Movimientos sociales en América Latina. El “mundo otro” en movimiento

Indice
Introducción
Capítulo 1 - Un balance de 15 años
Capítulo 2 – Los desafíos posteriores
Capítulo 3 – Hacia pensamientos propios
Capítulo 4 - Consideraciones sobre metodologías
Bibliografía
Apéndice



Movimientos sociales en América Latina. El “mundo otro” en movimiento

Raúl Zibechi

Indice
Introducción
Capítulo 1 - Un balance de 15 años
Capítulo 2 – Los desafíos posteriores
Capítulo 3 – Hacia pensamientos propios
Capítulo 4 - Consideraciones sobre metodologías
Bibliografía
Apéndice

“Lo que me preocupa es que esa casa, que es un mundo, no vaya a ser igual que éste. Que la casa sea mejor, más grande todavía. Que sea tan grande que en ella quepan no uno, sino muchos mundos, todos, los que ya hay, los que todavía van a nacer”.
Subcomandante Insurgente Moisés
Suscomandante Insurgente Galeano (el Sup).

Introducción
Desde el último ciclo de luchas, hacia fines del siglo pasado, se han producido una gran cantidad
de cambios en los movimientos populares y en las formas de la acción colectiva que serán
analizados en este trabajo. En menos de dos décadas la región pasó de la hegemonía
conservadora y neoliberal a la hegemonía progresista, para deslizarse nuevamente hacia la
derecha cuando comenzó el fin de ciclo de los gobiernos que se inspiraron en las luchas de los
movimientos populares. Los cambios en el escenario regional impactan en las organizaciones
sociales, pero éstas siguen jugando un papel determinante en el curso político. Así como las
luchas de la década de 1990 modificaron la relación de fuerzas en la región y colocaron a la
defensiva a los gobiernos neoliberales, tanto la estabilización posterior como la reactivación de
los conflictos –desde 2013 aproximadamente– están influyendo de forma notable en el devenir de
nuestras sociedades.
En este marco, los movimientos que emergieron en la década de 1990 han sufrido mutaciones:
algunos desaparecieron centrifugados por problemas internos, otros fueron cooptados por los
gobiernos o decidieron plegarse a las instituciones. Lo cierto es que de aquella camada de nuevos
movimientos queda poco en pie, y los que persisten han experimentado cambios notorios.
Digamos que han llegado a la meseta de la madurez, se han estabilizado y ya no representan un
riesgo de desestabilización para los sistemas políticos que han aprendido a relacionarse con ellos.
Sin embargo, unos pocos han sabido reinventarse, encontrando nuevas fuentes para rejuvenecer
su militancia, mantenerse vivos y reforzar sus perfiles antisistémicos.
Resulta importante destacar el nacimiento de nuevos movimientos, en casi todos los países, que
encarnan las opresiones más acuciantes, derivadas del crecimiento exponencial del extractivismo
depredador, de los feminicidios y de la violencia estructural contra los pobres. La fase actual del
capitalismo en el mundo y en nuestra región, es el mayor desafío que enfrentan los sectores
populares organizados, ya que el sistema apuesta a su desaparición como pueblos, clases, etnias,
razas, géneros y generaciones. No es exagerado decir que los pobres de América Latina están
sufriendo un genocidio, de tal intensidad y extensión como no se conocía desde la Colonia. En
ese sentido, tanto en lo económico como en lo político vivimos una suerte de re-colonización de
nuestros territorios y pueblos.
Unos movimientos sociales con historia. Así lo precisa el estudio sistemático de los movimientos
sociales de nuevo tipo, que toma forma en la década de 1960 en las universidades de Estados
Unidos y Europa. Fue el período de crecimiento de la actividad y visibilidad de nuevos sujetos
colectivos que tuvieron su máxima expresión en las movilizaciones por los derechos civiles y la
resistencia contra la guerra en Vietnam en Estados Unidos, y en las jornadas de mayo de 1968 en
Francia y en otros países del centro y la periferia de mundo, en un extraordinario activismo que
Immanuel Wallerstein bautizó como “revolución mundial de 1968”.
Nuevos sujetos colectivos ocuparon el centro del escenario social y político que durante largo
tiempo había sido casi monopolizado por los trabajadores organizados en sindicatos, que desde el
siglo XIX se erigieron como el principal actor en los conflictos sociales. La nueva camada de
movimientos fueron conceptualizados por una parte de los analistas como “nuevos movimientos
sociales”, destacando algunas diferencias respecto a los movimientos anteriores. En líneas
generales, la sociología de los movimientos sociales se focaliza en el tipo de organización
interna, en las demandas y en las formas de la acción colectiva, así como en la estructura de las
oportunidades políticas que les permite emerger en el escenario público de forma exitosa.
Los paradigmas europeos y norteamericanos sobre los movimientos sociales, incluyendo los
análisis de autores latinoamericanos hasta la década de 1970, están anclados en las experiencias
de organizaciones más o menos amplias que reclaman al Estado el cumplimiento de ciertas
demandas. En la amplia bibliografía existente puede constatarse que no existe una teoría única ni
siquiera una concepción común de lo que es un movimiento social1
. Pero un tema central que
pretendo plantear y discutir en este trabajo es que la categoría “movimiento social” no debería ser
asumida para comprender y explicar la acción colectiva en América Latina. Uno de los
argumentos centrales, siguiendo a Aníbal Quijano, es que en nuestro continente –como
consecuencia de la dominación colonial– los estados-nación fueron construidos sin que hubiera
una previa democratización de las sociedades, como sucedió en Europa, sino excluyendo a las
mayorías negras, indias y mestizas. El poder colonial y el colonialismo interno han generado
relaciones sociales heterogéneas, tanto en el ámbito de la producción como de la reproducción.
Por su parte, los movimientos sociales en Europa y América del Norte se mueven en sociedades
relativamente homogéneas en las que el control y explotación del trabajo se concreta básicamente
a través del salario, y donde las relaciones sociales son relativamente homogéneas y, por eso, la
lógica que gobierna el todo lo hace también sobre las partes. En tanto en América Latina
contamos con cinco tipos de relaciones o modos de control del trabajo: esclavitud, servidumbre
personal, reciprocidad, pequeña producción mercantil y salario (Quijano, 2000). Estamos ante lo
que Quijano define como “heterogeneidad histórico-estructural” de nuestras sociedades, en las
que se ponen en movimiento relaciones sociales diferentes y diversas. Por lo que resulta más
conveniente denominar a nuestros movimientos colectivos como “sociedades en movimiento” o,
como ellos mismos se denominan, “pueblos” o “naciones” que luchan por su soberanía y
autodeterminación.
Postulo que en América Latina existen muchos movimientos sociales pero, junto a ellos,
superpuestos, entrelazados y combinados de formas complejas, tenemos sociedades otras que se
mueven no sólo para reclamar o hacer valer sus derechos ante el Estado, sino que construyen
realidades distintas a las hegemónicas (ancladas en relaciones sociales heterogéneas frente a la
homogeneidad sistémica), que abarcan todos los aspectos de la vida, desde la sobrevivencia hasta
la educación y la salud. Esto ha sido posible porque los pueblos organizados han recuperado
tierras y espacios y en ellos se han territorializado, que es una de las principales diferencias
respecto a lo que sucede en otras partes del mundo, de modo muy particular en el Norte.
“Nuestro mundo”, el mundo desde el que hablamos/sentimos/escribimos, ha crecido y se ha
expandido de forma notable en las últimas décadas. Parece necesario iluminarlo, hacerlo visible
para entender desde dónde hacemos y desde qué lugares estamos transformando el mundo.
Para particularizar o ejemplificar: en Colombia funcionan 12 mil acueductos comunitarios que
son responsables del 40 por ciento de la provisión del servicio de agua en zonas rurales y de casi
el 20 por ciento en algunas ciudades. Cada acueducto es sostenido por una o varias comunidades
organizadas que toman sus decisiones en asambleas, que autogestionan el servicio de agua de
forma democrática (Red Nacional de Acueductos Comunitarios, 2015).
1 Para un análisis general desde América Latina es muy útil consultar el trabajo de la socióloga brasileña Gloria
Gohn, Teorías dos movimentos sociais. Paradigmas clássicos e contemporáneos, Loyola, San Pablo, 1997.
En Argentina hay casi 400 fábricas recuperadas y 100 bachilleratos populares que ya tienen más
de una década y siguieron creciendo durante el período de expansión de la economía, porque
recuperar una empresa en crisis o abandonada por los patrones se ha convertido en el sentido
común de miles de trabajadores. Los bachilleratos populares funcionan en fábricas recuperadas
por sus trabajadores, en sindicatos y en organizaciones territoriales en barrios populares
(Gemsep, 2015). Hay más de 16 mil asociaciones comunitarias en todo el país, de los más
diversos emprendimientos productivos.
Un reciente censo de la Asociación de Revistas Culturales Independientes Autogestivas, revela
que sólo en ese sector hay casi 200 revistas, tanto en papel como digitales, que la mayoría
nacieron desde 2011 (cuando comenzó la reactivación de nuevos movimientos), que la mayor
parte son cooperativas y que en ellas trabajan poco más de mil personas que las distribuyen mano
a mano o en centros sociales y culturales. Pese a contar con escaso apoyo estatal, estas
publicaciones llegan a cinco millones de lectores mensuales (un millón las revistas impresas y
cuatro millones de visitas en las webs), lo que equivale a un 15 por ciento de la población y un
porcentaje mucho mayor de los lectores habituales (AReCIA, 2016). A ellas hay que sumarles las
radios comunitarias que tienen una larga tradición en Argentina, pero sobre todo en Bolivia y
Ecuador.
En México se han censado 2.280 emprendimientos sustentables implementados por colectivos
sociales en áreas que van desde la agricultura y el café orgánico hasta el ahorro y la
educación/capacitación. Son proyectos sostenidos por comunidades, ejidos, cooperativas o
sociedades, o sea por grupos humanos organizados territorialmente que producen y reproducen la
vida. Lo más notable es que en 2006 había la mitad de proyectos (1.126) y que se duplicaron
pese a (o por) la guerra desatada por el Estado mexicano contra los pueblos (Toledo y OrtizEspejel,
2014).
El movimiento de economía solidaria en Brasil cuenta con 30 mil emprendimientos, tres millones
de personas y es responsable del 3 por ciento de PIB del país (Fbes, 2011). Además, 25 millones
de hectáreas han sido recuperadas por la reforma agraria desde abajo, que realizan los
movimientos sin tierra. Son dos millones de personas que han construido 1.500 escuelas que
funcionan en base a una pedagogía de la tierra diferente a las pedagogías estatales.
Estas son apenas una fracción de las múltiples construcciones populares en ciudades y campos en
apenas cuatro países, ya que no contamos con un “censo” de iniciativas de abajo. En cada país
cualquier lector puede hacer una lista de las iniciativas que conoce, con resultados que lo van a
sorprender. Son decenas de miles de construcciones en las que participan millones de personas en
tiempos “normales”, pero que se expanden de forma exponencial durante las crisis. Pensemos
que en Argentina durante la crisis de 2001 hubo 5 millones de personas involucradas en las ferias
de trueque, un tercio de la fuerza laboral del país. Sólo en el estado mexicano de Guerrero hubo
20 mil personas que se armaron para defenderse durante el período más álgido de la violencia
policial y delincuencial. En ambos países eran, en tiempos “normales”, muy pocas las personas
que tomaban la decisión de practicar el trueque o tomar las armas para defenderse.
Nombrar este vasto universo como movimientos sociales, es encasillarlo en un concepto
fraguado para otras realidades, que puede tener cierta utilidad descriptiva, pero obtura la
comprensión de prácticas colectivas diversas –casi siempre contrahegemónicas y en ocasiones
anticapitalistas-, aunque algunas reproducen los moldes del sistema a pesar de estar dirigidas por
los de abajo. Estas construcciones son nombradas por el zapatismo como “una casa nueva” en la
que caben “muchos mundos”. Por eso mismo nombrarnos como movimiento social –que
inevitablemente se referencia en el Estado– no es conveniente ni justo con lo que se está
haciendo en tantos rincones de nuestro continente. Como las realidades y las construcciones son
diversas, aceptemos que se nombren con los más diversos nombres: pueblos, naciones, sectores
populares, clases, sociedad civil organizada, poderes de abajo y, si todavía se quiere,
movimientos sociales. No vamos a pelear por nombres ni por fraguar conceptos.
Este trabajo se propone acompañar los cambios en las resistencias y luchas de los de abajo, con el
objetivo de permitir a los activistas comprender mejor lo que está sucediendo en los espacios en
que se organizan y actúan, lo que puede contribuir a hacer más potente su militancia.
He optado por partir de un trabajo realizado hace 15 años, hacia fines de 20022
, para proceder a
una lectura auto-crítica, mostrando las insuficiencias de aquello que pensaba al filo del ciclo de
luchas anterior. La revisión de aquel texto se hace a la luz de todo lo que han hecho los pueblos
organizados en los años que siguieron, hasta hoy.
El segundo capítulo resume las que creo son las principales características de las resistencias en
este período, haciendo hincapié en que vivimos la crisis final del sistema-mundo capitalista. Los
movimientos del abajo transitan dos modos simultáneos de cambiar el mundo: la resistencia a los
poderosos y la construcción de la “casa nueva”. Esta característica se deriva de que el capitalismo
actual, en su fase de despojo y guerra contra los pueblos, pretende destruirnos para convertir la
naturaleza en mercancías. El resultado es que los pueblos no tienen un lugar en el sistema y que
para poder resistir y sobrevivir necesitan crear algo nuevo.
El tercer capítulo aborda los nuevos pensamientos que nacen entre los de abajo, que también son
autónomos a la hora de analizar la realidad, pensarse como colectivos y proyectar su futuro; y el
cuarto se focaliza en las metodologías de investigación académicas, que suelen reproducir los
moldes coloniales. En ambos capítulos se trata de mostrar cómo los sujetos colectivos muestran
capacidad de trabajar con base en criterios, culturas e identidades propias, diferentes a los modos
hegemónicos, aunque buena parte de ellos han comenzado desde la educación popular y, al
profundizarla, crean nuevos modos de autoeducación en movimiento.
Para los lectores que se acercan por primera vez al tema, tal vez sea más adecuado empezar con
el Apéndice, ya que el capítulo 1 es un largo comentario sobre ese trabajo y de ese modo podrán
tener un hilo temporal más adecuado sobre los movimientos. He procurado reducir al mínimo las
citas al pie de página y las referencias bibliográficas para facilitar la lectura, que es el objetivo de
este trabajo.
Agradezco de todo corazón a Marco Raúl Mejía, director de la Colección Primeros Pasos, y a la
editorial Desde Abajo, por la confianza depositada al encargarme este trabajo sobre los
movimientos sociales. En todo caso, no son responsables de los errores ni del enfoque elegido.
Capítulo 1
2 Ver Apéndice.
Un balance de 15 años
A fines de 2002, el ciclo de luchas de los movimientos sociales que enfrentaron el neoliberalismo
había alcanzado uno de sus puntos más altos. El movimiento piquetero argentino había derribado
al gobierno de Fernando de la Rúa en diciembre de 2001, con una alianza de hecho con las clases
medias afectadas por el corralito de sus depósitos bancarios. Los movimientos populares
venezolanos habían revertido el golpe de Estado contra Hugo Chávez (abril 2002) y el paro
petrolero que buscaba paralizar la economía del país (diciembre 2002-febrero 2003). La “guerra
del agua” en Cochabamba y las movilizaciones aymaras en el Altiplano, en 2000 en Bolivia,
estaban a punto de derrocar al gobierno neoliberal y represivo de Gonzalo Sánchez de Lozada.
Los indígenas ecuatorianos habían protagonizado varios levantamientos, que dieron cuenta de los
gobiernos de Jamil Mahuad (enero de 2000) mediante una insurrección que fue capaz de crear
contrapoderes en las provincias, y años antes habían derribado al presidente Abdalá Bucaram
(1997).
En 1999 el Marzo Paraguayo derribó al gobierno de Raúl Cubas y significó el ocaso del hombre
fuerte del país, Lino Oviedo, mostrando la potencia de los movimientos campesinos. En 2000 la
Marcha de los Cuatro Suyos, en Lima, enterró al régimen de Alberto Fujimori y en junio de 2002
un levantamiento popular en Arequipa revirtió la privatización de las empresas eléctricas. En
1997 una inmensa Marcha Nacional por la Reforma Agraria, Empleo y Justicia, convocada por el
MST (Movimiento Sin Tierra) llegó a Brasilia un año después de la masacre de Carajás, donde el
latifundio asesinó a 19 campesinos sin tierra. La Marcha visualizó el apoyo de la sociedad hacia
la reforma agraria y el rechazo al latifundio improductivo.
Estos procesos populares arrancan con tres hechos históricos que marcaron una inflexión de los
movimientos en nuestra región: el Caracazo de febrero de 1989, el levantamiento indígena del
Inty Raymi en junio de 1990 en Ecuador y el alzamiento zapatista el 1 de enero de 1994 en
México.
La inusitada potencia de aquellos movimientos y levantamientos, que fueron capaces de derribar
una decena de gobiernos en pocos años, y que crearon una nueva coyuntura política en la región
colocando a la defensiva a los promotores del modelo neoliberal, merecía una reflexión acerca de
estos movimientos de nuevo tipo. A comienzos de la década de 2000, el único gobierno de
carácter anti-neoliberal era el de Hugo Chávez, de modo que aún no podía hablarse de una etapa
progresista como la que sobrevendría en los años posteriores. La iniciativa política residía aún en
las calles.
En ese marco de fuertes ofensivas populares, indígenas y campesinas, elaboré un texto para dar
cuenta de las principales diferencias con los movimientos del Norte: “Los movimientos sociales
latinoamericanos: tendencias y desafíos” (ver Apéndice), abordaba de forma somera las
corrientes de resistencia presentes en los movimientos y las siete características que los
diferenciaban de los movimientos precedentes.
Ellas consistían en el arraigo territorial de los movimientos, tanto los rurales como los urbanos; la
búsqueda de la autonomía del Estado y de los partidos políticos; la revalorización de la cultura y
la afirmación de la identidad de los pueblos y sectores sociales; el haber tomado en sus manos la
formación de sus dirigentes y la educación de sus miembros; el destacado papel de las mujeres y
de las familias; la creación de organizaciones donde los dirigentes no están separados de sus
bases; y las formas auto-afirmativas de lucha por sobre las instrumentales.
