelta a la última nota estruendoso de música etérea y
borraba de la existencia a los dieciséis músicos, meramente humanos. Un trueno en la bemol
mayor. Luego, seguía una deturgescencia gradual del sonido y de la luz, un diminuendo que se
deslizaba poco a poco, en cuartos de tono, bajando, bajando, hasta llegar a un acorde
dominante susurrado débilmente, que persistía (mientras los ritmos de cinco por cuatro seguían
sosteniendo el pulso, por debajo), cargando los segundos ensombrecidos por una intensa
expectación. Y, al fin, la expectación llegó a su término. Se produjo un amanecer explosivo, y,
simultáneamente, los dieciséis rompieron a cantar:
¡Frasco mío, siempre te he deseado!
Frasco mío, ¿por qué fui decantado?
El cielo es azul dentro de ti,
y reina siempre el buen tiempo; porque
no hay en el mundo ningún Frasco
que a mi querido Frasco pueda compararse.
Pero mientras seguían el ritmo, junto con las otras cuatrocientas parejas, alrededor de la pista
de la Abadía de Westminster, Lenina y Henry bailaban ya en otro mundo, el mundo cálido
abigarrado, infinitamente agradable, de las vacaciones del soma. ¡Cuán amables, guapos y
divertidos eran todos! ¡Frasco mío, siempre te he deseado! Pero Lenina y Henry tenía ya lo que
deseaban… En aquel preciso momento, se hallaban dentro del frasco, a salvo, en su interior,
gozando del buen tiempo y del cielo perennemente azul. Y cuando, exhaustos, los Dieciséis
dejaron los saxofones y el aparato de Música Sintética empezó a reproducir las últimas
creaciones en Blues Malthusianos lentos, Lenina y Henry hubieran podido ser dos embriones
mellizos que girasen juntos entre las olas de un océano embotellado de sucedáneo de la
sangre.
49
— Buenas noches, queridos amigos. Buenas noches, queridos amigos… — Los altavoces
velaban sus órdenes bajo una cortesía campechana y musical—. Buenas noches, queridos
amigos…
Obedientemente, con todos los demás, Lenina y Henry salieron del edificio. Las deprimentes
estrellas habían avanzado un buen trecho en su ruta celeste. Pero aunque el muro aislante de
los anuncios luminosos se había desintegrado ya en gran parte, los dos jóvenes conservaron
su feliz ignorancia de la noche.
Ingerida media hora antes del cierre, aquella segunda dosis de soma había levantado un muro
impenetrable entre el mundo real y sus mentes. Metido en su frasco ideal, cruzaron la calle;
igualmente enfrascados subieron en el ascensor al cuarto de Henry, en la planta número
veintiocho. Y, a pesar de seguir enfrascada y de aquel segundo gramo de soma, Lenina no se
olvidó de tomar las precauciones anticoncepcionales reglamentarias. Años de hipnopedia
intensiva, y, de los doce años a los dieciséis, ejercicios malthusianos tres veces por semana,
habían llegado a hacer tales precauciones casi automáticas e inevitables como el parpadeo.
— Esto me recuerda — dijo al salir del cuarto de baño— que Fanny Crowne quiere saber
dónde encontraste esa cartuchera de sucedáneo de cuero verde que me regalaste.
2
Un jueves sí y otro no, Bernard tenía su día de Servicio y Solidaridad. Después de cenar
temprano en el Aphroditaeum (del cual Helmholtz había sido elegido miembro de acuerdo con
la Regla 2ª), se despidió de su amigo y, llamando un taxi en la azotea, ordenó al conductor que
volara hacia la Cantoría Comunal de Fordson. El aparato ascendió unos doscientos metros,
luego puso rumbo hacia el Este, y, al dar la vuelta, apareció ante los ojos de Bernard,
gigantesca y hermosa, la Cantoría.
¡Maldita sea, llego tarde!, exclamó Bernard para sí cuando echó una ojeada al Big Henry, el
reloj de la Cantoría. Y, en efecto, mientras pagaba el importe de la carrera, el Big Henry dio la
hora. Ford cantó una inmensa voz de bajo a través de las trompetas de oro. Ford, Ford, Ford …
nueve veces. Bernard se dirigió corriendo hacia el ascensor.
El gran auditorium para las celebraciones del Día de Ford y otros Cantos Comunitarios masivos
se hallaba en la parte más baja del edificio. Encima de esta sala enorme se hallaban, cien en
cada planta, las siete mil salas utilizadas por los Grupos de Solidaridad para sus servicios
bisemanales. Bernard bajó al piso treinta y tres, avanzó apresuradamente por el pasillo y se
detuvo, vacilando un instante, ante la puerta de la sala número 3.210; después, tomando una
decisión, abrió la puerta y entró.
Gracias a Ford, no era el último. Tres sillas de las doce dispuestas en torno a una mesa circular
permanecían desocupadas. Bernard se deslizó hasta la más cercana, procurando llamar la
atención lo menos posible, y disponiéndose a mostrar un ceño fruncido a los que llegarían
después.
Volviéndose hacia él, la muchacha sentada a su izquerda le preguntó:
— ¿A qué has jugado esta tarde? ¿A Obstáculos o a Electro-magnético?
Bernard la miró (¡Ford!, era Morgana Rotschild), y, sonrojándose, tuvo que reconocer que no
había jugado ni a lo uno ni a lo otro. Morgana le miró asombrada. Y siguió un penoso silencio.
50
Después, intencionadamente, se volvió de espaldas y se dirigió al hombre sentado a su
derecha, de aspecto más deportivo.
Buen principio para un Servicio de Solidaridad, pensó Bernard, compungido, y previó que
volvería a fracasar en sus intentos de comunión con sus compañeros. ¡Si al menos se hubiese
concedido tiempo para echar una ojeada a los reunidos, en lugar de deslizarse hasta la silla
más próxima! Hubiera podido sentarse entre Fifi Bradlaugh y Joanna Diesel. Y en lugar de
hacerlo así había tenido que sentarse precisamente al lado de Morgana ¡Morgaiza! ¡Ford!
¡Aquellas cejas negras de la muchacha! ¡O aquella ceja, mejor, porque las dos se unían encima
de la nariz! ¡Ford! Y a su derecha estaba Clara Deterding. Cierto que las cejas de Clara no se
unían en una sola. Pero, realmente, era demasiado neumática. En tanto que Fifi y Joanna
estaban muy bien. Regordetas, rubias, no demasiado altas… ¡Y aquel patán de Tom
Kawaguchi había tenido la suerte de poder sentarse entre ellas!
La última en llegar fue Sarojini Engels.
— Llega usted tarde — dijo el presidente del Grupo con severidad—. Que no vuelva a ocurrir.
El presidente se levantó, hizo la señal de la T y, poniendo en marcha la música sintética, dio
suelta al suave e incansable redoblar de los tambores y al coro de instrumentos — casiviento y
supercuerda— que repetía con estridencia, una y otra vez, la breve e inevitablemente pegadiza
melodía del Primer Himno de Solidaridad.
Una y otra vez, y no era ya el oído el que captaba el ritmo, sino el diafragma; el quejido y
estridor de aquellas armonías repetidas obsesionaba, no ya la mente, sino las suspirantes
entrañas de compasión.
El presidente hizo otra vez la señal de la T y se sentó. El servicio había empezado. Las tabletas
de soma consagradas fueron colocadas en el centro de la mesa. La copa del amor llena de
soma en forma de helado de fresa pasó de mano en mano, con la fórmula: Bebo por mi
aniquilación. Luego, con el acompañamiento de la orquesta sintética, se cantó el Primer Himno
de Solidaridad:
Ford, somos doce; haz de nosotros uno solo,
como gotas en el Río Social;
haz que corramos juntos, rápidos
como tu brillante carraca.
Doce estrofas suspirantes. Después la copa del amor pasó de mano en mano por segunda vez.
Ahora la fórmula era: Bebo por el Ser Más Grande. Todos bebieron. La música sonaba,
incansable. Los tambores redoblaron. El clamor y el estridor de las armonías se convertían en
una obsesión en las entrañas fundidas. Cantaron el Segundo Himno de Solidaridad:
¡Ven, oh Ser Más Grande, Amigo Social,
a aniquilar a los Doce-en-Uno!
Deseamos morir, porque cuando morimos nuestra
vida nids grande apenas ha empezado.
51
Otras doce estrofas. A la sazón el soma empezaba ya a producir efectos. Los ojos brillaban, las
mejillas ardían, la luz interior de la benevolencia universal asomaba a todos los rostros en
forma de sonrisas felices, amistosas. Hasta Bernard se sentía un poco conmovido. Cuando
Morgana Rotschild se volvió y le dirigió una sonrisa radiante, él hizo lo posible por
corresponderle. Pero la ceja, aquella ceja negra, única, ¡ay!, seguía existiendo. Bernard no
podía ignorarla; no podía, por mucho que se esforzara. Su emoción, su fusión con los demás
no había llegado lo bastante lejos. Tal vez si hubiese estado sentado entre Fifi y Joanna… Por
tercera vez la copa del amor hizo la ronda. Bebo por la inminencia de su Advenimiento, dijo
Morgana Rotschild, a quien, casualmente, había correspondido iniciar el rito circular. Su voz
sonó fuerte, llena de exultación. Bebió y pasó la copa a Bernard. Bebo por la inminencia de su
Advenimiento, repitió éste en un sincero intento de sentir que el Advenimiento era inminente;
pero la ceja única seguía obsesionándole, y el Advenimiento, en lo que a él se refería, estaba
terriblemente lejano. Bebió y pasó la copa a Clara Deterding. Volveré a fracasar — se dijo—.
