La Argentina de los contrastes que merecen ser pensados

Roberto Gargarella, Rubén Lo Vuolo, Maristella Svampa, Beatriz Sarlo, Pablo Alabarces, Alicia Lissidini, Enrique Viale, Gabriela Massuh, Patricia Pintos, Silvina Ramírez, Horacio Tarcus.



2 SEP. 2018
Nuevo doc del Espacio Autónomo de Pensamiento Crítico
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La Argentina de los contrastes que merecen ser pensados

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Agosto de 2018

Inmersos en una crisis económica y financiera que el gobierno no consigue revertir, dos hechos contrastantes y altamente significativos se presentan ante nosotros. Tanto por su carácter radical como por la imprevisibilidad de los escenarios que abren, estos procesos exigen una reflexión.
Por un lado, abruman los datos reveladores del carácter extendido de la corrupción, su condición estructural, su transversalidad histórica, su amplitud en términos de actores sociales involucrados, su impacto en la alarmante estructura de desigualdades en el país.
Por otro lado, se destacan las inmensas movilizaciones sociales producidas con motivo del tratamiento parlamentario del tema de la legalización del aborto. Dichas oleadas de movilizaciones tienen la particularidad de abrir a nuevos horizontes de prácticas democráticas, desnaturalizando la idea de que el debate sobre ciertos temas parecería estar clausurado, e instalan la posibilidad de pensar colectivamente desde nuevos escenarios de igualdad.
Sin pretender exhaustividad, nos interesa en este documento reflexionar sobre la significación y alcance de estos dos hechos significativos para la historia de nuestro país.

