Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy I

Prólogo a la edición en español.
“Que se vayan todos… y no quede… ni uno solo” ¡Qué sueño! ¡Qué sueño bello! Imaginémoslo: un mundo sin políticos, un mundo sin sus amigos capitalistas, un mundo sin Estado, un mundo sin capital, un mundo sin poder.
Un sueño inocente y poco realista, por supuesto. Sin embargo, el levantamiento en la Argentina ha demostrado que la realidad no es la Realidad, que inocente no es inocente, que los sueños son más que sueños.
En momentos como estos se cambia la gramática y la lógica de la realidad. La gramática de los periódicos y de los medios, la gramática del análisis político, sea de la derecha o de la izquierda, es una gramática de poder y sólo puede conducir a la substitución de un poder por otro. El grito “¡Que se vayan todos!” apunta más allá del poder y nos enseña otra gramática, otra forma de pensar, otro concepto de la realidad. Este libro, aunque fue terminado antes de los acontecimientos en la Argentina, es parte de la misma lucha por lo absurdo que no es absurdo, por lo imposible que es tan urgente.
Puebla, 2 de abril de 2002



Cambiar el mundo sin tomar el poder
El significado de la revolución hoy

John Holloway

1 ra. Edición: Benemérita V. A. de Puebla y Revista Herramienta. 2da. Edición: Revista Herramienta (Chile-Argentina) Año 2002

CAMBIAR EL MUNDO SIN TOMAR EL PODER
Para la presente edición venezolana según contrato del 23 de marzo de 2005, firmado en la Ciudad de Buenos Aires.

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Impresión:
Editorial Melvin, C.A.

Impreso en Venezuela - Printed in Venezuela
Agradecimientos

Existe una enorme cantidad de personas a las que debo agradecer por la ayuda que me han prestado en la producción de este libro.
En primer lugar, a Eloma Peláez, cuya mefistofélica presencia se desplaza por cada palabra, cada punto y cada coma del libro, y sin quien nunca hubiera podido siquiera imaginar la unidad de constitución y existencia: no duración sino nunc stans.
A Werner Bonefeld, Richard Gunn y ahora a Sergio Tischler, a quienes mucho debo por la cantidad innumerable de seminarios y discusiones que hemos compartido durante estos años, por su apoyo y por sus muy valiosos comentarios durante varias de las etapas de la producción del texto.
He tenido la enorme fortuna de discutir tanto el texto en detalle como las ideas relacionadas con los miembros del seminario sobre Subjetividad y Teoría Crítica en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades en Puebla: a todos ellos, muchísimas gracias. Dos viajes que realicé a la Argentina también cumplieron un importante papel en la cristalización de las ideas contenidas en este libro. El primero de ellos, para dictar un seminario en el Instituto Argentino de Desarrollo Económico, organizado por Gustavo Roux y Eliseo Giai; el segundo, para dictar un seminario intensivo de una semana de duración en la Facultad de Filosofía y Letras en Rosario, organizado por Gladys Rímini y Gustavo Guevara. A los organizadores y a los que participaron en esas actividades mi más profundo agradecimiento. Y, estando en la Argentina, un agradecimiento muy especial a Alberto Bonnet, Marcela Zangaro y Néstor López por su constante ayuda y aliento. Aquí en Puebla, a Virginia Castillo por su apoyo constante.
Mi más sincero reconocimiento a todos aquellos que han sido tan amables como para comentar los borradores, a menudo meticulosamente: Simon Susen, Ana Dinerstein, Jorge Luis Acanda, Chris Wright, José Manuel Martínez, Cyril Smith, Massimo de Angelis, Rowan Wilson, Ana Esther Ceceña, Enrique Rajchenberg, Patricia King, Javier Villanueva y Lars Stubbe. Gracias también a Steve Wright por ayudarme con el irresoluble problema del chequeo de las citas de último momento.
A Roberto Vélez Pliego, Director del Instituto de Ciencias Sociales de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, mi genuino agradecimiento por su apoyo y por contribuir a hacer del Instituto un lugar excepcional en el que trabajar.
Por la edición en español, un profundo agradecimiento a Marcela Zangaro por el cuidado y la habilidad con la que tradujo el libro del inglés. Y a Néstor López, Carlos Cuéllar, Chiche Vázquez y a todos los compañeros de Herramienta por su entusiasta apoyo y ayuda en la preparación de esa edición.
A Aidan, Anna-Maeve y Mariana Holloway, gracias por hacer que sea impensable la idea de abandonar la esperanza.
A todos aquellos que me han ayudado y alentado y que no menciono aquí, por favor, acepten mi gratitud y recuerden que la identificación es dominación.

Prólogo a la edición en español

“Que se vayan todos… y no quede… ni uno solo” ¡Qué sueño! ¡Qué sueño bello! Imaginémoslo: un mundo sin políticos, un mundo sin sus amigos capitalistas, un mundo sin Estado, un mundo sin capital, un mundo sin poder.
Un sueño inocente y poco realista, por supuesto. Sin embargo, el levantamiento en la Argentina ha demostrado que la realidad no es la Realidad, que inocente no es inocente, que los sueños son más que sueños.
En momentos como estos se cambia la gramática y la lógica de la realidad. La gramática de los periódicos y de los medios, la gramática del análisis político, sea de la derecha o de la izquierda, es una gramática de poder y sólo puede conducir a la substitución de un poder por otro. El grito “¡Que se vayan todos!” apunta más allá del poder y nos enseña otra gramática, otra forma de pensar, otro concepto de la realidad. Este libro, aunque fue terminado antes de los acontecimientos en la Argentina, es parte de la misma lucha por lo absurdo que no es absurdo, por lo imposible que es tan urgente.

Puebla, 2 de abril de 2002

Capítulo 1 El grito

En el principio es el grito. Nosotros gritamos.
Cuando escribimos o cuando leemos, es fácil olvidar que en el principio no es el verbo sino el grito. Ante la mutilación de vidas humanas provocada por el capitalismo, un grito de tristeza, un grito de horror, un grito de rabia, un grito de rechazo: ¡NO!
El punto de partida de la reflexión teórica es la oposición, la negatividad, la lucha. El pensamiento nace de la ira, no de la quietud de la razón; no nace del hecho de sentarse, razonar y reflexionar sobre los misterios de la existencia, hecho que constituye la imagen convencional de lo que es “el pensador”.
Empezamos desde la negación, desde la disonancia. La disonancia puede tomar muchas formas: la de un murmullo inarticulado de descontento, la de lágrimas de frustración, la de un grito de furia, la de un rugido confiado. La de un desasosiego, una confusión, un anhelo o una vibración crítica.
Nuestra disonancia surge de nuestra experiencia, pero esa experiencia varía. A veces, es la experiencia directa de la explotación en la fábrica, de la opresión en el hogar, del estrés en la oficina, del hambre y la pobreza o la experiencia de la violencia o la discriminación. A veces lo que nos incita a la rabia es la experiencia menos directa de lo que percibimos a través de la televisión, los periódicos o los libros. Millones de niños viven en las calles. En algunas ciudades se asesina sistemáticamente a los niños de la calle como la única forma de reforzar el respeto por la propiedad privada. En 1998 los bienes de las 200 personas más ricas del mundo sumaban más que el ingreso total del 41 por ciento de la población mundial (constituida por 2.500 millones de personas). La brecha entre ricos y pobres se agranda, no sólo entre países sino al interior de los mismos. En 1960 los países con el quinto de personas más ricas del mundo contaban con un ingreso per cápita 30 veces mayor que el de aquellos con el quinto más pobre: para 1990 la proporción se había duplicado 60 a 1 y hacia 1995 llegaba a ser de 74 a 1. El mercado de valores sube cada vez que aumenta el desempleo. Se encarcela a los estudiantes que luchan por la educación gratuita mientras que a los responsables activos de la miseria de millones de personas se los colma de honores y se les otorgan títulos como los de general, secretario de defensa o presidente. Y la lista continúa. Nuestra furia cambia cada día de acuerdo con la última atrocidad. Es imposible leer el periódico sin sentir rabia, sin sentir dolor.
Confusamente, tal vez, sentimos que estos no son fenómenos aislados, que entre ellos existe una relación, que son parte de un mundo defectuoso, de un mundo que está equivocado en algún aspecto fundamental. Vemos cada vez más personas mendigando en la calle mientras que los mercados de valores rompen nuevos récords y que los salarios de los gerentes de las empresas se elevan a alturas vertiginosas, y sentimos que los horrores del mundo no son injusticias casuales sino parte de un sistema que está profundamente equivocado. Hasta las películas de Hollywood (quizás de manera sorprendente) casi siempre comienzan con la presentación de un mundo fundamentalmente injusto antes de continuar reafirmándonos (lo que resulta menos sorprendente) que la justicia para el individuo puede ganarse por medio del esfuerzo individual. Nuestra ira no se dirige sólo contra acontecimientos particulares sino contra una impostura más general, contra el sentimiento de que el mundo está trastornado, de que el mundo es en alguna forma falso. Cuando experimentamos algo particularmente espantoso, levantamos horrorizados las manos y decimos: “¡No puede ser! ¡No puede ser verdad!”. Sabemos que es verdad, pero sentimos que es la verdad de un mundo falso.
¿Cómo sería un mundo verdadero? Podemos tener una idea vaga: sería un mundo de justicia, un mundo en el que las personas pudieran relacionarse entre sí como personas y no como cosas, un mundo en el cual las personas podrían decidir su propia vida. Pero no necesitamos tener una imagen de cómo sería un mundo verdadero para sentir que hay algo radicalmente equivocado en el mundo que existe. Sentir que el mundo está equivocado no significa, necesariamente, que tengamos cabal idea de una utopía que ocupe su lugar. Tampoco implica un romanticismo del tipo” algún día vendrá mi príncipe”, ni la idea de que aunque las cosas ahora estén mal, en algún momento accederemos a un mundo verdadero, a alguna tierra prometida, a un final feliz. No necesitamos la promesa de un final feliz para justificar el rechazo de un mundo que sentimos equivocado.
Este es nuestro punto de partida: el rechazo de un mundo al que sentimos equivocado, la negación de un mundo percibido como negativo. Debemos asimos a esto.

II
Asimos, en efecto, porque sofoca en demasía nuestra negación, enmudece nuestro grito. Nuestra furia se alimenta constantemente de la experiencia, pero cualquier intento de expresarla se topa con una pared de algodón absorbente. Nos encontramos con multitud de argumentos que parecen bastante razonables. Existen demasiadas maneras de hacer rebotar el grito en contra nuestra, de mirarnos y preguntamos por qué gritamos. ¿Es por nuestra edad, por nuestros antecedentes sociales o sólo por algún desajuste psicológico que somos tan negativos? ¿Se trata de que tenemos hambre, dormimos malo solamente de tensión premenstrual? ¿Se trata acaso de que no entendemos la complejidad del mundo o las dificultades prácticas de implementar un cambio radical? ¿No sabemos que gritar no es científico? Entonces nos urgen a estudiar teoría política y social (y nosotros sentimos la necesidad de hacerla). Y ocurre algo extraño. Mientras más estudiamos la sociedad, tanto más se disipa nuestra negatividad o tanto más se la deja de lado por irrelevante. En el discurso académico no hay lugar para el grito. Más que eso: el estudio académico nos proporciona un lenguaje y una manera de pensar que dificulta expresar nuestro grito. El grito, si es que aparece, lo hace bajo la forma de algo que debe ser explicado; no como algo a ser articulado. De ser el sujeto de nuestra pregunta por la sociedad se convierte en objeto de análisis. ¿Por qué gritamos? O mejor dicho, dado que ahora nosotros somos científicos sociales, ¿por qué gritan ellos? ¿Cómo explicamos la revuelta social o el descontento social? Se descalifica sistemáticamente el grito disolviéndolo en su contexto. Gritan a causa de sus experiencias infantiles, debido a su concepción moderna del sujeto, debido al debilitamiento de las estructuras familiares: todas estas explicaciones están avaladas por la investigación estadística. No se trata de que se niega el grito por completo, sino de robarle toda su validez. Al arrancado del nosotros y proyectado en un ellos, el grito se excluye del método científico. Cuando nos convertimos en científicos sociales aprendemos que para comprender debemos perseguir la objetividad, debemos hacer a un lado nuestros propios sentimientos. No es aquello que aprendemos, sino cómo aprendemos lo que parece enmudecer nuestro grito. Lo que nos desarma es una estructura entera de pensamiento.
Sin embargo, ninguna de las cosas que nos enfurecían al comienzo ha desaparecido. Tal vez hemos aprendido cómo encajan todas juntas como partes de un sistema de dominación, pero de algún ‘modo nuestra negatividad ha desaparecido de la escena. Los horrores del mundo continúan. Por eso es necesario hacer lo que se considera un tabú científico: gritar como un niño, levantar el grito desde todas sus explicaciones estructurales, decir: “No nos importa lo que digan los psiquiatras, no nos importa si nuestra subjetividad es un constructor social: este es nuestro grito, este es nuestro dolor, estas son nuestras lágrimas. No dejaremos que nuestra ira sea disuelta en la realidad: más bien es la realidad la que debe ceder ante nuestro grito. Llámennos niños o adolescentes, si lo prefieren, pero este es nuestro punto de partida: nosotros gritamos”.

III
¿Quiénes somos los que nos afirmamos con tanta vehemencia al comienzo de lo que pretende ser un libro serio?
Habitualmente los libros serios de teoría social comienzan en tercera persona, no con la afirmación de un nosotros indefinido. Nosotros es una palabra peligrosa, abierta al ataque desde todos los ángulos. Algunos lectores ya estarán diciendo: “Grita si te gusta, compañero, pero no me cuentes como una parte de tu nosotros. No digas nosotros cuando realmente quieres decir yo, porque entonces estás utilizando ese nosotros para imponer tu punto de vista a los lectores”. Otros, sin duda, objetarán que es ilegítimo comenzar con un inocente nosotros, como si el mundo recién hubiera nacido. El sujeto, se nos dice, no es un punto de partida legítimo, ya que el sujeto mismo es un resultado y no un comienzo. Es incorrecto comenzar desde el nosotros gritamos porque primero debemos comprender el proceso que lleva a la construcción social de ese nosotros y a la constitución de nuestro grito.
Y, sin embargo, ¿desde qué otro lugar podemos comenzar? En tanto escribir/leer es un acto creativo es, inevitablemente, el acto de un nosotros. Comenzar en tercera persona no es un punto de partida neutral, puesto que ya presupone la supresión del nosotros, del sujeto de la escritura y la lectura. Nosotros estamos aquí como punto de partida porque no podemos comenzar con honestidad desde ningún otro lugar. No podemos comenzar desde ningún otro lugar que no sea el de nuestros propios pensamientos y nuestras propias reacciones. El hecho de que nosotros y nuestra concepción de nosotros sean el producto de toda una historia de la subjetivación del sujeto no cambia nada. Sólo podemos comenzar desde donde estamos, desde donde estamos y no queremos estar, desde donde gritamos.
Por el momento, este nosotros es un nosotros confuso. Somos una primera persona del plural indistinta, una mezcla amorfa y posiblemente discordante entre el yo del escritor y el yo o el nosotros de los lectores. Pero comenzamos desde nosotros y no desde yo, porque yo presupone una individualización, una afirmación de la individualidad de los pensamientos y de los sentimientos, mientras que el acto de escribir o leer se basa en la suposición de alguna clase de comunidad, sin importar que sea contradictoria o confusa. El nosotros de nuestro punto de partida es más una pregunta que una respuesta: afirma el carácter social del grito pero plantea la naturaleza de esa socialidad corno una pregunta. El mérito de comenzar con un nosotros en lugar de con un esto, está en que así nos enfrentamos abiertamente con la pregunta que debe subyacer a cualquier afirmación teórica, pero que pocas veces se discute: ¿quiénes somos nosotros, los que hacemos la afirmación?
Por supuesto, este nosotros no es un sujeto puro y trascendente: no somos el Hombre, ni la Mujer, ni la Clase Obrera, al menos no por el momento.
Estamos demasiado confundidos para esto. Somos un nosotros antagónico que surge de una sociedad antagónica. Lo que sentimos no necesariamente es correcto, pero es un punto de partida que debe ser respetado y criticado, no despreciado en favor de la objetividad. Indudablemente, somos auto contradictorios: no sólo porque el lector puede no sentir lo mismo que el escritor (y tampoco cada lector lo mismo que los demás lectores), sino también en el sentido de que nuestros sentimientos son contradictorios. La disconformidad que sentimos en el trabajo o cuando leemos los periódicos, puede dejar lugar a un sentimiento de satisfacción cuando nos relajamos después de una comida. El desacuerdo no se da entre un nosotros externo contra e/mundo: inevitablemente es un desacuerdo que también alcanza nuestro interior, que nos divide en contra de nosotros mismos. La pregunta por el Nosotros continuará resonando a lo largo de este libro.
Somos moscas atrapadas en una telaraña. Comenzamos a partir de un desorden enmarañado porque no hay otro lugar desde el cual comenzar. No podemos empezar simulando que estamos fuera de la disonancia de nuestra propia experiencia, pues hacerlo sería mentir. Corno moscas atrapadas en una red de relaciones sociales que están más allá de nuestro control, sólo podemos tratar de liberamos cortando los hilos que nos aprisionan. Sólo negativamente, críticamente podemos intentar emanciparnos a nosotros mismos, alejarnos del lugar en que estamos. No se trata de que criticamos porque estamos mal adaptados, porque queremos ser difíciles. Es sólo que la situación negativa en la que existimos no nos deja otra opción: vivir, pensar, es negar de cualquier manera que podamos la negatividad de nuestra existencia. “¿Por qué sos tan negativa?”, le pregunta la araña a la mosca. “Sé objetiva, olvida tus prejuicios”. Pero no hay manera de que la mosca pueda ser objetiva, por más que quiera: “Mirar la telaraña objetivamente, desde afuera: ¡qué sueño!”, dice la mosca, “¡Qué sueño vacío y decepcionante!”. Por el momento, sin embargo, cualquier estudio de la telaraña que no comience por el hecho de que la mosca está atrapada en ella es simplemente una mentira.
Estamos desequilibrados, somos inestables. No gritamos porque estamos sentados en un sillón, sino porque estamos cayendo desde un peñasco. El pensador que se encuentra sentado en el sillón supone que el mundo que lo rodea es estable, que las disrupciones en el equilibrio son anomalías que deben ser explicadas. Referirse a alguien con los términos” desequilibrado” o “inestable” resulta entonces peyorativo, son términos que descalifican lo que decimos. Para nosotros, los que estamos cayendo desde el peñasco (y aquí el nosotros, quizás, incluye a toda la humanidad), sucede exactamente lo contrario: vemos el mundo como un movimiento borroso. El mundo es un mundo de desequilibrio y lo que se debe explicar es el equilibrio y el supuesto de un equilibrio.

IV
Nuestro grito no es sólo de horror. No gritamos porque enfrentemos la muerte segura en la tela de araña, sino porque soñamos con liberamos. Gritamos mientras caemos desde el peñasco, no porque estemos resignados a ser despedazados contra las rocas sino porque todavía tenemos la esperanza de que podría ser de otra manera.
Nuestro grito es un rechazo de la aceptación. Es un rechazo a aceptar que la araña nos comerá, un rechazo a aceptar que moriremos entre los peñascos, un rechazo a aceptar lo inaceptable. Un rechazo a aceptar la inevitabilidad de la desigualdad, de la miseria, de la explotación y de la violencia creciente. Un rechazo a aceptar la verdad de lo falso, a no tener escape. Nuestro grito es un rechazo a revolcamos en el hecho de ser víctimas de la opresión, a sumergimos en una “melancolía de izquierda” , algo tan característico del pensamiento opositor. Es un rechazo a aceptar el papel al que los intelectuales de izquierda están tan dispuestos, el de Casandra: predecir la caída del mundo mientras se acepta que no hay nada que podamos hacer al respecto. Nuestro grito es un grito que rompe ventanas, es un rechazo a ser contenidos, es un desborde, un ir más allá del margen, más allá de los límites de la cortesía social.
Nuestro rechazo a la aceptación no nos dice nada acerca del futuro, ni tampoco su validez depende de algún resultado en particular. El hecho de que gritemos mientras nos desbarrancamos no nos proporciona ninguna garantía de un aterraje seguro, así como tampoco la legitimidad del grito depende de un final feliz.
La certeza de los viejos revolucionarios de que la historia (o dios) estaba de nuestro lado ya ha desaparecido: tal certeza está históricamente muerta y enterrada, destruida por la bomba que cayó sobre Hiroshima. Ciertamente, no hay garantías de un final feliz, pero aun mientras nos desbarrancamos, aun en los momentos de mayor desesperación, rechazamos la aceptación de que tal final feliz sea imposible. El grito se aferra a la posibilidad de una apertura, se niega a aceptar el cierre de la posibilidad de una otredad radical.
Nuestro grito, entonces, es bidimensional: el grito de rabia que se eleva a partir de nuestra experiencia actual conlleva una esperanza, la proyección de una otredad posible. El grito es extático, en el sentido literal de salirse de sí mismo hacia un futuro abierto. Nosotros, los que gritamos, existimos ex-tácticamente. Nos salimos de nosotros mismos, existimos en dos dimensiones. El grito implica una tensión entre lo que existe y lo que podría posiblemente existir, entre el indicativo (lo que es) y el subjuntivo (lo que puede ser). Vivimos en una sociedad injusta pero deseamos que no lo sea: ambas partes de la oración son inseparables y existen en constante tensión una con la otra. El grito no necesita ser justificado por el cumplimiento de lo que podría ser: es, simplemente, el reconocimiento de la dimensión dual de la realidad. La segunda parte de la oración (”deseamos que no sea así”) no es menos real que la primera. Lo que otorga significado al grito es la tensión entre las dos partes. Si se ve a la segunda parte de la oración (el deseo expresado en subjuntivo) como menos real que la primera, entonces también se descalifica al grito. Lo que en consecuencia se percibe como real es que vivimos en una sociedad injusta: lo que podríamos desear es asunto privado nuestro, tiene una importancia secundaria. Y en tanto el adjetivo “injusto” adquiere realmente sentido sólo en referencia a una sociedad justa posible, eso también se elimina, dejándonos solamente con “nosotros vivimos en una sociedad x”. Y si gritamos porque vivimos en una sociedad x, entonces debemos estar locos. Desde la época de Maquiavelo, la preocupación de la teoría social ha sido partir en dos esta oración que no puede partirse. Maquiavelo sienta las bases de un nuevo realismo cuando afirma que está preocupado sólo por lo que es, no por las cosas como quisiéramos que sean. La realidad refiere a la primera parte de la oración, a lo que es. La segunda parte de la oración, lo que debiera ser, se distingue claramente de lo que es, y no se la considera como parte de la realidad. El” debiera” no se desecha completamente: se convierte en tema de la teoría social “normativa”. Lo que se rompe por completo es la unidad de ambas partes de la oración. Sólo con este paso, se descalifica el grito de rechazo-y-anhelo.
Nuestro grito implica una bidimensionalidad que insiste en la conjunción de la tensión entre las dos dimensiones. Somos, pero existimos en tensión con aquello que no somos, o que no somos todavía. La sociedad es, pero existe en tensión con lo que no es, o que todavía no es. Existe identidad, pero la identidad existe en tensión con la no identidad. La bidimensionalidad es la presencia antagónica (es decir, el movimiento) de lo que todavía no es con lo que es, de la no identidad con la identidad. El grito es una explosión de la tensión: la explosión del Todavía-No contenido-en-pero-explotando-desde el Es, la explosión de la no-identidad contenida-en-pero-explotando-desde la identidad. El grito es una expresión de la existencia presente de lo que se niega, la existencia presente del todavía-no, de la no identidad. La fuerza teórica del grito no depende de la existencia futura del todavía-no (¿quién sabe si alguna vez habrá una sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad?), sino de su existencia presente como posibilidad. Comenzar desde el grito es simplemente insistir en la centralidad de la dialéctica, que no es más que
“la conciencia consecuente de la no-identidad”.
Nuestro grito es de horror-y-esperanza. Si se separan sus dos partes, se convierte en banal. El horror surge de la “amargura de la historia”9, pero si no se trasciende esa amargura, el horror unidimensional conduce sólo a la depresión política y al encierro teórico. De manera similar, si la esperanza no está firmemente asentada en la misma amargura de la historia, se convierte sólo en una tonta expresión unidimensional de optimismo. Precisamente, tal separación entre horror y esperanza se expresa en el aforismo de Gramsci, tan frecuentemente citado: “Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”. El desafío consiste, más bien, en unir pesimismo y optimismo, horror y esperanza en una comprensión teórica de la bidimensionalidad del mundo. El objetivo no es sólo el optimismo del espíritu sino del intelecto. Es precisamente el horror del mundo lo que nos obliga a aprender la esperanza.

V
El propósito de este libro es fortalecer la negatividad, tomar partido por la mosca atrapada, hacer el grito más estridente. De manera bastante consciente comenzamos por el sujeto o, al menos, por una subjetividad indefinida, a sabiendas de todos los problemas que esto implica. Comenzamos desde aquí porque hacerlo desde otro lado es simplemente falso. El desafío consiste en desarrollar una manera de pensar que construya críticamente desde el punto de vista inicial negativo, una manera de comprender que niegue la no-verdad del mundo. No se trata sólo de ver las cosas desde abajo, o hacia arriba, porque con demasiada frecuencia esto implica la adopción de categorías pre-existentes, una mera inversión de los signos positiva y negativa. No sólo se debe rechazar una perspectiva desde arriba sino también toda la forma de pensar que proviene de y sostiene tal perspectiva. Al tratar de abrirnos un camino a través de la teoría social, que es uno de los hilos que nos atan, tenemos solamente una brújula para guiamos: la fuerza de nuestro propio “¡No!” en toda su bidimensionalidad, el rechazo de lo que es y la proyección de lo que puede ser.
El pensamiento negativo es tan antiguo corno el grito. La tradición de pensamiento negativo más poderosa es, sin ninguna duda, la marxista. Sin embargo, el desarrollo de la tradición marxista, tanto por su historia particular corno por la transformación del pensamiento negativo en un “ismo” que define, ha creado un marco que con frecuencia ha limitado y obstruido la fuerza de la negatividad. Este libro, por lo tanto, no es marxista en el sentido de que torna al marxismo corno un marco de referencia definitorio; la fuerza de su argumento tampoco puede ser juzgada en términos de “marxista” o “no marxista”: menos aún se trata de un libro neomarxista o posmarxista. Su propósito es, más bien, contextualizar aquellas temáticas que son descriptas frecuentemente corno “marxistas” en la problemática del pensamiento negativo, con la esperanza de dar consistencia al pensamiento negativo y de hacer más aguda la crítica marxista del capitalismo.
Éste no es un libro que intente describir los horrores del capitalismo. Ya existen muchos otros que lo hacen y, además, nuestra propia experiencia nos cuenta esa historia. Aquí la damos por hecho. La pérdida de la esperanza en la posibilidad de una sociedad más humana no es resultado de que las personas estén ciegas a los horrores del capitalismo, es, simplemente, que parece no haber ningún otro lugar adonde ir, ninguna otredad a la que volverse. Lo más sensato parece ser olvidar nuestra negatividad, desecharla corno una fantasía de juventud. Sin embargo el mundo empeora, las desigualdades se vuelven más patentes, la autodestrucción de la humanidad parece estar más cerca. Entonces, quizás no deberíamos abandonar nuestra negatividad sino que, por el contrario, deberíamos intentar teorizar el mundo desde la perspectiva del grito.
Pero, ¿qué sucede si el lector no siente ninguna disonancia? ¿Qué sucede si no sientes ninguna negatividad, si te conformas con decir “nosotros somos y el mundo es”? Resulta difícil creer que alguien esté tan a gusto con el mundo corno para no sentir repulsión ante el hambre, la violencia y la desigualdad que lo rodean. Es mucho más probable que suprima consciente o inconscientemente la repulsión o el desacuerdo, ya sea para tener una vida tranquila o, mucho más simple aún, porque simular que no ve o no siente los horrores del mundo le proporciona beneficios materiales directos.
Para proteger nuestros empleos, nuestras visas, nuestras ganancias, nuestras oportunidades de recibir buenas calificaciones, nuestra cordura, aparentamos no ver, purgamos nuestra percepción filtrando el dolor, simulando que no está aquí sino allá lejos, en África, en Rusia, que sucedió hace cien años, en una otredad tal que, por ser extraña, depura nuestra propia experiencia de toda negatividad. Es sobre esa percepción purgada que se construye la idea de una ciencia social objetiva y libre de valores. A la negatividad, a la repulsión por la explotación y la violencia, se la entierra completamente, se la sumerge en el concreto de los cimientos de la ciencia social de la misma manera que, en algunas partes del mundo, los constructores de casas o puentes entierran en los cimientos los cuerpos de los animales sacrificados. Tal teoría es, corno dice Adorno, “de la misma calaña que la música de acompañamiento con que las SS gustaban cubrir los gritos de sus víctimas”. Este libro está dirigido contra tal supresión del dolor.
Pero, ¿cuál es el objeto de todo esto? Nuestro grito es un grito de frustración, es el descontento de quien no tiene poder. Pero si no tenemos poder, no hay nada que podamos hacer. Y si intentamos vo1vernos poderosos fundando un partido, 1evantándonos en armas o ganando una elección, no seremos diferentes de todos los otros poderosos de la historia. Entonces, no hay salida, no hay rupturas en la circu1aridad del poder. ¿Qué podemos hacer?
Cambiar el mundo sin tomar el poder.
-¡Ja, ja! Muy gracioso.

Capítulo 2
¿Más allá del Estado?

En el principio fue el grito. ¿Y luego, qué?
El grito implica un entusiasmo angustiado por cambiar el mundo. Pero, ¿cómo podemos hacerlo? ¿Qué podemos hacer para convertir el mundo en un lugar mejor, más humano? ¿Qué podemos hacer para poner fin a la miseria y a la explotación?

I
Tenemos una respuesta a mano: hacerla por medio del Estado. Únete a un partido político, ayúdalo a ganar el poder gubernamental, cambia el mundo de esta manera. O, si eres más impaciente, si estás más enojado, si dudas acerca de qué puede lograrse por medios parlamentarios, únete a una organización revolucionaria. Ayúdala a conquistar el poder estatal por medios violentos o no violentos, y luego utiliza al Estado revolucionario para cambiar la sociedad.
Cambiar el mundo por medio del Estado: este es el paradigma que ha predominado en el pensamiento revolucionario por más de un siglo. El debate que hace cien años sostuvieron Rosa Luxemburg y Eduard Berstein sobre “reforma o revolución”, estableció claramente los términos que dominarían el pensamiento sobre la revolución durante la mayor parte del siglo veinte. Por un lado, reforma; por el otro, revolución. La reforma era una transición gradual hacia el socialismo, al que se llegaría por el triunfo en las elecciones y la introducción del cambio por vía parlamentaria. La revolución era una transición mucho más vertiginosa, que se lograría con la toma del poder estatal y la rápida introducción del cambio radical, llevado adelante por el nuevo Estado. La intensidad de los desacuerdos encubría un punto básico en común: ambos enfoques se concentraban en el Estado como la posición ventajosa a partir de la cual se podía cambiar la sociedad. A pesar de todas sus diferencias, ambos puntos de vista apuntan a ganar el poder estatal. Esto, por supuesto, no excluye otras formas de lucha. En la perspectiva revolucionaria e inclusive en los enfoques parlamentarios más radicales se considera el hecho de ganar el poder estatal como parte de un repunte de la revuelta social. Sin embargo, se considera que ganar el poder estatal es el punto nodal del proceso revolucionario, el centro desde el cual se irradiará el cambio revolucionario. Los enfoques que quedan fuera de esta dicotomía entre reforma y revolución, fueron estigmatizados como anarquistas (una distinción aguda que se consolidó aproximadamente en la misma época del debate Luxemburg-Bernstein). Hasta hace poco, el debate teórico y político (al menos en la tradición marxista), ha estado dominado por estas tres clasificaciones: Revolucionario, Reformista y Anarquista.
El paradigma del Estado, es decir, el supuesto de que ganar el poder estatal es central para el cambio radical dominó, además de la teoría, también la experiencia revolucionaria durante la mayor parte del siglo veinte: no sólo la experiencia de la Unión Soviética y de China, sino también los numerosos movimientos de liberación nacional y de guerrilla de la década del sesenta y del setenta.
Si el paradigma estatal fue el vehículo de esperanza durante gran parte del siglo, se convirtió cada vez más en el verdugo de la esperanza a medida que el siglo avanzaba. La aparente imposibilidad de la revolución a comienzos del siglo veintiuno refleja, en realidad, el fracaso histórico de un concepto particular de revolución: el que la identifica con el control del Estado.
Ambos enfoques, el “reformista” y el “revolucionario”, han fracasado por completo en cumplir con las expectativas de sus entusiastas defensores. Los gobiernos “comunistas” de la Unión Soviética, de China y de otras partes ciertamente incrementaron los niveles de seguridad material y disminuyeron las desigualdades sociales en los territorios de los estados que controlaban (por lo menos de manera temporaria), pero hicieron poco por crear una sociedad autodeterminada o por promover el reino de la libertad que siempre ha sido central en la aspiración comunista. En el caso de los gobiernos socialdemócratas o reformistas, la situación no es mejor: aunque algunos han logrado incrementos en la seguridad material, su actuación en la práctica se ha diferenciado muy poco de la de los gobiernos que están abiertamente a favor del capitalismo, y la mayoría de los partidos socialdemócratas hace tiempo que han abandonado cualquier pretensión de ser los portadores de la reforma social radical.
Durante más de cien años el entusiasmo revolucionario de la juventud se ha canalizado en la construcción del partido o en el aprendizaje del manejo de armas. Durante más de cien años los sueños de aquellos que han querido un mundo adecuado para la humanidad se han burocratizado y militarizado, todo para que un gobierno ganara el poder del Estado y que, entonces, se lo pudiera acusar de “traicionar” el movimiento que lo llevó hasta allí. Durante el último siglo la palabra “traición” ha sido clave para la izquierda, en tanto que un gobierno tras otro fueron acusados de “traicionar” los ideales de quienes los apoyaban, al punto tal de que ahora la idea de traición misma se ha vuelto tan trillada que sólo provoca un encogimiento de hombros como queriendo decir: “por supuesto”. En lugar de recurrir a tantas traiciones en busca de una explicación, quizás necesitemos revisar la idea misma de que la sociedad puede cambiarse consiguiendo el poder del Estado.

