Tareas pendientes e ineludibles. Interpretaciones de la guerra del Chaco II

La victoria bélica del Estado no es nunca la victoria del pueblo; el pueblo, aunque se lo invista de los oropeles de la gloria de la historia oficial, es también el otro derrotado. Sus condiciones sociales se fijan como esculturas dedicadas al drama eterno de los pueblos que delegan sus voluntades singulares a los representantes, a nombre de la voluntad general. Pueblos que no creen en sí mismos, en sus capacidades, en sus facultades de autogobierno, en el uso crítico de la razón propia. En consecuencia, podemos decir, que de la conflagración de la guerra del Chaco hay más de un derrotado, no solo el país andino-amazónico-chaqueño, que es Bolivia, sino también el pueblo paraguayo. Lo mismo ocurrió con los desenlaces de la guerra del Pacífico.



agosto 19, 2018

Tareas pendientes e ineludibles
Interpretaciones de la guerra del Chaco II

Raúl Prada Alcoreza

Dedicado a mi suegro Humberto Alzérreca, excombatiente de la guerra del Chaco.

Humberto contaba apasionadamente sus aventuras en la guerra del Chaco. En la manera de contar, en sus ademanes asiduos, en su voz timbrada, se develaba que no había salido nunca del Chaco; la conflagración lo había marcado para siempre. Su amigo Miguel quedó enraizado en las tierras ardientes y abrumadoras del Chaco Boreal. Le puso el nombre a su hijo, recordando al amigo muerto en combate. La construcción del sentido, es decir, la cosmovisión que emergió después tiene su centro gravitatorio en este Chaco disputado por dos naciones pobres y desmanteladas. Aunque el sudeste del país quedó como en el pasado y se encuentra distante de la ciudad de La Paz, la proximidad de la memoria de una experiencia exigente, donde se pone el pellejo, hace que la atmósfera candente de ese ecosistema, que sirvió de escenario a una guerra fratricida, esté tan cerca, sea tan inmediata, que no se pierde la ocasión de hablar de esos recuerdos intensos.

La guerra está presente, ineludiblemente presente. No se trata solo de recuerdos, de cúmulos de nostalgias y penas, sino de esa manera de hacerse presente en las maneras de ser, en las conductas; incluso en el modo de querer a la familia. Se la quiere y mucho, pero, siempre decodificando desde la experiencia vivida; valorando desde la exigencia máxima a la se fue sometido. Por eso, vale la pena preguntarse sobre el presente, que aparentemente está en otro tiempo, que se desplaza en otros escenarios, donde ocurren otras cosas. ¿Es así como parece ocurrir? ¿Desde que locus se interpreta lo que se experimenta en el momento presente? ¿Desde la descripción que se hace posible por lo que se observa y se anota? ¿O, mas bien, a pesar de la manifestación cotidiana, apropiada a las descripciones someras, el locus no es del ahora, del instante, de la momentaneidad que fluye, sino pertenece a un espesor mutable?

Tal parece que no podemos desentendernos de los espesores de la experiencia, que se sedimentan, tampoco de los espesores de la memoria, que tejen en una permanencia que ignora el tiempo, que no le da importancia a los momentos, como si lo único inmanente y trascendente sea la inscripción y registro de huellas en el cuerpo, por medio de la consecución de la fenomenología de la percepción. Se podría decir, entonces, que el locus es atemporal, que es más bien simultáneo; su manera de permanecer mutando. Nos damos cuenta entonces que no le damos importancia al locus, que es parte constitutiva de lo que somos, sino que preferimos recurrir a la imitación, a decir desde lo que se espera que se diga, según las buenas costumbres y el sentido común. Es más, desde las modulaciones escolares e institucionales. Entonces se dice lo mismo, se comparte los mismo, se repite la letanía de los mismo, con todas las variaciones que se quiera. Perdiendo la oportunidad de hablar desde las hendiduras e inscripciones de la experiencia, desde el substrato territorial donde las sensaciones capturaron fenómenos, se asociaron para componer interpretaciones inmediatas, aprendieron del mundo efectivo, dando sus primeros pasos. Las certezas se encuentran aquí, en este lugar; el saber concreto emerge como aprendizaje constante. En estas condiciones se puede hablar, como se dice, con conocimiento de causa.

Don Humberto se fue sin ser escuchado como corresponde; no por escuchar lo que se asume como anecdótico, sino con atención. Tratando de comprender lo que se transmite en toda su integridad. Tratando, al escuchar, de acercarse, a la experiencia singular del locutor, del que cuenta su experiencia. Esta incomunicación, pues este es el nombre adecuado, devela dos problemas; uno, que por timidez o inhibición no se habla desde el locus, al que se lo tiene oculto. Sigue siendo la causa y el motivo del discurso, empero, no se le reconoce, ni se le da rienda suelta. Dos, no se escucha la narración, vale decir, la composición implícita, por lo tanto, se está lejos de descubrir la trama; solo se escucha el discurso, la emisión de lo que se toma como anécdotas.