Entre las corrientes de resistencia destacaba las comunidades eclesiales de base vinculadas a la
teología de la liberación; las cosmovisiones indígenas y el guevarismo como inspirador de la
militancia revolucionaria.
Con el paso de los años y la estabilización de aquellos movimientos, algunos de los análisis
realizados mostraron limitaciones que requieren profundizar varios enunciados. En paralelo, el
fin del ciclo progresista está desnudando no sólo las características de los gobiernos instalados en
la región desde 1999, sino también los modos como analizamos e interpretamos a los propios
movimientos y, de modo muy particular, las limitaciones que en aquellos momentos no fuimos
capaces de visualizar pero se hicieron notorias cuando la estabilización progresista permitió que
los estados pusieron en pie políticas sociales que desintegraron, debilitaron o cooptaron a no
pocos movimientos.
El aspecto decisivo que impone revisar lo que pensamos hace 15 años, es que el ciclo de luchas
que permitió enhebrar aquellas reflexiones está renaciendo desde otro lugar, dando paso a nuevos
movimientos y acciones colectivas que parecen ir perfilando un nuevo ciclo. Consideramos que
no es posible reflexionar al margen del conflicto social, que las ideas son alumbradas por las
luchas de clases, géneros, razas y etnias, y que sin estar apegados a ellas cualquier reflexión
estará desgajada y desconectada de la realidad y será, por tanto, inútil para transformar el mundo.
La formulación inicial, de que el armazón ético y cultural de los grandes movimientos reposaba
en las tres corrientes político-sociales mencionadas, sigue siendo acertado, pero omite otras
corrientes igualmente relevantes.
La primera es la relativa al papel de la educación popular, que en otros textos del mismo período
intenté destacar. En efecto, la pedagogía de Paulo Freire estuvo presente en todos los
movimientos populares desde la década de 1980, contribuyendo a un mejor relacionamiento de
los activistas con los sectores populares. Mediante las técnicas de la educación popular pudimos
conocer mejor las potencias emancipatorias presentes entre los campesinos y los habitantes de las
periferias urbanas, así como establecer lazos de confianza y horizontalidad de conocimientos.
Los modos de la educación popular se han convertido en sentido común en la vida cotidiana de
muchos movimientos, en particular los urbanos y campesinos.
La segunda desatención está en haber subestimado el papel de los movimientos de mujeres y los
feminismos. En América Latina el papel de las mujeres en movimiento, o sea de mujeres que no
necesariamente se definen feministas pero que sus prácticas van en la dirección de la
emancipación, se ha ramificado, diversificado y hecho carne en la vida cotidiana de millones de
mujeres. Han nacido así feminismos comunitarios, negros, indios y populares que se distinguen
de las prácticas de las Ongs, que suelen enarbolar discursos de género y que serían
indistinguibles si no atendiéramos lo que hacen, casi siempre lejos de la atención mediática y de
las izquierdas.
¿Cómo categorizar lo que hacen las mujeres zapatistas? Ellas no se definen como feministas,
pero es evidente que sus prácticas son claramente emancipatorias. En esta diversificación de los
feminismos, más que una clasificación como la que hicieron las feministas europeas entre las
diversas corrientes (feminismo de la diferencia, de la igualdad, etcétera), es más útil el rastreo
sobre el terreno de las múltiples prácticas y cosmovisiones existentes (Gargallo, 2012). La
principal diferencia en el seno del movimiento feminista es entre las institucionales y las
autónomas o radicales, en un período como el actual (comienzos del siglo XXI) en que hasta los
estados se han vuelto “feministas”.
Lo cierto es que las prácticas de emancipación de las mujeres, como las de la educación popular,
se han convertido en sentido común entre una parte importante de las mujeres organizadas en
movimientos, lo que no quiere decir que el machismo y el patriarcado hayan desaparecido. Por el
contrario, la violencia contra las mujeres ha escalado bajo el neoliberalismo como nunca antes,
en gran medida porque los feminicidios se han convertido en un modo de control en las zonas
donde la población más pobre y rebelde no es domesticable con los modos disciplinarios del
panóptico (Zibechi, 2016a).
1.- Territorialidad y mundos nuevos
En aquel momento visualizamos el arraigo territorial como “el rasgo diferenciador más
importante de los movimientos sociales latinoamericanos, y lo que les está permitiendo revertir la
derrota estratégica”. Dicho de ese modo parece acertado. Sin embargo, deja por lo menos dos
cuestiones en el aire. La primera se relaciona con las políticas sociales que implementan los
estados, que se afincan en los mismos territorios de los movimientos pero con el objetivo de
obturar los territorios, ocupándolos para impedir o neutralizar la organización popular. Este fue
un aspecto escasamente considerado en aquel momento y que comenzó a desplegarse con todo su
vigor en los años posteriores a los triunfos del PT en Brasil y del kirchnerismo en Argentina, a
partir de 2003.
Lo que parece evidente es que la respuesta territorial de las políticas estatales está siendo bastante
más profunda y eficiente de lo que habíamos imaginado, en gran medida porque los hacedores de
estas políticas pertenecieron en su momento al campo anti neoliberal. Cuando esas fuerzas
políticas se hicieron gobierno, pudieron contar con un bagaje de conocimientos y de personas
cualificadas en los territorios en resistencia para implementar políticas sociales en los espacios
que conocían en detalle (Zibechi, 2010). No darle relevancia a este rasgo de las políticas
estatales, impidió comprender que las ganancias territoriales de los movimientos eran frágiles y
transitorias, por lo menos en las condiciones de los movimientos urbanos como los piqueteros
argentinos.
La segunda cuestión tiene que ver con los propios movimientos. La territorialización de sujetos
colectivos abre las puertas a la creación de un mundo nuevo y diferente al capitalismo
hegemónico. Y aquí viene la principal desconsideración de aquel período: lo que llamamos
arraigo territorial implica la reapropiación de los medios de producción en manos de la burguesía
y del estado. En las tierras donde los indígenas y campesinos cultivan colectivamente, en las
periferias urbanas donde los pobres levantan sus barrios, se produjeron previamente las
ocupaciones de espacios que pertenecieron a propietarios privados o eran tierras fiscales.
Lo importante en este punto es que el arraigo territorial de los movimientos se produce después
de la toma/ocupación de la tierra, de forma organizada y a veces de modo capilar por una
sumatoria de tomas familiares como sucede en muchas barriadas populares de las grandes
ciudades. En ambos casos, aunque de modo más explícito en las tomas colectivas de tierras en las
ciudades y campos, podemos observar lo que Marx denominaba como “expropiación de los
expropiadores”. En suma, se trata de la apropiación de la propiedad privada de los medios de
producción en manos de la burguesía, que pasan a ser propiedad colectiva de las comunidades en
lucha. Lejos de ser un detalle, este punto es el núcleo de la lucha anticapitalista, ya que no se
puede derrotar al sistema sin expropiar a la clase dominante, algo que fue sistemáticamente
dejado de lado en las últimas décadas, en particular desde la caída del socialismo real y el triunfo
del neoliberalismo.
La novedad que aportan los movimientos (en particular los zapatistas y los indígenas que
recuperan tierras en manos de los hacendados, así como los campesinos sin tierra de Brasil) es
que la expropiación de los propietarios privados se realiza de forma directa y sin mediar la toma
del poder estatal, por lo que no es una medida centralizada dirigida por un poder revolucionario.
Se produce de forma gradual y local, en relación a la fuerza que tengan en cierto momento los
movimientos populares. En el Cauca, por ejemplo, desde que el proceso que llevó a la creación
del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) en 1971, las tomas de tierras fueron permanentes
a lo largo de varias décadas como parte de la lucha contra la terrajería, de modo que hoy puede
decirse que los terratenientes como clase ya no existen, ni como fuerza económica ni como poder
político. Aún viviendo bajo un sistema capitalista, en amplias zonas de nuestra América los
pueblos organizados han producido cambios importantes en la propiedad de los medios de
producción y en consecuencia en la realidad política.
No es el único caso, por cierto. Algunos movimientos sindicales y movimientos por la vivienda,
han sido capaces de recuperar de los más diversos modos los medios de producción, en algunos
casos de forma legal, ya sea a través de la compra de esos medios o de la adjudicación por el
estado de los mismos.
Sin embargo, la recuperación de los medios de producción, en este caso la tierra y las fábricas,
por sí solo no resuelve los problemas. Hace falta algo más: que la gestión de esos medios de
producción sea realizada por el conjunto de los trabajadores y que estos se apropien del proceso
de trabajo y del producto final del mismo. Eso nos indica que no todos los movimientos son
igualmente anticapitalistas y que la propiedad en sí, no resuelve todos los problemas, pero que
sin la propiedad, no se resuelve ninguno.
En América Latina tenemos millones de hectáreas en manos de movimientos, en particular tierra
reapropiada. El Movimiento Sin Tierra (MST) de Brasil ha recuperado unas 25 millones de
hectáreas de los hacendados. Una superficie equivalente a un 25 por ciento del tamaño de
Colombia. Una parte de esas tierras son cultivadas por los colectivos campesinos, en forma
cooperativa, como propiedad colectiva o como propiedad familiar individual, pero siempre en
espacios denominados “asentamientos”, donde el colectivo campesino está organizado y toma las
decisiones importantes. Pero hay también tierras recuperadas donde el colectivo se desorganizó o
nunca estuvo conformado, de modo que cada familia cultiva lo que quiere y lo distribuye a su
manera, sin existir reglas que involucren a todos, porque no existe el concepto de
“asentamiento”.
En los asentamientos del MST, el colectivo decide qué se cultiva en función de la calidad de las
tierras, se ordena el territorio (desde la disposición de las viviendas y las parcelas familiares hasta
los equipamientos colectivos como la escuela, los depósitos, comedores colectivos y lugares de
reunión), se establecen formas cooperativas de trabajo por las cuales compran maquinaria de
forma colectiva que se usa rotativamente, se debate la pedagogía a usar en la escuela del
movimiento, y las ventas de los productos se realizan en ferias propias o “ferias de reforma
agraria”.
También hay unas 400 fábricas en manos de sus obreros, más de 350 sólo en Argentina que es
donde el movimiento es más consistente y amplio. Las fábricas y empresas, muchas de servicios
como restaurantes, hoteles o lavanderías, han sido tomadas cuando el patrón decide cerrar la
empresa porque no le resultan suficientes las ganancias y se dispone a dar la quiebra. Cuando se
hacen cargo de la empresa, los trabajadores deciden en asamblea si mantienen la escala salarial
del patrón o todos pasan a recibir el mismo salario (que es la decisión de la mayoría), acuerdan
modificar la organización del trabajo y la distribución de las máquinas, eliminan a los capataces y
controladores, se hacen cargo de la contabilidad porque los administrativos suelen abandonar
estas iniciativas, y también de la venta y distribución de lo que fabrican. En algunos casos, crean
redes propias de distribución en las que involucran a otros movimientos, o cuentan con el apoyo
de algunos municipios que absorben una parte de la producción.
Pero hay también fábricas recuperadas que mantienen las jerarquías salariales, la división del
trabajo, el control heredado de los patrones y producen para el mercado. En estos casos, aunque
la propiedad o el control de la empresa es de los trabajadores, al no haber cambios en el seno de
la fábrica y predominar la continuidad, puede decirse que estamos ante una empresa capitalista
similar a la que funcionaba con patrón. El hecho de que exista, o no, una asamblea de
trabajadores que toma las decisiones, es un hecho que define ante qué tipo de relación social nos
encontramos: si la jerárquica capitalista o una forma colectiva donde el poder de decisión lo
tienen los trabajadores. Podemos estar así ante la paradoja de una propiedad colectiva pero con
gestión jerárquica funcional al capitalismo.
Los movimientos también han incursionado en el control de medios de cambio, como el dinero y
el crédito. Lo hacen con el objetivo de que las familias que integran el movimiento, o los
colectivos de productores, tengan acceso a préstamos sin caer en las garras de la banca y las
finanzas que les cobran intereses de usura. Los zapatistas tienen sus propios “bancos”, el
Movimiento de Comunidades Populares de Brasil cuenta con grupos de inversión colectiva que
aportan dinero y reciben préstamos sin interés para poder construir sus viviendas o poner
pequeños negocios, sin acudir a la banca. Pero estos “bancos” populares son administrados por la
comunidad, que los controla de cerca, evitando que los gestores se autonomicen y decidan por su
cuenta el destino del dinero de las familias.
2.- La autonomía es más que una palabra
Inicialmente consideramos la autonomía de una manera muy general, como una declaración
política de principios. Bastaba decir que un movimiento es autónomo, para creer que realmente lo
era. En sus primeras etapas, las vertientes más radicales del movimiento piquetero argentino
afirmaban su “independencia de partidos políticos, centrales sindicales e iglesias” (Zibechi,
2003). En las primeras declaraciones no se menciona al estado y aunque la autonomía no se
reduce a la dimensión política, ya que se registró un debate sobre el papel de los
emprendimientos productivos como posible base de la autonomía, no hubo una construcción
sólida en esa dirección.
Con la distancia que permite el paso de una década y media, se pueden observador dos hechos:
que el movimiento era más anti-partidos que anti-estado y que simplificamos el concepto de
autonomía al reducirlo a su vertiente declarativa e ideológica.
La debilidad de la posición anti-estatal fue quedando clara a medida que los estados se
reposicionaron con gobiernos progresistas y con partidos de izquierda, ya que muchos
movimientos asumieron el apoyo “crítico” a esos gobiernos, a lo que consideraron como
“gobiernos en disputa” en cuya relación de fuerzas los movimientos debían influir. La forma
como la mayoría abrumadora de movimientos se plegaron a los gobiernos progresistas, revela
debilidades intrínsecas en ellos.
Las excepciones fueron algunos movimientos bolivianos como la Confederación de Pueblos
Indígenas de Bolivia (Cidob) y el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu
(Conamaq) que protagonizaron la marcha en defensa del Territorio Indígena y Parque Natural
Isiboro Sécure (Tipnis) lo que les costó la división interna fomentada por el gobierno; la
Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) y movimientos sindicales
ecuatorianos, que tienen dirigentes presos; la Central de Cooperativas de Servicios Sociales de
Lara (Cecosesola) en Venezuela, que siempre fue autónoma en todos los sentidos; más los
pequeños y nuevos movimientos en Brasil como el Movimento Passe Livre y el Movimiento Sin
Techo (Mtst), entre los más conocidos; los anti-mineros y las resistencias a la soja en Argentina
(Paren de Fumigarnos, Madres de Ituzaingó, Asamblea de Malvinas Argentina y la Unión de
Asambleas Ciudadanas), así como pequeños grupos urbanos. En Uruguay se destacó desde los
comienzos la Asamblea Permanente por el Agua y la Vida que consiguió frenar los proyectos de
mega minería.
La importancia de construir autonomías integrales, sólo fue alumbrada al tener un mayor
conocimiento del movimiento zapatista y de otros procesos como Cecosesola en Venezuela. La
autonomía debe abarcar todos los aspectos, desde las ideas hasta la producción y la reproducción
de la vida, lo que incluye en un lugar muy destacado la capacidad de asegurar la alimentación y
la salud de quienes están involucrados en los movimientos y, en lo posible, de las comunidad en
general. Es evidente que estamos ante desafíos enormes, particularmente complejos en las
ciudades donde la relación con la tierra y el agua son frágiles y siempre dependientes de
empresas públicas o privadas.
Mientras campesinos e indígenas tienen una larga experiencia de autonomía alimentaria y tienen
sus propias prácticas en salud, los sectores populares urbanos han sido despojados de esos
saberes. De ahí la importancia de conocer las pocas prácticas de autonomía más o menos integral
existentes en las grandes ciudades. Algunos corregimientos de Medellín consiguieron cierta
autonomía en el suministro de agua, al igual que la Comunidad Habitacional Acapatzingo en el
Distrito Federal de México; muchos colectivos urbanos en todo el continente cuentan con huertas
familiares y comunitarias donde cultivan alimentos y hierbas medicinales. Aún estamos muy
lejos de poder hablar de autonomía integral en las ciudades, pero ya se comienzan a establecer
alianzas entre pequeños productores cercanos a las ciudades y colectivos urbanos para la venta y
el intercambio, como sucede en Barquisimeto en la larga experiencia de Cecosesola.
La autonomía plena se construye en tiempos largos e incluye órganos de toma de decisiones, para
impartir justicia, para administrar la vida cotidiana de los sectores populares en espacios propios.
Este es el aspecto más complejo en la ciudad: ¿cómo poner en pie algo así como guardias
indígenas en los barrios populares? Aún no lo sabemos, o bien las experiencia existentes son de
breve duración y no permiten sacar conclusiones.
3.- Cultura e identidad
En su momento aseguré que los movimientos en sus territorios revalorizan la cultura y reafirman
la identidad de los pueblos y sectores sociales. Es cierto, pero sólo parcialmente. La cuestión es
que no hay una cultura preparada para ser recuperada o una identidad ya formada para ser
reafirmada. Lo que hacen los pueblos que luchan es crear nuevas culturas e identidades.
Los campesinos organizados como Movimiento Sin Tierra, crean una identidad “sin tierra”, o sea
de luchadores por la reforma agraria. La identidad “sin tierra” no existía, fue creada en la
organización, en la lucha por recuperar la tierra, en las múltiples reuniones y asambleas, en los
trabajos de las comisiones de salud, educación, seguridad, cocina y otras que funcionan en los
campamentos. Estos son agrupamientos de decenas y cientos de familias que se organizaron para
ocupar una tierra y cuando son desalojados pasan a vivir en barracas de lona al costado de las
carreteras, durante años. En esos espacios auto-organizados nace la identidad “sin tierra”, que se
va creando a contrapelo, en las adversidades, en las represiones, en las fiestas y en las misas
colectivas. En los campamentos hay tiempo para actividades en las que se recrea la cultura
campesina tradicional, pero en la cual se mezclan formas culturales de quienes proceden de las
periferias urbanas y son hijos o nietos de campesinos.
Lo anterior vale para todos los movimientos. Ser zapatista es una construcción de tres décadas,
que comienza en el período del silencio y la clandestinidad en los trabajos colectivos y en las
reuniones secretas por las noches (entre 1984 y 1994). Hoy las y los jóvenes zapatistas asumen su
identidad de manera natural, pero fue creada y recreada durante 30 años de organización y lucha.