II
A primera vista parecería obvio que lograr el control del Estado es la clave para el advenimiento del cambio social. El Estado reclama ser soberano, ejercer el poder al interior de sus fronteras. Esto es central en la idea habitual de democracia: se elige un gobierno para que cumpla con la voluntad de las personas por medio del ejercicio del poder en el territorio del Estado. Esta idea es la base de la afirmación socialdemócrata de que el cambio radical puede alcanzarse por medios constitucionales.
El argumento en contra de esta afirmación es que el punto de vista constitucional aísla al Estado de su contexto social: le atribuye una autonomía de acción que de hecho no tiene. En realidad, lo que el Estado hace está limitado y condicionado por el hecho de que existe sólo como un nodo en una red de relaciones sociales. Esta red de relaciones sociales se centra, de manera crucial, en la forma en la que el trabajo está organizado. El hecho de que el trabajo esté organizado sobre una base capitalista, significa que lo que el Estado hace y puede hacer está limitado y condicionado por la necesidad de mantener el sistema de organización capitalista del que es parte. Concretamente, esto significa que cualquier gobierno que realice una acción significativa dirigida contra los intereses del capital encontrará como resultado una crisis económica y la huida del capital del territorio estatal.
Los movimientos revolucionarios inspirados por el marxismo siempre han sido conscientes de la naturaleza capitalista del Estado. ¿Por qué, entonces, se han concentrado en el hecho de ganar el poder del Estado como el medio para cambiar la sociedad? Una respuesta es que dichos movimientos con frecuencia han tenido una visión instrumental de la naturaleza capitalista del Estado. Habitualmente lo han tomado como un instrumento de la clase capitalista. La noción de instrumento implica que la relación entre el Estado y la clase capitalista es externa: como un martillo, la clase capitalista manipula ahora al Estado según sus propios intereses; después de la revolución, éste será manipulado por la clase trabajadora según sus propios intereses. Tal punto de vista reproduce, quizás inconscientemente, el aislamiento o la autonomización del Estado respecto de su propio contexto social, aislamiento cuya crítica es el punto de partida de la política revolucionaria. Para retomar un concepto que se desarrollará más adelante, esta visión fetichiza al Estado: lo abstrae de la red de relaciones de poder en la que está inmerso. La dificultad que los gobiernos revolucionarios han tenido en detentar el poder del Estado en favor de los intereses de la clase trabajadora, sugiere que la inmersión del Estado en la red de relaciones sociales capitalistas es mucho más fuerte y más sutil de lo que la noción de instrumentalizad sugeriría. El error de los movimientos marxistas revolucionarios no ha sido negar la naturaleza capitalista del Estado, sino comprender de manera equivocada el grado de integración del Estado en la red de relaciones sociales capitalistas.
Un aspecto importante de esta comprensión equivocada es el grado en el que los movimientos revolucionarios (y, más aún, los reformistas) han tendido a suponer que puede entenderse esa sociedad como nacional (es decir, dentro de límites estatales). Si se entiende a la sociedad como la sociedad argentina, rusa o mexicana obviamente se le otorga peso al planteo de que el Estado puede ser el punto central de la transformación social. Tal supuesto, sin embargo, presupone una abstracción previa del Estado y de la sociedad respecto de sus límites espaciales, un recorte conceptual de las relaciones sociales dentro de las fronteras del Estado. El mundo, en esta concepción, está formado por muchas sociedades nacionales, cada una con su propio Estado, que se relacionan entre sí en una red de relaciones internacionales. Cada Estado es, entonces, el centro de su propio mundo y se torna posible concebir una revolución nacional y ver al Estado como el motor del cambio radical de “su” sociedad.
El problema de tal perspectiva es que las relaciones sociales nunca han coincidido con las fronteras nacionales. Las discusiones actuales sobre la “globalización” apenas resaltan lo que siempre ha sido cierto: las relaciones sociales capitalistas, por naturaleza, siempre han ido más allá de los límites territoriales. Mientras que la relación entre el señor feudal y los siervos siempre fue una relación territorial, la característica distintiva del capitalismo es que liberó la explotación de tales límites territoriales, en virtud de que la relación entre el capitalista y el trabajador está mediada por el dinero. La mediación de las relaciones sociales por el dinero significa una completa desterritorialización de esas relaciones: no existe razón por la cual el empleador y el empleado, el productor y el consumidor, o los trabajadores que cooperan en el mismo proceso de producción, deban estar en el mismo territorio. Las relaciones sociales capitalistas nunca han estado limitadas por las fronteras estatales; por lo tanto, siempre ha sido un error pensar el mundo capitalista como una suma de diferentes sociedades nacionales. La red de relaciones sociales en las cuales los estados nacionales particulares están inmersos es (y lo ha sido desde el inicio del capitalismo) una red global.
Centrar la revolución en el hecho de adueñarse el poder estatal implica, así, la abstracción del Estado respecto de las relaciones sociales de las cuales es parte. Conceptualmente, se separa al Estado del cúmulo de relaciones sociales que lo rodean y se lo eleva como si fuera un actor autónomo. Al Estado se le atribuye autonomía, si no en el sentido absoluto de la teoría reformista (o liberal), al menos en el sentido de que se lo considera como potencialmente autónomo respecto de las relaciones sociales capitalistas que lo atraviesan.
Peto podría objetarse que es una cruda distorsión de la estrategia revolucionaria. Los movimientos revolucionarios inspirados por el marxismo han considerado, generalmente, que ganar el poder estatal es sólo un componente de un proceso más amplio de transformación social. Más aún, Lenin no habla sólo de conquistar el poder del Estado sino de destruir el viejo Estado y remplazado con un Estado de los trabajadores y, tanto él como Trotsky estaban más que convencidos de que, para ser exitosa, la revolución tenía que ser internacional. Ciertamente, esto es verdad y es importante evitar caricaturas crudas, pero sigue siendo un hecho el que generalmente se ha considerado la toma del poder del Estado como un elemento particularmente importante, un punto central en el proceso de cambio socia1 , un elemento que exige también una concentración de las energías dedicadas a la transformación social. Concentrarse en esto privilegia, inevitablemente, al Estado como un lugar de poder.
Ya sea que se considere el ganar el poder estatal como el camino exclusivo para el cambio social o se lo considere sólo como un centro de acción existe, inevitablemente, una canalización de la revuelta. Se retorna el fervor de aquellos que luchan por una sociedad diferente y se lo dirige hacia una dirección particular: tomar el poder del Estado. “Si pudiéramos sólo conquistar el Estado (ya sea por medios electorales o militares), entonces seríamos capaces de cambiar la sociedad. Primero, por lo tanto, debemos concentramos en el objetivo central: la conquista del poder del Estado”. El argumento continúa en esta línea y se instruye a los jóvenes en lo que esto significa: se los entrena o como soldados o como burócratas, según cómo se entienda la conquista del poder. “Primero construir el ejército, primero construir el partido, esta es la manera de liberarse del poder que nos oprime”. La construcción del partido (o la construcción del ejército) eclipsa todo lo demás. Lo que al comienzo era negativo (el rechazo del capitalismo) se convierte en algo positivo (la construcción de instituciones, la construcción del poder). La instrucción en la conquista del poder inevitablemente se convierte en una instrucción en el poder mismo. Los iniciados aprenden el lenguaje, la lógica y los cálculos del poder; aprenden a manipular las categorías de una ciencia social a la que se le ha dado forma, enteramente, según esta obsesión por el poder. Las diferencias en la organización se convierten en luchas por el poder. La manipulación y la maniobra por el poder se convierten en una forma de vida.
El nacionalismo es un complemento inevitable de la lógica del poder. La idea de que el Estado es el lugar del poder involucra la abstracción del Estado particular respecto del contexto global de relaciones de poder. Inevitablemente, sin importar en qué medida la inspiración revolucionaria esté guiada por la idea de revolución mundial, el énfasis en un Estado particular como el lugar desde el que surgiría el cambio social radical, implica darle prioridad a la parte del mundo que ese Estado abarca por sobre sus otras partes. Incluso las revoluciones más internacionalistas orientadas hacia la conquista del poder del Estado rara vez han tenido éxito en evitar privilegiar de manera nacionalista “su” Estado por sobre los otros, o incluso en evitar la manipulación abierta del sentimiento nacional para defender la revolución. La idea de cambiar la sociedad por medio del Estado descansa en el concepto de que el Estado es, o debiera ser, soberano. La soberanía estatal es un requisito previo para cambiar la sociedad por medio del Estado, de manera tal que la lucha por el cambio social se trasforma en la lucha por la defensa de la soberanía estatal. La lucha contra el capital, entonces, se convierte en una lucha antiimperialista contra la dominación de los extranjeros, en la que se mezcla el nacionalismo con el anticapitalismo. Se confunde autodeterminación con soberanía, cuando de hecho la existencia misma del Estado como forma de las relaciones sociales es la antítesis misma de la autodeterminación.
No importa cuánto se defienda el movimiento y su importancia, el objetivo de obtener el poder involucra inevitablemente una instrumentalización de la lucha. La lucha tiene un objetivo: conquistar el poder político. La lucha es un medio para alcanzar dicho objetivo. Aquellos elementos de lucha que no contribuyen a alcanzar el objetivo, son considerados secundarios o bien suprimidos en conjunto: se establece una jerarquía de las luchas. Esta instrumentalización/jerarquización es, al mismo tiempo, un empobrecimiento de la lucha. Cuando el mundo se concibe a través del prisma de la conquista del poder, muchas de las luchas, muchas de las maneras de expresión de nuestro rechazo al capitalismo, muchas de las maneras de pelear por nuestros sueños de una sociedad diferente simplemente se “filtran”, permanecen ocultas. Aprendemos a suprimirlas y, así, a suprimirnos a nosotros mismos. En la cima de la jerarquía aprendemos a colocar aquella parte de nuestra actividad que contribuye a “hacer la revolución”; en la base, ubicamos frivolidades personales como las relaciones afectivas, la sensualidad, el juego, la risa, el amor. La lucha de clases se vuelve puritana: debe suprimirse la frivolidad porque no contribuye al objetivo. La jerarquización de la lucha es una jerarquización de nuestras vidas y, así, una jerarquización de nosotros mismos.
El partido es la forma organizacional que con mayor claridad expresa esta jerarquización. La forma del partido, ya sea vanguardista o parlamentaria, presupone una orientación hacia el Estado y tiene poco sentido sin él. El partido es, de hecho, la forma de disciplinar la lucha de clases, de subordinar las innumerables formas de lucha de clases al objetivo dominante de ganar el control del Estado. El establecimiento de una jerarquía de luchas se expresa habitualmente en la forma del programa del partido.
Este empobrecimiento instrumentalizado de la lucha no es sólo característico de partidos o corrientes particulares (como el stalinismo, el trotskismo u otras): es inherente a la idea de que el objetivo principal del movimiento es la conquista del poder político. La lucha está perdida desde el comienzo, mucho antes de que el ejército o el partido victorioso tome el poder y “traicione” sus promesas. Está perdida cuando el poder mismo se filtra en el interior de la lucha, una vez que la lógica del poder se convierte en la lógica del proceso revolucionario, una vez que lo negativo del rechazo se convierte en lo positivo de la construcción del poder. Y, habitualmente, los involucrados no lo ven: los iniciados en el poder ni siquiera ven cuán lejos han sido conducidos hacia la forma de razonar y los hábitos del poder. No ven que, si nos rebelamos en contra del capitalismo no es porque queremos un sistema de poder diferente, es porque pretendemos una sociedad en la cual las relaciones de poder sean disueltas. No puede construirse una sociedad de relaciones de no-poder por medio de la conquista del poder. Una vez que se adopta la lógica del poder, la lucha contra el poder ya está perdida.
Así, la idea de cambiar la sociedad por medio de la conquista del poder culmina logrando lo opuesto de lo que se propone alcanzar. El intento de conquistar el poder implica (en lugar de un paso hacia la abolición de las relaciones de poder), la extensión del campo de relaciones de poder al interior de la lucha en contra del poder. Lo que comienza como un grito de protesta contra el poder, contra la deshumanización de las personas, contra el tratamiento de los hombres como medios y no como fines, termina convirtiéndose en su opuesto, en la imposición de la lógica, de los hábitos y del discurso del poder en el corazón mismo de la lucha en contra del poder.22 Lo que está en discusión en la transformación revolucionaria del mundo no es de quién es el poder sino la existencia misma del poder. Lo que está en discusión no es quién ejerce el poder sino cómo crear un mundo basado en el mutuo reconocimiento de la dignidad humana, en la construcción de relaciones sociales que no sean relaciones de poder.
Parecería que la forma más realista de cambiar la sociedad es centrar la lucha en la conquista del poder del Estado y subordinarla a este objetivo. Primero ganamos el poder y luego crearemos una sociedad valiosa para la humanidad. Éste es el argumento poderosamente realista de Lenin, especialmente en el ¿Qué hacer?, pero es una lógica compartida por todos los líderes revolucionarios más importantes del siglo veinte: Rosa Luxemburg, Trotsky, Gramsci, Mao, el Che. Sin embargo, la experiencia de sus luchas sugiere23 que el aceptado realismo de la tradición revolucionaria es profundamente irreal. Ese realismo es el realismo del poder y no puede hacer más que reproducir poder. El realismo del poder se centra y se dirige hacia un fin. El realismo del anti-poder, o mejor aún, el anti-realismo del anti-poder, debe ser bastante diferente si vamos a cambiar el mundo. Y debemos cambiar el mundo.

22
“Criarse en la casa del poder es aprender sus formas, absorberlas… El hábito del poder, su timbre, su postura, su manera de estar con los otros. Es una enfermedad que infecta todo lo que se le acerca. Si el poderoso te pisotea, estás infecta do por la suela de sus zapatos.” (Rushdie, 1998: 211).
23
Podría sostenerse que la experiencia de los movimientos que han tenido por objetivo cambiar el mundo sin tomar el poder sugiere que tales intentos también carecen de realidad. El argumento para explorar la posibilidad de cambiar el mundo sin tomar el poder no se basa sólo en la experiencia histórica sino también en la reflexión teórica sobre la naturaleza del Estado.

Capítulo 3
¿Más allá del poder?
I
No se puede cambiar el mundo por medio del Estado. Tanto la reflexión teórica como un siglo de malas experiencias nos lo dicen. “Te lo advertimos”, afirman los satisfechos, “Te lo advertimos hace tiempo. Te dijimos que era absurdo. Te dijimos que no podías ir en contra de la naturaleza humana. Abandona el sueño. ¡Abandónalo!”.
Y millones en el mundo han abandonado el sueño de una sociedad radicalmente diferente. No hay duda de que la caída de la Unión Soviética y el fracaso de los movimientos de liberación nacional en todas partes del mundo han desilusionado a millones de personas. La idea de revolución estaba tan fuertemente identificada con el hecho de adueñarse del control del Estado, que el fracaso de esos intentos de cambiar el mundo tomando el poder ha llevado a muchas personas a la conclusión de que la revolución es imposible.
Existe una moderación de las expectativas. Para muchos la esperanza se ha evaporado dejando lugar a una reconciliación amarga y cínica con la realidad. No será posible crear la sociedad libre y justa que deseábamos, pero siempre podemos votar por un partido de centro o de centro-izquierda sabiendo muy bien que esto no implicará ninguna diferencia, pero al menos de esa manera encontraremos algún tipo de salida para nuestra frustración. “Bueno, ya sabemos que no podremos cambiar el mundo”, dice uno de los personajes de Marcela Serrano. “Ése ha sido el gran golpe para nuestra generación. Se nos desapareció el objetivo en medio del camino, cuando aún teníamos la edad o la energía para hacer las transformaciones”… “Por lo tanto, lo único que les queda a las personas corno él es preguntarse con humildad: ¿dónde está la dignidad?”
¿No está en lo cierto el personaje de ese libro? Si no podemos cambiar el mundo por medio del Estado, entonces, ¿cómo podemos hacerlo? El Estado es sólo un nodo en una red de relaciones de poder. Pero, ¿no estaremos siempre atrapados en la red del poder, sin importar desde dónde comencemos? ¿Es realmente concebible la ruptura? ¿No estamos atrapados en una circularidad sin fin del poder? ¿No es todo el mundo una telaraña en la que se puede realizar aquí y allá algunas modificaciones para mejorar? ¿O no será que el mundo es una multiplicidad de telarañas, de tal forma que justo cuando nos hemos abierto camino por una de ellas, nos encontramos enredados en otra? ¿No es mejor dejar la idea de una otredad radical para aquellos que se reconfortan con la religión, para aquellos que sueñan con el paraíso como recompensa por haber vivido en este valle de lágrimas?
El gran problema de tratar de retirarse a una vida de dignidad privada y decir: “Tratemos de obtener lo mejor de lo que existe”, es que el mundo no permanece inmóvil. La existencia del capitalismo implica una dinámica de desarrollo que nos ataca en forma constante, sujetando nuestra vida al dinero de manera directa, creando cada vez más pobreza, más desigualdad, más violencia. La dignidad no es un asunto privado, porque nuestra vida está tan entrelazada con la de los otros que la dignidad privada es imposible. Es precisamente la búsqueda de la dignidad personal lo que, lejos de llevamos en la dirección opuesta, nos enfrenta totalmente con la urgencia de la revolución.
La única manera en la que puede mantenerse la idea de revolución es apostando más alto. El problema del concepto tradicional de revolución no es quizás que apuntó alto, sino que lo hizo demasiado bajo. La idea de tomar posiciones de poder, ya sea la del poder gubernamental u otras más dispersas en la sociedad, no comprende que el objetivo de la revolución es disolver las relaciones de poder, crear una sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad de las personas. Lo que ha fallado es la idea de que la revolución significa tornar el poder para abolir el poder.
Lo que ahora debemos tratar es la idea mucho más exigente de una superación directa de las relaciones de poder. La única manera en la que hoy puede imaginarse la revolución es como la disolución del poder, no corno su conquista. La caída de la Unión Soviética no sólo significó la desilusión de millones de personas: también implicó la liberación del pensamiento revolucionario, la liberación de la identificación entre revolución y conquista del poder.
Éste es, entonces, el desafío revolucionario a comienzos del siglo veintiuno: cambiar el mundo sin tomar el poder. Éste es el desafío que se ha formulado más claramente con el levantamiento zapatista en el sudeste de México. Los zapatistas han afirmado que quieren hacer el mundo de nuevo, que quieren crear un mundo de dignidad, un mundo de humanidad, pero sin tomar el poder.
El llamado zapatista a construir un mundo nuevo sin tornar el poder ha tenido una repercusión extraordinaria. Esta repercusión está relacionada con el crecimiento, en los últimos años, de lo que podría llamarse un espacio de anti-poder. Dicho espacio corresponde a un debilitamiento del proceso que centra el descontento en el Estado. Este debilitamiento resulta claro en el caso de los partidos supuestamente revolucionarios, los que ya no cuentan con la capacidad para canalizar el descontento hacia la lucha para tomar el poder. Lo mismo sucede con los partidos socialdemócratas: ya sea que las personas los voten o no, han perdido importancia como centros de militancia política. En la actualidad, el descontento social tiende a expresarse de manera mucho más difusa: por medio de la participación en “organizaciones no-gubernamentales”, en campañas en torno a temas específicos, por medio de las preocupaciones individuales o colectivas de los maestros, los médicos o de otras trabajadoras o trabajadores que procuran hacer las cosas de una manera que no objetive a las personas, o del desarrollo de toda clase de proyectos comunitarios autónomos, incluso de rebeliones masivas y prolongadas como, por ejemplo, la que tiene lugar en Chiapas. Existe una inmensa área de actividad dirigida a transformar el mundo que no tiene al Estado como centro y que no apunta a ganar posiciones de poder. Obviamente, esta área es altamente contradictoria y, por cierto, abarca muchas actividades que los grupos revolucionarios podrían describir como “pequeño burguesas” o “románticas”. Rara vez es revolucionaria en el sentido de que tenga como objetivo explícito la revolución. Sin embargo, la proyección de una otredad radical es a menudo una componente importante de la actividad involucrada. Incluye lo que a veces se denomina el área de “autonomía”, pero es mucho más amplia de lo que usualmente el término mismo indica. A veces, no siempre, es abiertamente hostil hacia el capitalismo, pero no encuentra ni busca el tipo de centro claro para tal actividad que antes proveían tanto los partidos revolucionarios como los reformistas. Ésta es el área confusa en la que repercute el llamado zapatista, el área en la que crece el anti-poder. Ésta es un área en la que las antiguas distinciones entre reforma, revolución y anarquismo ya no parecen relevantes simplemente porque la pregunta acerca de quién controla el Estado no ocupa el centro de la atención. Existe una pérdida de la perspectiva revolucionaria no porque las personas no anhelen un tipo de sociedad diferente sino porque la antigua perspectiva probó ser un espejismo. El desafío propuesto por los zapatistas es el de salvar a la revolución del colapso de la ilusión del Estado y del colapso de la ilusión del poder.
Pero ¿cómo podemos cambiar el mundo sin tomar el poder?
Tan sólo plantear la pregunta es una invitación a que se emita un gruñido que expresa que la idea es ridícula, a que se encojan los hombros, a que se arquee una ceja en gesto de altanería.
“¿Cómo puedes ser tan ingenuo?” dicen unos, “¿No sabes que es imposible un cambio radical en la sociedad? ¿No has aprendido nada en los últimos treinta años? ¿No sabes que hablar de revolución es ingenuo, o es que aún estás atrapado en tus sueños adolescentes de 1968? Debemos vivir con el mundo que tenemos y hacer de él lo que mejor se pueda”.
“¿Cómo puedes ser tan ingenuo?”, dicen otros, “Por supuesto que el mundo necesita una revolución, pero, ¿realmente piensas que puede producirse un cambio sin tomar el poder por medio de elecciones o de alguna otra manera? ¿No ves las fuerzas a las que nos enfrentamos, los ejércitos, la policía, los matones paramilitares? ¿No sabes que el único lenguaje que ellos entienden es el del poder? ¿Piensas que el capitalismo colapsará si todos nos damos la mano cantando All we need is love? Sé realista”.
La realidad y el poder están tan imbricados que insinuar siquiera la posibilidad de disolver el poder es pararse fuera del límite de la realidad. Todas nuestras categorías de pensamiento, todas nuestras certezas acerca de lo que la realidad es o lo que la política, la economía o hasta el lugar en el que vivimos son, están tan penetradas por el poder que sólo decir ¡No! al poder nos precipita hacia un mundo vertiginoso, en el que no hay otro punto de referencia fijo al que aferrarse que no sea la fuerza de nuestro ¡No! Entre el poder y la teoría social existe tal simbiosis que el poder es la lente a través de la cual la teoría observa al mundo, el auricular por medio del cual lo escucha: pedir una teoría del anti-poder es intentar ver lo invisible, oír lo inaudible. Tratar de teorizar el anti-poder es vagar por un mundo totalmente inexplorado.
¿Cómo se puede cambiar el mundo sin tomar el poder?
La respuesta es obvia: no lo sabemos. Por eso es tan importante trabajar en la respuesta, tanto de manera teórica como práctica. Hic Rhodus, hic salta , pero el salto se vuelve cada vez más peligroso, las presiones para no saltar se vuelven cada vez más grandes y el peligro de caer en el mar de lo absurdo se vuelve cada vez más difícil de evitar.
Olvidémonos de nuestro “miedo al ridículo”30 y preguntemos: ¿cómo podemos siquiera comenzar a pensar en cambiar el mundo sin tomar el poder?

II
Para pensar en cambiar el mundo sin tomar el poder necesitamos ver que el concepto de poder es intensamente contradictorio. Pero para desarrollar esta idea debemos regresar al comienzo.
En el principio, dijimos, es el grito. El grito es bidimensional: no es sólo un grito de rabia sino también de esperanza. Y no es la esperanza de la salvación por la intervención divina. Es una esperanza activa, la esperanza de que podemos cambiar las cosas, es un grito de rechazo activo, un grito que apunta al hacer.
El grito que no apunta al hacer, el que se vuelve sobre sí mismo, que permanece como grito eterno de desesperación o, lo que es mucho más común, como un gruñido cínico sin fin, es un grito que se traiciona a sí mismo: pierde su fuerza negativa e ingresa en una espiral sin fin de autoafirmación como grito. El cinismo (odio al mundo, pero no hay nada que se pueda hacer) es el grito que se ha vuelto amargo, el grito que suprime su autonegación.
El grito implica hacer. “En el principio era la acción”, dice el Fausto de Goethe. Pero antes de la acción se encuentra el hacer. En el principio estaba el hacer. Pero en una sociedad opresiva el hacer no es inocente ni positivo: está impregnado de negatividad porque es hacer negado, frustrado, y porque niega la negación de sí mismo. Antes del hacer viene el grito. No es el materialismo lo que viene primero, sino la negatividad. El hacer es negación práctica. El hacer cambia, niega un estado de cosas dado. El hacer va más allá, trasciende. El grito que constituye nuestro punto de partida en un mundo que nos niega (el único mundo que conocemos) nos empuja hacia el hacer. Nuestro materialismo, si esta palabra es pertinente, tiene raíces en el hacer, es un hacer-para-negar, una práctica negativa, una proyección más allá. Nuestro fundamento, si la palabra es pertinente, no es una preferencia abstracta por la materia en lugar del espíritu, sino el grito, la negación de lo que existe.
El hacer, en otras palabras, es central en nuestra preocupación, no simplemente porque es una pre-condición material para vivir sino porque nuestra preocupación central es cambiar el mundo negando el que existe. Pensar el mundo desde la perspectiva del grito es pensarlo desde la perspectiva del hacer.
San Juan se equivoca doblemente, entonces, cuando afirma “En el principio era el Verbo”. Se equivoca doblemente porque, para decirlo en términos tradicionales, esta afirmación es positiva e idealista. El verbo no niega, el grito sí. Y el verbo no implica hacer, mientras que el grito sí. El mundo del verbo es estable, es el mundo del sentarse-en-un-sillón-y-tener-unaconversación, el mundo del sentarse-al-escritorio-y-escribir, un mundo complaciente, lejos del grito que cambiaría todo, lejos del hacer que niega. En el mundo del verbo, el hacer se separa de hablar y hacer, la práctica se separa de la teoría. En el mundo del verbo la teoría es el pensamiento de El Pensador, alguien que permanece en calma reflexión, la barbilla apoyada en la mano, el codo sobre la rodilla. “Los filósofos -como afirma Marx en su famosa tesis XI sobre Feuerbach-, se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformado”.
La tesis de Marx no significa que deberíamos abandonar la teoría en favor de la práctica. Más bien significa que deberíamos entender la teoría como parte de la práctica, como parte de la lucha por cambiar el mundo. Tanto la teoría como el hacer son parte del movimiento práctico de la negación. Esto implica, entonces, que debe entenderse el hacer en un sentido amplio, ciertamente no sólo como trabajo ni tampoco sólo como una acción física, sino como el movimiento completo de la negatividad práctica. Enfatizar la centralidad del hacer no es negar la importancia del pensamiento ni del lenguaje, sino simplemente verlos como parte del movimiento total de la negatividad práctica, de la proyección práctica más allá del mundo que existe hacia un mundo radicalmente diferente. Centrarse en el hacer es, simplemente, ver el mundo como lucha.
Se podría argumentar que debería pensarse en cambiar la sociedad no en términos de hacer sino en términos de no-hacer, de pereza, de rechazo al trabajo, de disfrute. “Seamos perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos”. Lafargue comienza su obra El derecho a la pereza con esta cita35, queriendo decir que no hay nada más incompatible con la explotación capitalista que la pereza defendida por Lessing. En la sociedad capitalista, sin embargo, la pereza implica un rechazo a hacer, una afirmación activa de una práctica alternativa. Hacer, en el sentido en que lo entendemos aquí, incluye la pereza y la prosecución del placer, prácticas que son negativas en una sociedad basada en su negación. En un mundo basado en una conversión del hacer en trabajo, puede verse el rechazo a hacer como una forma efectiva de resistencia. El hacer humano implica proyección más allá y, por lo tanto, unidad de teoría y de práctica. Marx considera que la proyección más allá es una característica distintiva del hacer humano. “Una araña ejecuta operaciones que recuerdan a las de un tejedor, y una abeja avergonzaría, por la construcción de las celdillas de su panal, a más de un maestro albañil. Pero lo que distingue ventajosamente al peor maestro albañil de la mejor abeja es que el primero ha modelado la celdilla en su cabeza antes de construida en la cera. Al consumarse el proceso de trabajo surge un resultado que

Mallarmé, el pensamiento fue conducido de nuevo, y en forma violenta, hacia el lenguaje mismo, hacia su ser único y difícil. Toda la curiosidad de nuestro pensamiento se aloja ahora en la pregunta: ¿Qué es el lenguaje, cómo rodearlo para hacerlo aparecer en sí mismo y en su plenitud?” (Foucault, 1998a: 298).

