23-07-2018
Ni para la izquierda ni para la derecha, sino todo lo contrario
Decio Machado
Brecha
El correísmo se encuentra políticamente marginalizado y sin la legitimidad social de la que gozó antaño. Mientras, el gobierno de Lenín Moreno está inmerso en un fuerte desconcierto político, económico e ideológico que refleja su falta de capacidad para establecer una hoja de ruta clara para el país. El resultado ha sido el debilitamiento y la desmovilización de la izquierda.
A punto de cumplirse 14 meses de gestión presidencial de Lenín Moreno, cabe decir que el giro político existente en Ecuador es más que evidente pese a que nadie sepa hacia dónde va el país.
Para unos el presidente Moreno es un traidor a la revolución ciudadana y a la figura de su predecesor, Rafael Correa, mientras que para otros el mandatario es reconocido como un hombre de talante democrático cuyo mérito consiste en haber reubicado –sin violencias internas– a Ecuador en la senda de los estados de derecho mediante la reimplementación de las libertades democráticas.
Valorar al actual gobierno requiere recordar la coyuntura política en la que Lenín Moreno asumió la presidencia. Para ello necesitó dos vueltas electorales en las que una Alianza Pais
–partido hegemónico durante la última década– sumamente desgastada se impuso en la segunda vuelta por muy escaso margen, tras haber perdido más de 1,2 millones de votos respecto de los resultados obtenidos en 2013, y eso pese a que el censo electoral marcara que había 1,15 millones más de electores.
La oposición conservadora, con Guillermo Lasso a la cabeza, un magnate con poco criterio político y propietario del segundo banco más importante del país, articuló de la mano de asesores provenientes de campañas electorales venezolanas la estrategia de denunciar un fraude electoral, con el fin de no reconocer la victoria de Moreno en las urnas. Pese a que dicho fraude nunca fue demostrado, gran parte de la izquierda anticorreísta también se alineó a la estrategia conservadora, dejando al entonces presidente electo sin aliados políticos y en una situación de franca debilidad.
La gestión de Moreno
La reacción de Moreno y su equipo fue rápida y efectiva. Ante un gobierno saliente con poca credibilidad democrática tras una década de excesos políticos, represión de los movimientos sociales y forzadas lecturas de la legalidad democrática –todo ello nunca sancionado, debido al control ejercido desde el Ejecutivo sobre los demás poderes del Estado–, el nuevo gobierno optó por generar una lógica de diálogos en aras del consenso social, generando una ruptura con la polarización social impulsada durante la era Correa como estrategia de control hegemónico.
En paralelo, Moreno pasó a cuestionar la situación económica en la que el mandatario anterior había dejado al país, tras una política de agresivo endeudamiento público, consecuencia de la caída de los precios de los commodities y la desaparición del excedente petrolero.
Por último, el actual gobierno cuestionó la política de control desde el Ejecutivo sobre el resto de los poderes del Estado, permitió la libre acción del Poder Judicial y eliminó la impunidad legal con que los distintos gobiernos encabezados por Rafael Correa habían operado durante la pasada década.
Las consecuencias de estas acciones fueron inmediatas. En primer lugar, se articuló un nuevo discurso de reconciliación nacional que fue ampliamente secundado por una ciudadanía cansada de las lógicas de violencia verbal y persecución a opositores y a la resistencia social implementadas de forma sistemática por el gobierno anterior. Además, el nuevo accionar del gobierno permitió visibilizar –eliminando las “ingenierías” contables– la realidad de las cuentas nacionales, lo que implicó terminar reconociendo una deuda pública de 59.000 millones de dólares (57 por ciento del Pbi), más del doble de lo que aceptaba deber el gobierno correísta. Por último, la acción independiente de la justicia significó la indagación judicial de múltiples denuncias de corrupción institucional y sobreprecios en la construcción de megaproyectos, lo que terminó por llevar a la cárcel –por el delito de asociación ilícita, en el marco de la trama Odebrecht– incluso a Jorge Glas, quien ejerciera como vicepresidente en los últimos gobiernos de Rafael Correa, y que había sido impuesto por este como vicepresidente también durante los primeros meses de gestión de Lenín Moreno.
