Las empresas recuperadas: autogestión obrera en Argentina y América Latina

Una de las mejores compilaciones que conocemos sobre el tema, excelente material de estudio. Entendiendo que la dinámica emancipatoria hoy día ya no es más la toma del poder, sino la construcción de formas comunitarias autónomas del buen vivir y los autogobiernos del protagonismo de la potencia social, entendemos que las empresas ya no pasan al estado ni a los trabajadores, sino a las comunidades y autogobiernos de los territorios donde ellas se encuentran, entendiendo que los trabajadores de las diferentes empresas de ese territorio o localidad, forman parte de los modos del autogobierno local.



Las empresas recuperadas: autogestión obrera en Argentina y América Latina
Andrés Ruggeri (compilador)

Autores: Andrés Ruggeri / Marcelo Vieta / Gabriel Clark
Javier Antivero / Soledad Calderón / Penélope Mazzoli
Natalia Polti / Mariela Carlinga / Verónica Vázquez
Sabrina Accorinti / Andrea Méndez / Marysol Orlando
Valeria Salvador / Adolfo Buffa / Susana Roitman
Carlos Martínez / Mónica Huertas / Dan Deligdisch
Fernando García / Henrique T. Novaes

Prólogo de Hugo Trinchero

Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras
Programa Facultad Abierta
Secretaría de Extensión Universitaria
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Buenos Aires

Una presentación
Héctor Hugo Trinchero

Es para mi un motivo de gran placer asumir la responsabilidad de presentar este nuevo libro referido a la problemática de las empresas recuperadas por sus trabajadores (ERT) como fenómeno social, político y económico en Argentina. He tenido la oportunidad de trabajar en estos temas con su compilador, Andrés Ruggeri y el conjunto de autores de los textos que conforman este libro, por lo que al placer y la responsabilidad sumo mi especial interés por seguir sus avances en el tema. Ellos no sólo son entendidos en la materia sino, y tal vez esto sea lo mas importante y distintivo, son personas comprometidas desde sus respectivos puestos en la universidad pública con la tarea de apoyo y transferencia de conocimientos a los procesos de autogestión e innovación social que se vienen produciendo en las distintas experiencias de empresas recuperadas en Argentina.
Desde dichas experiencias, los autores presentan una exposición comprometida, crítica y sustentada sobre la situación actual del proceso de recuperación de empresas que, más allá de opiniones encontradas y frente a una nueva crisis capitalista, vuelve a la escena. Es que las empresas recuperadas por sus trabajadores se han ido convirtiendo paulatinamente en un fenómeno que si bien no es en absoluto nuevo en la historia de las trabajadores argentinos y de otras latitudes, presenta por lo menos matices, urdimbres y desarrollos novedosos dado los alcances y contextos en los que se produce. Con mucha claridad los autores reiteran una mirada que ya habíamos anunciado en otras oportunidades pero que en este libro se encuentra profundizada. La misma es una mirada que se contrapone a cierto romanticismo y voluntarismo existente en no poca bibliografía sobre el tema. Se señala aquí que las ERT (emergentes en la década de los 90 y particularmente en la crisis del año 2001) no constituyeron una vía alternativa desarrollada por los trabajadores en oposición al capitalismo o incluso a las transformaciones de la organización del trabajo a partir de la crisis del modelo fordistataylorista, sino que se dieron lugar como una consecuencia más del proceso de desguace del aparato productivo promovido por el neoliberalismo. Aún así, y en esas condiciones desfavorables para el trabajo, la clase trabajadora argentina generó una respuesta novedosa al hiper-desempleo que se consideraba estructural. Respuesta-resistencia que implicó, entre otras cosas, una negativa rotunda a abandonar los puestos de trabajo frente a las quiebras y abandonos patronales. Para lo cual, los trabajadores debieron tomar en sus manos contra viento y marea la producción. En esta perspectiva, la lucha de las ERT volvió a poner en el centro de la lucha social a los trabajadores, que durante toda la década del 90 habían aparecido como ausentes en la resistencia a las políticas del neoliberalismo, aun siendo sus principales víctimas. Fue así que por primera vez en muchos años trabajadores fabriles y del sector de servicios se sumaban con protagonismo a la resistencia social y poniendo un límite claro a la prepotencia del capital sin trabajo.
A lo largo de las páginas que siguen se brinda un panorama general y actualizado de las ERT, tanto desde su historia y sus antecedentes como desde un análisis de sus condiciones de desarrollo, sus problemas y potencialidades, atravesadas desde algunos criterios y conceptos de especial interés. El primero de dichos criterios es la pertenencia de las empresas recuperadas a la experiencia e historia de la clase trabajadora, tanto argentina como mundial. Esto es importante ya que requiere analizar el fenómeno no como un proceso ligado exclusivamente a la situación de crisis reciente del capitalismo nacional, sino que hace imprescindible al mismo tiempo profundizar en las raíces de las experiencias de la clase trabajadora. El segundo criterio es el detenimiento en las prácticas, diversas y heterogéneas de la autogestión, como forma de comprender su funcionamiento y como concepto clave para eventuales líneas de avance. Ello implica necesariamente una mirada crítica del campo de posibilidades y también de las limitaciones de tales experiencias en la formación de una lógica económica alternativa a la acumulación y concentración de capital, cuando dicho proceso implica el cierre de establecimientos y el giro hacia la reproducción financiera. El tercer criterio es enfocar los problemas que implican la autogestión de empresas por los trabajadores en el marco del capitalismo global, no solamente como forma de internarse en sus complejidades, sino también como indicadores que nos permitan apreciar con mayor justeza sus logros. Así, se toma en consideración el fenómeno de las ERT como un movimiento de alcance nacional e internacional, extendiendo el análisis a varias provincias argentinas y a otros países latinoamericanos.
Un concepto que desde mi punto de vista es de especial interés y que aparece profundizado es el de innovación social. Para ello se retoma la critica al “fetichismo tecnológico”, desarrollado por varios autores, sobre todo Novaes y Dagnino en Brasil, en el sentido de que es casi nula la reflexión en torno a las tecnologías que se requieren para los procesos autogestionarios. Así, la propuesta de estos autores es el concepto de Adecuación Sociotécnica (AST), es decir, el necesario proceso de adaptación de la tecnología existente a la formación de nuevas relaciones sociales de producción, tomando al mismo tiempo como problemas los condicionamientos que generan este tipo de procesos y las dificultades inherentes a los mismos.
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Para ello se torna imprescindible, al mismo tiempo, desarrollar modelos socio-técnicos que superen el enfoque tradicional limitado a la “maquinaria” como fenómeno asilado de los procesos de trabajo y gestión. Una ERT, en muchas ocasiones, para poder adaptarse a las necesidades y proyectos de sus trabajadores, o bien de la comunidad que participó en el proceso de recuperación, ha tenido que desplegar modalidades creativas e innovadoras que hasta el momento no se han estudiado en su debida dimensión.
En varios capítulos del libro se aborda en profundidad esta cuestión, incluyendo un trabajo del propio Novaes en el capitulo diecisiete. Allí se señala que las transformaciones operadas en una empresa autogestionada en los términos propuestos por la AST se desarrollan en distintos niveles, desde el más elemental del mismo control de los trabajadores sobre la empresa hasta el último y más elaborado nivel de la organización que conlleve al desarrollo de una nueva herramienta tecnológica pensada y desarrollada en el marco de la producción autogestionaria. Resulta claro que una transformación completa de los procesos de trabajo, tal como lo sostiene este autor, dependen de transformaciones en las relaciones sociales que organizan la producción en general en la cual una ERT en particular se halla inmersa.
Aún así, las experiencias de innovación social al implicar grados de transformación y adaptación socio-técnica, generan aprendizajes y experiencias que con las limitaciones de cada caso van adquiriendo los trabajadores y que es imprescindible constituirlas como experiencias colectivas. Aquí el papel de la Universidad, entre otras instituciones de la denominada Sociedad Civil y del Estado es clave.
El libro está estructurado en tres partes. En la primera, el compilador y director del Programa Facultad Abierta, Andrés Ruggeri, desarrolla diversos aspectos de la problemática, comenzando en los capítulos 1 y 2 por la delimitación conceptual de qué entendemos por empresa recuperada y un análisis del contexto socioeconómico argentino y global en el que se desarrollaron. En los capítulos siguientes, se van desplegando diversos planos analíticos para comprender la complejidad de la experiencia de las ERT, desde aspectos conceptuales relacionados con la misma idea de la autogestión obrera hasta una breve historia de los procesos autogestionarios como antecedentes históricos globales y latinoamericanos, enmarcando en ese contexto la historia y la práctica de la recuperación de unidades productivas por los trabajadores (capítulos 3, 4 y 5). En el capítulo 6, Ruggeri plantea algunos de los nudos problemáticos que considera más importantes acerca de la autogestión en las empresas recuperadas, tratando de dejar expuestas una serie de ejes analíticos que permitan entender los mayores desafíos y avances de los procesos autogestionarios de las ERT. En el siguiente apartado, el problema de la tecnología y la innovación social cierra este recorrido por los que el autor considera cuestiones fundamentales en la interpretación del fenómeno de las ERT, desde una perspectiva que permita pensar sus alcances más allá de los casos particulares. En el último capítulo de esta parte se trata la cuestión de la política, tanto como estrategia organizativa y táctica de lucha por parte de los trabajadores como desde la dimensión estatal.
La segunda parte incluye una serie de trabajos que buscan atravesar algunos otros temas esbozados en la sección anterior. Marcelo Vieta, investigador de la York University de Toronto, Canadá, se adentra en el análisis de las empresas recuperadas en tanto cooperativas de trabajo, para a partir de la formulación de cinco características que distinguen a las ERT de otras cooperativas, desarrollar una tipología de las principales innovaciones sociales que encuentra en el fenómeno.
Natalia Polti, Penélope Mazzoli, Mariela Sarlinga, Soledad Calderón y Verónica Vázquez, del equipo del Programa Facultad Abierta, profundizan en las cuestiones que atañen a la seguridad social de los trabajadores de las ERT, una cuestión de fundamental importancia en el devenir cotidiano de las cooperativas que, sin embargo, ha sido por lo general soslayada en la mayoría de los estudios sobre el tema.
En el capítulo doce, Gabriel Clark y Javier Antivero encaran la cuestión sindical como parte integrante de la problemática de los trabajadores protagonistas de este proceso. En su trabajo se ocupan de establecer las características del modelo sindical tradicional y las relaciones del sindicalismo con diferentes casos de ERT, apuntando a la relación entre el modelo de empleo característico del fordismo y el Estado de Bienestar que forma parte del ideario de dicho modelo sindical y la insuficiencia de éste para dar cuentas de los cambios que introdujo la hegemonía neoliberal en las formas y los significados del trabajo.
La tercera parte aborda la dimensión regional, con trabajos sobre la situación de las empresas recuperadas en la ciudad de Buenos Aires y las provincias de Córdoba y Mendoza. El trabajo de Sabrina Accorinti, Marysol Orlando, Andrea Méndez y Valeria Salvador hace una minuciosa lectura de los datos del relevamiento que el programa Facultad Abierta realizó a fines de 2007, en convenio con el INTI, sobre las ERT de la Capital Federal. Es importante destacar que estos datos, comparados aquí con aquellos de los relevamientos anteriormente hechos por nuestro Programa en 2002 y 2004, permiten actualizar la visión sobre las ERT, generalmente anclada para el análisis en los momentos de eclosión del fenómeno en medio de la crisis de 2001.
Carlos Martínez, Adolfo Buffa y Susana Roitman, de la Universidad de Córdoba, analizan las especificidades del caso en dicha provincia, atravesando los distintos problemas de las ERT a partir del examen de tres casos emblemáticos: la Clínica Junín, el diario Comercio y Justicia y la fábrica de tractores Pauny, un caso controvertido donde se da una cogestión en la cual la cooperativa de los trabajadores forma parte de una sociedad anónima.
Mónica Huertas, en el capítulo 15, aborda el caso de la Mesa de Empresas Recuperadas de Mendoza, una situación única de coordinación y organización regional de ERT. La autora trabaja la problemática de las
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empresas recuperadas mendocinas desde las particularidades de la provincia y a través del análisis de las innovaciones sociales desarrolladas en éstas.
Dan Deligdisch y Fernando García se apartan de la especificidad de las empresas recuperadas para ver otro caso de autogestión obrera en la ciudad de Buenos Aires pero, esta vez, surgido desde un movimiento de trabajadores de desocupados, el MTL (Movimiento Territorial de Liberación). A pesar de las grandes y aparentes diferencias entre ambos casos, el tránsito entre trabajadores desocupados y trabajadores autogestionados permite ver una serie de continuidades entre trayectorias disímiles pero convergentes de autogestión, y apreciar así mejor ambos casos. Se trata de uno de los pocos movimientos sociales surgidos al calor de la crisis de diciembre de 2001 que lograron superar el llamado “ciclo de la protesta” para desarrollar emprendimientos productivos complejos y de gran envergadura, permitiendo a sus miembros recuperar o adquirir el status de trabajadores a partir de la autogestión.
Por último, Henrique Novaes y, nuevamente, Andrés Ruggeri, tratan la dimensión latinoamericana del fenómeno. Novaes, investigador de la Universidad de Campinas, Brasil, realiza un exhaustivo repaso de las investigaciones sobre las fábricas recuperadas brasileñas, a través del cual desglosa las diferentes temáticas y ejes de análisis sobre un movimiento tan extenso y complejo como el argentino.
Andrés Ruggeri, en el último capítulo, toma el Primer Encuentro Latinoamericano de Empresas Recuperadas, realizado en Caracas a fines de 2005, como punto de partida para revisar el panorama de las ERT en varios países latinoamericanos, principalmente Uruguay y Venezuela.
Finalmente, es de esperar que este recorrido por el universo de las empresas recuperadas por sus trabajadores, uno de los movimientos más impactantes surgidos desde la clase trabajadora en esta etapa de capitalismo neoliberal globalizado, sea de utilidad no sólo para una mejor comprensión de este fenómeno, sino para orientar acciones que ayuden al desarrollo de este sector autogestionado de la economía, tanto para quienes apoyamos esta construcción desde diversos aspectos, como para quienes deben orientar las aún escasas políticas públicas dirigidas al sector y, por supuesto, para sus propios protagonistas.