35 Lafargue (1999: 3) [N. del T.: En la edición en espal1.ol cotejada no aparece la cita mencionada. Sí está como acápite al primer capítulo en la versión francesa: Le droit à la paresse, París, Máspero, 1965: 41]
antes del comienzo de aquél ya existía en la imaginación del obrero, o sea idealmente’. La imaginación de la trabajadora y del trabajador es extática: al comienzo del proceso de trabajo proyecta más allá de lo que es hacia una otredad que puede ser. Esta otredad no existe sólo cuando es creada: ya existe, realmente, a la manera del subjuntivo, en la proyección del trabajador, de la trabajadora, en lo que lo hace ser humano y humana. El hacer del arquitecto o del maestro albañil no es negativo sólo en su resultado, sino en la totalidad del proceso: comienza y finaliza con la negación de lo que existe. Aunque fuera el peor de los arquitectos o de los maestros albañiles, su hacer es creativo.
Hasta donde sabemos, las abejas no gritan. No dicen: “¡No! Ya estamos hartas de reinas, ya estamos hartas de zánganos, crearemos una sociedad a la que nosotras, las trabajadoras, daremos forma, nos emanciparemos!”. Su hacer no es un hacer que niega: simplemente reproduce. Nosotros, sin embargo, gritamos. Nuestro grito es una proyección más allá, la articulación de una otredad que puede ser. Si el nuestro va a ser algo más que un pulcro grito del estilo mira-cuán-rebelde-soy (lo que no es grito en absoluto), entonces debe implicar un hacer proyectado, el proyecto de hacer algo para cambiar aquello en contra de lo cual gritamos. El grito y el hacer-que-es-un-ir-más-allá distinguen a los humanos de los animales. Los seres humanos (no así los animales), son extáticos, no existen sólo en, sino también en-contra-y-más-allá de sí mismos.
¿Por qué? No porque ir más allá sea parte de nuestra naturaleza humana sino simplemente porque gritamos. La negación no proviene de nuestra esencia sino de la situación en la que nos encontramos. No gritamos y empujamos más allá porque es propio de la naturaleza humana sino, por el contrario, porque estamos separados de lo que consideramos que es la humanidad. Nuestra negatividad no surge de nuestra humanidad sino de la negación de nuestra humanidad, del sentimiento de que la humanidad es todavía-no, de que es algo por lo que se debe pelear. Lo que nos obliga a centramos en el hacer no es la naturaleza humana sino el grito de nuestro punto de partida.38
Tomar el hacer en lugar del ser, el hablar o el pensar como el eje de nuestro pensamiento tiene varias consecuencias. El hacer implica movimiento. Comenzar desde el hacer-como-ir-más-allá (y no sólo desde el laborioso hacer-corno-reproducción de la abeja) significa que todo (o por lo menos todo lo humano) está en movimiento, todo se está desenvolviendo, que no existe un “ser” o que, más bien, el ser sólo puede ser un devenir frustrado. La perspectiva del hacer-grito es inevitablemente histórica porque la experiencia humana sólo puede entenderse como un constante movimiento de ir más allá (o quizás un moverse más allá frustrado). Esto es importante porque si el punto de partida no es el hacer-grito (hacer-corno-negación) sino la palabra, el discurso o una comprensión positiva del hacer (como reproducción), entonces no existe posibilidad de comprender la sociedad de manera histórica: el movimiento de la historia se fragmenta en una serie de instantáneas, en una serie diacrónica, en una cronología. El llegar a ser se fragmenta en una serie de estados de ser.
Para decirlo en otras palabras: los seres humanos son sujetos, los animales no lo son. La subjetividad se refiere a la proyección consciente más allá de lo que existe, a la habilidad de negar lo que existe y de crear algo que todavía no existe. La subjetividad, el movimiento del grito-hacer, implica un movimiento en contra de los límites, de la contención, del encierro. El hacedor no es. No sólo eso, sino que hacer es movimiento en contra de la eseidad, en contra de aquello-que-es. Cualquier definición del sujeto es, por lo tanto, contradictoria o incluso violenta: el intento de inmovilizar aquello que es movimiento en contra de que se lo inmovilice. En los últimos años, la idea de que podemos comenzar a partir de la afirmación de que las personas son sujetos ha sido muy criticada, en especial por los teóricos asociados con el posmodernismo. La idea de persona como sujeto, se nos ha dicho, es una construcción histórica. Puede ser que sea así, pero nuestro punto de partida, el grito de total rechazo a aceptar la miseria de la sociedad capitalista, nos lleva inevitablemente a la noción de subjetividad. Negar la subjetividad humana es negar el grito o -lo que viene a ser lo mismo-, convertirlo en un grito de desesperanza. “¡Ja, ja!”, se burlan: “Gritas como si fuera posible cambiar la sociedad de manera radical. Pero no existe posibilidad de cambio radical, no existe salida”. Nuestro punto de partida vuelve imposible tal enfoque. El filo de nuestro “¡No!” es una espada que corta más de un nudo teórico.
El hacer es inherentemente social. Lo que hago siempre es parte de un flujo social del hacer en el que la condición previa de mi hacer es el hacer (o el haber hecho) de los otros, en el que el hacer de los otros proporciona los medios de mi hacer. El hacer es inherentemente plural, colectivo, coral, comunal. Esto no significa que todo hacer es (o incluso que debería ser) llevado adelante colectivamente. Más bien significa que es difícil concebir un hacer que no tenga como condición previa el hacer de los otros. Me siento frente a la computadora y escribo esto, aparentemente en un acto solitario individual, pero mi escribir es parte de un proceso social, es un plegarse de mi escribir con el escribir de otros (los mencionados en las notas y millones de otros) y también con el hacer de aquellos que diseñaron la computadora, los que la armaron, la empaquetaron, la transportaron, aquellos que instalaron la electricidad en la casa, aquellos que generaron la electricidad, aquellos que produjeron los alimentos que me dan la energía necesaria para escribir, y así sucesivamente. Existe una comunidad del hacer, una colectividad de hacedores, un flujo del hacer a través del tiempo y del espacio. El hacer pasado (el nuestro propio y el de los otros) se convierte en el presente en los medios del hacer. Cualquier acto, sin importar cuán individual parezca, es parte de un coro de haceres en el que toda la humanidad es el coro (aunque anárquico y discordante). Nuestros haceres están tan entrelazados que es imposible decir dónde termina uno y comienza el otro. Es claro que hay muchos haceres que a su vez no crean las condiciones para el hacer de otros, que no alimentan el flujo social del hacer corno un todo: es posible, por ejemplo, que nadie lea jamás lo que ahora estoy escribiendo. Sin embargo, porque un hacer no se vuelque en el flujo social del hacer no deja de ser social. Mi actividad es social aunque nadie lea esto: es importante no confundir social con funcional.
Hablar del flujo social del hacer no es negar la materialidad de lo hecho. Cuando hago una silla, esa silla existe materialmente. Cuando escribo un libro, el libro existe como objeto. Tiene una existencia independiente de la mía y hasta puede seguir existiendo cuando yo ya no exista. En este sentido podría decirse que hay una objetivación de mi hacer subjetivo, que lo hecho adquiere una existencia separada del hacer, que se abstrae a sí mismo del flujo del hacer. Sin embargo, esto es verdad sólo si se ve mi hacer corno un acto individual. Visto desde el flujo social del hacer, la objetivación de mi hacer subjetivo es, a lo sumo, efímera. La existencia de la silla corno silla depende de que alguien se siente en ella, reincorporándola en el flujo del hacer. La existencia del libro corno libro depende de que tú lo leas, del entrelazamiento de tu hacer (el leer) con mi hacer (el escribir) para reintegrar lo hecho (el libro) en el flujo social del hacer.
Cuando comprendemos el “nosotros gritamos” corno un “nosotros gritamos” material, corno un gritar-hacer, la nostredad (esa pregunta que resuena por las páginas de nuestro libro) cobra fuerza. El hacer, en otras palabras, es la constitución material del nosotros, el entrelazar consciente e inconsciente, planificado y sin planificar de nuestras vidas a lo largo del tiempo. Este entrelazamiento de nuestras vidas, este hacer colectivo, implica, si se reconoce el flujo colectivo del hacer, un reconocimiento mutuo de cada uno de los otros corno hacedor, corno sujeto activo. Nuestro hacer individual recibe su validación social a partir de su reconocimiento corno parte del flujo social.

III
Para comenzar a pensar en el poder y en cambiar el mundo sin tornar el poder (o, incluso, en otra cosa cualquiera), debemos partir desde el hacer. El hacer implica ser capaz de hacer. El grito no tiene significado sin el hacer y el hacer es inconcebible a menos que seamos capaces de hacer. Si se nos priva de nuestra capacidad de hacer o, más bien, si se nos priva de nuestra capacidad de proyectar-más-allá-y-hacer, de nuestra capacidad de hacer negativamente, extáticamente, entonces se nos priva de nuestra humanidad, nuestro hacer es reducido (y nosotros también) al nivel de una abeja. Si somos privados de nuestra capacidad-de-hacer, entonces nuestro grito se convierte en un grito de desesperanza.
El poder, en primer lugar, es simplemente eso: facultad , capacidad de hacer, la habilidad para hacer cosas. El hacer implica poder, poder-hacer. En este sentido, es común que utilicemos “poder” para referirnos a algo bueno: me siento poderoso, me siento bien. El pequeño tren protagonista del relato infantil42 que dice: “Pienso que puedo, pienso que puedo”, a medida que trata de alcanzar la cima de la montaña, tiene una creciente sensación de su propio poder. Vamos a una buena reunión política y nos marchamos con una sensación intensificada de nuestro poder. Leemos un buen libro y nos sentimos fortalecidos. El movimiento feminista ha dado a las mujeres mayor sensación de su propio poder. Poder, en este sentido, puede entenderse como “poder-para”, poder-hacer.
El poder-hacer, debemos volver a enfatizar, es siempre poder social, aunque puede no parecerlo. El relato del pequeño tren presenta el poderhacer como un asunto de determinación individual, pero de hecho éste nunca es el caso. Nuestro hacer es siempre parte del flujo social de hacer, aun cuando aparezca como un acto individual. Nuestra capacidad de hacer es siempre un entrelazamiento de nuestra actividad con la actividad anterior o actual de otros. Nuestra capacidad de hacer siempre es el resultado del hacer de los otros.
El poder-hacer, por lo tanto, nunca es individual: siempre es social. No se puede pensar que existe en un estado puro, inmaculado, porque su existencia siempre será parte de la manera en que se constituya la socialidad, de la manera en la que se organice el hacer. El hacer (y el poder-hacer) siempre es parte de un flujo social, pero ese flujo se constituye de distintas maneras.
Cuando el flujo social del hacer se fractura ese poder-hacer se transforma en su opuesto, en poder-sobre.
El flujo social se fractura cuando el hacer mismo se rompe. El hacercomo-proyección-más-allá se rompe cuando algunas personas se apropian de la proyección-más-allá del hacer (de la concepción) y comandan a otras para que ejecuten lo que ellas han concebido. El hacer se ha fragmentado en tanto el “poderoso” concibe pero no ejecuta, mientras que los otros ejecutan pero no conciben. El hacer se rompe en la medida en que los “poderosos” separan lo hecho respecto de los hacedores y se lo apropian. El flujo social se rompe en la medida en que los “poderosos” se presentan a sí mismos como los hacedores individuales mientras que el resto, simplemente, desaparece de la escena. Si pensamos en los hombres “poderosos” de la historia, en Julio César, Napoleón o Hitler, por ejemplo, entonces el poder aparece como el atributo de un individuo. Pero, por supuesto, el poder que tenían para hacer cosas no era la habilidad para hacerlas por sí mismos, sino para comandar a otros para hacer lo que ellos deseaban que hicieran. El “nosotros” del hacer aparece como un “yo” o como un “él” (más a menudo un “él” que un “ella”): César hizo esto, César hizo lo otro. El “nosotros” es ahora un “nosotros” antagónico, dividido entre los dominadores (los sujetos visibles) y los dominados (los sujetos invisibles desubjetivados). El poder-hacer ahora se convierte en podersobre, en una relación de poder sobre los otros. Estos otros carecen de poder (o aparentemente no lo tienen), estamos privados de nuestra capacidad para realizar nuestros propios proyectos, ya que pasamos nuestros días realizando los proyectos de aquellos que ejercen el podersobre.
Para la mayoría de nosotros, entonces, el poder se convierte en su opuesto. El poder no significa nuestra capacidad-de-hacer sino nuestra incapacidad de-hacer. No significa la afirmación de nuestra subjetividad sino su destrucción. La existencia de relaciones de poder no significa la capacidad de obtener algún bien futuro, sino lo contrario: la incapacidad de obtenerlo , la incapacidad de realizar nuestros propios proyectos, nuestros propios sueños. No se trata de que dejamos de proyectar, de que dejamos de soñar, sino de que a menos que los proyectos y los sueños se recorten para que coincidan con la “realidad” de las relaciones de poder (y habitualmente esto se logra, si es que es que se lo hace en alguna medida, por medio de la experiencia más amarga), se frustran. Para aquellos que no tienen los medios para comandar a los otros el poder es frustración. La existencia del poder hacer como poder-sobre significa que la inmensa mayoría de los hacedores son convertidos en objetos del hacer, su actividad se transforma en pasividad, su subjetividad en objetividad.
Mientras que el poder-hacer es un proceso de unir, el unir mi hacer con el hacer de los otros, el ejercicio del poder-sobre es separación. El ejercicio del poder-sobre separa la concepción de la ejecución, lo hecho del hacer, el hacer de una persona del de la otra, el sujeto del objeto. Aquellos que ejercen el poder-sobre son” separadores” que disocian lo hecho respecto del hacer y los hacedores respecto de los medios de hacer.
El poder-sobre es la ruptura del flujo social del hacer. Aquellos que ejercen el poder sobre la acción de los otros les niegan la subjetividad, niegan la parte que les corresponde en el flujo del hacer, los excluyen de la historia. El poder-sobre rompe el reconocimiento mutuo: aquellos sobre los que se ejerce el poder no son reconocidos (y los que ejercen el poder no son ser reconocidos por nadie a quien no reconozcan valor suficiente como para otorgar reconocimiento). Se priva al hacer de los hacedores de su validación social: nosotros y nuestro hacer nos volvemos invisibles. La historia se convierte en la historia de los poderosos, en la de aquellos que les dicen a los otros qué hacer. El flujo del hacer se convierte en un proceso antagónico en el que se niega el hacer de la mayoría, en el que algunos pocos se apropian del hacer de la mayoría. El flujo del hacer se convierte en un proceso fragmentado.
La ruptura del hacer siempre implica la fuerza física o su amenaza. Siempre existe la amenaza: “Trabaja para nosotros, de lo contrario morirás o sufrirás un castigo físico”. Si la dominación consiste en que al hacedor se le robe lo hecho, ese robo es, necesariamente, un robo a mano armada. Pero lo que hace posible el uso de la amenaza o de la fuerza física es su estabilización o institucionalización en diversas formas, hecho que es crucial entender para comprender la dinámica y la debilidad del poder-sobre.
En las sociedades precapitalistas, el poder-sobre se establece sobre la base de una relación personal entre el dominador y el dominado. En la sociedad esclavista, el ejercicio del poder-sobre se institucionaliza en torno a la idea de que algunas personas (aquellas a las que se les niega la calidad de tales) son propiedad de otras. En las sociedades feudales, la idea de que las personas se ordenan según una jerarquía de origen divino da forma al comando de unos sobre otros. La naturaleza personal de la relación de poder-sobre significa que el uso de la fuerza o su amenaza están siempre directamente presentes en la relación de dominación misma. El rechazo a trabajar siempre es un acto de rebelión personal contra el que lo posee a uno o contra el señor y ese poseedor o señor puede castigar ese acto de rebelión.
En la sociedad capitalista (que es la que más nos interesa dado que en ella vivimos y contra ella gritamos), la estabilización de la autoridad de algunas personas sobre otras en un “derecho” no se basa en la relación directa entre el dominador y el hacedor sino en la relación entre el dominador y lo hecho. En ella los hacedores han ganado la libertad personal respecto de los dominadores, pero todavía se encuentran en una posición de subordinación por la fractura del flujo colectivo del hacer. El capital se basa en el congelamiento del hacer pasado de las personas en propiedad. Dado que el hacer pasado es la condición previa del hacer presente, el congelamiento y la apropiación del hacer pasado separa la condición previa del hacer presente de aquel hacer, la constituye como un “medio de hacer” (más familiarmente conocido como un “medio de producción”) identificable. Así, los siervos y los esclavos liberados lo han sido en un mundo en el que la única manera en la que pueden tener acceso a los medios del hacer (y, por lo tanto, a los medios de vivir) es vendiendo su capacidad-de-hacer (su poder-hacer, transformado ahora en poder-para-trabajar o fuerza-detrabajo) a aquellos que “poseen” los medios para hacer. De ninguna manera su libertad los libera de que estén subordinados a las órdenes de los otros. Eso es el capital: la afirmación del comando de otros sobre la base de la “propiedad” de lo hecho y/ en consecuencia, de los medios de hacer, la condición previa del hacer de aquellos otros a los que se comanda. Toda sociedad de clases implica la separación de lo hecho (o de parte de lo hecho) respecto del hacer y de los hacedores, pero en el capitalismo esa separación se convierte en el único eje de dominación. Existe una rigidización peculiar de lo hecho, una separación peculiarmente radical de lo hecho respecto del hacer. Si, desde la perspectiva del flujo social del hacer, la objetivación de lo hecho es fugaz, es superada inmediatamente por medio de la incorporación de lo hecho en el flujo del hacer, el capitalismo depende de lograr que dicha objetivación sea duradera, de convertir lo hecho en un objeto, de convertirlo en una cosa aparte, en algo que puede definirse como propiedad. El capitalismo, así, implica una nueva definición de “sujeto” y de “objeto” en la que el objeto es separado duradera y rígidamente del hacer del sujeto.
Esto no significa que el capitalismo constituye al sujeto y al objeto. La subjetividad es inherente a la negatividad (el grito) y la negatividad es inherente a cualquier sociedad (ciertamente, a cualquiera en la que el hacer de unos esté subordinado a otros). Sin embargo, bajo el capitalismo la separación entre sujeto y objeto, entre hacedor y hecho, adquiere un nuevo significado, lo que conduce hacia una nueva definición y una nueva conciencia de subjetividad y objetividad, a una distancia y un antagonismo nuevos entre sujeto y objeto. AsÍ, en lugar de que el sujeto sea el producto de la modernidad, más bien la modernidad expresa la conciencia de la nueva separación entre sujeto y objeto que es inherente al hecho de centrar la dominación social en lo hecho.50
Otra manera de formular lo mismo es que existe una separación de la constitución del objeto respecto de su existencia. Lo hecho ahora existe en una autonomía duradera respecto del hacer que lo constituyó. Mientras que desde la perspectiva del flujo social del hacer la existencia de un objeto es meramente un momento fugaz en el flujo de la constitución subjetiva (o hacer), el capitalismo depende de la conversión de ese momento fugaz en una objetivación duradera. Pero, por supuesto, dicha autonomía duradera es una ilusión, una ilusión muy real. La separación de lo hecho respecto del hacer es una ilusión real, un proceso real en el que lo hecho, sin embargo, nunca deja de depender del hacer. Asimismo, la separación de la existencia respecto de la constitución es una ilusión real, un proceso real en el que la existencia nunca deja de depender de la constitución. La definición de lo hecho como propiedad privada es la negación de la socialidad del hacer, pero esto también es una ilusión real, un proceso real en el que la propiedad privada nunca deja de depender de la socialidad del hacer. La ruptura del hacer no significa que el hacer deja de ser social sino simplemente que se convierte en indirectamente social.
El capital no se basa en la propiedad de las personas sino en la propiedad de lo hecho y, sobre esta base, del repetido comprar el poder-hacer de las personas. Dado que no hay propiedad de las personas, ellas muy fácilmente pueden rechazar tener que trabajar para otros sin sufrir un castigo inmediato. El castigo proviene más bien del hecho de ser separadas de los medios de hacer (y de supervivencia). El uso de la fuerza no proviene entonces de la relación directa entre capitalista y trabajadora o trabajador. La fuerza, en primer lugar, no se centra en el hacedor sino en lo hecho: su centro es la protección de la propiedad, la protección de la propiedad de lo

consecuencias de sus propias teorías (lo que resulta muy explícito en el caso de Lukács). Véase el Prefacio de Lukács a la edición de 1967 de Historia y conciencia de clase (1985: xxiv y ss.).

50 Como dice Adorno (1993) la separación de sujeto y objeto es “al mismo tiempo real e ilusoria. Verdadera, porque en el reino cognitivo sirve para expresar la separación real, la dicotomía de la condición humana, un desarrollo coercitivo. Falsa, porque la separación resultante no debe ser hipostasiada ni transformada mágicamente en una invariante”. Citado por Jay (1988: 54).
hecho. No la ejerce el propietario individual de lo hecho porque eso sería incompatible con la naturaleza libre de la relación entre el capitalista y la trabajadora o el trabajador, sino una instancia separada responsable de proteger la propiedad de lo hecho: el Estado. La separación de lo económico y lo político (y la constitución de lo “económico” y lo “político” por esta separación) es, por lo tanto, central para el ejercicio de la dominación bajo el capitalismo. Si la dominación siempre es un proceso de robo a mano armada, lo peculiar del capitalismo es que la persona que tiene las armas está separada de aquella que comete el robo y simplemente supervisa que el robo se realice conforme a la ley. Sin esta separación, la propiedad de lo hecho (como opuesta a la posesión meramente temporal) y, por lo tanto, el capitalismo mismo, serían imposibles. Esto es importante para la discusión sobre el poder, porque la separación de lo económico y lo político hace aparecer a lo político como el reino del ejercicio del poder (dejando a lo económico como una esfera “natural” fuera de cuestionamiento), cuando de hecho el ejercicio del poder (la conversión del poder-hacer en poder-sobre) ya es inherente a la separación de lo hecho respecto del hacer y, por lo tanto, a la constitución misma de lo político y lo económico como distintas formas de relaciones sociales.
La conversión del poder-hacer en poder-sobre siempre implica la fractura del flujo del hacer, pero en el capitalismo, en grado mayor que en cualquier otra sociedad anterior, la fractura del flujo social del hacer es el principio sobre el cual se construye la sociedad. El que la propiedad de lo hecho sea el eje sobre el que descansa el derecho a comandar el hacer de los otros coloca a la ruptura del flujo del hacer en el centro de cada aspecto de las relaciones sociales.
La ruptura del flujo social del hacer es la ruptura de todo. De manera más obvia, la ruptura del hacer rompe el nosotros colectivo. La colectividad se divide en dos clases de personas: aquellas que, en virtud de su propiedad de los medios de hacer, comandan a otras a que hagan y aquellas que, en virtud de que están privadas del acceso a los medios de hacer, hacen lo que las otras les dicen que hagan. Esa proyección que distingue a las personas de las abejas ahora está monopolizada por la primera de las clases, la de los propietarios de los medios de hacer. En aquellos a los que se les dice qué hacer, la unidad de proyección-y-hacer, que distingue al peor de los arquitectos de la mejor de las abejas, está quebrada. En otras palabras, su humanidad está quebrada, negada.
Los capitalistas (o mejor dicho, no tanto los capitalistas sino la perversa relación del capital) se apropian de la subjetividad (unidad de proyectar-yhacer). Los hacedores, privados de la unidad de proyectar-hacer, pierden su subjetividad, quedan reducidos al nivel de las abejas. Se convierten en sujetos objetivados. Pierden también su colectividad, su nostredad: se nos fragmenta en una multitud de yoes, o, lo que es peor aún, en una multitud de yoes, de tú, de él, de ella y de ellos. Una vez que el flujo social de hacer se rompe, también se rompe la nostredad que teje.
La ruptura entre la proyección y el hacer es también una ruptura entre los hacedores y el hacer. Los no hacedores (los que comandan el hacer) prescriben el hacer de manera tal que, para aquellos que lo realizan, el hacer se convierte en un acto ajeno (impuesto externamente). Su hacer es transformado de activo en pasivo, en sufrido o ajeno. El hacer se convierte en trabajo enajenado.53 El hacer que no está comandado de manera directa por los otros se separa del hacer enajenado y se considera menos importante: “¿Y tú qué haces? Oh, yo no hago nada. Sólo soy un ama de casa”.
La separación entre hacedor y hacer, entre hacer y hecho, es acumulativa. El control que los capitalistas ejercen sobre lo hecho (y, por lo tanto, sobre los medios del hacer) crece y crece, se acumula y se acumula. El hecho de que el dominio capitalista se centre en lo hecho en lugar de centrarse en los hacedores significa que es ilimitadamente voraz, en una forma en que no lo es la dominación centrada en el hacedor (como en el esclavismo o el feudalismo). “¡Acumulad! ¡Acumulad! ¡He ahí a Moisés y los profetas!”.54 El impulso sin fin a incrementar la acumulación cuantitativa de lo hecho (trabajo enajenado muerto, capital) hace que el propietario de lo hecho imponga un ritmo cada vez más veloz del hacer y una apropiación siempre más desesperada del producto del hacer. Lo hecho domina cada vez más al hacer y al hacedor.
La cristalización de lo que-ha-sido-hecho en una “cosa” despedaza el flujo del hacer en un millón de fragmentos. La coseidad niega la primacía del hacer (y, por lo tanto, de la humanidad). Cuando utilizamos una computadora, pensamos en ella como en una cosa, no como en la unión de

53
Utilizo el término “trabajo enajenado” para hacer referencia al hacer enajenado. (I use the term
“labour” to refer to alienated doing). [N. del T: En español resulta difícil conservar en el único término “trabajo” los matices que se expresan, en inglés, en los distintos términos work y labour. El término labour, según el Oxford English Dictionary, implica una idea de esfuerzo (mental y físico) que no está presente en el término work. Tal idea de esfuerzo se profundiza en otros términos de uso menos común (travail, toil, drudgery). (O. Neff, Walter: El trabajo, el hombre y la sociedad, Buenos Aires, Paidós, 1972, pág. 98 Y ss.). En español, el término “labor” se asocia a labores de cosido o bordado (labores blancas), labores domésticas, labores propias del género, etc. (Cf. Moliner, María: Diccionarios de uso del español, Madrid, Gredas, eds. varias). Para conservar el sentido otorgado por el autor, utilizaremos “trabajo” para work y “trabajo enajenado” para labour]

54 Marx (1990: 735).
nuestra escritura con el flujo del hacer que la ha creado:.. La coseidad es una amnesia cristalizada. Se olvida el hacer que creó la cosa (no sólo ese hacer específico, sino el flujo total del hacer del que esa cosa es parte). La cosa ahora se yergue allí por sí misma como una mercancía a ser vendida, con su propio valor. El valor de la mercancía es la declaración de su autonomía respecto del hacer. Se olvida el hacer que la creó, se fuerza a permanecer encubierto el flujo colectivo del hacer del cual es parte, se lo convierte en una corriente subterránea. El valor adquiere vida por sí mismo. El rompimiento del flujo del hacer se lleva hasta sus últimas consecuencias. El hacer es empujado bajo la superficie y, con él, también los hacedores. Pero hay algo más: la fragmentación en la que se basa el poder-sobre también hace a un lado a aquellos que ejercen dicho poder. En la sociedad capitalista el sujeto no es el capitalista. No es el capitalista el que toma las decisiones, el que da forma a lo que se hace. El sujeto es el valor. El sujeto es el capital, el valor acumulado. Aquello que el capitalista “posee”, el capital, ha hecho a un lado a los capitalistas. Ellos son capitalistas sólo en la medida en que son sirvientes fieles del capital. La importancia misma de la propiedad se pierde en el trasfondo. El capital adquiere dinámica por sí mismo y los miembros dirigentes de la sociedad son, simplemente, sus sirvientes más leales, sus cortesanos más serviles. La ruptura del flujo del hacer se lleva hasta sus más absurdas consecuencias. El poder-sobre se separa del poderoso. El hacer se niega y la negación cristalizada del hacer, el valor, domina el mundo.
En lugar de que sea el hacer lo que entrelaza nuestras vidas, ahora es su negación, el valor en la forma de su equivalente universal y visible, el dinero, lo que las entrelaza, o más bien, lo que separa nuestras vidas en partes y las vuelve a unir en un todo resquebrajado.

IV
El poder-hacer es inherentemente social y es transformado en su opuesto, poder-sobre, por la forma de su socialidad. Nuestra capacidad de hacer es inevitablemente parte del flujo social del hacer, aunque la fractura de este flujo subordina esta capacidad a fuerzas que no controlamos.
El hacer, entonces, existe antagónicamente, corno un hacer que se vuelve contra sí mismo, corno un hacer dominado por lo hecho, corno un hacer enajenado respecto del hacedor. La existencia antagónica del hacer puede formularse de diversas maneras: corno un antagonismo entre el poder-hacer y el poder-sobre, entre el hacer y el trabajo enajenado, entre lo hecho y el capital, entre la utilidad (el valor de uso) y el valor, entre el flujo social del hacer y la fragmentación. En cada caso existe un antagonismo binario entre el primero y el último componente de cada formulación, pero este antagonismo no es externo. En cada caso, el primero existe corno el último: el último es el modo de existencia o la forma del primero. En cada caso, el último niega al primero, de manera tal que el primero existe en el modo de la negación. En cada caso el contenido (el primero), es dominado por su forma, pero existe en una tensión antagónica con ella. Esta dominación de la forma sobre el contenido (del trabajo enajenado sobre el hacer, del capital sobre lo hecho y así sucesivamente) es la fuente de esos horrores contra los que gritamos.
Pero ¿qué estado tiene lo que existe en la forma de ser negado? ¿Existe en realidad? ¿Dónde se encuentra el poder-hacer? ¿Dónde se encuentra el hacer que no está enajenado? ¿Dónde se encuentra el flujo social del hacer? ¿Tienen algún tipo de existencia separada de las formas en las que existen actualmente? ¿No será que no son más que meras ideas o ecos románticos de una Edad de Oro imaginaria? Ciertamente no pensamos en ellos corno quien propone el regreso a una edad pasada: si es que alguna vez hubo una edad dorada del hacer libre (un comunismo primitivo) realmente ahora no nos importa. No apuntan hacia el pasado sino hacia un futuro posible: un futuro cuya posibilidad depende de su existencia real en el presente. Lo que existe en la forma de ser negado existe, por lo tanto e inevitablemente, en la rebelión contra su negación. No existe un hacer no enajenado en el pasado, tampoco puede existir, a la manera hippie, en un idilio presente: sin embargo, existe, de manera crítica, corno antagonismo presente con su negación, corno una proyección-más-allá-de-su-negación-hacia-un-mundodiferente presente, corno un todavía-no existente en el presente. Lo que existe en la forma de ser negado es la substancia de lo extático, la materialidad del grito, la verdad que nos permite hablar del mundo que existe diciendo que es falso.
Pero hay más que eso. El poder-hacer existe en la forma de poder-sobre, en la forma, por lo tanto, de ser negado. No sólo existe corno rebelión en contra de su negación, existe también corno sustrato material de la negación. La negación no puede existir sin lo negado. Lo hecho depende del hacer.59 El propietario de lo hecho depende del hacedor. No importa cuánto lo hecho niegue la existencia del hacer, corno en el caso del valor o del capital, no existe manera en la que lo hecho pueda existir sin el hacer. No importa cuánto lo hecho domine el hacer, depende absolutamente de ese hacer para su existencia. Los dominadores, en otras palabras, siempre dependen de aquellos a los que dominan. El capital depende absolutamente del trabajo enajenado que lo crea (y, por lo tanto, de la transformación previa del hacer en trabajo enajenado). Lo que existe depende para su existencia de lo que existe sólo bajo la forma de su negación. Ésta es la debilidad de cualquier sistema de dominio y la clave para comprender su dinámica. Ésta es la base de la esperanza.
“Poder”, entonces, es un término confuso que oculta un antagonismo (y lo hace de manera tal que refleja el poder del poderoso). Se lo utiliza en dos sentidos muy diferentes: como poder-hacer y como poder-sobre. En inglés, este problema a veces se resuelve tomando términos de otros idiomas y planteando una distinción entre potentia (poder-hacer) y potestas (podersobre).
Sin embargo, si se plantea la distinción en estos términos, puede pensarse que solamente se señala una mera diferencia cuando lo que está en cuestión es un antagonismo o, más bien, una metamorfosis antagónica. El poderhacer existe como poder-sobre, pero el poder-hacer está sujeto a y en rebelión contra el poder-sobre, y el poder-sobre no es nada más que la metamorfosis del poder-hacer y, por lo tanto, absolutamente dependiente de él.
La lucha del grito es la lucha para liberar el poder-hacer del poder-sobre, la lucha para liberar el hacer del trabajo enajenado, para liberar la subjetividad de su objetivación. En esta lucha es crucial ver que no se trata de un asunto de poder contra poder, de semejante contra semejante. No es una lucha simétrica. La lucha para liberar el poder-hacer del poder-sobre es la lucha por la reafirmación del flujo social del hacer, contra su fragmentación y negación. De un lado se encuentra la lucha para volver a entrelazar nuestras vidas sobre la base del reconocimiento mutuo de nuestra participación en el flujo colectivo del hacer; del otro, está el intento de imponer la fragmentación en tal flujo una y otra vez, de imponer la negación de nuestro hacer. Desde la perspectiva del grito, el aforismo leninista de que el poder es asunto de saber quién pega a quién resulta absolutamente falso, y también lo es la afirmación maoísta de que el poder proviene del cañón de un fusil: el poder-sobre proviene del cañón de un fusil, el poder-hacer no. La lucha por liberar el poder-hacer no es la lucha para construir un contra-poder, sino más bien un anti-poder, algo completamente diferente del poder-sobre. Los conceptos de revolución que se concentran en tomar el poder habitualmente se centran en la noción de contra-poder. La estrategia consiste en construir un contra-poder, un poder que pueda oponerse al poder dominante. A menudo el movimiento revolucionario se ha construido como una imagen especular del poder, ejército contra ejército, partido contra partido, con el resultado de que el poder se reproduce dentro de la revolución misma. El anti-poder entonces, no es un contra-poder sino algo mucho más radical: es la disolución del poder-sobre, la emancipación del poder-hacer. Éste es el gran, absurdo e inevitable desafío del sueño comunista: crear una sociedad libre de relaciones de poder por medio de la disolución del poder-sobre. Este proyecto es mucho más radical que cualquier idea de revolución basada en la conquista del poder y, al mismo tiempo, mucho más realista.
El anti-poder se opone fundamentalmente al poder-sobre no sólo en el sentido de que es un proyecto radicalmente diferente/ sino también porque existe en constante conflicto con el poder-sobre. El intento de ejercer el poder-hacer de una manera que no implique el ejercicio del poder sobre los otros inevitablemente entra en conflicto con el poder-sobre. Potentia no es una alternativa a potestas que, sencillamente, puede coexistir de manera pacífica con ella. Podría parecer que simplemente podemos cultivar nuestro propio jardín, crear nuestro propio mundo de relaciones amorosas, rechazar el ensuciarnos las manos con la inmundicia del poder, pero esto es una ilusión. No existe la inocencia y esta verdad adquiere creciente intensidad. El ejercicio de un poder-hacer que no se centre en la creación de valor sólo puede existir en antagonismo con el poder-sobre, como lucha. Esto no se debe al carácter del poder-hacer (que no es inherentemente antagónico) sino a la naturaleza voraz, al “hambre canina” del poder-sobre. El poderhacer, si no se sumerge en el poder-sobre, puede existir, abierta o latentemente, sólo como poder-contra o anti-poder.
Es importante enfatizar el antagonismo del poder-hacer en el capitalismo, porque la mayor parte de las discusiones de la corriente principal de la teoría social pasa por alto la naturaleza antagónica del desarrollo del propio potencial. Pasa por alto la naturaleza antagónica del poder y supone que la sociedad capitalista proporciona la oportunidad para desarrollar al máximo el potencial humano (el poder-hacer). El dinero, cuando se le otorga alguna relevancia (aunque, sorprendentemente, no se lo suele mencionar en las discusiones sobre el poder, presumiblemente sobre la base de que el dinero es tema de la economía y el poder lo es de la sociología), en general es visto en términos de desigualdad (acceso desigual a los recursos, por ejemplo) en lugar de en términos de comando. El poder-hacer, se supone, ya está emancipado.
Lo mismo puede decirse con respecto a la subjetividad. El hecho de que el poder-hacer pueda existir solamente como antagonismo con el poder-sobre (como anti-poder) significa por supuesto que, bajo el capitalismo, la subjetividad sólo puede existir de manera antagónica, en oposición a su propia objetivación. Tratar al sujeto como ya emancipado, como hace la mayor parte de las corrientes teóricas principales, es confirmar la objetivación presente del sujeto como subjetividad, como libertad. Muchos de los ataques que los estructuralistas o los posmodernos realizan contra la subjetividad pueden entenderse, quizás, en este sentido, como a taques a una idea falsa de una subjetividad emancipada (y por lo tanto autónoma y coherente). Defender aquí la inevitabilidad de tomar a la subjetividad como nuestro punto de partida no es abogar por una subjetividad coherente o autónoma. Por el contrario, el hecho de que la subjetividad pueda existir sólo en antagonismo con su propia objetivación significa que es despedazada por esa objetivación y su lucha contra ella.
Este libro contiene un análisis del absurdo y sombrío mundo del anti-poder. Es sombrío y absurdo simplemente porque en el mundo de la ciencia social ortodoxa (la sociología, la ciencia política, la economía y otras), el poder es un supuesto tan fuerte que no permite ver ninguna otra cosa. En la ciencia social que busca explicar el mundo como es, mostrar cómo funciona, el poder es la piedra fundamental de todas las categorías de manera tal que, a pesar de (e incluso a causa de) su proclamada neutralidad, esta ciencia social participa activamente de la separación entre sujeto y objeto que es la substancia del poder. A nosotros, el poder nos interesa sólo en la medida en que nos ayuda a comprender el desafío del anti-poder: estudiar el poder por sí mismo, abstrayéndolo del desafío que implica el anti-poder y de su proyecto, no puede hacer más que reproducir el poder.

