Pensar las autonomías. Alternativas de emancipación al capital y el Estado 4

III. Más allá del capital y el Estado
10. Agitado y revuelto: del “arte de lo posible” a la política emancipatoria.
Benjamin Arditi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
11. Las grietas y la crisis del trabajo abstracto.
John Holloway . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
12. El quiebre de la subjetividad de la forma Estado y los movimientos de insubordinación.
Sergio Tischler . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
13. Sobre la autorregulación social: imágenes, posibilidades y límites.
Raquel Gutiérrez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
14. De los desafíos y los nudos.
Ana Esther Ceceña



Agitado y revuelto: del “arte de lo posible” a la política emancipatoria
BENJAMÍN ARDITI

resumen
Este artículo explora la persistencia de la agitación en políticas de emancipación. Polemiza con la caracterización que hace Bismarck acerca de la política como “arte de lo posible”, que fue retomada posteriormente como consigna por el realismo político. También toma distancia de las visiones escatológicas de la emancipación del tipo que asociamos con el jacobinismo. El propósito de esto es desestabilizar las fronteras entre lo posible y lo imposible y entre política revolucionaria y no revolucionaria. La agitación no es un remanente incómodo de la política caliente de antaño, sino que sobrevive como periferia interna de la política institucional en democracias liberales. Funciona como un síntoma que impide el cierre de la política en un esquema plenamente normalizado o, lo que es igual, la agitación en combinación con la política emancipatoria hace surgir la “acontecimentalidad” del acontecimiento y permite vislumbrar el papel de lo imposible. Esto me permite introducir posteriormente una definición mínima de emancipación como disputa acerca de si las condiciones actuales impulsan o dañan la igualdad y la libertad, y si otro mundo es o no posible.
Palabras clave: agitprop, emancipación, revolucionar, Benjamin, Rancière.
“Agitprop”, la palabra surgida de la contracción de agitación y propaganda política, solía ser parte integral de las actividades de los movimientos radicales que buscaban cambiar el orden establecido. Consistía en sacudir a las masas para llevarlas a la acción. Casi siempre se seguía un mapa de navegación partidista que apuntaba al socialismo o en pos de diversas iniciativas anarquistas; aunque más tarde movimientos fascistas y populistas también incorporaron el agitprop en su práctica política. Los activistas hacían agitprop de distintas maneras: ya fuera ensalzando las virtudes de la línea del partido entre los sindicatos, vendiendo periódicos de su agrupación en las calles, publicando panfletos que atacaban tanto al gobierno como a los ricos y poderosos o denunciando a la sociedad de clases como causa directa de la situación miserable de la mayoría de la gente. Tal era su función pedagógica: educar a las masas para la acción.
Estos activistas también enfrentaban a sus adversarios, organizaban huelgas y manifestaciones y, a veces, también se embarcaban en la así llamada propaganda armada que consistía en realizar acciones directas con un propósito ejemplar –el asalto a bancos para financiar las actividades de la organización o el poner bombas en instalaciones gubernamentales para amedrentar al enemigo y suscitar el entusiasmo entre sus seguidores. Tal era la función política e ideológica de la agitación. Tanto los aspectos pedagógicos como los ideológico-políticos buscaban dar cuenta de la aptitud y capacidad del grupo para dirigir el movimiento y, a la vez, mostrar que un mundo distinto era posible y deseable. Todo esto hacía que agitprop fuera una parte integral de la política emancipatoria. Hoy por hoy, el término agitprop ha perdido mucho de su lustre. A excepción de pequeños grupos en la periferia ideológica de la política, la mayoría de la gente prácticamente lo ha abandonado. Sobrevive apenas como un término chic entre hacktivistas y escritores radicales de blogs culturales o en las narrativas de historiadores y antiguos simpatizantes del socialismo y el sindicalismo. El discurso en torno a la emancipación, algo que fue central para la política radical desde 1789 hasta 1968, ha pasado a ser visto como una suerte de anacronismo en el marco del consenso liberal-democrático imperante.
La política radical y clasista ha dado paso a los “partidos atrapa todo” (catch-all parties) que buscan ocupar el centro del espectro político. La agitación ha sido reemplazada por charlas motivacionales y la propaganda se ha convertido en mercadeo electoral de la mano de administradores profesionales de campaña. El ex presidente de Estados Unidos, Gerald Ford, describe el panorama político resultante de todo esto, de manera nada halagüeña, al decir que nos encontramos hoy en un escenario dominado por “candidatos sin ideas que contratan a consultores sin convicciones para dirigir campañas sin contenido” (Carlson, 1999). Ford exagera, o por lo menos así nos gustaría que fuera, pero identifica una tendencia política que ahora incluye a organizaciones de centro-izquierda que han aceptado la economía de mercado y que no tienen reparos en postular una agenda de capitalismo con un rostro más humano.
Existen, claro, otras razones para explicar el aparente deceso de la agitación política, por lo menos entre grupos de la izquierda. Una de ellas es que la brújula política que señalaba el camino al socialismo ya no resulta ser tan clara como antes. El desencanto con el así llamado socialismo realmente existente del antiguo bloque soviético y China durante las décadas de los setenta y de los ochenta y la ausencia de proyectos capaces de generar entusiasmo duradero tras el colapso de la mayoría de esos regímenes mermó considerablemente el capital teórico y empírico del socialismo. Hoy resulta difícil saber en qué consiste una política emancipatoria en un escenario dominado por la política convencional y salpicada por ocasionales arrebatos de indignación bienintencionada acerca del estado de cosas en el mundo. Aquellos quienes alzan su voz están motivados por la expectativa de que otro mundo es posible, pero se tropiezan con dificultades a la hora de articular cómo debiera ser ese mundo o qué debe hacerse para que ese mundo se haga realidad. Otra razón es el hecho de que una buena parte de lo que solía pasar por radicalismo político se ha desplazado de los movimientos de masa a los campus universitarios, especialmente en el mundo anglosajón. Allí ese radicalismo encontró un cómodo nicho gracias a la respetabilidad académica que adquirieron el posmarxismo y los llamados estudios culturales. Esto ha creado una fachada de activismo político, una suerte de activismo político en paralaje dado que se manifiesta a través de discusiones intelectuales sofisticadas en torno a temas de moda como: el debate sobre el concepto de multitud, el tratamiento de la alteridad o el estatuto de la subalternidad y los estudios poscoloniales. Por último, relacionado con lo anterior, durante los diez o más años en los que el tema de la diferencia (de género, sexo, raza o etnia) funcionó como santo y seña de la política progresista, el radicalismo se mantuvo incómodamente cerca del moralismo de la política de la identidad y la corrección política que emergieron como efectos programáticos de las guerras culturales de las décadas de los ochenta y de los noventa.
Lo sorprendente es que esto no significa que la agitación política haya perdido relevancia para las pulsiones emancipatorias o que la razón cínica y la desilusión dominen de manera incuestionable. Lo que ha ocurrido es que ya no coincide con una función específica dentro de una organización (algo así como una sección o secretariado de agitación y propaganda) y tampoco está sujeta a un estilo insurreccional de hacer política, de manera que cualquier recuperación del término implicará una suerte de rompimiento con el sentido general que tenía en su contexto original. Todavía hay lugar para la agitación o, si se quiere, para el “agitado y revuelto” mencionado en el título de este artículo en alusión al riguroso modo de preparación del cóctel preferido de James Bond. Sólo que aquí, en vez del famoso “shaken, not stirred” –agitado, no revuelto– del superagente, he optado por la conjunción “y” para resaltar la fuerza y actualidad de la agitación en las políticas de emancipación.
La codificación realista de lo posible
Podemos empezar a indagar acerca de esta permanencia de la agitación examinando el comentario hecho por Bismarck: “la política es el arte de lo posible”, frase que da a entender que uno debe optar por un curso de acción que busque lograr aquello que en efecto es viable en una situación dada o bajo circunstancias que no escogimos. Es difícil no coincidir con esta aseveración excepto por el hecho de que lo que realmente se quiere decir cuando se habla del “arte de lo posible” es que la política es un código que sólo puede ser descifrado por un lenguaje realista. Esto se debe a que, en política, los intereses predominan por sobre los principios. Para los realistas, el mundo está regido por la lógica de los resultados y quienquiera que juegue a la política debe basar sus razonamientos en hechos y no en ideologías, debe anteponer los intereses nacionales o partidistas a las ideas más amplias acerca del bien y debe respaldar tales intereses recurriendo (o, por lo menos, amenazando con recurrir) al uso de la fuerza. Esto explica por qué consideran que la búsqueda de un “deber ser” normativo o el proponerse metas que no guardan proporción con nuestros recursos es un empeño quizá bien intencionado pero esencialmente ingenuo y generalmente ineficaz. En política, hacer lo correcto es hacer lo posible, cosa que por definición significaría también abrazar al realismo.
El realismo se apropia de la aseveración de Bismarck, entre otras cosas, porque él mismo creía que el arte de lo posible era un arte que los realistas desempeñaban mejor. Pero los realistas no son un grupo homogéneo. El príncipe Salina, personaje en la novela El gatopardo de Giuseppe di Lampedusa, representa el arquetipo de la variante cínicoconservadora del realismo cuando alega que “algo debe cambiar para que todo siga igual”. Esto describe lo que se conoce como gatopardismo, entendido como la búsqueda de cualquier cosa que uno quiera lograr mediante compromisos y acomodos dentro del status quo o el arte de mover las piezas de manera tal que los cambios en realidad no lleguen a afectar un estado de cosas en donde los ricos y poderosos del momento tengan la sartén por el mango. En el gatopardismo no tiene cabida la política emancipatoria y en éste la agitación desempeña un papel puramente instrumental en las luchas de poder entre grupos de interés. El realismo también es compatible con un tipo de política menos conservadora. Si lo posible alude a lo que es viable, entonces un cambio radical –por ejemplo, intentar cambiar el status quo si las circunstancias son propicias para ello– debe ser parte integral de la estructura de posibilidades que ofrece el arte de lo posible. En el ámbito de la alta política de las relaciones interestatales, cambiar el status quo podría significar instituir algo similar al tratado de Westfalia, que creó el marco de referencia para el sistema interestatal de los siguientes 300 años, o también puede ser entendido como un mero cambio de la posición relativa de los distintos Estados a través de guerras y alianzas dentro del marco westfaliano. Lo primero es revolucionario, aunque no necesariamente emancipatorio, mientras que lo segundo es banal, ya que lo único que hace es glorificar una perturbación entrópica que simplemente reproduce el código que gobierna un juego político consistente en el incesante cambio de la geometría del poder entre los Estados. La agitación, en el caso de que se hubiera dado, ocurría dentro de los límites de un radicalismo conservador que mantenía el código intacto. Los bolcheviques, por el contrario, ilustran una variante radical de lo posible, supuestamente desde una perspectiva emancipatoria. Esto se debe a que, en la coyuntura de 1917, ellos se dieron cuenta de que una revolución era factible y procedieron en consecuencia. Para ellos la agitación era un medio para precipitar la confluencia de la gente en un proyecto de cambio a través de los múltiples y frecuentemente discontinuos sucesos que hoy agrupamos bajo el rótulo de revolución rusa.
No importa por cuál sabor del realismo nos inclinemos, igual quedan dudas acerca de cuán convincente es su concepción acerca del arte de lo posible, aunque sólo sea porque su criterio para identificar lo factible parece ser tan sencillo. Bastaría con desembarazarnos de visiones normativas y de las así llamadas expectativas ideológicas y estaríamos listos para proceder. Pero, ¿será que en realidad todo es tan sencillo? Me surgen no pocas reservas sobre esta manera aparentemente a-normativa y a- (antes que anti) moral de asumir la política, la menor de ellas es que la decisión de evitar las visiones normativas y las expectativas ideológicas como cuestión de principios se convierten tácitamente en una suerte de criterio normativo o principio rector del realismo.
En primer lugar, tenemos el problema de la transparencia: es en extremo difícil identificar lo posible en medio de una coyuntura dada pues con frecuencia sólo llegamos a comprender lo que es o fue viable en retrospectiva. Lo posible nunca es un asunto seguro, lo cual explica en parte por qué suele haber tanto desacuerdo entre quienes deben decidir si algo es viable o no.
En segundo lugar, se supone que las decisiones acerca de lo que es factible deben tomarse con base en intereses antes que principios, pero es cuestionable si en efecto existe algo que pudiera llamarse decisiones libres de toda normatividad. Si sólo se puede definir este tipo de política a partir de los intereses, entonces el arte de lo posible no sería más que una búsqueda de lo que se puede hacer sólo porque se puede hacer. Esto constituye una visión muy restrictiva de lo que es la política. Condena la política realista a la entropía, como ya se señaló al respecto de las luchas por el poder entre Estados, o convierte lo que se puede hacer en otro nombre para un juego gobernado por la razón cínica.
En tercer lugar, los realistas no siempre son consistentes en su crítica de las orientaciones normativas o de las visiones “ideológicas” de la política. Hicieron un hazmerreír del ex presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, por haber pretendido hacer del mundo un lugar seguro para la democracia, ya que esta declaración de principios reñía con un axioma de la realpolitik, a saber: los países tienen principios e intereses, y a veces deben sacrificar los primeros en aras de los segundos. Con todo, los herederos de realistas como Carl Schmitt y Hans Morgenthau no ven contradicción alguna cuando alegan que el criterio rector de sus decisiones políticas es el interés nacional y acto seguido invaden un país para derrocar a su dictador en nombre de la libertad y la democracia, dos objetivos ideológicos basados en una cierta concepción del bien.
En cuarto y último lugar, la perspectiva realista de la política deja poco espacio para una política emancipatoria. Esto se debe a que la emancipación conlleva una dimensión ética que no se puede reducir a meros intereses. Tal dimensión consiste en representaciones de formas alternativas del ser, que sirven para motivar a la gente en apoyo de un grupo o proyecto particular. La ética nos brinda modos de articulación entre las representaciones de aquello por lo que luchamos y las razones que justifican por qué vale la pena hacerlo. Cooke llama a esto “pensamiento utópico”. Habla de utopía no porque dichas representaciones sean imágenes fantasiosas del futuro, sino más bien porque una utopía tiene “la capacidad para invocar imágenes éticas vívidas de una ‘sociedad buena’ que sería realizable sólo si ciertas condiciones actualmente hostiles son transformadas”, agregando luego que sin tales imágenes, una “perspectiva emancipadora sufriría de un déficit motivacional y justificador” (Cooke, 2004: 419).
Incluso si hacemos caso omiso de estas reservas, aún queda una última objeción: una política de lo posible descarta lo imposible con demasiada ligereza al plantear que la posibilidad de lo factible excluye lo imposible. Esto no me resulta convincente. Se trata de una visión maniquea que da por hecho que las fronteras que separan lo posible de lo imposible son estables y se olvida, por lo tanto, de que lo que en efecto se puede hacer está en deuda con lo imposible.
Cuando hablo de “lo imposible” no me refiero a aquello que jamás podría suceder y nunca va a ocurrir, sino más bien al efecto presente, actual, de algo que estrictamente hablando no es posible en un campo dado de la experiencia, pero que impulsa a la gente a actuar como si lo fuera. Tal es el caso, por ejemplo, en las luchas por la democracia en América Latina. A pesar de algunas salvedades, se puede comparar el papel que desempeña lo imposible con el entusiasmo en Kant, con la fuerza mesiánica débil de Benjamin y el à-venir de Derrida. Todos estos conceptos aluden a algo que trasciende el razonamiento algorítmico de lo meramente calculable –trátese de un análisis de factibilidad o de un cálculo costo-beneficio– y plantea la promesa de algo distinto por venir. Sin esta apertura hacia la acontecimentalidad o eventualidad del evento, como lo llama Derrida, sin un esfuerzo por perturbar o interrumpir lo dado, el arte de lo posible no podría dar cuenta de una política emancipatoria y de su reivindicación de que otro mundo es posible, o sólo podría hacerlo de manera azarosa y retroactivamente. Por ejemplo, podríamos discutir hasta la saciedad si los bolcheviques hicieron un cálculo razonable respecto a la madurez de las condiciones para la revolución o si simplemente tuvieron suerte, pero de lo que podemos estar absolutamente seguros es de que el pueblo ruso no se lanzó a las calles arriesgando sus vidas simple y llanamente porque sus líderes les dijeron que la revolución se podía hacer. El pueblo decidió luchar porque pensó que estaría mejor precipitando la caída del régimen zarista e intentando construir una sociedad distinta. Por eso digo que lo posible no trabaja en solitario. Sea como entusiasmo o anticipación frente a algo por venir o como imágenes capaces de darle consistencia y atractivo ético a dicho
retornar a la naturaleza del lenguaje, al lenguaje como naturaleza: por muchos sentidos que libere una frase posteriormente a su enunciado, ¿no parece decirnos algo sencillo, literal, primitivo: algo verdadero en relación a lo cual todo lo demás (lo que viene después, encima) es literatura?” (Barthes, 2001: 6).
entusiasmo, la fuerza movilizadora de lo imposible ya estaba en juego en la puesta en forma de lo que los revolucionarios de 1917 creían que se podía lograr y lo que el pueblo pensaba que era deseable hacer.
lo imposible como suplemento
Es posible observar con mayor detalle el juego que se establece entre lo posible y lo imposible examinando dos casos. El primero es el juicio por rebelión que se le hizo a Auguste Blanqui, el revolucionario francés del siglo xIx. Rancière cita un pasaje de su interrogatorio:
Al solicitarle el presidente del tribunal que indique su profesión, respondió simplemente: “proletario”. Respuesta ante la cual el Presidente objeta de inmediato: “Esa no es una profesión”, sin perjuicio de escuchar enseguida la réplica del acusado: “Es la profesión de treinta millones de franceses que viven de su trabajo y que están privados de derechos políticos”. A consecuencia de lo cual el Presidente acepta que el escribano anote esta nueva “profesión” (Rancière, 1996: 54).
Rancière utiliza este intercambio para ilustrar lo que él entiende por proceso de subjetivación, que no consiste única o simplemente en afirmar una identidad sino también, y al tiempo, en rechazar una identidad que es dada por otros. Se trata de un proceso de des-identificación o desclasificación: cuando Blanqui se identificó a sí mismo como proletario, estaba rechazando el nombre que las autoridades le habían asignado y asumiendo el de un paria: “el nombre de aquellos a quienes se niega una identidad en un determinado orden de policía” (Rancière, 2000: 148).
Los proletarios con los que Blanqui se identificaba no contaban, políticamente hablando, en la Francia de la década de 1830, de manera que alegó pertenecer a aquella parte a la que no se le hacía justicia –a la que se le infligía un daño– porque se le negaba participación en dicha sociedad. El proletariado era la parte sin parte en aquella Francia –eran los “sin tierra” franceses, por decirlo de alguna manera. Rancière también menciona otro calificativo para los parias: “todos somos judíos alemanes” (2000: 149), consigna inscrita en los muros de París en mayo de 1968 luego de que el gobierno deportara a Daniel Cohn-Bendit, un joven franco-alemán, quien fuera uno de los líderes estudiantiles de la Sorbona. Los ciudadanos franceses que coreaban dicha consigna manifestaban así su solidaridad para con un camarada y al tiempo desestabilizaban el lugar/identidad que el status quo les había asignado. Procedían a desclasificarse, de este modo, de lo que las autoridades definían como constitutivo de “lo francés” alegando estar tan desamparados –sin tierra y sin patria– en su Francia nativa como lo estaba el semi-extranjero Cohn-Bendit. Se estaban embarcando en un proceso de subjetivación al declarar ser objeto de un daño y poner en entredicho el campo de experiencia existente.
Estos ejemplos ilustran la distinción que Rancière hace entre policía y política. Por policía, no se refiere al cuerpo uniformado que se encarga de hacer cumplir la ley, sino lo que él denomina la partición de lo sensible que establece la distinción entre lo visible y lo invisible y entre lo que se oye y lo inaudible. Para dicha “policía”, “la sociedad consiste en grupos dedicados a modos de hacer específicos, en lugares donde esas ocupaciones se ejercen, en modos de ser correspondientes a esas ocupaciones y a esos lugares” (Rancière, 2006: 71). La sociedad no tiene vacíos: todo el mundo tiene un puesto asignado y no hay remanentes por asignar. En el caso de Blanqui, el Presidente del tribunal no podía reconocer proletario como profesión simplemente porque era incapaz de separar la idea de profesión de un trabajo reconocido como tal, y obviamente proletario no coincidía con ninguno. Siglo y medio más tarde, las autoridades no podían entender por qué los manifestantes franceses alegaban ser judíos alemanes cuando en efecto la gran mayoría de ellos eran católicos franceses. La política altera este arreglo y lo suplementa con la parte de aquellos que no tienen parte, con la parte que no cuenta; ella introduce el “ruido” de los parias dentro del orden de la policía. Proletario y judíos alemanes, los nombres erróneos que asumieron Blanqui y los estudiantes franceses, desafían la partición de lo sensible vigente. Le dan nombre a aquella parte que no tiene lugar propio en el orden de la policía y demuestran que es posible crear otro mundo donde quienes asumen los nuevos nombres encontrarán su lugar o, para usar los términos del propio Rancière, su disenso muestra la presencia de dos mundos alojados en uno solo.
El segundo caso que quiero mencionar también implica un interrogatorio. Allport lo cita en su clásico trabajo sobre el prejuicio intergrupal: “Una mujer negra era la parte demandante en un caso judicial referente a una cláusula restrictiva en un contrato. El abogado de la defensa le preguntó: ‘¿Cuál es su raza?’ ‘La raza humana’, contestó ella. ‘¿Y cuál es el color de su piel?’ ‘Color natural’, respondió” (Allport, 1962: 155). Allport señala que la estrategia del abogado lleva la impronta de lo que él llama un mecanismo de condensación, es decir, la “tendencia a amalgamar el símbolo con lo que éste representa” (1962: 154) –en este caso, los signos visibles de ser una mujer negra y la consiguiente inferencia de que serlo implica un estatus inferior. No existe un nexo causal entre el color de la piel y el estatus social excepto a través de este mecanismo de condensación. El prejuicio surge cuando alguien hace tal conexión. La clasificación que hace el abogado siguiendo líneas raciales (y el hecho de que considera que el color de piel de la mujer es un asunto relevante en un tribunal) pretende particularizar a la mujer dentro de un modo de ser que coincide con una partición racial de lo sensible–vale decir, con una distribución racial de cuerpos, lugares y funciones.
A nosotros nos interesa más el tipo de argumentos esgrimidos por la mujer dado que su respuesta subvierte la lógica racial del abogado. Ella se niega a identificarse en términos raciales e invoca una igualdad que se le ha negado: igual que su interrogador, ella también forma parte de la raza humana, y el color de su piel, tal y como el color de la piel de su contraparte, es natural. Su estrategia retórica busca alterar la supuesta naturalidad de un código racial jerárquico que se acepta ya sea como hecho o destino. Se trata de una estrategia análoga a la de Blanqui, en cuanto que consiste en una desclasificación, como ya se ha señalado, y de una subjetivación simultáneas: la mujer asume nombres “erróneos” (ella es humana y natural) no porque tales nombres no tengan lugar en el orden existente, sino porque la partición racial de lo sensible le causa perjuicio al disociar igualdad y raza. Una vez más, aquí se manifiesta un esfuerzo por crear otro mundo desde adentro del orden policial, esta vez sustentado no en la emancipación de los proletarios sino en la verificación de la igualdad racial.
Ambos casos dislocan la codificación realista del arte de lo posible en la medida en que articulan a este último con lo imposible. Hipotéticamente, Blanqui hubiera podido responder a las preguntas de sus interrogadores en términos que les fueran familiares a ellos. Sin embargo, optó por utilizar su juicio para recordarles a todos los presentes en el tribunal que él formaba parte de la mayoría de la gente que a su vez no hacía parte de la sociedad francesa y que un mundo donde los proletarios ya no serían más parias se estaba gestando dentro de esa misma sociedad. La querellante en el ejemplo de Allport también hubiera podido respetar las reglas del juego con la esperanza de que así mejoraría sus oportunidades de ganar el caso, pero al describir su negritud como algo irrelevante, por la sencilla razón de que tal condición era natural, y al aseverar que su raza era parte de la raza humana y por ende universal, buscaba alterar un status quo racial en el que los negros no eran considerados como iguales a los blancos.
Gente como ella y como Blanqui bien pueden ganar o perder, pero ése no es el punto determinante. Lo que aquí importa es que otorgarles visibilidad a los proletarios en un espacio de aparición que los excluye o postular la igualdad racial en medio de un orden donde los negros no cuentan es actuar políticamente, pero de una manera muy específica: no haciendo aquello posible, sino más bien redefiniendo lo que se puede hacer. Blanqui y la mujer negra demostraron que la percepción realista y del sentido común acerca de la política como arte de lo posible no logra percibir que, cuando se trata de una acción colectiva –particularmente cuando se trata de una política emancipatoria–, lo imposible ya está implicado en el pensamiento mismo de lo posible. Toda acción que busca lograr algo más que un reposicionamiento dentro del orden existente –es decir, que en realidad busca transformar las condiciones dadas por ese orden– se propone metas que pueden parecer imposibles. Aquellos quienes toman parte en tales acciones están motivados por una promesa de algo distinto por venir.
La agitación como develamiento y traducción
Es posible utilizar los dos casos presentados en la sección anterior para alegar que Blanqui y la querellante también se embarcan en una tarea de agitación en el sentido etimológico del término dado que ambos quieren poner algo en movimiento. Ellos agitan el status quo. Es cierto que esto no es suficiente para cambiar la partición de lo sensible ya que las grandes transformaciones no ocurren a través de acciones individuales sino mediante la puesta en movimiento de colectivos humanos. El valor de su gesto, sin embargo, reside en su ejemplaridad. Lo ejemplar es extra-ordinario; se asemeja a la excepción en el sentido schmittiano de un instante en el que “la fuerza de la verdadera vida”, como él mismo lo llama, sacude el patrón de repeticiones mecánicas que caracteriza a las épocas o los tiempos normales (Schmitt, 2001: 29). Lo ejemplar también nos muestra la relación fluida entre la acción individual y la colectiva. Lo que Blanqui y la querellante hicieron como individuos reverberó más allá de la singularidad del caso personal al convertirse en fuente de inspiración para generar impulsos de emancipación entre sus contemporáneos. Su acción contribuyó a mantener abierta la promesa de algo distinto y posiblemente mejor por venir.
