Los ritmos del Pachakuti. Breves reflexiones en torno a cómo conocemos las luchas emancipatorias y a su relación con la política de la autonomía.

Capítulo 2 de su libro.



Los ritmos del Pachakuti.*
Breves reflexiones en torno a cómo conocemos las luchas emancipatorias y a su relación con la política de la autonomía

En este trabajo regreso y profundizo sobre algunos de los argumentos que desarrollé en el libro Los ritmos del Pachakuti. En particular, me pregunto sobre las posibilidades y formas de las luchas emancipatorias interrogando la realidad desde Bolivia, aunque no únicamente. La cuestión de la emancipación social, de sus cursos concretos, de sus desafíos y dificultades, continúa desafiante en los debates contemporáneos; en particular, respecto a la contradictoria tensión entre los eventuales gobiernos progresistas —sus acciones y perspectivas— y la gigantesca capacidad social autónoma y directa para intervenir en ciertos asuntos públicos que a todos incumben, que fue visible y estuvo presente de manera intermitente, vigorosa y tumultuosa entre 2000 y 2005, es decir, durante los años de los levantamientos y movilizaciones indígenas y populares más potentes que hicieron colapsar una parte importante del orden económico y político colonial neoliberal en ese país.
* Este artículo fue publicado en la Revista Desacatos núm. 37, septiembre-diciembre de 2011. En él regreso sobre algunas de las preocupaciones que alentaron mi investigación doctoral sobre la lucha indígena y popular en Bolivia entre 2000 y 2005, publicada posteriormente con el título, Los ritmos del Pachakuti, México, ICSyH-BUAPBajo Tierra ediciones, 2009, recuperando y extendiendo partes del capítulo introductorio.
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Comienzo entonces desde una cuestión complicada: la re lación entre la emancipación social y la cuestión del poder en tiempos de gobiernos progresistas. Considero que una de las maneras más claras en que la tensión entre ambas quedó planteada puede encontrarse en lo discutido en una reunión de la Coordinadora del Agua y de la Vida en Cochabamba, realizada en marzo de 2006, esto es, a dos meses de que Evo Morales asumiera el cargo de presidente de Bolivia con una abrumadora mayoría de votos. En dicha reunión esta problemática fue expresada de la siguiente manera:
La cuestión de cómo ejercer el gobierno es actualmente el problema del MAS; la cuestión que sigue estando frente a nosotros es el problema del poder, de su disolución y trastocamiento.
Analicemos tal afirmación con cuidado. En primer lugar, mantiene a la vista la distinción —absolutamente práctica, aunque cuyo acercamiento muchas veces es más bien teórico— entre ocupar diversos cargos públicos —incluida en este caso la Presidencia de un país— con las consecuentes prerrogativas para decidir sobre diversos y específicos asuntos públicos, la obligatoriedad de ceñirse a determinadas normativas heredadas, a rígidas formas institucionales y a cumplir con viejos formatos administrativos; y la mucho más significativa y compleja dificultad de continuar avanzando por el camino de establecer directamente, desde la sociedad llana, con base en la deliberación y el acuerdo común, los caminos que han de transitarse y los límites que han de establecerse a las viejas prerrogativas de mando y monopolio sobre la decisión pública.
La afirmación de Cochabamba entiende, además, este último asunto como una trayectoria colectiva a proseguir, como un itinerario a hilvanar y no como una finalidad u objetivo que se pueda alcanzar definitivamente en algún momento determinado de la historia. Así, abre desde la sociedad llana, desde «la población sencilla y trabajadora», un vasto campo de problemas políticos a solucionar y dis cute la noción misma de lo político.
En segundo término y en concordancia con lo anterior, la formulación coloca en su justo lugar el problema del sujeto de la emancipación social, distinguiendo claramente entre los distintos conglomerados y cuerpos asociativos de la sociedad trabajadora, diversos y múltiples, que tienen ante sí el problema de la disolución y escape del poder-imposición;2 y la peculiar corporación que temporalmente ocupa el aparato del gobierno. Además, de manera implícita, al establecer ante sí nuevas tareas en relación con la disolución del poder-imposición, coloca en primer plano el problema del cuidado y expansión de las capacidades colectivas propias que permitan justamente des-sujetarse de las tramas de dominación, des-hilvanándolas.
Concordante con lo anterior, en aquellos momentos eufóricos de principios de 2006 cuando comenzaba el gobierno de Evo Morales y habían pasado apenas seis meses de la última gran oleada de levantamiento y rebelión,3 escuché a

—una articulación política flexible, estable y no institucional que distintas y variadas organizaciones sindicales y sociales así como grupos diversos de activistas y profesionales, produjeron durante la Guerra del Agua en Cochabamba—, describía quien era ella y enunciaba a su interlocutor. De esta forma establecía, en cada ocasión, su lugar de enunciación: en primera persona, por fuera del estado y desde el trabajo.
2 Vale la pena tener permanentemente presente, el contraste entre dos significados del término «poder»: por un lado, prerrogativa de ejercer el mando sobre los asuntos sociales o como fuerza social —privadamente detentada— para instituir destinos y dar forma a específicas maneras de producción y usufructo de la riqueza social; por otro, capacidad individual y colectiva de producir, generar y regenerar la vida en sus múltiples dimensiones construyendo y afianzando modalidades autónomas de autorregulación. Estos dos sentidos contradictorios han sido abordados por diversos actores, en particular por John Holloway en su clásico, Cambiar el mundo sin tomar el poder, Buenos Aires, BUAP-Herramienta, 2001. Sobre el tema y de manera similar aunque independiente, hay algunos argumentos en mi trabajo ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social, México DF, CEAM-Juan Pablos, 2006.