V

Hemos presentado el tema del poder en términos de un antagonismo binario entre el hacer y lo hecho en el cual lo hecho, en la forma del capital (aparentemente controlado por, pero de hecho en control de los capitalistas), subordina todo el hacer de manera cada vez más voraz, con el único propósito de su propia expansión.
Pero ¿no es esto demasiado simple? ¿No es mucho más compleja que esto la cuestión del poder? ¿Qué sucede con la manera en la que los doctores tratan a sus pacientes, los maestros a sus estudiantes, los padres a sus hijos? ¿Qué sucede con el trato que los blancos dan a los negros? ¿Y qué con la subordinación de las mujeres a los hombres? ¿No es demasiado simplista, demasiado reduccionista decir que el poder es capital y que el capital es poder? ¿No existen distintos tipos de poder?
Foucault, en particular, sostiene que es un error pensar en el poder en términos de un antagonismo binario, que debemos pensar en él más bien en términos de una “multiplicidad de relaciones de fuerza”. A la multiplicidad de relaciones de poder corresponde entonces una multiplicidad de resistencias que “están presentes en todas partes dentro de la red de poder. Respecto del poder no existe, pues, un lugar del gran Rechazo: alma de la revuelta, foco de todas las rebeliones, ley pura del revolucionario. Pero hay varias resistencias que constituyen excepciones, casos especiales: posibles, necesarias, improbables, espontáneas, salvajes, solitarias, concertadas, rastreras, violentas, irreconciliables, rápidas para la transacción, interesadas o sacrificiales; por definición, no pueden existir sino en el campo estratégico de las relaciones de poder”.64
En términos de nuestro grito, esto sugeriría una multiplicidad sin fin de gritos. Y efectivamente es así: gritamos de diferentes maneras y por distintas razones. Desde el comienzo de nuestro argumento se ha enfatizado que la nostredad del “nosotros gritamos” es una pregunta central en este libro, no una simple afirmación de identidad. ¿Por qué, entonces, insistir en la naturaleza binaria de un avasallante antagonismo entre el hacer y lo hecho? No puede ser cuestión de una defensa abstracta de un enfoque marxista (lo que carecería de sentido). Tampoco es, en ningún sentido, la intención de imponer una única identidad o unidad sobre la manifiesta multiplicidad de la resistencia, la intención de subordinar toda la variedad de resistencias a la unidad a priori de la Clase Trabajadora. Tampoco puede tener que ver con enfatizar el papel empírico de la clase trabajadora y su importancia por sobre” otras formas de lucha”.
A fin de explicar nuestra insistencia en la naturaleza binaria del antagonismo de poder (o, dicho en términos más tradicionales, nuestra insistencia en un análisis en términos de clase), es necesario volver sobre nuestros pasos. El punto de partida de nuestro argumento aquí no es la necesidad de comprender la sociedad o de explicar cómo funciona. Nuestro punto de partida es mucho más penetrante: el grito, el impulso de cambiar la sociedad de manera radical. Es desde esta perspectiva que nos preguntamos cómo funciona la sociedad. Este punto de partida nos condujo a poner la pregunta por el hacer en el centro de nuestra discusión y esto, a su vez, nos condujo al antagonismo entre el hacer y lo hecho.
Obviamente, otras perspectivas son posibles. Es más común comenzar de manera positiva, con la pregunta acerca de cómo funciona la sociedad. Tal perspectiva no necesariamente conduce a centrarse en el hacer y en la manera en la que se lo organiza. En el caso de Foucault, conduce más bien a centrarse en el hablar, en el lenguaje. Este enfoque ciertamente le permite dilucidar la enorme riqueza y complejidad de las relaciones de poder en la sociedad contemporánea y, lo que es más importante desde nuestra perspectiva, la riqueza y complejidad de la resistencia al poder. Sin embargo, es la riqueza y la complejidad propias de una fotografía fija o de una pintura. En la sociedad que Foucault analiza no hay movimiento: cambia de una fotografía fija a otra, pero no hay movimiento. No lo puede haber, a menos que el foco esté puesto en el hacer y en su existencia antagónica. Así, en el análisis de Foucault existe una inmensa multitud de resistencias que son esenciales al poder, pero no existe posibilidad de emancipación. La única posibilidad es una cambiante constelación de poder-y-resistencia sin fin.
El argumento de este capítulo nos ha conducido a dos resultados importantes y es necesario que los reiteremos. En primer lugar, centrarse en el hacer ha conducido a una comprensión de la vulnerabilidad del podersobre. Lo hecho depende del hacedor, el capital depende del trabajo enajenado. Éste es el rayo de luz esencial, el destello de esperanza, el punto crítico en el argumento. La comprensión de que el poderoso depende del “despojado de poder” transforma el grito de un grito de furia en un grito de esperanza, en un grito confiado de anti-poder. Esta comprensión nos lleva más allá de una perspectiva meramente democrático-radical, de una lucha sin fin contra el poder, hacia una posición en la que podemos plantear el tema de la vulnerabilidad del capital y el de la posibilidad real de la transformación social. Desde esta perspectiva, entonces, lo que debemos preguntar acerca de cualquier teoría no es cuánto ilumina el presente, sino cuanta luz arroja sobre la vulnerabilidad del dominio. No queremos una teoría de la dominación sino una teoría de la vulnerabilidad de la dominación, de la crisis de la dominación, como una expresión de nuestro (anti) poder. El énfasis en la comprensión del poder en términos de una “multiplicidad de relaciones de fuerza” no nos proporciona una base para plantearnos esta pregunta. Antes bien, por el contrario, tiende a excluir la pregunta, porque mientras en el enfoque de Foucault (por lo menos en sus últimos trabajos) la resistencia sea central, la noción de emancipación se excluye por absurda porque presupone, tal como correctamente señala este autor, el supuesto de una unidad en las relaciones de poder.
Así, preguntar por la vulnerabilidad del poder exige dos pasos: en primer lugar, la apertura de la categoría de poder para revelar su carácter contradictorio, el que describimos aquí en términos del antagonismo entre poder-hacer y poder-sobre; y, en segundo lugar, la comprensión de esta relación antagónica como una relación interna. El poder-hacer existe como poder-sobre: el poder-sobre es la forma del poder-hacer, una forma que niega su substancia. El poder-sobre sólo puede existir como poder-hacer transformado. El capital sólo puede existir como el producto del hacer transformado (trabajo enajenado). Ésta es la clave de su debilidad. El tema de la forma, tan central en la discusión del capitalismo de Marx, es crucial para una comprensión de la vulnerabilidad de la dominación. La distinción que plantea Negri (y que desarrolla de manera tan brillante) entre poder constituyente y poder constituido, da el primero de estos dos pasos y abre la comprensión de la naturaleza auto-antagónica del poder como una condición previa para hablar de la transformación revolucionaria. Sin embargo, la relación entre poder constituyente y poder constituido sigue siendo externa. La constitución (la transformación del poder constituyente en poder constituido) se ve como una reacción al poder constituyente democrático de la multitud. Esto, sin embargo, no nos dice nada acerca de la vulnerabilidad del proceso de constitución. Haciendo frente al podersobre (poder constituido) nos dice de la ubicuidad y fuerza de la lucha absoluta de la multitud, pero no nos dice nada del nexo crucial de dependencia del poder sobre (poder constituido) respecto del poder-hacer (poder constituyente). En este sentido, a pesar de toda la fuerza y brillantez de su explicación, Negri permanece en el ámbito de la teoría democráticoradical.
Este énfasis en la perspectiva del grito, ¿nos conduce entonces a un empobrecimiento de la visión de la sociedad? El argumento presentado más arriba parece sugerir que la perspectiva del grito conduce a una visión binaria del antagonismo entre hacer y hecho y que, en tal perspectiva, no hay espacio para la “multiplicidad de fuerzas” que Foucault considera esencial para la discusión del poder. Sugeriría un resquebrajamiento entre la perspectiva negativa o revolucionaria y la comprensión de la indudable riqueza y complejidad de la sociedad. Éste sin duda sería el caso (y constituiría un problema importante para nuestro argumento) si no hubiera un segundo resultado de nuestra discusión anterior: que la relación antagónica entre el hacer y lo hecho y, específica mente, la fractura radical del flujo del hacer inherente a que el poder-sobre existe como posesión de lo hecho, significa una múltiple fragmentación del hacer (y de las relaciones sociales). En otras palabras, la comprensión misma de las relaciones sociales como estando caracterizadas por un antagonismo binario entre el hacer y lo hecho significa que este antagonismo existe en la forma de una multiplicidad de antagonismos, que existe una gran heterogeneidad del conflicto. Existe, en verdad, un millón de formas de resistencia, un mundo de antagonismos inmensamente complejo. Reducirlas a una unidad empírica de conflicto entre capital y trabajo, defender una hegemonía de la lucha de la clase trabajadora comprendida empíricamente, o sostener que esas resistencias que aparentemente no son de clase deben ser subsumidas en la lucha de clase, sería una violencia absurda. El argumento aquí es exactamente el contrario: el hecho de que la sociedad capitalista esté caracterizada por un antagonismo binario entre el hacer y lo hecho significa que este antagonismo existe como una multiplicidad de antagonismos. La naturaleza binaria del poder (como antagonismo entre poder-hacer y poder-sobre) significa que el poder aparece como una “multiplicidad de fuerzas”. En lugar de comenzar con la multiplicidad, necesitamos hacerlo con la multiplicación anterior que da salida a esta multiplicidad. En lugar de comenzar con múltiples identidades (mujeres, blancos, homosexuales, vascos, irlandeses, etc.), necesitamos comenzar desde el proceso de identificación que las genera. En esta perspectiva, un aspecto de los enormemente estimulantes escritos de Foucault es precisamente que, sin presentado en esos términos, él enriquece enormemente nuestra compresión de la fragmentación del flujo del hacer, nuestra comprensión histórica de lo que caracterizaremos en el próximo capítulo como el proceso de fetichización.
Necesitamos considerar un último punto antes de pasar a la discusión en tomo al fetichismo. Una parte importante del argumento de Foucault es que el poder no debería verse en términos puramente negativos, que también debemos entender cómo el poder constituye la realidad y nos constituye a nosotros. Esto claramente es así: no somos concebidos ni nacemos en un vacío libre de poder, sino en una sociedad atravesada por el poder: somos productos de tal sociedad. Sin embargo, Foucault no logra abrir la categoría de poder, no logra apuntar al antagonismo fundamental que lo caracteriza. Así podemos decir, por ejemplo, que somos productos del capital, o que cada cosa que consumimos es una mercancía. Claramente esto es así, pero es engañoso. Sólo cuando abrimos esas categorías, cuando decimos, por ejemplo, que la mercancía se caracteriza por un antagonismo entre valor y valor de uso (utilidad), que el valor de uso existe en la forma de valor y en rebelión en contra de esa forma, que el desarrollo completo de nuestro potencial humano presupone nuestra participación en esta rebelión, y así sucesivamente: es sólo entonces que podemos hacer que tenga sentido la afirmación de que todo lo que consumimos es una mercancía. Lo mismo sucede con el poder: sólo cuando abrimos la categoría poder y vemos el poder-sobre como la forma antagónica del poder-hacer, tiene sentido decir que el poder nos constituye. El poder que nos constituye es un antagonismo, un antagonismo del cual somos parte de manera profunda e inevitable.

Capítulo 4 Fetichismo: el dilema trágico

I
En el último capítulo sostuvimos que la transformación del poder-hacer en poder-sobre se centra en la ruptura del flujo social del hacer. En el capitalismo, lo hecho es separado del hacer y se vuelve contra él. Esta separación de lo hecho respecto del hacer es el núcleo de una fractura múltiple de todos los aspectos de la vida.
Sin dar nombres, ya hemos entrado en la discusión del fetichismo. “Fetichismo” es el término que utiliza Marx para describir la ruptura del hacer. El fetichismo es el núcleo de la discusión de Marx sobre el poder y es central para cualquier discusión que se sostenga respecto de cambiar el mundo. Es el concepto central del argumento de este libro.
Fetichismo es una categoría que no se adecua fácilmente al discurso académico normal. En parte por esa razón, aquellos que fuerzan el marxismo a entrar dentro de los moldes de las diferentes disciplinas académicas la han descuidado. Aunque es una categoría central en El capital de Marx, aquellos que se ven a sí mismos como economistas marxistas la ignoran casi por completo. De la misma manera la pasan por alto los que se ocupan de las ciencias políticas y los sociólogos marxistas, quienes habitualmente prefieren comenzar por la categoría de clase y adaptada a los marcos de sus disciplinas. El fetichismo, cuando se lo discute, a menudo se lo considera como propio del reino de la filosofía o de la crítica cultural. Relegado y clasificado de esta manera, el concepto pierde su fuerza explosiva.
La fuerza del concepto reside en que se refiere a un horror insostenible: la auto-negación del hacer.

II

El joven Marx no analiza la auto-negación del hacer en términos de fetichismo sino en términos de “enajenación” o “extrañamiento”. Enajenación, término ahora a menudo utilizado para describir un malestar social general, se refiere en la discusión de Marx a la ruptura del hacer característica de la organización capitalista de la producción.
En su estudio sobre el “trabajo enajenado” de los Manuscritos de economía y filosofía de 1844, Marx comienza a partir del proceso de producción, sosteniendo que en el capitalismo la producción no es sólo producción de un objeto sino producción de un objeto que es extraño al productor: “La enajenación del trabajador en su producto significa no solamente que su trabajo se convierte en un objeto, en una existencia exterior, sino que existe fuera de él, independientemente, extraño, que se convierte en un poder independiente frente a él; que la vida que ha prestado al objeto se le enfrenta como cosa extraña y hostil”.
La separación del hacedor respecto de lo hecho es, inevitablemente, la separación del hacedor respecto de sí mismo. La producción de un objeto extraño es inevitablemente un proceso activo de auto-extrañamiento. “¿Cómo podría el trabajador enfrentarse con el producto de su actividad como con algo extraño si en el acto mismo de la producción no se hiciese ya ajeno a sí mismo? […] si el producto del trabajo es la enajenación, la producción misma ha de ser la enajenación activa, la enajenación de la actividad; la actividad de la enajenación”.72 La alienación del hombre respecto de su propia actividad es auto-enajenación: es el trabajador mismo el que produce activamente su propia enajenación.
La ruptura del hacedor respecto de lo hecho es la negación del poder-hacer del hacedor. El hacedor se convierte en víctima. La actividad se convierte en pasividad, el hacer en sufrir. El hacer se vuelve contra el hacedor. “Esta relación es la relación del trabajador con su propia actividad, como una actividad extraña, que no le pertenece, el hacer como padecer, la fuerza como impotencia, la generación como castración, la propia energía física y espiritual del trabajador, su vida personal (pues qué es la vida sino actividad) como una actividad que no le pertenece, independiente de él, dirigida contra él”.
La alienación es la producción de seres humanos dañados, privados de su humanidad: “Por esto el trabajo enajenado, al arrancar al hombre el objeto de su producción, le arranca su vida genérica, su real objetividad genérica, y transforma su ventaja respecto del animal en desventaja, pues se ve privado de su cuerpo inorgánico, de la naturaleza”. Este “arrancar al hombre el objeto de su producción” lo enajena de su humanidad colectiva, de su “vida genérica”: “El trabajo enajenado […] hace del ser genérico del hombre […] un ser ajeno a él, un medio de existencia individual”. Esto implica la fragmentación del sujeto colectivo humano, “la enajenación del hombre respecto del hombre”. El reconocimiento mutuo se rompe, no sólo entre el dominador y el dominado sino entre los trabajadores mismos. “Lo que es válido respecto de la relación del hombre con su trabajo, con el producto de su trabajo y consigo mismo, vale también para la relación del hombre con el otro y con el trabajo y el producto del trabajo del otro. En general, la afirmación de que el hombre está enajenado de su ser genérico quiere decir que un hombre está enajenado del otro, como cada uno de ellos está enajenado de la esencia humana”. El término “vida genérica” o “ser genérico” se refiere, sin duda, al flujo social del hacer, al entrelazamiento material de un “nosotros” mutuamente reconocedor.
Este extrañamiento del hombre respecto del hombre no es sólo un extrañamiento entre trabajadores sino que es también la producción del no trabajador, del patrón. “Si el producto del trabajo no pertenece al trabajador, si es frente a él un poder extraño, esto sólo es posible porque pertenece a otro hombre que no es el trabajador”.78 El trabajo enajenado es la producción activa de la dominación, la conversión activa del poderhacer en poder-sobre. “De la misma manera que hace de su propia producción su desrealización, su castigo; de su propio producto su pérdida, un producto que no le pertenece, y así también crea el dominio de quien no produce sobre la producción y el producto. Al enajenarse de su propia actividad posesiona al extraño de la actividad que le es no propia”.79
AsÍ, la idea de enajenación se refiere a la ruptura del flujo social del hacer, al volverse del hacer contra sí mismo. No es el resultado del destino o de la intervención divina: el hacer humano es el único sujeto, lo único que constituye el poder. Somos los únicos dioses, los únicos creadores. Nuestro problema, como creadores, es que estamos creando nuestra propia destrucción. Creamos la negación de nuestra propia creación. El hacer se niega a sí mismo. La actividad se convierte en pasividad, el hacer deviene no-hacer, deviene ser. La alienación señala tanto nuestra deshumanización como el hecho de que somos nosotros quienes la producimos. Pero, ¿cómo es posible que personas mutiladas, deshumanizadas, enajenadas puedan crear una sociedad liberada, humana? La alienación señala tanto la urgencia como, aparentemente, la imposibilidad del cambio revolucionario.

III

La ruptura entre el hacer y lo hecho se introduce exactamente al comienzo de El capital. Repitiendo las palabras de los Manuscritos de 1844 (”La enajenación del trabajador en su producto significa […] que […] existe juera de él, independientemente, extraño, que se convierte en un poder independiente frente a él”), Marx comienza el segundo párrafo de El capital diciendo: “La mercancía es, en primer lugar, un objeto exterior”. La mercancía es un objeto producido por nosotros, pero situado fuera de nosotros. La mercancía toma vida por sí misma, vida en la que ” se extingue su origen social por el trabajo humano. Es un producto que niega su propio carácter de producto, algo hecho que niega su propia relación con el hacer.
La mercancía es el punto de fractura del flujo social del hacer. Como producto producido para el intercambio, está en el centro de la desarticulación del hacer social. Es, por supuesto, el producto del hacer social, pero el hecho de que se lo produzca para el intercambio en el mercado quiebra el flujo social del hacer, hace que la cosa se mantenga separada del hacer del cual es tanto producto como condición previa. Se mantiene por sí misma para ser vendida en el mercado, se olvida el trabajo que la produjo. El trabajo que la produce es social (trabajo para los otros), pero lo es indirectamente, es trabajo para otros que existe en la forma de trabajo para uno mismo. El carácter social del hacer se quiebra y, con ello, se quiebra también el proceso de reconocimiento mutuo y de validación social. El reconocimiento mutuo se separa de los productores y se transfiere a sus productos: lo que se reconoce socialmente, en el proceso de intercambio, es el producto. El reconocimiento del hacer se expresa como el valor del producto. Ahora es la medida cuantitativa, dineraria del valor (el precio) lo que proporciona validación social al hacer de las personas. Es el dinero el que te dice si lo que haces es socialmente útil.
La mercancía, entonces, no es una cosa cuyo valor pueda tomarse por cómo se muestra. El análisis nos permite distinguir el trabajo que la ha producido y verlo como la sustancia de su valor, pero esto nos conduce hacia una pregunta mucho mayor: ¿por qué se niega el hacer que produce la mercancía? “La economía política ha analizado, aunque de manera incompleta, el valor y la magnitud del valor, y ha descubierto el contenido oculto de esas formas. Sólo que nunca llegó siquiera a plantear la pregunta de por qué ese contenido adopta dicha forma; de por qué, pues, el trabajo se representa en valor, de a qué se debe que la medida del trabajo conforme a su duración se represente en la magnitud de valor alcanzada por el producto del trabajo”.81
El capital es el estudio de la auto-negación del hacer. A partir de la mercancía Marx se desplaza hacia el valor, el dinero, el capital, la ganancia, la renta, el interés (formas cada vez más opacas de la ocultación del hacer, formas cada vez más sofisticadas de la supresión del poderhacer). El hacer (la actividad humana) desaparece cada vez más de lo visible. Las cosas dominan. En este mundo en el que las cosas dominan lo original de la creatividad humana se pierde de vista, en este “mundo encantado, invertido y puesto de cabeza” se vuelve posible hablar de las “leyes del desarrollo capitalista”. Sobre la base de la crítica de esta locura se vuelve posible criticar las categorías de los economistas políticos, la racionalidad y las leyes del análisis que realizan de un mundo irracional y pervertido.
El núcleo de todo esto es la separación de lo hecho respecto del hacer. Esta separación es inherente a la mercancía y recibe su forma completamente desarrollada en el capital, en la apropiación de lo hecho por parte de los propietarios de lo hecho pretérito (y, por lo tanto, de los medios del hacer), en la acumulación de lo hecho sobre lo hecho, en la acumulación del capital. “¡Acumulad! ¡Acumulad! ¡He ahí a Moisés y los profetas!”. La acumulación es, simplemente, el proceso voraz y sin descanso de separar lo hecho respecto del hacer, de volver lo hecho (como medios del hacer) contra los hacedores a fin de sujetar su hacer presente al único fin de mayor acumulación. Este proceso siempre renovado proporciona una forma específica al hacer (como trabajo abstracto, trabajo abstraído de cualquier contenido particular, producción de valor, producción de plusvalía), y a lo hecho (como valor, como mercancía, como dinero, como capital): aspectos todos de la ruptura siempre repetida del flujo social del hacer.
Marx se refiere en El capital a este proceso de ruptura no como alienación, sino como “fetichismo”. En su análisis del fetichismo al final del capítulo 1 del primer volumen explica: “De ahí que para hallar una analogía pertinente debamos buscar amparo en las neblinosas comarcas del mundo religioso. En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres”. La mercancía es “un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas”.84 El carácter “místico de las mercancías”, dice Marx, no proviene de su valor de uso sino de la forma misma de la mercancía, esto es, del hecho de que el producto del trabajo enajenado adopta la forma de una mercancía. “La igualdad de los trabajos humanos adopta la forma material de la igual objetividad de valor de los productos del trabajo; la medida del gasto de fuerza de trabajo humano por su duración, cobra la forma de la magnitud del valor que alcanzan los productos del trabajo; por último, las relaciones entre los productores, en las cuales se hacen efectivas las determinaciones sociales de sus trabajos, revisten la forma de una relación social entre los productos del trabajo. Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los objetos existente al margen de los productores”.
Así como Marx ha insistido en entender la auto-enajenación como el producto del trabajo auto-enajenado, así también enfatiza que el carácter peculiar de las mercancías tiene su origen en la “peculiar Índole social del trabajo que produce mercancías”. La producción de mercancía es trabajo indirectamente social: a pesar de que los productos son producidos para uso social, la forma de producción es privada. “Como los productores no entran en contacto social hasta que intercambian los productos de su trabajo, los atributos específicamente sociales de esos trabajos privados no se manifiestan sino en el marco de dicho intercambio. O en otras palabras: de hecho, los trabajos privados no alcanzan realidad como partes del trabajo social en su conjunto, sino por medio de las relaciones que el intercambio establece entre los productos del trabajo y, a través de los mismos, entre los productores. A estos, por ende, las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les ponen de manifiesto como lo que son, vale decir, no como relaciones directamente sociales trabadas entre las personas mismas, en sus trabajos, sino por el contrario como relaciones propias de cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas”. Las relaciones sociales no aparecen meramente como relaciones entre cosas: más bien, esta apariencia refleja la fractura real entre el hacer y lo hecho, la ruptura real de la socialidad del hacer. Las relaciones entre los hacedores realmente son refractadas por medio de las relaciones entre cosas (entre los resultados del hacer que niegan su origen en la socialidad del hacer). Estas cosas son formas fetichizadas de las relaciones entre los productores y, como tales, niegan su carácter de relaciones sociales. Las mercancías, el valor, el dinero velan “en vez de revelar, el carácter social de los trabajos privados, y por lo tanto las relaciones sociales ente los trabajadores individuales”.
El pensamiento burgués consolida la fractura de las relaciones sociales, tomando estas formas fetichizadas como su base en lugar de criticadas. “Formas semejantes constituyen precisamente las categorías de la economía burguesa. Se trata de formas del pensar socialmente válidas, y por tanto objetivas, para las relaciones de producción que caracterizan ese modo de producción social, históricamente determinado: la producción de mercancías”. No existe, entonces, distinción clara entre pensamiento y realidad, entre teoría y práctica. La teoría es un elemento de la práctica, que contribuye activamente a la producción y reproducción de la separación del hacer respecto de lo hecho.
El punto de partida para nuestro pensamiento es el mundo fetichizado que nos enfrenta. Nacemos en un mundo en el que la comunidad del hacer está fracturada. La separación del hacer respecto de lo hecho impregna por completo nuestra relación con el mundo y con aquellos que nos rodean. Nuestra visión del mundo está ya pre-formada antes de que comencemos a reflexionar críticamente. El poder-sobre, la separación del hacer y de lo hecho inherente a la producción para el mercado, se presenta aquí a sí mismo de modo impersonal. Marx introduce el fetichismo en el contexto de la producción e intercambio de mercancías. Esta no es, sin embargo, una fase pre-capitalista porque la generalización de la producción de mercancías presupone la existencia de la fuerza de trabajo como mercancía, es decir, la existencia de una sociedad capitalista. El fetichismo de la mercancía es, por consiguiente, la penetración del poder sobre capitalista en el núcleo de nuestro ser, en todos nuestros modos de pensar, en todas nuestras relaciones con las otras personas.
Enfrentados al mundo fetichizado, lo único que podemos hacer es criticarlo. El valor, por ejemplo, “no lleva escrito en la frente lo que es. Por el contrario, transforma todo producto del trabajo en un jeroglífico social. Más adelante, los hombres procuran descifrar el sentido del jeroglífico, desentrañar el misterio de su propio producto social, ya que la determinación de los objetos para el uso como valores es producto social suyo a igual título que el lenguaje”. “La reflexión en torno a las formas de la vida humana, y por consiguiente el análisis científico de las mismas, toma un camino opuesto al seguido por el desarrollo real. Comienza post festum [después de los acontecimientos] y, por ende, disponiendo ya de los resultados últimos del proceso de desarrollo”.
El pensamiento burgués, en el mejor de los casos, ha conseguido descifrar algunos de los jeroglíficos sociales. “La economía política ha analizado, aunque de manera incompleta, el valor y la magnitud de valor y ha descubierto el contenido oculto en esas formas”. Existe, sin embargo, un límite para la crítica burguesa. La separación entre sujeto y objeto, entre el hacer y lo hecho, implica inevitablemente una hipostatización del presente, una fijación del presente. En la medida en que no se cuestiona la separación entre sujeto y objeto, en la medida en que no se ve la forma capitalista de la organización social como transitoria, la crítica es, inevitablemente, ciega para la historicidad del fenómeno criticado. La ruptura de la socialidad del hacer se supone natural, eterna. En otras palabras, el pensamiento burgués (fetichizado) es ciego para la cuestión de la forma. La pregunta por la forma (valor, dinero o capital como formas de las relaciones sociales), surge solamente si uno es consciente de la historicidad de las relaciones sociales burguesas, es decir, del hecho de que el capitalismo es una forma histórica particular de organizar las relaciones entre las personas. “Si [lo] tomamos por la forma natural eterna de la producción social pasaremos también por alto necesariamente lo que hay de específico en la forma de valor, y por lo tanto en la forma de la mercancía, desarrollada luego en la forma de dinero, la de capital, etcétera”. En consecuencia, la crítica burguesa no ve la génesis del fenómeno criticado, no se pregunta por qué las relaciones sociales existen bajo esas formas.
La categoría de forma es central en la discusión que Marx desarrolla en El capital. Se refiere allí a la “forma-dinero”, a la “forma-mercancía”, a la “forma-capital”, etcétera. Éstas no deben entenderse como si fueran parte de una distinción entre género y especie (el dinero como “forma” o “especie” de alguna otra cosa), sino simplemente como un modo de existencia. El dinero, la mercancía, el capital, son modos de existencia de las relaciones sociales, las formas en las que las relaciones sociales de hecho existen.95 Son los modos de existencia cristalizados o rigidizados de las relaciones entre las personas. “Forma”, entonces, es el eco del grito, un mensaje de esperanza. Gritamos contra las cosas tal como son: sí, llega el eco, pero las cosas-como-son no son eternas, sólo son las formas históricamente cristalizadas de relaciones sociales. “A formas que llevan escrita en la frente su pertenencia a una formación social donde el proceso de producción domina al hombre, en vez de dominar el hombre a ese proceso, la conciencia burguesa de esa economía las tiene por una necesidad natural tan manifiestamente evidente como el trabajo productivo mismo”. Pero para nosotros que gritamos no son ni autoevidentes ni eternas.
Debería resultar claro el papel central que el concepto de fetichismo juega en la teoría revolucionaria. Es a un mismo tiempo una crítica de la sociedad burguesa, una crítica de la teoría burguesa, y una explicación de la estabilidad de la sociedad burguesa. Señala al mismo tiempo la deshumanización de las personas, nuestra propia complicidad en la reproducción del poder y la dificultad (o aparente imposibilidad) de la revolución.
El concepto de fetichismo es central para la crítica que realiza Marx a la sociedad capitalista. El tema de la deshumanización está constantemente presente en la discusión de Marx tanto en El capital como en otros escritos. En el capitalismo existe una inversión de la relación entre las personas y las cosas, entre el sujeto y el objeto. Hay una objetivación del sujeto y una subjetivación del objeto: las cosas (el dinero, el capital, las máquinas) se convierten en sujetos de la sociedad, las personas (los trabajadores) se convierten en objetos. Las relaciones sociales no son sólo en forma aparente sino realmente relaciones entre cosas (entre el dinero y el Estado, entre tu dinero y el mío), mientras que se priva a los seres humanos de su socialidad, se los transforma en “individuos”, el complemento necesario del intercambio de mercancías. (”Para que esta enajenación sea recíproca, los hombres no necesitan más que enfrentarse implícitamente como propietarios privados de esas cosas enajenables, enfrentándose, precisamente por eso, como personas independientes entre sí.” ). En el extenso y detallado análisis de las condiciones en la fábrica y del proceso de explotación, el énfasis está constantemente puesto en la inversión de sujeto y objeto: “un rasgo común de toda la producción capitalista, en tanto no se trata sólo de proceso de trabajo, sino a la vez de proceso de valorización del capital, es que no es el obrero quien emplea a la condición de trabajo, sino, a la inversa, la condición de trabajo al obrero. Pero sólo con la maquinaria ese trastrocamiento adquiere una realidad técnicamente tangible”,99 Marx condena al capitalismo no sólo por la miseria que provoca sino sobre todo por la inversión de cosas y personas: en otras palabras, por la fetichización de las relaciones sociales.
Ligada de manera inextricable a la condena a la inversión de sujeto y objeto en la sociedad burguesa, se encuentra la crítica de la teoría burguesa que toma esta inversión como un hecho dado, que basa sus categorías en las formas fetichizadas de las relaciones sociales: el Estado, el dinero, el capital, el individuo, la ganancia, el salario, la renta, etcétera. Estas categorías se derivan de la superficie de la sociedad, la esfera de la circulación, en la que se pierde completamente de vista la subjetividad del sujeto como productor y lo único que puede verse es la interacción entre las cosas y de los individuos portadores de aquellas cosas. Es aquí, en el lugar en el que la subjetividad se pierde de vista, donde brota la teoría liberal. Esta esfera de la circulación es “un verdadero Edén de los derechos humanos innatos. Lo que allí imperaba era la libertad, la igualdad, la propiedad y Bentham”. Los tres volúmenes de El capital están dedicados a una crítica de la economía política, es decir, a mostrar cómo las concepciones de la economía política surgen de las apariencias fetichizadas de las relaciones sociales. La economía política (y la teoría burguesa en general) toman por dadas las formas en las que existen las relaciones sociales (forma-mercancía, forma-valor, forma-dinero, forma-capital, etc.). En otras palabras, la teoría burguesa es ciega para la pregunta de la forma: las mercancías y el dinero (y las otras) ni siquiera son pensadas como formas o modos de existencia de relaciones sociales. La teoría burguesa es ciega para la naturaleza transitoria de las formas actuales de las relaciones sociales, toma como dada la inalterabilidad básica de las relaciones sociales capitalistas.
El pensamiento burgués, sin embargo, no es sólo el pensamiento de la burguesía o de los defensores activos del capitalismo. Tiene que ver, más bien, con las formas de pensamiento generadas por la relación fracturada entre el hacer y lo hecho (entre sujeto y objeto) en la sociedad capitalista. Reviste una importancia crucial ver que la crítica de la teoría burguesa no es sólo una crítica a ellos. Es también, y quizás sobre todo, una crítica a nosotras, a la naturaleza burguesa de nuestras propias suposiciones y categorías o, más concretamente, una crítica a nuestra propia complicidad en la reproducción de las relaciones de poder capitalistas. La crítica del pensamiento burgués es la crítica a la separación entre sujeto y objeto en nuestro propio pensamiento.
El fetichismo, tan elaborado en el trabajo de los economistas políticos y de otros teóricos burgueses, es igualmente la base de las concepciones del “sentido común” cotidiano en la sociedad capitalista. La suposición de la permanencia del capitalismo se construye así en el pensamiento y en la práctica cotidiana de las personas en esta sociedad. La apariencia y la existencia real de las relaciones sociales como relaciones fragmentadas entre cosas ocultan tanto el antagonismo básico de aquellas relaciones como la posibilidad de cambiar el mundo. El concepto de fetichismo (mejor que cualquier teoría de la “ideología” o la “hegemonía”) provee de este modo las bases para una respuesta a la antigua pregunta: “¿Por qué las personas aceptan la miseria, la violencia y la explotación del capitalismo?”. Al apuntar al modo en que las personas no sólo aceptan las miserias del capitalismo sino que también participan activamente en su reproducción, el concepto de fetichismo también destaca la dificultad o la aparente imposibilidad de la revolución contra el capitalismo. El fetichismo es el problema teórico central que enfrenta cualquier teoría de la revolución. El pensamiento y la práctica revolucionarios son necesariamente antifetichistas. Cualquier pensamiento o práctica que apunte a la emancipación de la humanidad respecto de la deshumanización del capitalismo se dirige necesariamente contra el fetichismo.