Debemos decir algo más respecto a este juego entre lo singular y lo colectivo, especialmente sobre cómo interviene en la disrupción de lo dado. A diferencia de otras encarnaciones de la agitación, aquí el aspecto institucional está relativamente ausente porque Blanqui y la querellante no actúan en nombre de un grupo político ni promocionan sus objetivos estratégicos. Pero al igual que en agitprop, sus acciones de disenso tienen el valor pedagógico-político de un develamiento. Agitan el estado de cosas para hacer visible la exclusión de proletarios y de negros, sea porque esta exclusión no es inmediatamente evidente o porque quienes la viven en carne propia confunden su condición de desigualdad con la manera como funcionan las cosas. Su gesto individual de develar la ine- quidad presente y presentarla como injusta e innecesaria nos instruye en la promesa de una aparentemente imposible equidad por venir. Abre el camino para la emancipación.
Sería un error afirmar que tal develamiento –y su apuesta por algo por venir– supone una teleo-escatología o promesa de redención final, como ocurre, por ejemplo, en el caso de la promesa comunista de una sociedad plenamente igualitaria. Ésta es la manera clásica de concebir la emancipación: se expone la causa y naturaleza verdadera de la opresión y luego se busca erradicarla por completo. Se trata de una visión problemática no porque el deseo de suprimir la desigualdad sea objetable, sino porque la creencia de que se puede acabar con ella de una vez por todas sí lo es en la medida en que reproduce una teología de la salvación, sólo que con un registro secular. Lo hace imaginando una sociedad poshistórica, reconciliada consigo misma, dado que ésta habrá pasado de la igualdad formal del pensamiento liberal a la igualdad sustancial del comunismo mediante la supresión de la propiedad privada que era la responsable de las relaciones de explotación y sometimiento. Lo que quiera que esté por venir se convierte así en otro nombre para la metafísica de la presencia –en este caso, se trata simplemente de una presencia pospuesta: aún no existe la igualdad sustancial, pero es un estado de cosas que tarde o temprano va a llegar.
Una manera más interesante de pensar la actividad de develamiento sería una en la cual se rompa el nexo entre una promesa de algo por venir y la creencia en una redención universal, lo cual implica deshacernos tanto del telos como de la escatología. De este modo, la pedagogía de la emancipación ya no dependería de un marco referencial teológico, y el develamiento se convertiría así en una operación “política” en el sentido que Rancière la da a la palabra, es decir, la política pasa a ser concebida como “manifestación del disenso, como presencia de dos mundos en uno solo” (2006: 71). Así, todo el proceso estaría signado por la indecidibilidad, pero no porque no se pueda tomar una decisión –decidir es inevitable– sino porque, como dice Derrida, la indecidibilidad alude al hecho de que toda decisión está expuesta de antemano a un riesgo elemental: los operadores del disenso podrían estar proponiendo políticas de emancipación, pero también cosas peores que las que hoy tenemos, por ejemplo, abogando por un mundo fascista o dictatorial.
Precisamente por esto último, alguien como Walter Benjamin podría aceptar la noción de algo por venir pero interpretándola desde la perspectiva de su propio espejo idiosincrásico. Para él, el agitar y revolver propios del develamiento juega con el valor de lo negativo: el develamiento aplica los frenos de emergencia del tren de la historia con la esperanza de que las cosas no empeoren o, para decirlo de manera más dramática, con la esperanza de interrumpir nuestro viaje al abismo. La metáfora de Benjamin coloca a la emancipación en un registro más inquietante. En vez de insistir sobre cómo las cosas serán distintas (y mejores), nos dice que lo peor no es inevitable, siempre y cuando estemos dispuestos a hacer algo por detenerlo.
Según Löwy, con esto Benjamin describe una dimensión utópica frágil, es su manera de mostrarnos las virtudes de la fuerza negativa de la utopía (Löwy, 2003, p. 176-78). Esta fuerza frágil o negativa contribuye a reconfigurar la noción de utopía. Ya no se trataría tanto de la búsqueda de una tierra prometida sino más bien de un llamado a actuar para detener o, por lo menos, para retardar nuestro descenso al infierno. Es una manera de señalar que algo parecido a la tesis acerca de la muerte de Dios, propuesta por Nietzsche, se instala una vez que nos deshacemos de la esperanza de un dulce porvenir que nos promete un telos del progreso. Una vez muerto Dios o, si uno prefiere ser más cauto y no pronunciarse respecto a este suceso, luego de la paliza que recibiera por parte de los modernos y sus sucesores, ya no podemos contar con el beneficio de un mapa de navegación infalible que nos garantice un desenlace específico. El asunto de si las cosas pueden mejorar (emancipación) o empeorar (fascismo) es indecidible, así es que si no hacemos algo nos vamos al diablo.
Este develamiento pedagógico y político equivale a hablar de la traducibilidad ante la ausencia de un mundo transparente. El develamiento es necesario porque las condiciones de explotación y opresión no son inmediatamente evidentes o, para no caer en el discurso paternalista de las vanguardias, el develamiento entra en juego porque la gente no es ciega a sus circunstancias, pero puede percibirlas como el resultado de fuerzas más allá de su alcance. Traducimos una cierta interpretación del mundo a otro lenguaje de percepción para así poder plantear la posibilidad de otro mundo menos opresivo y explotador y para impulsar a la gente a perseguir ese objetivo. El develamiento como traducción es una respuesta –para bien o para mal– a la falta de transparencia de nuestras condiciones, una actividad que busca alentar esfuerzos emancipatorios o prevenir una catástrofe. Si se quiere, es una manera de hablar de lucha ideológica sin cargar con el lastre connotativo que acompaña al término ideología.
Siempre cabe la sospecha de que toda traducción es una traición (como dicen los italianos: traduttore, traditore), especialmente si hacemos caso a las advertencias como la que Lyotard enuncia en su libro La diferencia, cuando habla de la inconmensurabilidad de los regímenes de frases que buscan tratar un daño. Es cierto que el riesgo de la traición es innegable, así como también lo es la posibilidad de malinterpretar la situación o presentar una visión manifiestamente engañosa del mundo. Sin embargo, esto no puede convertirse en una coartada para justificar la inacción o para optar por una vida contemplativa libre de todo riesgo y peligro. Tenemos que convivir con el riesgo porque de lo contrario nada podría realmente ocurrir.
En lo que concierne a la inconmensurabilidad de Lyotard, Rancière con toda razón alega que quizá no nos sea posible reparar un daño o una injusticia pero sí podemos, por lo menos, lidiar con ellos a través del desacuerdo, lo que quiere decir que el develamiento o la traducción llevado a cabo por la agitación es parte del disenso o la polémica. Reconozcamos también que, al arrojar luz sobre una condición desdichada, no nos cabe esperar llegar a alcanzar la plena conciencia de un ser verdadero que está listo para ser liberado del sometimiento. Tendencias posmarxistas, posmodernas, posfundacionales y otras tantas maneras pos de pensar la agitación política y la emancipación suelen desconfiar de significantes trascendentales como el ser verdadero, la emancipación final o la transparencia absoluta. Antes bien, me parece que al abandonar argumentos basados en una supuesta esencia humana y al desligar la emancipación de la influencia de narrativas sustentadas en un telos del progreso, descubrimos dos cosas: que el develamiento ya no puede significar mostrar el fundamento último del ser y que la emancipación termina siendo una tarea de Sísifo, es decir, no terminará nunca, y una y otra vez seremos llamados a intentarla de nuevo.
Podríamos entonces sumarnos a la larga lista de gente que ha criticado la conocida tesis de Fukuyama y alegar que nuestra manera de entender el develamiento nos enseña que la historia sigue su curso tan campante luego de su supuesto final. Prefiero evitar este lugar común y ceñirme a la sintaxis conceptual utilizada aquí diciendo que el develamiento nos indica que la necesidad de traducir nunca termina. Y es esta precisamente la razón por la cual la agitación es un suplemento y no simplemente algo que ocurre esporádicamente en las políticas de emancipación. La fórmula taquigráfica para describir este vínculo estructural sería algo como ¡no hay emancipación sin agitación! Con todo, si nos encontramos, como en efecto muchos alegan, con que la emancipación rara vez surge en el orden del día, ¿significará esto que la agitación es también inusual?
Benjamin se encuentra entre aquellos que creen en la naturaleza episódica de la rebelión. Plantea su punto de vista con gran lucidez y más que una pizca de desasosiego en sus “Tesis sobre la historia”, un breve texto escrito entre 1939 y 1940, a la sombra de la derrota del movimiento obrero, del triunfo del fascismo y el inicio de la Segunda Guerra Mundial. La inquietante brutalidad de Auschwitz, igual que Hiroshima, el Apartheid, Pinochet, Ruanda, Srebernica y un largo etcétera, forman parte de la tempestad del progreso que impulsa al ángel de la historia al que alude la Tesis IX hacia el futuro; todos estos desastres hacen parte de una única catástrofe “que no deja de amontonar ruinas sobre ruinas y las arroja a sus pies [los del ángel]” (Benjamin, 1969: 257). El horror siempre es atávico porque la catástrofe nunca ha dejado de ocurrir; está siempre en curso. Sin embargo, a pesar del lenguaje apocalíptico que usa Benjamin, no hay aquí sólo pesimismo ya que también habla de la posibilidad de la redención, de una “posibilidad revolucionaria en el combate contra el pasado de opresión” (Benjamín, 1969: 263, las cursivas son mías). Esta posibilidad que menciona Benjamín hace las veces de la contingencia: las cosas pueden ocurrir de una manera, pero también de otra. Con esto nos está señalando que la redención, de ocurrir, depende de que haya o no luchas, y por lo tanto es antitética a la creencia en unas leyes de la historia que nos garantizarían que el futuro es nuestro.
Löwy afirma categóricamente que, desde la perspectiva de Benjamin, sólo podemos interrumpir la catástrofe mediante la acción colectiva, si nos atrevemos a retar a nuestros opresores a través de acciones revolucionarias (Löwy, 2003: 59-60). Sostiene, además, que las interrupciones emancipatorias no son más que breves episodios que agujerean la “normalidad” de la dominación y que, por lo tanto, para Benjamin, la tradición de los oprimidos consiste en una serie discontinua conformada por los raros momentos en los que las cadenas de la dominación se rompieron (1969: 137).
No es difícil ver por qué la manera como Benjamin concibe a la resistencia y la revolución ayuda a contrarrestar las interpretaciones deterministas de la historia que fueron tan populares entre pensadores progresistas de su tiempo. Sin embargo, igual hay algo que falta cuando asocia el pensamiento sobre la emancipación con la redención revolucionaria del pasado. Benjamin probablemente se da cuenta de que la constitución de los oprimidos como actores políticos no ocurre espontáneamente o, por lo menos, que su confluencia espontánea ocurre muy raras veces, pues si fuera algo cotidiano, la normalidad de la opresión probablemente sería mucho menos normal. La gente tiene que esforzarse para convencerse a sí misma de la necesidad de actuar; además, ese esfuerzo debe ser sostenido en el tiempo si se espera que la acción dé fruto. Sin embargo, Benjamín guarda silencio sobre la mecánica de este proceso porque su idea de lo mesiánico se concentra fundamentalmente en situaciones excepcionales como la que menciona para ilustrar el Jetztzeit o tiempo actual del ahora. Nos dice que, de acuerdo con varios testimonios, durante la revolución francesa la gente disparaba contra los relojes de las torres de París para indicar que su objetivo era “hacer estallar el continuo de la historia” (Benjamín, 1969: 261).
Poética, como puede ser la imagen de la interrupción, elude la discusión de algo tan pedestre como lo es una política de la emancipación con todo y su agitprop, su logística, su temporalidad y sus participantes de carne y hueso reuniéndose para discutir, planear, decidir, probar y modificar el curso de acción en caso de ser derrotados o si las cosas no salen como se esperaba. Lo que quiero decir al contrastar las alturas olímpicas de la emancipación con algo más pedestre como lo es la política emancipatoria es que para que haya tal política uno no necesita estar inmerso en el torbellino de los momentos excepcionales que nos instan a convertirnos en un Mesías colectivo y secular.
la emancipación, el “revolucionar” y la región intersticial de la política
Ahora paso a explicar lo que entiendo por emancipación. Se puede hablar de ella cuando hay una disputa acerca de si las condiciones actuales –o si se prefiere, las relaciones sociales existentes– promueven o dañan la igualdad y la libertad, y acerca de si otro mundo es posible. La política emancipatoria es la práctica que busca interrumpir el orden establecido –y, por lo tanto, que apunta a redefinir lo posible– con el objetivo de instaurar un orden menos desigual y opresivo, ya sea a nivel macro o en las regiones locales de una microfísica del poder. Dicha práctica no describe un acto único y glorioso sino un performativo que enuncia el presente como tiempo de nuestro devenir otro.
Esta definición mínima tiene dos ventajas. La primera es que describe la emancipación sin preocuparse por la manera en la cual las distintas políticas emancipatorias caracterizan el presente e imaginan cómo serían las alternativas. La segunda es que no define los conceptos de igualdad y libertad con referencia a un contenido específico, sea éste “abstracto”, como en el enunciado de “todos los hombres nacen libres e iguales”, o “concreto”, como en la promesa de igualdad radical posterior a la abolición de la propiedad privada en una futura sociedad sin clases. Por el contrario, la definición entiende estos conceptos como efectos de una actividad polémica. La igualdad y la libertad carecen de existencia
(gubernamentales) del quinto centenario del ‘descubrimiento’ de Brasil por los navegantes portugueses en 1500, un grupo de indígenas arrojó sus flechas contra el reloj … que marcaba los días y las horas del aniversario”.
política relevante si no se hace un esfuerzo por singularizarlas en casos específicos en los que se plantee (1) qué significa hablar de cualquiera de ellas, (2) qué quiere decir que las condiciones actuales les son favorables o perjudiciales y (3) si la posibilidad de un mundo distinto está o no en juego. Al margen de este tipo de polémica lo que tenemos es la política tradicional de siempre, que no es poca cosa, pero no una política emancipatoria.
Afirmar que las condiciones que amplían la libertad y la igualdad son mejores que aquellas que las restringen es reconocer que la política emancipatoria tiene una dimensión normativa. Hacer un llamado a involucrarse en disputas sobre el estatus de dichas condiciones significa que también hay en ella una ética, un modo de subjetivación por el cual nos negamos a aceptar la naturalidad del orden establecido y exigimos un mundo diferente. Sostener que sólo podemos corroborar las orientaciones normativas y éticas de la política emancipatoria en una polémica les confiere a ambas una dimensión existencial. La reflexión de Schmitt es útil aquí. Él propone una definición operacional de este aspecto existencial al afirmar que la naturaleza política de un grupo depende de su capacidad para diferenciar a sus amigos de sus enemigos así como de su disposición para enfrentar a esos enemigos en un combate.
La dimensión existencial radica en este “así como” de la disposición al enfrentamiento. Una lectura apresurada de Schmitt no logra percibir este lado existencial dado que identifica a lo político con la primera parte de la definición –con la simple capacidad para distinguir amigos de enemigos– y al hacerlo hace desaparecer el riesgo que está presente en todo posible enfrentamiento. El “así como” significa que quienquiera que apele a una política de emancipación debe estar dispuesto a identificar a aquellos que dañan la igualdad o la libertad, pero también, y más importante aún, debe estar preparado para tomar partido y enfrentarse a ellos públicamente en algún tipo de contienda. Si no hay enfrentamiento, o al menos una voluntad de confrontar a quienes dañan la igualdad o la libertad, lo que tenemos es un grupo de individuos bienintencionados que manifiestan tener una visión moralmente decente –es malo lastimar la libertad y la igualdad– pero no personas que tomen partido y asuman los riesgos de hacerlo.
El argumento existencial de la oposición amigo-enemigo planteado por Schmitt es, claro, bastante conservador; no hay en él referencia alguna a la emancipación ya que la libertad y la igualdad no son temas de su interés. El autor se contenta con ratificar un status quo centrado en el Estado. Por ello debemos ir contra su conservatismo. Podemos hacerlo retomando algo que mencioné, a saber, que a diferencia de la política de siempre, la política emancipatoria también –y necesariamente– busca interrumpir el status quo demostrando que otro mundo puede surgir.
La agitación es un suplemento de esta demostración, a veces de naturaleza retórica y otras logística o estratégica. Hace parte del ejercicio de perturbación del orden establecido mediante el develamiento, dado que éste ofrece una especie de puesta en discurso de las condiciones actuales como factores que obstaculizan la igualdad y la libertad. Como es de suponerse, este develamiento está plagado de dificultades. Puede resultar efectivo o puede simplemente desvanecerse en gestos expresivos y a menudo grandilocuentes que no conducen a ninguna parte; puede incluso terminar siendo un mero irritante en su pretensión de introducir ruido y disonancia en un ámbito de intercambios políticos rutinarios. Además, si bien el agitar y revolver propios del agitprop busca poner las cosas en movimiento, nunca hay garantía de que esto resultará exitoso, y es evidente que no siempre logran ser revolucionarias en el sentido clásico de insurrección, derrocamiento y reinstitución (más adelante amplío esta idea). Todo esto hace parte de cualquier política de emancipación que, evidentemente, es un esfuerzo sostenido en el tiempo, lo cual reconfirma lo que he estado planteando aquí: las pulsiones emancipatorias no tienen por qué ser excepcionales.
Quiero añadir dos argumentos suplementarios para sustentar este planteamiento. Uno de ellos está relacionado con una concepción del radicalismo que no ciñe la revolución a la perspectiva jacobina de derrocamiento y re-fundación, y que desestabiliza simultáneamente las fronteras entre política revolucionaria y no revolucionaria. Y no es que las fronteras sean irrelevantes, sino más bien son indecidibles –su estatus no se puede establecer al margen de los casos que las singularizan en una polémica. ¿Será que el agujerear el continuo de la historia –en contraposición a hacerlo explotar, como diría Benjamín– puede ser considerado algo más que un vulgar reformismo? ¿Qué tan fuerte debe ser la explosión para que pueda ser tomada como una genuina disrupción (revolucionaria) de la continuidad? Es difícil decirlo.
La conceptualización de la revolución también está contaminada por la metonimia de la parte por el todo. Confundimos una revolución con los hechos sobresalientes que reemplazan el fenómeno –la toma del Palacio de Invierno, por ejemplo– tal vez debido a que usamos la celebración ritual de esos eventos como mecanismo para rememorar la ocurrencia de la revolución. Pensemos en la Revolución Francesa. ¿Qué significa este nombre? Lo asociamos con la toma de la Bastilla, una sinécdoque que toma un episodio crítico –poco más que una postal histórica– como indicador de todo un movimiento de masas. Nos podríamos preguntar si los hechos del 14 de julio de 1789 efectivamente pusieron fin al absolutismo y marcaron el nacimiento de un sistema republicano. ¿Por qué no cambiar la fecha y hacerla coincidir con la promulgación de la Constitución en 1792 o con el regreso forzoso de Luis xvI de Versalles y su posterior decapitación en 1793? Otros dirían que la Revolución sólo tuvo su cierre, si es que se puede hablar de un cierre definitivo, con el fin del régimen del Terror y la decapitación de Saint Just y Robespierre en 1794. Episodios como estos son momentos icónicos que tienen el poder de transmitir el carácter extraordinario de un evento que hace época así como de mitificar las revoluciones, haciéndolas parecer rupturas omniabarcadoras que ocurren en un momento único y glorioso. Serían una suerte de réplica política del Big Bang creador del cosmos.
En segundo lugar, existe una confusión entre lo efímero y lo duradero, entre los actos de insurgencia/rebelión que titilan y luego desaparecen y la permanencia de un nuevo Estado o régimen. Esto disuelve el problema de entender la revolución según el esquema banal que contrapone el éxito con el fracaso, el derrocamiento del bloque dominante y el establecimiento de un nuevo régimen, por un lado, y el fiasco del exilio – o, más trágico aún, la ejecución de sus líderes visibles– si las cosas salen mal, por el otro. Nos podemos preguntar entonces qué sucede cuando algunos reivindican una suerte de “fracaso” al negarse deliberadamente a tomar el poder o a instituir un nuevo Estado.
Por el lado académico de esta negativa está gente como Virno y otros, quienes proponen un “éxodo”, “salida” o deserción del Estado como base para una política de la multitud (Virno, 2003, Hardt y Negri, 2002), o bien la perspectiva de Holloway (2002), quien habla de cambiar el mundo sin tomar el poder. Hakim Bey (1991) también habla de marginarse, de volverse “nativo” y optar por el caos –regresando a un estado de naturaleza en el que no hay Estado– en una Zona Autónoma Temporal (o ZAT). Bey entiende la ZAT como una táctica de la desaparición, que consiste en
[…] una sublevación que no se enfrenta directamente con el Estado, una operación guerrillera que libera una porción (de tierra, de tiempo, de imaginación) y luego se disuelve para volver a formarse en otro lugar/otro momento, antes de que el Estado pueda acabar con ella (Bey, 1991).
La ZAT se inspira en la idea de rizoma de Deleuze y Guattari y además se asemeja a su vez a lo que estos dos autores llaman devenir minoritario. No hay que confundir este devenir minoritario con procesos de constitución de minorías y mayorías o con un deseo de volverse políticamente irrelevante; se refiere más bien a un rechazo a someterse a los códigos dominantes y a un esfuerzo por inventar formas alternativas de ser. (Rancière preferiría hablar simplemente de la des-clasificación propia de los procesos de subjetivación). Autonomía es la consigna de este devenir minoritario; uno se vuelve revolucionario cuando conjuga un cierto número de elementos minoritarios porque al hacerlo “inventa un devenir específico, imprevisto, autónomo” (Deleuze y Guattari, 1988: 106; Patton, 2005: 406-408).
Por el lado más práctico y operacional de esta adopción del “fracaso” como estrategia encontramos la insurgencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y su negativa a centrar sus exigencias en la toma del Estado, a pesar de su insistencia en la necesidad de construir un Estado distinto. Lo que vemos aquí es la paradoja de una visión revolucionaria –de una actividad de revolucionar– que se niega explícitamente a convertirse en un nuevo Estado, una manera de entender la revolución por fuera de la matriz jacobina y de la oposición binaria entre éxito y fracaso.
Podemos obviar el problema de la metonimia adoptando una imagen de pensamiento de la revolución que refleje la descripción que hace Foucault (1984) de la coherencia sistémica como una “regularidad en la dispersión”. Este autor usa esta noción para criticar, entre otras cosas, el supuesto monismo identitario del sujeto: la unidad de éste sería efecto de una serie de lugares de enunciación que se articulan en una regularidad sistémica (Foucault, 1984: 82-90). El sujeto no es más que esa regularidad. Retomando este razonamiento, diremos que la singularidad revolucionaria consistirá no de un epicentro o punto de quiebre que trabaja en solitario sino de una multiplicidad de lugares discontinuos desde donde se enuncian retos y desafíos al status quo. Una revolución nunca habrá terminado, pues siempre estará comenzando a ocurrir a medida en que nos posicionamos en esos lugares de enunciación. (Foucault no habrá tenido en mente a Spinoza cuando escribía esto, pero su regularidad en la dispersión le da cierta consistencia a la noción de “multitud” –una pluralidad que persiste como tal sin llegar a converger en un Uno– desarrollada por Spinoza y popularizada por gente como Hardt, Negri y Virno).
Por su parte, la confusión acerca de la duración de un cambio revolucionario desaparece tan pronto como se toma conciencia de que la revolución no se puede reducir a un momento de inflexión en la historia de un pueblo, uno que sienta las bases para la construcción de un Estado futuro. Antes bien, adquiere un sentido más amplio como performativo. Tal como los enunciados performativos implican una acción en el momento mismo de la enunciación, como en el ejemplo habitual de “Sí, juro!”, el carácter performativo de la revolución designa la actividad de revolucionar a través de la cual una revolución ya ha comenzado a ocurrir mientras trabajamos para ello aquí y ahora. Dicho de otro modo, la actividad de revolucionar coincide con la de las políticas emancipatorias en la medida en que ambas conciben el tiempo de lo político de una manera muy especial: en vez de plantear que los cambios son ocurrencias que vendrán en un futuro lejano pero esplendoroso, ellas estructuran el ahora como tiempo de nuestro devenir-otro.
El propio Gramsci sugirió algo similar a pesar de que su pensamiento se mantuvo dentro del paradigma de la revolución como re-fundación e institución de un nuevo Estado. Rechazó el putschismo al plantear que “Un grupo social puede e incluso debe ser dirigente aun antes de conquistar el poder gubernamental (esta es una de las condiciones principales para la misma conquista del poder); después, cuando ejerce el poder y aunque lo tenga fuertemente en su puño, se vuelve dominante pero debe seguir siendo también ‘dirigente’” (Gramsci, 1999: 387). Este liderazgo ex ante del que habla Gramsci explica por qué para él, como sostienen Laclau y Mouffe, “una clase no toma el poder del Estado, sino que deviene Estado” (1987: 80). Este devenir no es ni puede ser reducido a un evento único. La ZAT de Bey mantiene un parecido de familia con esta visión pero también funciona como contrapunto polémico a la lectura Estado-céntrica de Gramsci dado que las zonas autónomas temporales son parte de una revolución continua de la vida cotidiana y, por lo mismo, de una revolución que no se detiene a las puertas del Estado. Como lo expresa Bey, “la lucha no puede cesar siquiera con el último fracaso de la revolución política o social porque nada, excepto el fin del mundo, le puede poner fin a la vida cotidiana o a nuestra aspiración por las cosas buenas, por lo Maravilloso” (Bey, 1991).
Pero si ponemos estas diferencias en suspenso, el tipo de razonamiento desarrollado por Gramsci y por aquellos que proponen la táctica de esquivar o “puentear” al Estado socava la pureza de la distinción entre actos revolucionarios y no revolucionarios (por ejemplo, la diferencia entre hacer explotar y agujerear el continuo de la historia) y transfiere el manejo de la distinción al terreno de la polémica. También coloca a las acciones de agitar y revolver propias del agitprop –su disrupción de la política rutinaria, su develamiento de las condiciones adversas para la libertad y la igualdad– bajo el rótulo general de una política emancipatoria que se manifiesta en la actividad cotidiana del revolucionar.
El otro argumento para validar las perturbaciones cotidianas del orden establecido es de cierto modo un corolario del anterior. Tiene que ver con la importancia política de la brecha o ausencia de coincidencia estructural entre la inscripción y lo inscrito, entre la institución y lo instituido. Esta brecha nos muestra una región intersticial que no se caracteriza ni por la dominación pura ni por la libertad absoluta; constituye más bien una zona gris donde los desafíos y las transformaciones son sucesos posibles e incluso frecuentes.