3 La última movilización de la ola de levantamientos contra los gobiernos neoliberales ocurrió en mayo-junio de 2005. A través de dicho
compañeras aymaras del sindicato de vendedoras de pes cado de la ciudad de El Alto expresar lo siguiente:
Mira, Evo es como el marido que se casa con todos nosotros, con Bolivia, el día de las elecciones. Él tiene su tarea, nosotros tenemos la nuestra. Que no se meta con nosotras, que no venga a decirnos qué hacer. Nosotras ya hemos aprendido qué tenemos que hacer. Él tiene que estar ahí ocupándose de que los extranjeros y los q’aras no molesten. Nosotras vamos a hacer todo lo demás.
Al plantear las cosas de esta manera las compañeras, a su modo, insistían también en la decisiva cuestión de que eran ellas mismas quienes debían ocuparse de ir transformando la vida cotidiana y, en general, las relaciones sociales. Lo más elocuente es la afirmación que reforzaban con la metáfora familiar del casamiento: «Que [Evo, pensado como «marido» de la sociedad boliviana] no venga a decirnos qué hacer; él tiene su tarea, nosotras la nuestra». Ante mi pregunta insistente de qué era lo que nosotras teníamos que hacer, las compañeras hablaban de manera difusa de diversos y variados anhelos: «más escuelas y opciones para nuestros hijos, los jóvenes», la necesidad de «mejorar» la vida cotidiana, etcétera. Consideraban que para afrontar tales cuestiones, el gobierno debía «apoyar». Sin embargo, enfatizaban reiteradamente una cuestión fundamental: «a nosotras nos toca cuidar que Evo no se desvíe. Él tiene que apoyarnos a nosotras, en lo que entre todos vayamos decidiendo». Esta sencilla manera de expresar un asunto político mayor acerca de quién es a fin de cuentas el titular de la soberanía social, acerca de quien detenta la prerrogativa de decidir sobre los asuntos que a todos o a muchos incumben, me parece muy fértil. Expresa la manera en que se entiende, desde una perspectiva femenina popular-comunitaria, la relación entre quien va a ser ocasionalmente «el
esfuerzo «la población boliviana sencilla y trabajadora» en su conjunto fue capaz, en el contexto de la renuncia del presidente sustituto de entonces, Carlos Mesa, de desarmar una maniobra política de los partidos tradicionales de derecha que pretendían establecer su propio proyecto sucesorio y mantener el control del gobierno.
encargado del gobierno» y las diversas partes que confor man el «cuerpo social»: «él tiene que estar ahí para apoyar lo que nosotros vayamos decidiendo».
Desde la perspectiva que sostengo, estas dos formulaciones insinúan una manera concreta y particular, es decir, práctica, en contraste con las formas abstractas y generales, teóricas, de los «planes de gobierno» o los «programas» de proyectar un horizonte de sentido autónomo que ilumina los propios pasos que pueden ser dados en común en cada momento. Más adelante presentaré de manera más general algunas consideraciones acerca de las luchas emancipatorias elaboradas desde estas búsquedas.
Ahora bien, lo que las compañeras de El Alto diseñaban como perspectiva abierta de transformación política no es lo que ocurrió en los años siguientes, al menos no de manera fluida. Para comprenderlo, veamos en un primer momento y de manera muy breve qué hizo el gobierno del MAS durante su primera gestión; mencionemos, después, algunas de las iniciativas que, desde la sociedad, se imaginaron y se intentaron en relación con la cuestión de la «reapropiación» de la riqueza social, natural y pública y, finalmente, reflexionaremos con cierto cuidado sobre tales experiencias a fin de bosquejar algunas ideas más generales.
I. El primer periodo de gobierno de Morales (2006-2010) estuvo marcado por cuatro grandes líneas de actividad política:
i) La convocatoria y realización de una Asamblea Constituyente que, pese a conservar un formato liberal para la selección de los diputados constituyentes permitió, de todos modos, un amplio debate nacional sobre algunas de las más importantes modificaciones formales del estado desde la perspectiva indígena y popular. La Constitución Política que resultó de esa Asamblea, lamentablemente, mantuvo casi intacta una parte sustancial de los fundamentos materiales del estado liberal: la gran propiedad de la tierra en Oriente y el respeto a la representación política

delegada en los partidos políticos y mediada por la ley y las instituciones estatales.
ii) La renegociación de los contratos de explotación de los hidrocarburos con las compañías transnacionales más poderosas, que hasta entonces se habían erigido en prácticamente únicas dueñas de las riquezas del subsuelo boliviano. Morales y su gobierno establecieron nuevos términos para dicha relación entre estado y transnacionales, bastante más favorables para el primero y a esto le dieron el pomposo nombre de «nacionalización de los hidrocarburos». iii) La neutralización parcial de la amenaza política de las élites regionales terratenientes agroexportadoras del Oriente, que desde 2005 introdujeron en el debate público la temática de la «autonomía regional» como coartada para anular cualquier transformación económico-política, al menos en su región y así conservar sus privilegios. La manera en la que el gobierno consiguió dicha neutralización parcial de la fuerza oligárquica fue a través de una confusa mezcla de medidas políticas y administrativas de cooptación, concesión y disminución de presupuestos públicos, que han sido duramente criticadas —aunque admitidas pese a la inconformidad— desde los movimientos sociales de tales regiones orientales.
iv) Finalmente, la otra actividad política que el gobier no de Morales desplegó con empeño sobre todo durante su tercer y cuarto año de gobierno, fue la cooptación y subordinación tendencial de las múltiples voces y variados ensayos asociativos que nacieron, o se consolidaron y expandieron durante los años de las rebeliones, a lo largo y ancho del país. Dicha línea de cooptación y control está en la base de la formación de la llamada Coordinadora Nacional para el Cambio (Conacam), instancia organizativa tutelada por el gobierno que aglutina a los «movimientos sociales» para garantizar su adhesión y apoyo a las decisiones del MAS.