Pese a que conllevara la ruptura de relaciones entre Rafael Correa y Lenín Moreno, la condena de Glas significó un reposicionamiento político del gobierno actual ante la sociedad ecuatoriana, dejando sin piso las acusaciones de fraude electoral, la estrategia de bloqueo político impuesta por sus contrincantes y la narrativa opositora de que Moreno era apenas un títere puesto por el presidente anterior.
La estrategia de Rafael Correa ante este inesperado giro gubernamental no pudo ser más llamativa. Impulsó la salida de sus acólitos del gobierno y convocó de manera ilegal una convención nacional de Alianza Pais en la norteña ciudad de Esmeraldas. Pretendió disputar nuevamente, sin éxito, la dirección de un partido que mayoritariamente ya no lo seguía. En una organización política construida de forma vertical, su movida fue escasamente secundada por las bases.
El paso siguiente emprendido por Rafael Correa fue un llamado a la desafiliación masiva de Alianza Pais –una iniciativa a la que adhirió solamente un número muy minoritario de militantes–, y pretendió formar un partido propio cuyo nombre pasó a ser Movimiento Acuerdo Nacional (Mana), que aún no cuenta con la legalidad política por carecer de las firmas ciudadanas necesarias para su acreditación institucional.
“Descorreización”
En paralelo, y aprovechando su reposicionamiento político, el pasado 4 de febrero el gobierno impulsó una consulta popular que, con el apoyo ampliamente mayoritario de la ciudadanía, inhabilitó al ex presidente Correa para volver a presentarse como presidenciable, anulando la reforma constitucional que para tal fin él mismo impulsara en los últimos años de su gobierno. A partir de entonces se sentaron las bases para el proceso de “descorreización” en marcha. Este proceso implicó la constitución de un nuevo Consejo de Participación Ciudadana y Control Social transitorio, organismo que tiene el plazo de un año para evaluar a cada una de las instituciones públicas encargadas de la participación social y el control del Estado (Fiscalía, Procuraduría, Consejo Nacional Electoral, Tribunal Contencioso Electoral, Consejo de la Judicatura, Corte Constitucional, etcétera). Aunque concebidas teóricamente como autónomas del gobierno, estas instituciones públicas estuvieron dirigidas por cuadros políticos del partido oficialista durante la legislatura anterior, siendo ahora cesados el conjunto de sus titulares tras múltiples evaluaciones públicas realizadas por fiscalizadores de la sociedad civil.
La estrategia correísta de disputar el liderazgo político del país desde fuera del gobierno implicó que ese sector político hoy carezca de la legitimidad social de la que gozó antaño, llevando a la marginalidad política a lo que queda de la estructura que dirigió a Ecuador durante la última década. De esa estructura tan sólo tienen cierta incidencia los 28 legisladores que quedaron alineados con Rafael Correa dentro de una Asamblea Nacional de 137 miembros.
Las múltiples causas judiciales recientemente abiertas que involucran al ex presidente Correa en la comisión de delitos que van desde la mala gestión de la deuda pública hasta el intento de secuestro de opositores a su gobierno en países extranjeros (caso de Fernando Balda en Colombia) han hecho que el ex mandatario esté considerando la posibilidad de pedir asilo político en Bélgica, donde hoy es residente. Si opta por esta salida, el ex presidente podría estar imposibilitado de volver a Ecuador durante aproximadamente una década, tiempo estimado para la prescripción de estos delitos aún en indagación judicial.
Un cóctel de descontento
Pero más allá de la debacle correísta, el actual gobierno se encuentra inmerso en un fuerte desconcierto político, económico e ideológico que refleja su falta de capacidad para establecer una hoja de ruta clara para el país.
El frente económico gubernamental –compuesto por ministerios como Comercio Exterior, Economía y Finanzas, Minería, Electricidad, Hidrocarburos, Turismo, e Industrias y Productividad– ha sido paulatinamente entregado a representantes del sector empresarial, quienes desde una visión económicamente neoliberal y políticamente conservadora pretenden gestionar el país como si se tratase de una corporación empresarial, propiciando un plan de privatizaciones aún por desarrollarse y la reducción del volumen del Estado. Pese a que estos dos objetivos fueron anunciados ya durante los últimos años de la gestión correísta –tras el derrumbe de los precios del crudo y la finalización del excedente petrolero que había permitido cierta transferencia de recursos a los sectores históricamente olvidados en el país–, es la administración de Moreno la que los pone en marcha. En paralelo, el presidente pretende mantener las políticas asistencialistas de la mano de ministros de corte progresista en los ministerios de perfil social –tales como Educación, Ambiente, Cultura, Inclusión Económica y Social, Salud y Justicia–, lo que genera fuertes conflictos internos con el ala conservadora a la hora de dirimir la dotación de recursos para cada una de estas áreas. En resumidas cuentas, la composición de la administración de Moreno se ha convertido en un cóctel explosivo difícilmente gestionable, en el que los conflictos entre bloques enfrentados afloran por doquier, pese a que desde el aparato estatal se intente permanentemente silenciarlos.