IV

El dilema trágico del cambio revolucionario, el hecho de que su urgencia y su aparente imposibilidad sean dos caras del mismo proceso, se intensifica en la medida en que el fetichismo en las relaciones sociales se vuelve más incisivo y más penetrante.
La separación entre el hacer y lo hecho, entre sujeto y objeto, resulta claro a partir de la explicación de Marx en El capital: va más allá del inmediato “separar al hombre del objeto de su producción” que realiza la clase explotadora. No se trata sólo de que el capitalista separe de la trabajadora o del trabajador el objeto que han producido. El hecho de que la socialidad del hacer” esté mediada (fragmentada y vuelta a unir resquebrajada) por el mercado (la venta y compra de mercancías) significa que la ruptura entre el hacer y lo hecho no se limita de ninguna manera al proceso inmediato de explotación, sino que se extiende a toda la sociedad. Aunque en El capital Marx se concentra en la crítica de la economía política, no existe ninguna razón para pensar que el fetichismo se extiende sólo a la esfera analizada por la economía política. La consecuencia del análisis de Marx es más bien que el fetichismo impregna toda la sociedad, que todo el capitalismo es “mundo encantado, invertido y puesto de cabeza” , y que la subjetivación del objeto y la objetivación del sujeto es característica de cada aspecto de la vida. “La separación -dice Marx- es el verdadero proceso de generación del capital”.102
El tema del carácter totalmente penetrante del fetichismo es retornado por varios autores que trabajan dentro de la tradición marxista. Cuanto más se desarrolla el argumento, más intenso se vuelve el trágico dilema de la revolución. Cuanto más urgente se muestra el cambio revolucionario, más imposible parece. En términos de reificación , racionalidad instrumental , unidimensionalidad , identidad y disciplina , los diferentes autores han enfatizado la penetración del poder en cada esfera de nuestra existencia, el creciente cierre de la existencia bajo el capitalismo.
Sus trabajos llevan hasta un agudísimo nivel la intensidad del dilema revolucionario.
Más que intentar dar cuenta de las contribuciones realizadas por los diferentes teóricos, intentaremos, a partir de sus trabajos, desarrollar algunos de los puntos tratados en el capítulo anterior. Esto exige volver nuevamente sobre el argumento.
El punto de partida es la separación del hacer y de lo hecho.
Esto implica una separación antagónica entre los hacedores y los que se apropian de lo hecho. Los que se apropian de lo hecho (los dueños del capital) utilizan su control de lo hecho, que son los medios del hacer, para conseguir que los hacedores trabajen para ellos a fin de incrementar lo hecho de lo cual se apropian. Los capitalistas, en otras palabras, explotan a los trabajadores: les pagan lo que necesitan para sobrevivir (el valor de su fuerza de trabajo) y se apropian del plusvalor que producen (la plusvalía). La separación entre el hacer y lo hecho implica un análisis dual de clase, un antagonismo entre el capital y la clase trabajadora. Esto es de importancia fundamental y debe considerarse que el argumento que sigue no se aleja en nada de esta posición.
Dentro de la tradición marxista y socialista a menudo este antagonismo de clase se entiende como una relación externa. Se supone que el antagonismo entre la clase trabajadora y el capital es un antagonismo externo que deja a ambos lados intactos en sus aspectos esenciales. Los lados del antagonismo son, entonces, uno bueno (la clase trabajadora) y uno malo (la clase capitalista). Dentro de tal perspectiva, uno podría suponer que el tema de la revolución sería simple, que se trata principalmente de un tema práctico de organización. ¿Por qué, entonces, no ha habido una revolución comunista exitosa? Habitualmente, las respuestas se dan en términos de ideología, hegemonía o falsa conciencia. La clase trabajadora no se rebela porque está imbuida de la ideología del mercado; en una sociedad de clases, las ideas de la clase dominante son hegemónicas; la conciencia de la clase trabajadora es una falsa conciencia. En cada caso, el tema de la ideología, de la hegemonía o de la falsa conciencia se separa del tema de la separación entre el hacer y lo hecho: se ve a la esfera de la ideología como algo separado de lo “económico”. El énfasis puesto en la falta de comprensión de la clase trabajadora está habitualmente (¿inevitablemente?) acompañado de la suposición de que la clase trabajadora es un ellos. “Ellos” tienen ideas equivocadas, por lo tanto nuestro papel (el de nosotros, los que tenemos las ideas correctas) es iluminarlos, aportarles la conciencia verdadera. Los problemas políticos inherentes a este enfoque deberían ser obvios.
Un segundo problema con tal enfoque es, simplemente, que resulta incapaz de dar cuenta de la complejidad del mundo. Las líneas se trazan muy rudamente, la complejidad de las conexiones sociales está en corto circuito, de manera tal que el marxismo pierde su poder de convicción. Esto ha resultado particularmente obvio en las discusiones sobre las cambiantes formas de conflicto social de los últimos años (por ejemplo, conflicto en torno a temas de género o de medio ambiente). Ha habido una tendencia a forzar a tales luchas a entrar en un molde previamente concebido de lucha de clase o a hablar de ellas en términos de “luchas no-clasistas”. En este último caso, el concepto de lucha no clasista está acompañado ya sea por la idea de que la importancia de la lucha de clase está disminuyendo o por la de que, a pesar de todo, el conflicto fundamental entre capital y trabajo todavía sigue siendo la forma más importante de conflicto. La comprensión del conflicto entre trabajo y capital como un conflicto externo que deja a ambos lados esencialmente incólumes conduce a la concepción del antagonismo como algo inmediato, algo en lo que ambos ladas están inmediata y empíricamente presentes. Y entonces vienen los problemas: dónde estaba la clase trabajadora en la lucha contra la guerra de Vietnam o contra las armas nucleares, dónde está la clase trabajadora en apoyo del levantamiento zapatista, cómo podemos hablar de revolución de la clase trabajadora cuando está en declive numéricamente, etcétera. Todas estas preguntas pueden responderse, por supuesto, pero la evidencia acumulada de una separación entre “la clase trabajadora” como un grupo identificable empíricamente y las formas más impresionantes de rebelión ha conducido progresivamente a minar la idea de que debería comprenderse el capitalismo en términos de antagonismo de clase.
El argumento aquí es que resulta fundamental comprender el capitalismo en términos de clase, pero que no puede entenderse el antagonismo de clase como una relación externa y que tampoco debe entenderse la clase de esta manera inmediata. La separación entre el hacer y lo hecho, como ya hemos comenzado a ver en el capítulo anterior y en la primera sección de éste, no es sólo un simple antagonismo entre los hacedores y los que se apropian de lo hecho. El poder-sobre capitalista, la separación entre el hacer y lo hecho, es como una de esas morbosas balas modernas que no simplemente atraviesan la carne de la víctima sino que explotan dentro de ella en miles de diferentes fragmentos. O, si queremos hacer una comparación menos horrorosa, el poder capitalista es como un cohete que sube rápidamente hacia el cielo y que explota en una multitud de llamas de colores. Centrarse en las llamas o en los fragmentos de la bala sin ver la trayectoria del cohete o del proyectil es lo que hace buena parte de la teoría posmoderna (o, en efecto, la teoría burguesa en general) . Por otro lado, centrarse sólo en el movimiento primario de la bala o del cohete y tratar a las llamas y a los fragmentos como algo externo (como lucha no-clasista) es una concepción burda que no ayuda políticamente y que no convence teóricamente.
El concepto de fetichismo se refiere a la explosión de poder dentro de nosotras y de nosotros, no como algo que es distinto de la separación entre el hacer y lo hecho (como sucede con los conceptos “ideología” y “hegemonía”), sino como algo esencial a dicha separación. Ésta no sólo separa a los capitalistas de las trabajadoras y los trabajadores, sino que explota en nuestro interior, dando forma a cada aspecto de lo que hacemos y pensamos, transformando cada aliento de nuestras vidas en un momento de la lucha de clase. El por qué la revolución no se ha producido no es un problema de ellos sino el problema de un nosotros fragmentado.
Vivimos, entonces, en un “mundo encantado, pervertido y puesto de cabeza” en el que las relaciones entre personas existen en la forma de relaciones entre cosas. Las relaciones sociales están “cosificadas” o “reificadas”. Lukács utiliza el término “reificación” en Historia y conciencia de clase, publicado en 1923. Tal como el término reificación sugiere, Lukács insiste en la relevancia que tiene en cada aspecto de la vida social. La reificación no se asocia sólo con el proceso de trabajo inmediato, ni con algo que afecta sólo a los “trabajadores”. “El destino del trabajador se convierte entonces en el destino universal de la sociedad entera”.111 “La transformación de la relación mercantil en una cosa de ‘fantasmal objetividad’ […] imprime su estructura a toda la conciencia del hombre […]. Y, como es natural, no hay ninguna forma de relaciones entre los hombres, ninguna posibilidad humana de dar vigencia a las ‘propiedades’ psíquicas y físicas, que no quede crecientemente sometida a esa forma de objetividad”.112

V

La separación del hacer respecto de lo hecho (y su subordinación a lo hecho) establece el reino de la eseidad o de la identidad. La identidad es, quizás, la expresión más concentrada (y la más desafiante) del fetichismo o reificación. La ruptura del flujo del hacer priva al hacer de su movimiento. El hacer presente se subordina a lo hecho pasado. El trabajo vivo se subordina al trabajo muerto. El hacer se congela a mitad camino, se transforma en ser. La bella, inmovilizada por el hechizo de la bruja, al perder su movimiento pierde su belleza: “bella durmiente” es una expresión contradictoria. El congelamiento no es absoluto (no más de lo que la ruptura del hacer es absoluta). No se trata de que todo se mantiene inmóvil, sino de que todo se encierra en una continuidad perpetua, todo se repite, todo se desplaza sobre rieles.
Si se mira el mundo desde el punto de vista del hacer, es claramente imposible decir “el mundo es”, “las cosas son” o “yo soy”. Desde la perspectiva del hacer es claro que todo es movimiento: el mundo es y no es, las cosas son y no son, yo soy y no soy. Si pensamos en términos del hacer, la contradicción inherente a estas afirmaciones no presenta problema: en el hacer voy más allá de mí mismo, el mundo se mueve más allá de sí mismo, etcétera. El cambio en mí, que implica mi hacer, significa que soy y no soy. Pero una vez que el hacer está quebrado, una vez que el hacer se subordina a lo hecho, el movimiento se interrumpe y la afirmación de que yo soy y no soy parece incoherente. Una vez que se rompe el hacer, ya no prevalece el hacer ni la contradicción. La identidad domina, la contradicción se aplasta. El mundo es, así son las cosas: si decimos” el mundo es y no es, así son y no son las cosas”, estas afirmaciones parecen carecer de sentido, parecen ilógicas.
La identidad implica la homogeneización del tiempo. Cuando el flujo del hacer se rompe y se sujeta el hacer a lo hecho y a su acumulación cuantitativa, se fuerza a entrar el hacer dentro de ciertos carriles, se lo contiene dentro de ciertos parámetros. El hacer se reduce al trabajo enajenado, limitado al hacer-en-servicio-de-la-expansión-del-capital. Esto no sólo limita el contenido del hacer sino que le impone un cierto ritmo (que crece cada vez más). El trabajo enajenado, como hacer que se ha transformado, se mide cuantitativamente: es el trabajo de cierta cantidad de horas, es trabajo que produce algo que puede ser vendido por un precio, es trabajo que produce valor, trabajo que es recompensado cuantitativa mente en dinero por un salario. El hacer de las personas se convierte en un tren que se mueve cada vez más rápido, pero sobre rieles preestablecidos. “Con ello el tiempo pierde su carácter cualitativo, mutable, fluyente; cristaliza en un continuo lleno de ‘ cosas’ exactamente delimitadas, cuantitativamente medibles […] y que es él mismo exactamente delimitado y cuantitativamente medible: un espacio.” El tiempo se convierte en el tiempo del reloj, en el tiempo tic-tac, en el que un tic es exactamente igual que otro: un tiempo que se mueve pero que permanece tiempo inmóvil, rutinario. La variada intensidad del tiempo vivido, del tiempo de la pasión, de la felicidad y del dolor se subordina al tic-tac del reloj. El tiempo homogéneo tiene como eje el presente. No se trata de que el pasado y el futuro se nieguen completamente sino de que el pasado, y en especial el futuro, están subordinados al presente: el pasado se entiende como la prehistoria del presente y el futuro se concibe como su extensión previsible. El tiempo es visto como un movimiento lineal entre el pasado y el futuro. Las posibilidades radicalmente alternativas para el futuro se dejan de lado como si fueran una ficción. Se suprime todo lo que yace, yacía o podría yacer por fuera de los carriles del tiempo marcado por el reloj. Las luchas pasadas que apuntaban hacia algo radicalmente diferente del presente son olvidadas. “Toda cosificación es un olvido”, como afirman Horkheimer y Adorno. El dominio de la identidad es el dominio de la amnesia. La memoria , y con ella la esperanza, están subordinadas al inflexible movimiento del reloj que no va hacia ningún lado. “Sólo con el abandono del concepto estático y cerrado de ser surge la verdadera dimensión de la esperanza”.
El dominio de la identidad implica ciertas jerarquías lingüísticas. Implica, por ejemplo, el dominio de un verbo, “es”, sobre todos los demás. En un mundo definido, los otros verbos se desactivan: su fuerza la limita aquello que es. El hacer es un hacer que no sólo está limitado por, sino impregnado de, lo que es: nuestra actividad cotidiana está forzada por e impregnada de lo que es.119 Dicho de otro modo, la eseidad implica el dominio de los sustantivos sobre los verbos. Aquello que es se cristaliza, se consolida, se rigidiza en sustantivos: en los sustantivos se suprime o se contiene el movimiento. Así como el tiempo se convierte en el tiempo del reloj, el movimiento se convierte en movimiento del reloj, en el movimiento de un objeto sin sujeto, en un movimiento que se convierte en una cosa, en un movimiento antes que en un mover.
La separación del hacer respecto de lo hecho es la separación de la constitución o la génesis respecto de la existencia. Lo hecho es separado del hacer que lo hizo. Adquiere una existencia separada distinta del hacer que lo constituyó. Hago una silla. Desde la perspectiva del flujo social del hacer, existe una objetivación efímera de la silla: se la integra inmediatamente por medio de su uso (por medio del hacer) al flujo colectivo (si no se la utiliza, deja de ser una silla desde la perspectiva del hacer). Pero en el capitalismo la objetivación es más que algo efímero. La silla que he hecho existe ahora como la propiedad de mi empleador. Es una mercancía que puede ser vendida. Su existencia está completamente separada de su constitución. Efectivamente, su constitución o génesis (el hacer que la hizo) es negado por su existencia como mercancía: se lo olvida, es algo totalmente indiferente a la existencia de la silla. El comprador utiliza la silla y en ese sentido la reincorpora en el hacer, pero el flujo está (real y aparentemente) roto: no existe en absoluto relación directa entre el hacer del usuario y el hacer del hacedor. La existencia adquiere duración. El tiempo de existencia de la silla es un tiempo de duración: la silla ahora es, su no-eseidad se olvida totalmente. La constitución y la existencia están separadas. Lo constituido niega el constituir; lo hecho, el hacer; el objeto, el sujeto. El objeto constituido adquiere una identidad durable, se convierte en una estructura aparentemente autónoma. Esta separación (tanto real como aparente) es crucial para la estabilidad del capitalismo. La afirmación que dice no así son las cosas” presupone esa separación. La separación entre constitución y existencia es el cierre de las alternativas radicales.

VI

La separación del hacer respecto de lo hecho y la transformación del hacer en ser (identidad) que esto implica es el núcleo no sólo de la rigidización del tiempo sino también de la separación de cada aspecto de las relaciones sociales. Si el flujo social del hacer es lo que entrelaza las vidas de las personas, si es la formación material de un “nosotros”, entonces la fractura del hacer colectivo que implica el capitalismo separa el entrelazamiento, separa los lazos individuales de la madeja. Si el flujo del hacer implica comunidad, una comunidad a través del tiempo y del espacio, entonces la ruptura de tal flujo desmembra toda posibilidad de comunidad.
La ruptura del flujo colectivo del hacer trae aparejada la individualización de los hacedores. Para que el intercambio de mercancías tenga lugar, tanto las mercancías como los productores deben ser abstraídos de la colectividad del hacer. “Para que esta enajenación [de mercancías] sea recíproca, los hombres no necesitan más que enfrentarse implícitamente como propietarios privados de esas cosas enajenables, enfrentándose, precisamente por eso, como personas independientes entre sí. Tal relación de ajenidad recíproca, sin embargo, no existe para los miembros ‘de una entidad comunitaria de origen natural”.121 El punto de partida para el pensamiento no es la persona-como-parte-de-la-comunidad, sino el individuo como una persona con su propia identidad distintiva. La comunidad puede, desde ese momento, ser imaginada sólo como el agregado de individuos discretos, como la unión de seres en lugar del flujo de haceres.
El individuo se separa de la colectividad. Tal como afirma el joven Marx, es separado de su ser genérico o vida genérica. En la idea burguesa de ciencia, es decir, en la idea de ciencia que supone que la sociedad capitalista es permanente, este distanciamiento del individuo respecto de la comunidad se considera una virtud. Cuanto más separado esté el científico de la comunidad que está estudiando, tanto mejor. El científico ideal sería un observador ubicado en la luna, desde donde sería capaz de analizar la sociedad con verdadera objetividad. La colectividad y la sociedad se convierten en un objeto separado del sujeto por la mayor distancia posible. Según esta manera de pensar, ciencia y objetividad se consideran sinónimos. Estudiar algo científicamente es estudiado de manera objetiva o, si esto no fuera posible, entonces el científico debe hacer lo que mejor pueda para acercarse a la objetividad, para mantener una distancia respecto del objeto de estudio. Aquí la objetividad significa suprimir todo lo posible nuestra propia subjetividad: se considera, por definición, que un juicio subjetivo es acientífico. De este modo, la idea de lo científico se basa en una falsedad obvia, a saber, en la idea de que es posible expresar un pensamiento que excluya al pensador. (Esto no quiere decir, por supuesto, que un juicio explícitamente subjetivo sea por eso necesariamente correcto o científico).
La identidad implica, así, un discurso en tercera persona. Para escribir científicamente sobre las cosas, lo hacemos en tercera persona, en términos de esto o ellos: los partidos políticos son tal y cual cosa; el marxismo es de tal modo y de tal otro; Gran Bretaña es esto o aquello. El discurso en primera persona (estoy aburrido de los partidos políticos; queremos una vida mejor; y sobre todo: gritamos) se considera acientífico. La investigación o la teoría es, por tanto, la investigación de algo o sobre algo, como cuando afirmamos que la teoría social es el estudio de la sociedad, que ése es un libro sobre marxismo, que hoy vamos a aprender algo sobre México en el siglo XIX. En cada caso, la preposición de o sobre marca una separación o una distancia entre el estudiante o el teórico y el objeto de estudio. El “conocimiento acerca de” es simplemente la otra cara del poder-sobre. Los mejores estudiantes o los mejores teóricos de la sociedad son aquellos que pueden observada como si permanecieran fuera de ella, como si estuvieran mirando la vida humana desde la luna (los estudiantes que encuentran difícil esta pretensión frecuentemente tienen problemas para lograr que su trabajo obtenga reconocimiento, aun cuando, debemos insistir, esto no significa que la primera persona del discurso sea por ello correcta). La teoría, entonces, es lo que la palabra “teoría” sugiere: una visión o contemplación de un objeto externo. El sujeto está presente, pero como un observador, como un sujeto pasivo en lugar de activo, como un sujeto de-subjetivado, en resumen como un sujeto objetivado. Si escribimos sobre “esto”, entonces el único modo en el cual podemos aparecer científicamente es como observador (voyeur). En consecuencia, precisamente porque se considera que la teoría existe separada del teórico, se la ve como algo que puede ser” aplicado” al mundo.
La tercera persona de la que hablamos es una tercera persona del presente del indicativo. Para el pensamiento que toma como su base la identidad lo importante son las cosas como son, no las cosas como podrían ser o como deseamos que fueran. No hay espacio para ‘el subjuntivo en el discurso científico del pensamiento identitario. Si nosotros estamos excluidos, entonces nuestros sueños, nuestros deseos y nuestros miedos también lo están. El modo subjuntivo, el modo de las incertidumbres, las inquietudes, las ansiedades, los anhelos, las posibilidades, el modo del todavía-no no tiene lugar en el mundo de la objetividad. El lenguaje del mundo del “asíson-las-cosas” está firmemente en modo indicativo.
La ruptura del flujo social del hacer implica, entonces, que yo (no ya un nosotros vago) como un científico social me abstraigo de mis sentimientos y de mi posición en la sociedad e intento comprenderla tal como es. La sociedad se presenta a sí misma ante mí como una masa de particulares, como una multitud de fenómenos discretos. Yo procedo tratando de definir el fenómeno particular que quiero estudiar y luego buscando la conexión entre esos fenómenos definidos.
La identidad implica definición. Una vez que se fractura el flujo social del hacer, una vez que las relaciones se fragmentan en relaciones entre cosas discretas, entonces un conocimiento que tome por dada esa fragmentación sólo puede proceder por medio de la definición, delimitando cada cosa, cada fenómeno, cada persona o grupo de personas. El conocimiento procede mediante la definición: se conoce algo si puede ser definido. ¿Qué es la política? ¿Qué es la sociología? ¿Qué es la economía? ¿Qué es un partido político? ¿Qué es el marxismo? Las preguntas introductorias a los estudios en las escuelas o en las universidades son, habitualmente, preguntas de definición. Las tesis de pos grado habitualmente comienzan con una definición o una delimitación del objeto de estudio. La definición es la descripción de una identidad distinta de otras identidades. La definición aspira a delimitar identidades de una manera no-contradictoria: si defino x, desde la perspectiva de la definición no tiene ningún sentido decir que x es tanto X como no-x. La definición fija las relaciones sociales en su eseidad estática, fragmentada, reificada. Un mundo de definiciones es un mundo limpio, un mundo de divisiones claras, un mundo de exclusión, un mundo en el que el otro está claramente separado como otro. La definición constituye la otredad. La definición de x constituye a no-X como otro. Si me defino a mí mismo como inglés, entonces no soy irlandés; si me defino como blanco, entonces no soy negro; si me defino corno ario, entonces no soy judío. Los irlandeses, los negros, los judíos, son los Otros, No-Nosotros. El proceso de definición contiene todo un mundo de horror.
La definición nos excluye como sujetos activos. Los nosotros que comenzamos este libro, los nosotros todavía inexplorados que queremos cambiar el mundo, estamos excluidos desde una visión definicional del mundo. Cuando definimos algo, normalmente lo hacemos como algo separado de nosotros. La definición constituye a lo que se define como un objeto, como un objeto que, mediante su definición, se separa del sujeto. No es diferente cuando nosotros nos definimos, como en el caso de “nosotras somos mujeres” o “nosotros somos la clase trabajadora”: la definición nos delimita, niega nuestra subjetividad activa (al menos en relación con aquello que se define), nos objetiva. El nosotros-quequeremos-cambiar-el-mundo no puede ser definido.
El mundo de la identidad es un mundo de particulares individualizados y atomizados. La mesa es una mesa, la silla es una silla, Gran Bretaña es Gran Bretaña, México es México. La fragmentación es fundamental para el pensamiento identitario. El mundo es un mundo fragmentado. Un mundo de la identidad absoluta es también por eso un mundo de la diferencia absoluta. El conocimiento del mundo está igualmente fragmentado en las diferentes disciplinas. El estudio de la sociedad se realiza a través de la sociología, la ciencia política, la economía, la historia, la antropología, y así sucesivamente, con todas sus distintas subdisciplinas y especializaciones sin fin, que descansan a su vez en conceptos fragmentados del espacio (Gran Bretaña, México, España), del tiempo (el siglo XIX, la década de los noventa) y de la actividad social (la economía, el sistema político).
VII