Este conjunto de acciones y medidas políticas se entrelazó, además, con la puesta en marcha de algunas «políticas públicas de transferencia de recursos» tal y como sugiere y alienta el Banco Mundial. En particular, se instituyó el «Bono Juancito Pinto» para los estudiantes de menores recursos, así como diversos programas de apoyo a mujeres «emprendedoras».
II. En contraste con estas acciones que no ofrecen demasiadas novedades políticas, miremos un poco hacia dos iniciativas, lamentablemente truncas, que desde algunos espacios y cuerpos de la sociedad llana se insinuaron como posibilidad.
La primera fue el intento de «desprivatización» de la por entonces aerolínea «de bandera» Lloyd Aéreo Boliviano, que los trabajadores de esa empresa imaginaban como paso inicial para abrir la posibilidad tendencial de autogestionar en su conjunto las operaciones de la línea aérea. Presento una muy breve relación de lo sucedido.
La empresa aérea boliviana, «el Lloyd» como se le conocía en Bolivia, tuvo su sede durante muchos años en Cochabamba. En tal sentido, los pilotos, azafatas y demás personal de la empresa conocieron —y muchos participaron en— la ola de luchas y levantamientos en torno a la defensa del agua que en esa ciudad comenzó en el año 2000. En particular, presenciaron y participaron en múltiples y variadas deliberaciones sobre un tema crucial para la transformación de las relaciones sociales cuya discusión fue central en relación con la gestión y usufructo legítimo del agua: la cuestión de la reapropiación social de la riqueza común. Este tema se discutía en Bolivia de maneras muy diversas en aquellos años y todo tipo de argumentos en torno a cómo hacer tal cosa posible se diseminaron tras la llamada Guerra del Gas.
En medio de aquel ambiente de movilización y discusión pero, más aún, de disposición colectiva a no ceñirse a los límites que las leyes e instituciones heredadas establecían como admisibles y de deliberación colectiva acerca de otras posibilidades, Evo Morales asumió el cargo de presidente de la República en enero de 2006. Los trabajadores del Lloyd, en tales circunstancias, elaboraron un plan de «reapropiación» y «tendencial autogestión» de su empresa que consistía esquemáticamente en lo siguiente. En primer lugar, trazaba un camino de «desprivatización formal» a través de llevar a juicio al «socio capitalista» dado el incumplimiento de la mayor parte de las cláusulas del inicial contrato de «riesgo compartido»; esto es, por caminos legales proponían disolver la desfavorable «so ciedad» que se había establecido en 1995 durante el primer gobierno de Sánchez de Lozada. El segundo y crucial paso, dado que la primera acción iba a «secar» las fuentes de financiamiento para capital de operación, consistía en que los trabajadores en conjunto, asociados en su sindicato, se «desafiliaban» colectivamente del sistema privatizado de pensiones (las llamadas AFORES en México y AFP’s en Bolivia) y exigían que se les entregara el dinero que ahí tenían ahorrado. Con tales recursos creaban un fondo común para echar a andar la empresa por cuenta propia. En términos muy esquemáticos este era su plan.
El conjunto de cuestiones específicas sobre si mediante esa «aportación» ellos se convertían en nuevos socios del estado —y por lo tanto en parcialmente «dueños» de la empresa— o si esta volvía a adquirir un carácter público y el estado buscaba, después, otros fondos para asegurarles su jubilación no estaba muy definido. Lo que sí estaba claro y llenaba de entusiasmo es que se «podía hacer otra cosa». Y había una gran disposición a transitar ese camino.
Así, en marzo de 2006, tras ponerse de acuerdo respecto a las líneas generales del «rescate» y tendencial «reapropiación» del Lloyd, los trabajadores decidieron ir a proponerle sus ideas a Morales y su gobierno para que entre todos establecieran un plan de acción. Iban a hablar con él en tanto lo consideraban un aliado y, además, se requerían diversos apoyos desde el propio gobierno, sobre todo respaldo político. Estaban eufóricos. Los más críticos a la economía liberal no dejaban de explicar el conjunto
privatización aprovechando tanto sus inconsistencias y debilidades como los propios incumplimientos corporativos a los contratos. Esto se pensaba así, pues desde la expulsión de la empresa Bechtel en 2000 —la titular de la concesión del agua en Cochabamba—, el estado boliviano había sido demandado ante los tribunales internacionales ad hoc —el TIAR— donde los pillos de cuello blanco demandaban pagos millonarios por «ganancias no devengadas» (sic) que pagarían las poblaciones trabajadoras. Todos estos asuntos habían pasado a ser moneda corriente en la discusión pública en Bolivia, saliendo de los gabinetes de los expertos. Eran claramente parte sustancial de aquellos tiempos extraordinarios.
de virtudes de su plan: se recuperaba una empresa antes privatizada y, «de pasada», se quitaba de las manos del capital financiero, al menos una parte del ahorro de los trabajadores que había sido usufructuado privadamente por esas otras corporaciones. Ellos estaban dispuestos a trabajar mucho. En fin, confiaban en que podían abrir, con cautela y paso a paso, un camino nuevo para reapropiarse de la empresa y ensayar formas de autogestión.
No ocurrió nada de lo anterior. Evo Morales los recibió, los escuchó, les dijo que iba a preguntar a sus asesores internos y externos sobre las posibilidades de llevar a cabo lo que exponían los trabajadores y, después de ello, nunca más volvió a recibirlos. El gobierno de Morales no quiso pensar, para nada, en dicha posibilidad. Los trabajadores del Lloyd, apoyados por otros sectores trabajadores y populares de la ciudad de Cochabamba, así como por la Coordinadora del Agua y de la Vida, se movilizaron varias veces a lo largo de marzo de 2006 exigiendo una discusión de fondo sobre lo que proponían. Querían un diálogo público con Evo y su gobierno sobre el plan que tenían. Nunca fue atendida su exigencia.