Estoy seguro. Pero siguió haciendo todo lo posible por mostrar una sonrisa radiante.
La copa del amor había dado ya la vuelta.
Levantando la mano, el presidente dio una señal; el coro rompió a cantar el Tercer Himno de
Solidaridad:
¿No sientes como llega el Ser Más Grande?
¡Alégrate, y, al alegrarte, muere!
¡Fúndete en la música de los tambores!
Porque yo soy tú y tú eres yo.
A cada nuevo verso aumentaba en intensidad la excitación de las voces. El presidente alargó la
mano, y de pronto una Voz, una Voz fuerte y grave, más musical que cualquier otra voz
meramente humana, más rica, más cálida, más vibrante de amor, de deseo, y de compasión,
una voz maravillosa, misteriosa, sobrenatural, habló desde un punto situado por encima de sus
cabezas. Lentamente, muv lentamente, dijo: ¡Oh, Ford, Ford, Ford!, en una escala que
descendía y disminuía gradualmente. Una sensación de calor irradió, estremecedora, desde el
plexo solar a todos los miembros de cada uno de los cuerpos de los oyentes; las lágrimas
asomaron en sus ojos; sus corazones, sus entrañas, parecían moverse en su interior, como
dotados de vida propia… ¡Ford!, se fundían… ¡Ford!, se disolvían… Después, en otro tono,
súbitamente, provocando un sobresalto, la Voz trompeteó: ¡Escuchad! ¡Escuchad! Todos
escucharon. Tras una pausa, la voz bajó hasta convertirse en un susurro, pero un susurro en
cierto modo más penetrante que el grito más estentóreo. Los pies del Ser Más Grande,
prosiguió la Voz. El susurro casi expiró. Los pies del Ser Más Grande están en la escalera. Y
volvió a hacerse el silencio; y la expectación, momentáneamente relajada, volvió a hacerse
tensa, cada vez más tensa, casi hasta el punto de desgarramiento. Los pies del Ser Más
Grande… ¡Oh, sí, los oían, oían sus pisadas, bajando suavemente la escalera, acercándose
progresivamente por la invisible escalera! Los pies del Ser Más Grande. Y, de pronto, se
alcanzó el punto de desgarramiento. Con los ojos y los labios abiertos, Morgana Rotschild saltó
sobre sus pies.
— ¡Lo oigo! — gritó—. ¡Lo oigo! — ¡Viene! — chilló Sarojini Engels. — ¡Sí, viene, lo oigo!
Fifi Bradlaugh y Tom Kawaguchi se levantaron.
— ¡Oh, oh, ohl — exclamó Joanna.
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— ¡Viene! — exlamó Jim Bokanovsky.
El presidente se inclinó hacia delante, y, pulsando un botón, soltó un delirio de címbalos e
instrumentos de metal, una fiebre de tantanes.
— ¡Oh, ya viene! — chilló Clara Deterding—. ¡Ay!
Y fue como si la degollaran.
Comprendiendo que le tocaba el turno de hacer algo, Bernard también se levantó de un salto y
gritó:
— ¡Lo oigo; ya viene!
Pero no era verdad. No había oído nada, y no creía que llegara nadie. Nadie, a pesar de la
música, a pesar de la exaltación creciente. Pero agitó los brazos y chilló como el mejor de ellos;
y cuando los demás empezaron a sacudiese, a herir el suelo con los pies y arrastrarlos, los
imitó debidamente.
Empezaron a bailar en círculo, formando una procesión, cada uno con las manos en las
caderas del bailarín que le precedía; vueltas y más vueltas, gritando al unísono, llevando el
ritmo de la música con los pies y dando palmadas en las nalgas que estaban delante de ellos.
Doce pares de manos palmeando, como una sola; doce traseros resonando como uno solo.
Doce como uno solo, doce como uno solo. Lo oigo; lo oigo venir. La música aceleró su ritmo;
los pies golpeaban más de prisa, y las palmadas rítmicas se sucedían con más velocidad. Y, de
pronto, una voz de bajo sintético soltó como un trueno las palabras que anunciaban la próxima
unión y la consumación final de la solidaridad, el advenimiento del Doce-en-Uno, la
encarnación del Ser Más Grande. Orgía-Porfía cantaba, mientras los tantanes seguían con su
febril tabaleo.
Orgía-Porfía, Ford y diversión,
besad a las chicas y hacedlas Uno.
Los chicos a la una con las chicas en paz;
la Orgía-Porfía libertad os da.
Orgía-Porfía … Los bailarines recogieron el estribillo litúrgico. Orgía-Porfía, Ford y diversión,
besad a las chicas y hacedlas Uno … Y mientras cantaban, las luces empezaron a oscurecerse
lentamente, y al tiempo que cedía su intensidad, se hacían más cálidas, más ricas, más rojas,
hasta que al fin bailaban a la escarlata luz crepuscular de un Almacén de Embriones. OrgíaPorfía
… En las tinieblas fetales, color de sangre, los bailarines siguieron circulando un rato,
llevando el ritmo infatigable con pies y manos. Orgía-Porfía …
Después el círculo osciló se rompió, y cayó desintegrado parcialmente en el anillo de divanes
que rodeaban con círculos concéntricos— la mesa y sus sillas planetarias. Orgía-Porfía …
Tiernamente, la grave Voz arrullaba y zureaba; y en el rojo crepúsculo era como si una enorme
paloma negra se cerniese, benévola, por encima de los bailarines, ahora en posición supina o
prona.
Se hallaban de pie en la azotea; el Big Henry acababa de dar las once. La noche era apacible y
cálida.
53
— Fue maravilloso, ¿verdad? — dijo Fifi Bradlaugh—. ¿Verdad que fue maravilloso?
Miró a Bernard con expresión de éxtasis, pero de un éxtasis en el cual no había vestigios de
agitación o excitación. Porque estar excitado es estar todavía insatisfecho.
— ¿No te pareció maravilloso? — insistió, mirando fijamente a la cara de Bernard con aquellos
ojos que lucían con un brillo sobrenatural.
— ¡Oh, sí, lo encontré maravilloso! — mintió Bernard.
Y desvió la mirada; la visión de aquel rostro transfigurado era a la vez una acusación y un
irónico recordatorio de su propio aislamiento. Bernard se sentía ahora tan desdichadamente
aislado como cuando había empezado el Servicio; más aislado a causa de su vaciedad no
llenada, de su saciedad mortal. Separado y fuera de la armonía, en tanto que los otros se
fundían en el Ser Más Grande.
— Maravilloso de verdad — repitió.
Pero no podía dejar de pensar en la ceja de Morgana.
54
CAPITULO VI
1
Raro, raro, raro. Este era el veredicto de Lenina sobre Bernard Marx. Tan raro, que en el curso
de las siguientes semanas se había preguntado más de una vez si no sería preferible cambiar
de parecer en cuanto a lo de las vacaciones en Nuevo Méjico, y marcharse al Polo Norte con
Benito Hoover. Lo malo era que Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado allá con George
Edzel el pasado verano, y, lo que era peor, lo había encontrado sumamente triste. Nada que
hacer y el hotel sumamente anticuado: sin televisión en los dormitorios, sin órgano de
perfumes, sólo con un poco de música sintética infecta, y nada más que veinticinco pistas
móviles para los doscientos huéspedes. No, decididamente no podría soportar otra visita al
Polo Norte. Además, en América sólo había estado una vez. Y en muy malas condiciones. Un
simple fin de semana en Nueva York, en plan de economías. ¿Había ido con Jean-Jacques
Habibullah o con Bokanovsky Jones? Ya no se acordaba. En todo caso, no tenía la menor
importancia. La perspectiva de volar de nuevo hacia el Oeste, y por toda una semana, era muy
atractiva. Además, pasarían al menos tres días en una Reserva para Salvajes. En todo el
Centro sólo media docena de personas habían estado en el interior de una reserva para
Salvajes. En su calidad de psicólogo Alfa-Beta, Bernard era uno de los pocos hombres que ella
conocía, que podía obtener permiso para ello. Para Lenina, era aquélla una oportunidad única.
Y, sin embargo, tan única era también la rareza de Bernard, que la muchacha había vacilado
en aprovecharla, y hasta había pensado correr el riesgo de volver al Polo Norte con el
simpático Benito. Cuando menos, Benito era normal. En tanto que Bernard…
Le pusieron alcohol en el sucedáneo. Esta era la explicación de Fanny para toda excentricidad.
Pero Henry, con quien, una noche, mientras estaban juntos en cama, Lenina había discutido
apasionadamente su nuevo amante, Henry había comparado al pobre Bernard a un
rinoceronte.
— Es imposible domesticar a un rinoceronte — había dicho Henry en su estilo breve y
vigoroso—. Hay hombres que son casi como los rinocerontes; no responden adecuadamente al
condicionamiento. ¡Pobres diablos! Bernard es uno de ellos. Afortunadamente para él es
excelente su profesión. De lo contrario, el director lo hubiese expulsado. Sin embargo —
agregó, consolándola—, lo considero completamente inofensivo.
Completamente inofensivo; sí, tal vez. Pero también muy inquietante. En primer lugar, su manía
de hacerlo todo en privado. Lo cual, en la práctica, significaba no hacer nada en absoluto.