Buenos Aires, 29 de junio de 2009

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Primera parte

Las empresas recuperadas por sus trabajadores, en torno a los problemas y las potencialidades de la autogestión obrera.
Andrés Ruggeri
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Capítulo 1
¿Qué es una Empresa Recuperada por sus Trabajadores?
En los meses siguientes a la gran crisis argentina de diciembre de 2001, se hizo masivamente visible para nuestra sociedad el fenómeno de la ocupación y puesta en producción, por parte de sus trabajadores, de empresas quebradas o abandonadas, llamadas por sus protagonistas empresas recuperadas. Mientras el país se debatía en medio de la mayor crisis económica, social y política de su historia reciente, algunos miles de obreros y empleados de los más diversos oficios y rubros, tanto industriales como de servicios, tomaban en sus manos su destino y enfrentaban todo tipo de dificultades para evitar correr la suerte de millones y convertirse en desocupados estructurales.
Para muchos, las empresas recuperadas por sus trabajadores (ERT) fueron uno más de los novedosos movimientos sociales que emergieron al calor de la debacle nacional. Uno más pero especialmente significativo, por sus características de desarrollo en el centro mismo de lo más sagrado de las relaciones sociales capitalistas, es decir, de la propiedad privada de los medios de producción. Mostraba este proceso la posibilidad de una sociedad y una economía sin patrones, (auto) gestionada por los trabajadores. Esa característica llamó la atención de intelectuales y militantes sociales y políticos de todo el mundo, muchos de los cuales vieron en este fenómeno una alternativa contra el proceso mundial de globalización neoliberal. Desde este punto de vista, las ERT y sus trabajadores se convirtieron en depositarios de una esperanza de cambio social inimaginable en la génesis de su lucha.
Sin embargo, pasaron varios años desde aquella eclosión de tomas y ocupaciones de fábricas y de atención mundial hacia las empresas recuperadas. El proceso se desaceleró al calmarse lo más álgido de la crisis y las ocupaciones y tomas cotidianas se convirtieron en casos excepcionales, un puñado desde aquel entonces. El interés decreció, pero el proceso, para estos trabajadores, siguió siendo una lucha cotidiana y con otros desafíos, menos espectaculares pero quizá más profundos que el conflicto originario que dio origen a las ERT.
Hoy, nuevamente, una crisis económica provocada por el capital, ya no en la Argentina sino en su mismo centro mundial, vuelve a poner a las ERT, potencialmente, en el centro de la escena. Las empresas recuperadas han hecho palpable la capacidad de los trabajadores para poner en funcionamiento establecimientos considerados como no viables por

los capitalistas y la tecnocracia económica y, con ello, abrieron una luz para la propia posibilidad de una economía gestionada por los trabajadores. Al mismo tiempo, sus complejos procesos de desarrollo, en la Argentina y otros países de América Latina, demuestran también la importancia de examinar sus potencialidades, pero también sus limitaciones y problemas para erigirse en empresas de nuevo tipo, con una lógica económica alternativa a la del capital.
Sus posibilidades teóricas, entonces, parecen ser ilimitadas, pero sus problemas prácticos son los decisivos en su cotidianeidad y no deben ser ignorados. Cuando tenemos ya una cantidad considerable de ERT con varios años de funcionamiento, un balance de su experiencia colectiva y sus posibilidades de desarrollo aparece como absolutamente necesario.
Definir a la empresa recuperada no es tan fácil como parece. Se trata de un término surgido al calor de la lucha y desde los propios trabajadores, que pretendieron con esa denominación resaltar el hecho de la recuperación de una fuente de trabajo perdida de no mediar su lucha. Esa recuperación es, además, una recuperación para la golpeada economía del país, más allá de los puestos de trabajo propios. Se sitúan así en una tradición que no es necesariamente la de la lucha obrera anticapitalista, sino la del sindicalismo argentino histórico, estructurado mayoritariamente, desde mediados del siglo XX, alrededor del movimiento peronista.
Sin embargo, que los trabajadores “recuperen” una empresa que el capital abandonó, o autodestruyó, quebró, vació o como queramos denominar el proceso por el cual los empresarios abandonaron o dejaron en manos de los trabajadores una empresa, no es visto por los poderes económicos con ninguna simpatía. La intromisión de los trabajadores en el reino de la propiedad privada, aun cuando los propietarios le hayan dejado el terreno libre (aunque como campo minado), ha provocado en estos una reacción indignada y temerosa.
Si el poder dominante en la Argentina ha venido siendo moderado (hasta el momento) frente a las empresas recuperadas, lo es por la legitimidad social que estas tienen y por su relativa debilidad actual. Para los exponentes de la derecha liberal clásica, como el ex ministro de la dictadura militar Juan Alemann , se trata de un simple, vulgar y peligroso robo. Es el revés de Proudhon, un robo contra la propiedad. Luego de una serie de argumentos basados en la legalidad (la que ellos mismos impusieron a través de un genocidio) y en la lógica empresaria (la misma que llevó al colapso económico del país), termina afirmando, con sus prejuicios de clase como toda evidencia, que las empresas autogestionarias son “el paraíso de los vagos”.
El enorme apoyo social con que contaron los trabajadores que defendían sus puestos de trabajo y la economía del país ocupando sus fábricas y empresas impidió que se propagara esta línea de pensamiento más allá de un restringido y minoritario sector político y social. Durante varios años, por lo general, las empresas recuperadas fueron bien vistas por la opinión pública e incluso por los medios de comunicación masivos, contrastando esto con la declinación en la consideración mediática y de las capas medias de otros fenómenos sociales identificados con el estallido de diciembre de 2001, especialmente los movimientos de trabajadores desocupados, estigmatizados por una clase media que olvidó pronto aquella solidaridad con los “piqueteros” que lució en los momentos más fuertes de la crisis, a medida que recuperaba su poder adquisitivo y capacidad de consumo y perdía el miedo a desbarrancarse hacia el sector más pobre de la sociedad.
Sin embargo, no hace mucho tiempo, el diario “La Nación” retomó el ataque contra las empresas recuperadas en una editorial titulada “Ocupación de fábricas y autogestión”, mostrando o entreviendo un cambio de contexto político más favorable a un ataque abierto:
“Probablemente en algunos casos la fábrica fue abandonada por sus dueños y puede existir una comprensible aspiración de los trabajadores a mantener su fuente de trabajo, pero también es cierto que la ocupación y autogestión obrera ha significado en general la violación del derecho de propiedad, transformando en letra muerta un precepto constitucional. El derecho de los trabajadores de reclamar ante sus empleadores o ante las autoridades no puede prevalecer sobre el derecho de propiedad ni sobre la inviolabilidad del domicilio” .
Si bien los trabajadores de las ERT suelen repetir que la ocupación y la puesta en producción de la fábrica fue una situación no deseada por ellos sino forzada por la necesidad de conservar el empleo y alimentar a sus familias, el carácter agresivo para el sistema de propiedad capitalista que los empresarios y los ideólogos de la derecha neoliberal ven en el fenómeno suele ser simétrico con la perspectiva quizá romántica que ve en las empresas recuperadas una ofensiva obrera conciente o programática contra la propiedad. Como suele pasar en la dinámica social real, el fenómeno es más complejo y heterogéneo de lo que parece y no puede ser reducido a visiones simplistas. En los hechos, la propiedad empresaria se ve afectada profundamente por la recuperación de una empresa para ser gestionada por sus trabajadores. Pero no hay que desconocer el contexto en que se da esa “expropiación” y que son pocos los casos en que los empresarios resistieron la pérdida de esa propiedad. Como veremos, en la mayoría de las ocupaciones la lucha obrera no fue contra el patrón, que había desaparecido después del proceso de vaciamiento o precarización de la empresa, sino contra los mecanismos previstos por la legislación para la liquidación de los bienes de las compañías quebradas (en forma fraudulenta por lo general) y las instancias represivas correspondientes. En muchas otras ocasiones, los trabajadores sólo encontraron resistencia cuando, contra todos los pronósticos, volvieron a hacer funcionar el establecimiento y a valorizarlo nuevamente, motivando que los empresarios que habían abandonado la empresa por inviable volvieran a poner los ojos sobre ella una vez que los antiguos empleados lograron tornarla viable. El Estado, por su parte, muestra una política contradictoria que, a veces, colabora con el desarrollo de la empresa autogestionaria, en otras lo combate y, más de una vez, permanece indiferente.
La visión épica de la recuperación, por otra parte, suele pecar de ingenua, colocando sobre las espaldas de los obreros expectativas y deseos que suelen ir mucho más allá de lo que los trabajadores piensan de sí mismos y del proceso que les tocó llevar adelante. Se le da un carácter épico a una lucha obrera que tiene sin duda ribetes heroicos, pero generalmente en otros términos que los frecuentes planteos ideológicos abstractos que se suelen escuchar sobre las ERT. Se trata de una heroicidad basada en la superación de la angustia de la pérdida del trabajo, de dificultades enormes para la reactivación de plantas arruinadas, dificultades por las que no debe atravesar ninguna empresa “normal”, sin capital, sin propiedad, sin “expertos”, muchas veces con maquinaria destruida o semidestruida, frecuentemente contra la incomprensión o la hostilidad de sindicatos y políticos. Yendo más allá del límite conocido de la vida relativamente segura de la cotidianeidad y sacrificio del trabajo, enfrentando una situación no deseada ni imaginable con escasas herramientas y pocas probabilidades de éxito.
Y, sin embargo, anticapitalistas o no, viables o inviables, precarias o sólidas, existen.
Algunas características generales
Para brindar un panorama sintético de las principales características de las ERT como sector, utilizaremos algunos de los datos de los relevamientos realizados por el Programa Facultad Abierta entre los años 2002 y 2005, publicados en el libro “Las empresas recuperadas en la Argentina” , sobre más de 70 casos.
En principio, estamos hablando de un fenómeno que se distribuye en todo el país y entre variados rubros de la estructura productiva y de servicios, incluyendo a alrededor de 160 casos y 9000 trabajadores. Esta distribución no es aleatoria, sino que tiene estrecha relación con la estructura económica de la Argentina y con los sectores más golpeados por la ofensiva neoliberal de los 90. Esto se refleja en que un 60 % de las ERT se agrupan en el área metropolitana de Buenos Aires, y la mayoría de las del interior en las concentraciones industriales de las provincias de Santa Fe y Córdoba.
El 50 % pertenece a industrias metalúrgicas u otras manufacturas industriales, un18% al rubro alimenticio y un 15 % a servicios no productivos, como salud, educación y hotelería. Sólo el 12 % corresponden a empresas formadas o con parque industrial posterior a 1990, con un alto porcentaje (65 %) de plantas anteriores a 1970, la etapa más dinámica de la Argentina industrial .
Las ERT agrupan además una mayoría de empresas categorizadas como PyMES5, de acuerdo con el número de trabajadores, con un promedio de algo más de 20 miembros. Sin embargo, la cantidad de trabajadores no es el único criterio posible para clasificar la importancia de una empresa, sino que también debemos considerar la capacidad de producción y la facturación, entre otros aspectos. Ambas son difíciles de calcular para las ERT, por ser empresas en recuperación, generalmente con una capacidad instalada que supera con creces la producción efectiva en manos de los trabajadores e incluso la producción de sus últimos tiempos como empresa tradicional, consideraciones que por supuesto se extienden a la facturación. Incluso el número de trabajadores lleva muchos veces a una subvaloración de la importancia de la empresa, pues es común que estas hayan perdido gran cantidad de asalariados en el transcurso de su crisis y que una parte sustantiva de los mismos no resistan el proceso de lucha que implica la recuperación, lo cual da como resultado un número escaso de trabajadores en relación con la capacidad potencial de la ERT.
Si hacemos una comparación de la cantidad de trabajadores que estas empresas empleaban en su momento de mayor expansión con aquellos que protagonizaron el conflicto que llevó a la recuperación, vemos una disminución de cerca del 70 % , no atribuible en su totalidad a cambios tecnológicos y reformas empresariales. Esto evidencia el largo proceso de deterioro de la industria y la economía argentinas y, especialmente, de la precarización (eufemísticamente llamada flexibilización) de las condiciones laborales, previas al conflicto. Los trabajadores que sobrevivieron a este proceso y llevaron adelante la ocupación y la puesta en marcha de la empresa bajo la forma autogestionaria se vieron enfrentados a múltiples dificultades estructurales, entre las cuales la necesidad de llevar el sustento cotidiano a sus familias fue la mayor urgencia. Para eso, todos los recursos eran válidos, pues la alternativa era la destrucción de su vida y la de sus familias, en un país sumergido en la crisis más importante de su historia reciente.
El largo proceso de ocupación y vuelta a la puesta en producción, que lleva en promedio varios meses (más de 9 para los casos iniciados en 2001, 15 en 2002 y 7 en 2003 y 2004 ) es un obstáculo para la permanencia en los puestos de trabajo de aquellos trabajadores más calificados o cuyas especializaciones gozan de mayor requerimiento por el mercado, como el personal administrativo y jerárquico. Quedan así en las ERT los obreros que no tienen otra oportunidad de vida que permanecer hasta el final, perdiéndose los cuadros generalmente destinados a la inserción de la empresa en el mercado. El mejoramiento de la economía argentina en los años posteriores provocó un problema en ese sentido para muchas ERT, que vieron como trabajadores especializados en actividades de gran recuperación (básicamente por la política de tipo de cambio alto que impulsa las exportaciones y desalienta la importación de bienes que se pueden fabricar en el país), abandonaron la empresa autogestionada ante ofrecimientos de mayores salarios por parte de empresas competidoras. Otros han encontrado más rentable trabajar por cuenta propia, incluso para la propia ERT, antes que igualar sus ingresos con trabajadores menos calificados.