Finalmente, hacia final de mes los trabajadores junto con vecinos y activistas de Cochabamba tomaron el aeropuerto y fueron violentamente desalojados. Se les amenazó con cárcel y el gobierno armó una campaña de propaganda insistiendo en que «el plan de los pilotos no era factible». Así, a solo dos meses de haber ocupado la silla presidencial, el gobierno manifestó, violentamente, a quién consideraba que pertenecía la prerrogativa de tomar las decisiones. La empresa aérea Lloyd dejó de volar unos meses después.
Dejamos aquí el ejemplo pues no se trata de analizar la manera en que la ocupación de cargos públicos y la disposición de cierto poder de imposición ciega a los excompañeros. Más bien, lo que se busca es recoger algunas de las ideas acerca de lo que parecía posible a la sociedad llana en Bolivia en aquellos momentos extraordinarios. Y de do cumentar los límites de esta especie de «reformismo desde abajo», si no está claramente planteada la cuestión de la necesaria inversión de la titularidad de la decisión política; esto es, de las precisiones necesarias para dar vida al «mandar obedeciendo». En segundo lugar, se trata de ir analizando lo que podemos nombrar como una política de y desde la autonomía y las dificultades que existen para ella.
Si miramos con cuidado, notamos que los trabajadores del Lloyd sugerían una manera particular para avanzar poco a poco, profundizando el camino de la política autónoma contra el capital y el estado, que había brotado con fuerza en Cochabamba con relación al agua unos años atrás. No tenían una solución. Más bien, bosquejaban un camino por donde encaminar sus propios pasos y, en aquellos momentos, confiaban, equivocadamente, en que el gobierno de Morales podría ser un aliado, un apoyo mínimo. Nunca pensaron que se presentaría como un muro a sus proyectos. Ese límite, en las condiciones de Bolivia en 2006, no supieron cómo ni tuvieron fuerza suficiente para superarlo.  
Una segunda experiencia donde se hizo evidente la versátil política de la autonomía surgió, durante algunos años, desde el Altiplano aymara a través de los llamados «Ponchos Rojos». No es nada fácil contestar a la pregunta qué son los Ponchos Rojos y seguramente la respuesta que bosquejaré a tal asunto no puede ser completa. Me guío, de inicio, por la propia definición de quienes se presentan, intermitentemente, bajo tal nombre.
Los Ponchos Rojos, en un primer acercamiento, son principalmente comunarios —varones— aymaras, tanto autoridades como «bases», que durante los años rebeldes de levantamientos y prolongados bloqueos se presentaban a las asambleas y cabildos vistiendo el poncho rojo con negro que es la tradicional indumentaria masculina de tiempos de guerra. Ello alude a un fuerte simbolismo comunitario que va estableciendo el significado de los tiempos no únicamente a través de palabras, sino recurriendo a otro rico acerbo lingüístico y comunicativo. Así, presentarse juntas las autoridades comunitarias, vistiendo sus ponchos rayados y portando sus símbolos de autoridad —el chicote, el pututu— se convirtió durante los años de los levantamientos en una forma de establecer una presencia amenazadora que todos entendían: amigos y enemigos.
Cuando Evo Morales llega al Palacio Quemado, muchos aymaras «no masistas» entonces, conocidos y respetados veteranos de los levantamientos, comenzaron a presentarse también ante Morales o ante sus representantes vistiendo justamente sus ponchos rojos. Es decir, expresando que ellos deciden por sí mismos y que tienen fuerza para llevar adelante sus decisiones.
más interesado en su propia autoconsolidación como gobierno que en la persistente actividad de proyectar, discutir y ejecutar rutas para ir poco a poco reapropiándose en común de lo privatizado. En este sentido, la metáfora de las mujeres aymaras es muy fértil: ocurre algo similar a cuando, después del matrimonio, «el marido» que hasta entonces había sido un cortés enamorado se vuelve «otra persona» que busca controlar las acciones, pensamientos y tiempos de «la esposa». Esta suele caer en un profundo desconcierto pues, efectivamente quería casarse, pero de ninguna forma quería —ni buscaba— lo que obtiene.

Así, en este primer nivel, Ponchos Rojos es nada más el nombre de la fuerza autónoma colectiva que se presenta públicamente expresando su voluntad y disposición de lucha. ¿Quiénes son, entonces, Ponchos Rojos? Pues, sencillamente, quienes así se presentan y así se expresan porque comparten un modo de vivir y de pelear que se produce y se entiende, también, con base en lenguajes no verbales. En un segundo nivel, los Ponchos Rojos más notables y reconocidos eran algunos de los comunarios más politizados y luchadores de la región de Omasuyos, relacionados y hasta cierto punto expresados —que no organizados de manera rígida— por Eugenio Rojas, luchador aymara y alcalde de Achacachi durante los años en los que no hubo ni policía, ni cárcel en tales territorios. Leyendo en esta clave los Ponchos Rojos son una más de las «anomalías» asociativas que se gestaron e hicieron visibles durante los años rebeldes; no «cabe» una explicación acerca de lo que eran bajo cánones más tradicionales, donde se establecen criterios de pertenencia, pues los Ponchos Rojos son más bien la institución de un sentido de inclusión: somos Ponchos Rojos quienes somos y nos presentamos así, comunarios aymaras en apronte y con disposición de pelea (ambigua y casi tautológica definición si el afán es identificar).
Durante los primeros años del gobierno de Morales, los Ponchos Rojos reconocieron la autoridad de Evo, le expresaron prácticamente su disposición a apoyarlo en la confrontación contra la oligarquía del Oriente y, al mismo tiempo, le manifestaron su desconfianza y molestia con relación a muchas de las prácticas políticas y de las decisiones que se tomaron desde el gobierno. Sobre la disposición a apoyar a Morales en la disputa contra la oligarquía, todavía se recuerda la llegada de los Ponchos Rojos a Santa Cruz en agosto de 2006, en ocasión de las Fiestas Patrias, que literalmente «acalambró» a la élite regional. En aquella oportunidad, el gobierno de Morales pidió explícitamente a los Ponchos Rojos que participaran en tal celebración y ellos accedieron; aún más, en el juego simbólico boliviano, los Ponchos Rojos desfilaron por Santa

Evo Morales, lo cual durante los primeros años de gobierno era definitivamente falso.
