Madurai, la expresión de la complejidad del universo
Reportaje de La Estrella de Panamá
INDIA. Llegamos a Madurai a la medianoche. Habíamos salido de Chennai a las dos de la tarde, y era nuestro primer tren en la India. El viaje trancurrió plácidamente, entre lectura, música y conversación. Y cómo no, si viajábamos en clase ‘Second AC’, el penúltimo peldaño en la escala de placer de los trenes indios. En las entrañas de aquella serpiente metálica, dos o tres clases más allá, estaba la llamada ‘Sleeper Class’, donde viajan los nadies. Y ya se sabe que en India los nadies son todo el mundo.
La vimos desde el tren, en la estación de Egmore. Vagón tras vagón, lo mismo: oscuros, viejos, sucios, oxidados. Y calientes, sin más ventilación que el aire que, afortunadamente, no tiene la capacidad de negarse a entrar aquí o allá. A través de los barrotes de las ventanas se veían los pobres diablos y diablas que recorrerían medio estado de Tamil Nadu ahí dentro. Aún había pocos, por lo que se les veía aprovechando la ventaja, ocupando las partes más privilegiadas. Para cuando el tren arrancase, ya no se distinguirían entre la masa anónima de cuerpos hacinados. Es posible que el calor me contagiara con un tinte apocalíptico, pero a mi mente vinieron automáticamente los trenes usados por los nazis para transportar ya saben quienes a ya saben dónde. No será lo más correcto que he escrito, pero sí lo más sincero. Mi opinión sobre la Sleeper se completará muy pronto. Ya tengo reservaciones.
La estación estaba tranquila y la noche era fresca y agradable. Al salir del edificio, quedamos boquiabiertos: centenares de personas dormían en el suelo, bajo el cielo estrellado. Hombres, mujeres, niños, bebés, ancianos y embarazadas, acostados sobre telas o el concreto. Aprovechando el frescor de la noche tamil antes de tener que recoger sus bultos y montarse en otro de esos hornos metálicos donde se funde la dignidad de todo un pueblo. Sin pensar mucho en ello —en la India no tienes el tiempo ni la capacidad de pensar en éstas cosas— continuamos caminando y tomamos un rickshaw a la casa de nuestro amigo Saravana. Una hora después, dormíamos en su cuarto de invitados.
LA ATENAS DEL ESTE
Madurai es una ciudad pequeña —’sólo’ un millón de habitantes— pero antigua e importante. De hecho, es una de las ciudades más antiguas del mundo entero, con más de dos mil años de historia. Además, es el corazón de la civilización tamil, cuya última encarnación política es el actual estado indio de Tamil Nadu (‘país tamil’) pero que ha existido continuamente y en diversas formas —incluyendo imperios que cubrieron todo el sur indio, Sri Lanka y hasta parte del sureste asiático— por más de dos milenios.
Pocas culturas tienen raíces tan fuertes. Los tamiles son la última gran civilización clásica que aún sobrevive en el mundo. Su idioma ha producido una de las literaturas más ricas del planeta y goza de estatus oficial en Sri Lanka y Singapur. Madurai es el epicentro del universo tamil, y para que los occidentales (o pseudo-occidentales como nosotros latinos) pudieran comprender su grandeza, a algún iluminado se le ocurrió bautizarla como la ‘Atenas del Este’, lo que desde cierto punto de vista es asquerosamente eurocéntrico, pero sirve para ilustrar el punto a todos a los que —patéticamente— nos enseñaron que la civilización era una cosa que empezó en Grecia, continuó en Roma y llegó al resto en el año 1500.
Si Madurai es la Meca tamil, su Mezquita Sagrada es el majestuosísimo templo de Meenakshi Amman. Dedicado a la diosa Parvati —de la cual Meenakshi es un avatar— y su consorte el dios Shiva, el templo es un inmenso complejo arquitectónico de 180,000 m2, y constituye el centro neurálgico de la ciudad. A su alrededor, las calles radían, según los textos clásicos tamiles, ‘como los pétalos de una flor de loto’. Sus cuatro entradas están guardadas por 14 espectaculares torres —o gopurams— que van de los 45 a los 50 metros de altura.
Los gopurams del templo de Meenakshi son, quizás, las estructuras más fantásticas que he visto en mi vida. Sus cuatro costados están totalmente cubiertos por sucesivas capas de hermosas esculturas, todas representando a dioses o similares. Son decenas de miles (unas 33,000), tan cerca la una de la otra, tan reales y de colores tan vivos que me hacen pensar que los tamiles jugaban a ¿Dónde está Wally? con figuras de tamaño real mucho antes que el resto de la humanidad.
MÁS QUE UNA RELIGIÓN
Los gopurams me volaron la cabeza. Pasé horas mirándolos mientras esquivaba el calor en un café con vista a las torres. Intenté adivinar sus formas, distinguir una escultura en particular sólo para perderla de vista cuando mis ojos se desviaban un milímetro en cualquier dirección. Vi dioses de ocho brazos montados encima de vacas de diferentes colores; vi guerreros azules y rosados, con un abanico de infinitas extremidades; vi grupos de dioses en esas poses de bailarines cósmicos, tan hindúes y tan universales a la vez; vi a Shiva, Parvati y su hijo Ganesh, con su cabeza de elefante; vi a los feroces guardianes del templo en lo alto de las torres… Vi todo y a la vez no vi nada, porque ver 30, 40 o 200 dioses de los cientos de miles que tiene el hinduísmo es como ver granos de arena en una playa.
