Pachakuti, libertad y autogobierno

Último capítulo del libro Horizontes comunitario-populares.



Pachakuti, libertad y autogobierno

A lo largo de los capítulos anteriores, al avanzar la reflexión sobre los contenidos políticos y económicos desplegados por las luchas comunitarias y populares más enérgicas en Bolivia durante la primera década del siglo que corre, se presentaron reiteradamente ciertas cuestiones teóricas acerca, justamente, de los diversos horizontes de transformación que animaron tales acciones de levantamiento y movilización. En este último acápite, discutiré diversos aspectos del clásico trabajo de Hannah Arendt titulado Sobre la revolución tanto para darle a las reflexiones previas un mayor nivel de generalidad, como para criticar el conjunto de supuestos sobre lo político y la política que organizan el pensamiento contemporáneo sobre las transformaciones políticas posibles.

Algunas distinciones de Arendt sobre los contenidos de la revolución
El argumento de Arendt que más llama mi atención en Sobre la revolución es el contraste entre las formas de lo político durante y después de la Revolución francesa y de la Guerra de Independencia de Estados Unidos. Partiendo de su muy específica comprensión de la libertad como capacidad individual —y colectiva— de participar en la producción de la decisión política, los argumentos de Arendt para distinguir entre los «contenidos» de los dos procesos revolucionarios en cuestión se concentran en qué tanto privilegian la construcción de nuevas estructuras políticas de gobierno quienes luchan y qué tanto énfasis imprimen a la modificación de las desigualdades económicas. La manera en la que Arendt expresa lo anterior es afirmando que la mayor distinción entre la Revolución francesa y la Guerra de Independencia estadounidense está en la importancia y atención que la primera dio al asunto de «alterar la textura social» (Arendt, 2013: 36), es decir, convoca a reflexionar cuidadosamente sobre la manera en que los revolucionarios franceses, sobre todo los jacobinos, se propusieron modificar el abismal y jerarquizado orden de desigualdad económica heredado del Ancien régime, intentando disminuir la distancia entre el lujo y riqueza concentrado en los de arriba y la carencia material de los de abajo a fin de, paulatinamente, construir un mínimo equilibrio en la disposición y acceso general a medios de existencia y bienes de diverso tipo. Esta tendencial disminución de la diferenciación y distancia social constituiría, según el argumento de quienes esgrimieron tal postura, la condición de posibilidad material básica de pertenencia al cuerpo político nacional, es decir, a la república. Sin embargo, prosigue Arendt, la construcción de la república como cuerpo político para la producción colectiva de la decisión política, paradójicamente, es lo que habría sido sacrificado, bastante pronto, en la experiencia revolucionaria francesa (Arendt, 2013).
En contraste con lo anterior, a lo largo de su revisión de la historia y de los debates ocurridos durante la Guerra de Independencia norteamericana, Arendt destaca el énfasis y detalle con el cual los llamados «Padres fundadores» discutieron acerca de la construcción de una nueva estructura política una vez que combatieron y declararon disuelta la sujeción al dominio político de la monarquía inglesa (Arendt, 2013: 64 y ss).
Así, en su amplia reflexión Sobre la revolución, Arendt sistemáticamente se guía por estos dos hilos analíticos a la hora de aprender de los decisivos acontecimientos políticos ocurridos durante el último cuarto del siglo XVIII. La doble problemática de «alterar la textura social» (entendida como la tendencial producción de igualdad o cuando menos, limitación de las crecientes desigualdades y desequilibrios económicos) y de «construir estructuras renovadas de gobierno» que garanticen la participación de cada uno de los miembros que integran el nuevo cuerpo político (en la producción justamente de las decisiones políticas), que está en el corazón del fenómeno revolucionario, se escindió bifurcándose a lo largo del tiempo, terminando por aparecer como dos cuestiones no sólo excluyentes y distintas sino la mayoría de las veces contradictorias. Una larga parte de su erudita reflexión sobre las revoluciones se concentra en escudriñar —a veces obsesivamente— tales contradicciones sobre todo a partir del análisis exhaustivo de los argumentos aportados al debate por los dirigentes de dichas experiencias históricas.
Una parte relevante de su reflexión se desarrolla de la siguiente manera: en los Estados Unidos (EEUU) del siglo XVIII la alteración de la «textura social» no estuvo en el primer plano de la atención de los independentistas, en tanto un cierto proceso de «igualación material» —no completo y no planeado— habría tenido lugar previamente al momento de guerra. Arendt destaca la muy particular historia de la constitución de ese país, organizado a través de sucesivas olas migratorias de trabajadores del campo y la ciudad europeos, quienes en el continente americano se convertirían en propietarios de la tierra que trabajaban, y lo contrasta con la estructura económica y el orden social vigentes en esos años en la vieja Europa y en particular en Francia, donde la distancia económica y social entre el rey, la nobleza y los campesinos y trabajadores era abismal. Cabe mencionar la prácticamente ausente reflexión en el argumento de Arendt acerca del radical desconocimiento de tales inmigrantes norteamericanos hacia las poblaciones originarias de las tierras «nuevas», supuestamente disponibles para ser colonizadas y el brutal despojo de los territorios donde hasta entonces tales poblaciones locales producían su vida material y política.