Una identidad y una cultura cambian a lo largo del tiempo, como sucede en todos los procesos
colectivos. El papel de las mujeres y de los jóvenes se ha sido fortaleciendo gradualmente, así
como el lugar que ocupan los caracoles y las juntas de buen gobierno, que recién tienen algo más
de una década. El predominio (hacia afuera) del pasamontañas y las armas, fue cediendo paso al
funcionamiento de las juntas de buen gobierno, las cooperativas, las clínicas, los trabajos
colectivos y las radios. La construcción del mundo nuevo desplazó –en el imaginario del mundo
no zapatista- al enfrentamiento militar.
Sería interesante poder reflexionar ante cada actor colectivo cómo se crean estas identidades y
cómo se reproducen o se revierten, llegado el caso, por el abandono de la lucha o por la
desorganización del movimiento. En el particular de los pueblos nasa y misak, sería interesante
comparar la cultura y la identidad de la primera generación de luchadores que crearon el Consejo
Regional Indígena del Cauca (Cric), hombres y mujeres que sufrieron la terrajería y la
vencieron; con la generación posterior a la Constitución de 1991 que comenzó a participar en las
instituciones estatales y a recibir subsidios de lo gobiernos. Esta comparación también podría
hacerse con la camada de jóvenes que está relevando a las anteriores generaciones desde la
Minga de 2008 y que participa bien en el Congreso de los Pueblos, bien en Marcha Patriótica o
bien en otras expresiones sociales colectivas con asiento en distintas partes de Colombia. En
estos distintos momentos, podemos observar diferencias en cuanto al tipo de trabajos, la
formación, los lugares donde se mueven y los modos como lo hacen, las expectativas y el
discurso que enarbolan.
Estamos ante la creación de culturas e identidades, en plural, porque en cada proceso aparecen
formas diferentes, no hay homogeneidad ni puede haberla porque cada sector de la sociedad que
se organiza tiene puntos de partida distintos y modos de caminar también diferentes. Lo común
puede ser la tensión anticapitalista, pero ella se manifiesta de modos muy distintos en el campo
que en las ciudades, entre campesinos indígenas o entre negros y sectores populares urbanos,
entre las generaciones más jóvenes y las otras, entre varones y mujeres, y así. Por eso los mundos
nuevos no pueden ser iguales entre sí.
4.- Educación en movimiento
En el anterior ciclo de luchas los movimientos tomaron en sus manos la formación a partir de
criterios pedagógicos propios y en espacios creados por ellos, donde se formaron niños y niñas,
adolescentes y adultos, en escuelas levantadas y sostenidas por los movimientos, a la vez que se
crearon espacios de formación colectiva donde participaron dirigentes y militares.
En el campo de la educación aparecieron dos orientaciones divergentes que, en cierto punto, se
pueden tornar antagónicas y que representan las dos grandes vertientes de los movimientos
antisistémicos en América Latina. Por un lado, el MST propone un lema que sintetiza su política:
“Educación: nuestro derecho, deber del Estado”. Por otro, para el Ezln la autonomía es el
principio que guía toda su vida política y su proyecto educativo (Pinheiro, 2015). La mayoría de
los movimientos oscilan entre ambas posiciones. El punto de divergencia es el papel que cada
quien le asigna al Estado en el proyecto de transformación de la sociedad.
Los procesos de creación de espacios educativos y de formación se siguen expandiendo. A
mediados de la década de 2000, sobre los territorios y espacios del movimiento piquetero
argentino surgieron los bachilleratos populares, y desde 2011 el potente movimiento estudiantil
en Chile redundó en la creación de unas 30 iniciativas de educación autónoma territorial, en las
cuales los ex estudiantes tomaron en sus manos procesos de autoeducación colectiva dejando la
demanda al estado en un segundo plano (Zibechi, 2016c).
Sin embargo, lo que está sucediendo va mucho más allá de la apropiación de la educación por los
movimientos. Se trata de cambios fundamentales en los modos de comprender el mundo y de
trasmitir los saberes, que rompen con las lógicas logocéntricas y estadocéntricas de entender la
educación. En los últimos 15 años se han producido tres procesos simultáneos: la estatización y
burocratización de la educación popular, que había jugado un papel determinante en la
conformación de los movimientos; la emergencia de modos de aprender/trasmitir saberes con
fuerte implicación en las culturas de los pueblos; y la autoeducación de comunidades enteras
para formarse como sujetos revolucionarios o sujetos colectivos. Estos dos últimos procesos
están influenciados por el sector de educadores populares que no se plegó a los estados.
1.- La educación popular sufrió un largo proceso de profesionalización desde el fin de las
dictaduras, participando en espacios estatales como los municipios (Gohn, 2002). Con el
advenimiento de gobiernos progresistas, se produjo la institucionalización en ministerios de
prácticas de educación popular, a la vez que muchos educadores se profesionalizaron (Zibechi,
2010).
En el análisis de Gloria Gohn, se destaca la desaparición de la horizontalidad entre facilitadores y
estudiantes de educación popular, la creación de relaciones asimétricas y de poder entre ambos,
el énfasis en la formación de los educadores y la tendencia a vincularse con los alumnos como
beneficiarios de programas sociales. El estado se convierte en el nuevo actor en la educación
popular (EP) mientras las Ongs se especializan como agentes de programas y proyectos de EP,
en tanto “los gobiernos dejan de ser el enemigo a ser combatido y pasan a destacar su papel
público, como polo generador, financiador e impulsor de iniciativas sociales, en programas que
buscan patrocinar acciones de inclusión social de los excluidos” (Gohn, 2002: 57).
La EP se convierte en un engranaje central de las políticas sociales para combatir la pobreza,
donde las metodologías juegan un papel central, pero deja de ser un factor revulsivo del orden
social para adoptar “prácticas más legalistas, para incluir, precaria y marginalmente, a los
excluidos” (Gohn, 2002: 58).
Muchos educadores populares, sin embargo, siguieron fieles a los principios y los objetivos de la
EP, vinculándose a procesos sociales de base, a organizaciones y movimientos y se mantuvieron
como dinamizadores de los sectores populares, como el colectivo “Pañuelos en Rebeldía” de
Argentina. De algún modo puede decirse que se mantuvieron en una cierta “marginalidad”
política y material, en el empeño de que el movimiento social se convierta en el sujeto
pedagógico, una auto-educación en movimiento, como señala el brasileño MST (Salete, 2000).
Desde otro lugar, la EP fue cuestionada por la emergencia de sujetos no occidentales como las
comunidades andinas aymaras y quechuas, ya que sus metodologías entran en contradicción con
saberes y cosmovisiones diferentes a las occidentales.
La intelectual aymara Silvia Rivera, con su apuesta por la historia oral, que desarrollaremos en
otro capítulo, mostró alternativas a la investigación-acción-participante que no consigue
desbordar el papel determinante que juega el investigador o educador, mostrando que la
investigación en oralidad puede ser “un ejercicio colectivo de desalienación, tanto para el
investigador como para su interlocutor” (Rivera, 1987: 11). Critica en particular cierto
“paternalismo criollo” al atribuir a lo popular características que ese sector social no ha definido
como tales, por lo que exige “sujetarse al control social de la colectividad” con la que se trabaja.
Es evidente que este conjunto de críticas pudieron emerger cuando nacieron sujetos colectivos lo
suficientemente sólidos y vitales como para cuestionar todos los aspectos sobre los que reposa la
sociedad opresora. El levantamiento del Inti Raymi en Ecuador (1990), el Ya Basta zapatista
(1994) y las luchas aymaras en Bolivia (2000-2005), abrieron las compuertas para que los
saberes de los pueblos desbordaran los territorios étnicos y contaminaran las parcelas más
inquietas de las sociedades.
2.- La irrupción de pueblos indígenas y más recientemente de pueblos negros, consiguió
visibilizar formas de conocer imbricadas en sus culturas y modos de vida. Se trata de pueblos que
ponen el acento no en la educación sino en una “pedagogía del aprendizaje”, que se sustenta en
“la estrategia de la visualización antes que la interacción verbal”, como parte de “un proceso
integral, colectivo-colaborativo, donde grupos humanos, la naturaleza y las deidades interactúan
para producir los conocimientos” (Castillo, 2005: 69).
La forma como las madres quechuas trasmiten el tejido andino a sus hijas e hijos, a través del
contacto físico-afectivo, desbordando la relación sujeto-objeto, educador-educando, donde el
sujeto es quien aprende y no quien “enseña”, abre las puertas a modos más integrales de trasmitir
saberes que los hegemónicos en Occidente, desarticulando el concepto mismo de educación.
No se trata de pedagogías especiales, sino de relaciones entre las personas, y entre éstas y las
plantas y los animales, que nos indican que los saberes no pertenecen a individuos sino a
comunidades. Se aprende para vivir en comunidad y en comunión con todos los seres vivos,
humanos y no humanos, no para tener un conocimiento especial que nos coloque por encima de
otros y otras.
Entre los pueblos negros, como los consejos comunitarios del río Guajuí (Cauca, Colombia), la
recuperación de prácticas culturales en torno a la medicina, la oralidad, el folclor, la gastronomía
y la producción, contribuyó a fortalecer la identidad y la capacidad organizativa de las
comunidades. Apelando a los sabios y ancianos pudieron agrupar y reproducir el arte de parteros,
sobanderos, remendieros y curanderos en un diálogo de saberes intracomunitario, en los espacios
de la vida cotidiana (Montaño, 2016).
En esa recuperación de saberes, la música y la danza afro juegan un papel central en el
aprendizaje y en la transmisión de saberes, como la construcción y ejecución de instrumentos
musicales como marimba, bombo, cununo y guasá. Son los modos como se trasmite la cultura
oral. Según Montaño, las músicas y las danzas, así como otras expresiones de la cultura
afrocolombiana, son “el medio para lograr la sostenibilidad de los aprendizajes de una cultura de
oralidad”.
3.- Las comunidades en resistencia o comunidades de vida, se auto-educan para formar los
sujetos colectivos de los cambios. Este proceso es muy notable entre las comunidades zapatistas
y una parte de las comunidades mapuche en el sur de Chile. El sistema de educación zapatista
está subordinado al proyecto político de las comunidades y municipios autónomos, las bases de
apoyo y el Ezln.
Los docentes, “promotores y promotoras de educación”, son elegidos, mantenidos, vigilados y
evaluados por las asambleas de las comunidades y municipios autónomos, a la vez que cada
municipio construye con los recursos propios y de la solidaridad, los edificios escolares y
consigue materiales pedagógicos. Se trata de un docente comprometido con el proyecto político
de las comunidades y de comunidades que se hacen cargo de todos los aspectos de la educación.
Así, “los pueblos zapatistas han venido asumiendo el control de la gestión educativa, haciendo de
la asamblea comunal, del concejo autónomo y de la coordinación de los promotores y de los
comités de padres, los principales espacios de deliberación, decisión y de acción política en
materia educativa” (Baronnet, 2011: 203).
Los zapatistas consiguen de ese modo apropiarse de todos los aspectos de la educación, desde los
edificios hasta la pedagogía, en un proceso de construcción de una educación autónoma en la
que, en última instancia, las decisiones las toman las familias que son bases de apoyo del Ezln,
bajo la figura de “junta de padres de familia y abuelos de los alumnos, en la cual participan a
veces los niños”. En suma, las familias se encargan de mantener a los maestros y maestras (no
con dinero sino con alimentos y cultivando colectivamente la milpa del promotor), a debatir y
decidir colectivamente sobre las prácticas pedagógicas. Esto supone rechazar las escuelas, los
programas y los docentes del estado. Incluso cuando llega un aporte solidario externo, las
comunidades se reúnen para decidir si lo aceptan y, en caso de hacerlo, en qué lo aplicarán.
De ese modo, pueden trasmitir a los niños y niñas sus valores, sus modos de ver el mundo y el
lugar que quieren ocupar en él, en base a las cosmovisiones y culturas de los pueblos. No se
limitaron a reformar la escuela estatal desde dentro, sino que optaron por construir “otra escuela”
desde su cultura y su propio mundo. En ella la distancia entre alumnos y docentes es mínima,
ambos trabajan juntos en la limpieza y el mantenimiento de la escuela, entre muchas otras tareas.
De algún modo, esta escuela reproduce el mundo indio, pero no de modo mecánico sino
potenciando su rebeldía y fortaleciendo su capacidad de resistencia frente al capitalismo. Por eso
es un sistema educativo autónomo zapatista, en el cual las nuevas generaciones (la mitad de los
zapatistas tienen menos de 20 años) se preparan para luchar contra el capitalismo y para
autogobernarse como pueblos mientras construyen un mundo nuevo.
La larga experiencia de Cecosesola, en la que participan 20 mil personas que integran las
cooperativas y 1.300 trabajadores asociados, es considerada como un proceso educativo
permanente, que se realiza en más de 300 asambleas anuales sin educadores ni educandos.
Consideran que la red de cooperativas es un conjunto de espacios de aprendizaje colectivo sin
una dirección jerárquica. En sus propias palabras, es un proceso de transformación cultural
anclado en las emociones compartidas que se retroalimentan mutuamente en las asambleas
semanales, “un profundo proceso formativo que se nutre de la cotidianeidad” (Cecosesola, 2009:
6).
5.- Las mujeres desbordan la cooptación
Ya nadie puede poner en duda el papel central de las mujeres en los movimientos, como
sostenedoras de la organización y como argamasa de la vida colectiva. Cuando decimos mujeres
incluimos también a los hijos e hijas, la familia extensa predominante en los sectores populares
ordenada en clave femenina. A comienzos de la década de 2000 la cooptación y el control estatal
de los movimientos de mujeres estaba en su apogeo, pero en los últimos años se registra un
nuevo protagonismo femenino, en todos los espacios de la vida colectiva.
En primer lugar, observamos una impresionante ampliación del movimiento de mujeres,
enfocado en gran medida contra los feminicidios, consecuencia del poder que han adquirido las
mujeres en la vida cotidiana y del modelo extractivo depredador que multiplica la violencia
machista. Las masivas manifestaciones bajo el lema Ni Una Menos, que reunieron cientos de
miles en las convocatorios de 2015 y 2016, así como las más de 60 mil mujeres que acudieron al
30° Encuentro Nacional de Mujeres en Mar del Plata (Argentina) y las 70 mil que estuvieron en
el encuentro de Rosario en 2016, dan cuenta de la masividad alcanzada por el movimiento de
mujeres en toda la región.
Los temas que proponen y debaten forman ya parte de la agenda política y mediática, aunque
desde los gobiernos y las empresas están haciendo notables esfuerzos para cooptar al movimiento
integrando sus demandas pero vaciadas de contenido. Esto es algo que sucede siempre que un
movimiento se masifica. Lo notable en este caso, es que las demandas de las mujeres ya son parte
de la vida cotidiana de las sociedades latinoamericanas.
La segunda dinámica se registra a escala local. Las mujeres han construido un lugar destacado, y
de poder, en sus comunidades y en los movimientos sociales, no a través de cargos de alta
visibilidad como los varones, sino que lo han hecho tomando en sus manos actividades tan
importantes como la alimentación y la salud. En base a una reciente observación en la ciudad de
Córdoba (Argentina), puedo afirmar que los movimientos territoriales que hacia 2000-2001
tenían un 60 por ciento de mujeres, hacia 2016 ellas son el 90 de las asambleas, y ya aparecen
asambleas de mujeres en varias organizaciones de las periferias urbanas.
Como mujeres y madres se encargan de comedores populares y del cultivo de huertas, y como
curadoras se han especializado como parteras, hueseras, yerberas y cultivadoras de plantas
medicinales. En suma, se crecieron al asumir la reproducción, pero ya no a escala del hogar sino
colectivamente, con otras mujeres, en espacios colectivos.
En este sentido, puede decirse que han politizado la reproducción al sacarla de la oscuridad del
hogar y, al hacer visible esa sociedad doméstica, comenzaron a construir una política propia,
comunitaria, anclada en los trabajos colectivos y en la defensa de los bienes comunes, que
podemos denominar también “política en femenino” ya que es el ámbito de las mujeres
(Gutiérrez, 2015). Estamos apenas en los primeros pasos de las reflexiones sobre cómo sería la
política que nace en los espacios de la reproducción; ya que la emancipación siempre se ha
reflexionado desde los espacios de la producción y la resistencia a la acumulación de capital, o
sea desde la explotación y la apropiación de plusvalor por la clase propietaria de los medios de
producción.
En tercer lugar, cabe registrar los recorridos que en la última década realizó el feminismo, que se
fue diversificando y enriqueciendo como feminismos comunitarios, feminismos negros,
feminismos indios, populares y autónomos, además de feminismos anticoloniales o decoloniales,
ecofeminismos y otras creaciones de las mujeres….y muchas prácticas feministas sin etiqueta.
Al parecer el feminismo ha hecho varios recorridos simultáneos. Por un lado, las feministas
actuales ya no se reclutan exclusivamente entre clases medias blancas profesionales, como
sucedió en su primera generación, en las década de 1970 y 1980. Observamos el arraigo del
feminismo en los sectores populares, en las barriadas periféricas, en las favelas y quilombos
negros y en las comunidades indias, en los más diversos rincones aparecen feminismos que
encarnan las culturas, identidades, valores y modos de cada sector social.
Por otro lado, el feminismo es no sólo más plebeyo sino más juvenil. Si en el primer feminismo
predominaban mujeres en el entorno de los 30 años, ahora muchas no llegan a los 20, y las hay
de 14 y 15 años. Ambos hechos, ser más juvenil y más plebeyo, hacen que el feminismo actual
sea potencialmente más revulsivo, más combativo y antisistémico. Las diferencias entre
movimiento feminista y movimiento de mujeres parecen estarse estrechando, a tal punto que es
muy difícil diferenciarlos.
El panorama que observamos es que las mujeres han conseguido desbordar los mecanismos de
cooptación e institucionalización del movimiento desde la Conferencia de Beijing. Silvia Federici
establece un paralelismo entre el papel desempeñado por las Naciones Unidas ante el proceso de
descolonización en la década de 1960, con su actitud hacia el movimiento feminista en la de
1980. Señala que “la intervención de la ONU limitó el potencial revolucionario de dichos
movimientos, asegurando que sus agendas sociales se adapten a los objetivos del capital
internacional”, a la vez que la creación de un feminismo global “ha despolitizado los
movimientos de las mujeres, debilitando su preciada autonomía” (Federici, 2014: 87).