Porque, ¿qué podía hacerse en privado? (Aparte, desde luego, de acostarse; pero no se podía
pasar todo el tiempo así.) Sí, ¿qué se podía hacer? Muy poca cosa. La primera tarde que
salieron juntos hacía un tiempo espléndido. Lenina había sugerido un baño en el Club Rural
Torquay, seguido de una cena en el Oxford Union. Pero Bernard dijo que habría demasiada
gente. ¿Y un partido de Golf Electromagnético en Saint Andrews? Nueva negativa.
55
Bernard consideraba que el Golf Electromagnético era una pérdida de tiempo.
— Pues, ¿para qué es el tiempo, si no? — preguntó Lenina, un tanto asombrada.
Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos; porque esto fue lo que Bernard propuso.
Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y pasear un par de horas por los brezales.
— Solo contigo, Lenina.
— Pero, Bernard, estaremos solos toda la noche.
Bernard se sonrojó y desvió la mirada. — Quiero decir solos para poder hablar — murmuró.
— ¿Hablar? Pero ¿de qué?
¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!
Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a Amsterdam para presenciar los
cuartos de final del Campeonato Femenino de Lucha de pesos pesados.
— Con una multitud — rezongó Bernard—. Como de costumbre.
Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con los amigos de Lenina
(de los cuales se encontraron a docenas en el bar de helados de soma, en los descansos); y a
pesar de su mal humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo de helado de fresa
que Lenina le ofrecía con insistencia.
— Prefiero ser yo mismo — dijo Bernard—. Yo y desdichado, antes que cualquier otro y
jocundo. — Un gramo a tiempo ahorra nueve — dijo Lenina, exhibiendo su sabiduría
hipnopédica.
Bernard apartó con impaciencia la copa que le ofrecía.
— Vamos, no pierdas los estribos — dijo Lenina—. Recuerda que un solo centímetro cúbico
cura diez sentimientos melancólicos.
— ¡Calla, por Ford, de una vez! — gritó Bernard.
Lenina se encogió de hombros.
— Siempre es mejor un gramo que un taco — concluyó con dignidad.
Y se tomó el helado.
Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard insistió en detener la hélice impulsara y en perinanecer
suspendido sobre el mar, a unos treinta metros de las olas. El tiempo había
empeorado; se había levantado viento del Sudoeste y el cielo aparecía nuboso.
— Mira — le ordenó Bernard.
— Lo encuentro horrible — dijo Lenina, apartándose de la ventanilla. La horrorizó el huidizo
vacío de la noche, el oleaje negro, espumoso, del mar a sus pies, y la pálida faz de la luna,
macilenta y triste entre las nubes en fuga—. Pongamos la radio en seguida.
56
Lenina alargó la mano hacia el botón de mando situado en el tablero del aparato y lo conectó al
azar.
— …el cielo es azul en tu interior — cantaban dieciséis voces trémulas—, el tiempo es
siempre…
Luego un hipo, y el silencio. Bernard había cortado la corriente.
— Quiero poder mirar el mar en paz — dijo—. Con este ruido espantoso ni siquiera se puede
mirar.
— Pero ¡si es precioso! Yo no quiero mirar.
— Pues yo sí — insistió Bernard—. Me hace sentírme como si… — vaciló, buscando palabras
para expresarse—, como si fuese más yo, ¿me entiendes? Más yo mismo, y menos como una
parte de algo más. No sólo como una célula del cuerpo social. ¿Tú no lo sientes así, Lenina?
Pero Lenina estaba llorando.
— Es horrible, es horrible — repetía una y otra vez—. ¿Cómo puedes hablar así? ¿Cómo
puedes decir que no quieres ser una parte del cuerpo social? Al fin y al cabo, todo el mundo
trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie.
Hasta los Epsilones…
— Sí, ya lo sé — dijo Bernard, burlonamente—. Hasta los Epsilones son útiles. Y yo también.
¡Ojalá no lo fuera!
Lenina se escandalizó ante aquella exclamación blasfema.
— ¡Bernard! — protestó, dolida y asombrada—.¿Cómo puedes decir esto?
— ¿Cómo puedo decirlo? — repitió Bernard en otro tono, meditabundo—. No, el verdadero
problema es: ¿Por qué no puedo decirlo? O, mejor aún, puesto que, en realidad, sé
perfectamente por qué, ¿qué sensación experimentaría si pudiera, si fuese libre, si no me
hallara esclavizado por mi condicionamiento?
— Pero, Bernard, dices unas cosas horribles.
— ¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?
— No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el
mundo es feliz.
Bernard rió.
— SI, hoy día todo el mundo el feliz. Eso es lo que ya les decimos a los niños a los cinco años.
Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz… de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no
a la manera de todos.
— No comprendo lo que quieres decir — repitió Lenina. Después, volviéndose hacia él,
imploró-: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No me gusta nada todo esto.
— ¿No te gusta estar conmigo?
57
— Claro que sí, Bernard. Pero este lugar es horrible.
— Pensé que aquí estaríamos más… juntos, con sólo el mar y la luna por compañía. Más
juntos que entre la muchedumbre y hasta que en mi cuarto. ¿No lo comprendes?
— No comprendo nada — dijo Lenina con decisión, determinada a conservar intacta su
incomprensión—. Nada.
— y prosiguió en otro tono-: Y lo que menos comprendo es por qué no tomas soma cuando se
te ocurren esta clase de ideas. Si lo tomaras olvidarías todo eso. Y en lugar de sentirte
desdichado serías feliz. Muy feliz — repitió.
Y sonrió, a pesar de la confusa ansiedad que había en sus ojos, con una expresión que
pretendía ser picarona y voluptuosa.
Bernard la miró en silencio, gravemente, sin responder a aquella invitación implícita. A los
pocos segundos, Lenina apartó la vista, soltó una risita nerviosa, se esforzó por encontrar algo
que decir y no lo encontró. El silencio se prolongó.
Cuando, por fin, Bernard habló, lo hizo con voz débil y fatigada.
— De acuerdo — dijo-; regresemos.
Y pisando con fuerza el acelerador, lanzó el aparato a toda velocidad, ganando altura, y al
alcanzar los mil doscientos metros puso en marcha la hélice propulsara. Volaron en silencio
uno o dos minutos. Después, súbitamente, Bernard empezó a reír. De una manera extraña, en
opinión de Lenina; pero, aun así, no podía negarse que era una carcajada.
— ¿Te encuentras mejor? — se aventuró a preguntar.
Por toda respuesta, Bernard retiró una mano de los mandos, y, rodeándola con un brazo,
empezó a acariciarle los senos.
Gracias a Ford — se dijo Lenina— ya está repuesto.
Media hora más tarde se hallaba de vuelta a las habitaciones de Bernard. Éste tragó de golpe
cuatro tabletas de soma, puso en marcha la radio y la televisión y empezó a desnudarse.
— Bueno — dijo Lenina, con intencionada picardía cuando se encontraron de nuevo en la
azotea, el día siguiente por la tarde—. ¿Te divertiste ayer?
Bernard asintió con la cabeza. Subieron al avión. Una breve sacudida, y partieron.
— Todos dicen que soy muy neumática — dijo Lenina, meditativamente, dándose unas
palmaditas en los muslos.
— Muchísimo.
Pero en los ojos de Bernard había una expresión dolida. Como carne, pensaba.
Lenina lo miró con cierta ansiedad.
— Pero no me encuentras demasiado llenita, ¿verdad?
Bernard denegó con la cabeza. Exactamente igual que carne.
58
— ¿Me encuentras al punto?
Otra afirmación muda de Bernard.
— ¿En todos los aspectos?
— Perfecta — dijo Bernard, en voz alta.
Y para sus adentros: Ésta es la opinión que tiene de sí misma. No le importaba ser como la
carne.
Lenina sonrió triunfalmente. Pero su satisfacción había sido prematura.
— Sin embargo — prosiguió Bernard tras una breve pausa—, hubiese preferido que todo
terminara de otra manera.
— ¿De otra manera? ¿Podía terminarse de otra? — Yo no quería que acabáramos
acostándonos — especificó Bernard.
Lenina se mostró asombrada.
— Quiero decir, no en seguida, no el primer día.
— Pero, entonces, ¿qué … ?
Bernard empezó a soltar una serie de tonterías incomprensibles y peligrosas. Lenina hizo todo
lo posible por cerrar los oídos de su mente; pero de vez en cuando una que otra frase se
empeñaba en hacerse oír: … probar el efecto que produce detener los propios impulsos, le oyó
decir. Fue como si aquellas palabras tocaran un resorte de su mente.
— No dejes para mañana la diversión que puedes tener hoy — dijo Lenina gravemente.
— Doscientas repeticiones, dos veces por semana, desde los catorce años hasta los dieciséis y
medio — se limitó a comentar Bernard. Su alocada charla prosiguió—. Quiero saber lo que es
la pasión — oyó Lenina, de sus labios—. Quiero sentir algo con fuerza.
— Cuando el individuo siente, la comunidad se resiente — citó Lenina.
— Bueno, ¿y por qué no he de poder resentirme un poco?
— ¡Bernard!
Pero Bernard no parecía avergonzado.
— Adultos intelectualmente y durante las horas de trabajo — prosiguió—, y niños en lo que se
refiere a los sentimientos y los deseos.
— Nuestro Ford amaba a los niños.
Sin hacer caso de la interrupción, Bernard prosiguió:
— El otro día, de pronto, se me ocurrió que había de ser posible ser un adulto en todo
momento.
— Lo comprendo.
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El tono de Lenina era firme.
— Ya lo sé. Y por esto nos acostamos juntos ayer, como niños, en lugar de obrar como adultos,
y esperar.
— Pero fue divertido — insistió Lenina—. ¿No es verdad?