Manteniendo a la vista este profundo sesgo etnocéntrico del argumento de Arendt, vale la pena de todos modos seguir el hilo de su reflexión sobre lo que puede aprenderse de la llamada Revolución americana: dada la modificación previa de la «textura social» heredada, anterior al evento político de la independencia, quienes produjeron dicho evento pudieron concentrarse en los aspectos eminentemente políticos de la revolución, poniendo su atención y dirigiendo la discusión hacia la construcción de una estructura de gobierno que, insiste Arendt, garantizara la posibilidad y capacidad —al menos de algunos— de participar en la producción de la decisión sobre asuntos públicos. En tal sentido, la cuestión política central de la Guerra de Independencia en EEUU consistió, justamente, en construir una república. La temática de cómo dicha república, saludada como auténtica novedad política en su época, deviene con los años en una república oligárquica —por decir lo menos— no es algo que, de entrada, preocupe a Arendt.
En contraste con lo anterior, la Revolución francesa, desplegada en medio de un mar de desigualdad material y de rígidas jerarquías sociales, tuvo que ocuparse primordialmente de tales asuntos. Cuando los revolucionarios franceses se disponían a concentrarse en la «construcción» de otra forma de gobierno ensayando en la Asamblea Constituyente los nuevos mecanismos de producción de la decisión política, se encontraron en medio de nuevos levantamientos populares que los obligaron a atender a lo que Arendt llama «la cuestión social». De esta forma, a partir de la urgencia de la rebelión contra el enorme problema de la concentración secular de la riqueza y de la profunda desigualdad material y jerarquización social entre los distintos ciudadanos franceses ahora declarados iguales ante la ley, los aspectos más decisivos de la deliberación sobre las mejores maneras de organizar la producción colectiva de la decisión política pasó a segundo plano. Estas dificultades, afirma Arendt, condujeron no sólo al periodo jacobino del Terror sino, a la larga, a la remonopolización de la decisión política en un grupo de especialistas de la política, quienes se dedicaron a argumentar acerca de la legitimidad de tal monopolio de la decisión a partir de los fines tendencialmente «igualadores» de sus acciones y en aras de lograr ocuparse de la ya mencionada «cuestión social».
Esquemáticamente —y a riesgo de simplificar enormemente— tales son los hilos principales del análisis de Arendt que a mi modo de ver tienen la virtud de hacer notar, en clave de contraste, asuntos cruciales que una y otra vez han confrontado los múltiples y heterogéneos esfuerzos humanos por transformar las relaciones sociales y políticas en medio de difíciles luchas, levantamientos y revoluciones y que, claramente, siguen confrontando en las experiencias actuales.
A partir de lo expuesto, en el siguiente acápite recupero y polemizo con algunos otros argumentos de Arendt, lo cual me permite presentar mis ideas de manera más ordenada así como precisar algunas interrogantes que dejaré sobre la mesa.
¿Podemos pensar la revolución y lo político bajo otras claves?
He mencionado que Arendt destaca que la experiencia independentista de EEUU, al concentrarse en la construcción de un gobierno «nuevo», generó un lugar específico para la producción de la decisión colectiva sobre asuntos generales. Esta especificidad de lo político y del espacio para lo político, como lugar separado drásticamente de otros ámbitos de la vida colectiva, instituyó como corolario una distinción excluyente entre espacios privados y espacio público que permitió la separación, típicamente capitalista, entre economía y política. Los espacios privados, tan celosamente cuidados y defendidos en la cultura norteamericana, no hacen referencia ni única ni principalmente a los ámbitos domésticos donde ocurre una parte muy importante de la reproducción material de la vida social.
El polisémico e inasible término de «espacios privados» o «asuntos privados» alude más bien, antes que a cualquier otra cosa, a la esfera general del mercado, es decir, al terreno de los «negocios», las transacciones y las interacciones mercantiles de todo tipo, orientadas hacia la producción y la acumulación de capital. Este asunto específico, que será el hilo para la exposición de mis propios argumentos, no es algo que, en Sobre la revolución, merezca una especial atención de Arendt. Más bien, ella centra su análisis en lo que considera como específicamente político, separándolo drásticamente de la cuestión relativa a los procesos cotidianos asociados a la reproducción material de la vida social.
En su reflexión, Arendt desarrolla el siguiente argumento: a partir de la construcción de mecanismos de gobierno locales y federales, la acción colectiva de independencia que propone llamar «Revolución americana», garantizó una vía de participación política para la producción de decisiones —políticas— sobre asuntos generales y públicos. Por otro lado, esa vía, heredera hasta cierto punto de la propia tradición inglesa, fijó límites a la intervención gubernamental en asuntos privados a fin de que tales intereses pudieran florecer (Arendt, 2013: 225 y ss).