El desborde del control parece estar caminando de la mano del malestar existente entre los
sectores populares, que se manifiesta en la reactivación del conflicto social y el desborde del
control por los gobiernos progresistas. Después de 2010 comenzaron a activarse movimientos de
mujeres en los cuales comenzó a tallar una nueva generación de jóvenes.
6.- Dos dinámicas al interior de los movimientos
Creo que fue el principal error de apreciación cuando, en su momento, consideramos que “los
movimientos actuales rehúyen el tipo de organización taylorista (jerarquizada, con división de
tareas entre quienes dirigen y ejecutan)”. Esta breve descripción no se ajusta a la realidad, ya que
en los movimientos existen por lo menos dos grandes sectores o modos de relación entre sus
miembros. Es cierto, como se afirmaba, que había una tendencia a la auto-organización territorial
y a la construcción de autonomías, pero se sobreestimaba la horizontalidad como rasgo común de
todos los movimientos.
En realidad lo que encontramos es una doble dinámica. Por un lado, comunidades de base, ya sea
las tradicionales comunidades indígenas o negras, que en los procesos de resistencia suelen
experimentar cambios importantes que redundan en su democratización y en la mayor
participación de jóvenes y mujeres, pero también colectivos de base urbanos o campesinos más o
menos estables y compactos. Estas unidades de base suelen tener horizontalidad en su
funcionamiento, con escasas jerarquías y alguna rotación en las tareas, incluso en las tareas de
dirección y representación.
Si observamos al zapatismo, al Movimiento Sin Tierra, a los movimientos indígenas en general,
y también a grupos urbanos como los sin techo de Brasil y los piqueteros en Argentina (hoy
habría que mirar hacia las villas y sus organizaciones), vemos que existen multitud de colectivos
territorializados. Funcionan con base en espacios asambleatorios donde se toman las principales
decisiones, permanecen largo tiempo en el mismo espacio físico del que se re-apropiaron, sus
integrantes se conocen directamente y mantienen vínculos cara a cara. Este tipo de
organizaciones son las bases sociales organizadas de los movimientos y juegan un papel
importante en el proceso de cambios y también en su continuidad.
Pero existen otras estructuras más o menos formales que se encargan de otras tareas. En el caso
del zapatismo es un ejército, el Ezln, integrado por militantes elegidos en las asambleas
comunitarias y que se encarga de la protección de las comunidades ante enemigos externos, de la
seguridad, de velar por la buena marcha del proceso colectivo. Algo similar, pero sin armas,
sucede en otros movimientos como en el nasa-misak organizado en torno al Consejo Regional
Indígena del Cauca (Cric) y la Asociación de Cabildos del Norte del Cauca (Acin). En este caso,
la Guardia Indígena es la encargada de la protección/educación en los resguardos donde las
comunidades y cabildos le reconocen esa autoridad. Ambos casos son muy similares, aunque los
procesos no son iguales.
En otros movimientos indígenas, como el mapuche de Chile, existen grupos de autodefensa no
formales, o por lo menos no visibles desde fuera, que también se encargan de la defensa y de
otras tareas asignadas por autoridades comunitarias. Las “rondas campesinas” del Perú, nacidas
para la auto-defensa comunitaria frente a los ladrones de ganado, se han consolidado luego de
cuatro décadas pero también se transformaron. En los últimos años, en Cajamarca (cuna del
movimiento rondero) las antiguas rondas se convirtieron en Guardianes de las Lagunas que
resisten a la mega-minería cuidando las lagunas de alta montaña que proveen el agua para los
cultivos de los campesinos.
Entre los sin tierra, existe también una estructura de militantes centralizada y bien definida, que
es la dinamizadora del conjunto del movimiento. Aunque no son elegidos por las asambleas de
los campamentos y asentamientos, son aceptados como las personas encargadas de orientar e
impulsar la movilización colectiva. En otros procesos sociales no existen prácticas y formas
organizativas que diferencien de modo tan claro las tareas de autodefensa. En algunos casos, esas
tareas las cumplen los mismos equipos encargados de la formación política y orientación al
conjunto del movimiento.
Estas dos dinámicas son bien complejas y los que participan en la segunda suelen estar
organizados de forma jerárquica, como si fueran un partido o ejército, pero de algún modo
subordinados al conjunto de comunidades que forman la base del movimiento. Entre ambas
estructuras pueden surgir conflictos, roces o desavenencias, por los más diversos motivos.
Cuando el Ezln lanzó los Caracoles y las Juntas de Buen Gobierno, espacios de decisión de los
municipios autónomos y las comunidades en sus regiones, estaba dando un paso al costado para
evitar inmiscuirse en temas de “civiles”. Los consejos autónomos toman sus decisiones, pero la
presencia de “militares” zapatistas complica, porque “la estructura militar del Ezln
“contaminaba” de alguna forma una tradición de democracia y autogobierno. El Ezln era, por así
decirlo, uno de los elementos “antidemocráticos” en una relación de democracia directa
comunitaria” (EZLN, 2003a). Por eso, “quienes deciden participar en los gobiernos autónomos
deben renunciar definitivamente a su cargo organizativo dentro del EZLN”.
Lo expresaron de una manera muy clara, como queda dicho, pero además trazaron las tareas de
cada quien con absoluta transparencia:
Siguen siendo funciones exclusivas de gobierno de los Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas:
la impartición de justicia; la salud comunitaria; la educación; la vivienda; la tierra; el trabajo; la
alimentación; el comercio; la información y la cultura; el tránsito local.
El Comité Clandestino Revolucionario Indígena en cada zona vigilará el funcionamiento de las
Juntas de Buen Gobierno para evitar actos de corrupción, intolerancia, arbitrariedades, injusticia y
desviación del principio zapatista de “Mandar Obedeciendo” (EZLN, 2003b).
Lamentablemente no todos los movimientos han tenido la capacidad y la voluntad de trazar los
límites entre ambas tareas y estructuras de forma tan nítida. En muchas ocasiones, sucede que la
parte jerarquizada “invade” al conjunto del movimiento, creando problemas que en el peor de los
casos suponen suplantar la voluntad de las comunidades por las decisiones de las direcciones. Se
abre así un foso entre direcciones y bases que a la larga debilita al movimiento, ya que lo hace
depender de las cualidades éticas y la sagacidad política de los dirigentes, pero la sujeción de las
bases a las jerarquías conduce inevitablemente a la despolitización y el desánimo.
En todo caso, reconocer que existen esas dos estructuras o niveles de organización es tan
necesario como clarificador, ya que echa luz sobre cuestiones que son imprescindibles para el
buen hacer de los movimientos.
7.- Las formas de lucha
Con la distancia del tiempo, la afirmación de “formas auto-afirmativas de lucha” frente a “formas
instrumentales”, suena poco feliz, incompleta y algo vacía. Las segundas son las que utiliza el
movimiento sindical, huelgas y paros para conseguir sus demandas. Las primeras serían las que
encaran los movimientos territorializados que buscan, a través de acciones como la toma de
tierras y la ocupación de espacios públicos, la reafirmación de su lugar o la reapropiación
simbólica y material de la tierra o de otros medios de producción (aunque compañeras feministas
proponen nombrarlos como “medios de existencia”, lo que parece más adecuado).
En realidad, no hay movimientos que tengan repertorios de acción exclusivos y que hayan dejado
de lado otros modos de hacer, sino que registramos una ampliación del mismo concepto de lucha,
en el que caben los modos tradicionales como otros realmente novedosos. El bloqueo simbólico
del puerto internacional de Buenaventura por 130 lanchas de las comunidades afrocolombianas,
“armados” con tambores y banderas amarillas, al ritmo de los cantos y la música ancestral, el 4
de junio de 2016 en el marco del paro nacional agrario, muestra cómo ambas formas de lucha se
anudan hasta confundirse. En efecto, la movilización convocada por el Proceso de Comunidades
Negras, reclamaba un pliego de demandas al gobierno y a la vez las cientos de personas que
usaron esa forma de acción estaban auto-afirmándose como sujeto colectivo negro en lucha.
La ocupación y bloqueo de un puerto tan importante es una acción novedosa y audaz que buscaba
impactar en un proceso de movilización campesina, indígena y negra en Colombia. Puede
discutirse si el aspecto reivindicativo fue más o menos importante que la autoafirmación de la
cultura negra comunitaria, expresada, mientras se protesta, a través de la música y los cantos
tradicionales, los modos de vestir y danzar.
Es evidente que las comunidades afrocolombianas protestan de modos distintos a como lo hacen
los trabajadores sindicalizados o los indígenas. La lucha afro parece indisociable de las músicas y
danzas. La lucha india suele apelar a los cortes de rutas y a la toma simbólica de ciudades. La
lucha obrera realiza huelgas y manifestaciones. Ni los negros ni los indios pueden hacer paros
como los obreros, aunque pueden “parar” bloqueando la circulación de mercancías. El asunto
central es que durante el paro de la Cumbre Agraria en Colombia todas las formas de lucha
fueron utilizadas de forma simultánea, ya que escenificó la confluencia de diversos actores
sociales y étnicos (Zibechi, 2016b).
Por otro lado, los nuevos movimientos territorializados como el zapatismo y los sin tierra, entre
muchos otros, suelen utilizar viejos métodos de lucha propios del movimiento obrero aunque los
resignifican. Las marchas realizadas por el Ezln desde Chiapas hasta la ciudad de México y las
caminatas del MST, consiguen recorrer amplias regiones haciendo conocer sus demandas a
sectores sociales con los que no tenían contacto directo. En casos puntuales la mayor parte de los
nuevos movimientos utilizan esta forma de lucha, como sucedió en Colombia con la Minga
Social y Comunitaria de 2008 iniciada por indígenas nasa y misak, continuada con la
incorporación de cortadores de caña afrocolombianos y campesinos, hasta la incorporación
masiva de estudiantes y sectores populares al llegar a Bogotá.
Capítulo 2
De movimientos sociales a sociedades “otras” en movimiento
Para reflexionar lo que están haciendo los movimientos en esta nueva etapa, debemos repasar en
primer lugar las principales acciones populares desde 2005, cuando se cierra el ciclo de luchas
con la ‘segunda guerra del gas en Bolivia’ y el triunfo electoral de Evo Morales. El aspecto
principal es el reposicionamiento del estado en todos los países, tanto los que cuentan con
gobiernos progresistas como los que tienen gobiernos conservadores. Lo que cambia son los
modos de ese reposicionamiento, ya que bajo los gobiernos de derecha suele estar pautado por la
violencia, mientras en gobiernos de la izquierda la violencia estatal tiende a ser menor y las
políticas sociales ocupan un papel relevante.
Un seguimiento de esas resistencias nos dará pistas sobre lo que está sucediendo a
contracorriente del avance de las derechas y el retroceso de las izquierdas en el escenario
electoral. Como veremos en el cuadro siguiente, a partir de 2005 aparecen nuevos actores, a la
vez que otros se dispersan. El cuadro de fondo es la consolidación del modelo de sociedad
extractiva, que supone la re-colonización de territorios y pueblos, y excluye a una parte
considerable de la población, en particular indios, negros, mestizos, campesinos y sectores
populares urbanos, que en adelante abreviaré bajo el nombre “los de abajo”.
Movimientos como el piquetero de Argentina, que jugaron un papel importante en el ciclo de
luchas anterior, ahora no tienen un lugar destacado o simplemente se han dispersado, mientras los
sin tierra de Brasil dejaron de impactar en la agenda política. Otros, como el movimiento
mapuche y el zapatismo se reconfiguraron o profundizaron sus modos, mientras ganan terreno las
acciones colectivas que resisten el modelo extractivo, en particular la minería a cielo abierto y los
monocultivos de soja. Esta profunda reconfiguración del mapa de las resistencias muestra que,
por el momento, no hay actores de alcance nacional (salvo excepciones como el zapatismo) como
los hubo en el período anterior, aunque en ocasiones las acciones locales consiguen repercusiones
nacionales y globales.
Principales resistencias posteriores a 2005
SUCESO PAÍS AÑO CARACTERÍSTICAS
EZLN Sexta y La otra México 2005 Sexta Declaración Selva Lacandona
Comuna Oaxaca México 2006 Indígena y popular urbano/Mujeres
Minga por la vida Colombia 2008 Indígena, negra y popular
Baguazo Perú 2009 Levantamiento indígena amazónico
Gasolinazo Bolivia 2010 Semi-levantamiento popular
Parque Indoamericano Argentina 2010 Sectores populares urbanos por vivienda
Huelgas mapuche Chile 2010 Huelgas de hambre por libertad de presos
Lucha por educación Chile 2011 Secundarios y sectores populares
Marcha Tipnis Bolivia 2011 Indígenas con apoyo urbano
Cherán México 2011 Indígenas urbanos contra mafias
Resistencia Conga Perú 2012 Estado de sitio por mina en Cajamarca
Jornadas Junio Brasil 2013 20 millones en las calles de 353 ciudades
Paro agrario Colombia 2013 Campesinos, camioneros, estudiantes
Acampe Malvinas Arg. Argentina 2013 Campamento y lucha contra Monsanto
Ayotzinapa México 2014 Amplio movimiento por la vida
Ni Una Menos Argentina 2015 300 mil en Buenos Aires. Chile/Uruguay
El cuadro es incompleto; un listado de todas las luchas y resistencias sería demasiado extenso, si
no imposible. Algunos procesos colectivos, como la resistencia a la minera Conga en Perú,
fueron colocados como marcador para llamar la atención sobre las múltiples resistencias en todo
el país a la megaminería transnacional, mientras la resistencia en la región de Celendín
(Cajamarca) sigue siendo importante luego de los combates de 2012. En general, los hechos de
resistencia destacados remiten a vastos proceso semi-subterráneos que sólo ocasionalmente
provocan grandes movilizaciones.
Luego de hacer este breve repaso descriptivo, parece necesario destacar algunas características de
los movimientos en este nuevo período. Voy a definir de modo breve y esquemático lo que
considero son los rasgos más importantes, sin volver a repetir los puntos destacados en el
capítulo 1, pero recordando que la territorialización sigue siendo un aspecto fundamental. Esta
nueva fase de los movimientos coincide (y responde) a la hegemonía extractivista, que implica el
enfrentamiento entre dos lógicas: la colonial-extractiva y la anti-colonial y anti-patriarcal, que se
entrelazan en sus lógicas anticapitalistas.
El primer aspecto es que los movimientos resisten y crean a la vez. Este es probablemente el
rasgo principal en el período actual. El hecho de que resisten es evidente y no necesita mayor
explicación ya que es la dinámica de todos los movimientos de todos los tiempos. Pero ante
nosotros está sucediendo algo muy particular: los de abajo no tienen un lugar en las sociedades
extractivas; no un lugar de dignidad sino de subordinación. Por eso necesitan, aquí y ahora, crear
espacios en los que puedan sentirse seguros, donde se sientan protegidos, espacios-refugios en
los que puedan “respirar” que en lo posible deben funcionar en territorios auto-controlados y
defendidos por ellos y ellas.
Es la misma razón por la cual las mujeres crean grupos de mujeres, en los que no pueden entrar
varones. En contra de lo que se piensa en el mundo masculino, no lo hacen por una cuestión
ideológica o por resentimiento, sino porque allí pueden hablar de los temas que les interesan, se
sienten a gusto entre hermanas, nadie les va a reprochar que están diciendo ‘tonterías’ o que “no
abordan los temas importantes”. Seguridad material y simbólica en espacio-tiempos autocontrolados.
En esos espacios pueden crear relaciones que no reproduzcan el mundo hegemónico, jerárquico,
patriarcal, colonial y capitalista. Pueden, pero no necesariamente lo harán, salvo que realicen un
trabajo en esa dirección, que consiste en desmontar las relaciones verticales y abrirse a relaciones
de reciprocidad y complementariedad. Pueden también establecer otra relación con la naturaleza,
la tierra y el agua, con los demás seres humanos y no humanos.
Es lo que está sucediendo en muchos espacios donde la educación y la salud no funcionan con la
lógica del mercado sino para potenciar a las personas y a los pueblos. Donde se cuida la
naturaleza y hay tiempo para las místicas, las danzas y las músicas. Es la práctica cotidiana de los
sin tierra y de los zapatistas, pero también de movimientos urbanos que controlan espacios como
la Comunidad Acapatzingo (Ciudad de México) y de otros colectivos que realizan, por lo menos,
alguna actividad a contracorriente del sistema.
Este “mundo otro” no existe como un todo, salvo en el caso del zapatismo, donde cientos de
comunidades agrupadas en más de 30 municipios autónomos en cinco regiones, cuentan con toda
la gama de actividades que conforman el mundo nuevo: desde escuelas y clínicas hasta cultivos
sin agroquímicos y órganos de poder, justicia y defensa del territorio autónomo. Pero lo más
común es que los movimientos realicen alguna de las múltiples prácticas necesarias para sostener
la vida. La mayoría han dando prioridad a la educación y la formación, instalan salas de salud y
algunas veces cuentan con iniciativas productivas. Son como hilos sueltos de un enorme telar que
los pueblos están empezando a tejer, mientras los estados y el capital los destejen de muchos
otros modos, a través de políticas asistenciales, por la instalación de empresas extractivas en sus
territorios o por la represión estatal o paraestatal.
Los cinco mil pobladores del barrio autogestionado Acapatzingo son autónomos en cuanto al
servicio de agua ya que almacenan la servida por la lluvia, tienen pozos propios y el servicio
estatal, pero no tienen autonomía alimentaria aunque ya tienen dos huertas, además de escuela,
puesto de salud y radio comunitaria. Caminan hacia la autonomía más completa y van abarcando
nuevas áreas, pero aún están lejos de conformar un “mundo otro” con todas las características
que debe contemplar.
Quiero decir que ese “mundo otro” no existe, pero existe a la vez en la forma de prácticas más o
menos extensas y permanentes. Estas prácticas tienen en ocasiones sus propias “instituciones no
estatales”, como las juntas de buen gobierno en Chiapas, los cabildos en el Cauca, las “fogatas”
en Cherán o las barricadas en Oaxaca (durante seis meses de 2006), las asambleas en las fábricas
recuperadas y las más diversas formas de tomar decisiones y hacerlas cumplir en muchos
territorios. Decir “instituciones” suena algo hueco, porque en realidad es el sentido común
comunitario lo que se pone en juego en ese tipo de organizaciones.