Cruz exhibiendo tanto wiphalas (banderas indígenas) e insignias tricolores como la bandera boliviana oficial, cosa que jamás habrían hecho en La Paz. Fue ese un interesante modo de decir públicamente a los gamonales del Oriente que ellos también estarían presentes en las luchas de los demás bolivianos contra la, por entonces incipiente pero ya violenta, estrategia terrateniente de conservar privilegios y propiedades promoviendo la escisión del país a título de «autonomía regional» o «departamental».
En relación con la tensa desconfianza que durante mucho tiempo los Ponchos Rojos tuvieron hacia el gobierno, pueden rastrearse diversas declaraciones públicas de sus principales voceros y, sobre todo, variadas formas de explicitar la voluntad práctica de mantenerse al margen del partido oficial y del gobierno: en la organización de los aniversarios de los levantamientos, en la postura asumida durante los múltiples comicios que se llevaron a cabo en la primera gestión de Morales, en el trabajo político y simbólico que echaron a andar bajo la idea de la necesidad de «reconstrucción de los cuerpos de Tupak Katari y Bartolina Sisa», etc.
El gobierno nunca estuvo cómodo con este espacio de enunciación propia y autónoma que el movimiento político indígena había construido para sí mismo. Puso sus mayores esfuerzos en anularlo por la vía de la cooptación y en 2009 obtuvo una victoria sobre la política autónoma de estos comunarios aymaras al convertir en senador por el MAS a Eugenio Rojas, una de las voces más potentes dentro del movimiento.
Encontramos en este ejemplo otra forma de bosquejar una perspectiva política autónoma, más pausada, centrada en el cuidado y consolidación de la propia fuerza, esto es, distinta aunque emparentada con las propuestas de los trabajadores de Cochabamba.
Entre 2006 y 2009 los Ponchos Rojos se presentaron en el espacio y el debate públicos intermitentemente, cuidando siempre su propia autonomía política. Intervinieron con su amenazadora presencia en el mapa de fuerzas confrontadas en los momentos más difíciles, cuando la oligarquía terrateniente, las corporaciones transnacionales y el gobierno norteamericano hicieron los mayores esfuerzos por limitar las aspiraciones sociales de la población trabajadora del Oriente y, también, por desestabilizar y disminuir la capacidad del gobierno del MAS. Simultáneamente, desarrollaron su propia agenda de deliberación y producción de horizonte político, más allá del gobierno y usando sus propias formas y lenguajes; tal es, en cierta medida, el significado de la llamada tarea de «Reconstitución del cuerpo político de Tupak Katari y Bartolina Sisa» que han echado a andar. Criticaron duramente al gobierno del MAS en algunas circunstancias, apoyando las luchas que desde abajo se producían a fin de impedir la ejecución de decisiones gubernamentales equivocadas y contrarias a los deseos y decisiones de las comunidades y pueblos. En fin, se mantuvieron a sí mismos durante varios años como presencia política autónoma en la retaguardia y quizás, pese al debilitamiento que supone para esta postura el que una de sus figuras más visibles haya finalmente decidido ocupar un cargo público con el MAS, el tejido comunitario aymara más allá de los propios Ponchos Rojos, será capaz de producir novedades políticas en un futuro próximo. III. A partir de los elementos presentados me propongo ahora desarrollar una reflexión más general sobre algunos asuntos de la política autónoma y de las luchas emancipatorias. Brevemente presentaré algunas consideraciones abstractas para discutir, hacia el final, los temas que me parecen más complejos.
Aun cuando la emancipación social es, ante todo, una cuestión práctica —un asunto en relación con el mosaico móvil de actividades que se despliegan en momentos tensos e inciertos de enérgico despliegue de la confrontación social— antes que una «teoría» —entendida como conjunto fijo y exterior de argumentos ordenados y sistemáticos— requerimos de una estrategia teórica para entender, en sus alcances históricos, los rasgos emancipatorios de los movimientos y rebeliones sociales recientes.
En segundo lugar, a diferencia del significado clásico de la palabra teoría, una estrategia teórica no tiene la pretensión de encubrir, en nombre de cierta noción de objetividad, al sujeto que teoriza. Más bien, busca presentar los sucesos, los hechos, como producción práctica y reflexiva de personas situadas socialmente, que asumen determinadas intencionalidades políticas sean estas explícitamente señaladas o implícitamente asumidas. La estrategia teórica que propongo se inserta entonces, no en la tradición que privilegia la producción de conocimiento objetivo, sino en la que auspicia la comprensión práctica del acontecimiento social de quiebre, resistencia e impugnación al orden social por aquellos que lo producen.
Asumo, por lo mismo, dos órdenes o niveles lógicos para la comprensión de la emancipación: el primero y fundamental tiene que ver con las propias prácticas emancipatorias inscritas en la actividad política concreta de los distintos conglomerados de hombres y mujeres que, con sus acciones de levantamiento y movilización en Bolivia abrieron nuevas perspectivas para producir y pensar tanto la convivencia social y las posibilidades «otras» de su autorregulación, como las maneras de preservar y cuidar sus capacidades colectivas para asegurar la intervención autónoma y directa en los asuntos públicos, garantía a fin de cuentas, de no ver detenido su propio avance. De ahí el lugar privilegiado que tiene en mi trabajo, por lo general, la descripción detallada del acontecimiento de autounificación y lucha.