El problema no menor de la posterior «colonización» o «apropiación» del espacio político por intereses privados no es de interés para Arendt en este trabajo. Así, la autora, insisto, sin ocuparse de la crucial problemática de la proliferación tendencial de intereses privados —capitalistas— que a la larga sujetan y subordinan a los órganos del gobierno republicano —diluyendo su inicial significado como espacios políticos destinados a la producción de decisión colectiva sobre asuntos generales y públicos— llama la atención insistentemente sobre la relevancia «revolucionaria» de la producción de tales órganos de gobierno, contrastándola con las trayectorias desplegadas al otro lado del Atlántico en el marco de la Revolución francesa. Su preocupación central, que comparto, es entender y criticar el destino de la mayor parte de las revoluciones del siglo XX que siguieron el modelo de revolución irradiado por la gesta francesa del siglo XVIII, descuidando, una y otra vez los asuntos relativos a la construcción de renovadas formas de gobierno o, introduciendo la clave de mis posteriores reflexiones, los asuntos que atingen a la re-organización, también política, de la reproducción material de la vida social, después de grandes luchas y enérgicos levantamientos.
Al criticar algunos episodios acontecidos en el marco de la Revolución francesa, Arendt enfatiza, en primer lugar, la tendencial conversión de la expresión «los ciudadanos», un plural concreto, en el término singular abstracto «pueblo»; relaciona este tránsito con el movimiento que llevó desde la tumultuosa presencia inicial, belicosa y enérgica de un cúmulo de hombres y mujeres que tomaron las calles y se confrontaron con la policía y las fuerzas armadas hacia la conformación de un sujeto colectivo abstracto —expresado mediante un término singular— que por lo tanto puede ser «representado» al tiempo que su presencia directa e inmediata en las instancias de producción política resulta negada (Arendt, 2013: 294 y ss). Se pasa pues de una pluralidad de asambleas y discursos emitidos en las calles hacia la construcción de la después llamada «voluntad general», susceptible de ser encarnada —representada y expresada— por un gobernante.
Justamente mediante tal trastocamiento de una política de la presencia a una política de la re-presentación, a la larga, ocurrió el fenómeno de la suplantación de la deliberación ciudadana —plural y concreta— por la, así llamada por Arendt, «tiranía de la voluntad general» expresada por el gobernante. Lo que Arendt enfatiza en este proceso revolucionario «canónico» —por calificarlo de alguna manera— es el colapso de la posibilidad de participación de los ciudadanos concretos —participación, por lo demás, inmediata, directa y sistemática— en la producción de la decisión política de manera regulada y pública y, por lo mismo, destaca la consagración de algunos «políticos» que hablan y deciden a nombre del pueblo monopolizando dicha decisión.
Las distinciones analizadas por Arendt, más allá de ciertas críticas que hemos ya insinuado, nos permiten distinguir entre dos reiteradas dificultades políticas contemporáneas. Por un lado, está el problema de la dificultad para quienes protagonizan las luchas más enérgicas en las cuales se despliega el antagonismo social, de producir-construir «órganos» o «entidades» políticas de regulación de la vida colectiva, es decir, de renovar/regenerar instancias políticas de autogobierno que garanticen la participación de la colectividad en la producción de las decisiones políticas sobre asuntos de incumbencia general. Por otro lado, está la cuestión de trastocar la «textura social», en particular la estructura de la propiedad de la tierra y del acceso colectivo a determinados bienes y «medios de existencia» (De Angelis, 2012).
En casi todas las experiencias de las revoluciones ocurridas durante el siglo XX, más allá de sus contrastes ideológicos y de sus distancias geográficas, un problema central ha sido la tendencial privatización tanto de las prerrogativas y mecanismos para producir las decisiones políticas sobre asuntos públicos como, a la larga, de la propia riqueza pública. Así, tras la estatalización o nacionalización de la riqueza social, convertida tras los episodios revolucionarios en riqueza pública estatalmente gestionada, con frecuencia ha tenido lugar una degradación creciente de la política que deja de ser un asunto colectivo —donde amplios contingentes sociales hacen escuchar su voz y sentir su presencia de manera polimorfa y variada— para convertirse en un asunto tendencialmente vacío en tanto la participación colectiva se construye cada vez más como mera simulación y se concentran las decisiones en otras instancias estatales o partidarias reconstruidas.
Esto conlleva que, casi como obligado y fatal destino del proceso revolucionario que abrió alguna posibilidad de reconstrucción política, se produzca una nueva monopolización política de lo político —valga la redundancia—, impulsado por algún segmento social, partido, facción, grupo o persona. Después de ello, suele reinstalarse a nivel general una especie de tutela sobre la vida colectiva y civil; en casi todas las ocasiones, dicha tutela se argumenta y justifica afirmando la protección de los intereses de los más débiles en la sociedad, o creando discursos que explican los actos de los gobiernos reconstruidos a partir del «bien» general, esto es, aludiendo a la modificación de la «textura social». Sin embargo, cuando esto sucede, el vaciamiento de la política y su reconcentración en manos específicas, particulares y/o expertas, está en marcha. Y de ahí a la reconstrucción de un gobierno despótico —bajo alguna coartada ideológica— no hay más que un paso.
Esta cuestión, analizada a partir de las dos distinciones sugeridas por Arendt, parece ser una especie de límite de lo político si se piensa el asunto público —y político— de manera desagregada en universos distintos: lo público como asunto de incumbencia general del cual se ocupa el gobierno; lo económico y lo social como conjunto de asimetrías, desigualdades, contradicciones y jerarquías donde tienen lugar tanto la reproducción social de la vida material como la acumulación de capital, y de cuya gestión y/o regulación también se ocupa el gobierno. Así, Aredt acepta sin crítica esta distinción, primero, entre lo económico y lo político y, en segundo lugar, la relativa a la producción del capital como algo distinto, separado y ajeno de la producción de riqueza social que asegura condiciones satisfactorias para la reproducción material de la vida social.