El segundo rasgo a destacar es la doble centralidad de la comunidad y la reproducción que coloca
a las familias –que giran en torno a las mujeres- en el centro de los movimientos. La comunidad
es la forma política que asumen los pueblos para resistir y, al hacerlo, cambian el mundo al
cambiar el lugar que ellas ocupan en él. Las comunidades no preexisten como prácticas
colectivas, son producto de la lucha y la resistencia. En el proceso de resistir, de ponerse de pie
como sujetos colectivos, los pueblos crean/re-crean formas de relacionarse que llamamos
comunidades. En este punto el concepto de clase de E.P. Thompson nos sirve de referencia: la
clase es producto de la lucha, no preexiste como si fueran dos boxeadores que se enfrentan
(Thompson, 1989).
En América Latina podemos afirmar que en el último medio siglo las luchas de los pueblos han
contribuido a la creación de multitud de comunidades, entre indios, negros, mestizos, pobres de
la ciudad y del campo. En Cherán, por ejemplo, cuando los habitantes de esa pequeña ciudad de
población p’urhépecha se levantaron para defenderse de las mafias que habían talado el 80 por
ciento de sus montes comunales, lo hicieron afirmando la autodefensa del territorio y retornando
a sistemas de organización tradicionales p’urhépechas:
En la madrugada del 15 de abril de 2011 un grupo de mujeres y jóvenes decidieron enfrentar a
los delincuentes armados y expulsarlos definitivamente del territorio. La comunidad recuerda
este día como el momento en que se dijo ¡Basta! Y se abanderó un movimiento social
autodefensivo por la seguridad, la justicia y la reconstitución del territorio. Este movimiento
progresó hasta la instalación del Consejo Mayor de Gobierno electo siguiendo usos y
costumbres tradicionales y retomando formas de organización comunitaria.
Los acuerdos a los que se llegaron los primeros días del movimiento suponen estrategias de
sobrevivencia: primero, se pidió que ningún comunero salga del territorio a menos que sea un
asunto de urgencia y bajo su propio riesgo; segundo, se instalaron barricadas o fogatas como
puntos de revisión y vigilancia en la periferia y entradas estratégicas de la comunidad; tercero,
se pidió a todos los habitantes que se concentren en las esquinas de la comunidad con la
finalidad de prender fogatas y mantenerse en estado de alerta. El último acuerdo estipulado tenía
que ver con señales de comunicación a través de petardos para indicar calma o movilización;
además se autoimpuso una ley seca entre los habitantes de la comunidad asegurando que todos
estuvieran en condiciones de reaccionar inmediatamente en caso de que hubiese represalias
contra los comuneros. De esta manera, las fogatas se instalaron en los entrecruces viales como
una estrategia de resistencia y protección. Se conformaron siguiendo los acuerdos iniciales y
funcionaron de manera espontánea, los vecinos llevaron utensilios de cocina, mesas, sillas,
bancos improvisados, elementos para construir un altar religioso, un techo de lona o teja sencilla
y algunas tablas que sirvieron para delimitar el espacio de la fogata.
La participación de las mujeres, desde el nacimiento de las fogatas, fue indispensable para el
cuidado del fuego y del alimento. Pero además ellas ejercieron el fortalecimiento espiritual por
medio de oraciones y ayudaron a resguardar a los menores. También generaron propuestas para
el movimiento. Al estar encendida día y noche, la fogata se convirtió en el espacio natural para
que los niños se acercaran a comer, jugar, participar y discutir con sus padres y familiares, la
situación que se estaba viviendo (Velázquez y Lepe, 2013: 63).
Esta extensa descripción condensa tres aspectos del movimiento: su carácter comunitario
(retoman formas de organización comunitaria), el papel central de las mujeres (y los jóvenes) y el
énfasis en la reproducción. Son tres aspectos anudados en la vida cotidiana, cuyo primer paso es
la territorialización del movimiento a través de las fogatas, o la apropiación del espacio. Lo que
vemos es que la trilogía comunidad-reproducción-mujeres es imposible de desanudar o separar.
El movimiento reconstruye el territorio a través de más de 240 fogatas en los cuatro barrios que
componen Cherán, que son elementos de control territorial por comunidades reconstruidas en
torno al fuego. A la vez, las fogatas son espacios comunitarios y femeninos, en un doble sentido:
es en torno al fuego-fogón que se reúne y se mantiene reunida la comunidad y en esos fogones
los vecinos se encuentran entre iguales, cocinan y comen juntos, comparten el tiempo con los
niños y las niñas en un espacio familiar-comunitario que, de modo natural, es el espacio de las
mujeres. Aunque participan varones, ese espacio es femenino en el sentido profundo: contiene,
abraza, incluye.
El tercer rasgo consiste en la masificación del papel de las mujeres y los jóvenes. Esto es
diferente a decir que las mujeres y los jóvenes juegan un papel relevante en los movimientos,
como aseguramos hace quince años. Este aspecto es la continuación natural del anterior. Por ser
movimientos comunitarios centrados en la reproducción, las mujeres y sus hijos ocupan un lugar
destacado. De ese modo los movimientos se convierten en anti-patriarcales. Este perfil no se
deriva mecánicamente de la presencia masiva de las mujeres y los jóvenes, sino que está anclado
en la importancia que tienen los trabajos colectivos o comunales, que son uno de los modos como
la comunidad controla la reproducción de la vida cotidiana (Tzul, 2015).
La socióloga maya k´iche´ Gladys Tzul, asegura que en la sociedad basada en los trabajos
comunales no hay separación entre el ámbito de la sociedad doméstica, que organiza la
reproducción, y la sociedad política, que organiza la vida pública, sino que ambas se sustentan y
alimentan mutuamente. El ámbito político no se subordina al doméstico, como sucede en la
sociedad clasista occidental, ya que en las comunidades rige la complementariedad entre los dos
ámbitos a través del gobierno comunal. “El gobierno comunal indígena es la organización
política para garantizar la reproducción de la vida en las comunidades, donde el k´ax k´ol (trabajo
comunal) es el piso fundamental donde descansa y se produce esos sistemas de gobierno comunal
y donde se juega la participación plena de todos y todas” (Tzul, 2015: 133).
Los trabajos colectivos/comunales permiten reproducir no sólo los bienes materiales sino la
comunidad como tal, desde la asamblea y la fiesta hasta la contención del dolor a través de los
duelos, los entierros, la repatriación de migrantes; permiten coordinar alianzas con otras
comunidades a nivel nacional o internacional, y las luchas de resistencia que también aseguran la
reproducción de la vida comunal. Pero Tzul observa un aspecto que resulta central en la
resistencia al patriarcado: mediante el trabajo comunal se resuelven y acotan los problemas que
genera la herencia de la tierra a través del apellido paterno, que excluye a las mujeres. Su
experiencia comunitaria le permite asegurar que “hombres y mujeres que vengan de otras
comunidades y no pertenezcan a las alianzas de parentesco van produciendo su incorporación
paulatinamente, mientras realicen k´ax k´ol” (Tzul, 2015: 137).
Las comunidades existen porque funcionan los trabajos colectivos que son los que producen la
vida comunal, y son también lo que permite a las mujeres desbordar o erosionar lo que las
relaciones de parentesco patriarcales cierran o clausuran. Los trabajos colectivos son relaciones
sociales, los modos como las comunidades se reproducen como relaciones sociales heterogéneas
respecto a las hegemónicas, creando y sosteniendo lo común.
Por eso el papel de las mujeres y de los jóvenes es tan importante, y va mucho más allá de una
cuestión cuantitativa. La reproducción es más potente que la producción: es el ámbito del vínculo
fuerte entre los seres humanos y con la naturaleza, la reproducción es lo que nos puede salvar de
la destrucción que provoca el capitalismo. En el ámbito de la reproducción, quien participa en los
trabajos colectivos tiene la posibilidad de neutralizar la opresión patriarcal de la herencia
patrilineal.
En cuarto lugar, observamos la afirmación de los pueblos negros y pueblos indígenas de tierras
bajas como actores de primera línea, pero siguiendo pautas propias, parcialmente distintas a los
caminos que recorrieron los pueblos indígenas, los campesinos y sectores populares. El
protagonismo negro es visible sobre todo en Colombia y Brasil. En ambos casos las
organizaciones de afrodescendientes se remontan a varias décadas atrás, pero en la última década
han mostrado un fuerte activismo.
El Proceso de Comunidades Negras (PCN) es una red de 120 organizaciones étnico-territoriales –
entre consejos comunitarios y organizaciones de base– que se articulan desde la década de 1990
con fuerte presencia en el Pacífico. Luchan por el territorio como un derecho cultural y por la
titulación colectiva de la tierra. El PCN está organizado en palenques regionales y su máxima
autoridad es la Asamblea seguida del Consejo Nacional de Palenques.
Una de las organizaciones negras regionales es Cococauca (Coordinación de Consejos
Comunitarios y Organizaciones de Base del Pueblo negro de la Costa Pacífica de Cauca), que
está integrada por nueve consejos comunitarios y cuatro organizaciones de base. Los consejos
son un “poder propio”, un poder local o autoridad étnica producto de un largo proceso
organizativo étnico-territorial, que les ha permitido conseguir la titulación colectiva del territorio
y ejercer la autoridad sobre el mismo en base a su cosmología y cultura. En ese sentido, el
docente Ricardo Montaño asegura que “hoy el negro ya no es un campesino sino que es un negro
con un territorio”3
.
Las comunidades negras han sufrido de forma muy particular el conflicto armado, siendo
afrocolombianos un tercio de los casi siete millones de desplazados. También sufren el
3
Intercambio con Ricardo Montaño, 15/11/2016.
extractivismo minero con mucha intensidad. Su resistencia también asume otras formas. En
2008, 10 mil cortadores de caña agrupados en Sinalcorteros realizaron una larga huelga contra las
condiciones laborales y exigiendo mayor pago por la caña cortada a destajo, ocupando ocho
ingenios de Valle del Cauca. Los cortadores ganaban poco más del salario mínimo, pagando de
su bolsillo la seguridad social, las herramientas, la ropa de trabajo y el transporte hasta el
cañaveral. Los accidentes laborales incapacitan a 200 corteros cada año.
Mientras los afrocolombianos luchaban en los ingenios comenzó la Minga de los Pueblos que
retomó el Mandato Indígena de 2004 que rechazó el TLC con Estados Unidos y otras medidas
del gobierno de Álvaro Uribe. La Minga fue protagonizada por unos 10 mil indígenas, sobre todo
nasas organizados en el Cric y en la Acin, pero en su marcha hacia Cali y luego hacia Bogotá se
sumaron los cortadores de caña, un hecho inédito en la historia de ambos pueblos. “Todos somos
corteros, todos somos indígenas”, podía leerse un comunicado de Acin4
.
La movilización negra en Colombia se ha hecho sentir desde 2008 y muy en particular desde su
integración en la Cumbre Agraria surgida del paro de 2013, que fraguó una alianza entre
campesinos, indígenas, afrocolombianos, docentes, estudiantes, productores de café y
camioneros, entre los más destacados actores. En 2016 un nuevo paro agrario en el marco de las
negociaciones de paz con la guerrilla de las Farc, permitió comprobar el crecimiento del
activismo negro a través de acciones propias como el bloqueo del puerto de Buenaventura
(Pacífico), para impedir la entrada y salida de mercancías, en una acción tan simbólica como
audaz.
En Brasil, desde mediados de la década de 2000 comenzó a tallar un nuevo movimiento negro,
más juvenil y femenino, más autónomo y combativo. Primero fueron las Madres de Mayo, la
respuesta de las mujeres de la periferia de São Paulo al asesinato de 500 jóvenes pobres entre el
12 y el 20 mayo de 2006, a manos de la Policía Militar en venganza por los ataques del cartel
Primer Comando de la Capital (PCC) a las comisarías y vehículos policiales. Madres de Mayo
(Mães de Maio) agrupa a mujeres de varios estados y se mantiene como una pequeña y activa
organización de denuncia y apoyo a las víctimas de la represión junto a Ongs y grupos que
trabajan entre jóvenes negros pobres que habitan en las favelas de Brasil.
La muerte violenta de negros creció casi un 40 por ciento desde 2003, cuando Lula llegó al
gobierno, mientras la muerte violenta de blancos cayó un 25 por ciento. En las favelas y
periferias urbanas de Brasil han nacido decenas de colectivos, en particular desde el potente
movimiento de junio de 2013, que representan una nueva generación de militantes, muchos de
ellos formados en colegios secundarios y universidades, con fuerte protagonismo de mujeres
jóvenes. Uno de los más significativos se llama Ocupa Alemão, en el complejo de favelas de
Maré (Rio de Janeiro).
Rechazan la forma paternalista como las izquierdas se relacionan con las favelas y no escatiman
críticas a las Ongs. Realizan actividades culturales, recreativas y económicas, difunden la
histórica resistencia cultural y política del pueblo negro y se consideran herederos del quilombo y
el palenque, a los que consideran ejemplos de autonomía política y económica.
La campaña “Reaja ou Seja Morta, Reaja ou Seja Morto” nació en Bahia en 2005 y organiza
todos los años la Marcha Contra el Genocidio del Pueblo Negro. Es probablemente la creación
4 En http://www.redcolombia.org/index.php/regiones/sur-occidente/cauca/341-todos-somos-corteros-todos-somosindnas.html
más importante del movimiento negro por su potente rechazo a la cooptación y al estado, por sus
modos autónomos y por su radicalidad. Se articula con otros colectivos en todo el país y con
movimientos de mujeres negras expandidos en los últimos años, en parte por las dinámicas
propias, pero también favorecidos por políticas sociales inclusivas de los gobiernos de PT. La
lucha del pueblo negro brasileño está representada en múltiples luchas: desde la Madres de Mayo
hasta el Movimiento de Trabajadores Sin Techo (Mtst), desde los colectivos que nacen en las
favelas hasta los más diversos grupos de mujeres negras.
Por su parte, los indígenas de tierras bajas enseñaron toda su potencia en el levantamiento de
Baguá, en la selva amazónica peruana (2009) y en la marcha en defensa del Tipnis en Bolivia
(2011). Fueron dos acciones de resistencia al avance del extractivismo ancladas en las
comunidades locales pero que tuvieron una amplia repercusión nacional e internacional. Los
indígenas de tierras bajas consiguieron que sus demandas fueran asumidas por amplios sectores
de la población y se instalaron durante un tiempo en el centro del escenario político consiguiendo
solidaridad de sectores urbanos.
Ocho años después del enfrentamiento armado entre wampis y policías en Baguá, que tuvo un
saldo de cientos de muertos y desaparecidos entre indígenas y policías, 300 representantes de 85
comunidades wampis instalaron su autogobierno autónomo como forma de defender 1,3 millones
de hectáreas de bosques de las multinacionales extractivas. Eligieron el primer presidente del
gobierno territorial autónomo y a los 80 miembros de su parlamento. Meses antes, 120
representantes de las comunidades cercanas a los ríos Morona y Santiago aprobaron el Estatuto
Autonómico del Gobierno Territorial de la Nación Wampis, designaron una comisión para la
constitución del gobierno y aprobaron el proyecto de corredor biológico en su territorio.
Como señaló en ese momento el dirigente quechua Hugo Blanco, estamos ante un viraje en el
modo de actuación de los movimientos peruanos, pero para los wampis parece el corolario de un
largo camino iniciado en la década 1970 que ahora desemboca en el autogobierno.
Otros pueblos de tierras bajas están jugando un papel importante en la resistencia al modelo
extractivo, en sus más variadas formas. La lucha contra la mega-represa de Belo Monte en Brasil,
es una de las más importantes resistencias en ese país que se activó desde que comenzó la
construcción de la obra, pero tiene ya cuatro décadas de historia. La resistencia a la represa
articuló pueblos indígenas, pobladores de las riberas del río Xingú y movimientos sociales, que
realizaron una de las críticas más radicales al desarrollismo. Belo Monte es probablemente la
peor herencia que dejan los gobiernos del PT, tanto en el aspecto ambiental como en relación a la
ofensa que recibieron los pueblos que nunca fueron escuchados por las autoridades.
Uno de los casos más interesantes de retomar es el de los pueblos de tierras bajas de Bolivia que
“se han convertido en el núcleo más permanente de resistencia a los proyectos de expansión de
un capitalismo extractivista y depredador en el país y al desmontaje de lo que de estado
plurinacional entró en la constitución” (Tapia, 2013: 103). Son más de 30 pueblos y culturas que
desde la década de 1980 comenzaron a unificarse en asambleas interétnicas regionales y luego en
la Cidob, creada en 1982. Comenzaron con la reconstitución de sus territorios concebidos como
los espacios productivos en los procesos de producción y reproducción social, pero también
como los espacios del autogobierno de cada cultura para proponer, desde esa experiencia, una
asamblea constituyente que reclama “igualdad entre diferentes pueblos y culturas y no sólo
igualdad jurídica” en el estado (Tapia, 2013: 96).
Los pueblos de tierras bajas han hecho posible pensar un horizonte pluricultural en Bolivia.
Como “minoría plural consistente” (Tapia, 2013), porque contienen a la vez diversidad y
pluralismo, han jugado un papel decisivo en la Marcha en Defensa del Tipnis entre agosto y
octubre de 2011, que ha sido la mayor movilización nacional en defensa de los territorios
indígenas, convirtiéndose en referente nacional para la articulación de fuerzas democráticas. En
varios países los pueblos de tierras bajas han mostrado su capacidad para convertirse en centros
de resistencia a la expansión capitalista y para articularse con otros movimientos para convertirse
en actores nacionales. En palabras de Tapia, se han vuelto “el núcleo de resistencia moral y
también se podría decir que en el núcleo de articulación de dirección intelectual, en el sentido
que encarnan la idea y el proyecto político de la defensa de territorios indígenas, de su soberanía
y sus formas de autogobierno” (Tapia, 2013: 105).
En quinto lugar, los pueblos organizados crean poderes propios, justicia propia, y sobre todo
formas propias de defensa o autodefensa. Contamos con un conjunto muy amplio de experiencias
colectivas de autodefensa, tanto rural como urbana, en todo el continente. En algunos momentos
ese modo de defensa se ha convertido en sentido común de los pueblos y movimientos. Entre las
más conocidas está el Ezln, la Guardia Indígena nasa-misak del Cauca colombiano, la Policía
Comunitaria de Guerrero y las rondas campesinas del Perú. Todas ellas tienen décadas de haber
sido formadas y han mostrado la capacidad de esos pueblos de defenderse por sí mismos, sin
acudir al estado ni permitir que se inmiscuya en sus territorios.