Otra importante característica de las ERT es su conformación legal como cooperativas de trabajo. Según nuestros datos , un 94 % de los casos se conformaron bajo esta forma jurídica, correspondiendo el resto a cogestiones , una estatización y casos todavía indefinidos al momento de la encuesta. La elección de la forma cooperativa obedece a varias razones, siendo la de mayor peso que la cooperativa de trabajo es el tipo de organización legalmente válido de mejor adaptación a las características autogestionarias adoptadas por las ERT, de fácil trámite y de ciertas ventajas importantes, entre ellas algunas reducciones impositivas y la posibilidad de ser reconocidos como una continuidad laboral de la empresa fallida por el juez de la quiebra. Ser cooperativa permite poder operar en forma legal en el mercado y ser beneficiarios de la eventual expropiación por parte del Estado de las instalaciones, maquinarias y otros bienes de la antigua empresa. Además, y no menos importante, la formación de la cooperativa de trabajadores permite ejercer el control de la planta sin asumirse como continuación legal de la empresa quebrada y, por lo tanto, sin heredar las generalmente abultadas y a veces millonarias deudas dejadas por los empresarios.
Por otra parte, la cuestión de la cooperativización de las empresas ocupadas por los trabajadores fue contrapuesta, en un debate muy difundido en 2002 y 2003, con el reclamo de estatización bajo control obrero, planteado especialmente en algunas ERT con influencia de partidos de izquierda. Más allá del debate político y teórico alrededor de esta cuestión, la controversia fue zanjada en la práctica: la constitución como cooperativa permitió a los trabajadores avanzar en la formación de la empresa autogestionaria, mientras que el reclamo de la estatización no llevó más que a un callejón sin salida ante la falta de respuesta de un Estado quebrado y enemigo ideológica de esta opción. En la mayoría de los casos en que el colectivo obrero reclamaba la estatización, optaron luego por la formación de la cooperativa.
Tratando de avanzar en la definición, podemos considerar a las empresas recuperadas como un proceso social y económico que presupone la existencia de una empresa anterior, que funcionaba bajo el molde de una empresa capitalista tradicional (inclusive, en algunos casos, bajo formas legales cooperativas) y cuyo proceso de quiebra, vaciamiento o inviabilidad llevó a sus trabajadores a una lucha por su puesta en marcha bajo formas autogestionarias. Elegimos la palabra recuperadas (aun cuando autogestionadas o recuperadas bajo autogestión, podría aparecer como más correcto), porque es el concepto que utilizan los mismos trabajadores, los protagonistas del proceso y, porque, como señalamos recién, implica la noción de ocupación de una empresa preexistente. Se trata de un proceso y no de un “acontecimiento”, por lo que las empresas recuperadas no son solamente las que están produciendo, o las que están expropiadas, o las que son cooperativas de trabajo, o cualquier otro criterio que reduzca el caso a un aspecto del proceso sin contemplar su totalidad, sino una unidad productiva que atraviesa un largo y complejo camino que la lleva a la gestión colectiva de los trabajadores .
Capítulo 2
El neoliberalismo global y el surgimiento de las empresas recuperadas
Las empresas recuperadas son un fenómeno relativamente reciente en la Argentina y estrechamente relacionado con los efectos de la política económica neoliberal sobre la estructura productiva del país y sobre las condiciones del mundo del trabajo. Esto significa, entre otras cosas, que su surgimiento está directamente conectado con el cierre masivo de industrias y la consecuente desocupación de millones de trabajadores.
En estas condiciones, las primeras ERT fueron reacciones desesperadas de obreros que buscaron conservar su fuente de trabajo, por cualquier medio que les permitiera escapar a la marginación social que se había convertido en un horizonte seguro para su futuro. Las condiciones de vida de los desocupados eran visibles amenazas para los trabajadores que aun tenían empleo y los impulsaban a desarrollar estrategias de supervivencia laboral que superaran a las viejas herramientas sindicales que ya no tenían utilidad, pues los sindicatos habían perdido toda capacidad de presión ante los empresarios, en medio de la masividad de la demanda de trabajo en una sociedad en la que el empleo se había constituido en un bien preciado para una enorme mayoría de trabajadores.
Al mismo tiempo, muchos empresarios comenzaron a adoptar una conducta de negocios coherente con ese contexto, consistente en presionar al poder político, nunca tan directamente subordinado a sus intereses como en la década del 90 , para “flexibilizar” (es decir, precarizar) las condiciones laborales, llegar a arreglos a espaldas de los trabajadores con dirigentes sindicales corruptos , sobreexplotar la mano de obra y congelar los salarios. Avanzaron sobre la clase trabajadora en el marco del período de mayor hegemonía del capital desde mediados del siglo XX . Este proceso que impactó ferozmente al interior de los lugares de trabajo fue complementario de una reestructuración brutal de la economía, donde se privatizaron las empresas públicas y se cambió el perfil de la estructura económica del país.
Gran número de empresarios industriales, inclusive pequeños y medianos, optaron por cerrar sus plantas y convertirse en importadores de sus mismos productos, o bien traspasar sus capitales al negocio financiero. La ley de Convertibilidad, que fijó la paridad entre el peso argentino y el dólar, fue el marco que facilitó el proceso, haciendo prácticamente inviable como negocio la producción industrial (salvo en algunas áreas de poderoso poder de lobby y ligadas a las transnacionales, como el sector automotriz), que no podía hacer frente a la ola masiva de importaciones baratas de prácticamente cualquier cosa, incluso productos alimenticios, área donde el país contaba con ventajas comparativas históricas.
Una de las estrategias funcionales a esta opción estratégica de la burguesía argentina fue el llamado “vaciamiento” de empresas, una maniobra fraudulenta mediante la que los empresarios desinvertían en sus propias compañías y realizaban una serie de artimañas que les permitían abandonar el negocio con el mínimo costo, a expensas de los trabajadores y del Estado. Se trataba de estafas al fisco y maniobras de elusión de los derechos laborales -simultáneamente minados por legislaciones cada vez más regresivas -, como indemnizaciones por despido, pago de salarios en término, etc. La gran mayoría de las empresas recuperadas corresponden a firmas víctimas de la tenaza entre las condiciones macroeconómicas neoliberales y las maniobras de sus propios empresarios para salir del negocio industrial con costos mínimos y grandes ganancias especulativas.
En una primera etapa de la década de los 90, el neoliberalismo logró avanzar en esta dirección amparado en la hegemonía política lograda por el primer gobierno de Carlos Menem, privatizando la gran mayoría de las empresas públicas, especialmente las de carácter estratégico, con escasa resistencia organizada desde los trabajadores, y dando un giro de 180 grados a la estructura productiva del país sin que la sociedad pareciera darse por enterada. A este período corresponden muy pocas ERT, y algunos intentos no sobrevivieron el año de existencia. Los trabajadores todavía no comprendían que el peligro de quedarse sin trabajo era la marginalidad estructural.
En la segunda mitad de los 90, comenzó a ser evidente que el cierre de empresas era un callejón sin salida. La desocupación masiva engendró el fenómeno de los movimientos de desocupados, llamados “piqueteros” por su método de lucha consistente en el corte de rutas, especialmente en las áreas del interior del país donde antes la empresa petrolera estatal YPF empleaba masivamente a la población (los primeros cortes en Neuquén y Salta).
Las empresas recuperadas empezaron a aparecer como fenómeno, en medio de grandes dificultades. Se trataba de empresas entre medianas y grandes -al contrario de la mayoría de las posteriores a la crisis de 2001, en su mayoría pequeñas- donde los trabajadores pudieron ejercer mayores presiones sobre los poderes públicos por la fuerza del número y el impacto que el cierre de estas fábricas (IMPA, Yaguané, Zanello, etc.) tenía en la política local, tanto a nivel municipal como en la propia ciudad de Buenos Aires.
Ante esta situación social explosiva el gobierno se vio forzado a implementar los llamados “planes sociales”, como una mínima red de asistencia, siempre dentro del esquema neoliberal de asegurar la gobernabilidad con redes de contención social y sin revertir el esquema estructural antes descrito.
La agudización de la crisis con el gobierno de la Alianza, votado como esperanza de cambio (moderado, por cierto) e incapaz de asumir el desafío de modificar la política económica que estaba llevando al país inexorablemente al estallido social, provocó la proliferación de las ERT, en condiciones muy difíciles. La crisis de diciembre de 2001 hizo que en 2002 el fenómeno de las empresas recuperadas llamara la atención pública y se hiciera visible como uno de los movimientos en boga en el período pos-crisis, junto con los piqueteros y las asambleas barriales.
En el convulsionado período pos devaluación (2002-2003), los casos de ERT se multiplicaron por todo el país, en una suerte de efecto contagio que estaba relacionado con la crisis pero también con el poder de ejemplo y la difusión que tuvieron algunos de los casos más sonados, como Brukman, Zanón o IMPA. Los propios trabajadores desempeñaron un activismo solidario con sus compañeros de las nuevas empresas que cerraban, y el movimiento social en general tuvo un papel de gran importancia en el sostenimiento de las luchas de estos obreros. Las condiciones macroeconómicas del país siguieron llevando a la quiebra a muchas empresas industriales y de todo tipo, especialmente PyMES de escasa capacidad para resistir la crisis. La gran mayoría eran empresas donde el “vaciamiento” y la desinversión llevaron al desenlace final en esta etapa .
Este contexto muestra que, en contraposición a visiones románticas o voluntaristas sobre las ERT, éstas no constituyeron una vía alternativa desarrollada por los trabajadores en oposición al capitalismo o incluso a las transformaciones de la organización del trabajo a partir de la crisis del modelo fordista-taylorista, sino una consecuencia más del proceso neoliberal. En otras palabras, la clase trabajadora argentina generó una respuesta novedosa a la falta de perspectivas de vida que el avance del modelo les planteaba: una respuesta tozuda, negándose a abandonar sus puestos de trabajo a pesar de la desaparición (por quiebra o por fraude) de la empresa que los ocupaba.
En esta perspectiva, la lucha de las ERT volvió a poner en el centro de la lucha social a los trabajadores, que durante toda la década del 90 habían aparecido como ausentes de la resistencia al neoliberalismo, aun siendo sus principales víctimas . Por primera vez en muchos años trabajadores fabriles y del sector privado se sumaban con protagonismo a la resistencia social, llevando a otros obreros a no sentirse tan indefensos y solitarios frente al poder omnímodo de los empresarios. Al mismo tiempo, algunos sindicatos que supieron comprender el proceso pudieron utilizarlo a su favor, teniendo la experiencia de las ERT como una eficaz amenaza para frenar maniobras fraudulentas y mejorar las condiciones laborales. Si bien el conjunto de trabajadores que protagonizaron el proceso de las empresas recuperadas es reducido cuantitativamente, lograron ejercer un poderoso estímulo de fortalecimiento de las luchas laborales en grandes sectores del mundo obrero.
A partir del gobierno de Néstor Kirchner y el comienzo de una nueva etapa de reindustrialización (básicamente con el casi único recurso de herramientas de política económica muy sencillas como fijar un tipo de cambio alto ), el abandono por parte del capital de las plantas industriales y la importación de bienes manufacturados dejó de ser conveniente para la burguesía argentina. Muchos empresarios resucitaron sus viejas plantas y otros volvieron a invertir en la industria, mientras que empresas al borde de la desaparición lograron sobrevivir. Incluso muchas ERT ocupadas en los años anteriores se beneficiaron de las nuevas condiciones económicas, mientras aumentaba cierta capacidad (y voluntad) de asistencia del Estado . El dólar alto favoreció la exportación y desalentó a la importación: la producción nacional volvió a ser negocio.
Las empresas recuperadas, en esta nueva situación, se vieron enfrentadas a un nuevo panorama, en la que las ocupaciones pasaron a ser escasas y la lucha por la supervivencia ya no se expresaba en la movilización política buscando la solidaridad y la atención del Estado, sino principalmente por la consolidación de las ERT como unidades productivas y la búsqueda de estrategias que aseguraran el éxito económico. Las ERT debieron orientarse a competir en el mercado, generalmente en desigualdad de condiciones, y el proceso de ocupaciones se desaceleró bruscamente. Su naturaleza cambió, los casos surgidos entre 2004 y 2008 no fueron ya mayoritariamente de empresas industriales, sino de servicios, cuyas historias de debacle se originan más en malas administraciones que en las condiciones macroeconómicas y las maniobras empresariales. Por lo cual son, además, empresas muy difíciles de gestionar.
Sin embargo, en tiempos recientes, bajo el inflijo de la reciente crisis global capitalista con epicentro en los Estados Unidos de las postrimerías del gobierno de George W. Bush, las amenazas de despidos masivos volvieron a aparecer en el horizonte económico del país y algunos casos nuevos, de características similares a los del período de mayor movilización, comenzaron a resurgir. Sin embargo, todavía es muy pronto como para adelantar algún tipo de conclusión sobre esta nueva etapa.
Neoliberalismo y Globalización
Este proceso de hegemonía neoliberal en que inscribimos el origen de la formación de las ERT no es independiente del proceso de globalización capitalista que introdujo grandes cambios en las estructuras de producción y consumo, la organización del trabajo y el papel del aparato del Estado en todo el mundo, especialmente a partir de la caída del bloque de estados del socialismo “real”. La Argentina, un país donde el Estado había tomado durante décadas un rol protagónico en la gestión de la economía y en garantizar el funcionamiento de la red de seguridad y asistencia social de la población, se vio gravemente afectado por esta hegemonía neoliberal a nivel mundial, expresada en forma brutal durante el gobierno de Carlos Menem.
A principios de los años 90, el Consenso de Washington implantó un decálogo de ideas neoliberales que fueron adoptadas, por lo general, como reglas incuestionables por la mayoría de los gobiernos de la región. En la mayoría de los países latinoamericanos, con el Chile pinochetista como vanguardia sangrienta ya en la década del 80, los llamados planes de ajuste, privatizaciones, achicamiento del Estado y procesos de valorización financiera se dieron en cadena, mostrando un panorama desolador a mediados de la década. El proceso popularizado como globalización se expresó en América Latina arrasando los viejos Estados de Bienestar, en algunos casos muy desarrollados, como en la Argentina, arrollando las conquistas de los trabajadores y disciplinando a la sociedad por la vía del desempleo masivo.