1-La corrupción como alianza
La actual crisis económica y financiera, así como sus impactos sociales, se instala sobre una sociedad profundamente dañada. El daño no se mide solamente por la dificultad que muestra la sociedad argentina para romper con los esquemas binarios que continúan empobreciendo la política y obstaculizan la construcción de espacios políticos superadores. En gran medida, el daño se mide hoy por el carácter estructural que ha asumido la corrupción.
La corrupción no es algo nuevo en la sociedad argentina, aunque sí lo es su carácter creciente y expandido. La llamada “Patria contratista” ligada a la obra pública, por ejemplo, hunde sus raíces en la época de la última dictadura militar, e ilumina como pocas la connivencia entre militares y empresarios en esos años nefastos. Ese pacto se continuó en los años de la democracia, ya entre la “nueva” clase política y empresarios, alimentada por las privatizaciones de empresas y servicios públicos, y se amplificó mediante un estilo de hacer política, basado en la estrecha asociación entre delito, conductas políticas y negocios financieros y empresariales. Esta alianza encuentra una expresión palmaria en el financiamiento oscuro de las prácticas de la clase política y en el notorio enriquecimiento económico de sus miembros y de la clase empresarial. Esta oscuridad está saliendo hoy a la luz y aparece ilustrada por la Argentina de los bolsos de dinero y de los registros de operaciones ilícitas, que eran de conocimiento de gran parte de la clase dirigente, pero también incluye a la menos iluminada Argentina offshore, de la evasión y del endeudamiento masivo.
El resultado de ello ha sido la consolidación de una casta política y económica que sin duda atraviesa las diferentes administraciones y cuyos negocios son indiferentes al color político bajo el cual se presentan. Su contracara no es otra que la profundización de las desigualdades, que afecta a gran parte de las clases medias y las clases populares. Ciertamente, la acumulación de la riqueza en un grupo reducido de personas y de corporaciones nacionales y trasnacionales es un hecho que no sólo está ligado a las políticas económicas y sociales aplicadas, sino también a la corrupción, a la impunidad, a la falta de controles horizontales y verticales, a la ausencia de independencia de las instituciones del Estado.
El carácter organizado, sistemático y exponencial que adquirió la corrupción y el enriquecimiento personal durante la pasada administración, implica un saqueo de los recursos del Estado y se ha hecho visible de un modo tan abrumador, constituyéndose en un hecho político-institucional de tal magnitud, frente al cual no cabe ninguna excusa. No cabe la posibilidad de negar estos hechos a través de expresiones descalificadoras (“los cuadernos son meras fotocopias”) o simplemente minimizando su alcance como si todo esto fuera una “farsa”, pura persecución política o una cortina de humo para negar el carácter crecientemente excluyente de las políticas económicas del actual gobierno. No cabe tampoco disminuir los hechos de corrupción diciendo que la Justicia argentina o algunos de sus jueces no están preparados, forman parte de una trama de poder, o no están a la altura de tales acontecimientos. Las evidencias son ya múltiples y variadas.
A esto hay que agregar que la sucesión vertiginosa de hechos relevantes que golpea a la sociedad argentina y el tratamiento de los mismos en los medios de comunicación dificulta la instalación de procesos transparentes, al estilo “mani pulite”. Existe la posibilidad de que, pese a la espectacularidad de las denuncias y las confesiones de los personajes involucrados, estos hechos de corrupción se diluyan de modo frustrante en el corto plazo, como ya sucedió en el pasado. De este modo, cabe la posibilidad de que esto no conlleve el desmantelamiento de la trama histórico-estructural que lo sostiene, más allá de la visible cadena de responsabilidades políticas. Tampoco la tendencia a la unilateralidad en la información es garantía de imparcialidad. Dicho de otro modo, no es sólo el gobierno nacional anterior el que está claramente comprometido con la trama de la corrupción, aunque éste aparece como el que la ha perfeccionado como sistema a gran escala; también es necesario indagar sobre la participación de los gobiernos provinciales, municipales, de la ciudad de Buenos Aires, de los poderes legislativos y judiciales en todas las jurisdicciones, para desentrañar esas tramas de corrupción que desconocen de banderías políticas y atraviesan a la clase dirigente en el país.
En suma, el arraigo de una trama de corrupción de gran parte de la clase dirigente argentina, que desborda las diferencias políticas entre los partidos de gobierno, expresa el vínculo estructural entre corrupción y desigualdad, e ilustra asimismo el enorme daño –político, moral, económico, cultural- sobre el tejido social y la sociedad en su conjunto. Pensar la sociedad y la política argentinas desde un horizonte de igualdad y de mayor democracia exige desmantelar dicho vínculo, ir hasta el fondo de la corrupción como matriz que define prácticas políticas, económicas y sociales en sus diferentes ramificaciones.
2-La brecha democrática
Contrastando con lo anterior, la discusión por el derecho al aborto en la Argentina, representa un episodio positivo y extraordinario en la historia del país, en base al cual podemos, muy provisionalmente, derivar algunas primeras reflexiones.
El fracaso de nuestras instituciones representativas, y en particular el papel lamentable del Senado en el procesamiento de la ley de aborto, no solo exponen la magnitud de nuestra crisis política sino también reflejan la profundidad de la “brecha democrática” que se advierte en nuestro país. En términos democráticos, son dos los elementos que merecen destacarse. En primer lugar, llama la atención el extendido sentido de protagonismo democrático que la ciudadanía reclama. Asumimos, cada vez más, que todos los asuntos públicos relevantes y que afectan nuestras vidas son asuntos sobre los que estamos llamados a intervenir y decidir: desde la fijación de tarifas, hasta las problemáticas socio-ambientales, la discusión sobre la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, o la más reciente ley del aborto. Asumimos, con razón y sin dudarlo, que se trata de temas que nos competen, y sobre los que nos toca decidir. Al mismo tiempo, esta firme y estable vocación por el “protagonismo democrático,” de gran parte de la sociedad se traduce en el valor de las discusiones habidas en el ámbito de la sociedad civil, pero también choca con el carácter extremo de la “exclusión democrática” puesta en juego por las instituciones construidas para procesar estos debates y demandas.
Los debates que se dieron en la sociedad, en torno al aborto, tuvieron un carácter excepcional. Prima facie, se pudo pensar que estábamos frente a un tema “imposible” –divisivo como pocos, en el marco de una sociedad políticamente polarizada, y en torno a cuestiones marcadas por la fe, las convicciones, y los prejuicios. A pesar de encontrarnos en un escenario que sólo prometía reafirmar la imposibilidad (o absurdidad) del debate democrático, lo cierto es que el debate se dio, y adquirió ribetes excepcionales: todas las personas que nos involucramos en el proceso aprendimos en el camino, reconocimos que la cuestión –aparentemente extrema y de “todo o nada”- era susceptible de matices y cambios, o precisamos nuestras posiciones iniciales. En breve, un éxito mayúsculo de la deliberación democrática.