En general, son formas de autodefensa y de poder creadas por las comunidades, inicialmente
indígenas pero también campesinas y urbanas. No se limitan a la defensa frente a las agresiones
del afuera sino que imparten justicia y ordenan el territorio, juegan un papel educativo y de
fortalecimiento de las comunidades y las estructuras y bases materiales de los pueblos que
resisten. En muchos casos defienden a las comunidades de la minería, como sucede con las
rondas campesinas de Cajamarca (Perú) para proteger las nacientes de los ríos de la
contaminación que dejan las multinacionales.
El proceso de la Policía Comunitaria de Guerrero merece algunas reflexiones. La Coordinadora
Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria (Crac-PC) nace en 1995 en contextos
indígenas para defenderse de la criminalidad. La conforman inicialmente 28 comunidades que
consiguen reducir los índices delictivos en un 90 al 95 por ciento (Fini, 2016). Al principio
entregaban a los delincuentes al Ministerio Público pero al ver que eran liberados en horas, una
asamblea regional decidió en 1998 crear la Casas de Justicia donde el acusado puede defenderse
en su lengua, sin pagar abogados ni multas, ya que la justicia comunitaria busca la “reeducación”
del condenado y en el juicio se busca llegar a acuerdos y conciliar las partes, involucrando
familiares y autoridades de las comunidades.
La “reeducación” del culpable consiste en trabajar sirviendo a la comunidad porque esta justicia
no tiene carácter punitivo sino que busca la transformación del individuo bajo la supervisión y
seguimiento de las comunidades. La máxima autoridad de la Crac-PC es la asamblea abierta a las
localidades pertenecientes a la Policía Comunitaria, previo acuerdo de las asambleas de las
comunidades. Las asambleas “nombran los coordinadores y comandantes, así como pueden
destituirlos si son acusados de no cumplir con su deber; además, toman decisiones relacionadas
con la impartición de justicia en casos difíciles y delicados, o con asuntos importantes que atañen
a la organización” (Fini, 2016). La Crac-PC nunca ha generado una estructura de mando vertical
y centralizada, mostrando que funcionan como poderes diferentes a los estatales que nombramos
como autoridades comunitarias, o poderes no-estatales.
A partir de 2011 la experiencia de la Policía Comunitaria se expandió notablemente en el estado
de Guerrero y en el conjunto del país, al profundizarse la violencia estatal y del narcotráfico
contra los pueblos y la deslegitimación de los aparatos estatales. En 2013 se produce un enorme
salto que hizo que los grupos de autodefensa estuvieran presentes en 46 de los 81 municipios de
Guerrero y que involucraran a unos 20 mil ciudadanos armados (Chávez, 2015). La expansión
mencionada puede verse en los mapas adjuntos.
Deben señalarse las diferencias entre policías comunitarias y autodefensas. Éstas son grupos de
ciudadanos que se arman para defenderse de la delincuencia, pero a diferencia de las primeras sus
miembros no son nombrados por sus pueblos ni les rinden cuentas de sus acciones, carecen de
reglamentos y principios de funcionamiento (Hernández, 2014). Sin embargo, la expansión de las
autodefensas se debe al crecimiento de las autodefensas indígenas impulsadas por el
levantamiento zapatista de 1994 y reconocidas por el Manifiesto de Ostula de 2009, aprobado por
pueblos y comunidades indígenas de nueve estados que asistieron a la 25ª asamblea del Congreso
Nacional Indígena (CNI), donde se reivindicó el derecho a la autodefensa indígena.
Presencia Policía Comunitaria en municipios de Guerrero 1995-2013
Nacimiento: 1995
Expansión: 2011
Expansión: 2012
Levantamiento de autodefensas en 2013
Cuando se llega a estos niveles de masividad, ya no puede hablarse de autodefensas de un sector
social concreto sino de la sociedad en su conjunto. La expansión devino de forma exponencial en
el estado de Guerrero, pero también a escala nacional donde se registra “la irrupción de grupos de
autodefensa en más de la tercera parte del país” (Hernández, 2014: 7). Cuando se producen tales
niveles de masificación, resulta evidente que el fenómeno se reproduce sin seguir las pautas
originales, de modo que los criterios que maneja la Crac-PC se han debilitado y el control
comunitario, que es el rasgo principal así como el tipo de juicios que se hacen y las penas que
aplican, asumen perfiles diferentes.
La expansión de las autodefensas nos está indicando algo más profundo: la sociedad está
tomando la defensa de la vida y del territorio en sus manos y lo hacen al modo campesinoindígena,
apoyados en la cultura comunitaria para construir autonomías. Lo que se defiende es el
“mundo otro” que existe en los territorios rurales y urbanos. Defienden las formas de vida que
eligieron colectivamente, por eso decimos que no sólo son autodefensas de los indígenas, o de
otros sectores, sino la “sociedad otra” en movimiento que se defiende.
En las ciudades contamos con menos experiencias, pero también se han construido formas de
autodefensa como las que existen en algunas “villas miseria” de Buenos Aires y en las
comunidades habitacionales de la Organización Popular Francisco Villa Independiente en Ciudad
de México, entre otras. En la villa de Retiro (villa 31 bis), la Corriente Villera Independiente y el
Movimiento Popular La Dignidad levantaron la Casa de las Mujeres Luchadoras, un espacio de
formación, debate, organización colectiva de la sobrevivencia y también de defensa contra la
violencia machista. Las que integran las “cuadrillas de autodefensa” de mujeres realizan talleres
de capacitación y formación, que son “una herramienta de organización, reagrupamiento y acción
directa que pueda dar respuestas ante determinadas situaciones, así como de acompañamiento y
asesoramiento a las mujeres” según razona el movimiento (Mujeres en Lucha, 2014: 117).
Las cuadrillas detectan casos de violencia machista e intervienen para solidarizarse con las
víctimas y para expulsar al agresor, en el caso que la mujer lo demande. En la comunidad
Acapatzingo (Ciudad de México) existen comisiones de vigilancia por brigadas de pobladores
que se encargan de la seguridad del predio de 500 familias, regulan el ingreso de personas y
aseguran que no ingresen personas armadas, ni siquiera policías. Además pueden recibir quejas
de malos tratos de los vecinos y llevan el caso a las asambleas para que decidan.
El sexto rasgo es que los movimientos asumen una potente actitud anticolonial. La percepción
de este rasgo es relativamente nueva y está relacionada con la re-colonización que implica el
extractivismo y con la importante presencia de los pueblos que han sufrido cinco siglos de
expolio colonial.
La minería es la expresión más brutal del extractivismo y un trágico “retorno a los orígenes” del
colonialismo (Machado, 2014). El modelo actual implica la ocupación vertical y autoritaria de
los territorios que requiere de la militarización para expulsar o someter a los pueblos para poder
reconstruirlos en beneficio del capital. Se militariza porque los pueblos son una dificultad a
superar para la acumulación por despojo. La ocupación de territorios es seguida por el
establecimiento de relaciones asimétricas entre las multinacionales y los estados que son recolonizados.
Completando los rasgos coloniales, el extractivismo genera economías de enclave,
verticales, que no se articulan con las economías de los pueblos.
Sin embargo, hay diferencias sustanciales entre este extractivismo y la acumulación originaria, en
la que se inspiran los autores que sostienen que vivimos un proceso de “acumulación por
desposesión” (Harvey). En la experiencia europea el trabajo asalariado surge de la expropiación
violenta de los productores por la cual se produce una escisión entre producción y medios de
producción, proceso en el que nacen los “proletarios libres” (Marx) que serán empleados por la
naciente industria. De este proceso de expropiación surge la relación capital-trabajo. Pero en
América Latina la expropiación asume otros rasgos. Los indios fueron forzados a trabajar
gratuitamente en las minas y los negros fueron arrancados por la fuerza de su continente y
esclavizados. En ningún lugar nace aquel “trabajador libre” europeo.
En el nuevo colonialismo de las multinacionales mineras y del agronegocio, a quien se expropia
es a los descendientes de aquellos negros, indios y mestizos que habían sido dominados por la
Colonia. De los 150 mil asesinados (muertos y desaparecidos) en la guerra contra las drogas en
México, la inmensa mayoría son mujeres, indios y pobres. Como sucedió con la conquista,
estamos ante un capitalismo sin proletarios, un sistema genocida que sólo admite la
subordinación y que no reconoce más ciudadanos que los blancos que pertenecen a las clases
medias-altas.
Este modelo es enfrentado básicamente por los mismos actores que resistieron la conquista: los
pobres de la ciudad y del campo. Por eso las resistencias al extractivismo son insurgencias que
adquieren un claro perfil anticolonial. La lucha contra el extractivismo es a la vez una lucha
anticolonial, por la defensa de los territorios, la soberanía y el autogobierno de los pueblos. El
extractivismo neo-colonial es una guerra contra los pueblos y no puede avanzar sino instalando
un estado de excepción permanente que convierte a los estados-nación en estados-policiales
(Zibechi, 2014).
Por último, parece necesario comprender que las resistencias anudan las diversas vertientes:
anticapitalista, anticolonial y antipatriarcal. La guerra contra los pueblos es el modo que asume el
capitalismo en esta etapa, apoyado en el patriarcado como modo de disciplinar a las mujeres y a
los jóvenes, actuación con claros rasgos coloniales. Las sociedades en movimiento son las que
enfrentan este sistema de muerte. Pero estas sociedades “otras” no lo hacen como movimientos
sociales segmentados (de trabajadores, de mujeres, de jóvenes, de negros, de indios, y así)
referenciados en los estados, sino como sociedades basadas en relaciones sociales heterogéneas
puestas en en acción, que se desplazan/deslizan del lugar anterior para sobrevivir y reproducir la
vida.
Capítulo 3
Hacia pensamientos propios
Estamos en las primeras fases de una profunda ruptura con el pensamiento eurocéntrico. Desde la
conquista de nuestro continente, las ideas hegemónicas fueron las que trajeron los conquistadores
de la mano de la iglesia católica; luego las de los próceres ilustrados cuando se procesaron las
independencias, y hasta hoy las que emiten las academias y repiten los medios de comunicación
del sistema. Los pensamientos autóctonos de los pueblos indios y negros fueron ninguneados
como folklore o desestimados como resabios de un pasado a superar, brujerías, supersticiones y
mitos. Las propias izquierdas reprodujeron esos patrones de pensar y hacer, excluyendo todo lo
que no entraba en sus paradigmas del progreso, incluyendo a anarquistas, socialistas,
nacionalistas y comunistas.
La extirpación de idolatrías promovida por los conquistadores es una práctica repetida una y otra
vez, engalanada ahora con tintes cientificistas y de objetividad que reproducen punto por punto la
mirada colonial hacia los diferentes y la subordinación de pueblos enteros. Si observamos
quiénes son los encargados de validar análisis y conceptos, veremos que son los varones, blancos
e ilustrados, como lo fueron en los últimos cinco siglos.
Hasta el día de hoy les resulta difícil aceptar que los de abajo puedan pensar y actuar con
voluntad y orientación propias. El caso más paradójico es que la mayoría de los intelectuales y
los dirigentes de izquierda están convencidos que en el Ezln era el subcomandante insurgente
Marcos quien dirigía a los indios, acierta o se equivoca en su nombre. Aún en el siglo XXI las
personas que dicen que “la historia la hacen los pueblos”, no están convencidos que son esos
mismos pueblos los que dirigen su destino. De ese modo, creen que el subcomandante insurgente
Moisés, por no ser blanco e ilustrado, no tiene la misma capacidad de Marcos y les resulta
incomprensible que un comité de indios tenga la última palabra. Modos de pensar y de hacer
profundamente coloniales.
En los últimos años ese modo de mirar el mundo está fuertemente cuestionado. Han surgido una
camada de hombres y mujeres de abajo que esgrimen pensamientos otros, que en sus ideas
encarnan los mundos a los que pertenecen. Podríamos hacer una lista de esas personas, pero ese
modo de proceder sería, de algún modo, reproducir parte de los moldes eurocéntricos ya que
visibiliza individuos y corre el riesgo de dejar pueblos y colectivos en la oscuridad. Por eso, nos
interesan aquellas personas “a lo Fanon”, o sea militantes comprometidos que también
reflexionan y escriben, pero no los navegantes solitarios que disparan ideas que pueden ser
brillantes, pero no son producto del hacer colectivo. Por eso quisiera destacar algunas
prácticas/pensamientos colectivos que nos ayudan a comprender las realidades profundas de los
pueblos.
La primera se relaciona con el Ezln y su concepto de “cuarta guerra mundial”. Entre académicos
y activistas no indígenas existe la convicción de que esa formulación la realizó el subcomandante
Marcos, por dos razones. Una porque él mismo la explicó en una larga conversación con
militantes de otros países. Dos, porque un concepto de ese tipo no podría salir de los indios y
menos aún ser producto de elaboraciones colectivas. Sin embargo, esto es un grueso error.
Cuando escuchamos las intervenciones en el encuentro El Pensamiento Crítico Frente a la Hidra
Capitalista (mayo de 2015), pudimos comprobar que existe capacidad colectiva de reflexión y
análisis.
En la “escuelita” zapatista palpamos pensamientos colectivos, que han sido fraguados por las
bases de apoyo en las comunidades, ejidos y municipios autónomos. Frente al modo occidental y
académico, abstracto y general, los zapatistas de las bases de apoyo tienen la virtud de lo
concreto y la sencillez de la exposición. En las comunidades encontramos hombres, mujeres,
ancianos y niños que tienen una comprensión cabal y completa de las políticas contrainsurgentes
del gobierno; explican de forma clara y nítida la construcción de su “otro mundo” como quedó
estampado en los cuatro cuadernos que nos repartieron titulados “La libertad según l@s
Zapatistas”, elaborados colectivamente en reuniones y asambleas (Zibechi, 2015).
El pensamiento crítico zapatista surge de la práctica cotidiana de miles de bases de apoyo, se
reproduce en las cientos de escuelas y en los espacios de salud gestionados por las asambleas
comunitarias, aunque históricamente el mundo lo conoce a través de los comunicados del
subcomandante Marcos. La absoluta coherencia entre el discurso público y la práctica cotidiana
merecen admiración y el mayor respeto por quienes no pertenecen al movimiento.
La segunda práctica de pensamiento colectivo que quiero mostrar es la de la Comunidad de
Historia Mapuche. Se definen como “un colectivo heterogéneo de personas mapuche
provenientes de diferentes historias y espacios territoriales, reunidos en torno al trabajo
comunitario y horizontal”, que se propone “desmantelar el colonialismo en sus diferentes
manifestaciones y reconstruir el Wallmapu” (CHU, 2015). El colectivo nace en 2004 en Temuco
y sus inicios estuvieron marcados por la publicación del libro “Escucha winka! Cuatro ensayos
de historia nacional mapuche y un epílogo sobre el futuro”, escrito por cuatro historiadores
jóvenes mapuche.
Hasta ese momento los cuatro autores (Pablo Marimán, Sergio Caniuqueo, José Millalén y
Rodrigo Levil) habían desarrollado actividades políticas al interior del mundo mapuche y durante
la redacción del texto contaron con el apoyo de la Coordinación de Organizaciones e Identidades
Culturales Mapuche.
El colectivo lo integran 24 personas que se definen como “una comunidad abocada a colaborar
en términos humanos, políticos e intelectuales, dentro de un compromiso mayor con las luchas y
las perspectivas del Pueblo Mapuche”, que están en permanente contacto con comunidades y
organizaciones del movimiento. Reivindican el pensamiento autónomo y todo su trabajo tiene
“un fuerte sentido político y descolonizador, insertando y empalmando nuestras ideas y prácticas
con nuestras luchas por los territorios (tierra, aguas, lengua, espiritualidad, espacios
comunitarios) y el ejercicio de la autonomía y auto-determinación en sus diversas expresiones y
ámbitos”.
En uno de los párrafos más bellos de su presentación en la página web, señalan:
Consideramos que el quehacer del pensamiento o rakizuamün es una tarea permanente y
cotidiana, mental, corporal y afectiva, ejercida en nuestros más amplios espacios familiares,
comunitarios, organizacionales, por hombres, mujeres y personas en general que no
necesariamente responden al perfil de letrados (CMH, 2015).
Apoyan la lucha de las comunidades por la tierra, la autodeterminación y la descolonización.
Autogestionan sus libros. Organizan encuentros y participan en actividades internacionales. De
los 23 miembros que integran la Comunidad, seis son mujeres, doce tienen menos de 35 años, la
mayoría provienen de la Universidad de La Frontera en Temuco, hay profesores universitarios y
secundarios, trabajadores sociales, periodistas, artistas y escritores; algunos viven en
comunidades y muchos se definen como activistas. Todos escuchan y dialogan con sus mayores,
a los que consideran su principal fuente de aprendizaje.
Claudio Alvarado Lincopi, historiador y poeta de 28 años, quien ha participado en Meli Wixan
Mapu y en la Universidad Libre Mapuche, asegura que la Comunidad es parte de la diversidad
del movimiento mapuche y que la mayoría de sus miembros vienen de experiencias de militancia
de base en comunidades y organizaciones mapuche. “Son estas experiencias de activismo y
participación social y política las que hemos traducido como acción escritural a partir de los
conocimientos que adquirimos en nuestro paso por las universidades. No nos consideramos
personas externas al movimiento, nuestra escuela formativa fue, además de la académica, la
militancia cotidiana en diversos referentes de la lucha mapuche”5
.
La Comunidad funciona con base a reuniones semestrales y comisiones de trabajo. Acompañan
procesos judiciales contra detenidos políticos, cuando se necesita un “investigador” para dar
cuenta como testigo en los tribunales de la historia y la cultura del pueblo mapuche. “Si se nos
solicita –explica Alvarado- intervenimos en reuniones y encuentros, para contextualizar
históricamente los procesos políticos, y así dar un marco para la discusión interna. Hemos
acompañado técnicamente procesos de defensa territorial, tanto contra el extractivismo del
capital/colonial, como contra el extractivismo de la investigación de las ciencias sociales (sobre
todo contra arqueólogos). También somos parte de la lucha por la revitalización lingüística del
mapudungun, trabajando en conjunto con organizaciones estudiantiles mapuche (como la
Federación Mapuche de Estudiantes) y organizaciones como el Kom Kim Mapudunguaiñ (Todos
aprenderemos mapudungun)”.