Solo después de ello cabe un segundo orden lógico: el de la reflexión crítica de los significados explícitos y potenciales de las acciones y sucesos producidos por tales hombres y mujeres concretos. En esa dirección, a la hora de seguir con cuidado los sucesos que se fueron produciendo en tales años agitados y un poco después, esforzándome por comprender la muchas veces contradictoria dinámica interna entre lo que efectivamente se hacía como acción colectiva de lucha (manifestaciones, debates, bloqueos de caminos, levantamientos, cercos a las ciudades, etc.) y

me atrevería a decir— por el carácter objetivo o no de sus afirmaciones. Son otras las preocupaciones que le surgen desde, insisto, su quehacer particular, su actividad práctica específica que, además, siempre avanza alumbrada por una intención explícita. En tal sentido, el rigor argumental está relacionado con la coherencia lógica de lo expuesto, no tanto con su carácter objetivo. Esta misma distinción es la que percibo en aquello que podemos denominar actividad política de insubordinación en marcha, distinta, aunque por supuesto íntimamente relacionada con la reflexión acerca de ella; o, abusando de la analogía sugerida, con su formalización. Raquel Gutiérrez, «En torno a la naturaleza de las proposiciones de la aritmética y la noción de número: Mill, Frege, Cantor y Dedekind», Tesis de Maestría en Filosofía, México, UNAM - Facultad de Filosofía y Letras, 2005.
lo que se establecía como horizonte, como intención común a disputar y conseguir, entendí la emancipación social ni principal ni únicamente como conjunto de objetivos explícitos y sistemáticos a conseguir, sino como dificultoso, ambivalente y muchas veces contradictorio itinerario o trayectoria concreto y particular, protagonizado por múltiples grupos, asociaciones, cuerpos y colectivos de hombres y mujeres concretos —aquellos que no viven del trabajo ajeno, fundamentalmente— por eludir y confrontar la subordinación política y económica al orden instituido en medio de diversos juegos móviles de tensiones y antagonismos. A partir de lo dicho, considero que la reflexión sobre la emancipación consiste no tanto en dar cuenta objetiva de lo alcanzado y lo proyectado —aunque tal cuestión es relevante, por supuesto—, sino en entender los caminos y obstáculos de la potencialidad de transformación social anidada como desafío en la propia capacidad colectiva de incidir en el asunto público, alcanzada en un momento determinado.
En cierto sentido entonces, entiendo dicha dinámica de la lucha emancipatoria como el contenido concreto y siempre abierto de una práctica política desplegada desde la autonomía política, y sobre una cierta base mínima de autonomía material, por quienes se proponen llevarla a cabo.
Una vez establecidas, de manera muy general, las anteriores consideraciones en torno a la emancipación social y las luchas emancipatorias, me sumergiré en una discusión más específica de la práctica emancipatoria contemporánea. Haciendo una reducción bastante simplista —que pido a los lectores me concedan en aras de la claridad del argumento—, cabe la afirmación de que una parte de la discusión política contemporánea parece estar planteada como «política estado-céntrica vs. política autónoma». Es decir, se trata de una disyuntiva excluyente que establece la necesidad de una elección: o se realizan tareas y acciones para ocupar cargos públicos y «desde ahí», de «arriba hacia abajo», modificar algunas de las más opresivas relaciones sociales conservando e intensificando muchas otras; o bien se trata de, esquemáticamente, construir de forma múltiple y variopinta la capacidad colectiva y social por fuera del estado, tanto para desarrollar y ampliar trechos de autonomía en la vida cotidiana como para impulsar luchas y establecer límites a la devastación capitalista de la vida en general. De estas últimas, a la primera finalidad la nombro provisionalmente «política autónoma autocentrada» y a la segunda, «política autónoma expansiva». Estas dos formas de la política autónoma no necesariamente se presentan en secuencia, en muchas ocasiones se mezclan y confunden y, en otras, se distinguen con mayor claridad; lo que es un hecho es que cualquier acción política autónoma expansiva se funda en, y necesariamente requiere de, trabajo asociado, colectivo y cooperativo que asegure la capacidad material de su despliegue, esto es, se necesitan formas autocentradas de política autónoma.
Ahora bien, la mencionada disyunción excluyente entre política estado-céntrica y política de y desde la autonomía, que es posible establecer en el ámbito del pensamiento, casi nunca se presenta con tanta claridad en el terreno de la lucha concreta; sobre todo, no se presenta, en todas y cada una de las ocasiones como contradicción confrontada y en disputa, sino más bien, aparece frecuentemente como elección que distingue y separa a personas y grupos. Pensemos sobre esto con más detalle.
Por lo general, después de grandes y extraordinarios momentos de lucha social y política, que ponen en entredicho el orden político e institucional anterior, se presenta la cuestión de si conviene «ocupar» cargos públicos para «consolidar» lo avanzado o si, por el contrario, en concordancia con la postura autonomista, conviene mantenerse fuera del estado y reforzar las capacidades políticas alcanzadas desde la sociedad llana. En medio de esta disyuntiva, mi postura se inscribe, claramente, en la segunda perspectiva.
El asunto es que, tal y como he tratado de mostrar con los dos ejemplos presentados al comienzo, en estas ocasiones se genera una gran confusión entre los militantes, pues la política «oficial» tiende o bien hacia la seducción y cooptación de las perspectivas y asociaciones autónomas; o bien hacia su perversión, devaluación, desplazamiento y anulación. Pero además, dentro del propio cuerpo social autónomo movilizado, se presenta la discusión acerca de lo que conviene hacer con relación al poder estatal.