El neoliberalismo generó en poco tiempo una nueva sociedad y un nuevo modelo de Estado, regresivo y desigual en extremo.
El transformado Estado neoliberal no sólo desarticuló el viejo Estado de Bienestar, privatizando las empresas públicas y desarmando el grueso del sistema de seguridad social construido por décadas, sino que cambió radicalmente el rol del Estado, convirtiéndolo en un aparato con la función casi exclusiva de asegurar los intereses de los grandes grupos económicos. De esta manera, se acentuó (si esto era posible) su fase represiva y se lo inutilizó como herramienta de reaseguro de derechos populares. Eventualmente, y la segunda mitad de los ’90 mostró esta nueva transformación, se lo reconstruyó como un instrumento de control social clientelar y, de ser necesario, de contención social para la prevención de estallidos sociales, augurados por sus propios ideólogos.
Esta última función, la de contención social, cobró importancia ante el impacto sociopolítico de la irrupción de los movimientos de desocupados, generados por millones por la desestructuración del aparato industrial y el desguace de las redes de seguridad social simultáneamente.
Rápidamente, esta función de contención social de los sectores expulsados de la estructura productiva y de la relación salarial, reducidos a niveles de lucha por la subsistencia, adquirió peso en la estructura del Estado, vinculado y articulado con la reproducción del aparato político tradicional. De esta manera, no todos los trabajadores expulsados del mercado de trabajo quedaron librados a sus propios medios para sobrevivir, sino que debieron ser asistidos por el Estado para evitar o morigerar el estallido social que finalmente, como profecía autocumplida, sucedió en diciembre de 2001. Si bien esto intentó implementarse en un principio mediante la simple distribución de los llamados planes sociales a través de las redes de clientelismo político -en una suerte de keynesianismo de bajísima intensidad, pues no se buscaba revitalizar la economía mediante el pleno empleo sino moderar la presión social con el simple expediente de evitar la inanición y, al mismo tiempo, mantener un control social del hambre-, la gravedad de la situación mostró pronto la insuficiencia e irrealidad de este esquema.
A medida que las redes de asistencia se mostraron insuficientes, pues, a pesar de destinarse cada vez más recursos a su ampliación y sostenimiento, la desocupación producida por la desindustrialización acelerada de la economía crecía varias veces más rápido que los recursos y las estructuras creadas para contenerla, los sectores populares unificados socialmente bajo la categoría de “desocupados” comenzaron a organizarse y presionar por sus reclamos. Esto produjo innumerables formas de organización y la proliferación de experiencias de microempresas, cooperativas, autogestión genuina o impulsada desde organizaciones políticas o, a partir de la crisis final del modelo, desde el propio Estado.
En el mismo plano y como contracara del fenómeno, el llamado sector informal de la economía (venta ambulante, ferias, trueque, horticultura de subsistencia, etc.) estructurado en forma no asalariada, creció en forma exponencial. Todo este fenómeno complementó, además, la expansión de multitud de formas y fenómenos de trabajo precario, incluyendo los avances del capital sobre la propia fuerza de trabajo asalariada, mediante la anulación de conquistas laborales y la cooptación o derrota de las organizaciones sindicales.

Entre otras cosas, lo que logró la clase dominante fue transferir al Estado el costo político y económico de la contención social y la subsistencia de los sectores sociales que no tenían lugar en la nueva estructuración de la economía nacional, abaratando además el costo de la fuerza de trabajo que consiguió mantenerse bajo relación de dependencia, reduciendo al mínimo el financiamiento que, mediante aportes empresarios y la enorme estructura social del Estado de Bienestar, funcionaba como aporte extrasalarial a la calidad de vida de los trabajadores. No sólo esto desapareció sino que, inclusive, pasó a ser un negocio más para el sector privado, reforzando también las estructuras sindicales cómplices del modelo. Al mismo tiempo, la hegemonía neoliberal generó en tiempo récord una sociedad dual que, a diferencia de otras etapas del capitalismo, no incorpora el conflicto de clases como parte necesaria de las relaciones sociales de producción, sino que busca separarlo incluso espacialmente: el conflicto social más agudo pasa a darse fuera del espacio laboral. El factor disciplinador del desempleo estructural se constituyó también en un poderoso vector de aplacamiento de conflictos.
Esta versión radical del neoliberalismo vivida en la Argentina a partir de 1989 se desplomó finalmente en diciembre de 2001, años antes que las consecuencias de esta política a nivel mundial se manifestaran en otro espectacular colapso global. No fue nuestro país el único en sufrir una crisis de esta naturaleza, quizá sí fue la más extrema. En el resto del mundo, expresiones de resistencia a lo que ya se empezaba a caracterizar como un sistema global neoliberal comenzaron a salir a la luz, tanto en forma de protestas antiglobalización (en los países centrales), como en la formación de gobiernos de base popular que comenzaron a ganar procesos eleccionarios en América Latina, especialmente a partir del ascenso al poder de Hugo Chávez en Venezuela, a fines de 1998.
Este nuevo contexto de resistencia al neoliberalismo global llevó a muchos intelectuales y activistas de todo el mundo a identificar a algunas de las expresiones populares de resistencia y reacción frente a la crisis desatada en la Argentina como parte de un movimiento mundial antiglobalización. Hemos visto, sin embargo, y especialmente para el caso de las empresas recuperadas, que si bien el proceso argentino está relacionado con el contexto global, tiene particularidades propias. Analizando las características de las ERT y su proceso de formación y, especialmente, los procesos políticos y los cambios en la subjetividad obrera, podremos evaluar mejor que desde una visión ideal y apriorística la relación entre este movimiento y la posibilidad de una lucha global contra el capitalismo. De lo que no hay dudas, es de que las ERT argentinas y latinoamericanas surgen en un contexto de aguda crisis neoliberal, de resistencia frente a situaciones extremas antes que como una opción ideológica anticapitalista (como algunos han llegado a pensar equivocadamente) pero que, al mismo tiempo, arrojan luz sobre cuestiones cruciales relacionadas con la reformulación de un proyecto económico y social para una economía de los trabajadores.
Capítulo 3
Autogestión y economía social
Las empresas recuperadas argentinas captaron la atención mundial a partir de la gran crisis de diciembre de 2001, junto con otras expresiones de la gigantesca movilización social que se vivió en el país en esos meses. Pero lo que atrajo de este fenómeno no fue sólo el hecho heroico de las tomas de fábricas, asimilables a otros momentos culminantes de la historia del movimiento obrero internacional, sino el intento de los trabajadores de volver a la producción en empresas arruinadas, sin capital, inmersos en una economía en ruinas donde ningún capitalista invertiría un dólar. El extraordinario esfuerzo de estos obreros fue visto por muchos como un nuevo capítulo de la historia mundial de la autogestión.
Si bien es la idea de autogestión la que más atrae la atención sobre las ERT, en tanto obreros gestionando unidades empresarias antes capitalistas, no es ésta, por lo general, una característica identitaria asumida por sus protagonistas. A diferencia del caso brasileño, donde hay un énfasis conceptual y político en el concepto de autogestión por la influencia de organizaciones sindicales y políticas en la formación de las cooperativas de trabajadores de empresas fallidas , en la Argentina el concepto es prácticamente extraño a la identidad de los trabajadores de las ERT.
La razón de esta ausencia en el lenguaje de los trabajadores reside probablemente en las tradiciones del movimiento obrero argentino y en el contexto dramático de surgimiento de las empresas recuperadas, donde aun la identidad cooperativa encuentra dificultades para imponerse, incluso siendo prácticamente todas las ERT, como ya hemos visto, cooperativas legalmente constituidas y con varios años de funcionamiento. Cooperativismo y autogestión son ideas asociadas en la historia del movimiento obrero internacional, y si bien la historia cooperativa argentina es la más larga de Latinoamérica, en las últimas décadas fue relativamente ajena a los trabajadores organizados, especialmente en las distintas ramas industriales. Y, aunque sean las ERT empresas autogestionarias, es difícil encontrar en ellas una “identidad” como tales, tanto en un sentido político como económico, primando antes que cualquier otro concepto una fuerte conciencia de su condición de trabajadores forzados por la necesidad a una situación extraordinaria de gestión empresarial. Los miembros de la mayoría de las ERT prefieren referirse a sí mismos como trabajadores, antes que cooperativistas o autogestionados.
Como ya hemos dicho anteriormente, la “recuperación”, a pesar de la novedad de la situación, es un concepto más ligado a la historia y las tradiciones obreras argentinas que el de autogestión. La potencia de la palabra, sin embargo, la ha impuesto incluso en otros países, porque está, también, estrechamente relacionada con el contexto de resistencia creativa de los trabajadores frente al neoliberalismo feroz que intentó dejarlos sin trabajo y expulsarlos del aparato productivo. Autogestión, en cambio, parece menos representativo de este proceso. Y, sin embargo, es fundamental para entender lo que pasa en las ERT.
Algunos conceptos sobre la autogestión
Pero es importante aclarar qué entendemos por autogestión y por qué se enlaza con la historia y las luchas del movimiento obrero, en las cuales debemos contextualizar y analizar las empresas recuperadas. En general, el concepto de autogestión tiene connotaciones más ideológicas que concretas, se trata más de una idea democrática y solidaria de cómo tendrían que ser las relaciones económicas e, incluso, sociales y políticas, en una sociedad no capitalista o en procesos de gestión económica que apuntan al final de las relaciones de producción capitalistas. De esta manera, los fenómenos autogestionarios son vistos como fenómenos positivos de una manera algo ingenua, desconociendo los problemas concretos, históricos y presentes en la realidad de las empresas recuperadas u otros emprendimientos a favor de una imagen idealizada de la realidad. Como señala Peixoto de Albuquerque , el concepto de autogestión resurge asociado a las empresas de gestión colectiva herederas de compañías quebradas en el proceso de globalización neoliberal y, al mismo tiempo, “retomando las luchas políticas e ideológicas que dieron origen al concepto, esto es, asociada a un ideal utópico, de transformación y cambio social” . Sin embargo, como este mismo autor señala, no deja por eso de ser ambiguo, remitiendo por lo general a la idea de colectivismo en las relaciones sociales y, específicamente, en las económicas, sin profundizar demasiado y a gusto de quien lo usa.
Provisoriamente, para reducir esta ambigüedad conceptual, podemos establecer que cuando hablamos de autogestión nos referimos a la gestión de los trabajadores sobre una unidad empresarial prescindiendo de capitalistas y gerentes y desarrollando su propia organización del trabajo, bajo formas no jerárquicas. En otras palabras, autogestión significa que los trabajadores imponen colectivamente las normas que regulan la producción, la organización del proceso de trabajo, el uso de los excedentes y la relación con el resto de la economía y la sociedad. La autogestión es una dinámica permanente de relación entre los trabajadores que la protagonizan, no meramente una normativa. La autogestión, por otra parte, significa una apropiación por parte de los trabajadores del proceso de trabajo, con la posibilidad y, más que eso, con la obligación, de modificar las reglas que lo rigen en la empresa capitalista.
Sin embargo, hay otras formas de definir la autogestión, sin entenderla necesariamente como una forma de organización económica alternativa a las propias del sistema capitalista. Se trata, como muchos otros, de un concepto en disputa, cuyo significado varía de acuerdo a los distintos sectores e intereses creados alrededor de su uso. De hecho, las formas de la organización del trabajo en el modelo llamado toyotista, que está muy lejos de poder ser considerado como autogestionario desde el punto de vista anterior, deja en manos de la iniciativa y la autoorganización de los trabajadores porciones (minoritarias, claro está) de la responsabilidad en el manejo de las empresas, impensables bajo modelos anteriores, donde la firmeza de la relación jerárquica y el control estrecho del proceso de trabajo eran partes fundamentales de la eficacia de la organización empresaria. El factor disciplinador del capital sobre el trabajo aparece mediatizado en relación al modelo taylorista-fordista, creando una ilusión de mayor libertad en algunos sectores de trabajadores. Este modelo, aplicado fundamentalmente en las grandes transnacionales en los últimos treinta años, fue altamente nocivo para las organizaciones sindicales y contribuyó notablemente a la disminución de la capacidad de resistencia de los trabajadores. Aunque la idea parezca extraña a quienes ven a la autogestión como un concepto solidario y, por esencia, anticapitalista, a estos procesos gerenciales al interior de empresas capitalistas se les aplica también el concepto de autogestión, esta vez, desde una perspectiva neoliberal .
Algunos emprendimientos aparentemente autogestionarios no son, en realidad, más que aplicaciones de esta lógica de organización del trabajo, externas al emprendimiento pero no al funcionamiento extractor de plusvalor de toda relación capitalista. Así es usada también la normativa cooperativa por el capital para debilitar las conquistas y la capacidad de organización de los trabajadores, utilizando a favor de la precarización laboral la tercerización de sectores de planta o servicios conexos en la forma de cooperativas patronales, que adoptando la formalidad cooperativa evitan pagar cargas sociales y eluden derechos conquistados a lo largo de décadas de lucha del movimiento obrero mundial. Claro está que tales cooperativas patronales están en las antípodas de los procesos de autogestión, con situaciones de precariedad laboral extremas en su interior. Este fenómeno es común en la Argentina y otros países de América Latina, con especial masividad en el Brasil. Es importante destacarlo como un factor que genera desconfianza en trabajadores y sindicatos frente a las cooperativas en general.
Por último, las microempresas cooperativas han proliferado en el llamado sector de la economía social o tercer sector, fomentadas por organizaciones no gubernamentales y las redes de contención social instrumentadas por el Estado neoliberal. Muchos de estos emprendimientos de subsistencia, que apenas controlan una pequeña porción del proceso de trabajo y que dependen en buena medida de subsidios estatales o privados que exigen a sus miembros adoptar formas de organización cooperativas, son calificados por sus mentores como “autogestionarios”. Quizá sea esta la razón por la cual a uno de los organismos financieros internacionales cuya actuación durante la hegemonía neoliberal ha sido duramente cuestionada por su responsabilidad en el proceso de deterioro de las economías y las condiciones socioeconómica latinoamericanas, el BID (Banco Interamericano de Desarrollo), en ocasión de acordar con el Ministerio de Trabajo argentino una línea de financiamiento para ERT, no le importase hablar de empresas autogestionarias y, por el contrario, se declare absolutamente opuesto a la mera mención de la palabra “recuperada” .