Pablo Marimán explica que adoptaron el nombre de comunidad “pudiendo habernos nombrado
academia, pero no queremos ser la copia del mundo winka (blanco) que criticamos también en su
dimensión académica elitista y monocultural”. Sostiene que la idea de comunidad los acerca “al
5
Intercambio personal, 3 de noviembre de 2016. Para ampliar, sobre la Universidad Libre mapuche puede verse:
http://ulmapuche.wordpress.com, Meli Wixan Mapu: http://meli.mapuches.org y sobre la Comunidad de Historia
Mapuche: http://comunidadhistoriamapuche.org/
perfil social del que provenimos y al que nos debemos”, y que se manifiesta en los modos
colaborativos de trabajo6
.
La Comunidad nace en un recodo de la lucha mapuche, cuando la “Operación Paciencia” del
estado chileno había conseguido desarticular la Coordinadora Arauco Malleko (CAM), la
principal organización de combate de los 90, y las comunidades comenzaban un lento proceso de
recuperación. En esos años, a comienzos de la década de 2000, de la mano de la represión
avanzaban las políticas sociales y de “diálogo”, conocidas como Nuevo Trato y Verdad Histórica,
que buscaban remachar la subordinación mapuche.
“Entre lágrimas y desesperación”, como escribió el joven comunero Matías Catrileo, asesinado
por la policía a los 23 años durante una recuperación de tierras, comenzó a tallar una nueva
generación mapuche que crea nuevas organizaciones, como Alianza Territorial Mapuche, creada
en 2007, “resultado de una nueva generación de comuneros que eran niños cuando irrumpió la
cuestión autodeterminista”, quienes al liderar el movimiento retomaron “las prácticas, discursos y
formas de hacer política de la CAM” (Pairicán, 2014: 356). En ese renacer se inserta la
Comunidad de Historia Mapuche, fortaleciendo las señas de identidad de autonomía y nación
mapuche.
El tercer caso que considero importante es el de Cecosesola. Pese a ser una organización muy
numerosa (50 cooperativas, 20 mil socios, 1.300 trabajadores), vender el 40 por ciento de los
alimentos frescos que consume la ciudad de Barquisimeto, en ferias donde acuden casi 100 mil
personas cada semana, la red no tiene dirección, ni cargos, ni estructura organizativa, ni mandos
o supervisores. Funciona a través de cientos de asambleas que en realidad son “espacios de
encuentro que no obedecen a un diseño previo, que se crean y/o desaparecen según las
necesidades del momento” (Cecosesola, 2009: 7). Esas reuniones son parte de un proceso de
formación permanente de una organización en movimiento, una especie de magma de actividades
sin fin.
Al no haber dirección, las responsabilidades recaen en las asambleas. Cada trabajador dedica tres
días de la semana a reunirse con sus pares y otros tantos días a trabajar en las diferentes áreas. En
las reuniones no hay un orden del día previo y los temas a tratar son propuestos espontáneamente
por los participantes. Tampoco hay coordinadores que dirijan la reunión. Al desaparecer las
jerarquías se abre un proceso de “transformación personal y organizacional, en una relación
circular de permanente retroalimentación”, que los miembros de Cecosesola definen como un
proceso de transformación cultural donde las emociones juegan un papel destacado (Cecosesola,
2009:v29).
Las decenas de reuniones semanales son espacios de reflexión y análisis, complementadas por
encuentros semestrales llamados “encuentrones”, donde se registra elevada rotación de
participantes que oxigena los espacios. Varias veces al año, pero sin periodicidad fija, convocan
una “cátedra” que enriquece al movimiento, a la que asisten personas que conocen y respetan por
su trayectoria.
La maduración del proceso llevó a que la toma de decisiones haya dejado de ser la principal
razón para reunirse, colocando el énfasis “en el intercambio de información, en la reflexión, en
construir lazos de solidaridad y confianza, en internalizar una visión global integradora”
(Cecosesola, 2009: 54). De ese modo cualquier persona o cualquier reunión pueden asumir la
6
Intercambio personal con Pablo Marimán, 24 de noviembre de 2016.
responsabilidad por las decisiones que se toman. Como dicen los asociados, Cecosesola es “una
fuerza que no se ve”, que alimenta una profunda interconexión entre sus miembros activos,
conformándose una especie de “cerebro colectivo” que le ha permitido salir adelante pese a la
tremenda crisis que vive Venezuela.
Existen otros movimientos con capacidad para formar sus propios pensamientos, que están
superando la herencia colonial entre los que dominan el saber y dan las órdenes y los que se
limitan a cumplirlas, como sucede en los partidos sistémicos, ya sean de derecha o de izquierda.
La Coordinadora Nacional de Organizaciones de Mujeres Trabajadoras Rurales e Indígenas de
Paraguay (Conamuri) es una de ellas. Una parte de las mujeres que integran la organización han
cursado estudios terciarios y otra parte son campesinas formadas en el movimiento y en espacios
de formación de la Via Campesina, a la que pertenece Conamuri. Sin embargo, la integración
entre unas y otras es horizontal, sin existir jerarquías con base en los estudios formales realizados
sino que se igualan en el compromiso con el movimiento.
La campaña Reaja muestra una notable capacidad de comprensión y explicación sobre las causas
del genocidio negro intensificado en la última década en Brasil. Los militantes que la impulsan
viven en barrios populares, algunos tienen estudios académicos y están profundamente
comprometidos con la causa negra. Nacida en el estado de Bahia, en el Nordeste pobre, la
campaña Reaja se define como “un movimiento panafricanista nacionalista negro de base
comunitaria”, autónomo, que se niega a participar en las instituciones del estado racista (“nos
negamos a cualquier artificio mental de ennegrecer las estructuras blancas”) y trabajan junto a
jóvenes favelados de todo el país, rechazan las Ongs y dan prioridad a las actividades de calle7
.
Los pensamientos propios elaborados por los pueblos en movimiento han contribuido a
deconstruir las nuevas formas de dominación auspiciadas por las agencias internacionales y los
gobiernos conservadores y progresistas. Desde las políticas sociales contra la pobreza hasta la
educación intercultural bilingüe. “El programa educación intercultural bilingüe desde su origen,
hace 20 años, no ha tenido una reformulación y mantiene un enfoque multiculturalista. Ha sido
pensado y ejecutado para nosotros, pero sin nosotros”, mientras el currículum “posee un carácter
monocultral, homogeneizante y reproducccionista”, escribe una integrante de la Comunidad de
Historia Mapuche (Curakeo, 2015).
La ruptura con los modos coloniales de hacer y pensar está en proceso y tiene efecto por la
confluencia de varios procesos: militantes que han pasado por la academia y mantienen su
compromiso con los pueblos, barrios y comunidades; la multiplicación de escuelas en los
territorios de los movimientos, bajo control de los colectivos de base; la formación permanente
de los militantes en espacios creados y controlados por los movimientos. El resultado es que los
de abajo están formulando sus propias ideas, sin pedir prestados análisis a nadie de fuera, aunque
utilizando todas las informaciones y análisis que se producen en el mundo. Esta confluencia
cobra la forma de colaboración entre militantes formados en lugares diferentes que se materializa
en los espacios de los movimientos.
Es posible, y en esto no tengo una posición acabada, que los pueblos siempre hayan formulado
sus propias ideas y pensamientos, y que ahora estén siendo “escuchados” por los que antes no
podíamos hacerlo. Quiero decir, poniendo en duda lo que he afirmado en otros momentos, ¿los
7 Para conocer la campaña Reaja ou Será Morta, Reaja ou Será Morto, véase http://reajanasruas.blogspot.com
cambios se han producido al interior de los pueblos o es el exterior el que se ha vuelto capaz de
escucharlos cuando están actuando como potentes sujetos colectivos?
Por último, los pueblos indios y negros y los sectores populares apelan a pensadores que durante
cierto tiempo estuvieron en la penumbra, como Frantz Fanon y Rodolfo Kusch, entre muchos
otros. No es un interés académico el que los colocó en el centro del pensamiento crítico, sino un
interés militante por comprender mejor el mundo y a los propios pueblos. Kusch estuvo en el
limbo desde la dictadura militar hasta el ciclo de lucha piquetera, y “revivió” a caballo de la
revuelta popular del 19 y 20 de diciembre de 2001, protagonizada por los mismos sujetos que
formaban parte de sus trabajos y escritos.
La descolonización del pensamiento crítico no puede circunscribirse a los contenidos, sino que
debe abarcar desde los modos de su elaboración hasta los objetivos que persiguen quienes los
formulan. Los movimientos que hemos reseñado se caracterizan por la elaboración colectiva y
comunitaria de ideas y pensamientos, por hacerlo de modo integral, combinando afectos y
razones, a través de músicas y danzas en las que se ponen en juego los cuerpos, con el único
objetivo de servir al fortalecimiento de los pueblos y comunidades desde donde surgieron esos
pensamientos.
Capítulo 4
Consideraciones sobre metodologías
Develar y desnudar lo que se conoce del
“otro” –sea éste un pueblo indio
colonizado, o cualquier sector “subalterno”
de la sociedad– equivale entonces a una
traición.
Silvia Rivera Cusicanqui
La relación que establecen habitualmente académicos, periodistas y autoridades estatales con los
colectivos en lucha reproduce los modos coloniales y patriarcales. En efecto, se establece una
relación entre sujetos y objetos, entre los que saben y los que no saben, entre los que tienen poder
y los que no tienen, y muy a menudo entre varones blancos y mujeres, niños y niñas indias,
negras y mestizas. Las relaciones asimétricas permiten la expropiación de saberes de los pueblos
y la enunciación de quiénes son, qué hacen y hasta qué quieren, sin contar siquiera con sus
opiniones y pareceres, pasando por encima de lo que dicen sus autoridades.
En la relación con los movimientos sociales, los llamados “especialistas” no viven en los mismos
lugares ni forman parte de esos movimientos, ni siquiera se identifican con ellos. Son agentes
externos que a menudo consideran que la distancia es el mejor modo de comprender al “otro”. La
aplicación del concepto “movimiento social” a pueblos en lucha como los nasa, mapuche y
zapatistas, y de los diversos pueblos negros, es una muestra de ese profundo desencuentro. La
idea de que los pueblos no actúan por sí solos sino “orientados” por actores llegados de fuera, por
caudillos o dirigentes, es otra de las manifestaciones de colonialismo en la investigación
académica. La convicción implícita, raras veces dicha de forma clara y frontal, de que los
pueblos no pueden emanciparse por ellos mismos, anida en las entrañas de la academia y también
de las izquierdas revolucionarias.
Desde la mirada de los historiadores mapuche, los modos coloniales de investigación no han
cambiado en más de un siglo. En 1883 un grupo de 14 mapuche fueron exhibidos en un
zoológico humano en París, el Jardín de Aclimatación, donde eran estudiados por especialistas y
visitados como objetos exóticos por los parisinos. No fueron por cierto los únicos, hubo
esquimales, africanos, lapones, gauchos argentinos, charrúas uruguayos y muchos otros. La
Sociedad de Antropología de París se empeñaba en realizar descripciones antropométricas de los
representantes de los pueblos colonizados que eran expuestos y analizados junto a vegetales y
animales exóticos.
Herson Huinca, miembros de la Comunidad de Historia Mapuche, alerta contra lo que denomina
“el simpaticismo criollo”, formado por aquellos que simpatizan con los pueblos indígenas, que
buscan comprender al colonizado pero “no han experimentado el traumatismo colonial que ha
tenido que sobrellevar la sociedad mapuche” (Huinca, 2012: 113). Con esta actitud aparecen los
“mapuchógrafos”, que operan de forma similar a la comisión que examinaba a los mapuche en el
Jardín de Aclimatación de París, ya que pertenecen a un grupo intelectual elitista que goza de
arrogancia académica del que “piensa que sin él las personas de las comunidades no tienen voz”,
que estudia a la sociedad mapuche pero sin la participación mapuche y realizan investigaciones
que no regresan a las personas que se estudian (Huinca, 2012).
Existen algunas experiencias notables de carácter anticolonial que van más allá de la
investigación-acción, que en su momento fue el modo más avanzado de relacionamiento entre
investigadores y movimientos, pero que no termina de romper la relación sujeto-objeto. Como
sucede en los demás ámbitos, la irrupción de los más de abajo, los del “sótano” en el lenguaje
zapatista, promovió un salto adelante notable. La experiencia del Taller de Historia Oral Andina
(THOA) inspirado y dirigido por la antropóloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui, es una
referencia ineludible en el camino de “descolonizar las metodologías” (Tuhiwai, 2016).
El mensaje más fuerte del Thoa y de Rivera es que no puede existir descolonización en general o
en abstracto, sino “un ejercicio colectivo de desalienación” que involucra al investigado y al
investigador que se relacionan como sujetos. EL THOA fue creado en 1983 en torno a la carrera
de sociología de la Universidad Mayor de San Andrés, con los estudiantes de la materia
“Superestructura ideológica” que impartía Rivera. El requisito para integrar el grupo era saber
hablar aymara o quechua. El relato de dos participantes del Taller explica de forma nítida el
trabajo que hacían:
Lo primero que Silvia Rivera hizo como docente en su materia fue pedir la biografía de cada
uno de nosotros, de nuestros antecedentes familiares. Mediante este enfoque escudriñamos en
nuestro propio ser, nuestra identidad. Para esto, ingresamos en una introyección replegándonos
en nuestra historia familiar. Hubo algo de vergüenza por contar, sobre todo si teníamos
antepasados indios, queríamos borrarlos de nuestra mente. Un fuerte racismo producto del
colonialismo había estigmatizado lo indio por tanto tiempo, que nos costaba sacar a luz, éramos
hijos e hijas de la Colonia despreciativa del indio, que repudiaba al nativo, y en los años 70 decir
que éramos aymaras o quechuas era un tanto urticante. Pero fue en ese momento cuando
descubrimos nuestro ser identitario clandestino indígena y el grado de adscripción a esta
“naciente” identidad.
El potencial de este reconocimiento fue la chispa, el despertar y la toma de conciencia de que era
otra la historia ligada a un pasado de opresión y discriminación, y que la academia no la había
develado. Fue así que asumimos el compromiso de destapar la historia india […] donde ya no
éramos “objetos del discurso sino sujetos de ese mismo discurso” (Criales y Condoreno, 2016:
58).
La primera investigación realizada por los miembros del THOA en 1984 fue la reconstrucción de
la vida de Santos Marka T´ula, quien lideraba una amplia red de caciques que luchaban por la
recuperación de las tierras comunales. La investigación los llevó a varias comunidades del
altiplano donde entrevistaron a familiares y conocidos del cacique. Luego de publicar un folleto
con los resultados, hicieron una radionovela, con tal éxito que la serie de 90 episodios fue
retransmitida tres veces en aymara en las comunidades de los departamentos de La Paz, Oruro,
Potosí y Cochabamba (Criales y Condoreno, 2016: 61).
El programa se transmitía de lunes a viernes y se reservaba el sábado para discusiones y
comentarios públicos facilitando de ese modo la interacción con la comunidad. Muchos oyentes
llamaban o acudían a las oficinas del Thoa en La Paz, para ofrecer documentos adicionales del
cacique o para hacer correcciones a la narración, lo que les permitió apropiarse de la historia de
Santos Marka T´ula, o sea de su propia historia. La difusión de radionovelas en diversas radios
aymaras permitió “llegar a un público masivo de aymara hablantes, excluidos de la cultura
escrita” (Criales y Condoreno, 2016: 62). Desde 1989 el Thoa incursionó en la realización de
audiovisuales con una recepción igualmente exitosa.
Los integrantes del Thoa se involucraron en el proceso de reconstitución de los ayllus
(comunidades) como alternativa descolonizadora al sindicato campesino impuesto por la
revolución de 1952, orientados hacia el autogobierno y la autodeterminación de la nación
aymara. Invitados por las comunidades, sus integrantes desarrollaron talleres y otras estrategias
para reforzar los ayllus y el Thoa cobijó en muchos casos títulos de tierras que los comuneros les
confiaban. El trabajo del Thoa influyó en la formación del Conamaq, una de las más importantes
organizaciones indias de Bolivia. Entre sus contribuciones figura el haberle dado al movimiento
“un profundo cuerpo teórico y discursivo”, a través de “una interrelación de teoría y práctica en
la organización andina, que recuperaba ciertos elementos de la milenaria organización del ayllu”
(Coaguila, 2013: 119).
En su reflexión sobre el papel de la historia oral, Silvia Rivera explica que en las investigaciones
del Thoa se crearon equipos mixtos conducidos por aymaras, que se sujetan a las exigencias
éticas de los comuneros de base, con quienes definen las metas, tareas y formatos de la
investigación, en tanto las devoluciones sistemáticas permiten que la información recogida y el
conjunto del trabajo realizado sean evaluados por el movimiento aymara según sus intereses y
percepciones (Rivera, 1987). De ese modo, se trabaja en relación de horizontalidad “entre dos
sujetos que reflexionan juntos sobre su experiencia y sobre la visión que cada uno tiene del otro”,
en un proceso que sólo es posible si existe “la disponibilidad del investigador a sujetarse al
control social de la colectividad “investigada”, de todo el proceso previo y posterior a la
investigación (Rivera, 1987: 62).
Es en este sentido que Rivera defiende la historia oral como ejercicio de desalienación colectiva
que consigue superar las metodologías que conceden al investigador la orientación y los modos
de participación de los investigados. Llegamos entonces a una situación en la que ya no hay
quien investiga y quien es investigado, sino un sector social que se investiga a sí mismo para
comprenderse mejor, con el único objetivo de convertirse en sujeto de su propia descolonización.
Es por eso que nos desafía al señalar que develar lo que se conoce del “otro” equivale a una
traición. Inspirada en un relato de Jorge Luis Borges (“El Etnógrafo”), sostiene que es mejor
optar por el silencio como forma de mantener el compromiso ético con el grupo social estudiado.
Lo que vemos es una profunda y compartible rebeldía frente a un discurso de la descolonización
“sin una práctica descolonizadora”, que Rivera achaca a los académicos e intelectuales
defensores de los “estudios postcoloniales” (Rivera, 2010).