El mundo en el que vivimos, que, en realidad son mundos, si se quiere, acotados, esferas, esta habitado por testigos, por testimonios, por seres que guardan experiencias, las cuales se encuentran silenciadas por la forma de comunicación impuesta por la sociedad moderna. No aprovechamos, como es debido, a estos tesoros de la experiencia; los tenemos ahí como parte de la vida cotidiana. Son situados en el mapa estriado de las relaciones sociales institucionalizadas. Por lo tanto, son enmudecidos, a pesar de que se los deje hablar y se los escuche anecdóticamente. La contraparte no deja de ser triste; al no atender, al no escuchar, como es debido, cuando se escucha nomás, se pierde la oportunidad de valorar la propia experiencia singular. Nuestros cuerpos registran las experiencias singulares, empero éstas quedan archivadas en los almacenes no usados por la memoria. La memoria usada queda restringida al uso pragmático de la vida cotidiana; lo que es una manera de matar a la memoria, de hacerla inútil.

Debemos recuperar las memorias singulares de la guerra del Chaco, periodo bélico que exigió la movilización militar, que desafío al pueblo, cuando todavía se encontraba tratando de empezar a comprender la anterior derrota bélica, la de la guerra del Pacífico. En las memorias singulares se encuentran registradas las experiencias particulares de esa guerra; por lo tanto, lo dado en su desmesura no decodificada ni descifrada. Que sea casi imposible hacerlo tal cual, según dice Paul Tellería Antelo[1], dadas las condiciones temporales y la exigua población de ex-combatientes a estas alturas; incluso, así, si estuvieran, no es fácil recuperar la integralidad de los planos y espesores de intensidad de las vivencias. Sin embargo, es menester acudir a todo lo que se tiene al alcance; archivos históricos, centros de datos, fuentes primarias, fuentes secundarias, testimonios, narrativas. Es más, es menester también acudir lo que parece que no está al alcance, lo que parece haberse perdido, no solo con la desaparición paulatina de los excombatientes, sino por la distancia del tiempo, el cambio de los escenarios de la guerra y de los contextos nacionales; esto implica hurgar en los espesores del presente, vale decir, comprendiendo que nos movemos en la simultaneidad dinámica, no en el tiempo. Esto es encontrar en las irradiaciones de la guerra del Chaco y sus desenlaces las huellas inscritas en los espesores sociales.

La malla institucional que nos llevó a la guerra fratricida y a la derrota parece mantenerse, a pesar de los cambios contextuales, inclusos de mutaciones en la forma de Estado, a pesar de las revoluciones y también regresiones ocasionadas. Para decirlo de manera directa, la derrota de la guerra del Chaco se encuentra en la ideología autocomplaciente, incapaz de autocrítica, de evaluar críticamente lo que pasó; por lo tanto, incapaz de comprender los entramados que desencadenaron los desenlaces. El haber entregado el mando de la guerra a oficiales oportunista, que arrinconaban a los oficiales profesionales y con vocación; el haber confundido el ejército con compañías preparadas para el desfile y los uniformes; el haber acudido a la guerra con el optimismo insostenible de que en unos cuantos días se llegaba a Asunción, optimismo desprendido de un racismo oligarca, que creyó que llegarían azotando con látigos a los “guaraníes”, como lo hacían con sus pongos. El armar improvisadamente tres ejércitos, con la persecución y captura de indígenas, llevándolos rápidamente a las arenas del Chaco. Todo esto, que señala las condiciones de imposibilidad con la que se asistía a la guerra, se resume en la “estrategia militar”, que estaba más cerca de una guerra de posiciones, cuando el ejército paraguayo recurría a la novedosa guerra de maniobra, posterior a la primera guerra mundial. Hoy, para hablar de esa manera, estos comportamientos repetitivos como habitus, aunque cambien sus formas de manifestarse, sus protagonistas, los escenarios y los discurso, subsisten, llevándonos, una y otra vez, a nuevas derrotas, sino es de guerras, es de revoluciones.