— ¡Oh, si, divertidísimo! — contestó Bemard.
Pero había en su voz un tono tan doloroso, tan amargo, que Lenina sintió de pronto que se
esfumaba toda la sensación de triunfo. Tal vez, a fin de cuentas, Bernard la encontraba
demasiado gorda.
— Ya te lo dije — comentó Fanny, por toda respuesta, cuando Lenina se lo confió—. Eso es el
alcohol que le pusieron en el sucedáneo.
— Sin embargo — insistió Lenina—, me gusta. Tiene unas manos preciosas. Y mueve los
hombros de una manera muy atractiva. — Suspiró—. Pero preferiría que no fuese tan raro.
2
Deteniéndose un momento ante la puerta del despacho del director, Bernard tomó aliento y se
cuadró, preparándose para enfrentarse con el disgusto y la desaprobación que estaba seguro
de encontrar en el interior. Luego llamó y entró.
— Vengo a pedirle su firma para un permiso, director — dijo con tanta naturalidad como le fue
posible…
Y dejó el papel encima de la mesa.
El director le lanzó una mirada agria. Pero en la cabecera del documento aparecía el sello del
Despacho del Interventor Mundial, y al pie del mismo la firma vigorosa, de gruesos trazos de
Mustafá Mond. Por consiguiente, todo estaba en orden. El director no podía negarse. Escribió
sus iniciales — dos pálidas letras al pie de la firma de Mustafá Mond— y se disponía, sin
comentarios a devolver el papel a Bernard, cuando casualmente sus ojos captaron algo que
aparecía escrito en eí texto del permiso.
— ¿Se va a la Reserva de Nuevo Méjico? — dijo. Y el tono de su voz, así como la manera con
que miró a Bernard, expresaba una especie de asombro lleno de agitación.
Sorprendido ante la sorpresa de su superior, Bernard asintió. Sobrevino un silencio.
El director, frunciendo el ceño, se arrellanó en su asiento.
— ¿Cuánto hará de ello— dijo, más para sí mismo que dirigiéndose a Bernard—. Veinte años,
creo. Casi veinticinco. Tendría su edad, más o menos…
Suspiró y movió la cabeza.
Bernard se sentía sumamente violento. ¡Un hombre tan convencional, tan escrupulosamente
correcto como el director, incurrir en una incongruencia! Ello le hizo sentir deseos de ocultar el
rostro, de salir corriendo de la estancia. No porque hallara nada intrínsecamente cesurable en
que la gente hablara del pasado remoto; aquél era uno de los tantos prejuicios hipnopédicos de
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los que Bernard (al menos eso creía él) se había librado por completo. Lo que le violentaba era
el hecho de saber que el director lo desaprobaba… lo desaprobaba, y, sin embargo, había
incurrido en el pecado de hacer lo que estaba prohibido. ¿A qué compulsión interior habría
obedecido? A pesar de la incomodidad que experimentaba, Bernard escuchaba atentamente.
— Tuve la misma idea que usted — decía el director—. Quise echar una ojeada a los salvajes.
Logré un permiso para Nuevo Méjico y fui a pasar allí mis vacaciones veraniegas. Con la
muchacha con la que iba a la sazón. Era una Beta-Menos, y me parece — cerró un momento
los ojos—, me parece que era rubia. En todo caso, era neumática, particularmente neumática;
esto sí lo recuerdo. Bueno, fuimos allá, vimos a los salvajes, paseamos a caballo, etc. Y
después, casi el último día de mi permiso…. después…. bueno, la chica se perdió. Habíamos
ido a caballo a una de aquellas asquerosas montañas, con un calor horrible y opresivo, y
después de comer fuimos a dormir una siesta. Al menos yo lo hice. Ella debió de salir de paseo
sola. En todo caso, cuando me desperté la chica no estaba. Y en aquel momento estallaba una
tormenta encima de nosotros, la más fuerte que he visto en mi vida. Llovía a cántaros, tronaba
y relampagueaba; los caballos se soltaron y huyeron al galope; al intentar atraparlos, caí y me
herí en la rodilla, de modo que apenas podía andar. Sin embargo, empecé a buscar a la chica,
llamándola a gritos una y otra vez. Ni rastro de ella. Después pensé que debía haberse
marchado sola al refugio. Así, pues, me arrastré como pude por el valle, siguiendo el mismo
cami. no por donde habíamos venido. La rodilla me dolía horriblemente, y había perdido mis
raciones de soma. Tuve que andar horas. No llegué al refugio hasta pasada la medianoche. Y
la chica no estaba; no estaba — repitió el director. Siguió un silencio—. Bueno — prosiguió, al
fin—, al día siguiente se organizó una búsqueda. Pero no la encontramos. Debió de haber
caído por algún precipicio; o acaso la devoraría algún león de las montañas. Sábelo Ford. Fue
algo horrible. En aquel entonces me trastornó profundamente. Más de lo lógico, lo confieso.
Porque, al fin y al cabo, aquel accidente hubiese podido ocurrirle a cualquiera; y, desde luego,
el cuerpo social persiste aunque sus células cambien. — Pero aquel consuelo hipnopédico no
parecía muy eficaz.
Y el director se sumió en un silencio evocador.
— Debió de ser un golpe terrible para usted — dijo Bernard, casi con envidia.
Al oír su voz, el director se sobresaltó con una sensación de culpabilidad, y recordó dónde
estaba; lanzó una mirada a Bernard, y, rehuyendo la de sus ojos, se sonrojó violentamente;
volvió a mirarle con súbita desconfianza, herido en su dignidad.
— No vaya a pensar — dijo— que sostuviera ninguna relación indecorosa con aquella
muchacha. Nada emocional, nada excesivamente prolongado. Todo fue perfectamente sano y
normal. — Tendió el permiso a Bernard—. No sé por qué le habré dado la lata con esta
anécdota trivial—. Enfurecido consigo mismo por haberle revelado un secreto tan vergonzoso,
descargó su furia en Bernard. Ahora la expresión de sus ojos era francamente maligna—.
Deseo aprovechar esta oportunidad, Mr. Marx — prosiguió— para decirle que no estoy en
absoluto satisfecho de los informes que recibo acerca de su comportamiento en las horas de
asueto. Usted dirá que esto no me incumbe. Pero sí me incumbe. Debo pensar en el buen
nombre de este Centro. Mis trabajadores deben hallarse por encima de toda sospecha,
especialmente los de las castas altas. Los Alfas son condicionados de modo que no tengan
forzosamente que ser infantiles en su comportamiento emocional. Razón de más para que
realicen un esfuerzo especial para adaptarse. Su deber estriba en ser infantiles, aun en contra
de sus propias inclinaciones. Por esto, Mr. Max, debo dirigirle esta advertencia — la voz del
director vibraba con una indignación que ahora era ya justiciera e impersonal, viva expresión de
la desaprobación de la propia infracción de las normas del decoro infantil—, si siguen llegando
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quejas sobre su comportamiento, solicitaré su transferencia a algún Sub-Centro, a ser posible
en Islandia. Buenos días.
Y, volviéndose bruscamente en su silla, cogió la pluma y empezó a escribir.
Esto le enseñará, se dijo. Pero estaba equivocado. Porque Bernard salió de su despacho
cerrando de golpe la puerta tras de sí, crecido, exultante ante el pensamiento de que se hallaba
solo, enzarzado en una lucha heroica contra el orden de las cosas; animado por la
embriagadora conciencia de su significación e importancia individual. Ni siquiera la amenaza de
un castigo le desanimaba; más bien constituía para él un estimulante. Se sentía lo bastante
fuerte para resistir y soportar el castigo, lo bastante fuerte hasta para enfrentarse con Islandia.
Y esta confianza era mayor cuanto que, en realidad, estaba íntimamente convencido de que no
debería enfrentarse con nada de aquello. A la gente no se la traslada por cosas como aquéllas.
Islandia no era más que una amenaza. Una amenaza sumamente estimulante. Avanzando por
el pasillo, Bernard no pudo contener su deseo de silbotear una canción.
Por la noche, en su entrevista con Watson, su versión de la charla sostenida con el director
cobró visos de heroicidad.
— Después de lo cual — concluyó—, me limité a decirle que podía irse al Pasado sin Fin, y salí
del despacho. Y esto fue todo.
Miró a Helmholtz Watson con expectación, es. perando su simpatía, su admiración. Pero
Helmholtz no dijo palabra, y permaneció sentado, con los ojos fijos en el suelo.
Apreciaba a Bernard; le agradecía el hecho de ser el único de sus conocidos con quien podía
hablar de cosas que presentía que eran importantes. Sin embargo, había cosas, en Bernard,
que le parecían odiosas. Por ejemplo, aquella fanfarronería. Y los estallidos de autocompasión
con que la alternaba. Y su deplorable costumbre de mostrarse muy osado después de
ocurridos los hechos, y de exhibir una gran presencia de ánimo… en ausencia. Odiaba todo
esto, precisamente porque apreciaba a Bernard. Los segundos pasaban. Helmholtz seguía
mirando al suelo. Y, súbitamente, Bernard, sonrojándose, se alejó.
3
El viaje transcurrió sin el menor incidente. El Cohete Azul del Pacífico llegó a Nueva Orleáns
con dos minutos y medio de anticipación, perdió cuatro minutos a causa de un tornado en
Texas, pero al llegar a los 9511 de longitud Oeste penetró en una corriente de aire favorable y
pudo aterrizar en Santa Fe con menos de cuarenta segundos de retraso con respecto a la hora
prevista.
— Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y media. No está mal — reconoció Lenina.