Autogestión y economía social o solidaria
Esto último nos lleva directamente a un debate conceptual acerca de si las empresas recuperadas son un fenómeno más de la economía social, asimilable a otros tantos emprendimientos pequeños, a veces microscópicos, surgidos dentro del enorme tendal de marginación social generada por las políticas neoliberales. Podría parecer esto una discusión intelectual, libresca, sin relación con la práctica social, si no fuera porque las políticas públicas con respecto a las ERT suelen basarse en esta asimilación, en la que la “economía social” no es otra cosa que la economía para pobres. Y, si bien hemos señalado que las empresas recuperadas son una consecuencia del proceso de desindustrialización y desocupación masiva del neoliberalismo de los 90, tanto como muchísimos de los emprendimientos de la llamada economía social, hay una enorme diferencia entre la pelea de las ERT por mantenerse dentro del aparato productivo y como trabajadores, luchando para mantener abierta una unidad empresarial, y la trabajosa creación de miniempresas para intentar salir de la situación de marginación, justamente por haber sido expulsados de la economía formal y haber dejado de ser trabajadores desde, a veces, largo tiempo antes.
Las empresas recuperadas no forman parte del andamiaje de contención social financiado por el Estado, por más que éste canalice algunos fondos para su sostenimiento: las empresas recuperadas, con todos sus problemas, dificultades e informalidades organizativas y jurídicas, forman parte, o intentan serlo, de la economía formal. Los microcréditos, subsidios minúsculos y asesoramientos de ONG pensados para gente marginada del mercado de trabajo y luchando por la subsistencia mínima, no son suficientes para sostener el nivel de inversión necesaria para hacer crecer o siquiera para formar el capital de trabajo mínimo de una empresa de las dimensiones que tienen aun las ERT más pequeñas. Calificarlas como parte de la economía social, entendida en los términos tecnocráticos concebidos por los neoliberales, es intentar condenarlas al papel de empresas testimoniales, esqueletos vacíos de fábricas de una Argentina pasada.
Para clarificar esto último es necesario aclarar que el concepto de economía social tiene, por lo general, dos vertientes. Aunque la idea de economía social se confunde y mezcla con la de economía solidaria, hay que hilar un poco más fino para ver el origen de ambos conceptos y concepciones. Podemos decir que la economía social surge como una complementariedad necesaria a la desaparición del Estado de Bienestar y la implantación de las políticas del Consenso de Washington. Cuanto mayor era el éxito (por supuesto, definido en los términos regresivos del modelo) de la política neoliberal, mayor era la necesidad de diseñar mecanismos de contención para la explosiva situación social que se iba generando, en caída sin red a las profundidades de lo que se dio en llamar exclusión social.
Siguiendo a Trinchero (2007), la noción de exclusión social, así como anteriormente la de marginalidad, intenta naturalizar, en el esquema del modelo neoliberal, la generación permanente de desocupados como parte del funcionamiento inherente a la nueva etapa del régimen de acumulación capitalista y el traspaso al Estado, ya no de parte del costo de reproducción de la fuerza de trabajo como en el Estado de Bienestar, sino de la función de garante de la continuidad de la expropiación permanente del trabajo por el capital mediante el sostenimiento de los mínimos niveles de gobernabilidad necesarios en una situación social límite, que de otro modo sería (y frecuentemente lo es) explosiva y riesgosa para la misma naturaleza de las reformuladas relaciones entre el capital y el trabajo.
Esto se da mediante el sostenimiento estatal de un enorme aparato de financiación de emprendimientos que no terminan siquiera por reproducir la vida de los trabajadores pero sí de crear la ilusión de estar desarrollando empresas autogestionarias en base a una lógica económica solidaria.
“Los excluidos en tanto sector autónomo de la economía no serían el resultado del proceso expropiatorio del Capital sino un estamento del ‘nuevo’ capitalismo hacia el cual deben generarse los mecanismos para que se incorporen al proyecto de contrato social pretendido. Es decir en calidad de nuevos pobres cuya reproducción en esas condiciones debe garantizar dicha “economía” siendo la función del Estado la de producir los instrumentos jurídico-políticos de su reconocimiento, orientando hacia dicho reconocimiento la lucha política de la clase trabajadora”. (Trinchero, 2007)
¿Es lícito, entonces, desde este punto de vista, incluir a las ERT como parte de esta economía de “nuevos pobres”? De hacerlo, no estamos más que pasando por alto las enormes diferencias entre una cooperativa de trabajadores que llevan adelante un proceso autogestionario de recuperación o reconversión de una empresa descartada por el “mercado”, sin impulso ni desde las distintas agencias del Estado ni desde las organizaciones del “tercer sector” (y, mucho menos, desde los organismos financieros internacionales), con respecto a las múltiples formas de subsistencia asistida por estos mismos agentes en tanto política de contención social. Como ya dijimos, anclar a las ERT en este campo conceptual refuerza la visión hegemónica que sobre ellas se tiene desde el aparato estatal: la de empresas que deben ser sostenidas como esfuerzos loables de los trabajadores en tanto no disputen el terreno de la economía “real”. En caso de hacerlo, la política comprensiva hacia los pequeños microemprendimientos solidarios se convierte en una, en el mejor de los casos, en la que el “apoyo” a estos casos requiere de mayores exigencias que a las grandes empresas: las ERT que se vuelven competitivas en el mercado o amenazan hacerlo no son sujetos de crédito ni del sistema bancario estatal ni del privado, se les exige requerimientos formales que no tienen en cuenta las particularidades del sector y se las excluye sistemáticamente de los enormes paquetes de subsidios destinados al sostenimiento de gran cantidad de empresas privadas, inclusive grandes grupos monopólicos . Cuando no son objeto, directamente, de hostilidad desde alguno de los poderes del Estado.
Sin embargo, una segunda vertiente de este concepto rescata también las potencialidades de la que prefieren llamar (especialmente a partir de la experiencia brasileña, mucha más antigua y ligada a organizaciones populares que la argentina) la economía solidaria , que presenta muchas de estas experiencias económicas o microeconómicas desde el punto de vista de una propuesta de alternativa económica al capitalismo. Según esta otra visión, la economía solidaria es importante más que nada como un aprendizaje social hacia formas económicas basadas en la solidaridad y con potencialidad de convertirse en una alternativa a la economía política neoliberal. El sostenimiento de iniciativas rayanas en la subsistencia cobra para esta vertiente un sentido dignificador del ser humano reducido a condiciones de “exclusión” y proporciona por lo general una salida única a situaciones sociales extremas mediante relaciones económicas solidarias y ligadas a movimientos y organizaciones populares que puedan reunir la potencialidad de transformar esa lucha por la supervivencia en un nuevo modelo de economía. Coraggio sostiene, por ejemplo, que la economía social es “una propuesta transicional de prácticas económicas de acción transformadora, concientes de la sociedad que quieren generar desde el interior de la economía mixta actualmente existente, en dirección a otra economía, otro sistema económico, organizado por el principio de la reproducción ampliada de la vida de todos los ciudadanos-trabajadores, en contraposición con el principio de la acumulación de capital”.
Desde esta concepción programática, experiencias autogestionarias como las ERT, más ligadas al movimiento obrero, cobran una dimensión distinta, coherente en tanto puesta a prueba de mayores desafíos desde el punto de vista de la reconstrucción de otras lógicas de trabajo y producción que revalidan las experiencias más pequeñas pero mucho más numerosas que pululan en el marco de la precariedad y la informalidad del trabajo, en especial en Latinoamérica. El análisis más detallado de los procesos autogestionarios que se desarrollan en las ERT nos permitirá evaluar mejor esta posibilidad
Capítulo 4
Autogestión y movimiento obrero
La historia de la autogestión es casi tan antigua como la historia del movimiento obrero. Ya en la primera mitad del siglo XIX, cuando se empezaban a organizar los primeros sindicatos europeos en una sociedad en plena y acelerada transformación por la Revolución Industrial, el descontento y la desazón del nuevo proletariado en formación por sus condiciones de vida y por el tipo de sociedad que se estaba estructurando provocó el surgimiento de ideas utópicas y revolucionarias que intentaron plasmarse en organizaciones comunitarias del trabajo.
Muchos de estos intentos fracasaron totalmente, como los falansterios de Fourier y otras comunidades ideales de estos primeros socialistas; otros, más ligados a la lucha real y cotidiana por mejores condiciones de trabajo, se transformaron en las primeras cooperativas, como la célebre de Rochdale en Inglaterra en 1844, reconocida generalmente como la cooperativa que primero logró sistematizar los principios asociativos para un funcionamiento viable como emprendimiento económico .
Sin embargo, y a pesar del desarrollo constante del movimiento cooperativo, que fue objeto de análisis por Marx y otros clásicos del socialismo de fines del siglo XIX y principios del XX, la historia de la autogestión obrera como búsqueda de otra práctica económica de principios solidarios y fuertemente cuestionadora o directamente antagónica del sistema capitalista aparece más relacionada con importantes conflictos obreros.
Los intentos autogestionarios adoptan prácticas más radicalizadas cuando forman parte activa de las grandes luchas obreras de la época, como la Comuna de París en 1871 y las revoluciones rusas de 1905 y, por supuesto, 1917, que inspiró una ola revolucionaria que sacudió Europa y, en menor medida, el resto del mundo, por varios años.
En esta oleada, suelen destacarse como valiosos momentos de ofensiva de los trabajadores sobre el control de los medios de producción los consejos obreros que, bajo el ejemplo de los soviets rusos, se propagaron en Alemania, Hungría e Italia, principalmente, antes de ser sofocados como parte de la reacción contrarrevolucionaria.
La autogestión, entendida como la gestión de los trabajadores de las unidades productivas, no consistía, por lo general, el objetivo principal de los movimientos obreros y de la izquierda europea y mundial de estos años, más orientada a la lucha salarial y sindical, en el caso de los movimientos de trabajadores, y a la toma del poder, en el caso de los partidos socialistas y comunistas .
Aunque relacionadas estas dos instancias entre sí, a veces como momentos de un mismo movimiento, los problemas de la gestión obrera eran dejados para el día después de la Revolución, que no parecía demasiado lejano: con el poder en manos del proletariado, éste debería crear los organismos revolucionarios para la nueva sociedad.
La lucha por la autogestión sin la condición de tener que expulsar al capital ineluctablemente no era objeto de grandes análisis teóricos y fueron escasas las ocasiones prácticas que, por fuera del movimiento cooperativo, pusieran a prueba esta noción. Por lo tanto, los ejemplos autogestionarios de estos años fueron más un ejercicio de poder en el contexto de situaciones revolucionarias que experiencias duraderas de gestión.
En este marco, los consejos obreros, los soviets y otras experiencias similares fueron momentos extraordinarios en que los trabajadores ejercieron poder colectivo al interior de la fábrica pero con una fuerte proyección política hacia su exterior.
El control obrero de la producción que se desarrolló en los primeros tiempos de la revolución soviética tuvo también esta impronta: los trabajadores ejercían una suerte de cogestión con los empresarios mientras convivieron con ellos durante el período que caracterizaron Trotsky y Lenin como “doble poder” –que, si bien el término se refiere a la pugna política entre el gobierno provisional y los soviets, de algún modo se vivía paralelamente en las fábricas entre los obreros y los empresarios – pero, al ser expropiados los capitalistas, el control obrero fue abandonado en poco tiempo a favor de una administración estatal orientada por una planificación centralizada . Los otros casos de la época se dieron en contextos de crisis política que terminaron de manera muy diferente, bajo regímenes reaccionarios .
Otro caso de interesantes características se dio en la zona de control republicano durante la Guerra Civil Española, esta vez con fuerte influencia anarquista. En condiciones muy difíciles, la CNT (Central Nacional de Trabajadores) organizó la gestión obrera en empresas industriales, pequeños talleres y en las zonas rurales, intentando llevar a la práctica la autogestión como sustituta tanto del poder de los capitalistas como del Estado. El baño de sangre en que terminó la guerra con el triunfo franquista y el enfrentamiento interno entre las distintas fuerzas del campo republicano frustraron el desarrollo de esta experiencia de autogestión a gran escala.
En las economías socialistas de tipo soviético, la participación de los trabajadores en la dirección de las empresas se desarrolló en términos, por decirlo de alguna manera, sociales y políticos (si asumimos como válida la pretensión de los partidos de estado de representar los intereses de la clase obrera), y mediante la presencia de comités sindicales o de otras instituciones colectivas de trabajadores similares. Pero es en el caso atípico de la Yugoslavia de Tito donde se desarrolló un tipo de autogestión institucionalizada como característica particular y distintiva de su modelo socialista, apartado en 1948 de la influencia de la URSS, en ese entonces en pleno período stalinista. El modelo de autogestión fue impulsado desde el Estado como parte de esa diferenciación, reconociendo además los límites de la economía centralizada. Sin embargo, como señaló Mlodan Jakopovic , los yugoslavos nunca supieron resolver la contradicción entre la autogestión de base en las empresas y el control del partido sobre una economía planificada y un sistema político poco flexible. A pesar de los éxitos iniciales del sistema, y de su ampliación a diferentes niveles, comunas agrícolas e incluso parte del aparato político, la economía se estancó en la década del 70, en paralelo con el resto de los países del bloque soviético (que no habían iniciado experimentos autogestionarios). La implosión yugoslava, cruenta y simultánea a la crisis terminal política y económica de todos los países socialistas del Este europeo, acabó con esa experiencia, de la cual quedan incluso pocos saldos en términos de aportes teóricos a una teoría de la autogestión.
Por último, tenemos también en la historia de las luchas obreras latinoamericanas importantes experiencias en este mismo sentido. Básicamente, podemos rescatar la preocupación de la Revolución Cubana por la participación de los trabajadores en la economía , con las famosas polémicas alrededor de los incentivos materiales y morales que protagonizó Ernesto Guevara , y los comités de fábrica en el Chile de la Unidad Popular a principios de los 70, abortados sangrientamente por la dictadura pinochetista. Otros ejemplos de experiencias colectivas de gestión económica brotaron en distintos procesos en el Tercer Mundo resultantes de la descolonización de los años 50 y 60, aunque su enumeración excede los objetivos de este trabajo .
