agosto 28, 2018
La suspensión de los derechos y de la democracia
Raúl Prada Alcoreza
Cuando se pone en suspenso la institucionalidad, cuando se ponen en suspensó los derechos constitucionalizados, es decir, la generaciones de derechos plasmados, cuando los gobiernos hacen lo que les viene en gana, cuando las instituciones, desde los órganos de poder de la división constitucional establecida, la del equilibrio de poderes, están sometidas al capricho del ejecutivo, no hay pues ni república, en el sentido del Estado de Derecho, tampoco Estado Plurinacional Comunitario y Autonómico, en el sentido de la Constitución. No hay más que el ejercicio permanente del poder como violencia desenvuelta. Cuando a alguien, un dirigente, por ejemplo, se le imputa, sin demostrarle nada de la imputación, y los dispositivos de poder, como la policía y el órgano judicial, se encargan de llevar adelante la imputación insostenible, aunque solo llevadera porque se tiene, como se dice comúnmente, el sartén por el mango, entonces nadie, ningún órgano de poder, ninguna institución, ningún dispositivo, cumple sus funciones. Entonces, ni la policía y ni el órgano judicial son lo que dicen ser; son otra cosa, son los medios de fuerza de la violencia desencadenada del gobierno de turno.
A Franklin Gutiérrez, dirigente de la Asociación Departamental de Productores de Coca (Adepcoca) de La Paz, se lo acusa de ser el autor intelectual de la muerte del teniente de policía de UMOPAR, el teniente de la Unidad Móvil de Patrullaje Rural (UMOPAR) Daynor Sandoval Ortiz, sin comprobarle nada, solo ateniéndose a las conjeturas delirantes del gobierno y de sus altos funcionarios. El hecho de que se ejecute su aprensión es ya una violación de los derechos constitucionalizados, humanos, civiles, políticos, sociales, colectivos. Es, entonces, una acción ilegitima e ilegal; es un delito cometido por el gobierno y sus instituciones, que más que instituciones son dispositivos de la violencia estatal. Que esta efectuación desembozada se de ante la mirada asombrada de la opinión pública, que no hace nada para impedirlo, es una muestran patente de que se acepta, sin más, la violación de la Constitución y los derechos. Es como darle carta blanca a los brabucones del gobierno y los comandantes de la policía, además de a los jueces del órgano judicial. Podemos decir que la democracia ha muerto, que impera la tiranía o, peor aún, el despotismo efectuado por instituciones que no son lo que establece la Constitución, sino los brazos verdugos de la ejecución de los caprichos de los hombres paranoicos del poder.
Nada es lo que aparenta ser. La “policía” no es la policía, el “ejercito” no es el ejército, el “órgano judicial” no es el órgano de la justicia, el Congreso es cualquier cosa, menos un espacio de representación del pueblo y de deliberación. Hemos llegado a la muerte del mismo Estado-nación. No hay Estado, sino una disposición de instrumentos institucionales que cumplen funciones no institucionalizadas, las que manda el capricho de los hombres paranoicos del poder. Que los dispositivos de este poder descuajeringado, el de la forma de gubernamentalidad clientelar, ejecuten las acciones sin sustento legal ni constitucional quiere decir que usan la imagen de legitimación que no corresponde. Son nada más ni nada menos que organismos perversos al servicio de la forma de poder vigente. En estas condiciones no hay porque aceptar sus acciones inconstitucionales y no-institucionales.
La “policía” ejecuta sus acciones llevando el uniforme y pretendiendo avalarlas porque es “policía”; empero, cuando lo hace de esa manera, dolosa e inconstitucional, deja de serlo, deja de ser policía. Cuando el “gobierno” asume esas acciones como propias y las avala con un discurso insostenible, contrastado por los hechos y la propia Constitución, no es gobierno sino un desgobierno o como dicen los zapatistas, un mal gobierno. No hay porque entonces aceptar estas acciones gubernamentales.
Si a este hecho descrito por los mismos sucesos dramáticos, comentados tibiamente por los medios de comunicación y denunciados levemente por los colectivos interpreladores, sean organizaciones sociales o colectivos activistas, se suman otros hechos o secuencia de hechos donde el gobierno de turno hace gala de su desenvuelta voluntad de dominio descarnado, como desconocer los resultados de un referéndum, desechar, como si nada, los derechos consagrados de las naciones y pueblos indígenas originarios, entonces estamos ante la marcha desbocada de una tiranía que no respeta la Constitución, por lo tanto la democracia, peor aún, al pueblo.
Llama la atención que la opinión pública, incluso, que el pueblo, a pesar de su asombro, ante la desenvoltura de la violencia de lo grotesco político, solo atine o observar indignado, en el mejor de los casos, a denunciar, incluso a interpelar. No hay dominación sino es aceptada. Si se deja hacer a los gobernantes y a sus dispositivos de poder, que han dejado de funcionar como instituciones, quiere decir que hay complicidad con la dominación y la violencia desatada. Teóricamente, situación estimada por la interpretación, en este caso política, el pueblo, depositario y encargado, además de ejecutor, de la soberanía, no debe ni puede aceptar esta suspensión de la democracia, de la Constitución y de los derechos. Tiene pleno derecho a la subversión.