Tengo la impresión de que, en realidad, la claridad de tal disyunción de fondo no resuelve demasiados problemas sino que, más bien, simplemente nos abre otra amplia gama de interrogantes. La primera de estas cuestiones es qué se hace, tal y como establece la ya mencionada «formulación de Cochabamba», desde una política de la autonomía con relación al poder establecido. Y qué se hace, una vez más, no de manera solamente teórica o crítica, sino con relación a la manera específica en que tal poder se ejerce. Qué se hace con relación a los pasos particulares que van dando tanto gobernantes y funcionarios estatales como administradores y gestores de la acumulación de capital. Cómo reconocemos lo que nosotros mismos hemos hecho —desde nuestra propia política— y ha determinado que ellos hayan tenido que variar o desacelerar, así sea muy poco, sus planes y proyectos políticos. Y se trata de reconocerlo para profundizarlo, no para intentar sustituirlos. Este es un asunto de la mayor relevancia pues, si desde la política de la autonomía se abandona la voluntad y disposición de establecer «qué es lo que ha de hacerse» con los asuntos que a algunos o a todos incumben, de tal manera que tendencialmente se busque «mandatar» a quienes ocupen cargos públicos; si se abandona esa capacidad y esa posición simbólica —que por lo general se recupera en momentos de confrontación, de despliegue del antagonismo social—, entonces se permite que el entramado normativo e institucional y los funcionarios que lo habitan vuelvan a ocuparlo, desplazando a la «gente sencilla y trabajadora» hacia su tradicional lugar de obediencia y soporte de decisiones ajenas.
Recapitulando, en términos teóricos, tengo dudas acerca de qué significa admitir que la relación entre la política estado-céntrica y la política desde la autonomía sea de disyunción. ¿Significa esto que necesariamente la relación entre ambas se da en términos de confrontación? O, más bien, ¿significa que afirmamos una diferencia incompatible de perspectiva? Por lo pronto, elijo el segundo significado, es decir, que estas dos formas de política son esencialmente dos cosas distintas desde su fundamento, que se proponen objetivos que corren por cauces diferentes y que, por lo tanto, deberíamos abordar la cuestión de esa manera. La disyunción establece que se trata de dos perspectivas políticas distintas e incomparables. Inconmensurables podría decir el matemático, es decir, proceden y se ocupan de cuestiones diferentes; en ocasiones se confrontan totalmente, pero no siempre y, sobre todo, no necesariamente.
Analicemos, para intentar contribuir a aclarar esta cuestión, en qué se distinguen ambas posturas. Una de las primeras claves que salta a la vista es que cada una de estas posiciones enuncia lo que propone de forma incompatible, pese a que quizá incluso utilicen palabras similares. La política estado-céntrica enuncia lo que hará para y sobre el conjunto de la sociedad: qué tipo de políticas implementará, qué programas de redistribución asumirá, etc. Al hablar de esa manera se sitúa simbólicamente en el lugar de la representación aparente de la totalidad social y pretende hablar «para todos». Ese es el sitio de enunciación universal afirmativo desde donde ha hablado siempre el poder-imposición predominantemente masculino. Y desde ahí no puede decirse más que lo que ya ha sido dicho, aunque existan algunos matices.
En contraste con ello, la política de la autonomía es, siempre, concreta y particular aunque, eso sí, tal como ya mencionamos, puede ser expansiva o autocentrada, según lo requieran quienes la echan a andar y en qué momentos lo hagan. La política de la autonomía es concreta y particular porque, en primer lugar, habla en primera persona: «nosotros nos proponemos hacer tal o cual cosa… y vamos a hacerlo de esta y esta manera» en momentos autocentrados de la política autónoma; «nosotros consideramos que tal o cual cosa que incumbe a todos debe realizarse de esta u otra manera…», en momentos expansivos.
La segunda distinción es que la política estado-céntrica razona desde la perspectiva de la estabilización del sistema de fuerzas y tensiones antagónicas, cuyo gobierno ya ha ocupado o busca ocupar; su tarea fundamental es esa: estabilizar y conservar, así ofrezca y prometa que, una vez alcanzado algún tipo de equilibrio, alentará o introducirá transformaciones en el orden de la acumulación de capital y en el ejercicio del mando político. En contraste con ello, una política emancipatoria desde la autonomía, sobre todo en sus momentos expansivos, se suele orientar por la búsqueda de la desestabilización parcial, de la apertura particular y concreta de aquellas normas e instituciones que impiden su despliegue.
A partir de las anteriores consideraciones sobre aquello que distingue a una política emancipatoria desde la autonomía de la política estado-céntrica, podemos discutir y tratar de mover algunas nociones que en los tiempos recientes han ido adquiriendo el formato de confuso prejuicio. El primero de ellos es que desde la política de la autonomía no puede establecerse nunca ningún tipo de contacto con lo instituido, ni con el estado ni con el capital. Esto, cuya validez parcial brota desde la más legítima y fundada desconfianza con todo lo que huela a disciplinamiento y a sujeción, se puede convertir en un nocivo prejuicio si se establece como criterio exterior y universal, que limita de antemano cualquier despliegue particular de la política autónoma.
Por más radical que sea la afirmación del rechazo a lo estatal/capitalista, formulada de la manera anterior, se convierte más bien en un límite para el despliegue de la política autónoma. Insisto, de ninguna manera estoy diciendo que la política desde la autonomía deba «enredarse» sistemáticamente con las formas y modos del estado y del capital. Sencillamente sostengo que la política autónoma no puede admitir límites exteriores y anteriores a su propio despliegue y decisión. Y, también, regreso sobre el asunto de que los enunciados universales y prescriptivos hablan, siempre, desde el locus del poder-imposición.
El segundo prejuicio no tiene una figura expresiva tan explícita sino que, más bien, de manera difusa afecta o empaña los razonamientos de quienes se esfuerzan por desarrollar una política autónoma. Me refiero al asunto del frecuente olvido —ingenuo o interesado— de las condiciones materiales de la autonomía, que aleja la discusión política de su carácter concreto para reinstalarla en los nebulosos terrenos de la coherencia abstracta. En este sentido, desde una política desde la autonomía no se trata de prescribir aquello que «debe» hacerse en general, sino de reflexionar en profundidad sobre las dificultades eminentemente prácticas del camino a recorrer para construir lo que en común se proyecta y de encontrar cada vez, procurando no perderse, maneras de sortear obstáculos.