De esta manera, y pese a que la inversión extrajera directa en el país ha ido creciendo y se ha dinamizado en parte la economía nacional, la matriculación en educación inicial ha menguado, las universidades siguen sin contar con dotaciones presupuestarias adecuadas, la atención en los centros de salud y hospitales sigue siendo deficitaria, la generación de empleo digno y la construcción de vivienda social siguen estando lejos de los compromisos electorales anunciados por Lenín Moreno en campaña.
Si bien la situación económica del país no es producto del accionar del actual gobierno, que heredó un Estado descapitalizado que destina anualmente entre 10.000 y 12.000 millones de dólares al pago de deuda –prácticamente la suma de los presupuestos de educación, salud y seguridad–, la alternativa que éste propone –entregar las políticas económicas y productivas a un sector empresarial que históricamente ha carecido de proyecto alguno de país, limitando su discurso a hablar de flexibilización laboral, de excepciones y amnistías fiscales, privatización de empresas públicas y reducción del tamaño del Estado– no representa una solución.
Desaparición de la izquierda a la vista
Todos los estudios demoscópicos estudios realizados en los últimos meses en Ecuador indican que el partido político hegemónico durante estos últimos diez años ha dejado de serlo y que la sociedad ecuatoriana ya no muestra simpatías mayoritarias por ninguna de las tiendas políticas existentes en este país. Esto implica que el deterioro de Alianza Pais no está siendo capitalizado por ninguna otra formación política. Según esos mismos estudios, si el voto dejara de ser obligatorio el nivel de ausentismo electoral en Ecuador alcanzaría cuotas del 60 por ciento, tal y como sucede en países como Colombia, donde el presidente es elegido por un sector muy minoritario del padrón electoral.
Con un Poder Legislativo ya sin mayoría oficialista, el Ejecutivo debe pactar alianzas coyunturales con agrupaciones políticas conservadoras para sacar adelante cada una de sus propuestas de ley. Dentro del actual gobierno, el ala progresista busca implementar una suerte de bloque político –que ha tenido a bien denominar Vamos– para enfrentar la ofensiva conservadora empresarial instalada en el anillo de poder que rodea en estos momentos al presidente Lenín Moreno.
En paralelo, la falta de perspectivas económicas y proyección de futuro que se vislumbra actualmente en la sociedad ecuatoriana hace prever que en algún momento pueda reactivarse cierto nivel de conflictividad social, perspectiva poco deseada incluso por las fuerzas políticas de las izquierdas no gubernamentales que cuestionaron el régimen correísta durante la pasada década y que hoy hacen mutis por el foro a la espera de prebendas y cargos públicos en el actual gobierno.
Por su parte, los movimientos sociales –especialmente el indígena– que protagonizaron la resistencia a las políticas autoritarias y extractivistas auspiciadas durante la pasada década también han cesado en su actividad reivindicativa, dejando la escasa movilización social existente en manos de residuales sectores políticos afines al correísmo, hoy convertidos en oposición.
El impacto político de diez años de un gobierno autodenominado izquierdista ha dejado un erial en el campo del activismo político y social ecuatoriano, condición que sin duda costará mucho tiempo superar y que debería conllevar una seria reflexión.
En todo caso, y más allá de las limitaciones políticas de eso que tuvo a mal denominarse “socialismo del siglo XXI”, el propio presidente Lenín Moreno ha autodefinido a su gobierno como de transición, situación que nos hace preguntar: ¿de transición hacia dónde?, respuesta que gran parte de la izquierda ecuatoriana hoy prefiere no contestar.
Fuente: http://brecha.com.uy/