Esta breve historización de los procesos autogestionarios nos muestra que la idea y la práctica de la autogestión no es nueva ni exclusiva de los últimos tiempos. Al contrario, los ejemplos son muchos y sus consecuencias profundas, pero de naturaleza radicalmente distinta que los casos contemporáneos que nos ocupan. Tanto el movimiento cooperativo como los distintos ejemplos de consejos obreros u organismos empresarios autogestionarios tuvieron como característica principal la voluntad programática de llevarlos adelante, especialmente en el caso de las cooperativas y de algunos ejemplos directamente relacionados con revoluciones político-sociales de protagonismo obrero, incluso las dirigidas desde el poder del Estado, como en la ex Yugoslavia. Las empresas autogestionarias o recuperadas, especialmente las de los países del Mercosur, tuvieron en cambio un origen basado en la necesidad imperiosa de los trabajadores de conservar su fuente de trabajo en el marco de crisis económica y situaciones críticas producto de la etapa neoliberal del capitalismo global. La autogestión, en estos casos, es una consecuencia impensada pero obligada de esta situación.
Antecedentes en la Argentina
En nuestro país, poseedor de la más antigua tradición cooperativista y sindical de América Latina , con una amplia historia de luchas obreras, los momentos más importantes de poder de los trabajadores sobre la producción tuvieron relación, al igual que en los ejemplos que vimos en el apartado anterior, con condiciones políticas críticas y de grandes luchas obreras en el marco de movilizaciones masivas de la sociedad. Sin embargo, fueron pocas las ocasiones previas a la crisis neoliberal en que los trabajadores llegaron al control de la gestión de empresas y, cuando eso ocurrió, se trató de prolongaciones de medidas de fuerza gremiales en conflictos que habían llegado a altos niveles de radicalización. Los más conocidos casos se dieron en el cordón industrial del sur de la provincia de Santa Fe en el año 1974 y, diez años después, con el regreso del régimen democrático, una dura huelga en la planta de Ford en Pacheco (provincia de Buenos Aires) llevó a los trabajadores a iniciar autónomamente la producción, pero como forma de presionar a la patronal para llegar a un acuerdo .
Sin embargo, el pasaje de empresas privadas o estatales a manos de cooperativas formadas por sus trabajadores no es nuevo en la historia argentina del siglo XX. Uno de los casos actuales más conocidos de empresa recuperada, la metalúrgica IMPA, tuvo su origen en una cooperativa formada en 1961 a partir de una vieja fábrica de capitales alemanes que había sido expropiada por el Estado a fines de la Segunda Guerra Mundial. Otros casos se dieron a finales de la década del ’50, como la textil CITA en La Plata, donde una cooperativa de trabajo se hizo cargo de la empresa ante una cesión por parte del empresario, y la gráfica Cogtal, anteriormente los talleres de los periódicos del primer gobierno peronista, clausurados por el golpe de estado de 1955. Ya en los 80, el caso emblemático fue la empresa de cerámicas Lozadur, cuya gestión cooperativa no sobrevivió luego a la crisis hiperinflacionaria del final del gobierno de Alfonsín.
Las diferencias con las empresas recuperadas actuales son relativamente pocas: el hecho básico es el mismo, ex trabajadores que se hacen cargo de la gestión de una empresa anterior y la ponen exitosamente en producción bajo forma cooperativa. Sin embargo, el estado de las empresas no era ruinoso como en la mayoría de las ERT posteriores y el proceso distó en general de ser tan traumático, pues la mayoría de los pasajes de la gestión privada o estatal a la de los trabajadores se hizo mediante acuerdos con la empresa anterior o disposiciones gubernamentales y en contextos económicos mucho más favorables, por lo menos que los de la década del 90 y la crisis de 2001. Y, por sobre todo, el marco político y social era absolutamente diferente, y cada uno de los procesos mencionados fueron casos extraordinarios donde se combinaron factores no habituales en el contexto de la época.
De todos modos, no parece casualidad que tres de los cuatro casos citados hayan engrosado luego el listado de empresas recuperadas o se encuentren fuertemente vinculados a ellas. CITA e IMPA, a pesar de no haber variado su forma legal cooperativa, se reconocen como ERT a partir de conflictos en su interior a fines de los 90. Y Cogtal redescubrió parte de su vieja historia al incorporarse a la Red Gráfica Cooperativa, un espacio de coordinación empresaria entre una decena de cooperativas del rubro gráfico, más de la mitad de las cuales son empresas recuperadas.
A fines de los años 80, la economía argentina, como el resto de Latinoamérica, comenzó a dirigirse firmemente hacia el neoliberalismo y a una serie de violentas crisis que aceleraron un proceso de achicamiento del Estado, privatizaciones y desindustrialización que cambió radicalmente las condiciones en que se desempeñaba la vida laboral de la clase trabajadora. La práctica sindical habitual comenzó a tener graves problemas en las empresas que cerraban: el sindicato no podía evitar –ni estaba preparado para hacerlo– el cierre de las plantas fabriles, y los trabajadores, habituados a luchar por mejoras salariales y de condiciones de trabajo, no comprendían la gravedad de la situación y el hecho de que los cierres de fábricas eran, por lo general, definitivos, y que los empresarios habían maniobrado de forma tal que cobrar las indemnizaciones y salarios adeudados se tornaba cada vez más difícil. Y, especialmente, los trabajadores estaban habituados a no preocuparse demasiado por la pérdida de trabajo: hasta mediados de los 80, era relativamente fácil conseguir otro.
Fueron pocos los sindicatos que tuvieron la lucidez de comprender la situación y ensayar la formación de cooperativas continuadoras de las empresas quebradas como forma de salir de la angustiosa situación. Especialmente, la UOM-Quilmes implementó la estrategia de la cooperativización, es decir, la recuperación de empresas como forma de conservar el trabajo. Encontramos así los primeros casos de ERT, con todas las características de las actuales, a fines de los 80 en la zona sur del Gran Buenos Aires, impulsadas por este sindicato. De estos primeros casos, ninguno sobrevivió hasta la actualidad. No sólo los trabajadores se encontraron con las típicas dificultades de infraestructura, acceso al mercado y viabilidad comercial que años después debieron enfrentar el grueso de las ERT, sino que su principal obstáculo fueron ellos mismos, en su incomprensión de que un problema incorporado en el imaginario de los asalariados como pasajero, el desempleo, se convertiría en permanente. De no implementarse medidas no habituales y rupturistas con la tradición sindical y, hay que destacar, con los carriles legales corrientes, no había demasiadas posibilidades de recuperar el trabajo.
Los casos proliferaron en la década del 90, conjuntamente con el avance arrollador del neoliberalismo. Las ERT más antiguas que aun sobreviven, la gráfica Campichuelo y la metalúrgica de Quilmes Adabor, surgieron en 1992. A medida que transcurre la década aparecen casos significativos por su magnitud: el Frigorífico Yaguané en La Matanza, con 600 trabajadores, en 1996; la metalúrgica IMPA, ya mencionada, recuperada por un grupo de trabajadores que asumen el control de la cooperativa y luchan denodadamente para volver a la producción en 1998; en 2000, Gip Metal, actual Unión y Fuerza, con cerca de un centenar de trabajadores. A fines de 2001, la explosión de la crisis encuentra a cientos de trabajadores ocupando fábricas, realizando acampes o protestas. Los nombres de ignotas plantas fabriles se hacen conocidos para la población y, en algunos casos, obtienen gran difusión en otras partes del mundo: Brukman, Zanón, Chilavert, Zanello, entre otras. El ejemplo cunde en otras empresas que no son estrictamente fábricas, como la Clínica Junín de Córdoba o el Hotel Bauen en la Ciudad de Buenos Aires. La autogestión de empresas abandonadas por sus patrones se estaba convirtiendo en un fenómeno visible y empezaba a ocupar las páginas de los periódicos, la agenda de los gobiernos y el interés de los académicos.
Si la experimentación social fuera posible, el heterogéneo universo de las empresas recuperadas parecería un muestreo al azar de empresas de todo tipo, tamaño, rubro y estado de conservación, distribuidas en todo el territorio del país siguiendo el patrón de la estructura industrial preexistente, dejadas en manos de sus trabajadores y puestas a prueba en las circunstancias más difíciles: sin patrón, por un lado, pero también sin capital y, a veces, casi sin medios de producción. Pero los conejillos de indias sociales no existen y estos trabajadores están escribiendo en la realidad concreta, contra viento y marea, una página de la historia de la autogestión que nos puede enseñar mucho acerca de las dificultades y los límites pero, también, de las enormes potencialidades de la creación de una nueva lógica de gestión colectiva de la economía. Sobre estos temas nos extenderemos a continuación.  
Capítulo 5
Ocupar y resistir
Ocupar
Ocho carros de asalto de la policía del lado exterior del taller gráfico Gaglianone, ocho obreros del lado de adentro, cuidando las máquinas y la planta. Decenas de vecinos, asambleístas, militantes y trabajadores de otras empresas recuperadas apoyando a los trabajadores de la que luego sería la Cooperativa Chilavert Artes Gráficas, una de las más simbólicas empresas recuperadas de la Argentina. Una escena que se volvió habitual entre los años 2001 y 2003.
Chilavert estuvo ocupada durante ocho meses. El deterioro de la empresa por parte de la patronal había sido permanente desde varios años antes. De a poco, las condiciones de trabajo fueron empeorando, la inversión y el mantenimiento de la maquinaria desaparecieron y empezaron los atrasos salariales, el pago con vales, los despidos y la precarización permanente de las condiciones de trabajo. De los 30 trabajadores que ocupaba Gaglianone años antes, los ocho sobrevivientes que enfrentaron el desenlace final debieron soportar una dura y difícil lucha antes de que la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires les diera la expropiación temporaria de la empresa, el 17 de octubre de 2002. Ya habían recomenzado el trabajo, gracias a la solidaridad de clientes y vecinos. El primer libro impreso bajo gestión de los trabajadores fue, no por casualidad, ¿Qué son las asambleas populares?, y fue sacado de la planta eludiendo la custodia policial permanente que, por orden judicial, tenía como misión impedir la entrada y la salida de materiales de la imprenta. Haciendo un boquete en la pared de un vecino, los libros salieron sin despertar sospechas, pasando a formar parte de la épica de Chilavert.
En aquellos días críticos, las ocupaciones se sucedían una tras otra, con no pocos episodios conflictivos y admirables. Estos son, lógicamente, los momentos que quedaron grabados en la memoria popular, que adquirieron difusión mediática y llegaron a ser registrados en la prensa internacional. Documentales como “La toma”, de Avi Lewis y Naomi Klein, hicieron famosa la lucha de los trabajadores de las empresas recuperadas en el mundo, a partir de la fascinación que produjeron los acontecimientos que se estaban dando en un país que ardía de movilización y respuestas populares a una situación insostenible, que demostraba al resto del planeta las previsibles consecuencias del desenfrenado capitalismo neoliberal.
Sin embargo, la película del proceso de recuperación de empresas por los trabajadores no está completa con esta sola escena. La filmación debería incluir el largo y cotidiano proceso de precarización constante de las condiciones de trabajo, el sufrimiento de los obreros que debían aceptar esta situación ante la perspectiva de quedar en la calle sin alternativas de conseguir otro empleo, las maniobras fraudulentas de muchos empresarios y los esfuerzos honestos de otros (menos) que no pudieron salvar su empresa de las condiciones macroeconómicas imperantes, hasta llegar al momento del desenlace, en que los trabajadores que todavía continuaban en la empresa llegaban un día a la puerta de la fábrica y la encontraban cerrada, muchas veces con su interior saqueado y transportado a otros galpones donde el empresario vaciador intentaba reconstruir otra planta similar, deshaciéndose de los viejos trabajadores sin indemnización, sin pagar deudas ni créditos, contratando otros obreros, también desesperados por trabajo, por salarios sustancialmente menores a los de sus anteriores empleados.
En algunos casos, los trabajadores lograron permanecer dentro de la planta, ocupándola como defensa de sus puestos de trabajo amenazados, custodiando las máquinas para que no desaparecieran y fuera así consumado el vaciamiento, resistiendo intentos de desalojo, por orden judicial a veces, por mera complicidad policial con la patronal otras, y aun completamente ilegales con patotas pagadas por los estafadores. En algunos casos lamentables, el intento de expulsión y disolución del colectivo de trabajadores lo hizo el propio sindicato, en arreglo con los dueños . En otros, los trabajadores hicieron “el aguante” desde afuera, acampando en la puerta de la fábrica, resguardando los bienes de la empresa contra sus propios propietarios, en una situación paradojal: el trabajo impidiendo que el capital se robe a sí mismo. Las ocupaciones en este contexto de crisis profunda duraban varios meses en promedio, incluso años . Ese es el caso de la metalúrgica Acrow, en Florencio Varela, en el extremo sur del conurbano bonaerense, donde los obreros vivieron quince meses dentro de un colectivo abandonado en la puerta de la planta, que no había quebrado ni estaba en proceso de hacerlo, sino siendo vaciada impunemente por los empresarios mientras armaban una línea de producción nueva a metros de la vieja y cada vez más arruinada fábrica. El “aguante” incluyó episodios dramáticos, como cuando algunos obreros se colgaron con arneses a las alturas de la planta y se encadenaron frente a la amenaza de represión de la policía, o cuando un grupo parapolicial con armas largas los desalojó por la fuerza, sólo para que horas después los trabajadores, con apoyo de otros obreros y militantes de organizaciones políticas y sociales, el Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas y el sindicato metalúrgico de Quilmes volvieran a entrar y ocupar la fábrica, esta vez en forma definitiva. Poco después, por fin, la ex Acrow fue expropiada por la provincia de Buenos Aires y puesta en producción bajo gestión obrera.