La distinción que propone Rancière entre policía y política nos brinda una manera de pensar en qué consiste esta brecha. Vimos algo de esto en la discusión sobre el juicio de Blanqui. La policía o partición de lo sensible les asigna un nombre y un lugar a cada grupo, lo cual significa que para ella la sociedad sólo consta de partes identificables, mientras que la política es la institución del disenso, un proceso caracterizado por la des-identificación con el nombre asignado por otros y la adopción del nombre que representa un daño, es decir, el de la parte que no tiene parte dentro de la partición existente. La política es “impropia” porque no tiene un lugar propio y sólo puede ocurrir –sólo puede “tener lugar”– en el territorio de la policía donde, según Rancière, intenta demostrar que hay dos mundos alojados en uno solo. Esto, obviamente, demuestra el fracaso de la policía, o su impureza, pues ella puede querer que haya un solo mundo –el suyo– en el que la inscripción sea idéntica a lo inscrito, pero la polémica introducida por la política abre una brecha en el interior de la partición de lo sensible.
Esta brecha constituye un punto ciego en el campo visual de la policía. Representa la no coincidencia entre la inscripción y lo inscrito o entre la norma y el acto y, por lo tanto, funciona como una condición de posibilidad para que pueda aparecer un segundo mundo dentro del primero: si la brecha entre lo dado y lo que puede ser no existiera, tampoco habría lugar para la política. En la terminología de Rancière, habría sólo “policía”. El espacio abierto por esta brecha no es un espacio preconstituido, uno que ya existe y en el que luego se irán a manifestar una serie de pulsiones emancipatorias. Antes bien, dicho espacio se construye a través de polémicas acerca de la igualdad y la libertad. Podríamos decir que si la política es la práctica del disenso, entonces el punto ciego es un efecto de la des-identificación y, por ende, de la liberación, que hace su aparición a medida en que actuamos por lograr la igualdad y la libertad mucho antes de habernos deshecho de los últimos sinvergüenzas que obstaculizan el desarrollo de una y otra. Todo punto ciego generado por políticas de emancipación es un síntoma de un presente entendido como tiempo de nuestro devenir otro.
Foucault nos ofrece otro ángulo para pensar en esta brecha al afirmar que “no hay una relación de poder sin resistencia, sin escapatoria o huida” (1988: 243). Esto se debe a que las relaciones de poder no juegan en solitario sino que son parte de una relación estratégica. Hay un encuentro continuo entre las relaciones de poder, por las cuales se entienden las acciones sobre las acciones de otros con el propósito de “estructurar el posible campo de acción de los otros” (Foucault, 1988: 239), y las estrategias de lucha o insubordinación, encuentro en el cual cada una de ellas, la relación de poder y la estrategia de insubordinación, “constituye la una para la otra, una especie de límite permanente, un punto de inversión posible” (Foucault, 1988: 243). Este encuentro nos permite considerar la dominación tanto en el sentido tradicional de una estructura global de poder como en el sentido foucaultiano de una situación estratégica entre adversarios. En una situación estratégica, el equilibrio sistémico, si existe semejante cosa, es de naturaleza metaestable puesto que cambia continuamente de acuerdo con los combates recurrentes entre los adversarios. Esta situación abre una región intersticial o una zona gris donde los que mandan no logran estructurar plenamente el campo de acción de los demás. Sin embargo, consiguen estructurarlo hasta cierto punto, y por eso el intersticio es un espacio de tensión y no una región de libertad irrestricta donde los dominados pueden hacer lo que les plazca. Una política que busca interrumpir lo dado utiliza este intersticio para introducir cambios en la partición de lo sensible; es un espacio para la puesta en escena de negociaciones concernientes a la libertad y la igualdad en la vida cotidiana.
El revolucionar y la región intersticial le quitan fuerza a la interpretación realista del arte de lo posible al imaginar algo por venir –un mundo diferente en el que podamos avanzar más allá de la libertad y la igualdad que tenemos hoy– y actuar para que ese por venir suceda. Esta conjunción de la actividad de revolucionar con la región intersticial también invalida la creencia de que la emancipación está siempre y necesariamente ligada a momentos excepcionales de disrupción del orden establecido y nos recuerda que no puede haber un orden que domine absolutamente, un orden dominante sin remanentes. Todo esto refuerza el argumento acerca del carácter cotidiano de la práctica de la emancipación y la agitación. Esto, claro está, no significa que siempre hay política emancipatoria, o que toda acción que pretende ser digna del nombre “política” debe ser necesariamente de tipo emancipatorio. El grueso del quehacer político, de las campañas electorales a la elaboración y ejecución de las leyes de presupuesto, transcurre dentro de las coordenadas del arte de lo posible. Pero cuando sí se da una política emancipatoria, incluso cuando ésta gire en torno a algo tan poco heroico pero significativo como los esfuerzos por cambiar leyes contrarias a la libertad y la igualdad, tenemos que tener muy en claro que para que ella se dé hay que ir más allá de la visión de la política como arte de lo posible.
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Las grietas y la crisis del trabajo abstracto1
John Holloway2
En el presente artículo sugiero que la clave para entender las autonomías está en la revuelta del hacer contra el trabajo. Relaciono esta revuelta con el concepto de Marx del carácter dual del trabajo.
1 El argumento del presente artículo es elaborado más profundamente en mi próximo libro Agrietar el Capitalismo: El Hacer contra el Trabajo que será publicado por Bajo Tierra Ediciones/ Sísifo.
2 John Holloway es profesor-investigador del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego“ de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Reconocido autor de diversos libros para pensar el cambio social y la lucha contra y más allá del capitalismo. Ha publicado Cambiar el mundo sin tomar el poder en diversos países y se ha traducido en diez idiomas. Y otros títulos como: Keynesianismo: una peligrosa ilusión en 2003; Clase=Lucha en 2004, Marxismo Abierto: Una visión Europea y Latinoamericana junto con A. Bonnet y S.Tischler en 2005; Zapata en Wall Street: Aportes a la teoría del cambio social en 2006, Contra y Más Allá del Capital en 2006, Marxismo Abierto: Una visión Europea y Latinoamericana Tomo II en coordinación con W. Bonefeld, A. Bonnet y S. Tischler en 2007; Negatividad y Revolución: Theodor W. Adorno y la Política en coordinación con F. Matamoros y S. Tischler en 2007; Zapatismo: Reflexión teórica y subjetividades emergentes junto con F. Matamoros y S.
Tischler en 2008; La Rosa Roja de Nissan y otros escritos en 2009.
I
La esencia de las autonomías es la negación y un hacer alternativo. La idea misma de un espacio o momento autónomo indica una ruptura con la lógica dominante, una brecha o un cambio de rumbo en el flujo de la determinación social. “No aceptaremos una determinación ajena o externa de nuestra actividad, nosotros determinaremos lo que haremos”. Nos negamos, nos rehusamos a aceptar la determinación ajena; y oponemos esa actividad externamente impuesta con una actividad de nuestra propia elección, un hacer alternativo.
La actividad que rechazamos suele verse como parte de un sistema, parte de un patrón más o menos coherente de actividad impuesta, un sistema de dominación. Muchos movimientos autónomos, aunque no todos, se refieren al patrón rechazado de actividad como capitalismo: se ven a sí mismos como anti-capitalistas. No obstante, el rasgo distintivo de la aproximación autonomista es que involucra no sólo una hostilidad hacia el capital en general, sino más bien una hostilidad hacia la actividad vital específica impuesta por el capitalismo aquí y ahora, y un intento de oponer al capital actuando de una forma diferente. Fijamos una actividad diferente que busca seguir una lógica diferente, contra la actividad capitalista.
Hablamos aquí de dos diferentes tipos de actividad: una actividad que es impuesta externamente y vivida como directamente desagradable, o como parte de un sistema que rechazamos, y otra que empuja hacia la auto-determinación. En realidad necesitamos dos palabras diferentes para estos dos tipos de actividad. Atenderemos a la sugerencia de Engels en un pie de página de El Capital (Marx 1965: 47), al referirnos al primer tipo de actividad como trabajo (labour) y al segundo simplemente como hacer (doing). De manera que las Autonomías pueden ser vistas como revueltas del hacer en contra del trabajo.
II
La opción de hacer tiene un encanto ético y emocional muy fuerte. Dedicamos nuestras vidas a las actividades que nos agradan o que nos parecen importantes. El rechazar la lógica del dinero o los requisitos del capital y dedicarnos a crear un mundo más justo, un mundo que no toma su punto de partida en maximizar la ganancia, sino en la lucha por un mundo basado en el reconocimiento mutuo de la dignidad humana, es moralmente satisfactorio y nos llena como personas.
La dificultad cae en que nuestros intentos de actuar de manera diferente corren en contrasentido de la lógica dominante, de la síntesis social dominante. El trabajo que rechazamos es parte de un estrecho tejido social, una lógica cohesiva del capital. Esta lógica gobierna el acceso a los medios de supervivencia y producción. El rechazar esta lógica y optar por otro tipo de hacer, significa que tendremos dificultades para acceder a lo que requerimos para vivir, así como para llevar a cabo el proyecto creativo que tenemos en mente. El optar por el hacer es optar por la exclusión: la exclusión de una lógica que está claramente destruyendo las bases de la existencia humana, pero una lógica que es, a la vez, la base de la reproducción humana.
Nuestros haceres alternativos siempre existen al borde de la imposibilidad. Lógicamente hablando, no deberían existir – al menos según la lógica del capitalismo. Pero sí existen: siempre frágiles, a menudo efímeros, a menudo conllevando muchas dificultades y contradicciones, y siempre corriendo el peligro de desaparecer, o peor aún, de ser transformados en un nuevo elemento del sistema político o social. No deberían existir, y sin embargo, existen, y se están multiplicando y expandiendo.
III
Podemos pensar en estos espacios o momentos de otro-hacer como grietas en el sistema de dominación capitalista. No son precisamente autonomías porque de hecho no se gobiernan a sí mismas: son empujes en esa dirección. Son empujes-en-contra, porque empujan contra la lógica del capital, por lo tanto, necesitamos un concepto negativo en lugar de uno positivo: grietas en lugar de autonomías.
El problema con “la autonomía” es que se presta fácilmente a una interpretación identitaria. “Las autonomías” pueden mirarse como unidades auto-suficientes, espacios a donde nos hemos escapado, espacios en los cuales podemos construir o desarrollar una identidad definida, una diferencia. En un mundo basado en la negación de la autonomía o la auto-determinación, la autonomía, en un sentido estático, es imposible. La auto-determinación no existe: lo único que existe es el impulso constante hacia la auto-determinación, es decir, el impulso en-contray-más-allá de la negación de la auto-determinación, y como parte de ese impulso, la creación de espacios o momentos extremadamente frágiles en donde vivimos el mundo que queremos crear.
La grieta es un concepto negativo e inestable. La grieta es una ruptura de la lógica de la cohesión capitalista, un desgarre en el tejido de la dominación. Ya que la dominación es un proceso activo, las grietas no pueden estar quietas. Corren, se extienden, se expanden, se juntan o no con otras grietas, se llenan o son tapadas, reaparecen, se multiplican, se extienden. Rompen a través de las identidades. La teoría de las grietas, entonces, es necesariamente crítica, anti-identitaria, agitadamente negativa, una teoría de romper-y-crear, y no una teoría de unidades auto-suficientes.
Las grietas en la dominación capitalista existen por todas partes. “Hoy no iré a trabajar porque me quiero quedar en casa a jugar con los niños”. Esta decisión quizás no tenga el mismo impacto que el alzamiento zapatista, pero tiene la misma esencia: “No, no haremos lo que nos dice el capital, haremos lo contrario, haremos lo que consideramos necesario o deseable”. La manera más obvia de pensar en estas revueltas es en términos espaciales (“aquí en Chiapas, aquí en este centro social, no nos someteremos al capital, haremos lo contrario”), pero no hay razón por la que no debemos pensarlas en términos de tiempo (“durante este fin de semana, o durante este seminario, o por el tiempo que podamos, dedicaremos toda nuestra energía a crear relaciones que desafían la lógica del capital”). O nuevamente, nuestros desafíos podrían ser temáticos o relacionados particularmente a tipos de recursos o actividades: “no permitiremos que el agua, o la educación, o el ‘software’ sean gobernados por la lógica del capital, éstos tienen que ser entendidos como bienes comunes y los realizaremos bajo una lógica diferente”. Y así sucesivamente.
Las revueltas contra la lógica del capital existen en todos lados. A menudo el problema cae en reconocerlas, pero conforme más enfocamos nuestras mentes en las grietas, más cambia nuestra imagen del mapa. El mapa del mundo no sólo es un mapa de dominación, es también un mapa de revueltas, de grietas abriéndose, alcanzando, corriendo, juntándose, cerrándose, multiplicándose. Conforme más nos enfocamos en las grietas, más se abre una imagen diferente del mundo, un tipo de anti-geografía que no sólo revierte los indicios de lo espacial, sino que reta en sí a la dimensionalidad.
Solamente partiendo de ese punto podemos pensar en cómo se puede radicalmente cambiar el mundo. La revolución sólo puede ser el reconocimiento, la creación, la expansión y la multiplicación de dichas grietas: es difícil imaginar cualquier otra forma de cambiar radicalmente el mundo.
Es obvio que estas grietas, o espacios-momentos de negación-y-creación, enfrentan enormes dificultades, dado el hecho que no son espacios autónomos sino intentos de proyectarse en-contra-y-más-allá de la lógica de la racionalidad capitalista. Están amenazadas por la represión o cooptación por parte del Estado, por la reproducción interna de patrones de comportamiento adquiridos por la sociedad que rechazamos, y quizás más poderosamente e insidiosamente aún, por la fuerza corrosiva del valor, la regla del mercado. Visto desde la perspectiva de la totalidad social, no deberían existir. Desde la perspectiva de la racionalidad capitalista, son lógicas imposibles, absurdas o disparatadas. Sin embargo, ahí están, una revuelta creciente de hacer en contra del trabajo.
IV
Estas grietas son movimientos anti-sistémicos, movimientos en contra de la cohesión o la coerción del sistema social. Si entendemos este sistema como un sistema capitalista, entonces son movimientos anti-capitalistas, usen o no el término “capitalismo”. No son solamente la forma de lucha anti-capitalista, sino una forma que ha crecido enormemente en importancia.
Una cuestión importante que surge es si la teoría anti-capitalista más importante, el marxismo, es relevante en la comprensión de estos movimientos. Muchos activistas rechazan al marxismo como algo irrelevante para sus luchas y lo ven estrechamente ligado a las formas de lucha que están rechazando; la vieja lucha anti-capitalista de los sindicatos y de los partidos reformistas o revolucionarios. Y muchas veces el análisis marxista parece deambular por las nubes, lejos y separado de la reciente oleada de luchas contra el capitalismo. De manera que la pregunta sobre la relevancia del marxismo es importante tanto para estos movimientos, como para la teoría marxista.
Las grietas (o las autonomías) son revueltas del hacer en contra del trabajo, de una forma de actividad contra otra. La actividad humana tiene un carácter dual, auto-antagonista. El carácter dual, auto-antagonista de la actividad humana, o como él lo llamó, el “carácter dual del trabajo”, es el tema central en la obra de Marx. Cualquier teoría sobre las grietas, sobre las revueltas del hacer en contra del trabajo, tienen que partir de este punto.
El joven Marx, en los Manuscritos de 1844, hace una distinción entre el trabajo enajenado y la actividad vital consciente. La actividad vital consciente es la actividad auto-determinada, con sentido y es lo que distingue a los humanos de los demás animales. Marx sostiene que bajo el capitalismo, esta actividad vital consciente existe en forma de trabajo enajenado, un trabajo que nos separa de nuestros prójimos y de nuestro ser genérico. Marx ya no utiliza el mismo vocabulario en El Capital pero, desde las primera páginas, insiste en el carácter dual del trabajo como “el eje en torno al cual gira la comprensión de la Economía Política” (Marx, 1965: 41) y, por lo tanto, una comprensión clara del capitalismo. Luego de la publicación del primer volumen, Marx escribió a Engels: “los mejores puntos en mi trabajo son: 1) el carácter dual del trabajo, en función de si se expresa como valor de uso o como valor de cambio. (Toda comprensión de los hechos depende de esto. Se destaca de inmediato en el primer capítulo)” (Marx, 1987: 407).
El carácter dual del trabajo en El Capital se refiere a la distinción entre el trabajo abstracto y el trabajo útil o concreto. El trabajo útil produce valores de uso y existe en cualquier sociedad, pero en el capitalismo existe en la forma de trabajo abstracto, trabajo abstraído de sus especificidades, trabajo que produce valor. La distinción entre el trabajo abstracto y el trabajo útil es una forma elaborada de la distinción anterior entre el trabajo enajenado y la actividad vital consciente. El trabajo útil es actividad humana creativa-productiva o hacer, sin tomar en cuenta la sociedad en la que tiene lugar; el trabajo abstracto es trabajo no-autodeterminante en donde toda cualidad es reducida a cantidad.
En el capitalismo, nuestra actividad (hacer) es transformada en trabajo abstracto. Es tratada como una actividad desprovista de especificidades concretas, una actividad que ha de ser cuantificada y medida frente a otras actividades en el intercambio de mercancías. La abstracción no es solo una abstracción conceptual; estalla sobre la cualidad del hacer mismo. Hago un pastel. Disfruto prepararlo, disfruto comerlo, disfruto compartirlo con mis amigos y estoy orgulloso del pastel que he preparado. Entonces decido que intentaré ganarme la vida haciendo pasteles. Hago pasteles y los vendo en el mercado. El pastel, eventualmente, se convierte en un medio para ganarme lo suficiente para vivir. Tengo que producir el pastel a una cierta velocidad y de cierta manera para poder mantener el precio lo suficientemente bajo como para venderlo. El hecho de disfrutarlo deja de ser parte del proceso. Con el tiempo me doy cuenta que no estoy ganando suficiente dinero y pienso que, dado que el hacer pasteles es, en todo caso, solamente un medio para conseguir un fin o una forma de ganar dinero, entonces, realmente da lo mismo si hago otra cosa que se venda mejor. Mi hacer se ha vuelto completamente indiferente a su contenido, ha ocurrido una total abstracción de sus características concretas. En este momento el objeto que produzco está ya tan enajenado de mí, que me da igual si es un pastel o si es veneno para ratas, con tal de que se venda bien.
Lo importante es que esta abstracción no sólo convierte la actividad en algo ajeno u opresivo para nosotros: también es la manera en que la cohesión social del capitalismo es creada. Las actividades de diversas personas son juntadas precisamente mediante este proceso de abstracción. Cuando la cocinera vende sus pasteles y utiliza el dinero para comprarse un vestido, se establece una integración social entre las actividades de la cocinera y las actividades de la costurera a través de una medida puramente cuantitativa de sus respectivos trabajos. La abstracción del hacer en el trabajo (o la abstracción del trabajo de las especificidades del hacer) es inmediatamente opresiva para el hacedor y, a la vez, la creación de una cohesión social (un sistema) que se queda fuera de cualquier control social consciente. Ésta es la cohesión social rechazada por nuestras grietas o autonomías.
La dicotomía entre el trabajo abstracto y el hacer útil es el tema central de El Capital. La naturaleza dual del trabajo crea la naturaleza dual de la mercancía como valor de uso y valor (introducido al principio de El Capital); estructura la discusión sobre el proceso del trabajo (como proceso del trabajo y el proceso de la producción de plusvalía), y el proceso colectivo del trabajo (como cooperación por un lado, y la división, por otro, de trabajo y manufactura, de maquinaria e industria moderna). El trabajo abstracto se desarrolla como trabajo asalariado que produce valor y capital, mientras que el hacer útil es desarrollado en la categoría del “poder productivo del trabajo social” o, en términos más sencillos, en las “fuerzas de producción”.
V
Ya hemos visto que las grietas pueden verse como revueltas del hacer en contra del trabajo. Esto implica un antagonismo vivo y fundamental entre los dos tipos de actividad. Si vamos a preguntar sobre la relevancia de Marx para la comprensión de las grietas, tenemos que preguntar si en El Capital hay un antagonismo vivo y fundamental inherente en la naturaleza dual del trabajo.
Hay claramente un antagonismo entre el trabajo útil y el abstracto, pero generalmente se entiende como un antagonismo contenido, como una dominación. En el capitalismo, el trabajo útil existe en forma de trabajo abstracto. Mi preparación de pasteles existe en forma de una actividad que me es completamente indiferente. Este en forma de suele entenderse como contención completa sin resto, como una relación unidireccional de dominación. Y dado que el trabajo útil está simplemente contenido dentro del trabajo abstracto, es una categoría que no requiere atención.
Y sin embargo, así no puede ser. Ciertamente, mi preparación de pasteles existe como algo que me es indiferente, pero hay también momentos en que, mientras los preparo, lucho en contra de esta indiferencia abstracta e intento recapturar el placer. Incluso hay momentos en los que digo “¡al diablo con el mercado!” y hago todo lo posible por hacer un pastel delicioso – una grieta en donde el hacer se rebela contra el trabajo. En otras palabras, cuando decimos que algo existe en forma de algo, tenemos que entenderlo en el sentido de dentro-en-contra-ymás-allá de la forma de algo. El decir que el trabajo útil existe en forma de trabajo abstracto, es lo mismo que decir que el trabajo abstracto es su modo de existencia. Dicho de otra manera, dado que el trabajo abstracto es la negación de las características particulares del trabajo concreto o útil, podemos decir que existe en el “modo de ser negado” (Gunn, 1992: 14). Pero no acepta, ni puede aceptar su propia negación sin resistencia: inevitablemente reacciona contra su propia negación, empuja encontra-y-más-allá de esta negación.
El hacer útil existe dentro-en-contra-y-más-allá del trabajo abstracto. Todos estamos conscientes de la manera en que el hacer útil existe dentro del trabajo abstracto, de la manera en que nuestra actividad cotidiana es subordinada a las exigencias del trabajo abstracto (o dicho de otra manera, subordinada a generar dinero). Esto también lo experimentamos como un proceso antagonista: el antagonismo entre nuestro impulso hacia la auto-determinación de nuestra propia actividad (hacer lo que queremos hacer) y el hacer lo que tenemos que hacer para ganar dinero. La existencia del hacer útil en contra del trabajo abstracto se vive como frustración. El hacer útil también existe más allá de su forma como trabajo abstracto en esos momentos o espacios donde, individual o colectivamente, logramos hacer aquello que consideramos necesario o deseable. Aunque el trabajo abstracto subordine y contenga el hacer útil, no lo subsume por completo: el hacer útil no sólo existe dentro de su forma, sino también en contra y más allá.
¿Esto es lo que dice Marx? Claro está que es una cuestión de interpretación. La obra de Marx es una crítica de las categorías de la economía política. Marx abre las categorías y demuestra que no son ahistóricas, sino más bien formas históricamente específicas de las relaciones sociales antagonistas del capitalismo. De manera crucial, abre la categoría del trabajo y demuestra cómo contiene un antagonismo entre el trabajo útil y el abstracto. Todo El Capital puede verse como una crítica del trabajo abstracto desde la perspectiva del trabajo útil y, precisamente dada esta perspectiva, no aparece en primer plano dentro de la narrativa. Volver a leer Marx en el contexto de las luchas actuales contra el capitalismo nos fuerza a enfocarnos en el antagonismo entre el trabajo útil y el abstracto y a cuestionar (sea con Marx o en-contra-y-más-allá) la naturaleza de esta relación entre el trabajo y el hacer.
VI
Hay un misterio en todo esto. En las páginas iniciales de El Capital, Marx escribió que la naturaleza dual del trabajo es el eje en torno al cual gira la comprensión de la economía política; escribió a Engels que esto era uno de los dos mejores puntos en su libro. ¿Qué podría ser más claro? Y sin embargo, ocurrió lo aparentemente imposible: la tradición marxista prácticamente hace caso omiso de este punto. Generaciones de activistas y eruditos han analizado El Capital y, sin embargo, lo que Marx proclamó ser su argumento central ha sido casi enteramente pasado por alto. Es cierto que en los últimos años se le ha prestado más atención a este punto, pero aún así, el enfoque ha estado casi exclusivamente en el trabajo abstracto en lugar de estarlo en el carácter dual del trabajo.
¿Cómo explicamos esta negligencia extraordinaria? Sin duda y hasta cierto punto se puede culpar al estilo de crítica de Marx; su mirada hacia afuera desde la perspectiva del trabajo útil suprimido. Y sin embargo, esto no se parece a una explicación adecuada: la negligencia no puede ser explicada en términos de una falta de erudición, tiene que haber alguna explicación social.
Una posible explicación cae en el hecho de que el carácter dual del trabajo inevitablemente da lugar a un carácter dual de lucha anti-capitalista. El capital se basa en dos tipos de antagonismo. El primero es el antagonismo que ya hemos caracterizado como central: la lucha en convertir el hacer, la actividad cotidiana de la gente, en trabajo abstracto que produce valor. Esta lucha suele ser asociada a la acumulación primitiva, la creación histórica de las bases del capitalismo, pero el relegar estas luchas (o la acumulación primitiva) al pasado sería una equivocación. La lucha por imponer la disciplina del trabajo sobre nuestra actividad, es una lucha ejercida diariamente por el capital: ¿qué otra cosa hacen los gerentes, los maestros, los trabajadores sociales, los policías, etcétera? Solamente en base a este primer nivel de antagonismo surge el segundo nivel. Solamente cuando la actividad de la gente es convertida en trabajo abstracto se vuelve posible explotarlos. La actividad humana es convertida en trabajo que produce valor y, por lo tanto, somos forzados a producir no sólo un equivalente al valor de nuestro propio poder de trabajo, sino que también somos forzados a producir una plusvalía de la que se apropiarán los capitalistas. El segundo antagonismo, el antagonismo de la explotación, depende del primer antagonismo, el antagonismo de la abstracción, es decir, la conversión anterior del hacer útil en trabajo abstracto.
Por ende, hay dos niveles de conflicto. Está la lucha del hacer útil contra su propia abstracción, es decir, contra el trabajo abstracto: ésta es una lucha en contra de el trabajo (y por lo tanto en contra del capital, dado que el trabajo es lo que produce el capital). Y luego está la lucha del trabajo abstracto contra el capital: ésta es la lucha de el trabajo. Lo segundo es la lucha del movimiento laborista; lo primero es la lucha de lo que en ocasiones es llamado el otro movimiento laborista, pero en ningún sentido es limitada al lugar de trabajo: la lucha contra el trabajo es la lucha contra la constitución del trabajo como actividad distinta al flujo general del hacer. Al hablar de nuestras grietas como revueltas del hacer contra el trabajo, estamos hablando del primer nivel más profundo de la lucha anti-capitalista, la lucha en contra de el trabajo que produce capital.