A fin de hilar, ahora, mis propias ideas en relación con estas cuestiones políticas he de comenzar discutiendo algunas distinciones clásicas.
¿Qué distinciones clásicas son pertinentes a la hora de pensar, nuevamente, las posibilidades de transformación política?
Lo social, lo político y lo económico
¿Cuáles son los pares de distinción que es necesario criticar?
En primer lugar, conviene reflexionar críticamente sobre el orden que una doble pareja de distinciones impone al pensamiento: los pares contrapuestos político/ social y político/económico. Por un lado, está la distinción enfatizada por la tradición liberal entre «lo político» y «lo social», donde lo primero se entiende, insistimos, como una cuestión del orden general relativa a la conducción de los asuntos que a todos incumben y lo segundo, es decir, lo social, se presenta como una pluralidad de asuntos particulares cuya regulación justamente es el asunto prioritario de lo político. Esta distinción, sin embargo, obscurece u oculta lo relativo a las cuestiones «económicas», esto es, a los asuntos relacionados con la acumulación del capital, con la competencia entre diferentes sectores del capital y, sobre todo, al antagonismo entre quienes producen el capital mediante su trabajo y quienes lo usufructúan administrándolo y buscando siempre su ampliación. En tal sentido, este par «naturaliza» los aspectos plenamente capitalistas de organización de lo social, ocultándolos, admitiéndolos como fijos o dados, como inmutables.
Por otro lado, si se privilegia la distinción entre «lo político» y «lo económico» —tal y como hicieron durante el siglo XX la tradición socialista y variados esfuerzos nacional-populares, proponiéndose a partir de lo político regular lo económico—, mientras la relación económica primordial sea la relación del capital, los asuntos sociales quedarán escindidos, nuevamente, en al menos dos ámbitos distinguibles y contradictorios, y hasta cierto punto ajenos: los que tienen que ver con la reproducción de la vida humana en general en tanto conjunto de actividades y procesos destinados a (re)producir fuerza de trabajo por un lado y, por otro, las actividades y procesos vitales relativos a la reproducción de la vida humana en general más allá de su reproducción como fuerza de trabajo. Esto es, los llamados «asuntos sociales» quedarán codificados, también, bajo la clave de separación básica prescrita y organizada históricamente por la acumulación del capital. Los «asuntos sociales» pues, serán entendidos únicamente como conjunto de regulaciones —con pretensión de coherencia— que codifican y organizan la vida cotidiana como producción sistemática de nuevas camadas de fuerza de trabajo.
Mi crítica central es, entonces, que mirando desde el ámbito de «lo social» sin ocultar la escisión antes mencionada, es decir, entendido no únicamente como ámbito para la (re)producción de la fuerza de trabajo sino, sobre todo, para la producción y reproducción de la vida, las distinciones canónicas establecidas para pensar lo político resultan no sólo insuficientes sino inadecuadas en ambos casos.
La idea que sostengo para pensar lo relativo a la transformación general de la sociedad, es decir, la transformación social-política y económica, es la pertinencia de iniciar la reflexión desde un par único distinto de los antes analizados. La perspectiva que me parece pertinente es la que se abre mirando lo económico/político desde lo social, es decir, organizar los pensamientos sobre la transformación desde la clave que abre el par social/económico-político. Haciendo este movimiento, en primer lugar, es posible señalar —y sistemáticamente criticar— la escisión entre «lo político» y «lo económico» que es una distinción plenamente concordante con la producción y la reproducción del capital. En segundo lugar —que en realidad es lo fundamental— colocando el punto de partida, la fuente de la reflexión, en el ámbito plural de «lo social» donde ocurren los más importantes procesos y actividades tendientes a garantizar la producción y reproducción de la vida no únicamente como (re)producción ni de fuerza de trabajo ni de capital, es posible abrir la crítica y reflexionar sobre la transformación, simultánea, de los ámbitos políticos y económicos contemporáneos ligados a la acumulación de capital.
Es en este sentido que a mi juicio, Arendt tiene razón cuando señala que hay que ocuparse de los asuntos prácticos del orden de gobierno —que es uno de los niveles de lo político— y critica a muchos marxistas por su desatención a tales asuntos. Atender, entender e influir sobre los asuntos del orden de gobierno, específicos y distinguibles en cada esfera de la vida social moderna (la educativa, la laboral, la recreativa, etc.), es algo muy relevante desde la amplia esfera de lo social, donde quedan incluidas la mayoría de las actividades relevantes y significativas que cada uno de nosotros, en tanto personas que vivimos en sociedad, somos capaces de desplegar cotidianamente. Bajo la misma perspectiva, resultan también relevantes el conjunto de luchas que se ocupan de modificar, contener y limitar los términos más brutales de la acumulación del capital que se imponen, justamente, sobre las condiciones materiales de reproducción de la vida social más allá de la (re)producción sistemática de la vida humana como algo distinto a ser fuerza de trabajo. Cada una de tales impugnaciones y luchas, a veces individuales pero sobre todo colectivas, expresa la presencia y el despliegue de antagonismos de fondo que organizan la vida social capitalista moderna: son una disputa por el sentido y por el curso material de los eventos particulares y cotidianos que en su concordancia organizan el sentido general de lo político.