Estos momentos extremos se dieron con frecuencia, incluso cuando las etapas más desesperantes de la crisis ya habían quedado atrás. El proceso de recuperación de la cooperativa La Nueva Esperanza, ex Global, una fábrica de globos y productos de látex, pasó por momentos traumáticos que demuestran la falta de escrúpulos y la sensación de impunidad de la que dieron muestra algunos empresarios, incluso en fechas tardías como 2004 y 2005 . Los obreros de la fábrica fueron advertidos por los vecinos, al encontrarse con la recurrente situación de fábrica cerrada y paradero desconocido de los dueños, de que estos habían llevado las máquinas con rumbo incierto. La planta se convirtió en un galpón vacío que, poco tiempo después, sufrió un misterioso incendio que casi acabó completamente con el establecimiento. En una tarea detectivesca y que, una vez más, prueba el tesón de los trabajadores al pasar por estas situaciones, los obreros y obreras de Global encontraron el escondite de la maquinaria, en un lugar a 40 km de la Ciudad de Buenos Aires. Después de meses acampando en la puerta del galpón donde los propietarios se habían robado a sí mismos para poder despojar a los trabajadores de sus empleos, la intervención del MNER, una vez más, posibilitó que los futuros cooperativistas recuperaran las máquinas y las volvieran a su lugar original para intentar la vuelta a la producción. Después de tres años de gestión obrera, comparar el funcionamiento de La Nueva Esperanza con respecto al estado en que se hallaba al comienzo del proceso da una imagen cercana a la del milagro.
También hubo situaciones menos problemáticas. Aunque todo proceso de recuperación es conflictivo y angustiante, no todas las ERT debieron pasar por circunstancias tan extremas. En algunos casos, especialmente en el momento de auge de las ocupaciones, la transición entre la empresa quebrada y la cooperativa se hizo sin que la empresa dejara de trabajar, inclusive con acuerdo entre los antiguos dueños y los trabajadores . Así, estos lograron capitalizar en su favor la experiencia y la gran legitimidad política y ante la opinión pública que habían obtenido las ERT. Los casos son pocos pero existen, empresas familiares en que los dueños, ante la perspectiva de quiebra y desaparición de la compañía, preferían dejársela a “los muchachos”, o librarla a su suerte sin que la empresa dejara de trabajar. Otras fueron conflictivas a posteriori: la textil Brukman, una de las ERT que conocieron fama mundial, principalmente por el activismo de izquierda, vivió situaciones muy difíciles en los meses siguientes a la ocupación, con desalojos y represión, pero la toma en sí fue realizada, aunque parezca extraño, sin que los obreros se percataran hasta después de un tiempo de lo que realmente estaban haciendo. El propietario les pidió a los trabajadores que todavía quedaban que le cuidaran la empresa, el 18 de diciembre de 2001, en la víspera del desastre nacional. Y, como el hombre que le dice a la esposa que se va a comprar cigarrillos y no aparece nunca más, sólo intentó volver meses después con la policía y una orden judicial, al ver que la empresa que se le caía a pedazos estaba volviendo a funcionar gracias a sus viejos obreros, en un contexto en que la industria textil empezaba a volver a ser rentable.
Resistir
Estas circunstancias de origen de la ERT tienen, por lo general, cierta importancia en la organización posterior de la empresa autogestionada. Como demuestran los relevamientos realizados por nuestro equipo y por otros , la conflictividad tiene importancia a la hora de unificar el grupo de los trabajadores y reconfigurar las relaciones entre éstos y la reorganización del proceso de trabajo al volver a la producción. En las ERT donde el proceso se dio menos conflictivamente, las relaciones jerárquicas preexistentes tienden a conservarse más que en aquellas donde el proceso de toma y ocupación igualó a todos en la defensa de la fuente de trabajo, reforzó los lazos solidarios entre los trabajadores y cimentó un compromiso de igualdad en la adversidad, que tiende a mantenerse aun cuando la situación mejora. El proceso de vaciamiento suele alejar a aquellos trabajadores con mayores posibilidades de conseguir otro empleo en vista de las pésimas condiciones y peores perspectivas a futuro. En general, el personal jerárquico, los administrativos y los trabajadores más calificados desaparecen o no resisten el conflicto, especialmente si se prolonga por meses. Su deserción suele ser una pérdida sensible que se aprecia luego, al volver a la actividad la empresa como ERT, pero a la vez sirve para homogeneizar el grupo en una experiencia común. El colectivo, posteriormente, rescata como un valor fundamental la solidaridad y la igualdad: a medida que va entrando dinero el reparto se hace en forma igualitaria, y el criterio suele mantenerse posteriormente .
En las empresas donde el proceso se dio con más tranquilidad es probable la conservación de jerarquías, a veces informales, desigualdades salariales y responsabilidades diferenciadas. Al mismo tiempo, la permanencia de personal directivo o más integrado al anterior proceso de gestión puede hacer más rápida la transición hacia la recuperación de porciones del mercado que la empresa anteriormente proveía. Los principales problemas de gestión de la mayoría de las empresas recuperadas, relacionados con la administración y la comercialización, siguen en manos de quienes tenían a cargo o estaban relacionados con esas áreas, o por lo menos, se encuentran en mejores condiciones para desempeñarse en esas funciones. Esto, a su vez, realza las posibilidades de conservar o recrear estructuras gerenciales, con menoscabo de las relaciones igualitarias y las dinámicas autogestionarias.
Pero la resistencia enarbolada por el lema del MNER (“Ocupar, Resistir y Producir”) no se refiere, en la concepción de los trabajadores, solamente a los hechos relacionados con los intentos de desalojo, la represión y los acontecimientos que comúnmente se desarrollan en los conflictos gremiales. Para la mayoría de los trabajadores que pasaron y pasan por estas circunstancias, resistir significa principalmente soportar las presiones a que se ven sometidos para poder sostener su vida en términos materiales y su dignidad como trabajadores. El hecho “vanguardista” de la lucha contra el capitalismo globalizador no es, por lo general, ni siquiera percibido como un motivo para participar de la recuperación de la empresa por sus protagonistas, como sí suele serlo para quienes se acercan a estos procesos desde una perspectiva de opción ideológica.
Llevar el alimento a los hijos y soportar la presión interna en la propia familia es la lucha cotidiana más dura que deben afrontar los trabajadores en la etapa formativa de la ERT. Cuando se le pregunta a los trabajadores acerca de los apoyos recibidos durante el conflicto, la mayoría de ellos, además de mencionar a otros trabajadores, movimientos, universitarios y vecinos, enfatizan el apoyo y la comprensión del grupo familiar. Esto es más comprensible al ver como, para una cantidad significativa de obreros, el desacuerdo o rechazo de la esposa u otros familiares fue una dificultad extra que debieron sobrellevar, pues su percepción de que había que continuar tratando de recuperar el trabajo mediante la puesta en producción por mano propia de la empresa no era a menudo compartida por amigos y familiares cercanos, para quienes se trataba de tiempo perdido en lugar de salir a buscar un nuevo empleo.
Dicha situación se vuelve aun más difícil cuando se trata de mujeres trabajadoras. La situación de la esposa protagonizando un conflicto laboral que deriva en una ocupación de fábrica, con posibilidades de represión policial, pasando incluso noches en carpas o al interior de la planta con compañeros de trabajo y activistas sindicales y políticos, provocó no pocos problemas matrimoniales en un sector social donde la situación de género es por lo general más regresiva que en las clases medias. El protagonismo adquirido por estas mujeres ha impactado fuertemente en la cotidianidad de su vida y ha realzado posteriormente su papel en la gestión de la empresa.
El proceso de ocupación y resistencia busca lograr la autorización legal para poner la empresa en producción, aunque no necesariamente se espera a tener dicho permiso para ponerla en funcionamiento. La experiencia acumulada en los años iniciales ha ido marcando una suerte de camino pautado para conseguirlo. La intervención de otros trabajadores, organizaciones, sindicatos o incluso determinadas instancias estatales es decisiva. Cada caso tiene una situación particular debida al proceso que siguió cada empresa, las características de la rama productiva, la región en que se encuentra y las circunstancias de la quiebra. La ausencia de una normativa específica que proteja los derechos de los trabajadores en estos casos, la claudicación sindical en muchos de ellos y los prejuicios clasistas de la mayoría de los jueces son obstáculos enormes para poder asegurar el traspaso de la empresa fracasada a la propiedad social de los trabajadores.
Por eso, la formación de la cooperativa de trabajo y la obtención del reconocimiento de la continuidad laboral por parte del juzgado en donde se tramita la quiebra son los primeros pasos. El logro de la expropiación es el que les sigue, una forma de sortear la parcialidad de los jueces en la defensa de la propiedad privada por sobre el derecho al trabajo mediante la presión al poder político y a los legisladores. En momentos de crisis general, con los profesionales de la política absolutamente deslegitimados y las instituciones representativas argentinas en estado de extrema debilidad, el logro de las expropiaciones llegó a constituirse en un mecanismo habitual y de relativamente fácil consecución, por lo menos mientras no representara un costo financiero para el Estado . La mayoría de las expropiaciones fueron temporarias, declarando de utilidad pública el inmueble, la materia prima, la maquinaria o la marca, dependiendo del caso. Eso permitía que se adjudicara la continuidad de la explotación de los bienes expropiados a la cooperativa de los trabajadores, por el término de dos años con opción a renovación. Este mecanismo fue más común en la ciudad y en la provincia de Buenos Aires, pero más difícil en el interior, donde el número de ERT expropiadas es sensiblemente menor. La ausencia en algunas provincias de este recurso dejó a muchos casos en situación de extrema debilidad frente a situaciones legales complejas o con jueces hostiles, y no fueron pocos los procesos abortados en las provincias de Santa Fe y Córdoba por esas circunstancias, debiendo algunas ERT hacerse cargo de deudas de los empresarios o intentar comprar la fábrica en el remate judicial de los bienes de la quiebra . En la Ciudad de Buenos Aires se votó, a fines de 2004, una ley que preveía la expropiación definitiva de trece ERT, con un plazo de gracia y luego un período de 20 años para que las cooperativas pagaran el valor de la empresa tasado por el gobierno. Sin embargo, la ley no fue nunca reglamentada por los gobiernos porteños de Ibarra, su sucesor Telerman y, mucho menos, por el del empresario Mauricio Macri, cuyos legisladores votaron casi siempre en contra de las expropiaciones. De esta manera, la sanción de la ley, vivida como un triunfo por los trabajadores y los sectores movilizados en su apoyo, se fue diluyendo en el limbo.
Esta confusa situación legal es uno de los principales motivos de la dificultad de consolidación de las ERT. Su falta de solución mediante una ley de quiebras que favorezca la formación de las cooperativas de trabajadores como continuidad de la empresa fallida, de leyes de expropiación nacionales o de una normativa específica para las cooperativas originadas en empresas recuperadas, muestra a las claras que el Estado argentino prefiere desentenderse del tema para no incursionar en terrenos peligrosos donde se pone en cuestión la propiedad privada o la “seguridad jurídica” que regularmente exigen los grandes lobbys económicos nacionales e internacionales. Al no resolver esta situación, las ERT deambulan en una ambigüedad legal que las hace vulnerables a arbitrariedades judiciales y las pone en una situación de debilidad frente a una futura y probable derechización de la escena política argentina. Al mismo tiempo, esta ambigüedad se manifiesta en ciertos apoyos que les llegan a las cooperativas desde el Estado, un mensaje contradictorio que los trabajadores reciben con el escepticismo y la practicidad que caracteriza a los sectores populares, acostumbrados desde siempre a desconfiar del poder.  
Capítulo 6
Producir en autogestión
Producir, la tercera etapa de la consigna del MNER, podría parecer en un análisis veloz un objetivo cumplido, el final feliz de la historia de la empresa recuperada. Es común que todo el problema de las ERT y la misma idea que intelectuales y activistas de izquierda apoyan con entusiasmo se reduzca a “la fábrica para los que la trabajan”.
La cuestión se limitaría a lograr el control obrero o la gestión colectiva, sin profundizar mucho más allá, reduciendo el problema a la desaparición del patrón. A lo sumo, ante las dificultades que los trabajadores encuentran para poner en producción la empresa, la solución parecería pasar por la ayuda del Estado. Una inyección de capital por parte del Estado resolvería muchos problemas; una estatización, todos.
La idea que subyace bajo esta forma de ver las cosas es que la misión histórica asignada a la clase obrera por el pensamiento de izquierda es una cualidad intrínseca de los trabajadores, en la que el solo hecho de serlo es una suerte de garantía de pureza. Aplicado esto a las ERT, se deposita sobre sus espaldas una responsabilidad enorme: demostrar que los fracasos históricos de casi todas las revoluciones del siglo XX no hicieron mella en esta verdad incuestionable. Pero lo que pasa una vez que los trabajadores toman el control no se resuelve, lamentablemente, con actos de fe. Para ellos, esta cuestión carece absolutamente de sentido. Sus problemas son otros.
Como hemos visto, la experiencia histórica y, más importante aun, la práctica de estos años de empresas recuperadas en Argentina y América Latina indican que esa visión simplista es, como mínimo, ingenua. La resolución del problema –como sabemos, bastante complejo y sufrido – de volver a ocupar la empresa para ponerla en producción es, en realidad, el punto de partida de todo proceso de autogestión, el lugar de inicio de otros problemas, para los que el colectivo de trabajadores no está de ninguna manera preparado por anticipado. Es, también, aún poca la experiencia que se puede transmitir de otros casos, principalmente por la extrema heterogeneidad de las ERT en sus situaciones de origen, procesos, conformación del grupo de trabajadores, región y tipo, rama productiva y tamaño de la empresa.
A partir de este momento, no hay libros ni recetas: la dinámica de la autogestión aparece con toda la incertidumbre y la potencialidad que le es propia.
Los primeros pasos
El piso inicial desde el que parte cada empresa recuperada es definitorio para su rumbo posterior. No es lo mismo intentar volver a la producción en un galpón vacío que en una empresa en buen estado, con stock de materia prima y en la que sólo faltan los gerentes y propietarios. Tratándose de unidades empresariales quebradas y generalmente deterioradas, las más de las veces adrede, el panorama primigenio suele ser precario e intimidatorio. La falta de capital de trabajo, es decir, el capital necesario para la operación de la empresa y el comienzo del círculo productivo, es el gran inconveniente para el inicio de la producción, que lleva a que sea frecuente la aparición del trabajo a façon, en el que se trabaja para un tercero que aporta la materia prima o el capital necesario para iniciar la producción y se lleva el producto terminado para su comercialización.