Ambos tipos de lucha son luchas contra el capital, pero tienen implicaciones muy distintas. Al menos hasta hace poco, la lucha contra el capital ha sido dominada por el trabajo abstracto. Esto ha supuesto una lucha dominada por las formas de organización burocrática y por ideas fetichizadas.
La organización del trabajo abstracto está centrada en el sindicato, el cual lucha por los intereses del trabajo asalariado como trabajo asalariado. La lucha sindical suele verse como una forma económica de lucha que necesita ser complementada por lucha política, generalmente organizada en forma de partidos políticos orientados hacia el Estado. Tanto los conceptos “reformistas” como los conceptos “revolucionarios” del movimiento laborista comparten esta aproximación básica. La organización del trabajo abstracto es generalmente jerárquica, y esto tiende a ser reproducido dentro de las organizaciones del movimiento laborista.
La abstracción del trabajo es la fuente de lo que Marx llama “el fetichismo de la mercancía”, un proceso de separación de aquello que hemos creado desde el proceso de la creación. Aquello que es creado, en lugar de verse como parte del proceso de crear, acaba por verse como una serie de cosas que luego dominan nuestro hacer tanto como nuestro pensar. Las relaciones sociales (las relaciones entre personas) se vuelven fetichizadas o reificadas. La centralidad de nuestro hacer es reemplazada en nuestro hacer y pensar por “cosas” (creaciones sociales reificadas) tales como el dinero, el capital, el Estado, la universidad, etc. El movimiento laborista (como movimiento de trabajo abstracto) generalmente da estas cosas por hechas. De modo que el movimiento laborista, por ejemplo, tiende a aceptar la auto-presentación del Estado como organizador de la sociedad (en lugar de verlo como un momento de la abstracción del trabajo, lo cual es la fuerza real de la cohesión social). El trabajo abstracto nos conduce a un concepto centrado en el estado del cambio social. El movimiento del trabajo abstracto está entrampado dentro de una prisión organizacional y conceptual que efectivamente estrangula cualquier aspiración al cambio revolucionario.
El marxismo ortodoxo es la teoría del movimiento laborista basada en el trabajo abstracto. De modo que está casi totalmente ciego a la cuestión del fetichismo y a la naturaleza dual del trabajo.
Por lo tanto, aquello que explica la razón por la cual un concepto unitario del trabajo ha dominado tanto el movimiento laborista como la tradición marxista, y la razón por la cual la insistencia de Marx sobre la centralidad de la naturaleza dual del trabajo ha sido casi enteramente desatendida, es la dominación del movimiento anti-capitalista por la lucha del trabajo abstracto (o el trabajo asalariado) contra el capital. La discusión marxista reciente ha estado tratando de superar este legado mediante un retorno a la cuestión del trabajo abstracto, pero aún no alcanza a tomar en serio el otro lado del carácter dual del trabajo.
VII
Si ahora insistimos en la importancia de regresar al concepto de Marx sobre el trabajo dual, es simplemente porque la lucha del trabajo abstracto (la lucha de el trabajo en contra del capital) está en crisis, mientras que la lucha en contra de el trabajo y por lo tanto contra el capitalismo, está aumentando en importancia.
Las indicaciones de la crisis del trabajo abstracto son claras: el declive del movimiento sindical en todo el mundo; la debilitación o la efectiva desaparición de los partidos social-demócratas con cualquier compromiso de reforma radical; el colapso de la Unión Soviética u otros “países comunistas” y la integración de China al capitalismo mundial; la derrota de los movimientos de liberación nacional en África y Latinoamérica; la crisis del marxismo no sólo dentro de las universidades sino sobre todo como teoría de lucha.
Todo lo anterior es comúnmente visto, incluso por la ‘izquierda’, como una derrota histórica de la clase obrera. Pero quizás la derrota debería verse más bien como una derrota para el movimiento laborista, para el movimiento basado en el trabajo abstracto, una derrota para la lucha del trabajo en contra del capital, y posiblemente, como una oportunidad para la lucha del hacer en contra del trabajo. Si este es el caso, entonces no es una derrota para la lucha de clases, sino más bien un paso hacia un nivel más profundo de la lucha de clases. La lucha del trabajo está dando lugar a la lucha del hacer en contra y más allá del trabajo.
La crisis del trabajo abstracto puede verse como la expresión de nuestra renuencia a ser convertidos en robots. La acumulación capitalista tiene una dinámica innata que fuerza al capital a incrementar constantemente el ritmo de la explotación para poder mantener su rentabilidad. El capital requiere una subordinación, cada vez mayor, de actividad humana a la lógica de la acumulación para poder asegurar su supervivencia (esto es básicamente lo que argumenta Marx en su teoría de la tendencia decreciente de la ganancia). Durante aproximadamente los últimos cuarenta años, especialmente desde 1968, cada vez más la lucha contra el capital ha tomado la forma de revueltas múltiples contra la usurpación de esta lógica de nuestras vidas y nuestras actividades. La raíz de la presente crisis es nuestra insubordinación, nuestra negación a subordinar nuestras vidas completamente a la lógica del capital, a convertir todo nuestro hacer en trabajo abstracto.
La crisis también puede verse, en términos del marxismo clásico, como la revuelta de las fuerzas de producción en contra de las relaciones de producción. No obstante, las fuerzas de producción tienen que comprenderse no como cosas, sino simplemente como “los poderes productivos del trabajo social”, como nuestro poder-hacer social. Y la forma en que nuestro poder-hacer está rompiendo la envoltura de relaciones sociales capitalistas no es a través de la creación de unidades cada vez más grandes de producción, sino a través de millones de grietas, espacios en donde las personas están aseverando que no permitirán el encarcelamiento de sus poderes creativos por el capital, sino que harán lo que consideran necesario o deseable.
El movimiento del hacer útil contra el trabajo abstracto siempre ha existido como corriente subterránea y subversiva del movimiento laborista. Dado que el movimiento del hacer útil es el empuje hacia la creatividad socialmente auto-determinante, sus formas de organización han sido típicamente anti-verticales y orientadas hacia la participación activa de todos. La tradición consejista o asambleísta siempre se ha mantenido en oposición a la tradición, dentro del movimiento anti-capitalista, centrada en el Estado o el partido. Hoy en día, con la crisis del trabajo abstracto, esta tradición está floreciendo de nuevo en formas nuevas y a menudo creativas.
Dado que el hacer útil es simplemente la riqueza diversa de la creatividad humana, el movimiento tiende a ser algo caótico y fragmentado en su carácter, un movimiento de movimientos luchando por un mundo de muchos mundos. Desde esta perspectiva, es fácil llegar a pensar en las luchas como luchas desconectadas, luchas de tantas identidades distintas, la lucha de y por las diferencias. Sin embargo, este no es el caso. A pesar de que el hacer útil-creativo es infinitamente rico en potencial, siempre existe dentro-en-contra-y-más-allá de un enemigo común, la abstracción del hacer en trabajo. Por esta razón, es importante pensar en términos de contradicción y no solamente en términos de diferencia. Es la lucha de la creatividad humana (nuestro poder-hacer, el “poder social del trabajo abstracto”) en-contra-y-más-allá de su propia abstracción, su reducción a la producción gris de valor-dinero-capital.
VIII
¿Contra quién estoy discutiendo y por qué?
El primer punto de ataque es contra el modo académico de tratar estos movimientos como objetos de estudio, en lugar de tratarlos como parte de la lucha por la humanidad, en la que, queramos o no, estamos todos involucrados (tratándolos de una forma o de otra y, normalmente, de las dos). Tales maneras de enfocar la cuestión son académicas en el sentido de que son favorecidas por las estructuras y tradiciones de las universidades. Aunque soy profesor universitario, reconozco que la universidad no es el mejor punto estratégico para una discusión sobre las autonomías. Al contrario, precisamente por ser profesor universitario, estoy muy consciente de la creciente brecha entre las exigencias del trabajo académico y el reto de la investigación científica. En la actual situación histórica, considero evidente que el trabajo científico tiene que ir dirigido contra esa suicida embestida hacia la auto-aniquilación humana. Dicho de otra manera, la única pregunta científica que nos queda es: ¿cómo carajo nos salimos de este desmadre? Esto incluye la pregunta: ¿cómo detenemos la reproducción de esta sociedad auto-destructiva, el capitalismo? Esta es una pregunta que se hace cada vez más difícil de plantear dentro de un marco universitario.
En segundo lugar, el argumento se dirige contra aquellos que abandonan el estudio de Marx como una fuente de inspiración. Muchas de las discusiones dentro de la tradición marxista se han disociado de las direcciones actuales de lucha anti-capitalista tanto que muchísimos activistas descartan el marxismo como algo irrelevante a sus luchas. Esto es un error y fácilmente conduce a una oscilación entre la euforia y la desesperación, entre la sobre-estimación de los logros de las luchas y un desaliento exagerado cuando surgen las dificultades.
En tercer lugar, el argumento se dirige aquí contra aquellas discusiones sobre las autonomías que se enfocan casi exclusivamente en sus logros. Es extremadamente importante proclamar el autonomismo, pero en los últimos años se ha hecho evidente que deberíamos hablar más abiertamente y en detalle sobre las dificultades enormes que encaramos.9
Un cuarto objeto de crítica son aquellas aproximaciones que saltan demasiado ligeramente desde un reconocimiento de las dificultades de los movimientos autonomistas a un rechazo de su importancia.10 Los movimientos autonomistas a menudo fracasan, son a veces patéticos o ridículos, y por supuesto que pueden ser cooptados por las estructuras descentralizadas del poder característico del neoliberalismo, pero ¿a dónde vamos si no? ¿Regresamos de nuevo a los partidos? No gracias. ¿Al avestruzismo de las universidades? No: es mejor ver las dificultades como un reto y no como una inhabilitación.
En quinto lugar, el argumento se dirige contra todas aquellas aproximaciones que dan por sentado el carácter unitario del trabajo y hacen caso omiso de la importancia central que Marx atribuyó al carácter dual del trabajo. Lo anterior es característico de las aproximaciones marxistas tradicionales y es a menudo asociado con una definición (ya sea amplia o estrecha) de la clase obrera como clase revolucionaria: la lucha de la clase obrera puede o no ser considerada como una lucha complementada por las luchas no clasistas de los “nuevos movimientos sociales”. En contra de estas aproximaciones, el argumento aquí es que la lucha revolucionaria no es la lucha del trabajo, sino del hacer contra el trabajo, y que la lucha de la clase obrera es contra su propia existencia como clase, contra su propia clasificación.
El sexto objeto de crítica son aquellas aproximaciones que, excelente o correctamente, resaltan la importancia del carácter dual del trabajo, pero que luego se concentran exclusivamente en el trabajo abstracto, suponiendo que la categoría del trabajo concreto o útil, o bien no es problemática o bien está de hecho incluida dentro de la categoría del trabajo abstracto. En tales aproximaciones, la contradicción se separa del antagonismo social, de modo que la crítica del capital en efecto sea entendida como una crítica del trabajo abstracto, pero la crítica permanece abstracta en la medida que la relación entre el trabajo abstracto y el trabajo concreto o útil no sea entendida como un antagonismo vivo. Esta aproximación es estimulante pero políticamente desastrosa, puesto que nos lleva de regreso a la vieja conclusión de que una revolución anti-capitalista es necesaria, pero nos deja totalmente en el aire sobre cómo lograrla.
En séptimo lugar, y muy importante, es el argumento contra aquellas aproximaciones, a menudo influenciados por Deleuze o, Hardt y Negri, que desbancan la centralidad del capital como categoría para comprender la naturaleza del antagonismo social en esta sociedad. El argumento aquí es que la cuestión central es nuestro hacer, la manera en que está organizada nuestra actividad cotidiana. Bajo el capitalismo,
oculto) Se dice avestruzismo, porque ya no hay nada más bello que una torre de marfil en las universidades. ¡Ojalá lo hubiera!
nuestro hacer está subordinado al trabajo abstracto, o en otras palabras, nuestra actividad es sujeta a una fuerza que no controlamos y que tiene como su determinante fundamental la expansión del valor, la búsqueda sin fin de la ganancia. Esta organización de nuestra actividad tiene resultados catastróficos y hay que cambiarla. Las luchas actuales tienen como su enfoque la revuelta del hacer en contra del trabajo, el empuje a trazar nuestra propia actividad. La asunción del control sobre nuestra propia actividad significa la disolución del capital. Si sustituimos por la lucha contra el capital el concepto de una lucha por la democracia, entonces diluimos la lucha y, peor aún, nos desviamos del punto esencial: una democracia genuina no hará absolutamente nada de por sí para cambiar la forma y contenido de nuestra actividad cotidiana. Por eso planteamos el capital como el tema central, comprendiendo el capital, no como una categoría económica, sino como la forma históricamente específica de organización de la actividad humana.
Un octavo objeto de crítica implícita es el concepto de auto-valoración, un término acuñado por Negri y ampliamente utilizado en discusiones sobre movimientos autónomos. La auto-valoración, según Cleaver (1992:129),
[…] indica un proceso de valoración que es autónomo de la valoración capitalista – un proceso que se auto-define y se auto-determina, y que va más allá de la mera resistencia a la valoración capitalista de un proyecto positivo de auto-constitución.
Más adelante en el mismo artículo (1992: 134), habla de “los múltiples procesos de auto-valoración o auto-constitución que escapan del control del capital”. Es evidente que estamos hablando de los mismos procesos de revuelta e intentando comprenderlos. Lo que me preocupa es la noción de que estos procesos sean “autónomos de la valoración capitalista” o “escapan del control del capital”. Prefiero insistir que la relación del otro-hacer al capital es una relación de dentro-en-contray-más-allá, por cuatro razones concordantes. Primero, corre el peligro de que la noción de auto-valoración, o incluso éxodo, pueda crear una imagen engañosa de estabilidad. Como ya hemos visto en la discusión anterior sobre las dificultades de las grietas, probablemente ayuda más ver las grietas como puntos o momentos de ruptura que tienen una existencia evanescente, y que sólo pueden sobrevivir mediante su propia reconstitución constante. Segundo, la noción de auto-valoración puede conducir a la idea de que ésta sea una forma específica de activismo que pueda surgir de la denegación del trabajo (de ahí Cleaver, 1992: 130: “la denegación del trabajo… crea la posibilidad misma de auto-valoración”), mientras que el concepto del hacer coloca el antagonismo en el proceso mismo del actuar, no como una posibilidad sino como una parte inevitable del vivir. Dicho de manera sencilla, la vida es el antagonismo entre el hacer y el trabajo abstracto. Tercero, el concepto de autovaloración no nos conduce a la crítica del trabajo abstracto y sus manifestaciones del mismo modo en que lo hace el carácter dual del trabajo. Y por último, la auto-valoración, siendo externa a la valoración, no constituye su crisis, mientras que el hacer es la crisis del trabajo abstracto.
En noveno lugar, el argumento aquí protesta contra la noción de que nuestros espacios/momentos de revuelta o de otro-hacer son externos al capital. El capital no coexiste simplemente con otras formas de hacer: más bien, la fuerza material y hegemónica del capital como modo de comportamiento es tal, que es mejor pensar en el capital como una forma de relaciones sociales que constantemente se impone y vuelve a imponerse sobre todo el hacer del mundo. Por ende, el trabajo abstracto es la forma en que el hacer existe dentro de una sociedad capitalista, de modo que el hacer existe dentro-en-contra-y-más-allá de dicha forma, como rebelión expresada o no. Jugar con nuestros hijos no es una actividad que tiene lugar fuera de o conjuntamente con el capital: más bien, jugar con los niños tiene lugar dentro del capital (porque reproducimos patrones capitalistas de la autoridad), en contra del capital (porque rechazamos esos patrones de autoridad y empujamos contra ellos al insistir en la importancia del jugar), y más allá del capital (porque puede haber un verdadero punto de ruptura en donde creamos un mundo más allá de las relaciones sociales capitalistas, pero siempre como una lucha, siempre al borde de la crisis). Igual que con la idea de auto-valoración, la idea de externalidad puede llevar fácilmente a una positivación de los conceptos, a un distanciamiento paulatino del antagonismo central: el vivir es una lucha contra las forma capitalistas de actividad que tan rápidamente están destruyendo el mundo. Basta.
IX
El argumento aquí expuesto sugiere que necesitamos re-leer a Marx para poder comprender el movimiento autonomista. ¿En realidad nos ayuda? Yo sí lo creo.
La re-lectura de Marx desde la perspectiva de las luchas actuales cambia el énfasis de la explotación a la abstracción: en lugar de ver la discusión de la abstracción como preludio de la explotación, ve la explotación como un desarrollo de la problemática central de la abstracción. Si no hacemos esto, a Marx lo encadenamos a una forma de lucha de clases que es tanto represiva como en declive. El abandonar a Marx de esta forma es tanto perder la enorme riqueza de su estímulo como perder las líneas de la continuidad que, a pesar de todo, son tan importantes para nuestras luchas. Lo peor de todo es que quizás el abandonar a Marx significa perdernos a nosotros mismos, nublar las preguntas que rodean nuestras luchas, trazar el camino para la reintegración de nuestras denegaciones en el sistema que denegamos.
El comprender las autonomías desde la perspectiva aquí expuesta, como grietas en la dominación capitalista, es decir, como grietas en el tejido de la cohesión intercalada por el trabajo abstracto, nos ayuda a ver que estos movimientos no son únicamente una moda, ni únicamente una señal de debilidad en la lucha de clases, ni tampoco solamente una masa de fragmentos, sino un empuje hacia la humanidad que constituye la crisis del trabajo abstracto. De ahí su importancia: nuestros movimientos son la crisis del trabajo abstracto, y sobre el resultado de esta crisis depende el futuro del mundo.
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el quiebre de la subjetividad de la forma Estado y los movimientos de insubordinación
notas
SERGIO TISCHLER
El elemento destructivo o crítico en la historiografía se hace patente cuando hace saltar la continuidad histórica.
Walter Benjamin
Uno de los aspectos más importantes de los movimientos anticapitalistas después de la caída del llamado socialismo real ha sido poner en tela de juicio al Estado como el punto de concentración de la actividad transformadora de la sociedad. Con eso se ha desarrollado un proceso de ruptura con una larga tradición política y teórica ligada a la forma Estado en la definición de la izquierda. Y esto, a su vez, se ha traducido en el desarrollo de planteamientos teóricos que intentan abrir el concepto de lucha de clases, anclado de manera clásica, como se sabe, en la centralidad del Estado en el proceso revolucionario. Por esa razón, es importante hacer una aproximación al tema de la forma Estado en la definición de un modelo conceptual de la lucha de clases que ha entrado en crisis, y destacar ciertos puntos visibles de una constelación conceptual revolucionaria emergente. Aquí, nos limitamos a enunciar algunos de tales puntos visibles de ese campo conceptual abierto por la lucha por la emancipación humana en las actuales circunstancias. Son notas gruesas que apenas alcanzan a plantear los bordes de un problema muy esquemáticamente, y que necesitan ser desarrollados con mayor precisión para alcanzar la madurez necesaria.
Forma estado e izquierda
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Al parecer, la centralidad de la forma Estado en la teoría revolucionaria echó raíces definitivas después de la derrota de la Comuna de París en 1871, y con el proceso de consolidación de los Estados nacionales en Europa y Estados Unidos. En los partidos que integraron la II Internacional este rasgo ya está definitivamente consolidado. Muy probablemente esto tenga relación con los efectos de la industrialización aparejados al despliegue de un aparato estatal de racionalización de la violencia y la dominación. Gramsci (1975), vislumbró ese proceso a partir del concepto de hegemonía. Al analizar los rasgos de la dominación burguesa en “occidente”, el revolucionario italiano destaca que una clase dominante moderna es simultáneamente una clase dirigente, y sabe combinar el arte del consenso con la represión. En otras palabras, la dominación de la burguesía cristalizaba en un Estado que no sólo era depositario de la coerción sino que desempeñaba una función cultural de primer orden. Para hacerlo, el aparato estatal mismo debía ser parte de un “bloque histórico”, el cual se interpreta como expresión de la relación entre las fuerzas productivas y una superestructura que las potenciaba en una línea de progreso. Una descripción sin duda acertada en muchos aspectos y fallida en otros, pero que de manera clara expresa cierta fascinación por los rasgos racionales de esa maquinaria de dominación deslumbrante; cuestión que se proyecta en la teoría del partido revolucionario como el nuevo “príncipe”.
Dicha fascinación se puede también interpretar como una suerte de forma oblicua de la hegemonía cultural burguesa. No es sorprendente entonces que la forma partido se consolide dentro de la izquierda como parte de ese proceso. Por supuesto, no de manera mecánica ni funcional, sino como parte de una lucha arraigada en una base social de trabajadores relativamente estable y que asimila la necesidad de una estructura organizativa de alguna manera equivalente a la maquinaria estatal para llevar adelante una estrategia de poder.
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En la teoría leninista de la organización revolucionaria se encuentra desarrollada esta idea (Lenin, 1981). El partido es el depositario de la verdadera conciencia de clase, es el intelectual colectivo que elabora una estrategia revolucionaria en base a la ciencia (el marxismo), es decir, aquello que no puede surgir espontáneamente de la organización de los propios trabajadores. En ese sentido, las clases subalternas sólo pueden llegar a ser verdaderas clases revolucionarias por la mediación de un agente externo que produce la totalización necesaria para la producción de un acontecimiento revolucionario. En otras palabras, desde dicha perspectiva sólo puede haber una verdadera lucha de clases cuando existe una vanguardia que dirige el proceso político que culmina con la toma del poder y la transformación del partido (como representación de la clase obrera) en Estado. En esta propuesta, el partido y el Estado aparecen como los medios necesarios, como los instrumentos de las clases subalternas, para operar el cambio social desde el poder. Se conquista el arriba (el dominio, la hegemonía) para transformar el abajo.
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Se podría decir, siguiendo esa línea de argumentación, que el Estado es transformado en un medio para un fin que es la sociedad emancipada, ya que su carácter es puramente instrumental y, en ese sentido, autónomo al capital. Pero, aparte del carácter erróneo de dicha argumentación, tanto en la práctica como en la teoría, lo que se tiene es una forma de lo político en la cual el sujeto revolucionario remata en el Estado y se realiza en él: la plena identidad entre clase y Estado. La consecuencia política es clara: los trabajadores aparecen como objetos “privilegiados” de la política estatal, ahora en manos de los revolucionarios.
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Si bien es cierto, como se ha dicho, en Gramsci existe un esfuerzo por superar una visión instrumental de la dupla partido-Estado, la categoría de hegemonía tiene un remate estatal. El partido y el Estado son figuras de totalización y síntesis. Como veremos, tales figuras son expresión de una forma teórica que retiene en su núcleo la abstracción real como modo de constitución de la realidad. Y una teoría con esas características no puede sino conducir a una idea de sujeto revolucionario de carácter iluminista, centrada en la separación entre una elite dirigente (vanguardia) que posee el conocimiento necesario para la revolución, en términos de ciencia revolucionaria positiva, y las masas a las cuales hay que llevarles desde afuera la verdadera conciencia de clase. En esa noción de sujeto se encuentran no sólo elementos fundamentales de la epistemología tradicional, sino también la fascinación por el Estado y la fetichización del mismo. El Estado aparece como la forma posible de una comunidad racional que le puede hacer frente a un mundo dominado por intereses egoístas muy poderosos. Una instancia que puede ser “llenada” por una nueva racionalidad y utilizada para los fines de la transformación radical que esa racionalidad reclama. Por eso también la tendencia teórica a separar Estado y economía, en el sentido de que la economía es el capital y que el Estado es de alguna manera un instrumento relativamente neutro en “manos de”.
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Sin embargo, el Estado no resuelve el antagonismo social; es parte de él y lo preserva. La ocupación del Estado por un movimiento revolucionario ciertamente produce la unidad entre dirigentes y dirigidos, pero ésta es una unidad basada en la separación sustancial que preserva las categorías de dirigentes y dirigidos, de arriba y abajo, de dominación y subalternidad. Aunque exista un consenso construido entre el grupo dirigente y las bases sociales, la misma ecuación política implica la constitución de una nueva subalternidad como parte de la dominación. La separación es parte del antagonismo, y el Estado lejos de resolverla, la amplía. Como se planteó, la base profunda de esa cuestión se encuentra en una forma histórica de la acción política dominada por la abstracción real como modo de constitución de la realidad.
la paradoja weberiana
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A partir de esa fascinación por el Estado por parte de los revolucionarios profesionales se puede plantear lo que podría ser nombrarlo como la paradoja weberiana dentro de la izquierda clásica.
Max Weber (1964, 1991) argumentó, en parte contra de los marxistas de su época, que la dominación es parte constitutiva de la acción social, y que es imposible superarla. Para él, la dominación moderna, entendida a partir del tipo ideal de la dominación burocrática, era insustituible y tenía un carácter revolucionario porque era una maquinaria imprescindible de la racionalización de la sociedad. Si bien es cierto, esta “jaula de hierro” producía efectos unilaterales de racionalización, considerados por él como perniciosos, era imposible la existencia del Estado moderno sin esa estructura. La solución a este “mal necesario” venía de un proceso de racionalización diferente (una racionalización ligada a valores y no puramente instrumental como la de la “jaula de hierro”) promovida por los partidos políticos y que tenía su espacio de acción en el parlamento. La tareas, en ese sentido, de los partidos políticos era doble; por un lado, mediar los efectos de la racionalidad burocrática y, por el otro, la racionalización de las masas, entendida como la inclusión de las mismas dentro de la trama de la aceptación del dominio racional del Estado. Los partidos, en dicho sentido, habían surgido y eran parte de la dominación moderna, y la social-democracia no se escapaba de dicho proceso.
Weber presenta al Estado como una fuerza todopoderosa de producción de acción racional, análoga a la fábrica, ratificando el deslumbramiento ya señalado en los pensadores revolucionarios. Su teoría de la burocracia está penetrada y viciada por esa característica. Sin embargo, señala con total desnudez algo que a los revolucionarios era difícil reconocer dada su concepción estratégica de la revolución: que la acción racional es poder y dominación, y que el Estado, la burocracia y la elite de los partidos son parte de ese tipo de acción. En otras palabras, que con las categorías de la acción racional no se puede producir sino ese tipo de acción (capitalismo) En ese sentido, se cierra el círculo de la dominación. Es imposible salir de él, aunque los revolucionarios piensen (ilusoriamente, para Weber) que su acción abre la posibilidad de superarlo.