Aquella noche durmieron en Santa Fe. El hotel era excelente, incomparablemente mejor, por
ejemplo, que el horrible Palacio de la Aurora Boreal en el que Lenina había sufrido tanto el
verano anterior. En todas las habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración,
radio, solución de cafeína hirviente, anticoncepcionales calientes y ocho clases diferentes de
perfumes. Cuando entraron en el vestíbulo, el aparato de música sintética estaba en
funcionamiento y no dejaba nada que desear. Un letrero en el ascensor informaba de que en el
hotel había sesenta pistas móviles de juego de pelota y que en el parque se podía jugar al Golf
de Obstáculos y al Electromagnético.
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— ¡Es realmente estupendo! — exclamó Lenina—. Casi me entran ganas de quedarme aquí.
¡Sesenta pistas móviles..!
— En la Reserva no habrá ni una sola — le advirtió Bernard—. Ni perfumes, ni televisión, ni
siquiera agua caliente. Si crees que no podrás resistirlo quédate aquí hasta que yo vuelva.
Lenina se ofendió.
— Claro que puedo resistirlo. Sólo dije que esto es estupendo porque…, bueno, porque el
progreso es estupendo, ¿no es verdad?
— Quinientas repeticiones una vez por semana desde los trece años a los dieciséis — dijo
Bernard, aburrido, como para sí mismo. — ¿Qué decías?
— Dije que el progreso es estupendo. Por esto no debes ir conmigo a la Reserva, a menos que
lo desees de veras.
— Pues lo deseo.
— De acuerdo, entonces — dijo Bernard, casi en tono de amenaza.
Su permiso requería la firma del Guardán de la Reserva, a cuyo despacho acudieron
debidamente a la mañana siguiente. Un portero negro Epsilon-Menos pasó la tarjeta de
Bernard, y casi inmediatamente les hicieron pasar.
El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y braquicéfalo, bajo, rubicundo, de cara redonda y anchos
hombros, con una voz fuerte y sonora, muy adecuada para enunciar ciencia hipnopédica. Era
una auténtica mina de informaciones innecesarias y de consejos que nadie le pedía. En cuanto
empezaba, no acababa nunca, con su voz de trueno, resonante…
— …quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados divididos en cuatro Sub-Reservas, cada una
de ellas rodeada por una valla de cables de alta tensión.
En aquel instante, sin razón alguna, Bernard recordó de pronto que se había dejado abierto el
grifo del agua de Colonia de su cuarto de baño, en Londres.
— …alimentada con corriente procedente de la central hidroeléctrica del Gran Cañón…
Me costará una fortuna cuando vuelva. Mentalmente, Bernard veía el indicador de su contador
de perfume girando incansablemente. Debo telefonear inmediatamente a Helmholtz Watson. —
…más de cinco mil kilómetros de valla a sesenta mil voltios.
— No me diga — dijo Lenina, cortésmente, sin tener la menor idea de lo que el Guardián decía,
pero aprovechando la pausa teatral que el hombre acababa de hacer.
Cuando el Guardián había iniciado su retumbante peroración, Lenina, disimuladamente, había
tragado medio gramo de soma, y gracias a ello podía permanecer sentada, serena, pero sin
escuchar ni pensar en nada, fijos sus ojos azules en el rostro del Guardián, con una expresión
de atención casi extática.
— Tocar la valla equivale a morir instantáneamente — decía el Guardián solemnemente—. No
hay posibilidad alguna de fugarse de la Reserva para Salvajes.
La palabra fugarse era sugestiva.
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— ¿Y si fuéramos allá? — sugirió, iniciando el ademán de levantarse.
La manecilla negra del contador seguía moviéndose, perforando el tiempo, devorando su
dinero.
— No hay fuga posible — repitió el Guardián, indicándole que volviera a sentarse; y, como el
permiso aún no estaba firmado, Bernard no tuvo más remedio que obedecer—. Los que han
nacido en la Reserva… Porque, recuerde, mi querida señora — agregó, sonriendo
obscenamente a Lenina y hablando en un murmullo indecente—, recuerde que en la Reserva
los niños todavía nacen, sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda
parecernos…
El hombre esperaba que su referencia a aquel tema vergonzoso obligara a Lenina a sonrojarse;
pero ésta, estimulada por el soma, se limitó a sonreír con inteligencia y a decir:
— No me diga.
Decepcionado, el Guardián reanudó la peroración.
— Los que nacen en la Reserva, repito, están destinados a morir en ella.
Destinados a morir… Un decilitro de agua de Colonia por minuto. Seis litros por hora.
— Tal vez — intervino de nuevo Bernard—, tal vez deberíamos…
Inclinándose hacia delante, el Guardián tamborileó en la mesa con el dedo índice.
— Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en la Reserva, les diré que no lo sabemos. Sólo
podemos suponerlo.
— No me diga.
— Pues sí se lo digo, mi querida señora.
Seis por veinticuatro… no, serían ya seis por treinta y seis… Bernard estaba pálido y tembloroso
de impaciencia. Pero, inexorablemente, la disertación proseguía.
— … Unos sesenta mil indios y mestizos…, absolutamente salvajes… Nuestros inspectores los
visitan de vez en cuando… aparte de esto, ninguna comunicación con el mundo civilizado…
conservan todavía sus repugnantes hábitos y costumbres… matrimonio, suponiendo que
ustedes sepan a qué me refiero; familias… nada de condicionamiento… monstruosas
supersticiones… Cristianismo, totemismos y adoración de los antepasados… lenguas muertas,
como el zuñí, el español y el atabascano… pumas, puerco-espines y otros animales feroces…
enfermedades infecciosas… sacerdotes… lagartos venenosos…
— No me diga.
Por fin los soltó. Bemard se lanzó corriendo a un teléfono. De prisa, de prisa; pero le costó tres
minutos encontrar a Helmholtz Watson.
— A estas horas ya podríamos estar entre los salvajes — se lamentó—. ¡Maldita
incompetencia!
— Toma un gramo — sugirió Lenina.
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Bernard se negó a ello, prefería su ira. Y, por fin, gracias a Ford, lo logró; sí, allá estaba
Helmholtz; Helmholtz, a quien explicó lo que ocurría, y quien prometió ir allá inmediatamente y
cerrar el grifo; sí, inmediatamente, pero al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para
repetirle lo que D.I.C. había dicho en público la noche anterior. — ¿Cómo? ¿Que busca un
sustituto para mí? — La voz de Bernard era agónica—. ¿Así que está decidido? ¿Habló de
Islandia? ¿Sí? ¡Ford! ¡Islandia … !
Colgó el receptor y se volvió hacia Lenina. Su rostro aparecía muy pálido, con una expresión
abatida.
— ¿Qué ocurre? — preguntó la muchacha.
— ¿Qué ocurre? — Bernard se dejó caer pesadamente en una silla—. Van a enviarme a
Islandia.
En el pasado, a menudo se había preguntado qué efecto debía de producir ser objeto (privado
de soma y sin otros recursos que los interiores) de algún gran proceso, de algún castigo, de
alguna persecución; y hasta había deseado el sufrimiento. Apenas hacía una semana, en el
despacho del director, se había imaginado a sí mismo resistiendo valerosamente, aceptando
estoicamente el sufrimiento sin una sola queja. En realidad, las amenazas del director lo habían
exaltado, le habían inducido a sentirse grande, importante. Pero ello — ahora se daba perfecta
cuenta— obedecía a que no las había tomado en serio; no había creído ni por un instante que,
en el momento de la verdad, el D.I.C. tomara decisión alguna. Pero ahora que, al parecer, las
amenazas iban a cumplirse, Bernard estaba aterrado. No quedaba ni rastro de su estoicismo
imaginativo, de su valor puramente teórico.
Lenina movió la cabeza.
— Él fue y él será tanto me dan — citó—. Un gramo tomarás y sólo el es verás.
Al fin le convenció para que se tomara cuatro tabletas de soma. Al cabo de cinco minutos,
raíces y frutos habían sido abolidos; sólo la flor del presente se abría, lozana. Un mensaje del
portero les avisó que, siguiendo órdenes del Guardián, un vigilante de la Reserva había
acudido en avión y les esperaba en la azotea. Bernard y Lenina subieron inmediatamente. Un
ochavón de uniforme verde de Gamma les saludó y procedió a recitar el programa matinal.
Vista panorámica de diez o doce de los principales pueblos, y aterrizaje para almorzar en el
Valle de Malpaís. El parador era cómodo, y en el pueblo los salvajes probablemente
celebrarían su festival de verano. Sería el lugar más adecuado para pasar la noche.
Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron. Diez minutos más tarde cruzaban la frontera
que separaba la civilización del salvajismo. Subiendo y bajando por las colinas, cruzando los
desiertos de sal o de arena, a través de los bosques y de las profundidades violeta de los
caiíones, por encima de despeñaderos, picos y mesetas llanas, la valla seguía
ininterrumpidamente la línea recta, el símbolo geométrico del propósito humano triunfante. Y al
pie de la misma, aquí y allá, un mosaico de huesos blanqueados o una carroña oscura, todavía
no corrompida en el atezado suelo, señalaba el lugar donde un cíervo o un voraz zopilote
atraído por el tufo de la carroña y fulminado como por una especie de justicia poética, se
habían acercado demasiado a los cables aniquiladores.
— Nunca escarmientan — dijo el piloto del uniforme verde, señalando los esqueletos que,
debajo de ellos, cubrían el suelo—. Y nunca escarmentarán — agregó riendo.