IV. Para finalizar, presento algunas consideraciones sobre otro asunto pertinente. Cabe afirmar, con base en la argumentación anterior, que, hasta cierto punto, la política emancipatoria desde la autonomía obliga a que se desplace en el orden del pensamiento y el debate, otra vieja disyuntiva de principios del siglo XX que continúa en ocasiones empañando la comprensión del evento político. Me refiero a la disyuntiva entre reformismo y revolución. Estas eran distinciones acuñadas para designar variantes de la política estado-céntrica.
¿Qué ocurre, sin embargo, si rechazamos la disyunción entre reforma y revolución por imposible y contrapuesta a las luchas por la emancipación, en tanto no se pueden transformar las relaciones sociales desde arriba hacia abajo, ni paulatina ni abruptamente? ¿Qué ocurre si, al mismo tiempo, nos planteamos de manera sistemática las cuestiones de la disolución y trastocamiento de las relaciones de poder del capital y del estado que están ahí, exigiendo respuestas a una política desde la autonomía?
Si damos ese paso, entonces somos nosotros mismos quienes realizamos un desplazamiento en el orden simbólico dominante y desde ahí, desde ese frágil y dificultoso sitio propio, podemos eludir —o al menos tratar de esquivar— en mejores condiciones, las dificultades que el estado y el capital imponen a nuestra propia práctica política y a su expansión. Desde ahí podemos intervenir en los asuntos públicos y «hacer política», establecer nuestros puntos de vista y dialogar acerca de nuestras necesidades e ideas, sin acudir jamás al estado en términos de demandantes —que es como éste siempre busca colocarnos—, pero, eso sí, habilitándonos un terreno para establecer las veces que así lo requiramos, con claridad y fuerza, lo que éste debe o no debe hacer. Y podemos hablar y hacer política desde este lugar de una manera «reformista» o «revolucionaria»; es decir, podemos en ocasiones establecer propuestas prácticas y definir plazos para llevarlas a cabo de manera progresiva y, según se considere necesario, simultáneamente confrontando o no, inmediata y directamente al poder público. Por lo general, además, muchas de tales decisiones no las tomamos nosotros solos sino que una parte de ellas se nos imponen: ellos nos atacan y nosotros nos defendemos.
Es en este sentido que entiendo la política emancipatoria desde la autonomía: como trayectoria, como producción sistemática de posibilidad abierta, como esfuerzo reiterado de no caer en las trampas de la totalidad. La dificultad para abordar estas cuestiones no está sólo en su fluidez y, por lo mismo, en la necesaria ductilidad y apertura del pensamiento que requerimos para situarnos ante ellas, sino que son problemas esencialmente prácticos que se presentan, casi siempre al calor de los acontecimientos de despliegue del antagonismo social. Es decir, que ocurren vertiginosamente en el primer orden de intelección del problema, en medio de la lucha misma. En tal dirección, los inciertos elementos que podamos esbozar sobre estos temas, instalados como es el caso actual, en el segundo orden, en el de la reflexión sobre el acontecimiento político y la lucha social, siempre serán provisionales y tentativos. No podemos, pues, desde este terreno, realizar nada más que efímeros esfuerzos sintéticos parciales.
Así, entendiendo la autoemancipación como el contenido particular y concreto de una política desde la autonomía, el asunto que queda pendiente y abierto es la cuestión de la disolución y trastocamiento del poder y del capital, desanudando y rasgando los nudos que le dan fuerza, alterando sus reglas, inhibiendo su enloquecida acumulación. Mirando desde lo que las sociedades en movimiento efectivamente hicieron durante las grandes luchas que inauguraron el presente siglo, la mencionada «cuestión del poder» adquiere otro sentido: se trata de pensar en y ocuparse de cuidar y expandir, de múltiples maneras, la capacidad autónoma para intervenir en los asuntos públicos alcanzada en los tiempos turbulentos, de empecinarse en no ceder el lugar de enunciación propio, construido dificultosamente, que erosiona y escapa de los conceptos y del canon argumental de la dominación y explotación capitalista y neoliberal de la vida y sus posibilidades múltiples de creación y producción. Se trata, entonces, tal como dice la sabiduría femenina aymara, de que «entendamos» el tamaño y la fuerza de nuestra propia capacidad y de que no la rindamos ante nadie —así se presente ante nosotros como «nuestro marido»—. La cara oculta del poder y del capital es la sujeción de la capacidad de pensar y la imposición de que, en la abstracción, todo sea igual al propio valor que se valoriza. La recuperación y recreación cotidiana de esas capacidades para nosotros mismos es, entonces, la medida del debilitamiento y disolución del otro poder. Y ahí hay un mar de tareas y cuestiones pendientes.
Además, y como apretado resumen de lo dicho, la perseverancia en una política emancipatoria orientada hacia la conservación y la expansión de las capacidades sociales autónomas ya alcanzadas, íntimas y colectivas, para el despliegue de la vida más allá y contra el capital y tendencialmente hacia la regulación autónoma del asunto común, necesariamente ha de pensarse desde el punto de vista de lo particular y de la inestabilidad del orden existente. La peor trampa para la política autónoma de la emancipación es confundirse y pensar que quienes hablan desde el gobierno o desde el estado tienen razón cuando exigen a la sociedad llana —o a quienes luchan desde ese lugar—que asuman el punto de vista de la totalidad social y de la estabilización de un orden pretendidamente «nuevo». Mientras la sociedad esté desgarrada por brutales antagonismos, tal como lo está ahora y lo estará durante bastante tiempo, la política de la emancipación habrá de trastocar el orden que se le impone desde los múltiples particulares que genera y habita. La emancipación en tal sentido, pues, es camino y trayecto, es esfuerzo por esclarecer los itinerarios y por ampliar y des-sujetar los flujos de la energía social que, a fin de cuentas, son el fundamento de cualquier creación de novedad.
Ciudad de México, invierno boreal de 2011