Pero ¿qué hay más allá de esta fragmentación? Un mundo compuesto puramente de particulares sería imposible de conceptualizar e imposible de habitar. La fragmentación del hacer es la fragmentación de la socialidad, pero algún tipo de socialidad es necesario, tanto práctica como conceptualmente. La socialidad no es ya un entrelazamiento comunal del hacer, sino más bien un poner juntos a los particulares dentro de la misma bolsa, así como podría decirse que papas dentro de una bolsa constituyen una colectividad, para adaptar la famosa descripción que hace Marx de los campesinos como clase. Las colectividades se forman sobre la base de la identidad, sobre la base del ser, en lugar de hacerla sobre el movimiento del hacer. Éste es el proceso de clasificación. El hacer puede ser parte del proceso de clasificación pero es un hacer muerto, un hacer contenido dentro de una identidad, dentro de un rolo personaje: la clasificación de los doctores como un grupo, por ejemplo, no se basa en el entrelazamiento de su hacer sino en su definición como cierto tipo de hacedor, en la imposición de un personaje de doctor. Las clases, en este sentido, siempre son más o menos arbitrarias: cualquier conjunto de identidades puede ser arrojado dentro de una bolsa, subdividido en bolsas más pequeñas, puesto con otras bolsas en contenedores más grandes, etcétera.
La fractura del hacer es aquello que, por medio de la definición y la clasificación, constituye las identidades colectivas. La fractura del hacer es lo que crea la idea de que las personas son algo (lo que sea: doctores, profesores, judíos, negros, mujeres) como si esa identidad excluyera su negación simultánea. Desde la perspectiva del hacer las personas simultáneamente son y no son doctores, son y no son judíos, mujeres, etcétera, simplemente porque el hacer implica un movimiento constante contra-y-más-allá de cualquier cosa que somos. Desde la perspectiva del hacer, la definición no puede ser más que una postulación evanescente de identidad que es inmediatamente trascendida. La barrera entre lo que uno es y no es, entre el sí mismo colectivo y el otro colectivo no puede, por lo tanto, ser vista como fija o absoluta. Sólo si se toma la identidad como el punto de partida propio, sólo si uno comienza desde la aceptación de la ruptura del hacer, etiquetas como “negro”, “judío”, “irlandés”, etcétera, por ejemplo, asumen el carácter de algo establecido. La idea de una política de “identidad” que toma tales etiquetas como dadas inevitablemente contribuye a la fijación de las identidades. El apelar al ser, a la identidad, a lo que uno es, siempre implica la consolidación de la identidad, el refuerzo, por lo tanto, de la fractura del hacer, es decir, el refuerzo del capita1.
En la medida en que uno permanezca dentro del concepto de identidad, entonces, hay poca diferencia en pensarla en términos de mujer u hombre, negro o blanco, homosexual o heterosexual, irlandés o inglés, israelí o palestina. Esto no significa, sin embargo, que esas categorías sean simétricas, que las luchas de los negros puedan ser tratadas simplemente como equivalentes a las luchas de los blancos, o que el movimiento feminista sea lo mismo que un movimiento de los hombres. No puede hacerse la distinción sobre la base de la identidad: sería disparatado decir que hay buenas y malas identidades. La distinción reside más bien en el hecho de que existen varias situaciones en las que una oración aparentemente afirmativa, identitaria, conlleva una carga negativa, anti identitaria. Decir “soy negro” en una sociedad que se caracteriza por discriminar a los negros es desafiarla, ya que claramente no es lo mismo decir, en esa misma sociedad, “soy blanco”: a pesar de su forma afirmativa, identitaria, es una oración negativa, anti-identitaria. Decir “somos indígenas” en una sociedad que sistemáticamente niega la dignidad de los indígenas es una manera de sostener la dignidad, de negar la negación de la dignidad, de decir” somos indígenas y más que eso”. La carga negativa de tales oraciones, sin embargo, no puede ser entendida de una manera fija: depende de la situación particular y siempre es frágil. Decir “soy judío” en la Alemania nazi no es lo mismo que decir en la actualidad “soy judío” en Israel; decir “soy negro” en la Sudáfrica del apartheid no es lo mismo que decirlo en Sudáfrica luego del apartheid. Existe una tensión en tales oraciones afirmativas-negativas, una tensión en la que lo positivo constantemente amenaza con absorber a lo negativo. Así, por ejemplo, el nacionalismo de los oprimidos (el nacionalismo antiimperialista), aunque puede apuntar a una transformación social radical, es desviado con facilidad de sus objetivos más amplios al reemplazar simplemente sus capitalistas por los nuestros, como lo muestra con claridad la historia de los movimientos anticoloniales. De manera alternativa, por supuesto, la tensión positiva-negativa también puede explotar en la dirección opuesta, en un movimiento explícitamente anti-identitario, como muestra actualmente el caso del movimiento zapatista en México.
La clasificación, la formación de identidades colectivas sobre la base de la definición no tiene sólo, por supuesto, relevancia política inmediata. Es fundamental para el procedimiento científico tal como éste es concebido en la sociedad capitalista. Es el núcleo de la abstracción formal: el intento de conceptualizar el mundo sobre la base de categorías estáticas y no contradictorias en lugar de hacerlo sobre la base del movimiento y la contradicción (abstracción sustantiva o determinada).129 La abstracción formal, la abstracción sobre la base de la identidad, en otras palabras, es la base de todos los métodos y procedimientos reconocidos como científicos en nuestras instituciones de enseñanza y aprendizaje.
Por medio de la clasificación se forman jerarquías conceptuales. Los particulares se ordenan bajo los universales, los universales bajo universales de mayor nivel y así sucesivamente. Esto es una silla de escritorio; la silla de escritorio es una silla recta, la silla recta es una silla; la silla es una especie de mueble. Se establece una jerarquía de especies y géneros: una silla de escritorio es una especie, o un tipo, O una forma, o una clase de silla recta. El ordenamiento jerárquico de los conceptos es al mismo tiempo un proceso de formalización: el concepto de silla (o mueble) se separa cada vez más de cualquier contenido particular. Unos labios se tocan en un beso; una bala se dispara hacia su víctima. Tanto el contacto de los labios como el dispararse de la bala son formas de movimiento. Podemos hablar de ambos movimientos de tal modo que se abstraiga completamente los diferentes contenidos de besar y asesinar.
La formalización, la abstracción del contenido, hace posible la cuantificación y la matematización del objeto de estudio. Una vez que el contacto de los labios y el dispararse de la bala se clasifican como formas de movimiento, se posibilita compararlos cuantitativamente según la velocidad con la que se mueven los diferentes objetos. En la cuantificación se deja atrás todo contenido: labios y balas se juntan bajo la irrebatible suposición de que 1 es igual a 1, 2 es igual a 2,3 es igual a 3 y así sucesivamente.
La cuantificación, sin embargo, es sólo un aspecto del modo en que la matemática desarrolla la abstracción formal inherente a la identificación. Si X es x e y es Y, entonces el único modo en que podemos relacionarlas entre sí es formalmente, abstrayéndolas de su contenido particular. Si clasificamos a José y a María como personas no lo hacemos negando sus identidades particulares (José sigue siendo José, María sigue siendo María) sino haciendo abstracción de ellas, dejando a un lado sus contendidos particulares en tanto José o María y concentrándonos en su equivalencia formal en cuanto personas. La abstracción formal es al mismo tiempo homogeneización: en el pensamiento identitario una persona es igual a otra del mismo modo homogéneo en que un tic de tiempo es igual a otro y un metro cuadrado de espacio es igual a otro. Una vez que las particularidades se dejan atrás es posible, desarrollar un razonamiento formal que aspire a convertir la estructura entera de la identificación y la clasificación en algo tan riguroso, ordenado y no-contradictorio como sea posible. La lógica forma1 y la matemática parten de la simple identidad X es igual a X y desarrollan sus consecuencias hasta el mayor grado posible. Si x no es x, si x es tanto X como no x, entonces la base de la matemática se destruye. La exclusión mutua de x y no-X se expresa más claramente en la lógica binaria (el álgebra booleana), en donde todo se expresa como 1 ó 0, Verdadero o Falso, Sí o No. Aquí no hay lugar para el sí-y-no o el puede ser de la experiencia común.
La separación del hacer respecto de lo hecho que es la base del fetichismo o reificación, implica así una formalización creciente de las relaciones sociales y una formalización correspondiente del pensamiento. Durante el iluminismo, el complemento filosófico del establecimiento de las relaciones sociales capitalistas, la razón se vuelve cada vez más formalizada. Mientras que antes la idea de razón se había relacionado con la búsqueda de lo bueno o lo verdadero, durante el iluminismo se limita progresivamente al establecimiento de lo formalmente correcto. La verdad se reduce a “lo formalmente correcto”: más allá de eso, se la considera asunto de juicio subjetivo. Qué es lo formalmente correcto puede considerarse como un problema matemático que se abstrae completamente del contenido del asunto. La tendencia de la teoría es “que apunta a un sistema de signos puramente matemáticos”. En esta “universalidad formalista creciente de la razón el valor del juicio no tiene nada que ver con la razón y la ciencia. Es visto como asunto de preferencia subjetiva si uno decide libertad u obediencia, democracia o fascismo, iluminismo o autoridad, cultura de masa o verdad”. La razón se separa de la comprensión; el pensamiento, del ser. La razón se convierte en asunto de eficiencia, “la adaptación óptima de los medios a los fines”.135 La razón, en otras palabras, se convierte en razón instrumental, en un medio para alcanzar un fin en lugar de escudriñar o criticar el fin en sí mismo. La reificación implica la pérdida de significado o, más bien, el significar se convierte en el proceso puramente formal de adecuar los medios a un fin. La destrucción nuclear es el resultado del pensamiento racional. Cuando tal racionalidad lo juzga, nuestro grito aparece como irracional.
La formalización de la razón es al mismo tiempo la separación de lo que es respecto de lo que debería ser. El pensamiento racional ahora está preocupado por lo que es y su ordenamiento racional (eficiente). Esto no significa la eliminación del “debería” sino su separación respecto del” es”: una cosa es lo que es y otra, lo que debería ser. La mayoría de las personas estaría de acuerdo en que no debería haber niños que estuvieran obligados a vivir en las calles pero (y así continúa su argumento) la realidad es diferente. El estudio de la sociedad, ya sea el que realizan la sociología, la política, la economía o cualquier otra “disciplina” de la ciencia social, es el estudio de lo que es. La pregunta por lo que debería ser también puede resultar interesante, pero no debemos borrar la distinción entre ambos, no debemos confundir la realidad con los sueños. En la medida en la que se los mantenga separados, no hay problema. El razonamiento moralista acerca de lo que debería ser, lejos de socavar lo que es, de hecho lo refuerza: “[…] el principio del deber-ser presupone un ser al cual es por principio inaplicable la categoría de deber-ser. De modo que es precisamente por adoptar la intención que tiene el sujeto (de no aceptar puramente su existencia empíricamente dada) la forma del deber-ser, precisamente por eso la forma empírica inmediatamente dada recibe confirmación y consagración filosófica, se eterniza filosóficamente”. En la medida en que realmente existe una abstracción formal de las relaciones sociales, dichas relaciones pueden entenderse como gobernadas por leyes y se vuelve posible hablar de las “leyes del desarrollo capitalista”. Los propietarios del capital no controlan la sociedad capitalista. Más bien, ellos también están sujetos a las leyes del desarrollo capitalista, leyes que reflejan la separación del hacedor respecto del hacer, la autonomía del hacer. Las personas no pueden hacer más que adaptarse a esas “leyes” que no controlan: “el hombre en la sociedad capitalista se enfrenta con la realidad que él mismo (en cuanto clase) ‘hace’; como con una naturaleza que le fuera esencialmente ajena, se encuentra sometido sin resistencia a sus ‘leyes’ y su actividad no puede consistir sino en aprovechar el funcionamiento necesario y ciego de algunas leyes utilizadas en su propio interés egoísta. Pero incluso en esa’ actividad’ sigue siendo el hombre esencialmente objeto del acaecer, no sujeto del mismo”. La libertad, en este contexto, se convierte simplemente en conocimiento de y subordinación a las leyes, en la aceptación de la necesidad. Entonces, la naturaleza limitada por leyes de la sociedad capitalista y la posibilidad del estudio científico de esas leyes no es otra cosa que una expresión del hecho de que los hacedores no controlan su hacer y que “todas las relaciones humanas […] van tomando cada vez más las formas de objetividad de los elementos abstractos de la conceptualización científico-natural, de los sustratos abstractos de las leyes naturales”.

VIII

Podríamos continuar y continuar con el argumento. El punto es que en la base de una estructura social inmensamente compleja reside un simple principio: la identidad. El principio de identidad es tan básico para la organización social capitalista que subrayar su importancia parece ser algo absolutamente carente de significado, simplemente porque parece ser tan obvio. Sin embargo, no lo es tanto. La idea de que una persona es x sin la comprensión simultánea de que no es X está arraigada en algo que está muy lejos de ser obvio, a saber: la separación cotidianamente repetida de lo hecho respecto del hacer, la confiscación cotidianamente repetida que los hacedores padecen del producto de su hacer y su definición como propiedad de algún otro. Esta identificación muy real, muy material (esta cosa es mía, no tuya) se expande como una grieta en cada aspecto de nuestra organización social y en cada aspecto de nuestra conciencia.
La identidad es la antítesis del reconocimiento mutuo, de la comunidad, de la amistad y del amor. Si digo “Yo soy x”, esto implica que mi ser x no depende de nadie más, que no depende del reconocimiento de ningún otro. Permanezco solo, las relaciones que tengo con otras personas son completamente periféricas respecto de mi ser. El reconocimiento social es algo externo a mí, algo que viene por medio del mercado cuando puedo vender mi producto o mi propia capacidad de hacer cosas a un precio más alto (por medio de un ascenso, por ejemplo). Las otras personas son sólo eso, otros. Vistas a través de la lente de la identidad, las relaciones entre las personas son externas. Tal como lo señala Bublitz en su discusión sobre Aristóteles, la amistad y el amor son imposibles de conceptualizar sobre la base de una lógica formal de la identidad. No puede haber reconocimiento mutuo, no puede haber un reconocimiento de nosotros propio en los otros o de los otros en nosotros. Desde una perspectiva identitaria, el nosotros con el que comenzamos no puede ser más que una bolsa de papas arbitraria o una socialidad falsa (y amenazante) sin bases reales. No existe espacio para la inter-penetración mutua de la existencia que experimentamos corno amistad o amor. La enemistad, por otro lado, es fácil de entender: el otro es el otro. El otro no es parte de nosotros y nosotros no somos parte del otro.
Resulta claro que el proceso de identificación no es externo a nosotros. Somos activos en el proceso de identificar o reificar las relaciones sociales, así corno somos activos en producir lo hecho que se vuelve contra nuestro hacer. No existe sujeto inocente. El poder-sobre nos alcanza y nos transforma, forzándonos a participar de manera activa en su reproducción. La rigidación de las relaciones sociales, el así-son-las-cosas que enfrenta nuestro grito no está sólo fuera de nosotros (en la sociedad), sino que nos alcanza también interiormente, en la manera en que pensamos, actuamos, somos y en el hecho de que somos. En el proceso de ser separados de nuestro hecho y nuestro hacer, nosotros mismos somos los dañados. Nuestra actividad es transformada en pasividad, nuestra voluntad de hacer cosas es transformada en la codicia por dinero, nuestra cooperación con los compañeros hacedores es transformada en una relación instrumental mediada por el dinero o por la competencia. La inocencia de nuestro hacer, de nuestro poder-hacer, se convierte en una participación culpable en el ejercicio del poder-sobre. Nuestro extrañamiento del hacer es autoextrañamiento. Aquí no hay sujeto puro, impaciente revolucionario, sino humanidad dañada. Todos estamos profundamente involucrados en la construcción de la realidad identitaria y este proceso es la construcción de nosotros mismos.
La realidad que nos enfrenta llega hasta nuestro interior.
Aquello contra lo que gritamos no está sólo allí afuera, está también dentro. Parece invadimos por completo, convertirse en nosotros. Eso es lo que hace que nuestro grito sea tan angustiado, tan desesperado. Eso también es lo que hace que parezca no tener esperanza. Por momentos nuestro grito mismo es la única grieta de esperanza. La realidad, la realidad del capital, parece algo de lo que no se puede escapar. Tal corno afirma Marcuse: “el individuo sin libertad introyecta a sus dominadores y sus mandamientos dentro de su propio aparato mental. La lucha contra la libertad se reproduce a sí misma, en la psique del hombre, corno la propia represión del individuo reprimido, y a su vez su propia represión sostiene a sus dominadores y sus instituciones”. Esta introyección de nuestros dominadores es la introyección de una realidad identitaria, enajenada (teorizada por Freud corno realidad absoluta, biológicamente determinada en lugar de una forma de realidad históricamente específica), a la cual subordinamos nuestra búsqueda del placer.
La reificación, por lo tanto, no sólo se refiere al dominio del objeto sino a la creación de un sujeto particularmente dislocado. La separación del hacedor respecto del hacer y de lo hecho crea un hacedor que queda a la deriva respecto del hacer, que es subordinado a lo hecho, pero que aparece corno completamente independiente de él. La separación de las personas de la trama social del hacer las constituye corno individuos libres, libres no sólo en el doble sentido indicado por Marx, a saber, libres de las ataduras personales y libres del acceso a los medios de supervivencia, sino también libres de la responsabilidad con respecto a la comunidad y libres en el sentido de una participación significativa en el hacer colectivo. Mientras nuestra discusión ha mostrado que la fractura del hacer significa que el sujeto también está fracturado (enajenado, angustiado, dañado), el sujeto de la teoría burguesa es un individuo inocente, saludable, que se autodetermina libremente: admitámoslo, algunos individuos tienen problemas psicológicos, pero son sólo problemas personales, no tienen nada que ver con la esquizofrenia social que atraviesa cada aspecto de nuestra existencia. Cuanto más se tome como segura la subordinación a lo hecho, tanto más libre aparece el sujeto individual. Cuanto de manera más completa se establezca la identificación como algo simplemente más allá del cuestionamiento, más allá del pensamiento, tanto más libre aparece la sociedad. Cuanto más profundamente somos no libres, tanto más liberados parecemos. La libertad ilusoria del ciudadano es la contrapartida de la comunidad ilusoria del Estado. Vivimos en una sociedad libre, ¿no es así? No es extraño que nuestro grito sea tan violento.
Tenemos, entonces, dos conceptos de sujeto. El sujeto de la teoría burguesa es un individuo libre, mientras que la subjetividad que ha sido central en nuestro desarrollo es una subjetividad colectiva desgarrada por la separación del hacer respecto de lo hecho, un sujeto atomizado dañado hasta sus rincones más profundos. El sujeto de la teoría burguesa no grita, mientras que nuestro sujeto grita tan fuerte que su grito llega al cielo, no por algo en particular, sino a causa de su subjetividad desgarrada. Para la teoría burguesa la subjetividad es identidad, mientras que en nuestro argumento, la subjetividad es la negación de la identidad.
No hay duda de que el primer concepto, el del sujeto saludable, inocente, a menudo ha sido transferido por algunas corrientes marxistas al concepto de clase trabajadora. Nos vienen a la mente las imágenes soviéticas de la clase trabajadora heroica, pero la imagen del revolucionario heroico va más allá de la experiencia soviética. En este contexto es posible comprender la preocupación de algunos teóricos (estructuralistas, posestructuralistas, posmodernos) por atacar la noción de sujeto. Mucho de lo que se ve como ataque a la subjetividad es simplemente un ataque a la identidad, a la identificación burguesa de la subjetividad con la identidad. Así, por ejemplo, cuando Foucault habla de (y analiza en detalle) la “inmensa obra a la cual Occidente sometió a generaciones a fin de producir […] la sujeción de los hombres, quiero decir: su constitución como ’sujetos’, en los dos sentidos de la palabra” , esta afirmación es entonces seguramente correcta en relación con la constitución del sujeto “libre” de la sociedad capitalista, el que está efectivamente sujeto en ambos sentidos de la palabra. Identificar el sujeto burgués con la subjetividad como un todo, sin embargo, es el más violento de los errores. Confundir subjetividad con identidad y criticar la subjetividad en un intento de atacar la identidad conduce sólo a un atolladero total dado que la subjetividad, como movimiento, como negación de la eseidad, es la única base posible para ir más allá de la identidad y, por lo tanto, más allá del sujeto burgués.

IX

El fetichismo es una ilusión real. Como hemos visto, Marx insiste en que en una sociedad productora de mercancías: “las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les ponen de manifiesto como lo que son, vale decir, no como relaciones directamente sociales trabadas entre las personas mismas, en sus trabajos, sino por el contrario como relaciones propias de cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas”.147 Las categorías fetichizadas de pensamiento expresan una realidad efectivamente fetichizada. Si vemos la teoría como un momento de la práctica, el pensamiento como un momento del hacer, entonces existe una continuidad entre la fetichización del pensamiento y la fetichización de la práctica. La fetichización (y por lo tanto la enajenación, la reificación, la identificación, etc.) no se refiere sólo a procesos de pensamiento sino a la separación material de lo hecho respecto del hacer de la que son parte esos procesos conceptuales. De esta forma, la fetichización no puede ser superada sólo en el pensamiento: la superación de la fetichización significa la superación de la separación del hacer y lo hecho.
Esto es importante porque el concepto de fetichismo (y el concepto de enajenación, etc.) pierde su fuerza si se lo abstrae de la separación material del hacer y de lo hecho sobre la que se funda. La fetichización es central al proceso material por el que lo hecho es arrancado del hacedor. Si se realiza una separación entre el proceso material de explotación y la fetichización del pensamiento, entonces la enajenación o fetichización queda reducida a una herramienta de crítica cultural, a un gemido sofisticado. Como efectivamente señala Adorno “la teoría crítica se convierte aceptable idealistamente para la conciencia dominante y el inconsciente colectivo”. Esto es reproducir en el concepto de fetichización mismo precisamente esa separación entre “económico” y “cultural” que critica el concepto de fetichismo.
La violencia de la identificación, entonces, no es meramente conceptual. El método científico de pensamiento identitario es el ejercicio del podersobre. El poder se ejerce sobre las personas por medio de su identificación efectiva. Así, la producción capitalista se basa en la identificación: esto es mío. La ley también se basa en la identidad: la persona sujeta a un proceso legal es identificada, separada de todas aquellas otras que de alguna manera podrían ser consideradas como co-responsables. La identificación se expresa de manera netamente física: en los testigos que identifican a la persona acusada de un crimen, en el tratamiento de la persona acusada como un individuo identificado, en el encierro físico en una prisión o una celda, posiblemente en la ejecución, ese supremo acto de identificación que dice “tú eres y has sido y ya no serás”. La eseidad, la identidad, la negación del devenir, es muerte.
El de la identificación, la definición, la clasificación es un proceso tanto físico como mental. Los judíos que fueron identificados, clasificados y numerados en los campos de concentración fueron objeto de algo más que de un ejercicio mental. La identificación, la definición, la clasificación es la base de la organización física, espacial y temporal de los ejércitos, de los hospitales, de las escuelas y de otras instituciones, el núcleo de aquello a lo que Foucault se refiere como disciplina, la microfísica del poder, la economía política del detalle. El poder burocrático está basado en el mismo proceso de identificación y clasificación, como en efecto lo está toda la operación del Estado. El Estado identifica a las personas, las define, las clasifica. Un Estado es inconcebible sin la definición de ciudadanos y la simultánea exclusión de los no-ciudadanos: en los últimos seis meses se detuvieron a 856.000 mexicanos en la frontera con los Estados Unidos. Eso es identificación, definición, clasificación a gran escala.

X
El argumento de este capítulo nos ha permitido hacer unos avances en nuestra comprensión del poder, pero quedamos frente a un dilema desalentador.
Debería resultar claro entonces que no se puede tomar el poder por la simple razón de que el poder no es algo que persona alguna o institución en particular posean. El poder reside más bien en la fragmentación de las relaciones sociales. Esta es una fragmentación material que tiene su núcleo en la separación constantemente repetida de lo hecho respecto del hacer, que implica la mediación real de las relaciones sociales por medio de las cosas, la transformación real de las relaciones entre personas en relaciones entre cosas. Nuestro intercambio práctico se fragmenta y, con esto y como parte de esto, también nuestros esquemas de pensamiento, la manera en la que pensamos y hablamos acerca de las relaciones sociales. En el pensamiento y en la práctica, el cálido entrelazarse del hacer, los amores, los odios y los anhelos que nos constituyen se despedazan en una inmensidad de identidades, en una inmensidad de átomos fríos de existencia, cada uno de los cuales permanece por su lado. El poder-sobre, eso que hace que nuestro grito retumbe con resonancia sorda, eso que hace que el cambio radical sea hasta difícil de concebir, reside en este despedazamiento, en la identificación.
El Estado, entonces, no es el lugar de poder que parece ser. Es sólo un elemento en el despedazamiento de las relaciones sociales. El Estado, o mejor dicho, los estados, nos definen como “ciudadanos” y como “nociudadanos”, proporcionándonos identidades nacionales en lo que es uno de los aspectos más directamente violentos del proceso de identificación. ¿Cuántos millones de personas fueron asesinadas en el siglo veinte sin más razón que la de ser definidos como seres nacionales de un Estado particular? ¿Cuántos millones de personas cometieron asesinatos por la misma razón? ¿Cuántas veces se ha desviado el grito contra la opresión en una afirmación de identidad nacional, en movimientos de liberación nacional que han hecho poca cosa más que reproducir la opresión contra la cual se dirigía el grito? El Estado es exactamente lo que la palabra sugiere: un bastión contra el cambio, contra el flujo del hacer, la encarnación de la identidad.
La comprensión del poder como el fragmentar las relaciones sociales, nos lleva nuevamente al ataque que realiza Foucault al concepto binario de poder y a su insistencia en que debe entenderse el poder en términos de una multiplicidad de fuerzas. Debería resultar claro ahora que la dicotomía entre una visión binaria y una visión múltiple del poder es falsa. La multiplicidad de relaciones de poder deriva precisamente del antagonismo binario entre el hacer y lo hecho. Reducir esta complejidad a un simple antagonismo binario entre la clase capitalista y el proletariado, como se ha hecho a menudo, conduce a problemas tanto teóricos como políticos. De manera similar, concentrarse en la multiplicidad y olvidar la unidad subyacente de las relaciones de poder conduce a una pérdida de la perspectiva política: la emancipación se vuelve algo imposible de concebir, como Foucault insiste en señalar. Más aún, centrarse en la multiplicidad de identidades sin preguntar por el proceso de identificación que les da origen implica inevitablemente reproducirlas, esto es, participar de manera activa en el proceso de identificación. Es esencial, entonces, insistir en la unidaden-separación, separación-en-unidad de lo binario y lo múltiple.
Nos queda un dilema. El poder del capitalismo lo penetra todo. Da forma a la manera en la que percibimos el mundo, a nuestra sexualidad, a nuestra constitución misma como sujetos individuales, a nuestra capacidad para decir yo. Parece no haber salida. Como dice Adorno: “La reificación absoluta […] se dispone ahora a absorber por entero la mente”. Y la reificación absoluta es muerte absoluta. La identidad niega la posibilidad, niega la apertura a otra vida. La identidad mata tanto metafórica como literalmente, de forma clara y neta. Por encima de todas nuestras reflexiones sobre la identidad, se eleva la terrible advertencia de Adorno: “Auschwitz confirma la teoría filosófica que equipara la pura identidad con la muerte”.
Cuanto más pensamos en el poder en la sociedad capitalista, más angustiado se vuelve nuestro grito. Pero cuanto más angustiado se vuelve, más desesperado, más inútil. La penetración del poder-sobre en el núcleo de aquellos que están sujetos a ese poder es el problema central con el que tiene que lidiar cualquier teoría revolucionaria. El hecho de que la separación del hacer y de lo hecl10 alcanza al hacedor mismo, es tanto la razón por la que la revolución es desesperadamente urgente como la razón de que es crecientemente difícil concebirla. El mutilamiento del sujeto por medio de la penetración del poder-sobre en las profundidades de su existencia aviva tanto la indignación como la resignación: ¿cómo podemos vivir en una sociedad que se basa en la deshumanización? ¿Pero, cómo puede ser posible que cambiemos una sociedad en la que las personas están tan deshumanizadas? Este es el dilema de la urgente imposibilidad de la revolución.
Existen tres salidas posibles para el dilema.
La primera consiste en abandonar la esperanza. En lugar de pensar que podría ser posible crear una sociedad libre de explotación, libre de guerra, libre de violencia, una sociedad emancipada basada en el reconocimiento mutuo, este enfoque acepta que el mundo no se puede cambiar de manera radical y se concentra, en cambio, en vivir tan bien como se pueda y en hacer cualquier pequeño cambio que sea posible. Se reconoce la enajenación, quizás, pero se la ve como algo permanente. Los conceptos de revolución y de emancipación son abandonados y reemplazados por la idea de la “micropolítica”. La multiplicidad del poder viene a ser vista como el apuntalamiento de una multiplicidad de luchas concentradas en temas particulares o en identidades particulares: luchas que apuntan al reordenamiento pero no a una superación de las relaciones de poder.
Muchas veces, se asocia la desilusión con la teoría y la política posmoderna , pero se expande mucho más allá de ellas. En otros casos, se retiene la idea de revolución como punto de referencia, pero el discurso de izquierda se vuelve más melancólico, cada vez más concentrado en denunciar los horrores del capitalismo y se aparta cada vez más de considerar la posibilidad de una solución. Los intelectuales de izquierda adoptan la posición de Cassandra, profetizando el destino por venir, pero con poca esperanza de que se los escuche.
Las melancólicas Cassandras y los posmodernos pueden, por supuesto, estar en lo correcto. Quizás no existe esperanza, quizás no existe posibilidad de crear una sociedad que no esté basada en la explotación y en la deshumanización. También es posible que cuando la humanidad finalmente se destruya a sí misma con una explosión nuclear o cualquier otra cosa, el último posmoderno pueda decir con regocijo al último marxista esperanzado: “Ves, te lo advertí, ahora puedes ver que mi enfoque era científicamente correcto”. Puede que así sea, pero esto no nos ayuda mucho. El grito con el que comenzamos anunciaba un rechazo obstinado a abandonar la esperanza, un rechazo a aceptar que las miserias e inhumanidad es del capitalismo sean inevitables. Desde la perspectiva del grito, entonces, abandonar la esperanza simplemente no es una opción.
La segunda posibilidad es olvidar las sutilezas y concentrarse exclusivamente en la naturaleza binaria del antagonismo entre la clase proletaria y la clase la capitalista. El poder, entonces, es simplemente asunto de saber” quién pega a quién”, como sostiene la afirmación leninista.
En la corriente principal de la tradición marxista, el fetichismo siempre ha sido una categoría más bien sospechosa, una marca de heterodoxia. Siempre ha surgido como una crítica de la “cientificidad” que definía la ortodoxia marxista y que fue sostenida por los partidos comunistas durante los dos primeros tercios del siglo veinte, y que continúa dominando gran parte de la discusión marxista en la actualidad. Especialmente durante el reinado de los partidos comunistas, el énfasis puesto en la pregunta por el fetichismo siempre tuvo algo del carácter de “marxismo anti-marxista”, con todos los peligros de exclusión política o física que esto implicaba. A Lukács, su libro Historia y conciencia de clases le trajo problemas políticos serios dentro del Partido Comunista, cuando fue publicado en 1923. Las tensiones que ya existen en su trabajo entre la consistencia de su crítica y su lealtad al partido lo llevaron, en la práctica, a darle prioridad al partido y a denunciar su propio trabajo. Otros autores que sufrieron aún más seriamente a causa de su intento de volver a la preocupación de Marx por el fetichismo y la forma fueron I. I. Rubin y Evgeny Pashukanis, quienes estuvieron trabajando en Rusia luego de la Revolución. Rubin, en sus Ensayos sobre la teoría del valor de Marx, publicado por primera vez en 1924, insistió en la centralidad del fetichismo de la mercancía y del concepto de forma para la crítica de la economía política de Marx. Una de las consecuencias de esta insistencia en la pregunta por la forma fue subrayar el carácter específicamente capitalista de las relaciones de valor y, como un resultado, Rubin desapareció durante las purgas de la década del treinta. Pashukanis compartió un destino similar. En su Teoría general del derecho y marxismo sostuvo que la crítica de Marx a la economía política debería ser extendida a la crítica de la ley y del Estado, que la ley y el Estado deberían entenderse como formas fetichizadas de relaciones sociales de la misma manera que el valor, el capital y las otras categorías de la economía política. Esto significaba que la ley y el Estado, como el valor, eran formas de relaciones sociales específicamente capitalistas. En el momento en que el Estado soviético se estaba consolidando, este argumento no les cayó en gracia a las autoridades del partido.
El marxismo ortodoxo generalmente ha preferido una visión más simple del poder, en la que tomar el poder del Estado ha sido central en la idea de cambio revolucionario. En un capítulo posterior analizaremos con más detalle esta tradición y algunos de los problemas asociados con ella.
El tercer enfoque posible para solucionar el dilema de la urgente imposibilidad de la revolución es aceptar que no puede haber una certeza absoluta de un final feliz pero que, sin embargo, se puede buscar la esperanza en la naturaleza del poder capitalista mismo. Un poder ubicuo implica una resistencia ubicua. Un sí ubicuo implica un no ubicuo. El poder-sobre, hemos visto, es la negación del poder-hacer, la negación del flujo social del hacer. El poder-hacer existe en la forma de su negación, como poder-sobre. El flujo social del hacer existe en la forma de su negación, la acción individual. El hacer existe en la forma de trabajo enajenado, la comunidad en la forma de una masa de individuos, la noidentidad en la forma de la identidad, las relaciones humanas en la forma de relaciones entre cosas, el tiempo vivido en la forma de la hora reloj, el subjuntivo en la forma del indicativo, la humanidad en la forma de lo inhumano. Todas estas expresiones diferentes de la emancipación humana, todas esas imágenes de una sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad humana, todas ellas existen sólo en la forma de su negación. Pero existen. En la fuerza de lo que existe en la forma de ser negado debemos buscar la esperanza. Esta es la sustancia del pensamiento dialéctico: la dialéctica es el “sentido consistente de la no-identidad”, el sentido de la fuerza explosiva de lo negado.
¿Cuál es la condición, entonces, de estas categorías que existen sólo en la forma de ser negadas? Ciertamente, la corriente principal de la ciencia social no las reconoce: para ella, no hay en absoluto espacio para lo que existe en la forma de ser negado. ¿Son entonces una mera quimera, meras fantasías de intelectuales descontentos, un remontarse románticos a alguna edad de oro mítica? No, no son nada de eso. Son esperanzas, aspiraciones, preconcepciones de una sociedad humana. Pero para que esas esperanzas tengan fuerza debemos comprenderlas también como un substrato, como aquello sin lo cual su negación no podría existir, como aquello de lo cual dependen sus formas negadas.
El tercer enfoque es intentar comprender y, por lo tanto, participar en la fuerza de todo aquello que existe en antagonismo, en la forma de ser negado.

Capítulo 5 Fetichismo v fetichización

I

Concentrarse en el fetichismo no resuelve de por sí todos los problemas teóricos y políticos. Tal como vimos en el capítulo anterior, el fetichismo nos deja con el dilema de la urgente imposibilidad de la revolución.
El fetichismo es una teoría de la negación de nuestro poder-hacer. Llama la atención tanto sobre el proceso de negación como sobre aquello que es negado. En la mayoría de los casos, sin embargo, las discusiones sobre el fetichismo se han concentrado en la negación en lugar de concentrarse en la presencia de aquello que es negado. A fin de abrimos paso en nuestra dificultad teórica, debemos abrir el concepto de fetichismo, debemos tratar de descubrir en los conceptos mismos aquello que niegan.
El énfasis en uno u otro momento del antagonismo entre la negación y lo negado está relacionado con las diferencias que haya en la comprensión del fetichismo. Existen, en otras palabras, dos maneras distintas de comprender el fetichismo a las que podemos llamar “fetichismo duro”, por un lado, y “fetichización-como-proceso”, por el otro. La primera comprende el fetichismo como un hecho establecido, como una característica estable o reforzada de la sociedad capitalista. La otra comprende la fetichización como una lucha continua, como algo siempre en discusión. Las consecuencias teóricas y políticas de ambos enfoques son muy diferentes.