Es así que Arendt no tiene razón cuando desatiende—o ignora— la calidad antagónica de las intervenciones cotidianas en lo político desde lo social, en tanto lo político y lo económico están en realidad ligados, aunque se presenten escindidos y se pretendan campos con cierta autonomía relativa entre sí. Es decir, lo político, actualmente ligado a la reproducción y ampliación general del capital y en tal sentido siempre «político-económico», es y puede ser una y otra vez desafiado desde el orden múltiple de la reproducción material de la vida social más allá, contra y más allá del capital y su reproducción.
Esto es algo que Arendt no desmenuza. Si bien es relevante su intención de enfatizar lo relativo a los aspectos eminentemente políticos que organizan lo social, en tanto producción cotidiana de decisiones sobre asuntos generales, lo cierto es que no destaca el hecho de que tales decisiones y su producción han de ser disputadas paso a paso para desajustar su íntimo vínculo con la (re)producción de capital como anhelada opción única para la (re) producción material de la vida social en su conjunto.
Tras la reflexión anterior, cabe afirmar que lo que ahora vivimos —sea bajo regímenes de acumulación de capital organizados por la muerte fácil, como en México, Guatemala y Colombia, o por la rígida administración de la vida pública, como ocurre en los regímenes progresistas o neodesarrollistas que actualmente no tienen como eje de organización del régimen de mando el asesinato y la represión— es una especie de «combinación perversa» de formas de gobierno, es decir, de figuras de lo político que establecen feroces límites para pensar los contenidos subversivos y anticapitalistas que se ponen en juego tanto en las luchas cotidianas como en los levantamientos y movilizaciones más enérgicas.
El desconocimiento y la negación de la posibilidad de autonomía política de lo social orientada por la reapropiación de las condiciones materiales, principalmente económicas aunque no sólo, de la reproducción de la vida social más allá del capital —sí, autonomía muchas veces parcial, contradictoria y ambigua aunque en tensión sistemática con la normatividad contemporánea impuesta por la acumulación del capital— opera como justificación de la (re)monopolización, por algunos, de la producción de decisiones políticas orientadas a garantizar, justamente, tal acumulación y, por lo mismo, la sujeción de la reproducción de la vida social en su conjunto. Esto es, sujeción y subordinación de los asuntos sociales en su diversidad y amplitud, a la reproducción del capital.
Es también a través de la reiterada negación o incomprensión de esta clave que los rasgos liberales más clásicos de lo político —y de lo económico— funcionan negando sistemáticamente cualquier politicidad de las tramas y acuerpamientos concretos donde ocurre la reproducción material de la vida social más allá, en contra y más allá de la reproducción de la vida como fuerza de trabajo para la reproducción del capital. Así es como se reinstala, una y otra vez, la pareja de distinciones canónicas anteriormente analizada: político/social, político/económico; y se fija una única forma de comprensión de lo político como aquello condensado en la esfera gubernamental de lo estatal que, por un lado, negocia parcialmente con algunos segmentos del capital en detrimento de otros, sujetándose siempre a los más poderosos y; por otro, neutraliza la fuerza política autónoma de lo social mediante su inclusión siempre precaria y/o condicionada en las relaciones mercantiles mediante variadas políticas de transferencia dineraria a distintas escalas (desde los «pobres» urbanos y rurales, hasta las personas de la tercera edad, los académicos o los artistas).
Una variante aún más confusa de lo anterior ocurre en países donde el ámbito de lo político pretende ser reorganizado por algunas personas quienes se presentan como constructores de una voluntad general encarnada en líderes. La acumulación renovada del capital y el debilitamiento e impotencia de lo social se esconden ferozmente tras ellos y en medio de sus palabras y discursos. Tanto en los regímenes más plenamente liberales de lo político y la política como en ciertas variantes contemporáneas de los desafíos —parciales— que se lanzan contra tales regímenes, el problema central es y sigue siendo el monopolio de la decisión política en una u otra forma, esto es, privada o pública.
Lo público y lo privado
En segundo lugar, conviene centrar la atención sobre la distinción público/privado como marco organizador de la vida colectiva y sobre los límites que tal distinción impone al pensamiento sobre lo político. Para ello, volvamos a establecer una discusión con Arendt y su noción de revolución. Lo que la autora sin demasiada discusión celebra al analizar los acontecimientos políticos ocurridos durante la llamada Guerra de Independencia de EEUU es la producción de una estructura política republicana para la producción de decisión política sobre asuntos generales. Tal estructura política que da forma al ámbito de lo público, entendido como espacio de inclusión colectiva, contiene y organiza tramas comunitarias, locales y de parentesco, de reproducción material de la vida social. De hecho, tal estructura política o de gobierno se construye, según Arendt, a fin de garantizar, o al menos permitir, la participación de algunos varones en la producción de la decisión sobre asuntos generales, a partir de entonces entendidos como asuntos públicos. Sin embargo, la filósofa del pluralismo político no se ocupa en absoluto de la crítica a las condiciones específicas —capitalistas o tendencialmente capitalistas— bajo las cuales se organiza la reproducción material de la vida social una vez admitida la distinción canónica «público/privado». Resulta entonces que el ámbito de lo «privado», es decir, de todo aquello que «no es público», colapsa en la opacidad y en la confusión: son asuntos privados tanto aquellos que abarcan los aspectos más íntimos e inmediatos de la reproducción material de la vida social (los nacimientos, las alianzas matrimoniales, la vida sexual de las personas, las relaciones entre varones y mujeres, entre padres e hijos, las creencias religiosas y, también, las formas de habitar, la alimentación y la salud) como los negocios mercantiles, las dinámicas de circulación de dinero, los procesos de trabajo asalariado y, en general, las distintas actividades productivas centradas en la acumulación de capital.