En segundo lugar, más importante todavía es destacar que en este proceso se evidenció la magnitud de la brecha existente entre la vocación democrática de la ciudadanía y el carácter elitista y excluyente de nuestro sistema representativo y de nuestros representantes. El hecho es que nuestras instituciones, diseñadas por un pacto de elites en el siglo XIX, todavía permanecen sólidamente inmodificadas en su núcleo esencial: se trata de un marco institucional contra-mayoritario, elitista, y montado sobre supuestos de “desconfianza democrática”. Allí anida la contradicción esencial: la radicalidad de nuestras demandas de protagonismo democrático chocan hoy con el máximo deterioro de las cualidades representativas de nuestras instituciones de gobierno, y nuestro sistema de toma de decisiones (del cual la trama de corrupción es parte ineludible). La votación en el Senado (y las intervenciones de los senadores y las senadoras, incluso de muchos diputados y diputadas que votaron en contra del proyecto de ley, la impermeabilidad de éstos a los cambios y demandas sociales, en contraste con su permeabilidad a las presiones de grupos de poder reaccionarios e intimidantes, como así también la vetustez cuando no ignorancia que reflejaron sus posiciones) sólo evidenció de un modo especialmente notable, hasta la caricatura, la dimensión de la “brecha.” Claramente, para avanzar hacia un horizonte de mayor igualdad y participación democrática, este “corset” que hoy imponen nuestras instituciones a la común vocación democrática debe romperse aunque es incierto cuándo, cómo y con qué consecuencia es que irá a producirse dicha inevitable ruptura.
Por otro lado, conviene tomar nota sobre el significado e implicaciones posibles de las movilizaciones producidas alrededor de la discusión sobre la legalización del aborto. En esta gran movilización convergieron dos olas: la primera, representada por aquellas mujeres y colectivos feministas que desde décadas vienen luchando por la ampliación de derechos; la segunda, ilustrada por la flamante vitalidad antipatriarcal de las jóvenes, que a la lucha contra los femicidios y la violencia de género, sumaron el pañuelo verde por la legalización del aborto y la autonomía de los cuerpos. La primera ola, referida al movimiento social feminista, ha sido objeto de recurrentes estudios y debates: sabemos algo acerca de sus orígenes, su fuerza y su capacidad transformadora. Sobre la segunda, en cambio, es poco lo que sabemos, y mucho lo que todavía debemos aprender.
En buena medida, el colectivo integrado, en una parte relevante, por jóvenes en sus primeros años de adolescencia, mostró una espontaneidad y vitalidad únicas, y una presencia llamada a tener un protagonismo imprevisible en los tiempos por venir. No es fácil anclar a este movimiento en tradiciones de lucha construidas a lo largo de décadas. Emparentado con el “movimiento de los pingüinos” en Chile (muchos de cuyos líderes han asumido ya un papel protagónico en el Congreso chileno), o el más reciente movimiento de jóvenes contra la portación de armas, en los Estados Unidos, ligado también a los feminismos populares que se expanden en América Latina, el movimiento de los “pañuelos verdes” nos interpela, interroga y exige nuestra atención. La historia argentina contemporánea no reconoce otros fenómenos similares, salvo otro igualmente notable y de consecuencias profundas: las movilizaciones por los derechos humanos nacidas en las postrimerías de la dictadura.
***
La Argentina continúa siendo un país de grandes contrastes. El escenario actual y el agravamiento de la crisis económica y financiera van delineando un preocupante proyecto de sociedad que conlleva no sólo una ampliación de las desigualdades sino un peligroso regreso a la polarización social. Desde el punto de vista económico, tal como dijimos en un documento anterior,[1] no estamos frente a un ensayo novedoso y original: nuestra historia muestra recurrentes ciclos que van de la crisis de políticas de “expansionismo proteccionista” a la crisis de políticas de “aperturismo neoliberal”. En esa línea, el gobierno de Cambiemos resucita visiones y políticas cuya inconsistencia y fracaso se ha probado de modo acabado en el pasado, tanto aquí como en otras economías; políticas que llevan a mayores desigualdades distributivas, inconsistencias y desbalances macroeconómicos y que tarde o temprano terminan en crisis del sector externo, monetarias y fiscales.
Hasta hace poco tiempo, algunos analistas y políticos todavía apelaban a la tesis de la “herencia recibida” para justificar los frustrantes resultados económicos y sociales del actual gobierno. Casi tres años después, dichas coartadas están desgastadas. Basta señalar un ejemplo: el propio gobierno en su acuerdo con el FMI indica como uno de los principales detonantes y peligros de la actual crisis a los títulos de la deuda del Banco Central (Lebac); pues bien, la acumulación de esa deuda es resultado de las erradas políticas de este gobierno y no del anterior. La confusa y errática política cambiaria, la incapacidad de encarar reformas tributarias progresivas, la improvisación e irracionalidad de los recortes de gastos públicos, son sólo algunas evidencias de que gran parte de los actuales problemas económicos y sociales han sido generados por el propio gobierno de Cambiemos.
Más allá de la complicada herencia económica recibida, la política económica y social de este gobierno está en el centro de la explicación de la persistencia de alta inflación, los aumentos imparables de tarifas, la caída del salario real, el aumento del desempleo, el desbalance creciente de las cuentas externas, el exponencial aumento del endeudamiento, el desfinanciamiento cada vez más preocupante de la educación pública, etc. Asimismo, el incremento de los indicadores de pobreza, desempleo y precariedad laboral, de las demandas de alimentos en los comedores y escuelas, dan cuenta de la ampliación de las brechas de la desigualdad y advierten sobre las tendencias hacia el aumento de las privaciones en los grupos sociales más desfavorecidos.
En diciembre próximo se cumplirán 35 años de vida institucional ininterrumpida en el país, período que trajo grandes transformaciones sociales, políticas y culturales. Al calor de los hechos recientes y con la mirada puesta en siete lustros de régimen democrático, necesitamos repensar los contrastes, entre la persistencia de la élite político-empresarial, cuya corrosión es ostensible, y la esperanza que genera la sociedad civil, organizada detrás de ideas-fuerza, con capacidad de canalizar demandas colectivas a través de promisorios procesos de discusión democrática. La irrupción de un nuevo movimiento social nos revela de modo notorio que la política es algo más que las reglas fijas del sistema institucional o los pactos de dominación existentes, pero también pone de manifiesto la fuerza y capacidad de dicha élite política para obstaculizar y obturar esas demandas.

Espacio Autónomo de Pensamiento Crítico

Roberto Gargarella, Rubén Lo Vuolo, Maristella Svampa, Beatriz Sarlo, Pablo Alabarces, Alicia Lissidini, Enrique Viale, Gabriela Massuh, Patricia Pintos, Silvina Ramírez, Horacio Tarcus.
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