En ese momento entendí que el hinduísmo es más que una religión. Es la expresión más fiel de la complejidad del universo, con sus contradicciones, extremos, absurdos, verdades y mentiras inescrutables. Todas tienen una representación en el panteón hindú. Y una manera de ser representadas: una estatua aquí, mil allá, o nada, quién sabe. Por encima de todo, el hinduísmo es el estilo de vida de la gente del Hindostán, la única gente y la única tierra capaces de producir esta cosmovisión.
Habiendo pasado mucho tiempo en países musulmanes, entendí también que islam e hinduísmo son extremos opuestos en la interpretación de las grandes verdades del universo. El Islam gira en torno a la noción de que hay un sólo dios que, a través de varias revelaciones, dejó órdenes muy precisas de cómo vivir la vida y adorarlo adecuadamente. Y por encima de todo, ese dios no puede ser representado. Por eso, las mezquitas están adornadas con formas geométricas, y se dice que tienen una imperfección dejada a propósito por quienes las construyeron, porque perfecto sólo es Dios. Los hindués, por contra, adoran de infinitas maneras a infinitos dioses, representados de infinitas formas. Los dioses hindúes, además, son pasionales y cometen errores, como los dioses griegos que llamamos paganos. Mirando sus esculturas en las torres de Madurai, sólo puedo estremecerme al imaginar el choque de trenes que supuso la llegada del Islam aquí. La convivencia entre estos alfa y omega de la espiritualidad mundial ha definido los últimos mil años de la historia del Hindostán. No podía ser de otra forma: en esta tierra nadie entiende de términos medios.
DENTRO DEL TEMPLO
Harto de reflexiones, y con el sol un poco más bajo en el horizonte, pagué la cuenta y me dirigí al templo. Dejé mis zapatillas y medias afuera, y caminé descalzo los 20 o 30 metros que separaban el ‘guardazapatos’ de la puerta. Dentro, el templo es casi una ciudad. Como yo, unas 15,000 personas más lo visitarían ese mismo día, y 25,000 todos los viernes.
La multitud y el calor eran intensos, pero más intensa era la fascinación que produce el lugar. Repentinamente, sentí esa sensación de estampida humana, y vi que se avecinaba una caravana. Un hombre santo —al menos de apariencia— caminaba por el templo, seguido por miles de fieles y por un asistente que sostenía un abanico eléctrico cerca de su rostro. Luego me enteraría que se trataba de Sri Bharati Tirtha, el máximo gurú de una matha (escuela) hinduísta llamada Sringeri. El Jagadguru (gurú del mundo) se encontraba realizando una Vijaya Yatra, especie de peregrinación espiritual por todo el sur del país. Uno de sus seguidores respondió mis preguntas sobre la caravana.
Según caía la noche, el templo aumentaba en actividad. A Meenakshi Amman se viene a hacer (casi) de todo, desde rezar a los dioses —ofreciéndoles toda clase de cosas, incluyendo bananas y cocos— hasta celebrar reuniones, pasear, meditar, comer, beber y hacer vida social. Incluso hay un área grandísima llena de tiendas vendiendo de toda clase de cosas. En una esquina en particular, un elefante adiestrado repartía ’bendiciones’ con su trompa a cambio de 10 rupias. Se dice que el bicho sabe reconocer los billetes y las monedas, y que por cualquier cantidad menor no hay bendición. Y no es que a la gente le duela el bolsillo: el elefante repartía bendiciones a diestra y siniestra. En una esquinita, un hombre pequeño con un bastón observaba al paquidermo poner los billetes con la trompa en una canastita. Era el dueño del elefante, y sólo pude imaginar cuánto dinero al día le genera su brillante invento. Jesús de Nazaret evidentemente nunca vino aquí.
Como buen hereje con ganas de diversión, saqué diez rupias, esperé mi turno y se las acerqué a la trompa. Debí caerle bien al animal, pues no sólo me bendijo, también me resopló en la espalda. Fue una experiencia única, aunque al verlo más tarde hacer sus necesidades en pleno templo de los mil dioses pensé si el hinduísmo no sería demasiado incluso para un agnóstico de raíces católicas como yo.
Al ver los gigantescos ‘regalos’ del elefante rodar por suelo sagrado, mi mente volvió a las estatuas. Esas miles de figuras que enfrentaban la noche en el exterior del templo, al fin y al cabo, son representaciones de seres vivos. En una iglesia, por ejemplo, uno se imagina a la virgen mirándote con ternura y consolándote como sólo una madre lo sabe hacer, o a Jesucristo quejándose de los clavos o de cualquiera de las mil cosas de las que se puede quejar un crucificado. Pero aquí, si éstas imágenes cobraran vida, la torre sería un precioso caos de guerreros, bailarines, animales y demás seres fantásticos. Las torres de Meenakshi Amman serían la India, y los dioses todos aquellos que en ella viven, incluyéndome a mí y a los nadies de la clase Sleeper.
Pero hay un problema: la India ya es un caos. Los hindúes sólo nos muestran la manera de verlo precioso.