De aquí resulta que la distinción público/privado, así construida, instala en la vida colectiva una separación de fondo entre lo político por un lado y lo social y lo económico por otro, desde donde emergen límites para la comprensión de lo político que comenzaron a ser discutidas en la sección anterior. Lo público como sitio por excelencia del asunto político queda limitado ante la esfera de lo privado; mientras que en lo privado se superponen de manera caótica y confusa, todo tipo de contradicciones — muchas de las cuales son antagónicas— que no alcanzan a expresarse en el terreno de lo público sino como desgarro, como desborde y ruptura a través de la lucha.
Bajo estos marcos de comprensión, que fijan y limitan los términos posibles de la argumentación política, el camino privilegiado de lo político ha versado sobre la pugna por el sentido y contenido de lo «público» y, por lo mismo, la comprensión de lo político ha devenido un asunto eminentemente estatal, habilitando una política plenamente estado-céntrica que oscila entre el privilegio o bien de lo social o bien de lo económico. El argumento de Arendt recuperado al inicio de este capítulo, relativo a su distinción entre aquellas revoluciones que atienden el «asunto de la textura social» y aquellas otras que privilegian la creación de estructuras de gobierno, puede ser visto ahora bajo una nueva perspectiva.
Admitiendo la separación-escisión público/privado hay únicamente dos caminos: o bien el ámbito de lo privado mercantil-capitalista —es decir, económico— se vuelca contra lo público para apropiárselo haciendo colapsar lo social, en tanto que lo niega y oculta para lucrarse de ello; o bien desde el ámbito público se establecen límites a ciertos intereses privados y se regula exhaustivamente la vida social desde arriba hacia abajo. En los años recientes, los gobiernos liberales han ensayado una forma todavía más agresiva: admitir el predominio de intereses privados —mercantil-capitalistas— y administrar disciplinariamente el colapso pleno de lo social de formas crecientemente autoritarias.
Si bien la perspectiva de Arendt convoca a pensar en la relevancia de la creación de estructuras políticas que regulen la convivencia colectiva, en tanto no atiende al carácter también político de múltiples intereses privados, no toma en cuenta una parte importante del contenido de las luchas históricas previas y posteriores a las revoluciones que analiza: aquellas que han buscado establecer límites y marcar vetos al predominio y desarrollo de intereses privados mercantil-capitalistas, consagrándolos en ocasiones como claves de la construcción de lo público, es decir, del ámbito de lo político. Así, criticar a la Revolución francesa por sus dificultades para consolidar a largo plazo estructuras republicanas es desconocer la capacidad plebeya para vaciar de contenido tanto a la nobleza del Ancien régime como a la rígida jerarquización social auspiciada por ella. O en contrapunto, valorar la llamada Revolución americana, protagonizada por varones blancos propietarios de esclavos que fueron capaces de producir estructuras republicanas de gobierno únicamente para sí mismos, significa desconocer las razones del casi inmediato vaciamiento del ámbito público que quedó cercado por intereses privados en competencia.
Admitiendo la distinción público/privado para pensar lo político, obligadamente se expulsa hacia los márgenes y se desconoce el llamado «ámbito social-natural», donde ocurren y se producen, reiteradamente, condiciones y posibilidades de reproducción material de la vida social más allá-en contra y más allá de las relaciones mercantil-capitalistas. Tal expulsión o negación ocurre pues en el confuso ámbito de lo privado en el cual queda superpuesto de manera contradictoria, en primer lugar, todo lo que tiene que ver con la propiedad, esto es, con la regulación de relaciones mercantiles entre individuos; y en segundo lugar, todo aquello que pueda considerarse directamente como «necesidades vitales» o como «asuntos domésticos» relacionados directa e inmediatamente con la reproducción material de la vida social y no únicamente con la reproducción del capital. Sin embargo, esta última esfera queda siempre sujeta y/o mediada. Ya sea desde el espacio público que busca regularla a través del mercado —desde el reciente mercado de los derechos y las así llamadas «políticas públicas»—, ya sea desde el ámbito plenamente mercantil-capitalista que se empeña por subsumir el conjunto de los procesos vitales al capital, existe un sistemático esfuerzo por controlar a partir de la ley, esto es, a través de la política y lo político, lo aún no plenamente subsumido al capital.