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Bernard también rió; gracias a los dos gramos de soma, el chiste, por alguna razón, se le antojó
gracioso.
Rió y después, casi inmediatamente, quedó sumido en el sueño, y, durmiendo, fue llevado por
encima de Taos y Tesuco; de Namba, Picores y Pojoaque, de Sía y Cochiti, de Laguna, Acoma
y la Mesa Encantada, de Cibola y Ojo Caliente, y despertó al fin para encontrar el aparato
posado ya en el suelo, Lenina trasladando las maletas a una casita cuadrada, y el ochavón
Gamma verde hablando incomprensiblemente con un joven indio.
— Malpaís — anunció el piloto, cuando Bernard se apeó—. Ésta es la hospedería. Y por la
tarde habrá danza en el pueblo. Este hombre los acompañará. — Y señaló al joven salvaje de
aspecto adusto—. Espero que se diviertan — sonrió—. Todo lo que hacen es divertido. — Con
estas palabras, subió de nuevo al aparato y puso en marcha los motores—. Mañana volveré. Y
recuerde — agregó tranquilizadoramente, dirigiéndose a Lenina— que son completamente
mansos; los salvajes no les harán daño alguno. Tienen la suficiente experiencia de las bombas
de gas para saber que no deben hacerles ninguna jugarreta.
Riendo todavía, puso en marcha la hélice del autogiro, aceleró y partió.
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CAPITULO VII
La altiplanicie era como un navío anclado en un estrecho de polvo leonado. El canal
zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de un muro a otro corría a través del valle una franja de
verdor: el río y sus campos contiguos. En la proa de aquel navío de piedra, en el centro del
estrecho, y como formando parte del mismo, se levantaba, como una excrecencia geométrica
de la roca desnuda, el pueblo del Malpaís. Bloque sobre bloque, cada piso más pequeño que el
inmediato inferior, las altas casas se levantaban como pirámides escalonadas y truncadas en el
cielo azul. A sus pies yacía un batiburrillo de edificios bajos y una maraña de muros; en tres de
sus lados se abrían sobre el llano sendos Precipicios Verticales. Unas pocas columnas de
humo ascendían verticalmente en el aire inmóvil y se desvanecían en lo alto.
— ¡Qué raro es todo esto! — dijo Lenina—. Muy raro. — Era su expresión condenatoria
favorita—. No me gusta. Y tampoco me gusta este hombre.
Señaló al guía indio que debía llevarles al pueblo. Tales sentimientos, evidentemente, eran
recíprocos; el hombre les precedía y, por tanto, sólo le veían la espalda, pero aun ésta tenía
algo de hostil.
— Además — agregó Lenina, bajando la voz—, apesta.
Bernard no intentó negarlo. Siguieron andando.
De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera, latiera, con el movimiento
incansable de la sangre. Allá arriba, en Malpaís, los tambores sonaban: involuntariamente, sus
pies se adaptaron al ritmo de aquel misterioso corazón, y aceleraron el paso. El sendero que
seguían los llevó al pie del precipicio. Los lados o costados de la gran altiplanicie torreaban por
encima de ellos, casi a cien pies de altura.
— Ojalá hubiésemos traído el helicóptero — dijo Lenina, levantando la mirada con enojo ante el
muro de roca—. Me fastidia andar. ¡Y, en el suelo, uno se siente tan pequeño, a los pies de una
colina!
Cuando estaban en mitad de la ascensión, un águila pasó volando tan cerca de ellos, que
sintieron en el rostro la ráfaga de aire frío provocada por sus alas. En una grieta de la roca
veíase un montón de huesos. El conjunto resultaba opresivamente extravagante, y el indio
despedía un olor cada vez más intenso. Salieron por fin del fondo del barranco a plena luz del
sol, la parte superior de la altiplanicie era un llano liso, rocoso.
— Como la Torre de Charing-T — comentó Lenina.
Pero no tuvo ocasión de gozar largo rato del descubrimiento de aquel tranquilizador parecido.
El rumor aterciopelado de unos pasos los obligó a volverse. Desnudos desde el cuello hasta el
ombligo, con sus cuerpos morenos pintados con líneas blancas (como pistas de tenis de
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asfalto, diría Lenina más tarde) y sus rostros inhumanos cubiertos de arabescos escarlata,
negro y ocre, dos indios se acercaban corriendo por el sendero.
Llevaban los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja. Pendían de sus
hombros sendos mantos de plumas de pavo; y enormes diademas de pluma formaban alegres
halos en torno a sus cabezas. A cada paso que daban, sus brazaletes de plata y sus pesados
collares de hueso y de cuentas de turquesa entrechocaban y sonaban alegremente. Se
aproximaron sin decir palabra, corriendo en silencio con sus pies descalzos con mocasines de
piel de ciervo. Uno de ellos empuñaba un cepillo de plumas, el otro llevaba en cada mano lo
que a distancia parecían tres o cuatro trozos de cuerda gruesa. Una de las cuerdas se retorcía
inquieta, y súbitamente Lenina comprendió que eran serpientes.
— No me gusta — exclamó Lenina—. No me gusta.
Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la entrada del pueblo, en donde su guía los dejó
solos para entrar a pedir instrucciones. Suciedad, montones de basura, polvo, perros, moscas…
Con el rostro distorsionado en una mueca de asco, Lenina, se llevó un pañuelo a la nariz.
— Pero, ¿cómo pueden vivir así? — estalló.
En su voz sonaba un matiz de incredulidad indignada. Aquello no era posible.
Bernard se encogió filosóficamente de hombros.
— Piensa que llevan cinco o seis mil años viviendo así — dijo—. Supongo que a estas alturas
ya estarán acostumbrados.
— Pero la limpieza nos acerca a la fordeza — insistió Lenina.
— Sí, y civilización es esterilización — prosiguió Bernard, completando así, en tono irónico, la
segunda lección hipnopédica de higiene elemental—. Pero esta gente no ha oído hablar jamás
de Nuestro Ford y no está civilizada. Por consiguiente, es inútil que…
— ¡Oh, mira! — exclamó Lenina, cogiéndose de su brazo.
Un indio casi desnudo descendía muy lentamente por la escalera de mano de una casa vecina,
peldaño tras peldaño, con la temblorosa cautela de la vejez extrema. Su rostro era negro y
aparecía muy arrugado, como una máscara de obsidiana. Su boca desdentada se hundía entre
sus mejillas. En las comisuras de los labios y a ambos lados del mentón pendían, sobre la piel
oscura, unos pocos pelos largos y casi blancos. Los cabellos largos y sueltos colgaban en
mechones grises a ambos lados de su rostro. Su cuerpo aparecía encorvado y flaco hasta los
huesos, casi descarnado. Bajaba lentamente, deteniéndose en cada peldaño antes de
aventurarse a dar otro paso.
— Pero, ¿qué le pasa? — susurró Lenina.
En sus ojos se leía el horror y el asombro.
— Nada; sencillamente, es viejo — contestó Bernard, aparentando indiferencia, aunque no
sentía tal.
— ¿Viejo? — repitió Lenina—. Pero… también el director es viejo; muchas personas son viejas;
pero no son así.
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— Porque no les permitimos ser así. Las preservamos de las enfermedades. Mantenernos sus
secreciones internas equilibradas artificialmente de modo que conserven la juventud. No
permitimos que su equilibrio de magnesio-calcio descienda por debajo de lo que era en los
treinta años. Les damos transfusiones de sangre joven. Estimulamos de manera permanente
su metabolismo. Por esto no tienen este aspecto. En parte — agregó— porque la mayoría
mueren antes de alcanzar la edad de este viejo. Juventud casi perfecta hasta los sesenta años,
y después, ¡plas!, el final.
Pero Lenina no le escuchaba. Miraba al viejo, que seguía bajando lentamente. Al fin, sus pies
tocaron el suelo. Y se volvió. Al fondo de las profundas órbitas los ojos aparecían
extraordinariamente brillantes, y la miraron un largo momento sin expresión alguna, sin
sorpresa, como si Lenina no se hallara presente. Después, lentamente, con el espinazo
doblado, el viejo pasó por el lado de ellos y se fue.
— Pero, — ¡esto es terrible! — susurró Lenina—. ¡Horrible! No debimos haber venido.
Buscó su ración de soma en el bolsillo, sólo para descubrir que, por un olvido sin precedentes,
se había dejado el frasco en la hospedería. También los bolsillos de Bernard se hallaban
vacíos.
Lenina tuvo que enfrentarse con los horrores de Malpaís sin ayuda alguna. Y los horrores se
sucedieron a sus ojos rápidamente, sin deseanso. El espectáculo de dos mujeres jovenes que
amamantaban a sus hijos con su pecho la sonrojó y la obligó a apartar el rostro. En toda su
vida no había visto jamás indecencia como aquella. Lo peor era que, en lugar de ignorarlo
delicadamente, Bernard no cesaba de formular comentarios sobre aquella repugnante escena
vivípara.
— ¡Qué relación tan maravillosamente íntima! — dijo, en un tono deliberadamente ofensivo—.
¡Qué intensidad de sentimientos debe generar! A menudo pienso que es posible que nos
hayamos perdido algo muy importante por el hecho de no tener madre. Y quizá tú te havas
perdido algo al no ser madre, Lenina. Imagínáte a ti misma sentada aquí, con un hijo tuyo…
— ¡Bernard! ¿Cómo puedes … ?
El paso de una anciana que sufría de oftalmia y de una enfermedad de la piel la distrajo de su
indignación.
