Nicaragua: una revolución frustrada y traicionada
Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada
El relato épico de la gesta sandinista se hizo trizas. El gobierno de Violeta Barrios de Chamorro tiró por tierra los avances conseguidos en medio de una guerra incruenta, desigual.
El FSLN sufrió el embate del imperialismo estadunidense y sus aliados europeos. Sin embargo, las malas prácticas y la embriaguez de poder causaron daños irreparables. La unidad sandinista se estremeció al evidenciarse el enriquecimiento espurio de algunos dirigentes de la revolución. Entre otros, Daniel y Humberto Ortega. Las vidas ejemplares mutaron en corrupción, clientelismo y descrédito. La fractura fue irreversible. Muchos militantes sandinistas comenzaron una profunda crítica de la derrota. Ya en la oposición, la defensa de logros y el antimperialismo condensaron la lucha en las instituciones. Parlamento, alcaldías, poder judicial, fuerzas armadas, policía etcétera.
Recuperar la presidencia era prioridad. Con el FSLN en la oposición se hizo la paz bajo bandera estadunidense. Fueron tres lustros de gobiernos de derecha, cada cual más corrupto. Violeta Barrios de Chamorro (1990-97), Arnaldo Alemán (1997-2002) y Enrique Bolaños (2002-2007). Años en los que el FSLN, presa de desafección, purgas y descalificaciones se desfiguró. Daniel Ortega emergió como la gran figura, concentró el poder de la organización. El sandinismo fue una caricatura de sí mismo. Dirigentes históricos, Ernesto Cardenal, Henry Ruiz, Luis Carrión, Mónica Baltodano, Dora María Téllez, tomaron distancia. Emprendieron otro camino o se retiraron. En 2007 el FSLN ganó las elecciones y la revolución no volvió sobre sus pasos. Fue enterrada. En su lugar, no es poco, quedó un legado: la instauración del orden democrático representativo.
Bajo un aparente discurso antimperialista, el FSLN desarrolló su política, enmascarando una alianza con la derecha, ex aliados de Somoza y el capital trasnacional. Las políticas neoliberales fueron la contraparte de una alianza espuria de Daniel Ortega con Arnoldo Alemán, cuyo objetivo fue desplazar opositores y configurar una nueva relación de poder. Se modificó la Constitución y se realizaron concesiones a Iglesia, empresarios, Fondo Monetario Iinternacional y Banco Mundial. Todo, bajo una pretendida calma. Pasaron los años, las relaciones con el imperialismo, con Ortega, gozaban de buena salud. En 2015 el entonces canciller, Samuel Santos, ex alcalde de Managua (1980-85), actual director de la bolsa de valores y empresario petrolero, condecoró a la embajadora de Estados Unidos, Phyllis Power, con la Orden José de Marcoleta en grado de Gran Cruz. En su entrega agradeció los 100 millones de dólares del imperio para proyectos agrícolas, misiones humanitarias, lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado. …vivimos una nueva era, un periodo positivo en nuestras relaciones, dijo Santos en la ceremonia.
Mientras tanto, la embajadora salió al paso ante el discurso antimperialista de Ortega subrayando: A nosotros no nos importa lo que diga el señor Ortega, sino lo que hace el señor Ortega. Y lo que hace le gusta al imperio.
La derecha nicaragüense se sentía cómoda. Los acuerdos fueron beneficiosos para ambas partes. Las últimas presidenciales (2016) desataron hostilidades. La dupla del matrimonio Daniel Ortega, presidente, Rosario Murillo, vicepresidenta, colmó el vaso del sandinismo. Las bases y los organismos del partido se sustituyen por el nepotismo. Desde ese momento el maniqueísmo se adueñó del debate. Cualquier crítica a la dupla Ortega-Murillo se tildó de acto pagado por el imperialismo. La herencia democrática del FSLN se dilapidó. El descontento creció. La derecha aprovechó las contradicciones, a pesar de tener en Ortega-Murillo dos aliados. Prefirió, como siempre, gobernar sin intermediarios. En abril de 2018, las políticas de recortes salariales y pensiones obligaron a recular al gobierno de Ortega y Murillo.
¿Demasiado tarde? La respuesta fue una movilización en la que confluyeron sectores con distintos objetivos, desde la derecha buscando la caída del gobierno, pasando por las legítimas reivindicaciones del pueblo nicaragüense, acompañadas por la represión gubernamental. No se juega una revolución, sino el mantenimiento de un gobierno corrupto, cuyo discurso antimperialista oculta sus propias vergüenzas. Estados Unidos es enemigo del sandinismo, desde luego, pero éste no está en el gobierno. Antimperialismo no es sinónimo de izquierdas. Su uso indiscriminado como argumento lo desfigura. El poeta Roque Dalton fue acusado de ser agente de la CIA, asesinado en El salvador por quienes se consideraron poseedores de la vida y la muerte. Estamos obligados a reflexionar. El pueblo de Nicaragua lo demanda, la memoria de Sandino lo exige.