Bosquejando una conclusión
El conjunto de dificultades que hasta aquí hemos analizado fueron afrontadas y desafiadas enérgica y belicosamente en América Latina durante el transcurso de la última ola de luchas que sacudió al continente. La velocidad y profundidad de tales impugnaciones han requerido grandes esfuerzos para ser comprendidas; conspira también en su contra la veloz operación de cicatrización impulsada desde los espacios públicos reconstruidos y desde las oleadas de acumulación de capital relanzadas.
Tales acciones de insubordinación y de proyecto de reconstrucción política en otra clave pueden comprenderse bajo la perspectiva política del Pachakuti—que también puede entenderse como una lectura y una herencia revolucionaria de un código no plenamente inserto en la modernidad capitalista—. Bajo perspectivas y horizontes popular-comunitarios, o reconociendo los anhelos colectivos de Pachakuti, se mira y se escucha claramente cómo y hasta dónde se desordenó profundamente la trama de las relaciones políticas, económicas y sociales que habilitan y organizan tanto la acumulación del capital, como la regulación estatal de la vida en sus aspectos legales e institucionales. Además, al desorganizar y dificultar diversos procesos de acumulación de capital en marcha y ampliar los mecanismos de producción de decisión política —es decir, haciendo colapsar el monopolio estatal y partidario de tal actividad— las luchas y las movilizaciones más enérgicas volvieron a hacer visibles y audibles formas de convivencia y de regulación de la actividad colectiva sistemáticamente negadas en el orden político y económico moderno-capitalista. En particular, los hombres y mujeres movilizados e insurrectos a comienzos del siglo XXI confrontaron el orden político que se levanta desde la distinción público/privado haciendo visible otro orden social posible: el que se funda en la distinción entre lo íntimo-doméstico y lo común, que sistemáticamente regula lo económico-privado —capitalista o tendencialmente capitalista— limitando en todo momento sus prerrogativas, a partir de reconstruir formas de producción colectiva de decisión política.
Vayamos paso a paso en la exposición de esta cuestión.
Bosquejaré hasta qué punto para renovar la reflexión sobre lo político y la política resulta fértil la distinción íntimo-doméstico/común. A primera vista puede parecer que existe un isomorfismo entre la distinción propuesta y la criticada, sin embargo, existe una profunda diferencia entre ambos pares ordenadores.
En primer lugar, la distinción íntimo-doméstico/común no omite la consideración central del ámbito de (re) producción material de la vida social; más bien, parte justamente de ese lugar para, después, pensar en las mucho más generales condiciones de regulación y determinación de la convivencia social. Resulta entonces que los asuntos relevantes más generales, es decir, de índole política, bajo esta distinción, se organizan y gestionan en la esfera de lo común, habilitando un espacio cotidiano y sistemático de producción de decisión política que puede ser susceptible de ampliación y/o generalización polimorfa. La esfera o ámbito de lo común en tanto espacio de lo político, bajo esta clave, no antecede a ni se coloca por encima de los plurales terrenos de la reproducción material de la vida social sino que, más bien, se desprende de ellos.
En el caso específico de las diversas tramas comunitarias y asociativas movilizadas e insurrectas durante la primera década del siglo XXI en diversas regiones de Bolivia, lo que se hizo evidente durante el tiempo de Pachakuti fue su gran capacidad para generar, regenerar y amplificar espacios políticos colectivos —es decir, comunes— de deliberación y producción de decisión política sobre distintas temáticas, en especial, sobre la crucial cuestión de la propiedad, sobre el modo de gestión y usufructo de determinados bienes o riquezas naturales y sociales (tierra, agua, hidrocarburos, etc.). Este extremo puso en entredicho, y a la larga en algunos lugares hizo colapsar, los espacios políticos liberales basados en viciosas superposiciones de lo público y lo privado. La más profunda ambición de reconstitución política desde las claves más radicales que se visibilizaron durante las luchas no estaba codificada por la reconstrucción de lo público sino que se orientaba, como dice Luis Tapia, hacia la invención de núcleos comunes —de acuerdo colectivo, de riqueza material disponible y apropiable— desde donde reconstruir lo político y la política, entendidas ambas nociones desde otros marcos de intelección.
Resulta entonces que, bajo la luz arrojada por las propias luchas, se exhibe con claridad que en la forma de lo político concordante con la distinción público/privado el eje central de la discusión política está constituido, una y otra vez, por las prerrogativas de la propiedad privada —esto es, de los asuntos e intereses económicos— en detrimento de la garantía de las condiciones suficientes y satisfactorias de reproducción material de la vida social. Por otro lado, tras el aquietamiento de la oleada de luchas y, sobre todo, habiendo pasado un tiempo significativo de reconstrucción del orden político centrado en lo público y conducido por estructuras de gobierno centradas en lo estatal, se constata una reiterada negación del carácter y potencia política de tales tramas asociativas centradas en la reproducción material de la vida social, para dar paso a nuevos acuerdos entre las esferas pública y privada en contra de quienes conforman y habitan el cuerpo social. Lo político y lo económico, sus intereses y prácticas, una vez más separados de las múltiples actividades y procesos que garantizan la reproducción material de la vida social se vuelven contra ellos para o bien administrarlos o bien usufructuarlos y explotarlos. Se reinstala, una vez más, la clave de inclusión política basada por un lado en la tutela y por otra en el trabajo asalariado, es decir, enajenado.