— Vámonos — imploró—. No me gusta nada. Pero en aquel momento su guía volvió, e,
invitándóles a seguirle, abrió la marcha por una callejuela entre dos hileras de casas. Doblaron
una esquina. Un perro muerto yacía en un montón de basura; una mujer con bocio despiojaba
a una chiquilla. El guía se detuvo al pie de una escalera de mano, levantó un brazo
perpendicularmente, y después lo bajó señalando hacia delante. Lenina y Bernard hicieron lo
que el hombre les había ordenado por señas; treparon por la escalera y cruzaron un umbral
que daba acceso a una estancia larga y estrecha, muy oscura, y que hedía a humo, a grasa
frita y a ropas usadas y sucias. Al otro extremo de la estancia se abría otra puerta a través de la
cual les llegaba la luz del sol y el redoble, fuerte y cercano, de los tambores.
Salieron por esta puerta y se encontraron en una espaciosa terraza. A sus pies, encerrada
entre casas altas, se hallaba la plaza del pueblo, atestada de indios. Mantas de vivos colores y
plumas en las negras cabelleras, y brillo de turquesas, y de pieles negras que relucían por el
sudor. Lenina volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. En el espacio abierto situado en el centro
de la plaza había dos plataformas circulares de ladrillo y arcilla apisonada que, evidentemente,
eran los tejados de dos cámaras subterráneas, porque en el centro de cada plataforma había
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una escotilla abierta, a cuya negra boca asomaba una escalera de mano. Por las dos escotillas
salía un débil son de flautas casi ahogado por el redoble incesante de los tambores.
Se produjo de pronto una explosión de cantos: cientos de voces masculinas gritando
briosamente al unísono, en un estallido metálico, áspero. Unas pocas notas muy prolongadas,
y un silencio, el silencio tonante de los tambores; después, aguda, en un chillido desafinado, la
respuesta de las mujeres. Después, de nuevo los tambores; y una vez más la salvaje
afirmación de virilidad de los hombres.
Raro, sí. El lugar era raro, y también la música, y no menos los vestidos, y los bocios y las
enfermedades de la piel, y los viejos. Pero, en cuanto al espectáculo en sí, no resultaba
especialmente raro.
— Me recuerda un Canto de Comunidad de casta inferior — dijo a Bernard.
Pero poco después le recordó mucho menos aquellas inocentes funciones. Porque, de pronto,
de aquellos sótanos circulares había brotado un ejército fantasmal de monstruos. Cubiertos con
máscaras horribles o pintados hasta perder todo aspecto humano, habían comenzado a bailar
una extraña danza alrededor de la plaza; vueltas y más vueltas, siempre cantando; vueltas y
más vueltas, cada vez un poco más de prisa; los tambores habían cambiado y acelerado su
ritmo, de modo que ahora recordaban el latir de la fiebre en los oídos; y la muchedumbre había
empezado a cantar con los danzarines, cada vez más fuerte; primero una mujer había chillado,
y luego otra, y otra, como si las mataran; de pronto, el que conducía a los danzarines se
destacó de la hilera, corrió hacia una caja de madera que se hallaba en un extremo de la plaza,
levantó la tapa y sacó de ella un par de serpientes negras. Un fuerte alarido brotó de la
multitud, y todos los demás danzarines corrieron hacia él tendiendo las manos. El hombre
arrojó las serpientes a los que llegar on primero y se volvió hacia la caja para coger más. Más y
más, serpientes negras, pardas y moteadas, que iba arrojando a los danzarines. Después la
danza se reanudó, con otro ritmo. Los danzarines seguían dando vueltas, con sus serpientes
en las manos y serpenteando a su vez, con un movimiento ligeramente ondulatorio de rodillas y
caderas. Vueltas y más vueltas. Después el jefe dio una señal y, una tras otra, todas las
serpientes fueron arrojadas al centro de la plaza; un viejo salió del subterráneo y les arrojó
harina de maíz; por la otra escotilla apareció una mujer y les arrojó agua de un jarro negro.
Después el viejo levantó una mano y se hizo un silencio absoluto terrorífico. Los tambores
dejaron de sonar; pareció como si la vida hubiese tocado a su fin. El viejo señaló hacia las dos
escotillas que daban entrada al mundo inferior. Y lentamente, levantadas por manos invisibles,
desde abajo, emergieron, de una de ellas la imagen pintada de una águila, y de la otra de un
hombre desnudo y clavado en una cruz. Emergieron y permanecieron suspendidas
aparentemente en el aire, como si contemplaran el espectáculo. El anciano dio una palmada.
Completamente desnudo — excepto una breve toalla.de algodón, blanca—, un muchacho de
unos dieciocho años salió de la multitud y quedóse de pie ante él, con las manos cruzadas
sobre el pecho y la cabeza gacha. El anciano trazó la señal de la cruz sobre él y se retiró.
Lentamente, el muchacho empezó a dar vueltas en torno del montón de serpientes que se
retorcían. Había completado ya la primera vuelta y se hallaba en mitad de la segunda cuando,
de entre los danzarines, un hombre alto, que llevaba una máscara de coyote y en la mano un
látigo de cuero trenzado, avanzó hacia él. El muchacho siguió caminando como si no se
hubiera dado cuenta de la presencia del otro. El hombre coyote levantó el látigo; hubo un largo
momento de expectación; después, un rápido movimiento, el silbido del látigo y su impacto en
la carne. El cuerpo del muchacho se estremeció, pero no despegó los labios y reanudó la
marcha, al mismo paso lento y regular. El coyote volvió a golpear, una y otra vez; cada latigazo
provocaba primero una suspensión y después un profundo gemido
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de la muchedumbre. El muchacho seguía andando. Dio dos vueltas, tres, cuatro. La sangre
corría. Cinco vueltas, seis.
De pronto, Lenina se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar.
— ¡Oh, basta, basta! — imploro.
Pero el látigo seguía cayendo, inexorable. Siete vueltas. De pronto el muchacho vaciló, y, sin
exhalar gemido alguno, cayó de cara al suelo. Inclinándose sobre él, el anciano le tocó la
espalda con una larga pluma blanca, la levantó en alto un momento, roja de sangre, para que el
pueblo la viera, y la sacudió tres veces sobre las serpientes. Cayeron unas pocas gotas, y
súbitamente los tambores estallaron en una carrera loca de notas; y se oyó un grito unánime de
la multitud. Los danzarines saltaron hacia delante, recogieron las serpientes y huyeron de la
plaza. Hombres, mujeres y niños, todos corrieron en pos de ellos. Un minuto después la plaza
estaba desierta; sólo quedaba el muchacho, cara al suelo, en el mismo sitio donde se había
desplomado, inmóvil. Tres ancianas salieron de una de las casas, y, no sin dificultad, lo
levantaron y lo entraron en ella. El águila y el hombre crucificado siguieron montando la guardia
un rato ante la plaza desierta; después, como si ya hubiesen visto lo suficiente, se hundieron
por las escotillas y desaparecieron en el seno de su mundo subterráneo.
Lenina todavía sollozaba.
— ¡Qué horrible! — repetía una y otra vez, ante los vanos consuelos de Bernard—. ¡Qué
horrible! ¡Esa sangre!
— Se estremeció. ¡Y no tener ni un gramo de soma !
En la habitación interior se oyeron unos pasos.
El atuendo del joven que salió a la terraza era indio; pero sus trenzados cabellos eran de color
pajizo, sus ojos azules, y su piel blanca, aunque bronceada por el sol.
— Hola. Buenos días — dijo el desconocido, en un inglés correcto, pero algo peculiar—.
Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen del Otro Sitio, de fuera de la Reserva?
— Pero, ¿quién demonios…? — empezó Bernard, asombrado.
El joven suspiró y meneó la cabeza.
— El más desdichado de los caballeros — dijo. Y, señalando las manchas de sangre del centro
de la plaza, añadió-: ¿Ven ustedes esa maldita mancha?
Y en su voz temblaba la emoción.
— Un gramo es mejor que un taco — dijo Lenina, maquinalmente, sin apartar las manos de su
rostro—. ¡Ojalá tuviera un poco de soma ! — Yo debía estar allá — prosiguió el joven—. ¿Por
qué no me dejan ser la víctima? Yo hubiese dado diez vueltas, doce, acaso quince. Palowhtiwa
sólo dio siete. Hubiesen podido sacarme el doble de sangre. Teñir de púrpura los mares
multitudinarios. — Abrió los brazos en un amplio ademán y luego los dejó caer con
desesperación—. Sin embargo, no me lo permiten. No les gusto, a causa del color de mi piel.
Siempre ha sido así. Siempre.
Las lácrimas asomaron a los ojos del joven; avergonzado, apartó el rostro.
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El asombro hizo olvidar a Lenina su privación de soma. Descubrió su rostro y, por primera vez,
miró al desconocido.
— ¿Quiere usted decir que deseaba que le azotaran con aquel látigo?
Todavía con el rostro apartado, el joven asintió con la cabeza.
— Por el bien del pueblo; para que llueva y el maíz crezca. Y para agradar a Pukong y a Jesús.
Y también para demostrar que puedo soportar el dolor sin gritar. Sí — y su voz, súbitamente,
cobró una nueva resonancia, y se volvió, cuadrando los hombros y levantando el mentón en
actitud de orgullo y de reto—, para demostrarles que soy hombre… ¡Oh!
Se le cortó el aliento y permaneció en silencio, boqueando. Por primera vez en su vida había
visto la cara de una muchacha cuyas mejillas no eran de color de chocolate o de piel de perro,
cuyos cabellos eran castaños y ondulados, y cuya expresión (¡asombrosa novedad!) era de
benévolo interés.