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Se podría argumentar (legítimamente) que la sociología weberiana no está diseñada para pensar la revolución sino todo lo contrario, por lo que echar mano de conceptos como los de la razón instrumental para analizar a los revolucionarios es algo indebido y torcido. Estoy de acuerdo con eso. Ahora bien, lo que aquí tratamos de señalar es que existe cierto “empalme” entre el pensamiento revolucionario y lo que Weber plantea. El empalme reside en que en ambos casos se ve al Estado como fuente de racionalización y de construcción de sociedad. En Weber, como se vio, dicha racionalización es parte constitutiva de la forma capitalista; para los revolucionarios, el Estado puede dirigir su razón a la superación del capitalismo. Pero en ambos casos, el Estado finalmente es considerado como una estructura o máquina necesaria para la producción de lógica social. Lo cual es coherente con el planteamiento weberiano de la imposibilidad de superación de la forma capitalista entendida como racionalidad instrumental fundamentalmente. Pero deja mal parados a aquellos revolucionarios que tendieron a fetichizar el Estado al no poner al descubierto que la noción de Estado-máquina, Estado-aparato, Estado-objeto es ya un asunto de la determinación del Estado por la lógica social de la cual es parte, y que la existencia de aquel se nutre de aquella lógica.
el estado y las formas aparentes del capital
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Pero la cuestión más profunda no es la que tiene su centro en la visión del Estado como objeto de producción de lógica social que puede ser ocupado y orientado por una suerte de sujeto trascendente (nos referimos al canon clásico revolucionario). La cuestión más profunda reside en que la figura de la separación entre Estado y sociedad, Estado y economía es parte de la forma aparente del capital,4 forma constitutiva de la existencia de la sociedad capitalista y su pensamiento; es decir, es un hecho real de consecuencias teóricas y epistemológicas.5 Esto es muy
4 Al respecto consultar el importante ensayo de René Zavaleta Mercado (1978) “Las formaciones aparentes en Marx”.
5 En Sobre la cuestión judía, Marx escribió cómo el Estado moderno (político, en sus palabras) es una forma de mistificación necesaria, es decir, constitutiva de la sociedad burguesa. “El Estado político acabado es, por su esencia, la vida genérica del hombre por oposición a su vida material. Todas las premisas de esta vida egoísta permanecen en pie al margen de la esfera del Estado, en la sociedad civil, pero como cualidades de ésta. Allí donde el Estado político ha alcanzado su verdadero desarrollo, lleva el hombre, no sólo en el pensamiento, en la conciencia, sino en la realidad, en la vida, una doble vida, una celestial y otra material, la vida en la comunidad política, en la que se considera como ser colectivo, y la vida en la sociedad civil, en la que actúa como particular; considera a los otros hombres como medios, se degrada a sí mismo como medio y se convierte en juguete de poderes extraños. El Estado político se comporta con respecto a la sociedad civil de un modo tan espiritualista como el cielo con respecto a la tierra. Se halla con respecto a ella en la misma contraposición y la supera del mismo modo que la religión la limitación del mundo profano, es decir, reconociéndola también de nuevo, restaurándola y dejándose necesariamente dominar por ella. El hombre en su inmediata realidad, en la sociedad civil, es un ser profano. Aquí, donde pasa ante sí mismo y ante los otros por un individuo real, es una manifestación carente de verdad. Por el contrario, en el Estado, donde el hombre es considerado como un ser genérico, es el miembro imaginario de una imaginaria soberanía, se halla despojado de su vida individual real y dotado de una generalidad irreal” (Marx, 1958: 23-24).
importante porque siguiendo el argumento se puede afirmar que pensar desde la perspectiva del Estado es pensar desde la forma aparente de nuestra existencia
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¿Qué significa la forma aparente del capital? Fundamentalmente, que lo más importante, el corazón de las cosas, no aparece directamente en ellas, en su superficie, sino se expresa de manera distorsionada, invertida, y que esa distorsión es constitutiva, es decir, es una forma necesaria de aparición de las relaciones sociales en el capitalismo. Esto es así porque la forma aparente es una manifestación del antagonismo propio del capital. En otras palabras, la forma aparente no se explica por una suerte de no correspondencia entre fenómeno y esencia, sino porque la fractura entre fenómeno y esencia es parte del antagonismo de la forma capitalista. Una sociedad emancipada no necesita de formas aparentes de manifestación.
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Marx develó en la teoría del valor la forma aparente como forma necesaria del capital. En el análisis del fetichismo como forma inherente a la mercancía está expuesto también que dicho fenómeno es una forma de manifestación de la realidad en el capitalismo, es decir, que se expresa y se despliega en el conjunto de formas en que se manifiesta la relación social capitalista, entre éstas, el Estado, aunque dicha forma no aparezca como objeto de análisis inmediato. De hecho, se puede argumentar con todo rigor que el Estado es una forma conspicua de expresión del antagonismo entre trabajo concreto y trabajo abstracto, entre valor de uso y valor. La subordinación del trabajo concreto por parte del trabajo abstracto, del valor de uso respecto al valor, plantea la cuestión de que las relaciones de explotación y de subordinación en el capitalismo no son inmediatas y directas sino mediadas. De tal suerte, que el trabajo abstracto como relación de explotación y subordinación del trabajo concreto sólo puede entenderse en términos de totalidad, del sistema en su conjunto, y no de inmediatez. Las categorías del capital son categorías que expresan la unidad contradictoria del trabajo abstracto como síntesis social, es decir, como totalidad. Pero esta relación mediada se manifiesta en términos de figuras aparentemente independientes que adquieren autonomía, lo que implica que simultáneamente esa forma de aparición sea una forma de ocultamiento, porque pareciera ser que las cosas cobraran vida propia y se transformaran en sujetos. La dominación adquiere una forma cósica.
La forma valor es el modo específico de dominación del capital: la forma abstracta, no directa, de dominación. La abstracción real como fuente de dominio y de autonomía del objeto frente al sujeto. La síntesis y la totalidad como parte de ese tipo de abstracción.
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La forma aparencial hace que el Estado aparezca como síntesis de la sociedad, lo cual es una expresión del fetichismo, ya que la síntesis en el capitalismo es el trabajo abstracto, y el Estado es una forma necesaria de dicha síntesis o determinación, pero no el agente que la produce. Entre otras cosas, esa subordinación se manifiesta en la contradicción entre unidad simbólica/ficcional que el Estado trata de forjar en la figura de pueblo y de ciudadano y el desgarramiento material de la forma de existencia de la sociedad.
El flujo social rebelde y la autonomía
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El punto de partida es la negatividad, el antagonismo. La forma valor somete el hacer (Holloway, 2002) al poder del trabajo abstracto. En ese sentido, el principal punto a teorizar es la relación existente entre la forma valor que configura una comunidad abstracta basada en la síntesis del trabajo abstracto, y el desbordamiento de tal síntesis por parte del trabajo concreto que tiende hacia una comunidad concreta. A este algo insumiso se le puede nombrar flujo social de la rebeldía, es decir, la forma más general del antagonismo desde abajo que desborda la forma valor.
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A pesar de todo hacemos. Hacemos porque no somos hechos, porque nos negamos a ser lo dado, lo que es. Somos más que lo que es, somos negación en curso de lo que nos impide el despliegue de nuestras capacidades humanas, de las relaciones sociales que nos trasforman en objetos. Somos más de lo que es. Ése es nuestro “aquí y ahora”.
Nos negamos a ser definidos como objetos, y a que el mundo sea reducido a hechos que suceden y a cosas de las cuales dependemos. Nos negamos a una representación externa de la realidad de la cual somos perplejos observadores. Realidad: cosas y hechos que están allí, como mundo dado, que tiene su propia forma de existir, una forma desligada de nosotros y de la cual dependemos. Ésa es la forma aparente del mundo. Forma aparente pero necesaria a la relación social capitalista.
Si nos negamos a ser dominados por la forma aparente del mundo material, eso implica que existe en nosotros un impulso/flujo de atravesar esa forma. Ese impulso es parte del antagonismo entre la afirmación de forma social (como dominación) y la negación a ser afirmado como objeto (de la dominación).
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El “aquí y ahora” no es un presente que se vive como parte del transcurrir del tiempo, sino una lucha contra las condiciones que niegan el mundo como casa de la humanidad (Bloch, 2004). Es un corte en el transcurrir “normal” del tiempo, ya que el tiempo en la sociedad capitalista es un tiempo que niega el mundo como casa de la humanidad. El “aquí y ahora” es rebelión de lo negado (la libertad como autodeterminación social) en la forma social capitalista, fractura o golpe que traspasa el tiempo homogéneo del capital. En otras palabras, rompimiento del continuum (Benjamin, 2007) de la relación social como relación de clase.
En esa negación de lo dado surge algo que no es repetición sino creación. El antagonismo del “aquí y ahora” trabaja la vida cotidiana de manera molecular y crea umbrales, que son posibilidades de “aquís y ahoras” más intensos y concentrados que puede llegar a sacudir el piso de la historia. El “aquí y ahora” es el tiempo de la verdadera obra colectiva como desbordamiento del orden dado. El antagonismo del “aquí y ahora” es un flujo contra corriente.
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La dominación es la manera de darle forma (represiva) al flujo social, conteniéndolo. La forma valor de las relaciones sociales (el capital) es una contención productiva del flujo. Las categorías del capital son expresión de la contención-represión del “aquí y ahora”. Por esa razón, la crítica para ser crítica debe partir de la negación teórica de la dominación como el principio del orden social (en este caso, del orden social del capital) y entender el principio en términos de antagonismo, es decir, como flujo social que la forma social niega, doma, congela, contiene. La forma social como proceso de negación del flujo social.
El capital es una relación social donde la actividad humana se presenta como actividad del objeto (capital que engendra capital, dinero que engendra dinero). Por eso sus categorías están llenas de apariencia y ficción. Y nosotros, como parte de esas categorías o dominados por las mismas, aparecemos como inventos del capital. Inventos de un sujeto abstracto e impersonal, un dios terrenal muy poderoso que no tiene rostro sino formas materiales simples y cotidianas: las cosas en la forma de mercancías. El fetichismo de la mercancía alude a ese dios misterioso que no se encuentra en el cielo sino en la materialidad de las cosas. El capital es la negación del “aquí y ahora” del nosotros.
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La organización revolucionaria no debe ser entendida como la forma que le da sentido y coherencia al flujo social de la rebeldía. Si la relación entre flujo y organización se entendiera de esa manera, se tendría un esquema de subsunción del flujo bajo la mirada del concepto y su transformación en material inerte. Por el contrario, la organización surge del flujo y no se autonomiza de él para darle sentido. En el momento que la organización revolucionaria se separa del flujo para conducirlo surge la forma instrumental de la política y la reproducción de un arriba y un abajo que es parte de la dupla dominio/subordinación. El ejemplo más importante de rompimiento de la política como relación dominio/ subordinación es el del movimiento zapatista. El Ejército Zapatista es la forma operativa de autodefensa de la comunidad. Como ejército cumple funciones específicas pero no independientes del flujo rebelde de las comunidades zapatistas, organizadas en Caracoles. En ese sentido, la autonomía zapatista puede ser entendida como movimiento de emancipación de la comunidad concreta que se despliega negando los modos de la abstracción y síntesis social como forma de la comunidad abstracta, burguesa. El zapatismo no está subordinado a un esquema. Su temporalidad no es abstracta y lineal. El tiempo del “aquí y ahora” es el tiempo de la autodeterminación que se expresa en la figura de la autonomía. El flujo social rebelde no se subsume en una estructura independiente que lo represente. La autonomía potencia, a diferencia de la heteronomía que da forma desde arriba congelando el flujo.
Puebla, 12 de marzo de 2010.
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Sobre la autorregulación social: imágenes, posibilidades y límites apuntes en torno a la propiedad social
Raquel Gutiérrez Aguilar
El presente trabajo consiste en una reflexión, un tanto general, sobre las posibilidades y límites de la autorregulación social, a partir de la experiencia de la Guerra del Agua ocurrida en Cochabamba, Bolivia, en el 2000 y de los posteriores esfuerzos colectivos por satisfacer, de manera igualmente común, una necesidad fundamental: la disposición de agua potable.
En otros textos (Gutiérrez Aguilar, 2009) me he esforzado por describir e hilvanar con palabras las múltiples acciones que miles de hombres y mujeres llevaron a cabo entonces, en medio de un acelerado proceso de auto-organización social y política que logró echar para atrás una perversa Ley de Aguas que privatizaba su gestión, desconocía derechos colectivos anteriores y excluía de su uso y disfrute a una gran parte de la población trabajadora. Entre los logros más visibles de aquellas acciones de movilización y levantamiento se cuenta la expulsión de la empresa transnacional Bechtel del territorio boliviano y la apropiaciónrecuperación de SEMAPA, la hasta entonces empresa municipal de agua potable, por la población en estado de rebelión. Tuve el gusto y el honor de participar, junto a muchos y muchas otras, en aquellas tensas y vertiginosas acciones de levantamiento social. Un poco más tarde, entre octubre de 2000 y enero de 2001, diversos miembros de la Coordinadora de Defensa del Agua y de la Vida me propusieron organizar y encabezar un “Equipo técnico de apoyo a SEMAPA”, cuya misión consistía en: a) sistematizar el conjunto de problemas de aprovisionamiento y distribución de agua potable que existían por entonces en Cochabamba, tanto desde el punto de vista técnico, como desde la perspectiva de los numerosos comités de agua potable que existían a lo largo y ancho de los barrios periféricos; b) entender la manera en que los funcionarios y trabajadores de la empresa de agua se proponían dar solución a los problemas; c) elaborar un conjunto de propuestas viables que tomaran en cuenta tanto los criterios técnicos como las aspiraciones y puntos de vista de los vecinos, a fin de ponerlas nuevamente a discusión con los diversos comités de agua y otras asociaciones de vecinos y trabajadores y, d) finalmente, lograr armar un plan, más o menos general, para que pudiera ser discutido en múltiples asambleas con capacidad de decisión, con la finalidad de tomar acuerdos sobre el camino a seguir.
En aquellos años turbulentos, me tocó pues la suerte de contribuir a reforzar un amplio proceso de deliberación pública sobre la manera de dar respuesta y cauce a necesidades tan importantes como el aprovisionamiento y uso del agua. Muchas de mis reflexiones posteriores quedaron marcadas por lo que aprendí en aquel tiempo. Así, en las siguientes páginas desarrollaré un ejercicio en dos niveles. Por un lado, presentaré de manera sintética y abstracta algunas de los conocimientos que adquirí en esos años, sobre las posibilidades y dificultades de la transformación de las relaciones de dominación y explotación, tanto en los momentos más potentes de la insubordinación y el despliegue del antagonismo social, como en los tiempos más quietos, en los que la fuerza de la rebelión parece sumergirse en la cotidianidad.
Hay, en este esfuerzo por sistematizar, una perspectiva teórica y política: si bien la posibilidad de imaginar y anhelar un mundo poscapitalista puede constituir una significativa herramienta para la lucha, conviene tener cuidado de no colocar ninguna imagen como meta a alcanzar, pues corremos el riesgo de quedar atrapados en un modelo cerrado que enturbie nuestra mirada y no nos permita entender, justamente, la construcción de lo nuevo como la persistente acción de contención, fuga y corrosión de lo viejo.
Por otro lado, hacia el final del texto, abordaré algunos de los elementos más novedosos que se discutieron en Cochabamba en 2000 y que acompañaron y alumbraron, de manera intermitente aunque siempre enérgica, la ola de levantamientos indígenas y populares que continuaron hasta 2005, abriendo cauces al ejercicio de imaginación colectiva de producir formas novedosas de autorregulación social.
I
Los momentos de rebelión son, básicamente, instantes de quiebre de la dominación/explotación tal como ésta fue conocida y soportada hasta entonces. Según la noción de transformación social desde abajo que he explorado desde hace ya varios años, en tales tiempos extraordinarios de la vida social, se producen, al calor del antagonismo desplegado, configuraciones inestables de la vida social en las cuales, las relaciones sociales densas, conocidas y viscosas de la dominación tal como ésta se vivía hasta antes del quiebre, comienzan a diluirse y van poco a poco adquiriendo rasgos de fluidez. Durante un lapso de tiempo, casi siempre breve, se modifica la calidad de los vínculos y lazos que habilitan y organizan la vida colectiva: las relaciones sociales se vuelven maleables, esto es, susceptibles de adquirir nuevas formas. Son tales los tiempos in crescendo del Pachakuti: aquellas prácticas, saberes, nociones fundamentales y modos argumentales de los dominados, de los marginados, de quienes no viven del trabajo ajeno, se vuelven visibles, se expanden, ocupan el espacio de la discusión y la decisión pública, imponen sus marcas y distinciones, llenan el discurso con sus palabras. Existen socialmente más allá del ámbito restringido de la reproducción cotidiana de la vida. Son momentos extraordinarios.
Si hemos de pensar en la cuestión de la autorregulación social desde abajo, el problema parece consistir, entonces, en la posibilidad de estabilización en el tiempo de tales nuevas formas de organización de la vida social, de tal manera que logren prolongar su ocupación y trastocamiento público y notorio del espacio social, también en aquellos tiempos inmediatos de lo cotidiano, cuando las turbulencias de la rebelión se aquietan. Planteada así, resulta que la cuestión aparenta ser la prefiguración de maneras de estabilizar lo que de por sí es inestable, de que adquiera permanencia lo que de entrada percibimos como impermanente, como energía vital desplegada y en movimiento, como turbulencia. Resulta pues, que casi con seguridad esta búsqueda será infructuosa dado que, en los tiempos humanos y sociales, son nítidamente distintos aquellos efímeros e intensos momentos extraordinarios –de la fiesta y la rebelión; los cuales contrastan, de modo drástico, con otros largos lapsos de la vida “normal”, cotidiana, ordinaria. ¿Cómo pensar entonces las posibilidades de la transformación social durante estos últimos? ¿Cómo dotarnos de maneras de analizar, entender e impulsar el trastocamiento de las relaciones de dominación/explotación más allá del estridente y deslumbrante momento del quiebre, durante los largos tiempos en que la vida colectiva se reinstala en la cotidianidad? ¿Es posible hacer eso, es decir, apuntalar, también de manera sosegada, la perseverancia de la disposición social transformadora y activa en tiempos de “normalidad” sin encandilarse con la añoranza de permanencia de lo impermanente?
Para abordar tales interrogantes requiero presentar, primero, una serie de consideraciones en torno a cómo entiendo los asuntos de la transformación social desde abajo. Confío en su pertinencia dado que, por lo general, después de una rebelión o quiebre social generalizado ocurren, casi siempre, dos cosas: si la rebelión persiste, se profundiza y avanza, llega un momento en el que, bajo algún formato, se impone una tendencia hacia la estabilización de la turbulencia, que con frecuencia toma la forma de “cambio de gobierno”, de “régimen”. Cuando ocurre tal cosa, siempre aparecen aquellos que están dispuestos a autoproponerse como gobernantes y a pelear y disputar por serlo. Las acciones de quienes centran su atención en las maneras de estabilizar el quiebre, es decir, de quienes eligen pensar como “gobernar” la rebelión, son claramente distintas a las de aquellos que, más allá de cualquier gobierno, se empeñan en continuar impulsando las potencias de transformación desde abajo también en tiempos ordinarios. Es entonces cuando las acciones de los primeros se vuelven mucho más visibles, y las de los segundos parecieran evaporarse y su energía se disipara atrapada por una red de impotencia y confusión. Reflexionar sobre las posibilidades y maneras de orientarse en tales momentos, para persistir en el trastocamiento de las relaciones de dominación aun en los tiempos ordinarios y cotidianos de la vida social, es la preocupación que anima estos razonamientos.
II
Necesito, para los fines señalados, explicar el significado que asigno a ciertos términos y el uso que hago de ellos, a fin de lograr comunicar el hilo principal de mis argumentos.
Pienso en la emancipación social como la incierta y zigzagueante trayectoria individual y colectiva autónomamente decidida, realizada por grupos diversos y polifónicos de hombres y mujeres que comparten formas de vida similares y que están sujetos a específicas relaciones de
he mantenido con Adolfo Gilly. Él es quien denota así las dificultades que se presentan en mis argumentos. Por mi parte, yo procuro mantener abierto este diálogo pues considero que alumbra un aspecto sumamente difícil de la práctica política emancipativa desde abajo.
subordinación, explotación, opresión y dominación más o menos equiparables; tales grupos de personas, en cierto momento, son capaces de dotarse de fines comunes, de organizarse por sí mismos para deliberar y decidir, empeñándose en sustraerse o en confrontar el orden dominante. La emancipación es, en tal sentido, no un lugar al cual llegar ni una meta que alcanzar, sino la trayectoria misma, la disposición y acción de desplazarse, alterar y trastocar el “lugar” y, por supuesto, las obligaciones, deudas y rasgos asignados de manera exterior y forzosa a cada uno de tales “lugares” sociales; atributos establecidos por el orden dominante, de naturaleza práctica, naturalizados en el curso de la historia y coherentes con las jerarquizaciones y distinciones simbólicas más básicas que habilitan la vida compartida. Así, la autoemancipación se realiza a partir de la capacidad, la voluntad y la disposición práctica de no ser dominado: trayectorias orientadas por algún o varios proyectos. Pensada así, esta noción incluye de manera central la variable tiempo. Entonces, tal como lo hacen los físicos, podemos decir que no se trata sólo de trayectorias sino de itinerarios: trayectorias donde los tiempos sí cuentan.
Por otro lado, y para evitar quedar atrapada en una noción lineal o plana de trayectoria o itinerario, en tanto conceptos con los cuales dotar de contenido y significado a los términos transformación y cambio, prefiero utilizar la noción de “estado”, para pensar la vida social, sus órdenes internos, las redes de relaciones que la conforman y los acontecimientos que en ella se despliegan. Por estado entiendo una específica configuración de energía, forma y estructura que es estable en el tiempo. Un estado no es estático ni inmóvil. Hay energía fluyendo en él. Sin embargo, dicha energía no fluye de manera aleatoria ni caótica; más bien, en su constante flujo reitera y mantiene un conjunto de formas establecidas, amplificando y reforzando a lo largo del tiempo, el mosaico de estructuras e instituciones que la contienen.
A partir de los supuestos anteriores, pienso la vida colectiva y el mosaico móvil de relaciones de dominación y lucha que la atraviesan, la habitan, la amueblan y la organizan, como una configuración que queda constituida por tres niveles de realidad, distinguibles y analizables:
a) cierta energía vital, b) determinadas formas en las que tal energía vital fluye y c) diversas colecciones de estructuras e instituciones que son, ante todo, energía vital sedimentada, condensada o esclerotizada no al azar, sino adquiriendo orden y forma según la figura dominante del flujo de tal energía vital. Tales son, entonces tres aspectos o niveles de la realidad que conviene no perder de vista, si de lo que se trata es de entender la vida colectiva de manera relacional en un tiempo determinado, distinguiendo justamente las formas de la dominación y la explotación que la configuran y que se reiteran y solidifican en las estructuras e instituciones existentes.
Una vez explicitados tales supuestos considero, además, que los mencionados tres niveles más básicos de la realidad social se corresponden, de manera casi directa con tres dimensiones cognoscibles de la misma, que conviene abordar de manera específica, aunque siempre integral: una dimensión material, una simbólica y una utópica. Por lo general, el conocimiento de la dimensión material de la realidad corresponde al registro, análisis y comprensión de las diversas estructuras, instituciones, convenciones y prácticas que, estructuradas siguiendo los rasgos básicos de determinada forma, contribuyen a la continuación y permanencia de tal figura. Por otro lado, la comprensión de la dimensión simbólica de la realidad nos introduce en el mundo de los significados compartidos y divergentes o hasta contradictorios –de las palabras, de los actos, de los signos, de los gestos–; nos conduce por los diversos universos de sentido que habitan una realidad social atravesada por relaciones de dominación –étnicas, genéricas y de clase, entre otras. Es desde la dimensión simbólica que somos capaces de percibir las formas que dibujan las diversas relaciones sociales, distinguiéndolas; y es también desde ahí que podemos proponernos su trastocamiento ambicionando la modificación sistemática de tales formas. Finalmente, la energía vital la entiendo como la capacidad específicamente humana de dotarse de fines y de realizar actividades para conseguirlos, poniendo empeño en alcanzarlos. En un mundo social segmentado, jerarquizado y roto por relaciones de dominación y explotación, la energía vital es obligada a discurrir siguiendo flujos que describen formas incómodas, ajenas. La reiterada acción de reproducción de la vida social se presenta como insistente presión para que la energía humana se ajuste a los cauces y a las figuras heredadas. Sin embargo, existe una dimensión utópica de la realidad que opera sobre tales capacidades y potencialidades humanas en términos de imaginación y deseo. Es pues, desde la dimensión utópica que logramos palpar la fuerza social viva y en movimiento; es desde ahí que podemos alimentar su capacidad y percibir su fuerza.

Niveles de la realidad social Dimensiones cognoscibles de la realidad social
Energía vital Utópica
Forma Simbólica
Estructura Material

Una vez expuestos los anteriores elementos analíticos puedo volver a la cuestión de la transformación social, pensándola como variado y a veces contradictorio conjunto de trastocamientos e impugnaciones al interior del estado de cosas y quizá, tentativamente, como “cambio de estado”, acercándome a ella con mayor profundidad: ¿qué se propone y que se puede proponer, como horizonte de transformación, una rebelión social desde abajo en marcha?, ¿hasta qué nivel de la realidad es posible trastocar el orden dominante a partir del esfuerzo común, del ánimo, la cohesión y el derroche colectivo de recursos que ocurre durante una rebelión, en los momentos vertiginosos del levantamiento social? ¿Qué sucede cuando la rebelión se aquieta, sumergiéndose su fuerza en los tiempos cotidianos y normales de la reproducción?
Por lo pronto, hagamos un ejercicio reflexivo con estos elementos para mostrar la utilidad de tal modo de acercarnos a la cuestión. Tomemos el caso de la Guerra del Agua en Cochabamba que, como tal, ocurrió en el primer semestre de 2000 y cuyas reverberaciones continuaron durante varios años.