En franca contradicción con lo anterior, perseverando en el reconocimiento del ámbito de lo íntimo-doméstico o del así llamado ámbito social-natural de reproducción de la vida, si no desconocemos la capacidad de articulación basada en lo común a partir de las necesidades y anhelos colectivos y, en cambio, la colocamos en el centro de los asuntos políticos y la asumimos como punto de partida, entonces son la propiedad y los intereses privados mercantil-capitalistas los que se ven disminuidos en importancia y restringidos en posibilidades, así como las instituciones públicas pretendidamente universales y omniabarcadoras. Lo que comienza a destacar, a traslucirse en medio de esta inversión del punto de partida, es la posibilidad de articulación política de lo común, tensamente comprometida con la producción colectiva de la decisión política y centrada en la ampliación satisfactoria de las condiciones de reproducción material de la vida social. Los dos problemas centrales de las revoluciones analizados por Arendt, «la modificación de la textura social» y la «producción de formas de gobierno», desde este nuevo punto de partida no se presentan necesariamente como disyunción excluyente.
A mi juicio, el problema político contemporáneo más relevante es que si únicamente registramos y tomamos posición en las tensiones recurrentes y oscilantes entre la esfera civil —privada— y el ámbito estatal o de gobierno, el asunto de la transformación política, económica y social parece no tener salida.
Ahora bien, incluyendo la esfera de la reproducción material de la vida social a la hora de pensar lo político y, sobre todo, partiendo desde ahí, el asunto de los contenidos de la revolución se transforma en un problema de contención del interés privado (tanto mercantil-capitalista como estatal-capitalista) y quizás, con el tiempo, de su disolución. El problema central de la construcción de una estructura de gobierno, reflexionando desde el ámbito de la reproducción material de la vida social, es la contención de la monopolización de la riqueza material y de la decisión política. Visto así, es un asunto de establecer términos de equilibrio mínimo —que tiene que ser garantizado casi siempre por la fuerza de la movilización— y de regulación de las oscilaciones de los distintos intereses en torno a dicho equilibrio en una dinámica tensa y sistemática, resguardada en última instancia por la fuerza de la movilización social. De ahí que la cuestión a construir o a reconstruir no sea ya ninguna res pública sino una res común.
El problema planteado por Arendt en su reflexión sobre los procesos revolucionarios del siglo XVIII, insisto, deja de presentarse como una disyuntiva y, más bien, se abre como camino de construcción a transitar. Se hace posible indagar en renovadas formas de lo político que, por un lado, se concentren en la construcción colectiva —y en el cuidado— de mecanismos y procedimientos que garanticen la posibilidad de deliberación colectiva sobre los asuntos que a todos incumben porque a todos afectan; y atiendan simultáneamente a la «nivelación» —o modificación de la «textura social»—, consolidando de esta manera tramas de gobierno de nuevo tipo. Hasta cierto punto, esto es lo que se ha hecho visible y audible en Bolivia y lo que con mucha mayor claridad se va construyendo en Chiapas.
Finalmente, regresar al asunto de la libertad según Arendt —y hasta cierto punto según los zapatistas— nos permite abrir la noción de política como «capacidad colectiva de dotarse de autogobierno», en la cual se establecen reglas para garantizar la reproducción material de cada unidad reproductiva —familias, comunidades o variantes de ellas— que participa en dicho gobierno. La libertad no es entonces ni la libertad individual de los derechos y garantías «naturales» ni la libertad negativa de la no sujeción u observancia a ninguna regla, sino que es la acción de contribuir y participar tanto en la producción satisfactoria de condiciones materiales para la vida colectiva como de su regulación.
Pensado desde aquí, el autogobierno es un «artefacto» para garantizar la reproducción colectiva en términos materiales y para producir reiteradamente términos de inclusión política en el cuerpo social. Dentro de este ámbito se puede atender a la cuestión del equilibrio, es decir, de la tendencial disminución de la des-igualación material, dentro de unas cotas y unos límites colectivamente deliberados. Lo que un artefacto político de este tipo podría hacer es, por un lado, establecer límites a la desigualación material habilitada por la sistemática privatización de lo público y por la vigencia de los intereses privados; por otro, no tendría necesariamente que pensar en la igualación como homogeneización, pues podría razonar a partir de la mucho más dinámica y plural noción de equilibrio de las diferencias.
Utilizando las palabras de Arendt: construcción de libertad y liberación de la necesidad requieren desplegarse en un solo movimiento. Sin embargo, «liberación de la necesidad», si no se toma como políticamente central el ámbito de la reproducción material de la vida social, es un término abstracto que nos impide o dificulta la comprensión de sus múltiples significados concretos. Si modificamos la expresión «liberación de la necesidad» por la mucho más concreta expresión «satisfacción (concreta) de necesidades vitales (igualmente concretas)» —a partir de establecer un espacio político para producir acuerdo acerca de las «necesidades vitales» a ser paulatinamente satisfechas— una gran parte de la anterior discusión se reacomoda. Elementos de esto están contenidos en los esfuerzos de lucha, de Pachakuti y de construcción de autogobierno que han brotado en los últimos años.
Puebla (México) y Montevideo (Uruguay), abril-junio de 2014