II

El enfoque más común entre aquellos que han enfatizado el concepto de fetichismo es el del” fetichismo duro”. Se lo supone un hecho acabado. En una sociedad capitalista, las relaciones sociales realmente existen como relaciones entre cosas. Las relaciones entre sujetos realmente existen como relaciones entre objetos. Aunque según su carácter genérico las personas son seres prácticos creativos, bajo el capitalismo existen como objetos, como seres deshumanizados, privados de su subjetividad.
En esta perspectiva, la constitución o génesis de las relaciones sociales es entendida como una constitución histórica, como algo que tuvo lugar en el pasado. Implícitamente se plantea una distinción entre los orígenes del capitalismo -cuando las relaciones sociales capitalistas fueron establecidas por medio de la lucha (a lo que Marx se refiere como acumulación primitiva u originaria)- y el modo de producción capitalista establecido: cuando están dadas las relaciones sociales capitalistas. En la última fase, se supone que el fetichismo está instaurado de manera estable. En esta perspectiva, la insistencia de Marx en la forma es importante simplemente para mostrar la historicidad de las relaciones sociales capitalistas. Dentro de esta historicidad, dentro del modo de producción capitalista, las relaciones sociales fetichizadas pueden verse como básicamente estables. Así, por ejemplo, la transición del feudalismo al capitalismo implicó una lucha para imponer relaciones de valor pero se supone que, una vez que se ha cumplido la transición, el valor es una forma estable de las relaciones sociales. El valor se ve como lucha sólo en relación con el período de transición; luego se lo ve simplemente como dominación o como parte de las leyes que determinan la reproducción de la sociedad capitalista.
Lo mismo sucede con todas las otras categorías: si se entiende la reificación de las relaciones sociales como estable, entonces todas las formas de existencia de esas relaciones sociales (y su relación mutua) se entenderán estables, y su desarrollo aprehendido como el desenvolvimiento de una lógica cerrada. De esta manera el dinero, el capital, el Estado, etcétera, se ven como formas reificadas de relaciones sociales y no como formas de una reificación activa. Son categorías “cerradas”, en el sentido de que se desarrollan de acuerdo a una lógica auto-contenida.
Lo que sucede es que la identidad entra de nuevo por la puerta trasera, de manera furtiva, cuando pensábamos que finalmente nos habíamos desecho de ella. El objetivo de hablar del fetichismo es socavar la aparentemente insuperable rigidez de las relaciones sociales bajo el capitalismo, mostrando que esas rigideces (el dinero, el Estado, etc.) son meras formas históricamente específicas de relaciones sociales, que son productos del hacer social y que el hacer social puede cambiarlas. Sin embargo, si se supone que esas formas fueron establecidas en los albores del capitalismo y que permanecerán hasta que el capitalismo sea superado, se reintroduce la rigidez. El “modo de producción capitalista” se convierte en un arco dominante, en un círculo que define. Sabemos que el modo de producción capitalista es históricamente transitorio, pero dentro de sus confines las relaciones están lo suficientemente reificadas como para que comprendamos sus desarrollos en términos de interacciones regulares entre los fenómenos fetichizados. Implícitamente se destierra la inestabilidad a la parte exterior del capitalismo, a los márgenes temporales, espaciales y sociales: al período de acumulación primitiva, a las pocas áreas del mundo en las que el capitalismo todavía no se ha establecido de manera completa y a aquellos que son marginados del proceso social de producción. El núcleo del capitalismo es un mundo crecientemente reificado: lejos de los márgenes, el capitalismo es.
El enfoque del fetichismo duro implica una fetichización del fetichismo: el fetichismo mismo se convierte en un concepto rigidizado y rigidizante. La idea de que la fetichización de las relaciones sociales tuvo lugar en los orígenes del capitalismo; la idea de que el valor, el capital, etcétera, son formas de relaciones sociales que fueron establecidas sobre una base estable hace unos cientos de años, se basa inevitablemente en la separación entre constitución y existencia: el capital fue constituido hace cientos de años, ahora existe, algún día será destruido. El tiempo entre la constitución y la destrucción es un tiempo de duración, un tiempo de identidad, un tiempo homogeneizado. Comprender el fetichismo como un hecho acabado implica una identificación de las formas fetichizadas. Es como si aquellos mismos que critican la homogeneización del tiempo hubieran caído en ella, simplemente por suponer que el fetichismo es un hecho acabado.
Para aquellos que comprenden el fetichismo como un hecho acabado existe un problema central. Si las relaciones sociales están fetichizadas, ¿cómo podemos criticarlas? ¿Quiénes somos los que criticamos? ¿Nos encontramos en los márgenes, somos quizás seres privilegiados por nuestra perspicacia de intelectuales marginados? La comprensión dura del fetichismo implica que existe algo especial en nosotros, algo que nos proporciona una ventaja con respecto al resto de la sociedad. Ellos están alienados, fetichizados, reificados, tienen falsa conciencia. Nosotros somos capaces de ver el mundo desde el punto de vista de la totalidad, de la verdadera conciencia o de una comprensión superior. Nuestra crítica deriva de nuestra posición especial, de nuestra experiencia o de nuestras capacidades intelectuales, que nos permiten comprender cómo ellos (las masas) son dominados. Implícitamente somos una elite intelectual, algún tipo de vanguardia. La única manera posible de cambiar la sociedad es por medio del ejercicio de nuestro liderazgo sobre ellos, de nuestro acto de iluminarlos a ellos. Si dentro del capitalismo el fetichismo es algo estable y fijo, entonces volvemos a enfrentamos a la problemática leninista de cómo conducimos a las masas fetichizadas hacia la revolución. El concepto duro de fetichismo nos lleva hacia el dilema obvio: si bajo el capitalismo las personas existen como objetos, entonces ¿cómo puede concebirse la revolución? ¿Cómo es posible la crítica?

III El autor que de manera más resuelta abordó el problema del sujeto críticorevolucionario es, sin duda, Lukács en Historia y conciencia de clase.
El intento de Lukács de resolver este problema se basa, en primer lugar, en una distinción de clase entre la burguesía y el proletariado. Ambos existen en un mundo reificado, pero para la burguesía no hay salida. No existe nada en sus posiciones de clase que la condujera más allá del mundo de la reificación, porque la perspectiva de la totalidad, que inevitablemente es histórica, sería suicida, dado que les revelaría su propia naturaleza transitoria.
En relación con la reificación, la posición de la clase trabajadora no es, en primer lugar, diferente de aquella de la burguesía. “Pues el proletariado aparece primero como producto del orden social capitalista. Sus formas de existencia […] son de tal naturaleza que la cosificación tiene que mostrarse precisamente en ellas del modo más cargado y penetrante, produciendo la deshumanización más completa. El proletariado comparte, pues, con la burguesía la cosificación de todas las manifestaciones de la vida”.
La diferencia entre la burguesía y el proletariado está en que mientras los intereses de clase de la burguesía la mantienen entrampada en la reificación, el proletariado es conducido más allá de ésta. “Lo que pasa es que ese mismo ser, por el motor de los intereses de clase, mantiene presa a la burguesía en aquella inmediatez, mientras que empuja al proletariado a rebasarla. […] Pues para el proletariado es una cuestión de vida o muerte el tomar conciencia de la esencia dialéctica de su existencia”.
La experiencia de tener que vender su fuerza de trabajo como una mercancía es lo que hace posible que el proletario rompa las apariencias fetichizadas de las relaciones sociales: “La transformación del trabajador en un mero objeto del proceso de producción es sin duda objetivamente producida por el tipo de la producción capitalista […], por el hecho de que el trabajador se ve obligado a objetivar su fuerza de trabajo separándola de su personalidad total y venderla como una mercancía que le pertenece. Pero precisamente por la escisión que se produce así entre objetividad y subjetividad en el hombre que se objetiva como mercancía, la situación resulta susceptible de conciencia”. O, en otras palabras: “El proceso de cosificación, la conversión del trabajador en mercancía, aunque anula a éste -mientras no se rebele conscientemente contra él…., y atrofia y amputa su ‘alma’, no transforma, sin embargo, en mercancía su esencia humana anímica”. El trabajador, entonces, se vuelve” conciente de sí mismo como una mercancía” y, con eso, “empiezan a descomponerse las formas fetichizadas de la estructura de la mercancía: el trabajador se reconoce a sí mismo y reconoce sus relaciones con el capital en la mercancía”.
El argumento de Lukács aquí señala la naturaleza incompleta, o mejor dicho, auto-contradictoria del fetichismo. El proceso de objetivación produce una resquebrajadura entre la subjetividad y la objetividad del trabajador, entre su humanidad y su deshumanización. La existencia del trabajador es a la vez fetichizante y desfetichizante. En este punto, Lukács parece estar sentando la base para una teoría de la revolución como la autoemancipación de los trabajadores.
Insiste, sin embargo, en que esta desfetichización incipiente no es suficiente. La conciencia que el trabajador tiene de sí mismo como una mercancía no resuelve el problema: “Precisamente en este punto, cuando más fácilmente podría parecer que todo este proceso fuera una simple consecuencia ’según leyes’ de la reunión de muchos trabajadores en grandes empresas, de la mecanización y uniformización del proceso de trabajo, de la nivelación de las condiciones de vida, importa mucho develar la engañosa apariencia que produce la unilateral acentuación de este aspecto de la cuestión. […] Y el problema no queda en absoluto aclarado de modo definitivo por el hecho de que esa mercancía tenga la posibilidad de llegar a conciencia de sí misma como mercancía. Pues, de acuerdo con la simple forma de manifestación, la conciencia inmediata de la mercancía es precisamente el aislamiento abstracto y la relación meramente abstracta -y trascendente a la conciencia- con los momentos que la constituyen socialmente”.
Para resolver el problema de los proletarios que necesitan ir más allá del fetichismo pero que son incapaces de hacerlo, Lukács introduce una distinción entre la conciencia empírica o la conciencia psicológica del proletariado y su conciencia “imputada”. La conciencia empírica o psicológica es la conciencia de los proletarios individuales o del proletariado como un todo en un momento dado. Esta conciencia, al estar cosificada, no expresa una verdadera conciencia de la posición de clase del proletariado. Es característico del oportunismo la “confusión del estado afectivo o psicológico de la conciencia de los proletarios con la conciencia de clase del proletariado”. La verdadera conciencia de clase “no es, pues, ni la suma ni la media de lo que los individuos singulares que componen la clase piensan, sienten, etcétera”. La conciencia de clase consiste, más bien, en las “reacciones apropiadas y racionales” que pueden ser “imputadas” a la clase. “Al referir la conciencia al todo de la sociedad se descubren las ideas, los sentimientos, etcétera, que tendrían los hombres en una determinada situación vital si fueran capaces de captar completamente esa situación y los intereses resultantes de ella, tanto respecto de la acción inmediata cuanto respecto de la estructura de la entera sociedad, coherente con esos intereses; o sea, las ideas, etcétera, adecuadas a su situación objetiva”. Esta idea de conciencia de clase desreificada o la perspectiva de la totalidad obviamente nos lleva a nuestra primera pregunta: ¿quién es el sujeto crítico-revolucionario? ¿Quién puede tener esta conciencia “imputada” que es distinta de la conciencia psicológica del proletariado? Lukács resuelve este problema con un pase de magia al introducir un deus ex machina: el poseedor de la “recta conciencia de clase del proletariado” es “su forma organizativa, el Partido Comunista”. Y en otra parte: “Esta forma de la conciencia proletaria de clase es el Partido. [ . .,] El Partido tiene en cambio una función muy alta: ser portador de la conciencia de
clase del proletariado, conciencia de su misión histórica”.
Se saca el Partido de la galera. A diferencia de la argumentación estricta y rigurosa que caracteriza a los ensayos en su totalidad, nunca se da una explicación de cómo el Partido puede ir más allá de la reificación y adoptar la perspectiva de la totalidad. A diferencia del largo y detallado argumento que Lukács ofrece con respecto a la conciencia de la burguesía y la del proletariado, sólo afirma “la función muy alta” del Partido como el “portador de la conciencia de clase”. Es como si su razonamiento hubiera caído precisamente en ese espacio” oscuro y vacío” que él veía como el límite de la racionalidad burguesa.
Sin embargo, si simplemente saca al Partido de la galera es porque desde el principio está en ella. La respuesta del Partido ya se encuentra implícita en el modo en el que se plantea el problema teórico. Todo el tema de la dialéctica, de la superación de la reificación, de la conciencia de clase y de la revolución se formula a partir de la categoría de totalidad: “Es lo que hace a la consideración dialéctica de la totalidad -y a ella sola- capaz de concebir la realidad como acaecer social. Pues sólo en este momento las formas fetichistas de objetividad que produce necesariamente el modo de producción capitalista se disuelven”. Sin embargo, el énfasis puesto en la totalidad plantea inmediatamente la pregunta por el Sujeto Omnisciente: ¿quién es el que puede conocer la totalidad? Desde luego que en un mundo reificado no puede ser el proletariado mismo, así que sólo puede serlo algún Conocedor que conoce de parte del proletariado. La categoría de totalidad ya implica la problemática (si no necesariamente la respuesta) del Partido. Toda la construcción teórica ya plantea el problema de tal manera que puede ser resuelto sólo introduciendo alguna figura de Héroe, algún deus ex machina. El intento de combatir el fetichismo, por el modo en que se entiende el fetichismo, lleva a la creación (o consolidación) de un nuevo fetiche: la idea de un Héroe (el Partido) que de alguna manera se encuentra por encima de las relaciones sociales cosificadas de las que inevitablemente, sin embargo, es parte.
A pesar del carácter radical de sus ensayos, Lukács trabaja en un contexto teórico y político que ya está pre-constituido. Su enfoque está lejos del crudo “marxismo científico” de la tradición engelsiana-leninista , pero su mundo teórico-político es el mismo. En esa tradición, la declaración de que el marxismo científico (o materialismo histórico) proporciona el conocimiento de la realidad crece políticamente junto a la noción del Partido como el Conocedor. Operar políticamente dentro del Partido -tal como Lukács lo hizo durante toda su vida- plantea, a su vez, la idea del marxismo como conocimiento de la realidad. El contexto político y la idea de la teoría como el “auto-conocimiento de la realidad” se refuerzan mutuamente (la legitimación del Partido depende de su proclamado “conocimiento de la realidad”, mientras que la noción de la teoría como conocimiento de la realidad sugiere que tiene que haber un Conocedor: el Partido). Dentro de este contexto, Lukács lanza su argumento. Curiosamente, a pesar de su énfasis radical en la “totalidad”, todo el argumento se desarrolla dentro de ciertos parámetros, dentro del marco de ciertas categorías que no están cuestionadas como, por ejemplo, las de Partido, proletariado, economía, marxismo, toma del poder. De este modo, a pesar de que insiste en que todo debe ser entendido como un proceso y en que “esta historia consiste precisamente en que toda fijación degrada a mera apariencia”172, Lukács, sin embargo, comienza preguntando por una definición, siendo el título de su primer ensayo “¿Qué es el marxismo ortodoxo?”. A pesar de que en este ensayo empieza criticando la concepción de la dialéctica de Engels (y, en consecuencia, la de la tradición engelsiana), no es menos cierto que se mantiene dentro de la problemática realista de Engels, dentro de la idea de que la teoría marxista nos da el conocimiento de la realidad. Con esto, se da la idea de que existe una diferencia entre lo correcto y lo falso y, con ésta, la del Partido como guardián de lo correcto.
Esa solución, pero también esa problemática, están históricamente cerradas para nosotros ahora. Haya tenido o no sentido alguna vez pensar el cambio revolucionario en términos del “Partido”, ya ni siquiera podemos planteamos las preguntas en esos términos. Decir ahora que el Partido es el portador de la conciencia de clase del proletariado hoy no tiene ningún sentido. ¿Qué Partido? Probablemente ya ni siquiera exista la base social para crearlo.
Lo que hace que el trabajo de Lukács sea tan fascinante, sin embargo, son las tensiones que se encuentran en él. El enfoque mismo de la reificación nos coloca desde el principio en un campo de tensión inevitable, simplemente porque hablar de reificación plantea implícitamente la pregunta sobre la coexistencia de la reificación con su antítesis (la des- o anti-reificación), y la naturaleza del antagonismo entre ellas. Esta tensión se insinúa en la categoría misma de totalidad en varias ocasiones, en la forma de la “intención de totalidad”. Como para modificar las declaraciones absolutistas de la perspectiva de la totalidad, Lukács afirma que: “El efecto de la categoría de totalidad se manifiesta mucho antes de que ella misma pueda iluminar cumplidamente toda la multiplicidad de los objetos. La categoría impone su vigencia precisamente porque en la acción que, desde el punto de vista del contenido y desde el de la conciencia, parece agotarse en la relación con objetos singulares, se encuentra esa intención de transformación del todo, y la acción, de acuerdo con su sentido objetivo, se orienta realmente a la transformación del todo”. Y otra vez: “La relación de totalidad no tiene por qué expresarse mediante la inserción consciente de su riqueza extensiva de contenido en los motivos y los objetos de la acción. Lo que importa es la intención de totalidad, o sea, que la acción cumpla la función antes indicada en la totalidad del proceso”. La idea de la “intención de totalidad” disuelve potencialmente el problema del Partido Omnisciente: probablemente no tengamos que ser los portadores de la conciencia verdadera para aspirar a la totalidad. Sin embargo, el argumento no está desarrollado.
La introducción de la “intención de totalidad” y el énfasis en la naturaleza contradictoria de la reificación de la conciencia del proletariado, sugieren una política un poco diferente en la que al proletariado se le asigna un papel más activo en su propia emancipación. Está claro que Lukács, a pesar de que se mantuvo dentro del marco del Partido, apuntó hacia una concepción más radical de la política, auto-emancipatoria. De este modo, critica la idea de revolución de Engels como el “salto desde el reino de la necesidad hacia el reino de la libertad”, como no-dialéctica: “Hay que preguntarse […] si una separación tajante, sin transiciones dialécticas, entre el ‘reino de la libertad’ y el proceso destinado a darle vida no muestra una estructura de la conciencia tan utópica como la separación antes estudiada entre la meta final y el movimiento”.176 Lukács defiende al Partido como una forma de organización, sobre la base de que involucra el compromiso activo de la personalidad total: “Por eso toda relación humana que rompa con esa estructura, con la abstracción que ignora la personalidad total del hombre, con su subsunción bajo un punto de vista abstracto, será un paso hacia la rotura de esa cosificación de la conciencia humana. Pero un paso así presupone la intervención activa de la entera personalidad”. Sin esto, la disciplina del Partido “se momificará en un sistema cosificado y abstracto dé derechos y obligaciones y el Partido recaerá en el tipo de organización de los partidos burgueses”. No es sorprendente entonces que el libro fuera censurado por las autoridades soviéticas en 1924 en el Quinto Congreso Mundial del Comintern; y tampoco es sorprendente que Lukács repudiase su propio argumento en beneficio de la disciplina del Partido.
La discusión de Lukács sobre la reificación tiene el enorme mérito de no tratada sólo como un problema teórico sino también como un problema político, no sólo como un tema para comprender la dominación sino como un asunto relacionado con pensar la revolución. Fracasó en su intento de proporcionar una respuesta teórica y política al dilema revolucionario, a la “urgente imposibilidad de la revolución”, pero al menos se concentró en el problema. Luego de Lukács existe un desmoronamiento histórico. Queda claro que no hay lugar en el Partido para el desarrollo del marxismo crítico, con el resultado de que el marxismo crítico llega a estar, en su conjunto, cada vez más divorciado del tema de la revolución, cada vez más preocupado simplemente por criticar el carácter absolutamente penetrante de la dominación capitalista.
En los escritos de los teóricos asociados con la Escuela de Frankfurt existe la misma distancia crítica de la conciencia empírica o el estado psicológico actual del proletariado que implica el concepto de fetichismo. Tal como afirma Horkheimer: “Pero en esta sociedad tampoco la situación del proletariado constituye una garantía de conocimiento verdadero. Por más que el proletariado experimente en sí mismo el absurdo, como continuidad y aumento de la miseria y la injusticia, la diferenciación de su estructura social, que también es estimulada por los sectores dominantes, y la oposición entre intereses personales e intereses de clase, que sólo en momentos excepcionales se logra romper, impiden que esa conciencia se imponga de un modo inmediato. También para el proletariado el mundo tiene, en la superficie, una apariencia distinta”. El Partido, sin embargo, ya no es una figura significativa y no puede cumplir el papel que tuvo en la discusión de Lukács. En consecuencia: “En las circunstancias del capitalismo tardío y de la impotencia de los trabajadores frente al aparato represivo de los Estados autoritarios, la verdad ha huido hacia pequeños grupos dignos de admiración”. O, como afirma Adorno, en la sociedad moderna “la crítica del privilegio se convierte en un privilegio”.181 Un privilegio y una responsabilidad: “Los que poseen el privilegio inmerecido de no acomodarse por completo en su estructura espiritual a las normas vigentes -una suerte que bien a menudo tienen que pagar en las relaciones con su ambiente- son los encargados de expresar con un esfuerzo moral, como en representación de los demás, lo que la mayoría por la que hablan es incapaz de ver”.
En la obra de Marcuse, el triunfo del fetichismo está capturado por el título de su trabajo más famoso, El hombre unidimensional. El pensamiento positivo y la racionalidad instrumental han impregnado la sociedad de manera tan absoluta que se ha convertido en unidimensional. La resistencia significativa sólo puede provenir de los márgenes, “el sustrato de los proscritos y los ‘extraños’, los explotados y perseguidos de otras razas y de otros colores, los parados y los que no pueden ser empleados”. No se trata de que este “sustrato” tenga conciencia revolucionaria, sino que “su oposición es revolucionaria incluso si su conciencia no lo es. Su oposición golpea al sistema desde el exterior y por lo tanto no es derrotada por el sistema”.184 Debe entenderse que la práctica política inconsciente de los marginados corresponde de alguna manera a la práctica teórica consciente de los teóricos críticos marginados académicamente.
A pesar de todas las diferencias entre estos autores, el punto importante para nuestro argumento es que la comprensión del fetichismo como un hecho cumplido (el énfasis en el carácter completamente penetrante del fetichismo en el capitalismo moderno) lleva a la conclusión de que la única fuente posible de antifetichismo reside fuera del común, ya sea el Partido (Lukács), los intelectuales privilegiados (Horkheimer y Adorno) o el “sustrato de los proscritos o los extraños” (Marcuse). El fetichismo implica anti-fetichismo, pero ambos están separados: el fetichismo domina la vida normal, cotidiana, mientras que el antifetichismo reside en algún otro lado, en los márgenes. Si se desestima la fe de Lukács en el Partido como algo que en el mejor de los casos ahora es históricamente irrelevante, el resultado es que el énfasis puesto en el fetichismo (o la profundidad del poder capitalista) tiende a conducir hacia un pesimismo profundo, a intensificar el sentido de la urgente imposibilidad de la revolución. Para romper con ese pesimismo necesitamos un concepto en el que el fetichismo y el antifetichismo no estén separados. Desarrollar el concepto de fetichismo hoy significa inevitablemente intentar ir más allá de los autores clásicos que se han ocupado de él, por lo menos en lo que a esto respecta.
IV

El segundo enfoque, al que denominamos “fetichismo como proceso”, sostiene que no existe nada especial en nuestra crítica del capitalismo, que nuestro grito y nuestra crítica son perfectamente comunes, que lo más que podemos hacer como intelectuales es dar voz a los sin voz. Sin embargo, si el punto de partida es éste, entonces no hay forma en la que pueda entenderse el fetichismo como fetichismo duro. Si el fetichismo fuera un hecho acabado, si el capitalismo estuviera caracterizado por la objetivación total del sujeto, entonces no habría manera en la que nosotros, como personas comunes, pudiéramos criticarlo.
El hecho de que criticamos señala la naturaleza contradictoria del fetichismo (y por lo tanto nuestra propia naturaleza contradictoria) y proporciona evidencia de la existencia presente del anti-fetichismo (en el sentido de que la crítica se dirige contra él). Ernst Bloch lo afirma: “La alienación ni siquiera podría ser vista ni condenada por robar a las personas su libertad y por privar al mundo de su alma, si no existiera medida alguna de su opuesto, de ese posible volver-a-uno-mismo, ser-uno-con-unomismo, contra la cual la alienación puede ser medida”. En otras palabras, el concepto de alienación, o el de fetichismo implica su opuesto: no como un “hogar” esencial no-alienado en lo profundo de nuestros corazones, sino como resistencia, como rechazo, como repulsa de la alienación en nuestra práctica diaria. Sólo sobre la base de un concepto de no- (o, mejor, anti-) alienación o de no- (es decir, anti-) fetichismo podemos concebir la alienación o el fetichismo. Si fetichismo y anti-fetichismo coexisten, entonces sólo pueden hacerlo como procesos antagónicos. El fetichismo es un proceso de fetichización, un proceso de separación de sujeto y objeto, del hacer y de lo hecho, siempre en antagonismo con el movimiento opuesto de antifetíchización, de la lucha para reunir sujeto y objeto, para recomponer el hacer y lo hecho.
Si partimos, pues, de la idea de que nuestro grito no es el grito de una vanguardia sino el de un antagonismo que es inseparable del hecho de vivir en una sociedad capitalista, de que es un grito universal (o casi universal), entonces la dureza del fetichismo se disuelve y se revela como un proceso de fetichización. Con esto se disuelve la dureza de todas las categorías y los fenómenos que aparecen como cosas o como hechos dados (como por ejemplo la mercancía, el valor, el dinero, el Estado), se revelan también como procesos. Las formas toman vida. Las categorías se abren para revelar que sus contenidos son lucha.
Una vez que el fetichismo se entiende como fetichización, la génesis de las formas capitalistas de las relaciones sociales no tiene un interés puramente histórico. La forma-valor, la forma-dinero, la forma-capital, la formaEstado, etcétera, no están establecidas de una vez y para siempre desde los principios del capitalismo. Por el contrario, están constantemente en discusión, son constantemente cuestionadas como formas de relaciones sociales, son constantemente establecidas y re-establecidas (o no) por medio de la lucha. Las formas de las relaciones sociales son procesos de formación de relaciones sociales. Cada vez que un niño toma dulces de un negocio sin darse cuenta de que debe dar dinero a cambio, cada vez que los trabajadores se niegan a aceptar que el mercado dictamine que su lugar de trabajo debería ser cerrado o que deberían perder sus empleos, cada vez que los comerciantes de San Pablo promueven el asesinato de niños de la calle para proteger sus propiedades, cada vez que cerramos nuestras casas y nuestros autos o que aseguramos nuestras bicicletas, el valor como una forma de relacionarse con el otro está en discusión, es constantemente objeto de lucha, está constantemente en proceso de ser quebrado, reconstituido y quebrado nuevamente. No somos una bella durmiente, una humanidad congelada en nuestra alienación hasta que nuestro príncipePartida-encantado venga a besamos, sino que más bien vivimos en una lucha constante para liberarnos del hechizo de la bruja.
Nuestra existencia, entonces, no es simplemente una existencia dentro de formas fetichizadas de relaciones sociales. No existimos simplemente como las víctimas objetivadas del capitalismo. Tampoco podemos existir fuera de las formas capitalistas: no hay áreas de existencia libres de capitalismo ni esferas privilegiadas de vidas no-fetichizadas, ya que estamos siempre constituyendo y siendo constituidos por nuestras relaciones con los otros. Mejor dicho: como lo sugiere el punto de partida J de esta discusión, el grito, existimos contra-y-en el capital. Nuestra existencia contra el capitalismo no es una cuestión de elección consciente, es la expresión inevitable de nuestra vida en una sociedad opresiva, alienante. Gunn lo expone sutilmente cuando dice que “la falta de libertad subsiste únicamente como la (auto-contradictoria) rebelión de los oprimidos”. Nuestra existencia-contra-el-capital es la inevitable negación constante de nuestra existencia-en-el-capital. De manera inversa, nuestra existencia-en-el-capital (o más claramente, nuestro encierro dentro del capital) es la negación constante de nuestra rebelión contra el capital. Nuestro encierro en el capital es un constante proceso de fetichizar o formar nuestras relaciones sociales, una lucha constante.
Todos aquellos fenómenos en apariencia fijos que frecuentemente tomamos como seguros (el dinero, el Estado, el poder: están allí, siempre han estado, siempre estarán, así es la naturaleza humana, ¿o no?) se revelan ahora como campos de batalla desgarradores, sangrientos. Es más o menos como tomar una mota de polvo inofensiva y mirarla a través de un microscopio, para descubrir que su “inofensividad” encubre todo un micromundo en el que millones de organismos microscópicos viven y mueren en la lucha diaria por la existencia. Pero en el caso del dinero la invisibilidad de la batalla que encubre no tiene nada que ver con la dimensión física, es en rigor el resultado de los conceptos a través de los cuales lo miramos. El papel moneda que sostenemos en nuestras manos parece una cosa inofensiva, pero mirándolo más detenidamente vemos todo un mundo de personas que luchan por sobrevivir, algunas dedicando su vida a obtenerlo, algunas (muchas) tratando desesperadamente de apoderarse de él como modo de sobrevivir, algunas tratando de evadirse del dinero tomando lo que quieren sin pagar por ello, o construyendo formas de producción que no pasan por el mercado, personas matando por dinero, muchas muriendo cada día por falta de él. Un sangriento campo de batalla en el que el hecho de que el poder-hacer existe en la forma del dinero acarrea miseria, enfermedad y muerte implícitas y está siempre en discusión, siempre en pugna, siempre impuesto, a menudo con violencia. El dinero es una batalla desgarradora de monetización y anti-monetización.
Visto desde esta perspectiva el dinero deviene monetización: el valor, valorización: la mercancía, mercantilización; el capital, capitalización; el poder, poderización; el Estado, estatización, y así sucesivamente (con neologismos cada vez más desagradables). Cada proceso implica su opuesto. La monetización de las relaciones sociales tiene poco sentido a menos que se la vea como un movimiento constante contra su opuesto, la creación de relaciones sociales sobre bases no monetarias. El neoliberalismo, por ejemplo, puede verse como una tendencia a extender e intensificar la monetización de las relaciones sociales, como una reacción en parte al relajamiento de esa monetización en el período de posguerra y su crisis en las décadas de los sesenta y setenta. Estas formas de relaciones sociales (mercancía, valor, dinero, capital, etc.) son formas interconectadas, por supuesto, son todas formas de la separación capitalista de sujeto y objeto, pero no están interconectadas como formas estáticas, acabadas, bellas durmientes, sino como formas de lucha viviente. La existencia de formas de relaciones sociales, en otras palabras, no puede ser separada de su constitución. Su existencia es su constitución, una lucha constantemente renovada contra las fuerzas que las subvierten.
V