Cuando una rebelión social ocurre, ante todo, se produce un quiebre en el flujo de la energía vital de la sociedad tal como, hasta entonces, estaba pautado –configurado– su discurrir; esto es, diagramando y recorriendo determinadas formas y debilitándose su flujo en las estructuras e instituciones así conformadas. En enero de 2000, cuando regantes, trabajadores fabriles, activistas medioambientales, vecinos organizados en sistemas autónomos de abastecimiento de agua y “usuarios” de la red central municipal de distribución de agua potable, entre otros, con sus múltiples acciones produjeron el llamado “Primer bloqueo por la dignidad civil”, la energía vital de la sociedad trabajadora cochabambina alteró su curso: la capacidad humana, individual y colectiva de hacer, de entender, de imaginar y desear no estaba dispuesta a obedecer ni a aceptar. Aceptación y obediencia son fuerzas de conformidad con lo que existe, con el orden dominante. Conformidad: asumir la forma dada. Eso es lo primero que se rompió. Más bien, se conformaron otras agregaciones sociales que realizaron otras acciones; es decir, adquirieron visibilidad y presencia pública formas de organización social para encarar necesidades –el abastecimiento de agua en primer término– generalmente excluidas de la vida pública y/o política. Se configuró pues, la Coordinadora de Defensa del Agua y de la Vida como figura laxa para entretejer y relacionar muy distintos tipos y clases de flujos vitales, tendencialmente en rebelión. La Coordinadora se empecinó en no “instituirse” dentro del orden viejo, dentro del entramado normativo y administrativo confrontado. No lo hizo nunca.4
4 Es interesante la manera cómo la agregación múltiple y variopinta de organizaciones, sindicatos, asociaciones, comités y personas que dio vida a la Coordinadora asumió esta cuestión: muchas de las entidades que la compusieron tenían existencia legal bajo las formas establecidas por la regulación legal dominante, esto es, tenían personalidad jurídica, estatutos, etc. Sin embargo, en contraste con ello, la Coordinadora, en tanto reunión de todas ellas, decidió explícitamente no instituirse y conservarse a sí misma, básicamente, como espacio autónomo, deliberativo y de decisión de los pasos a emprender, de las acciones a realizar en común. Dos personas fueron, siendo paulatinamente reconocidas, los voceros de la Coordinadora: Oscar Olivera, Secretario Ejecutivo de la Federación de Trabajadores Fabriles de Cochabamba y Omar Fernández, Secretario Ejecutivo de la Federación de Regantes de Cochabamba. La autoridad de la que gozaron tenía, sobre todo, fundamentos morales a partir de su congruencia en el trabajo de articulación y de respeto a lo decidido en común. El trabajo principal que hicieron estos dos dirigentes, al menos entre 2000 y 2001, fue el de auscultación permanente a los muy diversos organismos de base, para conocer sus opiniones, sus valoraciones, sus decisiones, etc.; sistematización de las posturas así recogidas, balance de lo que sucedía y vuelta a la consulta generalizada sobre los pasos a dar. Durante más de un año estos dirigentes, que funcionaban como eje, como núcleo duro de la posibilidad de comunicación colectiva, se comportaron de una manera que no puedo describir sino como asumiendo una “posición neutra”. Esta expresión, quizá desafortunada, la utilizo como antónimo a la postura de “dar línea”, tan conocida como tradicional e ineficaz. La “neutralidad” consistía en que, entendiéndose a sí mismos como vehículo reconocido de la decisión producida en común, no llegaban a las múltiples asambleas y reuniones para “defender” una postura tomada por ellos mismos de antemano, sino a sentir el ánimo de las personas, a escuchar y promover sus palabras, y se sujetaban estrictamente a la decisión que se acordara. Con base en ello se restableció, sobre todo, una relación social de confianza recíproca que posibilitó los diversos suce-
Ahora bien, los flujos de antagonismo, creatividad y trastocamiento del orden heredado que se detonaron durante la Guerra del Agua, atravesaron las tres dimensiones de la realidad social. En términos utópicos, fue justamente durante sus espasmos más intensos, cuando se produjeron las ideas y las perspectivas más audaces: no a la privatización del agua bajo ningún formato, pérdida del miedo a los riesgos de enfrentar el orden dominante, quiebre de la disposición de obediencia y conformidad con lo dado, reapropiación social de lo que es nuestro, control colectivo –y no privado, aun en su forma burocrática– de lo que es común, propiedad pública social, asamblea constituyente sin intermediación partidaria. Confianza en la propia fuerza y en la propia capacidad que permitió fijar nuevos objetivos en el tiempo, es decir, delinear un itinerario y bosquejar una trayectoria.
En relación a la dimensión simbólica, que se relaciona con la forma de los vínculos sociales, la enorme energía desplegada durante la Guerra del Agua logró cimbrar y fisurar los formatos, procedimientos y creencias anteriores: horizontalidad en la toma de decisiones como cuestión central en contraste con la anterior figura de agregación sindical rígida y vertical; ningún dirigente por encima del conjunto, sólo voceros del movimiento, en contraste con las anteriores jerarquías de representación –y decisión– escalonadas; asambleísmo y deliberación abierta y polifónica como criterio básico de la cohesión en vez de controles institucionales para asegurar una “participación” muy parecida a la obediencia. Respeto y validez de la decisión local a toda costa y articulación de los puntos de vista con base en la confianza recíproca, en contraste con la espera del mejor criterio de los monopolizadores profesionales de la decisión. En fin, valoración del conocimiento de “expertos” aunque siempre sujetos a la decisión colectiva tanto local como articulada; responsabilidad personal y local ante y frente al conjunto, y las decisiones y acciones locales y personales como criterios básicos de credibilidad y aceptación. Cabe hacer notar que no todos los vínculos entre distintas fuerzas sociales y al interior de ellas mismas, que se
sos de la Guerra del Agua. Considero que por aquí hay un elemento importante para pensar en la realización efectiva del “mandar obedeciendo”: para poder hacer eso, se requiere necesariamente que quien ha de mandar no tenga una postura de antemano y, más bien, esté dispuesto a obedecer, a ceñirse, a llevar adelante lo que se acuerde y decida en la deliberación de quienes, en definitiva, han de hacer las cosas y exponer el cuerpo.
establecieron durante la Guerra del Agua y los tiempos posteriores, se conformaron siguiendo exactamente los principios anteriores; aunque tal fuera la tendencia profunda. Es decir, ése fue el horizonte de sentido que se afianzó entre prácticamente todos los protagonistas de tales acciones. Las nociones antes mencionadas fueron, por expresarlo de alguna manera, el “norte” o la “brújula” que guiaba la comprensión de los eventos que se iban produciendo en común y que configuraba los modos de la asociación y el enlace. Por eso remitimos su intelección sensible al orden simbólico: no era un asunto de reglas explícitas, sino la condensación de significados e intenciones prácticas. Así, tal conjunto de alteraciones en la vida social conocida hasta entonces (que podemos pensar también, mirando desde otra malla conceptual –y desde otro ángulo– como “ruptura del orden de mando”) consiste, ante todo, en una profunda modificación del orden simbólico y, por lo mismo, de la forma o figura que, en su fluir, es dibujada y/o ambicionada, deseada, por la energía social en movimiento. Es un trastocamiento en la forma de los vínculos sociales que van produciéndose al calor de los acontecimientos de rebelión, orientado por el establecimiento de un “itinerario utópico”.
En la dimensión material, es decir, en el nivel de las estructuras sociales más rígidas, de las formas instituidas de la vida colectiva, de las obligaciones, las prerrogativas, las entidades organizadas y sus procedimientos, la Guerra del Agua avanzó sólo un poco: se expulsó a la transnacional Bechtel y se le frustró el negocio de apoderarse del agua y lucrar con ella durante algunos años; asunto que incluía a una parte importante de las élites regionales. La “gente” de Cochabamba y su Coordinadora se adueñaron físicamente de la empresa de potabilización y distribución de agua, tomando y ocupando sus instalaciones; para, inmediatamente después, iniciar un estudio riguroso y sistemático de los procedimientos y principios bajo los que funcionaba en tanto organismo municipal “autónomo”, a fin de comprender cabalmente aquello que necesitaba ser modificado. Entonces, más allá de la ocupación y del cambio de individuos –del director de la empresa y de la ampliación de su Directorio donde se colocaron personas que “respondían” a la Coordinadora– las personas en rebelión se propusieron modificar la relación de propiedad, volviéndola una “empresa de propiedad social”; ensayaron formas de autogestión pretendiendo ir más allá, hacia la modificación de la relación entre los trabajadores de la empresa y la población urbana de los barrios periféricos (se hablaba de “romper la relación proveedor de servicio-usuario o empresa-cliente”). Se buscaban maneras para organizar la “reapropiación social de la propiedad pública municipal a fin de convertirla en propiedad social”. Además, toda esta movilización y deliberación en barrios y plazas, la voluntad de ocuparse de asuntos colectivos inmediatos y urgentes –como la provisión y abasto de agua en los barrios periurbanos– fracturó el control territorial y la sujeción vecinal ejercidos hasta entonces por rígidos y verticales partidos políticos regionales; y auspició la creación de nuevas asociaciones y figuras organizativas que han tenido importante resonancia posterior –ASICASur, entre otras.
Todo esto constituyó, de por sí, un gran cambio. Una variación sustancial del orden de las cosas, “del estado anterior”, de la vida política, de la esfera de lo público y de la noción de lo político. Ahora bien, durante la segunda mitad de 2000, tras el “triunfo” de la Guerra del Agua, la energía social comenzó a desacelerarse en su fluir: las personas fueron, poco a poco, destinando más tiempo a sus asuntos cotidianos e individuales; las asambleas y reuniones se volvieron esporádicas y la participación disminuyó. Se disipaba, poco a poco, el tiempo extraordinario de la rebelión en acto, el efímero momento de lo “impermanente” desplegado, de la energía vital fluyendo vigorosa y delineando cauces que dibujaban otras formas. Y ello ocurría, además, sobre una percepción colectiva de triunfo, de haber alcanzado en común el objetivo decidido de forma igualmente colectiva.
A estas alturas, el problema central del alcance del trastocamiento de las relaciones de dominación, aparece en forma de pregunta: ¿qué tanto de dichas transformaciones lograron “permanecer” o estabilizarse en el tiempo? Parece ser una interrogante cuantitativa: ¿cuánto cambiaron las cosas? Una posible respuesta, falsa por cierto, es la afirmación de que “todo quedó igual”, sostenida en el argumento de que, hasta ese momento, “no se habían producido cambios políticos de fondo”, sea lo que sea que tal expresión quiera decir.
En contraste con ello, y de acuerdo a la postura que defiendo, que entiende la auto-emancipación como trayectoria-itinerario orientado por aquello proyectado en común, la permanencia o más bien, vitalidad de la energía social detonada hasta entonces, en lapsos de tiempo “normal”, puede distinguirse si ponemos atención en, al menos, dos asuntos: a) la brusca manera en la que se trastocaron las relaciones de poder y dominación más inmediatas, más íntimas, más cercanas a la diversidad de colectivos humanos que pusieron sus fuerzas y sus cuerpos en los tiempos extraordinarios: diversas mujeres, vendedoras de los mercados y muchos hombres y mujeres vecinos de los barrios periféricos y periurbanos de la ciudad se sustrajeron a las redes de control político-partidario, dejando de ser clientes impotentes y mudos de profesionales de la decisión política; b) el dotarse de objetivos más amplios, a fin de continuar avanzando en la lucha por los objetivos ya pergeñados en común, al comenzar a notar la férrea y densa fuerza de la coherencia en el entramado legal y el andamiaje institucional del poder del capital y del Estado. Así, la “permanencia” o vitalidad de la energía social derrochada durante la rebelión no buscó “permanecer” pretendiendo que, o bien tales tiempos extraordinarios se prolongaran indefinidamente asumiendo la misma forma; o intentando dar cuerpo a alguna estructura que, de ninguna manera podría ser lo mismo que lo anterior, alcanzando a ser únicamente y en el mejor de los casos, su hipotética re-presentación instituida.
Es evidente que nadie podía quedarse en los bloqueos, en las asambleas y en los levantamientos indefinidamente. La potente energía social generada en tal cúmulo de acciones, sin embargo, no se disipó ni se evaporó así nomás. Más bien, por un lado, se filtró hacia el nivel estructural de la realidad, desparramándose por el tejido social y ocasionando la alteración sistemática y variada de múltiples prácticas cotidianas, inmediatas, pequeñas pero significativas de dominación y poder. La imagen para comprender esto se asemeja más a la erosión que el agua produce en lo sólido cuando se filtra lentamente entre las fisuras que lo desgastan. Por otro lado, esa misma energía se abrió paso hasta convertirse en nuevo horizonte utópico, senda por la cual seguir avanzando: recuperar SEMAPA como propiedad social sujeta a control social y, posteriormente, asamblea constituyente sin intermediación partidaria para construir el país en el que queremos vivir.
Así, si asociamos lo “permanente” a lo sólido, lo material, lo tangible o lo estructurado, es decir, a lo ya configurado, la potente y volátil energía social generada durante la rebelión, efectivamente no “permaneció”; es mera impermanencia. Sin embargo, si entendemos que dicha energía social es, ante todo, la capacidad sostenida de y para desconfigurar y re-configurar, de manera variada y en múltiples niveles las relaciones de dominación y explotación y el orden social, entonces notamos que tal fuerza permanece aunque cambia su manera de exhibirse, su modo de presentarse: establece un itinerario, marca un ritmo. Una manera de nombrar ese modo cambiante de la permanencia –no única ni necesariamente estructural– de la capacidad colectiva de transformación social bajo diversas presentaciones, es mediante el término perseverancia.
Antes de continuar, resumamos esquemáticamente lo hasta aquí afirmado para el caso concreto de Cochabamba en 2000: la transformación simbólica y material –parcial– que se logró en los momentos extraordinarios de la rebelión social desplegada, se replegó sobre sí misma, pero no hacia el estado de orden y dominación anterior. Más bien, se dirigió nuevamente hacia la dimensión utópica impulsando nuevos deseos colectivos que expandieron el horizonte utópico y delinearon nuevos itinerarios; y, al mismo tiempo, se derramó hacia el nivel estructural de la realidad erosionando lentamente su antigua forma al momento de alterar las más básicas fuerzas de sujeción y dominación. No se volvió a lo mismo que antes. La rebelión marcó un antes y un después: perseveró.
III
Llegado a este punto quizá lo que convenga, en vez de preguntarnos explícitamente por los modos o imágenes de auto-regulación de la vida social, sea reflexionar acerca de los caminos posibles para “conservar” o mantener el sentido más profundo de lo alcanzado por la energía social desplegada en la rebelión.
En primer término, vale la pena insistir en que la energía de la rebelión no se disipa ni de forma instantánea ni de manera total, y que la manera de conservarla no consiste en pretender que continúe en su despliegue extraordinario, ni en obsesionarse por su institucionalización. Más bien, considero que la cuestión central de su conservación está en empujar perseverantemente su flujo hacia los espacios y dimensiones de la realidad por donde puede abrirse paso, manteniendo el sentido profundo del que se ha dotado en los momentos más turbulentos. Se trata, en cierta medida, de empecinarse por contar con un itinerario, es decir, un fin colectivo que oriente los pasos comunes en el tiempo.
Tales esfuerzos, por lo general, son desconocidos, rechazados y devaluados por los profesionales de la decisión política de cualquier tendencia, por aquellos impostores y ventrílocuos que están ahí para intentar embridar el movimiento social y su energía de tal manera que éstos reditúen a sus fines particulares. Aquellos a quienes les repugna toda acción de autoemancipación que no pueda ser directamente controlada, dirigida, usufructuada o “padroteada” por ellos, se esfuerzan por establecer la inutilidad y falta de futuro de los enérgicos y muchas veces lúdicos espasmos de energía social protagonizados directamente por la gente que vive por sus manos. Pienso, sobre todo, en lo que muchas voces dicen sobre la rebelión en Oaxaca en 2006; o en el escarnio que desde el gobierno de Bolivia se hace contra quienes, con sus propias fuerzas y pensando con su propia cabeza, intentan impulsar el así llamado “proceso de cambio” más allá de los límites institucionales fijados desde arriba. “No consiguieron nada”, “no sirvió de nada porque no era una lucha organizada”, “todo se perdió”, se dice acerca de la enérgica rebelión oaxaqueña. “Es delirante intentar algo más o distinto a lo que nosotros hemos de concederles” dicen desde los balcones del Palacio Quemado en La Paz. Ésas son algunas de las valoraciones que escuchamos por parte de los más fervorosos creyentes en todo tipo de instituciones, jerarquías y mandos. Ocurre entonces que, sobre todo tras una derrota militar de la rebelión, o incluso en momentos de aquietamiento de su avance, la propia gente que protagoniza la rebelión y que en su fuero interno reconoce y sabe, íntimamente, que muchas cosas están trastocándose, no encuentra ni las palabras, ni los argumentos, ni los marcos explicativos para expresar aquello de lo que está seguro: la insustituible validez y utilidad de su rebelión –en tiempos extraordinarios– y de su voluntad común de profundizar sus logros –en tiempos normales de lo cotidiano.
Por tal razón conviene esbozar algunas nociones más precisas sobre qué puede significar, a nivel social, “cambiar de estado”; lo cual es una vía para discutir y disputar los criterios de valoración e intelección de las acciones de rebelión social.
De acuerdo a la definición que establecimos anteriormente: un estado es una configuración más o menos estable de energía, forma y estructura; de tal suerte que “cambiar de estado” consistiría en que una configuración diferente, distinta de la primera alcanzara estabilidad y lograra, ahí sí, permanecer. Notar, no está de más insistir, que cuando se habla de estabilidad, aludimos a que lo que permanece es la configuración, no a alguno de sus elementos de manera aislada. Ahora bien, dado que los cambios de estado nunca ocurren de manera discreta, sino que entre uno y otro intermedia un tiempo de transformación, generalmente inestable, esto es, no homogéneo, donde se alternan nuevas turbulencias y nuevos períodos de calma, de lo que se trata es de mantener la atención puesta en el sentido de la transformación en marcha, precisando su significado y perseverando en su impulso. No existe, hasta ahora, ningún punto de bifurcación a partir del cual se establezca el sentido de la transformación como irreversible. Al menos no hasta ahora.
Bajo los supuestos anteriores, lo más importante no consiste en pensar cómo estabilizar lo que se alcanza en algún momento específico del tiempo, sino en la manera cómo se persevera en la desconfiguración del estado de cosas anterior, a fin de, tendencialmente, producir variaciones significativas en términos de su forma, de la figura que diagrama la energía que fluye dentro suyo; lo cual implica, además, erosionar parcial pero sistemáticamente, aquí y allá, las viejas estructuras de dominación y explotación, alterando lo más posible su arquitectura, su orden interno y sus procedimientos: la rígida manera en la que es sujetada la energía vital bajo la figura de dominación/explotación anterior.
Así, perseverar en el impulso hacia el “cambio de estado” significa, básicamente, trastocar abruptamente cuando sea posible, y si no poco a poco, de forma sistemática aunque parcial, las formas y estructuras de la vida colectiva, a partir de la recuperación y el despliegue autónomo de la energía vital de la creatividad, la cooperación, el trabajo y la dignidad. Estas nociones pueden dar pistas acerca del “sentido de la variación” aunque soy consciente de que se necesita muchísima más precisión. He mencionado ya que en los momentos de rebelión social, por lo general la energía desatada que se niega a discurrir por los cauces normales de afianzamiento de la dominación y la explotación, recupera para sí alguna perspectiva utópica: establece un deseo susceptible de generalización que detona distintas, variadas y polifónicas acciones comunes, no idénticas aunque sí compatibles. Al perseguir perseverantemente dicho fin, si la fuerza colectiva alcanza a producir un quiebre de dimensiones considerables, esa energía rompe, trastoca y pone en crisis elementos fundamentales del orden simbólico anterior; esto es, erosiona o modifica paulatinamente la forma hasta entonces aceptada como válida de hacer las cosas, de tomar las decisiones, de organizar la vida y el disfrute. Tal tendencial trastocamiento en la dimensión simbólica dominante –erosión continua podríamos llamarle–, que modifica hasta cierto punto la forma de las relaciones sociales, se ve contenido y jaloneado por el peso de la dimensión material de la realidad, por la rigidez estructural de lo instituido o por la coherencia instituida de lo estructurado –normatividad, andamiaje administrativo y burocrático, jerarquizaciones adheridas a los tipos de conocimiento, habilidades necesarias, etcétera.
Más o menos hasta aquí, es hasta donde podemos guiarnos –esquemáticamente– a través del estudio de diversas experiencias de rebelión y revolución social que hemos conocido a lo largo de la historia. Es en ese punto cuando, en prácticamente todos esos casos, notamos una especie de peso agobiante de lo inerte, un agotamiento de la fuerza de la transformación que parece rendirse ante la fuerza centrípeta de lo instituido, ante el peso de sus exigencias, ante la dificultad de volver a dar forma a la vieja materia.
En tales circunstancias ocurren, por lo general, dos cosas: por un lado aparecen los que defienden la postura de la “consolidación” –fijación de lo avanzado y, por otro, están aquellos que se empecinan o perseveran en buscar caminos para la profundización del trastocamiento alcanzado. Sin herramientas teóricas, con frecuencia los perseverantes caen en fenómenos de repetición y se enquistan.
Ésa no es la única salida. Entendiendo la importancia de la continuidad de la energía vital, y también la resistencia que a su flujo opone la materia estructurada, quienes a través de sus acciones de rebelión e impugnación al orden de dominación/explotación existente generan y alimentan dicha energía, pueden perseverar tanto en el trastocamiento y subversión, mucho más general, del orden simbólico; como en la erosión y debilitamiento de las estructuras e instituciones materiales de sujeción más inmediatas, cotidianas, pequeñas. Es ahí donde se perseverará en el trayecto-itinerario hacia el “cambio de estado”. No como salto discreto sino como constante y perseverante acción de desconfiguración-reconfiguración.
Proponerse en tales momentos la “construcción de lo nuevo”, ambicionándolo o imaginándolo como redefinición de todo lo existente en los niveles de la forma y la estructura es altamente paralizante por imposible. Pero detener la función utópica y pretender “consolidar lo avanzado” por miedo a que se disipe lo “impermanente”, esto es, la fuerza de la rebelión en acto, es bajar la cabeza y ceñirse a las fuerzas de la conformidad: conservación de las formas –y de las estructuras– de la dominación.
Los que razonan a partir de la estabilidad y que operan en la defensa de los privilegios que obtienen a través de ella, suelen comprometerse con imágenes discretas de “cambio”: cuando ellos están arriba suponen que el cambio se produjo. En contraste con ello, reflexionando desde la noción de continuado tránsito de un estado a otro, y sin desdeñar el enorme peso de la inercia de aquello a transformar; el trastocamiento de las relaciones de dominación/opresión consiste, ante todo, en la perseverancia rítmica e intermitente –que no permanencia estructural– de la energía social que en su fluir en formas y formato distintos a los de la opresión/dominación anterior, por un lado, desconfigura, reduce y descompone las anteriores figuras y diagramas de la explotación/dominación y, por otro, erosiona, diluye y trastoca las estructuras materiales, normativas e institucionales de dichas relaciones de explotación/ opresión.
Falta afinar mucho más todos los razonamientos anteriores que, confío, tendrán alguna resonancia en las personas que han puesto sus ganas y sus cuerpos para transformar el mundo que hoy habitamos. Por lo pronto y para finalizar, presentaré unos breves apuntes que contienen algunos elementos que se discutieron a fines de 2000 en Cochabamba en torno a los caminos para re-apropiarse socialmente del agua y de la empresa que la potabilizaba y la distribuía.
IV
Mencioné al comienzo de este trabajo que en Cochabamba en 2000, una vez que pasaron los momentos más intensos de rebelión social, de despliegue explícito del antagonismo social, cuando se rompió el contrato de concesión del agua y su gestión otorgado a la trasnacional Bechtel, y la población urbana y rural ocupó la empresa de potabilización y distribución de agua potable (SEMAPA), se abrió un largo proceso de deliberación colectiva para decidir, en común, los nuevos pasos a emprender. Se presentó entonces un primer conjunto de problemas sobre qué hacer, cómo operar y qué rumbo imprimir a la gestión del agua en esa región, buscando no sólo dar solución a la tradicional escasez de agua y a la ineficiencia de los servicios anteriormente municipales, sino ante todo, empeñándose en modificar la manera de llevarlo a cabo. SEMAPA era, hasta antes del contrato de concesión –roto por la movilización–, una empresa municipal descentralizada con patrimonio propio y autonomía limitada de gestión. Ése era el modo en que estaba codificado, bajo las reglas todavía vigentes, el estatuto legal de la empresa. Dicha figura legal no es sólo un enunciado que pueda borrarse de manera inmediata, es más bien, el modo como se establece en el lenguaje un conjunto de principios, procedimientos, prescripciones y límites que fijan, conservan y protegen el viejo orden de las cosas, manteniendo las prerrogativas y facultades de decisión real sobre los asuntos colectivos, en el armazón administrativo y burocrático que organiza las relaciones sociales de dominación y poder. Así, si de lo que se trataba, una vez ocupada la empresa por la población, era de “hacerla servir”, de trastocar el modo de su funcionamiento, había que deliberar y decidir sobre la manera de llevar eso a efecto. Eso fue lo que se hizo. Un equipo de personas investigó el conjunto de leyes y reglamentos que regían la manera de operación de SEMAPA y difundió en los barrios y mercados lo que había averiguado, poniendo énfasis en la red de trabas y complicaciones que impedían que la empresa cumpliera lo que desde los barrios se consideraba adecuado. Así se abrió la discusión acerca de la urgencia de modificar el “status jurídico” de SEMAPA: de una empresa municipal con autonomía de gestión parcial, y en realidad verticalmente dependiente de las decisiones políticas tomadas por el Poder Ejecutivo, era necesario pasar a “otra cosa”. En julio de 2000, una vez asumida colectivamente la urgencia de modificar la figura legal de la empresa, tras discutir el punto en reuniones, foros y en numerosos programas de radio; se convocó a la población en general, a los barrios, gremios, comités, sindicatos e individuos a presentar sus ideas en torno a qué hacer en relación a tal problema. El tema era, sintéticamente, qué figura de propiedad conviene darle a la empresa que recuperamos en común.