Lenina le sonreía: ¡Qué chico tan guapo! — pensaba—. Tiene un cuerpo realmente hermoso.
La sangre se agolpó en la cara del muchacho; bajó los ojos, volvió a levantarlos un momento
sólo para volver a verla sonriéndole, y se sintió tan trastornado que tuvo que volver la cara y
fingir que miraba con gran interés algo situado en el otro extremo de la plaza.
Las preguntas de Bernard aportaron una distracción.
¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Con los ojos fijos en la cara de Bernard (porque
deseaba tan apasionadamente ver la sonrisa de Lenina que no se atrevía a mirarla), el
muchacho intentó explicarse. Linda y él — Linda era su madre (la palabra puso muy violenta a
Lenina)eran extranjeros en la Reserva. Linda había llegado del Otro Lugar mucho tiempo atrás,
antes de que él naciera, con un hombre que era el padre del joven. (Bernard aguzó el oído.)
Linda había ido a dar un paseo, sola por las montañas del Norte, y al caer por un barranco se
había herido en la cabeza.
— Siga, siga — dijo Bernard, lleno de excitación.
Unos cazadores de Malpaís la habían encontrado y traído al pueblo. En cuanto al hombre que
era el padre del muchacho, Linda no había vuelto a verle. Se llamaba Tomakin. (Sí, Thomas
era el nombre de pila del D.I.C.). Debió de haberse marchado de nuevo al Otro Lugar, sin ella.
Sin duda era un hombre malo, infiel, depravado.
— Y así nací en Malpaís — concluyó el joven—.
En Malpaís.
Y movió la cabeza.
¡Qué inmundicia en aquella casita de las afueras del pueblo!
Un trecho cubierto de polvo y de basuras la separaba de la aldea. Ante su puerta, dos perros
hambrientos hurgaban de un modo repugnante en la basura. Dentro, cuando ellos entraron, la
penumbra hedía y aparecía llena de moscas.
— ¡Linda! — llamó el muchacho.
Desde el interior, una voz áspera de mujer dijo:
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— ¡Voy!
Esperaron. En el suelo veíanse unas escudillas que contenían los restos de un ágape, o acaso
de varios.
La puerta se abrió. Una india rubia y muy corpulenta cruzó el umbral y se quedó mirando a los
forasteros, incrédulamente, boquiabierta. Lenina observó con desagrado que le faltaban dos
dientes. Y el color de los que quedaban… Se estremeció. Era peor que el viejo. ¡Y tan gorda!
Una cara abotagada, cubierta de arrugas. ¡Y aquellas mejillas flácidas, con manchas
purpúreas! ¡Y aquellas venas rojas en la nariz! ¡Y aquellos ojos inyectados en sangre! ¡Y aquel
cuello …! ¡Aquel cuello! ¡Y la manta que llevaba en la cabeza, vieja y sucia! Y bajo la túnica
áspera, de color pardo, aquellos pechos enormes, la redondez del estómago, las caderas…
¡Oh, mucho peor que el viejo, muchísimo peor! Y, de pronto, aquel ser estalló en un torrente de
palabras, corrió hacia Lenina y… (¡Ford! ¡Ford! Era algo asqueroso; en otro momento hubiera
podido marearse)… y la estrechó contra su vientre, contra su pecho, y empezó a besarla.
¡Ford!, a besarla, babeándole.
Ante ella vio un rostro hinchado y distorsionado; aquella criatura lloraba.
— ¡Oh, querida! — El torrente de palabras fluía entre sollozos—. ¡Si supieras cuán feliz soy!
¡Después de tantos años! ¡Una cara civilizada! ¡Sí, y ropas civilizadas! Creí que no volvería a
ver jamás una prenda de auténtica seda al acetato. — Tocó la manga de la blusa de Lenina.
Sus uñas aparecían negras—. ¡Y esos preciosos pantalones cortos de pana de viscosa!
¿Sabes? Todavía tengo mis vestidos viejos, los que llevaba cuando vine aquí, guardados en
una caja. Después te los enseñaré. Aunque, desde luego, el acetato se ha agujereado del todo.
Pero todavía tengo una cartuchera blanca estupenda; aunque la verdad es que la tuya, de
cuero verde, todavía es más bonita. ¡Para lo que me sirvió, mi cartuchera! — Y de nuevo se
echó a llorar—. Supongo que John ya os lo ha contado. ¡Lo que tuve que sufrir! ¡Y sin un
gramo de soma! Sólo un trago de mescal de vez en cuando, cuando Popé me lo traía. Popé es
un muchacho que era amigo mío. Pero el mescal deja una resaca terrible, y el peyotl marca;
además, al día siguiente todavía me sentía más avergonzada. Y lo estaba mucho. Piénsalo por
un momento: yo, una Beta, tener un hijo; ponte en mi sitio.
— La sugerencia hizo estremecer a Lenina—. Aunque no fue mía la culpa, lo juro; todavía no
sé cómo pudo ocurrir, teniendo en cuenta que hice todos los ejercicios malthusianos, ya sabes,
por tiempos: uno, dos, tres, cuatro. Lo juro; pero el caso es que ocurrió; y, naturalmente, aquí
no había ni un solo Centro Abortivo.
Grandes lagrimones escapaban por entre sus párpados cerrados.
— Y el viaje de regreso de Stoke Poges, en avión, por la noche… Y luego un baño caliente y el
masaje mecánico… Aquí, en cambio…
Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la cabeza, volvió a abrir los ojos, se sorbió los
mocos un par de veces, luego se sonó con los dedos y se los secó con la falda.
— ¡Oh, perdón! — dijo, en respuesta a la involuntaria mueca de asco de Lenina—. No debí
hacerlo. Perdón. Pero, ¿qué se puede hacer cuando no hay pañuelos? Recuerdo cómo me
trastornaba toda esta suciedad, la falta de asepsia. Cuando me trajeron aquí tenía una herida
horrible en la cabeza. No puedes figurarte lo que me ponían en ella. Porquerías, sólo
porquerías. Civilización es Esterilización, solía decirles yo. Y Arre, estreptococos, a Banbury-T,
a ver cuartos de baño y retretes espléndidos, como si fueran niños. Pero, claro, no me
entendían. Imposible. Y, al fin, supongo que me acostumbré. Por otra parte, ¿cómo se puede
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tener higiene si no hay una instalación de agua caliente? Mira esas ropas. La lana animal no es
como el acetato. Dura eternidades. Y si se desgarra se supone que una la remienda. Pero yo
soy una Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación; nadie me enseñó jamás a hacer estas
cosas. No era asunto de mi incumbencia. Además, no era bien visto. Cuando los vestidos se
estropeaban había que tirarlos y comprar otros nuevos. A más remiendos, menos dinero. ¿No
es verdad? Los remiendos eran antisociales. Pero aquí todo es diferente. Es como vivir entre
locos. Todo lo que hacen es pura locura.
Linda miró a su alrededor; vio que John y Bernard las habían dejado solas y paseaban entre el
polvo y la basura del exterior; aun así, bajó confidencialmente la voz y acercó tanto los labios a
la oreja de Lenina que el hálito de veneno embrional agitó la pelusilla de su mejilla.
— Por ejemplo — susurró—, la forma en que la gente de aquí se empareja. Una locura, te lo
aseguro, una auténtica locura. Todo el mundo pertenece a todo el mundo, ¿no es cierto? ¿No
es cierto? — insistió, tirando a Lenina de la manga. Lenina, apartando la cabeza, asintió, soltó
el aire que hasta entonces habla contenido y aspiró una nueva bocanada relativamente libre de
malos olores—. Pues bien — prosiguió Linda—, aquí se supone que una sólo puede pertenecer
a otra persona. Y si aceptas tratos con otros hombres te consideran mala y antisocial. Te odian
y te desprecian. Una vez acudió un grupo de mujeres y armaron un escándalo porque sus
hombres venían a verme. Bueno, ¿y por qué no? Y me pegaron la gran paliza… Fue horrible.
No, no puedo contártelo. — Linda se tapó la cara con las manos y se estremeció—. Son
odiosas, las mujeres de aquí. Locas, locas y crueles. Y, desde luego, no saben nada de
ejercicios malthusianos, ni de frascos, ni de decantación, ni de nada. Por esto constantemente
tienen hijos… como perras. Es asqueroso. Y pensar que yo… ¡Oh, Ford, Ford, Ford! Y, sin
embargo, John fue un gran consuelo para mí. No sé qué hubiese hecho yo sin él. A pesar de
que se ponía como loco cada vez que un hombre… Ya cuando era niño, no creas. Una vez,
cuando ya era mayorcito, quiso matar al pobre Waihusiwa, o a Popé, no lo recuerdo bien, sólo
porque alguna que otra vez venían a verme. Nunca logré que comprendiera que así es como
debían obrar las personas civilizadas. Yo creo que la locura es contagiosa. En todo caso, John
parece habérsela contagiado de los indios. Porque, naturalmente, convivió mucho con ellos. A
pesar de que se portaban muy mal con él y no le dejaban hacer lo que los demás muchachos
hacían. Lo cual, en cierta manera, fue una suerte, porque así me fue más fácil condicionarse un
poco. Aunque no tienes idea de cuán difícil es. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! No tenía
por qué saberlas, claro. Quiero decir que, cuando un niño te pregunta cómo funciona un
helicóptero o quién hizo el mundo… bueno, ¿qué puedes contestar si eres una Beta y siempre
has trabajado en la Sala de Fecundación? ¿Que puedes contestar?