Se dice que la revolución de 1952 nace del encuentro entre bolivianos criollos, mestizos e indígenas. Sin embargo, se olvida anotar que esta revolución nace abortando la misma revolución; lo que quiere decir, desechando el encuentro de sangres en las trincheras, al asumir la tarea y la responsabilidad simbólicamente, en la autocomplaciente ideología del nacionalismo revolucionario. El renacimiento boliviano no se dio después de semejante derrota y sacrificio del pueblo, de los hijos del pueblo. Más tarde, otra ideología autocomplaciente, retoma aquello del renacimiento o la “re-fundación”; esta vez neo-populista e indigenista. Lo hace de la misma manera, simbólicamente, cayendo nuevamente en la demagogia, que solo sirve, no para transformaciones estructurales e institucionales, sino para cambios de élites en el ejercicio del poder. Es pues, la derrota la que nos persigue como condena y fatalidad. ¿Cómo escapar de este destino, para nombrarla de manera dramática, ilustrativa y metafórica? La pregunta es: ¿nos atreveremos a la autocrítica radical, a nacer auténticamente, con la potencia social, la capacidad creativa de las multitudes del pueblo?

Esto equivale a reconocer la hilera de errores, los grandes y persistentes equívocos, los peligros de la ideología autocomplaciente, la apología a-crítica de los mitos que entusiasman, empero, castran las capacidades. Toda esta lista de obstáculos históricos-políticos-culturales corresponden al Estado nación subalterno, heredero de la colonialidad, de sus diagramas de poder inscritos en la piel y hendidos en los cuerpos. Si el Estado existe, lo hace de esta manera, inscribiéndose, hendiéndose, sumergiéndose en los cuerpos, induciendo comportamientos, constituyendo subjetividades. Las nuestras, que corresponden a lo que ha hecho la genealogía del Estado, resultan subjetividades acomplejadas. Cuando no ocurre esto, no es el Estado al que tenemos que agradecer, sino al ímpetu, al gasto heroico, a la potencia creativa de las multitudes del pueblo, que escapan a las capturas institucionales.

Si queremos dejar de seguir jugando en el círculo vicioso del poder, moviéndonos al estilo del péndulo, dejar una versión de gobierno para incursionar en otra, que estructuralmente y orgánicamente corresponden al mismo substrato de las dominaciones, la colonialidad, debemos responder a las preguntas no hechas, a las preguntas hechas por los muertos y heridos, por la masa de víctimas; debemos enfrentarnos con lo que hemos llegado a ser en los presentes habidos y el dado. ¿Por qué somos lo que somos en el momento presente? ¿Qué nos ha constituido así? ¿Qué más somos, tomando en cuenta lo que contenemos y no hemos constituido? ¿Cómo salir del círculo vicioso del poder? ¿Cómo dar rienda suelta a la potencia social, potencia creativa de la vida?

Es pues inocuo seguir jugando al gato y al ratón, a pasar de “oficialismo” a “oposición” y viceversa. Ambos son las dos caras de la medalla, el círculo vicioso del poder. Lo que unos endilgan a los otros lo tienen como constitución propia; que se manifieste de una u otra manera, es cuestión de particularidades y formas perversas de las manifestaciones del círculo vicioso del poder. Lo que es urgente, es decir, una emergencia, es salir del círculo vicioso del poder. Para eso es menester deconstruir la ideología autocomplaciente, además de desmantelar la máquina de la fetichización, la misma ideología y sus aparatos ideológicos, además de sus aparatos y máquinas de poder. En pocas palabras, liberar la potencia social.

Que todo esto no sea nada fácil, esta claro, es evidente; pero no hay peor derrota que no haber intentado. Que se tenga que pasar por transiciones parece realista. Se trata de lograr transiciones consensuadas. Para tal efecto, es menester la deliberación colectiva, en distintos niveles, lugares, contextos. No importa cuanto se tarde; lo importante es que los pasos que se den cuenten con el consenso de las multitudes involucradas.

Si hay algún consuelo para nuestras derrotas bélicas, es ésta, que no compensa, obviamente las consecuencias de la derrota: los vencedores o victoriosos de la guerra parecen experimentar también los efectos de la ideología complaciente, aunque se presente de otra manera. La victoria bélica del Estado no es nunca la victoria del pueblo; el pueblo, aunque se lo invista de los oropeles de la gloria de la historia oficial, es también el otro derrotado. Sus condiciones sociales se fijan como esculturas dedicadas al drama eterno de los pueblos que delegan sus voluntades singulares a los representantes, a nombre de la voluntad general. Pueblos que no creen en sí mismos, en sus capacidades, en sus facultades de autogobierno, en el uso crítico de la razón propia. En consecuencia, podemos decir, que de la conflagración de la guerra del Chaco hay más de un derrotado, no solo el país andino-amazónico-chaqueño, que es Bolivia, sino también el pueblo paraguayo. Lo mismo ocurrió con los desenlaces de la guerra del Pacífico.