En la misma dirección la profesora maorí Linda Tuhiwai asegura que muchos intelectuales
indígenas “se resisten activamente a participar en cualquier discusión enmarcada en los discursos
sobre la postcolonialidad, pues el postcolonialismo es percibido como una invención muy
conveniente de los intelectuales occidentales, la cual no hace sino reinscribir su poder para poder
definir el mundo” (Tuhiwai, 2016: 36). En suma, nos dicen que no puede haber una relación
respetuosa si no se rompe la relación asimétrica entre investigadores e investigados. En su
polémica con destacados intelectuales varones blancos, sostiene que sus ideas sobre colonialismo
interno “habían surgido de una trayectoria enteramente propia”, iluminada por algunas lecturas,
“y sobre todo por la experiencia de haber vivido y participado en la reorganización del
movimiento aymara y en la insurgencia indígena de los años setenta y ochenta” (Rivera, 2010:
67).
Tuhiwai por su parte, sostiene que para romper la relación colonial los investigadores deben
“escoger los márgenes” (siguiendo a la escritora afroamericana bell hooks), o sea trabajar en ese
vasto territorio “que existe ´fuera´ de la zona de seguridad, fuera de la comunidad fortificada y de
puertas cerradas” (Tuhiwai, 2016: 260). Rechaza la idea de que primero se produce la
concientización y luego la lucha, asegura que los procesos pueden ocurrir en cualquier orden y
denuncia el papel que la literatura revolucionaria otorga a los intelectuales que ocupan puestos en
el sistema de poder.
Pero el punto central es su comprensión del concepto de lucha. “Normalmente la lucha se
presenta como un epifenómeno que los investigadores ´ven´ cuando miran a las comunidades que
viven al margen y en crisis”. Pero en realidad, enfatiza, “los pueblos, las familias y las
organizaciones que están en comunidades marginalizadas luchan cada día, es una forma de vida
que es necesaria para sobrevivir, y cuando ésta es teorizada y movilizada puede llegar a ser una
poderosa estrategia de transformación” (Tuhiwai, 2016: 262).
Es junto a esas personas y con esas comunidades donde el trabajo de investigación, y la vida
como activista, tienen sentido.
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Apéndice
Los movimientos sociales latinoamericanos: tendencias y desafíos*
Los movimientos sociales de nuestro continente están transitando por nuevos caminos, que los
separan tanto del viejo movimiento sindical como de los nuevos movimientos de los países
centrales. A la vez, comienzan a construir un mundo nuevo en las brechas que han abierto en el
modelo de dominación. Son las respuestas al terremoto social que provocó la oleada neoliberal
de los ochenta, que trastocó las formas de vida de los sectores populares al disolver y
descomponer las formas de producción y reproducción, territoriales y simbólicas, que
configuraban su entorno y su vida cotidiana.
Tres grandes corrientes político-sociales nacidas en esta región, conforman el armazón ético y
cultural de los grandes movimientos: las comunidades eclesiales de base vinculadas a la teología
de la liberación, la insurgencia indígena portadora de una cosmovisión distinta de la occidental y
el guevarismo inspirador de la militancia revolucionaria. Estas corrientes de pensamiento y
acción convergen dando lugar a un enriquecedor “mestizaje”, que es una de las características
distintivas de los movimientos latinoamericanos.
Desde comienzos de los noventa, la movilización social derribó dos presidentes en Ecuador y en
Argentina, uno en Paraguay, Perú y Brasil y desbarató los corruptos regímenes de Venezuela y
Perú. En varios países frenó o retrasó los procesos privatizadores, promoviendo acciones
callejeras masivas que en ocasiones desembocaron en insurrecciones. De esta forma los
movimientos forzaron a las elites a negociar y a tener en cuenta sus demandas, y contribuyeron a
instalar gobiernos progresistas en Venezuela, Brasil y Ecuador. El neoliberalismo se estrelló
contra la oleada de movilizaciones sociales que abrió grietas más o menos profundas en el
modelo.
Los nuevos caminos que recorren suponen un viraje de largo aliento. Hasta la década de 1970 la
acción social giraba en torno a las demandas de derechos a los estados, al establecimiento de
alianzas con otros sectores sociales y partidos políticos y al desarrollo de planes de lucha para
modificar la relación de fuerzas a escala nacional. Los objetivos finales se plasmaban en
programas que orientaban la actividad estratégica de movimientos que se habían construido en
relación a los roles estructurales de sus seguidores. En consecuencia, la acción social perseguía el
acceso al estado para modificar las relaciones de propiedad, y ese objetivo justificaba las formas
estadocéntricas de organización, asentadas en el centralismo, la división entre dirigentes y
dirigidos y la disposición piramidal de la estructura de los movimientos.
Tendencias comunes
Hacia fines de los setenta fueron ganando fuerza otras líneas de acción que reflejaban los
profundos cambios introducidos por el neoliberalismo en la vida cotidiana de los sectores
populares. Los movimientos más significativos (Sin Tierra y seringueiros en Brasil, indígenas
ecuatorianos, neozapatistas, guerreros del agua y cocaleros bolivianos y desocupados argentinos),
pese a las diferencias espaciales y temporales que caracterizan su desarrollo, poseen rasgos
comunes, ya que responden a problemáticas que atraviesan a todos los actores sociales del
continente. De hecho, forman parte de una misma familia de movimientos sociales y populares.
Buena parte de estas características comunes derivan de la territorialización de los movimientos,
o sea de su arraigo en espacios físicos recuperados o conquistados a través de largas luchas,
abiertas o subterráneas. Es la respuesta estratégica de los pobres a la crisis de la vieja
territorialidad de la fábrica y la hacienda, y a la reformulación por parte del capital de los viejos
modos de dominación. La desterritorialización productiva (a caballo de las dictaduras y las
contrarreformas neoliberales) hizo entrar en crisis a los viejos movimientos, fragilizando sujetos
que vieron evaporarse las territorialidades en las que habían ganado poder y sentido. La derrota
abrió un período, aún inconcluso, de reacomodos que se plasmaron, entre otros, en la
reconfiguración del espacio físico. El resultado, en todos los países aunque con diferentes
intensidades, características y ritmos, es la re-ubicación activa de los sectores populares en
nuevos territorios ubicados a menudo en los márgenes de las ciudades y de las zonas de
producción rural intensiva.
El arraigo territorial es el camino recorrido por los Sin Tierra, mediante la creación de infinidad
de pequeños islotes autogestionados; por los indígenas ecuatorianos, que expandieron sus
comunidades hasta reconstruir sus ancestrales “territorios étnicos” y por los indios chiapanecos
que colonizaron la selva Lacandona (Fernandes, 2000; Ramón, 1993; García de León, 2002:
105). Esta estrategia, originada en el medio rural, comenzó a imponerse en las franjas de
desocupados urbanos: los excluidos crearon asentamientos en las periferias de las grandes
ciudades, mediante la toma y ocupación de predios. En todo el continente, varios millones de
hectáreas han sido recuperadas o conquistadas por los pobres, haciendo entrar en crisis las
territorialidades instituidas y remodelando los espacios físicos de la resistencia (Porto, 2001: 47).
Desde sus territorios, los nuevos actores enarbolan proyectos de largo aliento, entre los que
destaca la capacidad de producir y reproducir la vida, a la vez que establecen alianzas con otras
fracciones de los sectores populares y de las capas medias. La experiencia de los piqueteros
argentinos resulta significativa, puesto que es uno de los primeros casos en los que un
movimiento urbano pone en lugar destacado la producción material.
La segunda característica común, es que buscan la autonomía, tanto de los estados como de los
partidos políticos, fundada sobre la creciente capacidad de los movimientos para asegurar la
subsistencia de sus seguidores. Apenas medio siglo atrás, los indios conciertos que vivían en las
haciendas, los obreros fabriles y los mineros, los subocupados y desocupados, dependían
enteramente de los patrones y del estado8
. Sin embargo, los comuneros, los cocaleros, los
campesinos Sin Tierra y cada vez más los piqueteros argentinos y los desocupados urbanos, están
trabajando de forma consciente para construir su autonomía material y simbólica.
En tercer lugar, trabajan por la revalorización de la cultura y la afirmación de la identidad de sus
pueblos y sectores sociales. La política de afirmar las diferencias étnicas y de género, que juega
un papel relevante en los movimientos indígenas y de mujeres, comienza a ser valorada también
por los viejos y los nuevos pobres. Su exclusión de facto de la ciudadanía parece estarlos
induciendo a buscar construir otro mundo desde el lugar que ocupan, sin perder sus rasgos
particulares. Descubrir que el concepto de ciudadano sólo tiene sentido si hay quienes están
excluidos, ha sido uno de los dolorosos aprendizajes de las últimas décadas. De ahí que la
dinámica actual de los movimientos se vaya inclinando a superar el concepto de ciudadanía, que
fue de utilidad durante dos siglos a quienes necesitaron contener y dividir a las clases peligrosas
(Wallerstein, 2001: 120-135).
La cuarta característica común es la capacidad para formar sus propios intelectuales. El mundo
indígena andino perdió su intelectualidad como consecuencia de la represión de las
insurrecciones anticoloniales de fines del siglo XVIII y el movimiento obrero y popular dependía
de intelectuales que le trasmitían la ideología socialista “desde fuera”, según el modelo leninista.
La lucha por la escolarización permitió a los indios manejar herramientas que antes sólo
utilizaban las elites, y redundó en la formación de profesionales indígenas y de los sectores
8
Indios conciertos son denominados, en la región andina, los que “concertaron” un acuerdo con el hacendado, que
supone una relación de servidumbre y renta en especie.
populares, una pequeña parte de los cuales se mantienen vinculados cultural, social y
políticamente a los sectores de los que provienen. En paralelo, sectores de las clases medias que
tienen formación secundaria, y a veces universitaria, se hundieron en la pobreza. De esa manera,
en los sectores populares aparecen personas con nuevos conocimientos y capacidades que
facilitan la auto-organización y la autoformación.
Los movimientos están tomando en sus manos la educación y la formación de sus dirigentes, con
criterios pedagógicos propios a menudo inspirados en la educación popular. En este punto, llevan
la delantera los indígenas ecuatorianos que han puesto en pie la Universidad Intercultural de los
Pueblos y Nacionalidades indígenas –que recoge la experiencia de la educación intercultural
bilingüe en las casi tres mil escuelas dirigidas por indios–, y los Sin Tierra de Brasil, que dirigen
1.500 escuelas en sus asentamientos, y múltiples espacios de formación de docentes,
profesionales y militantes (Dávalos, 2002; Caldart, 2000). Poco a poco, otros movimientos, como
los piqueteros, se plantean la necesidad de tomar la educación en sus manos, ya que los estados
nacionales tienden a desentenderse de la formación. En todo caso, quedó atrás el tiempo en el que
intelectuales ajenos al movimiento hablaban en su nombre.
El nuevo papel de las mujeres es el quinto rasgo común. Mujeres indias se desempeñan como
diputadas, comandantes y dirigentes sociales y políticas; mujeres campesinas y piqueteras ocupan
lugares destacados en sus organizaciones. Esta es apenas la parte visible de un fenómeno mucho
más profundo: las nuevas relaciones que se establecieron entre los géneros en las organizaciones
sociales y territoriales que emergieron de la reestructuración de las últimas décadas.
En las actividades vinculadas a la subsistencia de los sectores populares e indígenas, tanto en las
áreas rurales como en las periferias de las ciudades (desde el cultivo de la tierra y la venta en los
mercados hasta la educación, la sanidad y los emprendimientos productivos) las mujeres y los
niños tienen una presencia decisiva. La inestabilidad de las parejas y la frecuente ausencia de los
varones, han convertido a la mujer en la organizadora del espacio doméstico y en aglutinadora de
las relaciones que se tejen en torno a la familia, que en muchos casos se ha transformado en
unidad productiva, donde la cotidianeidad laboral y familiar tienden a re-unirse y fusionarse. En
suma, emerge una nueva familia y nuevas formas de re-producción estrechamente ligadas, en las
que las mujeres representan el vínculo principal de continuidad y unidad.
El sexto rasgo que comparten, consiste en la preocupación por la organización del trabajo y la
relación con la naturaleza. Aún en los casos en los que la lucha por la reforma agraria o por la
recuperación de las fábricas cerradas aparece en primer lugar, los activistas saben que la
propiedad de los medios de producción no resuelve la mayor parte de sus problemas. Tienden a
visualizar la tierra, las fábricas y los asentamientos como espacios en los que producir sin
patrones ni capataces, donde promover relaciones igualitarias y horizontales con escasa división
del trabajo, asentadas por lo tanto en nuevas relaciones técnicas de producción que no generen
alienación ni sean depredadoras del ambiente.
Por otro lado, los movimientos actuales rehúyen el tipo de organización taylorista (jerarquizada,
con división de tareas entre quienes dirigen y ejecutan), en la que los dirigentes estaban
separados de sus bases. Las formas de organización de los actuales movimientos tienden a
reproducir la vida cotidiana, familiar y comunitaria, asumiendo a menudo la forma de redes de
autoorganización territorial. El levantamiento aymara de setiembre de 2000 en Bolivia, mostró
cómo la organización comunal era el punto de partida y soporte de la movilización, incluso en el
sistema de “turnos” para garantizar los bloqueos de carreteras, y se convertía en el armazón del
poder alternativo (García Linera, 2001: 13). Los sucesivos levantamientos ecuatorianos
descansaron sobre la misma base: “Vienen juntos, permanecen compactados en la ‘toma de
Quito’, ni siquiera en las marchas multitudinarias se disuelven, ni se dispersan, se mantienen
cohesionados, y regresan juntos; al retornar a su zona vuelven a mantener esa vida colectiva”
(Hidalgo, 2001: 72). Esta descripción es aplicable también al comportamiento de los Sin Tierra y
de los piqueteros en las grandes movilizaciones.
Por último, las formas de acción instrumentales de antaño, cuyo mejor ejemplo es la huelga,
tienden a ser sustituidas por formas autoafirmativas, a través de las cuales los nuevos actores se
hacen visibles y reafirman sus rasgos y señas de identidad. Las “tomas” de las ciudades por parte
de los indígenas representan la reapropiación, material y simbólica, de un espacio “ajeno” para
darle otros contenidos (Dávalos, 2001). La acción de ocupar la tierra representa, para el
campesino sin tierra, la salida del anonimato y es su reencuentro con la vida (Caldart, 2000: 109-
112). Los piqueteros sienten que en el único lugar donde la policía los respeta es en el corte de
ruta y las Madres de Plaza de Mayo toman su nombre de un espacio del que se apropiaron hace
25 años, donde suelen depositar las cenizas de sus compañeras.
De todas las características mencionadas, las nuevas territorialidades son el rasgo diferenciador
más importante de los movimientos sociales latinoamericanos, y lo que les está dando la
posibilidad de revertir la derrota estratégica. A diferencia del viejo movimiento obrero y
campesino (en el que estaban subsumidos los indios), los actuales movimientos están
promoviendo un nuevo patrón de organización del espacio geográfico, donde surgen nuevas
prácticas y relaciones sociales (Porto, 2001; Fernandes, 1996: 225-246). La tierra no se considera
sólo como un medio de producción, superando una concepción estrechamente economicista. El
territorio es el espacio en el que se construye colectivamente una nueva organización social,
donde los nuevos sujetos se instituyen, instituyendo su espacio, apropiándoselo material y
simbólicamente.
Nuevos desafíos
En paralelo, el movimiento actual está sometido a debates profundos, que afectan a las formas de
organización y la actitud hacia el estado y hacia los partidos y gobiernos de izquierda y
progresistas. De la resolución de estos aspectos dependerá el tipo de movimiento y la orientación
que predomine en los próximos años.
Aunque buena parte de los grupos de base se mantienen apegados al territorio y establecen
relaciones predominantemente horizontales, la articulación de los movimientos más allá de
localidades y regiones plantea problemas aún no resueltos. Incluso organizaciones tan
consolidadas como la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), han
tenido problemas con dirigentes elegidos como diputados, y durante la breve “toma del poder” de
enero de 2000, se registró una fisura importante entre las bases y las direcciones, que parecieron
abandonar el proyecto histórico de la organización.
Establecer formas de coordinación abarcativas y permanentes supone, de alguna manera, ingresar
en el terreno de la representación, lo que coloca a los movimientos ante problemas de difícil
solución en el estadio actual de las luchas sociales. En ciertos períodos, no pueden permitirse
hacer concesiones a la visibilidad o rehuir la intervención en el escenario político. El debate
sobre si optar por una organización centralizada y muy visible o difusa y discontinua, por
mencionar los dos extremos en cuestión, no tiene soluciones sencillas, ni puede zanjarse de una
vez para siempre.
Finalmente, el debate sobre el estado atraviesa ya a los movimientos, y todo indica que se
profundizará en la medida en que las fuerzas progresistas lleguen a ocupar los gobiernos
nacionales. Está pendiente un balance del largo período en el que los movimientos fueron correas
de transmisión de los partidos y se subordinaron a los estados nacionales, hipotecando su
autonomía. Por el contrario, parece ir ganando fuerza, como sucedió ya en Brasil, Bolivia y
Ecuador, la idea de deslindar campos entre las fuerzas sociales y las políticas. Aunque las
primeras tienden a apoyar a las segundas, conscientes de que gobiernos progresistas pueden
favorecer la acción social, no parece fácil que vuelvan a establecer relaciones de subordinación.
No es un debate ideológico. O, por lo menos, no lo es en lo fundamental. Se trata de mirar el
pasado para no repetirlo. Pero, sobre todo, se trata de mirar hacia adentro, hacia el interior de los
movimientos. El panorama que surge, cada día con mayor intensidad, es que el ansiado mundo
nuevo está naciendo en sus propios espacios y territorios, incrustado en las brechas que abrieron
en el capitalismo. Es “el” mundo nuevo real y posible, construido por los indígenas, los
campesinos y los pobres de las ciudades sobre las tierras conquistadas, tejido en base a nuevas
relaciones sociales entre los seres humanos, inspirado en los sueños de sus antepasados y
recreado gracias a las luchas de los últimos veinte años. Ese mundo nuevo existe, ya no es un
proyecto ni un programa sino múltiples realidades, incipientes y frágiles. Defenderlo, para
permitir que crezca y se expanda, es una de las tareas más importantes que tienen por delante los
activistas durante las próximas décadas. Para ello deberemos desarrollar ingenio y creatividad
ante poderosos enemigos que buscarán destruirlo; paciencia y perseverancia ante las propias
tentaciones de buscar atajos que, ya sabemos, no conducen a ninguna parte.

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