De esa manera llegaron a las oficinas de la Coordinadora del Agua un gran número de propuestas, unas más ordenadas y extensas, otras más limitadas y solamente esbozadas. Además, durante todo ese tiempo visitaron dichas oficinas muchísimos grupos sociales para, más bien, conversar en torno al problema pues no tenían muy claro cómo formular sus ideas. Finalmente en agosto de 2000 se llevó a cabo un foro mucho más amplio –una “reunión grande”– para discutir lo relativo a las formas posibles de propiedad y gestión del agua en la región. Lo siguiente, es una glosa del documento que algunos presentamos entonces como una más de las propuestas:
La propiedad social es una forma en la cual todos los componentes de la colectividad que comparten fines y valores comunes (una comunidad, la nación), tienen derechos de propiedad sobre un bien; el acceso a la empresa o a los bienes está regida por la satisfacción de necesidades no por la obtención de ganancia y todos los miembros participan en la gestión del bien o la empresa. Ejemplos de estas formas de propiedad social son la propiedad de tierras comunales, los sistemas de riego tradicionales, las instalaciones de uso común producidos colectivamente en los barrios, los comités de agua, etcétera.
La propiedad social siempre va asociada al control social sobre el bien o la empresa, que consiste en que los miembros que son depositarios del derecho de propiedad ejercen directamente autoridad sobre la empresa; esto significa que quienes definen la orientación general, las políticas administrativas, los gastos y beneficios, las relaciones internas entre trabajadores y técnicos, etc., son los miembros de la colectividad dueña de la empresa.
Esta tentativa definición de “propiedad social” se contrastaba con otras formas de propiedad existentes en la ley boliviana: privada, pública-estatal y corporativa. Además, se relacionaba cada una de estas formas de propiedad con específicas maneras de gestión: la propiedad privada y corporativa con procedimientos gerenciales, jerarquizados y verticales; la propiedad pública-estatal con modos clientelares y burocráticos y, en contraste con todo ello, se asociaba a la propiedad social la noción de “autogestión”:
La autogestión es una forma de propiedad y de control social que presenta varias características económicas:
1. Es una empresa que produce algún tipo de bien o servicio de carácter público, es decir, que genera un bien que está a disposición general de la población.
2. La producción del bien público tiene por objetivo satisfacer algún tipo de necesidad social pero, además, la satisfacción de esa necesidad no está guiada por la ganancia o el lucro. Esto significa que no es una empresa que esté regida por la rentabilidad empresarial aunque pueda hacer uso del intercambio mercantil. Lo central de su actividad económica es que rige la función productiva y el abastecimiento de bienes materiales, bajo parámetros de tipo comunitario, asociativo y ético.
3. Es un tipo de empresa que utiliza modernos sistemas tecnológicos capaces de darle competitividad, pero a la vez somete a estos sistemas tecnológicos a una reapropiación y modificación productiva por parte de los trabajadores que se hacen cargo de ella.
4. Fomenta y se sostiene sobre el trabajo colectivo y voluntario, sobre la solidaridad y el compromiso de todos con el bien público.
5. Es una forma de gestión que se alimenta de los conocimientos colectivos. En la medida en que es la colectividad en su conjunto quien asume la responsabilidad del destino de la empresa, sus saberes antiguos y nuevos, sus recomendaciones, sus pautas de mejoramiento y de mayor rendimiento son recuperados para el desarrollo de la propia empresa.
6. Dado que es una empresa sin fines de lucro pero altamente eficiente, los réditos que obtiene pueden ser reinvertidos en la propia empresa, en su ampliación a otras áreas productivas o destinados a otros usos en función de la decisión de los propietarios comunes.
Tal como puede verse, en el documento se presentaban ideas acerca de cómo podrían hacerse las cosas. Sin embargo, todo esto no era sino una propuesta, un horizonte hacia donde caminar. Se deliberaba, entonces, sobre la pertinencia o no de tal horizonte y, sobre todo, se decidían en común los pasos para llevarlos a cabo. Se trataba pues, de diseñar en conjunto, de manera común, un camino compartido por dónde seguir avanzando. No se intentaba establecer la manera en que tal o cual cosa debería ser construida, aunque sí brindar la mayor cantidad de elementos sobre cómo podría ser posible lo que se proponía al juicio y decisión colectivos. En tal sentido, el documento mencionado abunda:
En términos de administración la autogestión se caracteriza por:
1. Un control directo de los propietarios y usufructuarios de la empresa sobre la administración, los fondos, el sistema técnico, las inversiones, las ganancias, las tarifas, los precios, los salarios, etc. Sin embargo, dado que las empresas autogestionarias abarcan a numerosos miembros de la colectividad que no pueden reunirse permanentemente para tomar las decisiones, se requiere de un sistema de organización y representación asambleístico, que mantenga el poder en las asambleas de base y delegue funciones meramente administrativas y consultivas a los representantes.
2. Tiene a la asamblea general y a las asambleas locales de todos los propietarios y usufructuarios, y a las asambleas de trabajadores de la empresa, como órganos de máxima autoridad donde,
a) Se toman las decisiones más importantes para la empresa: inversiones, gastos, tarifas, proceso laboral, administrativo, etc.
b) Se elige a los representantes para asambleas regionales y para el directorio bajo las siguientes modalidades:
• Estos representantes pueden ser revocables en cualquier momento. Esto significa que no existe autoridad que ejerza funciones a plazo fijo.
• Los representantes a las asambleas regionales y del directorio acceden a un estipendio decidido colectivamente por las asambleas locales. Esto significa que los representantes son servidores públicos y que no usan su cargo para enriquecerse.
• Los representantes y miembros del directorio elegidos colectivamente responden de sus decisiones ante las propias asambleas que los eligieron.
Este documento, queda claro, recupera muchas de las ideas y anhelos de la añeja tradición consejista y de lo que habíamos aprendido en decenas de reuniones en los barrios y pueblos cochabambinos. La novedad en él consiste, en todo caso, en que no se entendía a sí mismo, ni se proponía en las asambleas, como una línea fija a seguir; más bien, se empeñaba en aclarar diversos conceptos y significados para, ante todo, promover la deliberación y el acuerdo. Así, la tendencial e incipiente posibilidad de autorregulación de la vida pública que se gestaba entonces en Cochabamba, se centraba en contar con propuestas e ideas –como la citada–, para colectivamente diseñar una ruta por dónde encaminar las cosas. La práctica perseverante de la función utópica servía, sobre todo, para impulsar la apertura a la continuación del flujo de la energía vital de la sociedad, empeñada en ir trastocando las relaciones de explotación/opresión ya fuera a pasos largos o poco a poco, según las circunstancias y las posibilidades. Era pues, ante todo, una más de las múltiples acciones colectivas para marcar ritmos de avance en el tiempo, para perseverar en un itinerario de autoemancipación deliberado y asumido en conjunto. De esa forma, poco a poco, se gestó capacidad común de autorregulación.
San Ángel, México, D.F., noviembre de 2009.
Bibliografía
Gutiérrez Aguilar, Raquel, 2006, ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social, Juan Pablos-CEAM, México D.F.
________, 2009, Los ritmos del Pachakuti|, Levantamiento y movilización indígena-popular en Bolivia (2000-2005), Bajo Tierra Ediciones/Sísifo/ICSyH, BUAP, México, D.F.
Gutiérrez Aguilar, Raquel, et al., 2008, Nosotros somos la Coordinadora, Fundación Abril/Textos Rebeldes, La Paz.
Gutiérrez Aguilar, Raquel y Álvaro García, 2000, “¿Hacia dónde llevamos a SEMAPA?” en Olivera, Óscar, (2000), Archivo personal.
Tapia,Viaña, Hoffmann y Rozzo, 2003, La reconstrucción de lo público, Movimiento social, ciudadanía y gestión del agua en Cochabamba, AOS-IUED, La Paz.

I. De los desafíos y los nudos
Ana Esther Ceceña
Al concepto de progreso hay que fundarlo en la idea de catástrofe.
La catástrofe consiste en que las cosas “siguen adelante“ así como están.
No es lo que nos espera en cada caso sino lo que ya está dado en todo caso.
WALTER BENJAMIN, Tesis sobre la historia y otros fragmentos.
Sufrimos y aguardamos, esperamos y vamos a la deriva porque no queremos gobernar ni ser gobernados, porque no tenemos cargos que ocupar ni queremos cargo alguno. Simplemente quremos ser hombres, nada más que hombres. Pero vosotros nos dáis un Estado, por encima de nosotros ponéis unos gobernantes, constituís obispados y creáis al Papa.
RET MARUT (BRUNO TRAVEN), En el estado más libre del mundo.
El capitalismo no es un sistema organizado para el bienestar de la humanidad, sino para la competencia y la ganancia. La situación de emergencia en que ha colocado a la humanidad no es producto de un desvío sino del perfeccionamiento paulatino de sus capacidades para alcanzar los objetivos que lo guían. No tiene condiciones ni pretensiones de solucionar “los problemas de la humanidad“ que él mismo va creando y ampliando a su paso, sino de perfeccionar los mecanismos de disciplinamiento social y de extracción de plusvalor, los mecanismos de concentración de la riqueza y el poder.
La destrucción de la naturaleza mediante su clasificación (taxonomía) y ordenamiento por un lado y su uso exhaustivo en función de la ganancia por el otro, en ocasiones destruyendo selvas para ampliar la frontera ganadera, en otras saqueando unilateralmente las especies valiosas, y muchas más simplemente atravesándolas con carreteras o privilegiando la explotación de los recursos del subsuelo, ha llegado a niveles de emergencia ecológica.
Actualmente sólo el 30% de la superficie de la Tierra (4 mil millones de Has) está cubierta de bosques y selvas, de las cuales sólo el 36% son bosques primarios, mientras que los bosques modificados, ésos de los que habla Scott (1998), ya alcanzan el 52.7% del total. Aunada a esta transformación o empobrecimiento genético de los bosques, el descenso en términos absolutos alcanza los 13 millones de Has anuales, con las mayores pérdidas netas en América y África. En el mundo, las existencias de carbono en la biomasa forestal disminuyeron en 1.1 gigatones (Gt) de carbono anualmente entre 2000 y 2005, a causa de la deforestación y la degradación forestal continuadas (FAO, 2006).
El deterioro o mutación de los climas, en gran medida derivado de la deforestación y la excesiva emisión de contaminantes al ambiente, está provocando un derretimiento de los polos y los glaciares, así como el cambio en las corrientes marinas.
El siglo XX ha sido […] un período dramático de retraimiento glaciar en casi todas las regiones alpinas del globo, con una pérdida acelerada de glaciares y campos gélidos en las últimas dos décadas. La primera fase del retraimiento glaciar estuvo asociada con efectos de la Pequeña Era Glaciar que culminó en el siglo XIX. Se correspondió con un calentamiento de 0.30C durante la primera mitad del siglo XX en el Hemisferio Norte 240 a 400N). En los últimos 25 años, un segundo efecto de calentamiento de 0.30C provocó que las temperaturas del Hemisferio Norte se elevaran a niveles sin precedentes comparados con los últimos 1000 años. La década de los noventa fue la que registró las temperaturas más elevadas del milenio, y 1998 fue el año más cálido del milenio (World Wild Foundation (WWF), 2005: 1. Traducción AEC).
[…] el área global de glaciares ascendió a entre 6 000 y 8 000 km2 en el período de 30 años entre 1961 y 1990.
[…] más de un cuarto de la masa glaciar global de montaña podría desaparecer hacia 2050 y más de la mitad podría perderse hacia 2100.
[…] la mayoría de los glaciares en la región de los Himalaya “se desvanecerá en los próximos 40años como resultado del calentamiento global“ (WWF, 2005:2. Traducción AEC).
En un planeta donde el 99.7% del agua es salada y del 0.3% restante el 70% se encuentra en forma de glaciares, el calentamiento de la Tierra amenaza con propiciar una transformación de los fenómenos geofísicos de enormes proporciones. Si a esto se agrega la altísima contaminación de yacimientos subterráneos y superficiales, y el desperdicio y el uso del agua para generar energía, la situación parece estarse acercando a un límite que podría ser irreversible. De acuerdo con datos de la onu, las especies de agua dulce disminuyeron entre 1970 y 2000 en un 47% aproximadamente (ONU, 2006: 15). Los humedales han sido fuertemente afectados y ya no tienen condiciones de disminuir los efectos de los huracanes sobre tierra firme. La construcción de presas fragmenta las cuencas fluviales y modifica su relación con el medio ambiente, provocando la huida de especies o su extinción. Si la contaminación sigue el mismo ritmo de crecimiento que la población, en el año 2050 el mundo habrá perdido 18 000 km3 de agua dulce, o sea una cantidad casi nueve veces mayor que la utilizada actualmente cada año para el regadío (ONU, 2005).
Todos estos daños a la naturaleza, evidentemente, no son sino un indicio de catástrofe social en la que se encuentra el mundo en los inicios del siglo xxI. Pueblos enteros son desvastados con hambrunas inconcebibles, son borrados de la faz de la Tierra por tsunamis o huracanes, son gravados con deudas impagables, son llevados en muchos casos a la precarización casi absoluta, son expulsados (o amenazados de expulsión) de sus territorios ancestrales, se les cortan los caminos y las fuentes de agua, se les arrebatan sus bosques…
Y ante la resistencia de los pueblos el capitalismo desata la guerra. Una guerra multidimensional que se apodera de todos los espacios de decisión, que fija reglas y las violenta, y que busca paralizar cualquier intento de libertad. Una guerra que se tiende sobre la sociedad en capas envolventes que cada vez son más amplias y profundas.
Penetra la esfera privada mediante la incentivación al consumo de historias de guerra o de perversión, producidas por una poderosa industria de cine casero, que provocan desconfianza, miedo y un vaciamiento de sentidos que llevan al aislamiento; o, a la inversa, entusiasmo por reproducir en el entorno propio las acciones de los vencedores, provocando profundas alteraciones en las relaciones comunitarias. Crea una normatividad supranacional en el terreno de la seguridad, imponiendo leyes antiterroristas que convierten a cualquier ciudadano en sospechoso, y que ponen los recursos mundiales a disposición de los poderosos. Las bases militares se multiplican (Ceceña, 2006a y Ceceña y Motto, 2005). La tortura se legaliza, y la impunidad contrainsurgente se suma a la rapiña indiscriminada. Las fronteras y los guetos tienden a ser reforzados,4 y el mercenarismo se convierte en política de Estado.
Lo que el capitalismo del siglo xxI ofrece es inseguridad en todos los ámbitos de la vida. Empleos esclavizantes, humillantes, alienantes; que chupan la creatividad; que arrancan la dignidad. Empleos que reproducen y multiplican la subordinación. Y ya ni siquiera son suficientes. No ofrece eliminar la pobreza y las carencias, porque ellas son producidas por la dinámica contradictoria que marca las rutas del progreso. El avance tecnológico, que ha permitido organizar procesos productivos en escalas planetarias, es la base de una racionalización normativa general que impone leyes y sanciones atendiendo a los intereses, concepciones y capacidad de negociación de los poderosos del mundo. Adicionalmente, el avance tecnológico, en vez de contribuir a resolver carencias y necesidades, las incrementa junto con sus capacidades de apropiación de la naturaleza; el éxito capitalista en dominar la naturaleza deriva en expulsiones, despojos, desestructuraciones comunitarias y fragmentación social de pueblos enteros, que se convierten en errantes absolutos, sin referentes y en riesgo de perder sus condiciones de reproducción, sus sentidos colectivos y su societalidad en los casos en que se mantiene viva. Mientras más exitoso es el capitalismo, mientras más progresa, más vaciamiento produce, más expropia las condiciones de vida de la humanidad y más destruye la naturaleza. Son tendencias que le son inmanentes.
Los esfuerzos en sentido contrario: de recuperación de la naturaleza, de control de los climas, de alivio a la pobreza extrema y otras similares son, a juzgar por los resultados, insuficientes y redundantes.
La larga lucha de los pueblos y sociedades enteras por mantenerse vivos, por conservar sus espacios, sus percepciones del mundo cósmico, sus formas de entender la vida y de vivir las relaciones sociales, que los ha llevado a recrearse en los intersticios y en los subterráneos, hoy exige su aparición abierta y decidida frente a la amenaza de cataclismo en que el capitalismo ha colocado al planeta.
La mayoría de estos movimientos, si bien de acuerdo con sus visiones específicas comparten la idea de un tiempo de doble dimensión. Las expresiones de vida singulares concretas son así concebidas como materializaciones efímeras y finitas, como pequeños momentos, de una existencia mayor que se va desenvolviendo circularmente a través del tiempo lineal. La angustia por el final o por la muerte no son propias de las culturas no capitalistas, que conciben la vida desde la perspectiva de un colectivo complejo mayor. La unidad de vida está relacionada con la interacción de tres niveles: el cosmos, el mundo y el inframundo, que apela ineludiblemente a una vida colectiva en la que se superponen los planos de la historia y conviven pasado, presente y provenir. Está relacionada también con la capacidad de transmutación, de herencia y regeneración o reencarnación de existencias superiores, que pueden identificarse como existencias culturales. La vida está referida a una existencia espiritual porque concierne a las dimensiones cosmogónicas, históricas y culturales que han orientado a la constitución de cada pueblo. La finitud de los entes singulares, su impermanencia, es compensada con la relativa infinitud de los entes colectivos.
Desde perspectivas como éstas, es posible que un evento de catástrofe ecológica mayor como el que parece estarse avecinando –si no hay acciones que lo impidan– pueda quizá ser relativizado. No obstante, aun en esos casos, nada autoriza a pensar en continuidades recuperables en un remoto resurgimiento de la vida en el planeta, que seguramente tomaría algunos millones de años en ocurrir. Incluso las existencias más alongadas se encontrarían ante un acontecimiento terminal que violentaría su posible permanencia.
La gravedad de esta amenaza ecológica ha conducido a las propias instituciones capitalistas a incorporarla en sus agendas prioritarias. El Banco Mundial, la OCDE y la ONU con sus diferentes organismos se han preocupado por diseñar políticas que detengan o en algunos pocos casos reviertan los daños causados, y por destinar recursos a lo que consideran medidas de protección, conservación o aprovechamiento sustentable de la naturaleza que, no obstante, no tienen posibilidades de resolver el problema. No se puede esperar que las instituciones capitalistas actúen en contra de sus propios fundamentos y estos esfuerzos, encaminados a encontrar un modo menos predatorio de apropiación de la naturaleza, mantienen su finalidad de apropiársela, racionalizar su uso y hacer sustentable su explotación en términos de una rentabilidad aceptable, que no destruya la totalidad de los ecosistemas, pero sí que los ordene o privilegie la extracción de especies valiosas sin llegar a la extinción –por lo menos no en los casos de especies valiosas y útiles–, aunque sí alterando su equilibrio y composición. Es decir, el capitalismo no se va a negar a sí mismo. Primero provocar un cataclismo que renunciar a la ganancia y al ansia apropiadora que le es inmanente. Sus propuestas de sustentabilidad son simplificadoras, y en esa medida agravan la situación del medio ambiente, así como sus avances en organización de la producción agravan la situación social y multiplican la desposesión y la miseria.
Es aquí donde las observaciones de Immanuel Wallerstein sobre el funcionamiento del sistema, sus contradicciones y rupturas potenciales lo llevan a caracterizar el momento actual como de bifurcación civilizatoria. De una manera o de otra, los pueblos, los movimientos, los sentidos colectivos se orientan hacia la necesidad de reorganizar la vida sobre otras bases y con otras normas de funcionamiento; partiendo de otras concepciones y principios; de acuerdo con prácticas distintas, en parte arrastradas, repetidas y mejoradas a lo largo de la historia de las resistencias, en parte inventadas con la mirada de un presente de emergencia y crisis.
No obstante, una bifurcación, una transformación con este carácter civilizatorio, que coloque las relaciones hombre-naturaleza, objeto-sujeto y sujeto-sujeto en un plano dimensional y epistemológico diferente, que subvierta los fundamentos de la sociedad capitalista y no solamente los acote, supone un total cambio de mentalidades y prácticas que no ocurre en lo inmediato, sino en el transcurrir lento de las relaciones intersubjetivas.
Por ello el nudo central del desafío de nuestros tiempos se podría describir como:
Sin salidas dentro del capitalismo pero con serias dificultades para salir del capitalismo.
Porque, como señala Foucault, el poder es algo que circula y se reproduce en todos los ámbitos, incluido el de la forma Estado:
El individuo no es el vis-à-vis del poder. El individuo es un efecto del poder y al mismo tiempo, o justamente en la medida en que es un efecto suyo, es el elemento de composición del poder. El poder pasa a través del individuo que ha constituido.
El poder funciona y se ejerce a través de una organización reticular. Y en sus mallas los individuos no sólo circulan, sino que están puestos en la condición de sufrirlo y ejercerlo; nunca son el blanco inerte o cómplice del poder, son siempre sus elementos de recomposición (Foucault, 1996:32).
Salir del capitalismo implica abandonar las prácticas sociales que le son propias. Mucho más que la llamada “toma del poder”, que involucra el diseño de políticas generales, pero que no elimina las instancias reales de poder económico y político; mucho más que el cambio de propietario formal de los medios de producción; salir del capitalismo supone la implantación de nuevos códigos de comportamiento social, la transformación (en vez de la toma) de lo político, y la construcción correspondiente de nuevas institucionalidades. Supone disolver las fronteras de particularización de las distintas dimensiones de organización de la vida, y politizar, o dejar que fluya la politicidad de los colectivos sociales, en todos los ámbitos, sin límites. Supone una comprensión descentrada de la complejidad vital de la que los humanos forman parte, para restablecer la relación entre la maraña y el árbol y romper los diques de separación entre naturaleza y sociedad. Supone repensar el lugar de los hombres en el mundo y del mundo en el cosmos, y desarrollar la intersubjetividad como práctica cotidiana para ir encontrando los significados colectivos, vitales, de la praxis social y de los entendimientos del mundo.
Este proceso es necesariamente de construcción de saberes, pero de saberes colectivos. Exige decisión, voluntad política y sujetidad, pero no sólo; exige también paciencia, tenacidad, construcción, experimentación, aprendizaje, descubrimiento e invención. Tejer, construir entramados y deconstruir relaciones mientras se arman otras nuevas. Exige “caminar al paso del más lento” “porque se va lejos”. Exige una refundación del individuo y la comunidad.
Un proceso de transformación de esta envergadura no admite repeticiones ni parcialidades. Exige subvertir desde lo más profundo los fundamentos de la sociedad y la manera en que fueron implantados. Supone la decisión de subvertir las inercias. De “hacer” en vez de “ser”, como diría Holloway. Supone un dislocamiento total, una completa refundación de la vida social y de los imaginarios. Supone, y éste es el segundo nudo:
Lograr que los vencidos de hoy no sean los vencedores de mañana.
El desafío de crear una sociedad sin vencedores ni vencidos, sin dominadores ni dominados, se enfrenta a la dificultad de modificar las prácticas políticas confrontativas a las que conduce la competencia, la impunidad del poder y la violencia de la represión.
La relación social utilitaria inmanente a una sociedad de competencia y propiedad privada, donde la desigualdad se encuentra legitimada por la libertad contractual, y los términos del contrato se rigen por el tipo y monto de propiedad de los participantes, la tendencia a pensar en la igualación de los términos de la ecuación como mecanismo de defensa, o incluso de creación de condiciones para lograr relaciones sociales más equilibradas o parejas, es casi ineludible.
“Al poder de los poderosos hay que oponer el poder de los revolucionarios, o de los subalternos para lograr una transformación de la sociedad”, parece ser un sentir compartido entre una parte de los movimientos sociales, intelectuales críticos y organizaciones de clase.
Atilio Boron, en este sentido, afirma:
No se construye un mundo nuevo, como quiere el zapatismo, si no se modifican radicalmente las correlaciones de fuerzas y se derrota a poderosísimos enemigos (Boron, 2003: 157-158).
[…] si bien es cierto que […] no basta con la toma del poder para producir los formidables cambios que requiere una revolución, también es cierto que sin la toma del poder por parte de las fuerzas sociales insurgentes los cambios tan ansiados no se producirán (Boron, 2003: 157-158).
Y, efectivamente, los enemigos que se oponen al cambio son muy poderosos hoy, pero su debilitamiento, o la equiparación de sus fuerzas con las de la resistencia, no necesariamente implican una disputa de poderes, a la manera de la triste carrera armamentista protagonizada por Estados Unidos y la Unión Soviética en el periodo de la guerra fría, como si se tratara de vasos comunicantes que tienden a equilibrarse con proporciones cambiantes, pero siempre sobre la misma medida total. Más bien habría que encontrarle otras rutas al problema, para restar poder a esos enemigos sin que necesariamente tenga que ser construido un poder equivalente para enfrentarlos.
No obstante, ya plantear el problema en términos de correlación de fuerzas lleva a una simplificación, que generalmente se realiza en aras de concentrarse en lo esencial, y que sacrifica justamente toda la riqueza de los procesos de resistencia. Implica obviar la complejidad social para moverse hacia el terreno bidimensional de la división del mundo en dos partes más o menos homogéneas y claramente enfrentadas. La visión abstracta que propone Marx al estudiar el antagonismo capitalista es trasladada así, sin mediación, al terreno de los procesos históricos reales, impidiendo ver las posibilidades y caminos que abre el concierto de actores en interrelación. Es la visión del árbol sin la maraña y la lluvia que lo hacen posible.
Incluso retomando la idea de la correlación de fuerzas, habría que aprender del arte de la guerra que teorizara Sun Tzu, para entender que no se trata de equilibrar fuerzas, sino de jugar con las asimetrías y las diferencias para hacer al enemigo cambiar de terreno.
Alcanzar cien victorias en cien batallas no es la suma de habilidades. La suma de las habilidades es dominar sin lucha al enemigo (Sun Tzu, 1999: 118).
Sin que sea necesario pelear, dice Sun Tzu, hay que encontrar el modo de rodearlo, de moverlo de terreno, de desmontarlo, de desorganizarlo, de socavarle las bases. Pero estas estrategias no confrontativas agregan elementos a la relación que provocan una modificación de la totalidad en cuestión, de manera que, intentando evaluar las condiciones de restablecimiento de la “correlación de fuerzas” resultante, se observa que en el proceso ha habido una transformación cualitativa, e incluso cuantitativa. Es decir, aun en un proceso de modificación de la correlación de fuerzas, de acuerdo con el principio de incertidumbre en que se sustenta la teoría del caos, el resultado final tendrá una composición distinta a la original. No se trata de un simple movimiento de fronteras recíprocas, sino de un entrelazamiento de prácticas que modifica también a sus protagonistas.
Pero, efectivamente, la idea de construir poder para enfrentar el poder es ampliamente compartida, y no será fácil convencer a sus proponentes de imaginar las cosas de otra manera, a pesar de que las experiencias históricas abogan por un cambio de estrategia, si no quiere reproducirse lo que se combate.