Tomemos como ejemplo al Estado. ¿Qué significa la crítica del Estado como una forma de las relaciones sociales cuando las formas son entendidas como un proceso-forma, como procesos de formar?
El Estado es parte del firmamento fijo de la eseidad. Es una institución aparentemente necesaria para el ordenamiento de los asuntos humanos, un fenómeno cuya existencia la ciencia política, disciplina dedicada a su estudio, da completamente por segura. En la tradición marxista, la crítica a menudo se ha concentrado en mostrar el carácter capitalista del Estado, en mostrar que, a pesar de las apariencias, el Estado actúa en favor de los intereses de la clase capitalista. Esto lleva fácilmente a la concepción de que es necesario conquistar el Estado de alguna manera para que pueda funcionar según los intereses de la clase trabajadora.
Si partimos de la centralidad del fetichismo y de la comprensión del Estado como un aspecto de la fetichización de las relaciones sociales, entonces el asunto se presenta de manera diferente. Criticar al Estado significa atacar en primer lugar su aparente autonomía, comprender que no es una cosa en sí misma sino una forma social, una forma de relaciones sociales. Así como en la física hemos llegado a aceptar que, a pesar de las apariencias, no existen separaciones absolutas, que la energía puede ser transformada en masa y la masa en energía, en la sociedad tampoco hay separaciones absolutas ni categorías duras. Pensar científicamente es disolver las categorías de pensamiento, comprender todos los fenómenos sociales precisamente como eso, como formas de relaciones sociales. Las relaciones sociales, relaciones entre personas, son fluidas, impredecibles, inestables, a menudo apasionadas, pero se rigidizan en ciertas formas, formas que parecen adquirir su propia autonomía, su propia dinámica, formas que son cruciales para la estabilidad de la sociedad. Las diferentes disciplinas académicas toman estas formas (el Estado, el dinero, la familia) como dadas y así contribuyen a su aparente solidez y, por tanto, a la estabilidad de la sociedad capitalista. Pensar científicamente es criticar las disciplinas, disolver esas formas, entenderlas como formas; actuar libremente es destruirlas.
El Estado, entonces, es una forma rigidizada o fetichizada de las relaciones sociales. Es una relación entre personas que no parece ser una relación entre personas, una relación social que existe en la forma de algo externo a las relaciones sociales.
Pero, ¿por qué las relaciones sociales se rigidizan de esta manera y cómo nos ayuda esto a entender el desarrollo del Estado? Esta fue la pregunta planteada por el llamado “debate de la derivación del Estado”, una discusión un poco peculiar pero muy importante que se difundió desde Alemania Occidental hacia otros países durante la década de los setenta. El debate fue peculiar porque se expresó en un lenguaje extremadamente abstracto y a menudo sin hacer explícitas las consecuencias políticas y teóricas del argumento. La oscuridad del lenguaje utilizado y el hecho de que los participantes a menudo no desarrollaron las consecuencias del debate dejó la discusión librada a malentendidos, y a menudo el enfoque ha sido dejado de lado como una teoría “económica” del Estado, o como un enfoque de la “lógica del capital”, que busca comprender el desenvolvimiento político como una expresión funcionalista de dicha lógica. Mientras estas críticas pueden hacerse justamente a algunas de las contribuciones, la importancia del debate en conjunto reside en el hecho de que proporciona una base para romper con el determinismo económico y con el funcionalismo que ha obstaculizado a tantas de las discusiones acerca de la relación entre Estado y sociedad capitalista y para discutir el Estado como un elemento o, mejor aún, como un momento de la totalidad de las relaciones sociales de la sociedad capitalista.
El centro del debate sobre el Estado como una forma particular de las relaciones sociales es el quiebre crucial con el determinismo económico implicado, por ejemplo, por el modelo base-superestructura (y sus variantes estructuralistas). En el modelo base-superestructura, la base económica determina (en última instancia, por supuesto) lo que el Estado hace, sus funciones. Centrarse en las funciones del Estado da por garantizada la existencia del Estado: en el modelo base-superestructura no hay lugar para plantear la pregunta por la forma del Estado, para preguntar por qué, en primer lugar, las relaciones sociales se rigidizarían dentro de la forma aparentemente autónoma del Estado. Preguntar por la forma del Estado es llevar la pregunta a su especificidad histórica: la existencia del Estado como una cosa separada de la sociedad es peculiar de la sociedad capitalista, como lo es la existencia de lo “económico” como algo distinto de las relaciones de clase abiertamente coercitivas.191 Entonces la pregunta no es: ¿cómo determina lo económico la superestructura política?; más bien es: ¿qué es lo peculiar de las relaciones sociales del capitalismo que hace surgir la rigidización (o particularización) de las relaciones sociales en la forma del Estado? El corolario de esto es la pregunta: ¿qué es lo que hace surgir a la constitución de lo económico y 10 político como momentos distintos de las mismas relaciones sociales? Seguramente la respuesta es que hay algo distintivo en el antagonismo social en el que se basa el capitalismo (como cualquier sociedad de clases). Bajo el capitalismo, el antagonismo social (la relación entre clases) está basado en una forma de explotación que no tiene lugar abiertamente, sino a través de la “libre” compra y venta de fuerza de trabajo como una mercancía en el mercado.
Esta forma de relación de clases presupone una separación entre el proceso inmediato de explotación, que se basa en la “libertad” del trabajo y el proceso de mantenimiento del orden en una sociedad explotadora, que implica la necesidad de coerción.
Ver al Estado como una forma de las relaciones sociales obviamente significa que su desarrollo sólo puede ser entendido como un momento del desarrollo de la totalidad de las relaciones sociales: es una parte del desarrollo antagónico y sujeto a la crisis de la sociedad capitalista. En tanto una forma de las relaciones sociales capitalistas; su existencia depende de la reproducción de esas relaciones: por lo tanto no es solo un Estado en una sociedad capitalista sino un Estado capitalista, ya que su propia existencia continua está sujeta al fomento de la reproducción de las relaciones sociales capitalistas en su conjunto. El hecho de que el Estado existe corno una forma particular o rigidizada de las relaciones sociales significa, sin embargo, que la relación entre el Estado y la reproducción del capitalismo es compleja: no puede suponerse, a la manera funcionalista, ni que todo lo que el Estado hace será necesariamente en beneficio del capital ni que el Estado puede alcanzar lo necesario para asegurar la reproducción de la sociedad capitalista. La relación entre el Estado y la reproducción de las relaciones sociales capitalistas es del tipo de ensayo y error.
La crítica del Estado corno una forma de las relaciones sociales apunta tanto a la interrelación del Estado con la reproducción general del capital corno a la especificidad histórica del Estado corno forma de organización de los asuntos humanos. A pesar de que esto ciertamente sugiere la posibilidad de organizar la vida de un modo diferente en el futuro, tal enfoque no cuestiona la existencia presente del Estado: su existencia presente simplemente se da por garantizada. La crítica queda por detrás del objeto de la crítica.
Sin embargo, si el Estado no se comprende sólo corno una forma de relaciones sociales sino corno un proceso de formación de relaciones sociales, entonces todo lo que hemos afirmado antes sobre la relación entre el Estado y la reproducción del capital todavía se mantiene, pero tanto la reproducción corno la existencia del Estado están siempre en pugna La existencia del Estado implica un proceso constante de disociar ciertos aspectos de las relaciones sociales y de definidos corno “políticos” y, por lo tanto, corno separados de lo “económico”. De este modo el antagonismo en el que se basa la sociedad está fragmentado: las luchas son canalizadas dentro de la forma política y de la económica, ninguna de las cuales deja lugar al surgimiento de preguntas acerca de la estructura de la sociedad como un todo. Este proceso de imponer definiciones a las luchas sociales es al mismo tiempo un proceso de auto-definición por parte del Estado: corno forma rigidizada de las relaciones sociales el Estado es al mismo tiempo un proceso de rigidizar las relaciones sociales y es por medio de este proceso que el Estado se reconstituye constantemente corno una instancia separada de la sociedad.
El Estado es un proceso (la estatización del conflicto social.
Una vez que el conflicto se define corno “político”, se lo separa de cualquier cosa que podría’ cuestionar el reino” económico” de la propiedad privada, es decir, las estructuras fundamentales del poder-sobre. El conflicto es definido y sub definido, de manera tal que puede atravesar los canales apropiados y puede ser manejado (administrativamente o por medio de la represión abierta) de modo tal que la existencia del capital corno una forma de organizar las relaciones sociales no puede ser cuestionada. Las expresiones incipientes del poder-hacer, del reclamo de las personas por el control de sus propias vidas, son metamorfoseadas por medio del Estado en la imposición del poder-sobre: algunas veces por medio de la represión franca, algunas veces “proporcionando” cambios que responden a los reclamos, otras desarrollando nuevas estructuras administrativas que integran (y subordinan) las incipientes formas de auto-organización a la estructura de la administración y las finanzas estatales. La canalización, sin embargo, nunca es completa ya que el Estado está reaccionando constantemente ante nuevos conflictos, ante nuevos estallidos de la sublevación humana contra la definición
Para comprender al Estado corno un proceso de estatización es central un aspecto generalmente omitido por el debate de la derivación: la existencia del Estado corno una multiplicidad de estados. A menudo en las discusiones sobre las relaciones entre el Estado y la sociedad (tanto marxistas corno no marxistas) se supone que Estado y sociedad son coextensivos, que el Estado se relaciona con su sociedad y la sociedad con su Estado. La idea de Estado nacional, de economía nacional y de sociedad nacional se consideran dadas. Sólo sobre esta base se vuelve posible imaginar que la conquista del aparato del Estado representa la toma del poder. Las ideas de revolución vía la conquista del poder tienden a tomar sin cuestionar la afirmación que hace el Estado de que es soberano y autónomo dentro de sus límites.
La suposición de que Estado y sociedad son co-extensivos pasa totalmente por alto el hecho de que lo que distingue al capital como forma de dominación respecto de formas previas de dominación de clase es, principalmente, su movilidad esencial. El capital, a diferencia del señor feudal, no está atado a un grupo particular de trabajadoras y trabajadores o a un lugar particular. La transición del feudalismo al capitalismo liberó el ejercicio del poder-sobre respecto de las ataduras territoriales. Mientras que el señor feudal podía comandar a sus trabajadores sólo dentro de su territorio, el capitalista que se encuentra en Londres puede comandar a trabajadoras y trabajadores en Buenos Aires o Seúl tan fácilmente como en Swindon. La constitución capitalista de las relaciones sociales es esencialmente global. Su no-territorialidad es propia de la esencia del capital y no sólo el producto de la tase actual de “globalización”.
La existencia misma del Estado como una multiplicidad de estados oculta así la constitución global de las relaciones sociales y por ende la naturaleza del ejercicio capitalista del poder-sobre. Aun antes de que haga algo, aun antes de que la policía, los burócratas o los políticos hagan un movimiento, el Estado fragmenta, clasifica, define, fetichiza. La existencia misma del Estado es una definición territorial de su territorio, su sociedad, sus ciudadanos. La existencia misma del Estado es una discriminación de los no-ciudadanos como “extranjeros”. La existencia del Estado, sin embargo, no está simplemente dada. Es un constante proceso de auto-constitución, dé auto-definición, no es algo acabado una vez que se han establecido los límites nacionales. Por el contrario, todos los estados nacionales están comprometidos en un proceso constantemente repetido de fragmentación de las relaciones sociales globales: por medio de las afirmaciones de la soberanía nacional, de las exhortaciones a “la nación”, de las ceremonias en honor a la bandera y de la ejecución de los himnos nacionales; por medio, también, de la discriminación administrativa de los “extranjeros”, de los controles de pasaporte, del mantenimiento de los ejércitos, de la guerra. Cuanto más débil es la base social de esta fragmentación nacional de la sociedad -como en América Latina, por ejemplo-, más obvias son sus formas de expresión. Esta forma de fragmentación, esta forma de clasificación o identificación ciertamente es una de las manifestaciones más brutales y salvajes del dominio del capital, tal como lo atestiguan las parvas de muertos acumuladas durante el último siglo.
Y aún así gran parte del discurso” de izquierda” está ciego a la violencia que acarrea la existencia del Estado. La idea de toma del poder, entendiendo por ello ganar el control del aparato del Estado, inevitablemente avala la idea de la constitución nacional (estatal) de las relaciones sociales y por tanto participa de la fragmentación de la sociedad en unidades nacionales. Es difícil imaginar una política orientada al Estado que no participe de manera activa en la discriminación entre “ciudadanos” y “extranjeros”, que no se vuelva nacionalista en algún punto. La estrategia de Stalin del “socialismo en un país”, tan a menudo descrita como una traición a la causa bolchevique era, en realidad, el resultado lógico de un concepto de cambio social centrado en el Estado.
La existencia del Estado es un movimiento de definición y de exclusión. Los “ciudadanos” son definidos, los “extranjeros” son excluidos.
Habitualmente el foco está puesto en la relación entre “el Estado” y “sus ciudadanos”, pero de hecho la noción de ciudadanía implica la definición y exclusión de los no-ciudadanos o extranjeros. En un mundo en el que cada vez más personas viajan o migran para vender su fuerza de trabajo o por otras razones, la exclusión de los extranjeros significa que cada vez más personas viven temiendo o inhibiendo su potencial, temiendo o inhibiendo su poder-hacer las cosas. Para los incluidos, los definidos, los ciudadanos, la noción de ciudadanía es un elemento de la ficción sobre la que se basa la existencia de los estados y, particularmente, la de los estados democráticos. La idea de democracia supone que las relaciones sociales están, o deberían estar, constituidas sobre una base nacional (estatal), que el poder está ubicado en el Estado. Cuando esta ficción entra en conflicto con el hecho de que las relaciones sociales (esto es, relaciones de poder) están constituidas a un nivel global, entonces la ruptura entre los deseos democráticamente expresados de las personas (en tanto “personas” significa “ciudadanos”) y las acciones del Estado sólo pueden explicarse en términos de fuerzas exteriores (la economía mundial, los mercados financieros) o la intervención de extranjeros (el imperialismo norteamericano, los bancos extranjeros). Así, la noción de ciudadanía contribuye tanto a la reproducción del espejismo democrático (”Espera hasta la próxima elección”) como a la violencia diaria contra los extranjeros que se extiende desde los ataques racistas en las calles hasta la separación forzosa de millones de familias por acción de los oficiales de inmigración.
Se puede objetar que este argumento le atribuye demasiado al Estado, que el racismo y el nacionalismo están mucho más profundamente arraigados en la sociedad. Es cierto. Claramente, el proceso por el que uno llega a decir soy “irlandés”, “soy inglés”, etcétera, es muy complejo, es parte de la identificación general de la sociedad. La existencia del Estado es sólo una forma de fetichización, la identificación-por-medio-del-Estado se combina con otras formas de identificación que no se pueden disociar de la separación básica entre sujeto y objeto en el proceso de producción y creación. El Estado no se vale por sí mismo: es una de las formas de las relaciones sociales capitalistas, es decir, uno de los procesos entrelazados y entremezclados de formación de relaciones sociales, de reproducción del poder-hacer en la forma de poder-sobre.
El movimiento del Estado (como el de todas las otras formas de relaciones sociales) como proceso-forma es un movimiento para imponer patrones en una realidad refractaria. El movimiento de fetichización sólo puede entenderse en términos de un anti-movimiento, de un movimiento de antifetichización. De manera más obvia, la imposición de definiciones estatales de nacionalidad es enfrentada por experiencias y movimientos manifiestos en contra de tales definiciones, como queda expresado en la consigna “nadie es ilegal”, en el movimiento de los sans papiers en Francia o en el grito de los estudiantes franceses de 1968: “Nous sommes tous des juifs allemands” . De manera más sutil, la ciudadanización es un proceso de re-definición del movimiento del poder-hacer. La lucha para ejercer control sobre nuestras propias vidas se re define como democracia, entendiendo por ésta un proceso, definido por el Estado, de toma de decisiones influidas electoralmente. El movimiento de afirmación del poder-hacer que modela nuestras propias vidas, expresado en tan diversas formas de actividad social y de organizaciones, es contenido re-definiendo el movimiento como un movimiento por la democracia, como un movimiento de ciudadanos, con todo lo que esto significa en términos de privar al movimiento de cualquier posibilidad de controlar la formación de las relaciones sociales. Sin embargo, el movimiento del poder-hacer está contenido y no contenido, ya que constantemente vuelve a surgir bajo nuevas formas. El movimiento del Estado, como el de la sociedad como un todo, es el movimiento del antagonismo entre fetichización y anti-fetichización. Para encontrar el antipoder no necesitamos mirar por fuera del movimiento de dominación: el anti-poder, la anti-fetichización están presentes contra-en-y-más-allá del movimiento mismo de dominación, no como fuerzas económicas, como contradicciones objetivas o como futuro, sino como actualidad, como nosotros.

VI

Esta comprensión del fetichismo como fetichización y, por tanto, de nuestra existencia en la sociedad capitalista como una existencia contra-yen el capital, afecta nuestra comprensión de todas las categorías de pensamiento. Si se entienden las formas de las relaciones sociales (expresadas en las categorías de los economistas políticos) como procesos de formación de relaciones sociales, y por tanto como lucha, resulta claro que las categorías deben ser entendidas como categorías abiertas. Si, por ejemplo, no se entiende el valor como una categoría económica ni como una forma de dominación sino como una forma de lucha, entonces el significado actual de la categoría dependerá del curso de la lucha. Una vez que las categorías del pensamiento dejan de ser entendidas como expresiones de relaciones sociales objetivadas y pasan a ser entendidas como expresiones de la lucha por objetivarlas, una tormenta de impredecibilidad las atraviesa. Una vez que se entiende que el dinero, el capital, el Estado, no son más que la lucha por formar, por disciplinar, entonces queda claro que su desarrollo sólo puede entenderse como práctica, como lucha no predeterminada. El marxismo, como teoría de la lucha, es de manera inevitable una teoría de la incertidumbre. El fetichismo es certeza (falsa), el anti-fetichismo es incertidumbre. El concepto de lucha es inconsistente con cualquier idea de un final feliz de garantizada negación-de-la-negación: la única forma en la que puede entenderse la dialéctica es como dialéctica negativa, como negación abierta de la noverdad, como rebelión contra la falta de libertad.
La crítica, entonces, no es la voz de aquellos-que-están-afuera sino parte de la lucha cotidiana contra el fetichismo, sólo parte de la lucha diaria por establecer relaciones sociales sobre una base humana. La crítica no viene cabalgando en un corcel blanco con la esperanza de dar vida al mundo con un beso: es la vida del mundo. La crítica sólo puede ser un movimiento hacia fuera de nosotros mismos. Como la mosca atrapada en la tela de araña, cortamos los lazos reificados que nos mantienen prisioneros. No hay manera en la que podamos mantenernos por fuera de la red y ver las cosas sin apasionamiento. Atrapados en la red, no hay manera de que podamos ser omniscientes. No hay manera de que podamos conocer la realidad, no hay manera de que podamos conocer la totalidad. No podemos adoptar el punto de vista de la totalidad, como Lukács nos pedía que hiciéramos: a lo sumo podemos aspirar a la totalidad. La totalidad no puede ser un punto de vista por la simple razón de que no hay nadie que pueda pararse allí; la totalidad sólo puede ser una categoría crítica: el flujo social del hacer. Esto todavía no es el crepúsculo: el búho de Minerva no puede hacer más que batir sus alas y luchar por despegar de la tierra. La única verdad que podemos proclamar es la negación de lo falso. No existe nada fijo a lo que podamos asimos buscando seguridad: ni la clase, ni Marx, ni la revolución, nada, salvo el movimiento de negación de lo falso. La crítica es la inquietud de Promete o encadenado, la desesperación de la “pura inquietud de la vida” del “movimiento absoluto del devenir” . Nuestra crítica es vertiginosa, es la teoría vertiginosa de un mundo vertiginoso.
Vertiginoso, efectivamente. Insistir en ver al fetichismo como un proceso de fetichización es atacar directamente la identidad. La identidad, como ya vimos, es la separación entre constitución y existencia, la separación entre el hacer y lo hecho. La identidad es el espacio de la eseidad, un tiempo de duración, un y área en la que lo hecho existe de manera independiente del hacer que lo constituyó, un aparente refugio de seguridad. Decir que debe entenderse el fetichismo como proceso es rechazar cualquier separación entre constitución y existencia. El dinero es un proceso de monetización porque es imposible separar la constitución del dinero como una forma de las relaciones sociales respecto de su existencia: la existencia del dinero es el proceso de su constitución, una lucha feroz. No hay pausa, no hay momento en el que el dinero pueda descansar sobre sus laureles y decirse a sí mismo: “ahora que se han establecido las relaciones monetarias, existo y continuaré existiendo hasta que el capitalismo sea abolido”. Esta es la forma en la que parece ser, pero la apariencia es la negación del hacer presente y de la lucha presente. El capitalista que vemos cómodamente relajado en una gran comida es capitalista sólo porque en ese mismo momento está involucrado en una lucha violenta de explotación.
Entonces, no existe identidad. O más bien: no existe más identidad que la lucha continua para identificar, para imponer una capa de estabilidad sobre la agitada violencia que inevitablemente implica la separación de lo hecho respecto del hacer. El capital se presenta a sí mismo como estable: la lucha de clases, dicen, y nosotros lo aceptamos, proviene de nosotros. La lucha de clases desde abajo, parece, irrumpe la estabilidad del capitalismo. ¡Qué tontería! Comprender la lucha de clases como algo que proviene principalmente desde abajo, como lo hacen la mayoría de las discusiones marxistas, es realmente poner al mundo de cabeza. La existencia misma del capital es una lucha violenta para separar lo hecho respecto del hacer. Incluso la misma violencia de esta lucha, el arrancar lo hecho del hacer, el arrancar la existencia de la constitución es lo que crea la aparente estabilidad, la aparente identidad del capitalismo. La apariencia de la estabilidad está dada en la naturaleza de la lucha misma. La separación de lo hecho respecto del hacer es el producto de la lucha incesante para separar lo hecho respecto del hacer, cosa que, en la medida en que tiene éxito, se borra a sí misma de la vista. La identidad es una ilusión realmente generada por la lucha para identificar lo no idéntico. Nosotros, los no idénticos, peleamos contra esta identificación. La lucha contra el capital es la lucha contra la identificación. No es la lucha por una identidad alternativa.
Comprender el fetichismo como fetichización es insistir en la fragilidad de la existencia. Decir que las formas de las relaciones sociales son procesos de formación no sólo significa que son formas de lucha sino también que su existencia como formas depende de su constante reconstitución. La existencia del capital depende del proceso de su continua reconstitución por medio de la separación de lo hecho respecto del hacer. Su existencia, por lo tanto, siempre está en discusión, siempre es un asunto de lucha. Si un día el capital fracasa en convertir el hacer en trabajo enajenado o en explotado, entonces el capital deja de existir. Su existencia es siempre insegura: de ahí la ferocidad de su lucha.
El capitalismo es bifacético. La naturaleza misma de su inestabilidad (el separar lo hecho del hacer) genera la apariencia de estabilidad (la separación de lo hecho respecto del hacer). La identidad (la eseidad) del capitalismo es una ilusión real: una ilusión efectiva generada por el proceso de producción (el proceso de separar lo hecho respecto del hacer). La separación de la constitución respecto de la existencia es una ilusión real: una ilusión efectiva generada por el proceso de producción (el proceso de separar existencia respecto de constitución). La ilusión es efectiva porque niega la fragilidad del capitalismo. Parece como que el capitalismo “es”, pero el capitalismo nunca “es”: es siempre una lucha para constituirse a sí mismo. Tratar al capitalismo como un modo de producción que “es” o, lo que viene a ser lo mismo, pensar la lucha de clases como una lucha desde abajo contra la estabilidad del capitalismo, es caer de cabeza en el sucio fango del fetichismo. El capital, por naturaleza, aparece como algo que “es”, pero nunca “es”. Esto es importante tanto para comprender la violencia del capital (la continua presencia de lo que Marx denominó “acumulación primitiva u originaria”), como para comprender su fragilidad. La urgente imposibilidad de la revolución comienza a abrirse hacia una urgente posibilidad.
Pero podría objetarse que es necesario distinguir constitución de reconstitución. Aun aceptando que la existencia del capital es una lucha constantemente renovada, ¿no existe diferencia entre la constitución original y la reconstitución necesaria para mantener la existencia de las formas capitalistas de las relaciones sociales? Incluso si decimos que una relación amorosa depende de su constante reconstitución, de enamorarse cada día, ¿no existe diferencia entre el enamoramiento inicial y su repetición cotidiana? Incluso si el dinero debe ser cotidianamente reconstituido a fin de existir, ¿no existe diferencia entre la imposición original del dinero como una relación social y su diaria reconstitución? Puede ser que cada vez que vamos a un negocio y pagamos con dinero seamos conscientes de su violencia pero el hecho de que antes hayamos pasado por la misma monetización de las relaciones sociales cientos de veces, ¿no significa que la lucha (del lado del capital) por monetizar nuestra conducta es menos intensa que antes? Si negamos la distinción entre constitución y reconstitución, ¿no nos arriesgamos a caer en un mundo de amnesia, en un mundo en el que no es posible una acumulación de la experiencia?
Así es. Las condiciones en las que tiene lugar la lucha para constituir el capital (para separar lo hecho respecto del hacer) cambian todo el tiempo. La repetición del proceso de explotación cambia las condiciones en las que tiene lugar la lucha por explotar, de manera muy similar a corno una ola de ocupaciones de fábricas para impedir la explotación (o el aceleramiento del proceso de trabajo para intensificar la explotación), también cambia las condiciones en las que tiene lugar la lucha para explotar. Existe efectivamente una acumulación de experiencia (aunque no lineal) en ambos lados de la lucha. Pero esto no afecta el argumento básico: el capital nunca “es”, su existencia nunca es una existencia de duración, siempre depende de la lucha para reconstituirse a sí mismo. La reconstitución nunca puede darse por supuesta.
Pero, puede volver a objetarse, esta no es la manera en la que Marx comprende el fetichismo: en El capital trata a las formas capitalistas de las relaciones sociales como formas estables. Efectivamente, ésta es la lectura tradicional de El capital pero, en primer lugar, lo que Marx pensó no puede por sí mismo sostenerse corno una refutación del argumento (no importa lo que Marx pensó sino lo que nosotros pensamos) y, en segundo lugar, la lectura tradicional de El capital pasa por alto su carácter crítico. La obra de Marx es una crítica de la economía política, una crítica de la hipostatización de sus categorías por los economistas políticos. En El capital Marx habla de las formas de las relaciones sociales corno formas constituidas porque las está criticando corno ilusiones reales. Marx no las critica mostrando la génesis histórica sino la génesis continua de esas formas en el proceso de producción, en la existencia antagónica del proceso de trabajo corno trabajo concreto y trabajo abstracto. Mostrando la generación continua de esas formas, Marx muestra implícitamente que no pueden entenderse las formas de las relaciones sociales como estables, que no puede entenderse el fetichismo corno un hecho acabado. Las formas de las relaciones sociales son procesos-formas, procesos de formar relaciones sociales.204
Pero puede volver a objetarse que pensar la lucha contra el capital corno anti identitaria implica colocamos en una posición teórica y prácticamente imposible. Toda conceptualización implica identificación: si no podemos identificar, no podemos pensar.
Toda lucha también implica identificación. ¿O es que simplemente vamos a olvidar las luchas de los negros contra la discriminación, el movimiento feminista, los movimientos indígenas?
La diferencia está entre una identificación que se detiene allí y una identificación que se niega a sí misma en el proceso de identificar. La diferencia está entre conceptualizar sobre la base del ser y conceptualizar sobre la base del hacer. El hacer, corno hemos sostenido, es el movimiento antagónico de identidad y no-identidad. El hacedor es y no es, así corno lo hecho es y no es, es objetivado velozmente y luego reintegrado en el flujo social del hacer. Pensar sobre la base del ser es simplemente identificar. Pensar sobre la base del hacer es identificar y, en el mismo acto, negar la identificación. Esto es reconocer la inadecuación del concepto a lo que es conceptualizado. “El nombre de dialéctica comienza diciendo que los objetos son más que su concepto, que contradicen la norma tradicional de la adaequatio”. Pensar sobre la base del hacer significa, entonces, pensar contra-y-más-allá de nuestro propio pensamiento: “[El pensamiento] puede pensar contra sí mismo. Si fuera posible una definición de la dialéctica, podría ser ésta”.
Lo mismo puede decirse de la lucha. Existe un mundo de diferencia entre una lucha que simplemente identifica (que dice “somos negros”, “somos palestinos”, “somos vascos”, como si estas fueran identidades fijas en lugar de ser momentos de lucha) y una lucha que identifica y, en cada momento de identificación, niega esa identificación: somos indígenas-pero-más-queeso, somos mujeres-pero-más-que-eso. Mientras que esta última se mueve contra la identificación en el proceso mismo de afirmar la identidad, la primera es fácilmente absorbida en un mundo fragmentado de identidades. Para la estabilidad del capitalismo no importa la composición particular de las identidades (negro es lo mismo que blanco, vasco que español, mujeres que hombres) sino la identidad como tal. Una lucha que no se mueve contra la identificación como tal se mezcla fácilmente con los patrones cambiantes de dominación capitalista. La fuerza y la repercusión del movimiento zapatista, por ejemplo, no proviene del hecho de que es un movimiento indígena sino de que va más allá de eso para presentarse como un movimiento que lucha por la humanidad, por un mundo de muchos mundos.207
Nuevamente, incluso, podría objetarse que sostener que nuestra lucha es anti-identitaria en el pensamiento y en la práctica, que está dirigida contra la separación de la constitución y la existencia, es elevar la vida a un nivel insoportable de intensidad. Así es. La identidad hace la vida soportable. La identidad mata el dolor. La identidad embota los sentimientos. Sólo la identificación de un Ellos hace posible para nosotros vivir con la epidemia de Si da en África o la muerte cotidiana de miles de niños por causa de enfermedades que son curables. La existencia del capitalismo es concebible sólo sobre la base del embotamiento de nuestros sentimientos: no es sólo cuestión de drogas (algo muy importante), sino sobre todo de identidad, esa fragmentación que nos permite elevar la moral privada como una pared que nos aparta del dolor del mundo. El grito es el reconocimiento y la confrontación del dolor social. El comunismo es el movimiento de la intensidad contra el embotamiento de los sentimientos que hace que los horrores del capitalismo sean posibles.
Si siguen surgiendo posibles objeciones no es porque el argumento sea defectuoso, sino porque estamos caminando sobre el límite de la posibilidad. (Plantear la pregunta de cambiar el mundo sin tomar el poder, ya es tambalear sobre el borde de un abismo de imposibilidad y locura.) Y, sin embargo, no hay alternativa. La comprensión de la fetichización como proceso es la clave para pensar en cambiar el mundo sin la toma del poder. Si abandonamos la fetichización-como-proceso, abandonamos la revolución como auto-emancipación. La comprensión del fetichismo como fetichismo duro sólo puede llevar a comprender la revolución como cambio del mundo en beneficio de los oprimidos y esto, inevitablemente, significa poner el centro de atención en el poder. La toma del poder es el objetivo político que da sentido a la idea de una revolución “en beneficio de”; una revolución que no es “en beneficio de” sino auto-movimiento, ni siquiera tiene necesidad de pensar en “tomar el poder”.
Si, por otro lado, pasamos completamente por alto el fetichismo, estamos de nuevo en el sujeto como héroe. Si el poder no nos impregna y nos separa, sino que, por el contrario, es posible para un sujeto sano existir en una sociedad enferma, entonces podemos tratar al sujeto como sincero, saludable y sano: el buen héroe que batalla contra la sociedad mala. Esta perspectiva aparece en diferentes versiones, quizás no tan alejadas entre sí como a primera vista pudiera parecer. En la teoría marxista ortodoxa (no sólo en la teoría de los partidos comunistas sino mucho más allá de ella) el héroe no aparece como la clase trabajadora sino como el Partido. En la teoría autonomista, la que aunque critica la teoría ortodoxa no lleva esa crítica hasta sus últimas conclusiones, el héroe aparece como la clase trabajadora militante. El buen héroe que batalla contra la sociedad mala es también el personaje sobresaliente de la teoría liberal, de la teoría de Hollywood, con la única diferencia de que ahora el héroe no es la clase o el Partido sino el individuo. El problema, sin embargo, no es sólo el individualismo: es el sujeto héroe como tal.
No existe héroe. Sobre todo, quien se dedica a la teoría no es un héroe. No es un Conocedor o una Conocedora. La teoría no se eleva por sobre el combate: simplemente, es parte de la articulación de nuestra existencia cotidiana de lucha. No mira a la sociedad desde arriba: participa de la lucha cotidiana por la emancipación, golpeando a las formas que niegan nuestra subjetividad. La teoría es práctica porque es parte de la práctica de vivir: no tiene ‘que saltar un abismo para convertirse en práctica. Si no se entiende el fetichismo como un estado que impregna el conjunto de la sociedad sino como un movimiento antagónico de fetichización y anti-fetichización, y si la teoría crítica se entiende como parte del movimiento de antifetichización, parte de la lucha por defender, restaurar y crear el flujo colectivo del hacer, entonces resulta claro que todos nosotros somos, de diferentes maneras, los sujetos de la teoría crítica en la medida en la que participamos de ese movimiento. El sujeto de la crítica no es el sujeto inocente, individual, aparentemente no fetichizado de la teoría democrático liberal o del marxismo partidario. Yo no soy el sujeto: nosotros lo somos. No un nosotros que surge de un simple poner juntos yoes inocentes sino un nosotros de yoes lisiados, rotos, pervertidos que pelean en dirección de nuestra nostredad. La crítica es parte de esta lucha en dirección de la nostredad, parte de la aspiración hacia la nostredad que haría de nuestros yoes un todo.
Existe un mundo de diferencia, por lo tanto, entre decir que el fetichismo no es absoluto sino más bien una lucha continua entre fetichización y antifetichización, y decir que el fetichismo deja ciertos sectores de personas sin fetichizar (el Partido, los intelectuales, los marginados). Nosotros no estamos no fetichizados, somos parte de un movimiento antagónico contra la fetichización.
La lucha contra el fetichismo implica una lucha para superar nuestra fragmentación, una lucha para encontrar formas adecuadas de articular nuestra nostredad, para encontrar maneras de unir nuestras distintas dignidades en respeto mutuo, lucha cuya dignidad reside precisamente en el reconocimiento y negación de su propia negación como dignidad. No es una lucha democrática, si por tal se entiende (como se hace habitualmente) el reunir un montón de individuos. Por el contrario, la lucha contra la fetichización es la lucha de las personas que se respetan mutuamente, no porque somos un conjunto de individuos enteros, sino porque somos parte del movimiento contra el proceso que nos invalida y nos pervierte. Es por eso que las luchas continuamente hacen surgir formas de relaciones sociales y maneras de articular el yo-y-nosotros que tienen poco en común con el amontonamiento de individuos típico de la democracia burguesa. La Comuna de París analizada por Marx, los consejos obreros teorizados por Pannekoek, los consejos comunales de los zapatistas, etcétera: todos son experimentos en el movimiento contra el fetichismo, en la lucha por el flujo colectivo del hacer, por la autodeterminación.