Es inocuo centrarse en el campo discursivo, incluso en el campo ideológico, más allá en las pretensiones de la ejecución política; el problema no se esclarece ni se vislumbra en los discursos, sus pretensiones de verdad, sus devaneos ideológicos. El problema se ventila concretamente en la constelación de los hechos. No estamos ante un gobierno democrático, ante un gobierno constitucional, sino ante un gobierno impuesto por la convocatoria del mito, primero; después, por las extensivas redes clientelares; para terminar, siendo la imposición de la violencia descarnada y sin tapujos. Llama la atención que la opinión pública, más concretamente, el pueblo, siga tomando en cuenta los discursos emitidos. Lo hacen también los pretendidos críticos del gobierno, ya sean de la llamada “oposición” o, peor aún, de la llamada “izquierda” consecuente. El debate no está en las pretensiones discutibles de una forma de gubernamentalidad clientelar, en decadencia. El debate debería centrarse y concentrarse en la gramatología de los hechos, es decir, en el acontecimiento político.
Lo que hace el gobierno clientelar es lo que hace cualquier forma de gobierno, sea de “derecha” o de “izquierda”, sea neoliberal o “progresista”, ejerce el poder en las condiciones de posibilidad jurídico-políticas e histórico-políticas que le tocan, en la formación social en su singularidad coyuntural. Lo que acaece, lo que sucede, es decir, los desenlaces cotidianos, coyunturales, corresponden a correlaciones de fuerza. Que el gobierno se imponga ante la multitudinaria sumatoria de fuerzas populares quiere decir que la voluntad del pueblo, es decir, la constelación de voluntades singulares populares, está inhibida. Esta inhibición se debe a que el pueblo, aunque no sea en su generalidad, todavía cree o está atrapado en el mundo de las representaciones. Cree en la ilusión impuesta por la máquina de la fetichización, es decir, la ideología.
Si hoy se trata de las penurias, por así decirlo, que ocasiona un denominado “gobierno progresista”, no quiere decir que otras formas de gobierno no causen penurias. Todas las formas de gubernamentalidad modernas de la historia política han causado penurias. Se pondere como se pondere, unas con más peso, otras con menos peso, no es la cuestión. El problema de la cuestión política es que el pueblo ha delegado su constelación de voluntades singulares a los llamados “representantes del pueblo”. En consecuencia, ha otorgado poder a estos “representantes”. No se trata entonces, ingenuamente, de escapar a una forma de representación y convocatoria política para caer en otra, sino de asumirse en la madurez política, en el uso critico de la razón, en la capacidad de autogobierno del pueblo, lo que quiere decir democracia.
Se puede criticar a los gobernantes de turno, teniendo en cuenta los hechos, los sucesos y los eventos políticos acaecidos; empero, lo que no hay que olvidar, que lo mismo, en menor o mayor intensidad, en menor o mayor extensidad, ha ocurrido y puede acaecer con otras formas de gubernamentalidad modernas. No se sale de la desdicha con cambiar unos amos por otros - ya esto ha sido una experiencia demostrada con los “gobiernos progresistas” -, sino saliendo efectivamente del círculo vicioso del poder.
Si no tuviéramos, en lo que se denomina comúnmente pasado, la experiencia política padecida, hasta se podría suponer, interpretativamente, la necesidad de la experiencia, para aprender; sin embargo, a estas alturas, como se dice, del partido, de las historias políticas de la modernidad, no se puede sostener ni hacer esto. El pueblo, concepto rousseauniano, es responsable de lo que acaece políticamente, del gobierno que tiene, de la estructuras y diagramas de poder. Si sigue aceptando las argumentaciones estrambóticas de los gobernantes, si sigue suponiendo, en una especie de figura parecida al movimiento del péndulo, que se trata de cambiar de forma de gobierno, sea el que sea la pretensión ideológica, incluso el reclamo ingenuo de institucionalidad, entonces es cómplice de sus propias dominaciones, acepta el reforzamiento de las cadenas que lo atan a las sombras de la caverna.
Lo que pasa en los Yungas, como lo que ha pasado antes en el TIPNIS, así como en otros lugares, incluso antes de los periodos del “gobierno progresista”, es también responsabilidad de un pueblo que acepta, diga lo que diga, haga lo que haga, en los límites impuestos por el poder, en los márgenes que el poder acepta y establece como tolerante o como incluso cuestionable. A lo que hemos dicho hay que añadirle lo siguiente, sin ninguna intención de exagerar, que lo que está en cuestión no es solamente el provenir político ni el porvenir social, sino la propia sobrevivencia de la humanidad. La crisis ecológica ha llegado a extremos, cuando el llamado eufemísticamente “cambio climático” amenaza la sobrevivencia de las sociedades humanas. Hay que ser demasiado insensible o desubicado, mejor dicho, enajenado, en los términos de la filosofía hegeliana, como para no darse cuenta de lo que acontece.