Emir Sader, a propósito de las discusiones en torno al Estado y la toma del poder, señala que:
… la idea es la de creación de un nuevo poder, ése es el tema esencial, y eso pasa por la opinión pública de las ciudades, por los medios de divulgación, la forma de articulación de influencias y alienación de la masa de la población. Entonces creo que el tema no es Estado o no-Estado. Nosotros tenemos fuerza moral, social, pero no tenemos ninguna fuerza política; no logramos que ningún centavo de dólar deje de circular en la esfera especulativa; no tenemos iniciativas políticas contra la guerra que cuajen; estamos discutiendo interminablemente qué empresas a cargo de la reconstrucción de Iraq vamos a boicotear. Cualquiera que sea, pero ya. Transformemos eso en fuerza concreta. Estamos perdiendo una temporalidad importante en el mundo (Sader, 2007: s/p).
Ahora bien, de dónde puede provenir nuestra fuerza concreta o cuál es la manera de construirla es ya un ámbito en el que las opiniones no son tan homogéneas. Si a esta fuerza se le puede llamar poder ¿no significa que los vencidos se transformen en vencedores? ¿Es suficiente para construir ese otro mundo que los rebeldes de hoy no tengan ya dominadores, porque ellos mismos hayan ocupado ese estrato en la sociedad?
John Holloway hace una distinción que intenta discernir entre lo que hoy se identifica claramente como el poder y lo que sería esa fuerza que puede permitir a los movimientos romper las barreras para avanzar en la construcción del nuevo mundo. Él distingue entre lo que llama el “poder-sobre”, que “…significa que la inmensa mayoría de los hacedores son convertidos en objetos del hacer, su actividad se transforma en pasividad, su subjetividad en objetividad” (Holloway, 2002:49), que tiende al aislamiento y a la ruptura de la “nostredad”, y que corresponde a lo que en general se entiende por poder; y el “poder-hacer”, que sólo ocurre en sociedad y que evoca la negatividad y la capacidad de decidir y rebelarse. En esta idea ambos son poderes, pero con diferente cualidad: mientras uno estimula la sujetidad, el otro la reprime en aras de una objetivación que somete y ordena las actividades humanas, el “hacer”, de acuerdo con voluntades unilaterales.
Y si bien la idea es interesante porque pone el acento en la autonomía para decidir y para “hacer”, la conceptualización es ambigua y puede ser confundida con la visión de enfrentamiento de poderes o fuerzas equivalentes, que ya referíamos, y con la que el propio Holloway dice no coincidir. Una fuerza no siempre es un poder, entendido de acuerdo con los postulados de Max Weber como la capacidad, y el ejercicio, de determinar los comportamientos ajenos. Y tanto para el pensamiento crítico como para los procesos de emancipación, es indispensable salir del aparato conceptual que reproduce el sistema de dominación, para proceder a nombrarse y reconocerse con la frescura y novedad que los mismos procesos libertarios van generando a su paso.
La fuerza de los colectivos en resistencia proviene no de su capacidad para hacer que otros se comporten de acuerdo con sus dictados, sino de su capacidad de autodeterminación y autonomía. Es decir, de su distanciamiento con respecto al poder, y de su constitución como seres colectivos soberanos.
Pierre Mouterde, a pesar de que también asume la idea de los poderes confrontados, describe el de la resistencia sobre cualidades distintas a las de los dominadores, acercándose un poco a la descripción de Holloway:
¿Cómo ponerse a salvo de los peligros del poder, de los abusos del poder, si no como decía Montesquieu, oponiéndole otro poder? ¿Y qué poder más potente que el que se apoya en un pueblo movilizado y en marcha, que el que se apoya en los movimientos sociales activos que no dejaremos de valorar y que conformarán un poder dual efectivo, y después un poder popular autónomo y activo? Encontrar los antídotos del “poder”, es primero y antes que todo concebir su desmantelamiento del modo más democrático posible (Mouterde, 2005: 129).
Si las capas populares y los diferentes movimientos antisistémicos han podido hacerse entender en la arena social y política, si han podido episódicamente surgir y resurgir con fuerza, es porque están dotados de un poder que se expresaba en los hechos por conjuras organizacionales, materiales y humanas innegables. Conjuras que en la combinación permitía postular a una verdadera hegemonía (Mouterde, 2005: 122)
En estos dos autores se comparte la idea de un poder que no es, pero que funciona como tal en el enfrentamiento social, y que, sin embargo, sigue siendo llamado poder. Es necesario dar un paso más en estas formulaciones para colocarse en los planos dislocados de comprensión del mundo que provienen de horizontes teóricos y epistemológicos nocapitalistas.
Eso que estamos llamando poder para atribuírselo a los movimientos de resistencias no es poder en el sentido admitido del término, y justamente eso es lo que le da su fuerza subversiva. Es en todo caso potencia, potencia liberadora. Si fuera poder no estaría subvirtiendo, estaría disputando; no estaría colocando los fundamentos de un nuevo mundo sino cambiando la tonalidad o los matices del actual; haciéndolo más democrático mediante la movilización constante y la participación decidida, pero no necesariamente corroyendo sus raíces. No estaría produciendo una bifurcación o un cambio de sistema dimensional y civilizacional.
Y los indicios evidentes apuntan a una lucha decidida por la democratización pero como camino para la construcción de autonomía, por una democracia sobre otras bases, por una democracia descentrada; buscando trascender en vez de perfeccionar el actual sistema, aunque en el camino esto también podría suceder, dentro de sus propios límites.
Esta armonía tensionada entre horizonte y acción directa e inmediata, nos acerca a otro de los nudos críticos de los procesos de emancipación:
Lograr combinar el itinerario histórico con el horizonte emancipatorio.
Muchos son los llamados a entender las utopías como procesos reales de construcción histórica, y no como paraísos idílicos inalcanzables. En eso consiste la invitación del zapatismo a caminar preguntando y creando consensos, a mirar el horizonte pero también el proceso, y a privilegiar las metodologías que transforman la cultura política y las visiones del mundo.
En una bella metáfora, los zapatistas refieren que al señalar la Luna, hay quien se concentra en mirar el dedo que la indica; hay otros que miran la Luna sin voltear a ver el dedo; pero hay quien mira todo el camino marcado por el dedo hasta llegar a la Luna. Es ahí, en la visión del inicio, la trayectoria y el horizonte donde se puede tener el panorama completo que hace posible la visión. Sin el proceso no hay punto de llegada, sin la voluntad y la dignidad de origen no habrá proceso; lo importante no es la Luna sino ese proceso que nos permite acercarnos a ella cada vez más. La historia, ésa que se hace todos los días, es la que crea las condiciones para acercarse a la Luna, incluso sin moverse del lugar. Es la que permite atraer o repulsar a la Luna. Si se busca, como los zapatistas, “democracia, libertad y justicia” y construir el mundo en el que caben todos los mundos, el itinerario histórico, la línea trazada por el dedo, tendrá que caminar hacia allá. Si el proceso camina por otro lado se llegará a otro lado; es finalmente ese proceso el que hace posible seguir avanzando hacia el horizonte, y ese proceso, ineludiblemente, se conforma de nuestro hacer y acontecer cotidiano.
Con razón Atilio Boron señala críticamente, a propósito de los planteamientos de Holloway, que:
…la disolución de las relaciones de poder […] no se puede discutir en abstracto.
…se plantea un objetivo grandioso sin reparar en sus necesarias mediaciones históricas… (Boron, 2003:153).
Las mediaciones históricas constituyen el terreno concreto en el que se tejen las tramas de lo posible y lo deseable, de donde emergen las utopías y donde se cruzan las memorias, los haceres y los sueños. Son estas mediaciones históricas las que surgen del quehacer colectivo y de la constitución de sujetos en la lucha, las que son insoslayables para pensar el mundo como flujo de subjetividades y objetividades, como espacio de interrelación e invención.
El proceso social que dibuja los horizontes está en esa historia que transita por:
las huelgas obreras o las rebeliones espectaculares; [que está] igualmente en el combate de las comunidades rurales por dignidad, autogobierno y economía solidaria, y también en insurreciones que tienen por materia la vida cotidiana y por territorio las cocinas, las camas o los escritorios… (Bartra, 2003: 133-134).
Está en la historia entendida como “invención“ y como “hazaña de la libertad“ (Bartra, 2003), que decurre con sus contradicciones, con sus atrevimientos y con sus retracciones, y que va marcando las rutas y los tiempos de los procesos emancipatorios.
la utopía no es un proyecto posdatado sino en curso. Un sueño que se materializa aquí y ahora en eventos y relaciones vivas, pero también en estructuras, normas, aparatos y sistemas de ideas y valores, que con frecuencia se petrifican y nos arrastran en su propia inercia (Bartra, 2003: 136).
Efectivamente, las condiciones de posibilidad del ejercicio del poder y las relaciones de poder no pueden ser destruidas en eventos espectaculares ni en formulaciones teóricas, por más que éstos sean componentes indispensables del proceso emancipador. Estas condiciones deben ser mermadas todos los días, en todos los espacios. Deben ser debilitadas sin descanso, quizá revirtiendo un principio básico de la contrainsurgencia, inspirado en las enseñanzas de Sun Tzu: “quitarle el agua al pez“, desaparecer o disolver sus condiciones de posibilidad.
La manera en que se va construyendo el camino de la lucha emancipatoria es esencial para trascender la situación de opresión. Es a la vez itinerario histórico de construcción del nuevo mundo, y una estrategia liberadora. Las huellas de este proceso son cimientos del mundo por crear y en proceso de creación, son cristalizaciones de una utopía que siempre huye del horizonte, para obligarnos a andar.
Y justamente porque esta combinación de horizonte y praxis nunca va en línea recta sino que se forma de múltiples cruces de caminos contradictorios y azarosos, va permitiendo entender y asumir la diversidad como condición.
Uno de los nudos más complicados de resolver es seguramente el de:
Lograr la unidad en la diversidad transitando hacia una democracia descentrada.
Los usos y costumbres en el capitalismo conducen al centramiento en todos los niveles. Focalizando en la esfera de lo político aparece rápidamente la figura del Estado, al punto que pensar en una sociedad, o en un conglomerado de sociedades, sin poder central, se vuelve un reto a la imaginación, que muchos se resisten a admitir. El horror al desorden o al caos, que no es lo mismo pero es asumido como tal, es casi un sentido común, que sin embargo contradice las razones de evolución y la libertad. El caos es ineludible a pesar de los esfuerzos del poder por restringirlo y simplificarlo. El caos es ese espacio de libertad en que la vida se recrea. Bien podríamos decir que el caos es lo nuestro. Es la complejidad y la sorpresa. Pero el caos no admite jerarquías: hasta un aleteo de mariposa repercute en el ordenamiento general que se mantiene en permanente transformación.
De acuerdo con el principio de incertidumbre de Heisenberg, es en el nivel de las partículas (conocidas) de menor tamaño, que son los componentes de la energía en todas sus formas, donde puede demostrarse que cualquier intervención –así sea la propia observación– altera el comportamiento. Este descubrimiento permitió confirmar la complejidad de los procesos, y el carácter múltiple de sus determinaciones. No hay linealidad sino abigarramiento, y es a partir de ese abigarramiento como se puede proceder a reflexionar sobre el comportamiento o los sistemas de organización.
El sistema de mayor complejidad sobre la Tierra es sin duda el humano. La simplificación y centramiento de las organizaciones sociales es una modalidad impuesta para su disciplinamiento y uso eficiente; forma parte de la fetichización que hace parecer a los sujetos bajo una forma objetivada, e introduce una jerarquización legitimada por la propiedad y sancionada por las leyes de la igualdad pero que no tiene correspondencia con la complejidad de las interrelaciones realmente existentes, ni con las estrategias que tienen que ser desplegadas para la sobrevivencia.
La subversión del sistema de poder tiene que levantar esos soportes y lanzarlos por el aire, así como se observa actualmente en las confluencias de procesos de lucha protagonizados por colectivos disímiles, con experiencias y métodos diferentes y con reivindicaciones que muchas veces no parecen ni siquiera complementarias pero que logran articularse en torno a algunas demandas tan universales como la defensa de los bienes comunes de la humanidad, del territorio (incluso así en abstracto), o el rechazo a la constitución del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y a la militarización del mundo. Hay aquí un germen de articulación de lo diverso incorporando la multiplicidad de formas de lucha y de situaciones, que por sus mismas características no admite centralización. Es un incipiente experimento de democracia descentrada y desnacionalizada, a la vez que tiene un arraigo simbólico y material en los territorios particulares.
El reconocimiento reciente del Otro como complementario y no como enemigo es una plataforma de dislocamiento que avanza hacia un torcimiento de los planos dimensionales y epistemológicos. Seguramente en muchos casos es reforzado por cosmovisiones con raíces milenarias en las que los elementos esenciales mantienen una armonía que impide el avasallamiento de unos por otros (Ceceña, 2008). Cosmovisiones de acuerdo con las que se requiere tanto el agua como el fuego, y ninguno de ellos es más importante que el otro, salvo circunstancialmente. No puede mantenerse uno sin el otro porque eso llevaría a la destrucción total. No hay centros, todo son fluidos.
Todo lo sólido se desvanece en el aire.
KARL MARX
No obstante, la tentación centralizadora se ha ido convirtiendo en costumbre. Forma ya parte de la cultura, incluso en los mundos subalternos, y es uno de los mayores desafíos que enfrentan los procesos de emancipación. Rápidamente reaparecen las vanguardias; fácilmente se habla de “educar a las masas“; la democracia se mezcla con el compadrazgo; las urgencias cancelan los aprendizajes; las autonomías desarrollan tutelajes, y las mieles del poder tocan en las mejores conciencias.
El riesgo de reproducir relaciones de poder bajo otras máscaras tardará en ser erradicado. Los tiempos tienen que ser dislocados también, para que aflore la disposición a construir consensos sin urgencia, voluntades colectivas y no “mayoritarias“.
Pero ¿cómo convertir esto mismo en un consenso? ¿se tiene la fuerza para proponer sin hegemonizar? El nudo anterior aquí aparece desdoblado bajo una nueva forma:
Lograr crear la hegemonía de las no-hegemonías.
En el momento de constitución del fordismo como sistema de producción y de organización técnica de los conflictos de clase en escala mundial, cuando la industria capitalista logra dar el salto hacia la producción en masa con el que inicia el proceso de estandarización del consumo y de los comportamientos sociales, Gramsci está reflexionando sobre los cambios de mentalidad, sobre el violentamiento de las costumbres y sobre la destrucción-reconformación de la comunidad y del ámbito privado, doméstico, de la vida de los trabajadores.
¿Cómo hacer la revolución en un momento de auge capitalista como el que se vivía en los años treinta del siglo xx? ¿Cuando el florecimiento del sistema era evidente y se multiplicaba a cada paso? ¿Cuando los medios de comunicación, locomotivos o no, invaden los imaginarios y transforman la visión del mundo?
Es en esa circunstancia histórica que Gramsci, preocupado por la alienación cultural que impide dar un carácter político radical a la resistencia o inconformidad obrera, afirma la importancia de construir una visión crítica del mundo que sea capaz de contraponerse y desmitificar la visión capitalista. De ahí la importancia que Gramsci otorga a los intelectuales orgánicos y al trabajo de formulación de una visión del mundo alternativa, capaz de disputarle las conciencias y los imaginarios a la descripción proveniente del poder.
Una de las enormes virtudes de este planteamiento es la de politizar y complejizar el conflicto de clases, rescatándolo del determinismo objetivista que lo condenaba a la parálisis. No será porque los obreros son la clase antagónica por lo que podrían rebelarse, sino porque se organizan en la lucha y son portadores de una visión del mundo que los mueve a buscar la transformación de la sociedad.
Éste es el marco teórico-histórico en el que Gramsci desarrolla su concepto de la hegemonía. Concepto relacional, que alude a la capacidad de universalizar la propia visión del mundo y de esta manera conducir, consensual-coercitivamente, los procesos sociales. La hegemonía, entonces, no es una construcción colectiva sino un liderazgo, a partir del cual puede irse conformando una amplia corriente de interpretación del mundo y una praxis correspondiente, generados y difundidos desde un centro movilizador.
Si bien históricamente es así como han surgido y crecido los movimientos radicales y como se han iniciado los procesos revolucionarios, hay razones de sobra para temer una involución de estos procesos si se confunden formas y contenidos, tácticas y estrategia, o itinerarios históricos y horizontes. Se corre el riesgo de reproducir el centramiento sin crear los antídotos que en el mismo acto tiendan a disolverlo, para dar paso a una nueva institucionalidad derivada de las condiciones de descentramiento y de autonomía en la toma de decisiones y en la organización de la vida.
Desde esta perspectiva no parece poder argumentarse teóricamente la necesidad de “postular una verdadera hegemonía”, como propone Pierre Mouterde (2005: 122), si la sociedad por la que se apuesta es una sociedad de sociedades autónomas y a la vez articuladas de acuerdo con los criterios de descentramiento democrático, en el que la diferencia no sea signo de inferioridad, superioridad, exclusión o dominio. Ahí donde se pueda decir que “somos iguales porque somos diferentes”, de acuerdo con una feliz frase del Comandante Tacho.
Si la propuesta de “postular a una verdadera hegemonía” tiene sentido es sólo históricamente, en referencia al proceso de constitución del magma social que protagonice la ruptura (Mouterde), o la bifurcación (Wallerstein). Sólo que esta propuesta es incompleta si se busca esa sociedad de sociedades igualitarias. Es preciso acompañarla de un contenido que la vaya desmontando en la medida que cobra fuerza, para permitirle transformarse en su contrario. Es decir, el mundo en el que caben todos los mundos no puede admitir hegemonías, porque sería un contrasentido. Por ello la única manera de hacer coincidir el itinerario histórico con el horizonte, en este caso, es a través de la promoción de una hegemonía muy singular, que encierre en sí misma su negación. Una hegemonía que disuelva las condiciones que hacen posible la existencia de “hegemones”, a través de la sustitución de los procedimientos de convencimiento por los de construcción de consensos, es decir, entendidos como la expresión de sentidos y visiones generados en el quehacer y en el pensar colectivos, comunitarios.
Concebir un mundo sin hegemonías y trabajar para su concreción y universalización: ésa sería la manera de promover una nueva hegemonía que disuelva las hegemonías.
Os indignáis de la tiranía. Pero no existe tiranía sin la voluntad del ser dominado. RET MARUT (BRUNO TRAVEN), En el estado más libre del mundo.
Hacer de la organización y producción de la vida un acto de libertad y autonomía.
Un mundo sin hegemonías y descentrado democráticamente reclama una organización económica correspondiente, autónoma y autosuficiente, pero abierta. Una relación no hegemónica con la naturaleza, un involucramiento en la maraña como una de tantas especies, cada una con sus especificidades, acotamientos y atrevimientos pero, prevenidos con el aprendizaje de que la unilateralidad capitalista ha colocado al mundo ante una emergencia ecológica, y apegándose, como estrategia de sobrevivencia, al criterio general de que todas las especies son indispensables, a su manera, para el funcionamiento global del bosque (Ceceña, 2008). Sin avasallamientos ni sometimientos, estableciendorecuperando esa relación intersubjetiva con todos los seres vivos de la que hablan los pueblos originarios.
El desafío implica desandar la urbanización irracional; romper las fronteras entre rural y urbano, y poder establecer vínculos con la tierra que no excluyan las otras dimensiones. Es un reto a los sentidos comunes de la acumulación, que son los que conducen a la depredación, al saqueo y a la competencia. Es una provocación a las costumbres descampesinizadoras y virtualizadoras, tan largamente asentadas. Al distanciamiento entre trabajo manual e intelectual; entre trabajo abstracto y concreto. Es una oportunidad para hacer del trabajo un acto de creación, de socialidad. Es un llamado a desdibujar las fronteras entre económico y social, o entre económico y político, mediante una integración de lo social y lo económico en el acto de la producción, o de lo económico y lo político en el acto de la organización y diseño del trabajo, y de la distribución de sus frutos.
Para que la autoorganización en y para la producción sea simultáneamente un acto de construcción comunitaria, de enriquecimiento de la socialidad, ninguna dignidad debe ser arrasada o despreciada en el proceso. La praxis del consenso en este sentido es un componente fundamental de la densificación y enriquecimiento comunitarios, que permite combinar dignidades singulares y colectivas. La producción material es a la vez producción de sentidos comunes y de significados, que en una organización comunitaria y autonómica no pueden padecer de la esquizofrenia capitalista que los escinde al punto de producir una descripción de la realidad invertida y encubridora.
Si para avanzar hacia relaciones democráticas descentradas es necesario “desaprender la democracia“ que actualmente conocemos, como sugiere Boaventura de Souza Santos, para concebir una reproducción material no acumulativa, será recomendable desaprender la avaricia y abandonar la devoción casi religiosa por las máquinas. Usarlas, cuando sea conveniente, pero atreviéndose a pensar la satisfacción material y los procesos que la hacen posible sobre otras bases. Usar nuestra sabiduría y no sólo nuestra técnica para la reproducción de la vida.
La experiencia zapatista de construcción de comunidades autónomas (o agrupaciones de comunidades), se nutre de los saberes adquiridos a lo largo de su historia. Recupera prácticas olvidadas, incorpora críticamente elementos y conocimientos de la agricultura moderna, rechazando otros –los transgénicos y las prácticas predatorias–; y utiliza sus conocimientos experimentales, sus usos y costumbres, en aquello que le resultan pertinentes. Sin fundamentalismos. El criterio de discernimiento o de fusión es siempre el lugar de la creación de nuevas maneras, o de nuevas aplicaciones de viejos métodos, y por supuesto expresa también las transformaciones sociales y políticas del colectivo. Se puede decir que más importante que la producción misma es el proceso de fortalecimiento del colectivo, que es el que sostiene la producción. Si no fuera eso, podrían continuar como tanto tiempo lo hicieron sin preocuparse por generar nuevos estilos y métodos de trabajo, sin hacerse a sí mismos, como colectivo, en el proceso.
No obstante, la autonomía en las comunidades zapatistas es aún un experimento que va tropezándose a cada paso y que va recomponiéndose, desandando o saltando. Historia y teoría van de la mano y se van transformando simultáneamente, pero en ocasiones avanzan en sentido contrario, otras en rutas simplemente distintas, y al cabo se vuelven a encontrar y se reconocen mutuamente.
Nada es idílico en los procesos emancipatorios. La realidad es mucho más compleja y a veces burda de lo que la teoría quisiera conceder. Sin embargo, con todos los tropiezos y vaivenes, los procesos emancipatorios, en las comunidades zapatistas y en todas las otras comunidades que apuestan por un mundo sin avasallamientos, toman fuerza y se hacen posibles por su capacidad para mirar el horizonte desde su propia cosmovisión, y su sabiduría para trazar los caminos que permiten avanzar hacia allá, a pesar de todos los obstáculos. Encontrando modos de sortear problemas y miserias.
Construir los flujos conceptuales de la emancipación.
Generar la praxis del mundo donde caben todos los mundos.
La pereza intelectual es el mayor mal, mucho peor que el pensamiento erróneo.
RET MARUT (BRUNO TRAVEN),
En el estado más libre del mundo
No hay liberación posible que no inicie en el pensamiento. El proceso emancipatorio exige levantar sin complacencias todas las capas de la opresión y entre ellas, especialmente, las descripciones del mundo que reducen nuestra percepción, y que la unidimensionalizan, impidiéndonos vislumbrar los diferentes órdenes de la realidad y los diferentes planos dimensionales y epistemológicos en los que es posible organizar la socialidad. El desafío o nudo mayor de las fuerzas libertarias es el de dejar de pensar como ahora se piensa. Romper los moldes para inventar, pero también para descubrir lo que no es visible o consciente, o lo que ha sido reprimido o negado. Redescubrir la complejidad y las bifurcaciones. Desplazar el ángulo de visión. Dislocar los sentidos. Multiplicar los significados.
Pensar de otro modo, desde otros lugares culturales, geográficos, sensoriales y conceptuales. Ése es el nudo crítico fundamental Pensar y hacer, construir una praxis dislocada y multifocal. Caminando al paso del más lento y resignificando tiempos y los matices del arco iris. Redimensionando la finitud y la infinitud.
“Otra cultura política“ dicen los zapatistas. La cultura del respeto, de la unidad de la diversidad, del concierto de la diferencia. La cultura del mundo en el que caben todos los mundos.
Difícil desafío el de rearmar la maraña aceptando los distintos ritmos, enfoques, estilos, lenguajes, tonos. Imposible eludir la lucha contra el habitus competitivo, vanguardista, autoritario, sectario, racista, arrogante y avaro.
Construir el mundo donde caben todos los mundos implica “detener la catástrofe“ (Benjamin); implica vencer para no ser vencedor; subvertir y subvertirse; sacarse el poder de las entrañas. Implica actuar como centro movilizador para promover el descentramiento, negándose a sí mismo en su carácter rector y aceptar la incertidumbre como principio organizativo general.
Construir con los otros y transformarse con los otros en un lento, largo y extendido proceso en el que el itinerario histórico, la praxis y el horizonte vayan adoptando la figura de una serpiente que se muerde la cola.
Nosotros somos guerreros:
Somos los últimos de una generación de hombres y mujeres cuya encomienda colectiva ha sido el ser guardián y corazón de nuestros pueblos.
Como guerreros somos seres de espada y de palabra.
Con ambas debemos resguardar la memoria que nuestros pueblos son y que les permite resistir y aspirar a un mejor mañana.
Como guerreros fuimos preparados en las ciencias y en las artes, en el honor y la guerra, en el dolor y la esperanza, en el silencio y la palabra.
En nuestro camino mucha palabra hermana nos ha alimentado.
Palabra que tiene el color de la tierra y que dignidad habla.
Otras voces buscamos de quien otro es y con nosotros lucha y anda.
Palabra que tiene todos los colores que en el mundo se hablan.
En todas las palabras, nuestra palabra anda.
Es la hora de la dignidad, la hora del puente que también es ventana. Es la hora de ver y vernos, sin vergüenza ni temor.
Es la hora de luchar por la dignidad del color de la tierra y la esperanza (Subcomandante Insurgente Marcos, 2001: 141)
Así, como guerreros tendremos que ir a enfrentar los desafíos y de- satar los nudos. Enfrentándonos a nosotros mismos y a los otros; sin miedo de caer y con fuerza para levantarnos; construyendo una intersubjetividad nueva y libre; aceptándonos como somos y a la vez transformándonos; haciendo de la utopía nuestro modo de vida.
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