Nicaragua y el futuro de la izquierda chilena

Una porción importante del futuro de nuestra izquierda chilena se juega justamente en la construcción de un proyecto político radicalmente democrático, que reconozca en las mayorías sociales y no en la fuerza de las armas su principal activo. Y para ello, el recuerdo de las banderas sandinistas y de los cánticos anti-somocistas ha de ser el aliciente para asumir que nunca, bajo ninguna circunstancia, la bala estatal debe apuntar a su propio pueblo.



Nicaragua y el futuro de la izquierda chilena

Hoy, el sandinismo sigue ligado al mundo religioso, aunque ahora en sus formas conservadoras –que tienen a Nicaragua como uno de los últimos países sin ninguna forma legal de aborto- y con figuras de la teología de la liberación como Ernesto Cardenal convertidos en férreos opositores. Hoy, las banderas rojinegras siguen flameando pero desde el lugar del poder y ya no desde la rebeldía transformadora de los ochenta.
Por Carlos Durán Migliardi, Luis Eduardo Santa Cruz y Víctor Muñoz Tamayo. / 21.07.2018 Compartir en FacebookCompartir en TwitterEnviar por WhatsAppCompartirEnviar por EmailCompartir en LinkedIn

“Si Somoza ya se fue, qué se vaya Pinochet”, gritaban miles de jóvenes chilenos durante la década de los ochenta en las jornadas de protesta contra el dictador. Y cientos de ellos, en algún cassette reproducido de mano en mano, coleccionaban las canciones de Carlos Mejía Godoy y, como una joya, el registro del “Concierto por la paz en Centroamérica” en el que voces icónicas de la izquierda chilena tales como las de Silvio Rodríguez, Mercedes Sosa, Amparo Ochoa, Chico Buarque y Daniel Viglietti, hacían su aporte para la lucha de los revolucionarios sandinistas por la paz y contra el intervencionismo.

Eran los tiempos en que el Frente Sandinista de Liberación Nacional era visto como un ejemplo para las luchas antidictatoriales en América Latina; en que la epopeya de la rebelión popular se hacía carne y se volvía gobierno; en que la utopía de una guerra que se entendía como “la paz del futuro” lograba triunfar frente a la dinastía criminal de los Somoza.

Han pasado más de tres décadas desde aquellos tiempos. Hoy, pleno 2018, Daniel Ortega sigue en el poder pero ya no como el líder revolucionario de 1979 sino como un Presidente que ya va por su tercer período consecutivo. Un tercer período en que sus viejos enemigos –como Arnoldo Alemán, ex Presidente con el que Ortega pactó su impunidad y apoyó su salida de la cárcel por delitos de corrupción- ya no lo son tanto, y en que el gobernante comienza a compartir algunos de los rasgos patrimonialistas y corruptos de sus antecesores. Hoy, El sandinismo sigue ligado al mundo religioso, aunque ahora en sus formas conservadoras –que tienen a Nicaragua como uno de los últimos países sin ninguna forma legal de aborto- y con figuras de la teología de la liberación como Ernesto Cardenal convertidos en férreos opositores. Hoy, las banderas rojinegras siguen flameando pero desde el lugar del poder y ya no desde la rebeldía transformadora de los ochenta.

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Como hace décadas atrás, Nicaragua vive hoy una crisis política de proporciones, con centenares de víctimas fatales. Pero una crisis que encuentra ahora al sandinismo controlando el aparato estatal y respondiendo a una movilización social masiva. Una crisis que, para los mismos jóvenes chilenos que admiraban la lucha sandinista, impacta por el efecto simbólico de ver las antiguas banderas sandinistas flameando del lado de la represión y el conservadurismo.

El hecho que la crisis que actualmente vive Nicaragua sea incentivada en parte por intereses norteamericanos, por las oligarquías locales o por la derecha tradicional es perfectamente posible, no obstante los notorios y sabidos acuerdos promovidos por Ortega y Murillo con estos sectores durante la última década. Es incluso cierto que la violencia y los repertorios de ocupación de la calle otrora utilizados por la guerrilla sandinista son ahora parte del accionar de los opositores movilizados. Y sin embargo, ¿son estos argumentos suficientes como para justificar el despliegue represivo de Daniel Ortega y tomar partido por un gobierno demasiado parecido a las típicas administraciones antipopulares que abundan en la historia de América Latina?; Incluso asumiendo –cuestión altamente cuestionable- que exista una línea de continuidad entre la vocación transformadora del sandinismo y la actual administración Ortega-Murillo, ¿es posible justificar el uso desmedido de la violencia estatal y para-estatal contra un pueblo movilizado legítimamente?; ¿es posible asumir que la criminalización de la protesta social puede formar parte del repertorio discursivo de la izquierda latinoamericana?

La experiencia de las luchas antidictatoriales en América latina en general, y en Chile en particular, nos debe recordar de modo permanente que la lucha por la libertad, la democracia y la justicia social han de ir inexorablemente de la mano. La memoria acerca del terrorismo dictatorial que asoló nuestro continente debe ser la brújula que nos recuerde que no existe argumento válido para dirigir las armas del Estado contra el pueblo. La historia de luchas populares en nuestro continente nos debe recordar, en definitiva, que no hay forma de construir transformación si no es con las mayorías sociales y jamás contra ellas.

Una porción importante del futuro de nuestra izquierda chilena se juega justamente en la construcción de un proyecto político radicalmente democrático, que reconozca en las mayorías sociales y no en la fuerza de las armas su principal activo. Y para ello, el recuerdo de las banderas sandinistas y de los cánticos anti-somocistas ha de ser el aliciente para asumir que nunca, bajo ninguna circunstancia, la bala estatal debe apuntar a su propio pueblo.