El trabajo a façon es una de las formas más comunes del recomienzo de actividades de muchas ERT en malas condiciones iniciales. Saltan a la vista los problemas que tiene este sistema, cuya única ventaja es la vuelta del trabajo, que no es poco cuando las cosas están en niveles de precariedad muy difíciles de revertir sin una importante inyección de capital inicial. Es importante aclarar aquí que el tipo de inversión necesaria para la vuelta a la producción de muchas ERT son enormemente superiores a las habituales en la “economía social”: sólo el mantenimiento de la maquinaria ya supera por lo general en varias veces los montos de los microcréditos y subsidios que pueden sostener el equipamiento completo de emprendimientos comunes en los márgenes de la economía, como microestablecimientos alimenticios, bloqueras o huertas orgánicas. Por ejemplo, el monto necesario para volver a producir calzado deportivo en una de las plantas de la ex Gatic utilizando solamente un 50% de la capacidad productiva de la fábrica se estimaba en 2004 en medio millón de dólares, cifra inimaginable de conseguir por los trabajadores sin un aporte externo . La producción a façon permite volver al trabajo en casos como estos, aunque siempre el horizonte deseado es la transitoriedad de esta modalidad hasta poder iniciar alguna producción propia que les permita retomar el control de todo el proceso.
El trabajo a façon pone, como es fácil de ver, un límite claro al proceso de autogestión. Las decisiones estratégicas se toman fuera de la fábrica, por sobre el colectivo de trabajadores. Cuánto y qué producir, dónde comercializar y cómo administrar y qué hacer con los excedentes quedan fuera del control de los miembros de la ERT. Estos pueden organizarse autónomamente en todo lo que concierne al proceso de trabajo, pero los tiempos y los resultados de su trabajo son a medida del “cliente”. De alguna manera, el patrón pasa a estar fuera de la planta. Para el empresario, esto tiene ventajas significativas: puede exigir sin tener que lidiar con los problemas cotidianos de la producción y, lo más importante, sin conflictos sindicales, sin tener que controlar la disciplina o los tiempos, ni correr con los gastos de la seguridad social y los riesgos del trabajo. Su problema es que pierde el control del proceso de trabajo y debe soportar la carga simbólica de tener que negociar de igual a igual con un “empresario” cooperativo que ofrece como un servicio lo que antes estaba totalmente subordinado a los designios del capital: el trabajo.
Trabajar a façon tiene además otro aspecto, que puede ser considerado una “ventaja”: los trabajadores no deben ocuparse de otra cosa que de trabajar, eludiendo los problemas más peliagudos de la gestión, que quedan para el empresario. Esto está lejos del ideal de la empresa autogestionada y del tan promocionado cambio de la subjetividad de los trabajadores sobre las que se han escrito mares de tinta, pero más cerca de la realidad del ex asalariado que empieza a trabajar en forma autónoma. Asumir los problemas de la gestión resueltos hasta ese momento por el empresario y la gerencia, o incluso por los trabajadores administrativos, es difícil e intimidatorio para el obrero de planta, que no conoce otra cosa que su trabajo en la máquina. Este saber no es poco y vale más de lo que generalmente pensó, pero no es suficiente, y lo sabe, para asumir el control total de una empresa .
Pero antes de denostar esta modalidad hay que comprender la situación de trabajadores que, como es obvio, dependen de su trabajo para estar vivos. Cuando no hay forma de producir o lo producido con el escaso capital o materia prima residual disponible no alcanza, es preferible trabajar a façon que no hacerlo. De la misma manera, otras ERT alquilan partes de sus locales no utilizados a terceros, encontrando así una parte de la fábrica convertida en empresa capitalista que explota a otros trabajadores. Recursos ideológicamente impuros pero decisiones inevitables asumidas frente al hambre. Y justo es reconocer que ninguna empresa recuperada está conforme con esa situación. Todas quisieran producir en forma autónoma, en cuanto puedan. Un horizonte que a veces se vuelve inseguro.
Los problemas de la autogestión en las ERT
Para poder analizar cómo se da para el caso de las empresas recuperadas por sus trabajadores lo que definimos como proceso de autogestión en el capítulo 3, vamos a tratar de clarificar algunos conceptos en función de esta experiencia. De esta manera, podremos ver algunas cuestiones internas que problematizan el proceso, intentando hacerlo comprensible en su lógica interna y sus condicionamientos externos. Los problemas afrontados por los trabajadores son muchos, de difícil resolución en las condiciones de surgimiento y el contexto macroeconómico que las rodea, en empresas que forman parte, nos guste o no, de un mercado que continúa operando bajo las reglas del sistema capitalista y con un Estado que, a pesar de algunas líneas de acción secundarias, sigue siendo indiferente a su existencia, cuando no hostil. Este panorama prefigura las formas y mecanismos en que se da la autogestión en las ERT, y permite comprender mejor los enormes esfuerzos que los trabajadores hacen para mantener en funcionamiento sus empresas y para crear una lógica económica diferente a la imperante en las relaciones de producción capitalistas, aun cuando esto no sea ni una definición política o teórica ni un objetivo primordial de los protagonistas de los procesos.
El intento de conceptualizar cómo se desenvuelven las relaciones sociales que conforman un proceso autogestionario en el fenómeno que analizamos busca dar inteligibilidad a lo que se desarrolla en el seno de las ERT. Y esto, por último, tiene sentido para intentar superar los límites de estas experiencias, hacerlas aprovechables en casos futuros y como aportes a una teoría de la autogestión y, en un plano más ambicioso, que contribuyan al desarrollo (o la reconstrucción) de un proyecto de economía y sociedad de trabajadores.
El contexto social y económico
La autogestión como proceso puede ser entendida en un sentido amplio, concibiéndola incluso desde un punto de vista no sólo económico sino también político, social y cultural , o en un sentido restringido al interior de una unidad productiva –o un encadenamiento de varias de ellas que conformen un polo autogestionario mayor . Otra posibilidad, que no es excluyente de las anteriores, es tomar las experiencias autogestionarias en general como un sector, planteándolo no sólo como procesos de gestión sino como una alternativa político-económica.
Tomando este sentido restringido de la autogestión, en el que podemos incluir a la mayoría de los ejemplos que hemos mencionado al hacer una breve historia de los procesos de autogestión obrera al igual que a las ERT latinoamericanas , es importante tener en cuenta que ningún proceso de autogestión protagonizada por trabajadores puede analizarse sin considerar las variables generales en que se desarrolla, vale decir, sin ver como un factor fundamental en qué sistema social y político se inserta y cómo éste influye en el desarrollo del proceso. Esto es indispensable para no caer en un análisis ahistórico, como si se diera en un marco ideal, sin constricciones externas, sin un contexto político y cultural ajeno u hostil a la gestión obrera, sin un mercado competitivo en términos capitalistas y sin personas de carne y hueso inventando en los hechos una práctica social y una lógica económica distinta, sin ensayos previos ni teoría que las guíe.
En el caso de las ERT, ya nos hemos extendido acerca de las condiciones precarias en que se da el fenómeno, administrando unidades productivas o de servicios que fueron abandonadas por el capital en el contexto de un mercado capitalista que continúa operando como siempre y donde no hay ninguna contemplación hacia las ERT por ser “recuperadas”. Es claro en estas situaciones que no podemos ni siquiera intentar entender los procesos que se desarrollan al interior de las ERT sin considerar el modo en que se relacionan con los condicionamientos externos. No estamos hablando de tipos ideales de autogestión en un marco de laboratorio social o de relaciones sociales imaginarias, se trata de trabajadores que deben enfrentar resistencias políticas y culturales y claras constricciones económicas para tener éxito en su intento. Y ese “éxito” puede ser entendido de muchas maneras de acuerdo a las expectativas con que se lo mida: puede ser simplemente recuperar el trabajo, incluso sin formas autogestionarias , o avanzar en el desarrollo de nuevas relaciones sociales de producción. En una línea de gradación imaginaria entre estos objetivos mínimos y máximos, el resultado del proceso puede ser infinitamente variado, lo que depende en gran medida del contexto en que se inserta. Incluso en sociedades donde hay una política estatal proclive a “proteger” a la empresa autogestionaria y ayudarla en su desarrollo como parte integral del avance hacia un nuevo sistema económico-social, como fue en la Yugoslavia titoísta o, en la América Latina actual, en la Venezuela bolivariana –con enormes diferencias entre ambos procesos, separados por décadas y por la caída del socialismo “real”– la influencia de las condiciones sociales, económicas y políticas del conjunto de la sociedad es de capital importancia en el destino del proceso.
En síntesis, carece de sentido ver a las ERT como fenómenos aislados desde una lógica de análisis puramente interna. Es imposible desarrollar un proceso autogestionario sin influencia del mercado capitalista en que la empresa debe operar. El desafío es preservar y desarrollar lógicas internas de racionalidad económica autogestionarias inclusive cuando el producto del proceso deba atenerse a las reglas de la competencia en el mercado. En ese sentido, aunque los trabajadores se sientan “dueños” de su proceso de trabajo, no pueden lograr romper la razón última del trabajo alienado, la producción de mercancías para el intercambio en un mercado cuya lógica y fines últimos está más allá de su control, ni tampoco suplir la carencia de un orden social donde se inserte el trabajo autogestionario prescindiendo de las relaciones sociales hegemonizadas por el capital. Ese límite sólo puede ser traspasado mediante un movimiento que avance concientemente en modificar ese estado de cosas, en el marco de un proceso social histórico que excede por ahora ampliamente las dimensiones del fenómeno que aquí analizamos.
La propiedad
En este marco, una empresa autogestionaria no es necesariamente una empresa de propiedad colectiva. Eso depende, como vimos en el punto anterior, del sistema social y económico donde este emprendimiento se desarrolla y de las circunstancias de su surgimiento. En el caso de la empresa recuperada, este contexto de inserción está lejos de ser uno que propicie la propiedad colectiva de los medios de producción, como en otros procesos históricos producto de regímenes revolucionarios . La forma cooperativa es la única posibilidad dentro del sistema capitalista de que una empresa sea de propiedad colectiva en el sentido de propiedad compartida por los miembros de la asociación. Las ERT adquieren esta posibilidad al constituirse como cooperativas de trabajo, sin que por ello la cooperativa, necesariamente, logre asumir la propiedad de la empresa. Por lo general, el proceso es arduo, debido a la intrincada situación jurídica en que se encuentran la mayoría de los casos, en los que los acreedores de la quiebra de la empresa fallida son diversos: proveedores, clientes, bancos, el propio Estado en sus expresiones municipal, provincial o nacional, empresas de servicios públicos y, siempre, los propios trabajadores a los que se le adeudan salarios, indemnizaciones o aportes previsionales . Los mecanismos de presión política que los trabajadores han desarrollado a través de la experiencia de las distintas ERT permiten apropiarse de la posibilidad del usufructo de la empresa, con distintos argumentos jurídicos y, por supuesto, mediante el hecho consumado de la acción directa. Sin embargo, las expropiaciones (generalmente temporarias y producto de relaciones de fuerza políticas y, por lo tanto, reversibles en caso de debilidad) o el otorgamiento judicial de la continuidad laboral de la cooperativa por sobre la empresa anterior no le aseguran a los trabajadores la propiedad inalienable de la empresa.
Otra cuestión es la propiedad entendida como propiedad social, pública, habitualmente relacionada con la propiedad estatal, asumiendo al Estado como la forma institucional de los intereses de la sociedad en general, concepto altamente discutible dentro del capitalismo y negado explícitamente por las corrientes teóricas que critican la economía política capitalista o que promueven la autogestión como la forma de relaciones sociales y económicas que reemplazará al Estado . La intervención del Estado, en los países del MERCOSUR que reúnen a la mayoría de las ERT latinoamericanas, se ha limitado a expropiaciones poco seguras en los casos más favorables, muy lejos de la voluntad de estatización reclamadas por algunas corrientes que, contradictoriamente, se sitúan o dicen situarse entre las más críticas al orden y al Estado burgués.
Prescindiendo de cuestiones teóricas acerca de las formas futuras o pasadas de la propiedad, es evidente que es éste uno de los problemas importantes que condicionan el desarrollo del fenómeno. Nos encontramos con un obstáculo de tipo jurídico (pero profundamente político) que pone en cuestión la viabilidad misma de la ERT: la propiedad de la empresa está en litigio y hay una lucha desigual entre la legitimidad de la ocupación del establecimiento por los trabajadores y la legalidad en los términos establecidos por la legislación vigente que rodea al proceso y lo hace vulnerable, por su propio origen a partir de empresas capitalistas preexistentes. Por más que los empresarios, en forma oportunista y fraudulenta a veces o contra su voluntad otras, hayan perdido el control de la empresa, un cambio en la correlación de fuerzas sociales y políticas, que la volatilidad de los procesos políticos latinoamericanos impide calificar como de baja probabilidad, puede poner en riesgo todo el proceso.
En la mayoría de los casos, funcionando bajo formas cooperativas pero con un amplio espectro de situaciones legales en cuanto a la propiedad, desde la simple ocupación de las instalaciones hasta cuestionadas expropiaciones temporarias y escasas compras en remates de los inmuebles y maquinarias, los trabajadores deben contentarse con el control de los medios de producción, en lugar de su propiedad. Lo que, por lo menos hasta ahora, parece ser suficiente, aunque deja margen para futuros intentos de reprivatización de las empresas.
El capital
Es básico, en el marco de las relaciones sociales de producción capitalistas, que la única propiedad del trabajador es su fuerza de trabajo, que debe vender al capitalista y es pagada bajo la forma de salario. El trabajo no retribuido es la plusvalía, la fuente de acumulación del capital.
¿Cómo se constituye el capital cuando los trabajadores no tienen a quién vender su fuerza de trabajo? Esta es la relación fundamental que ha desaparecido con el abandono de la empresa por parte del empresario y que, de alguna manera, tiene que ser reformulada en nuevos términos para posibilitar el funcionamiento de la unidad productiva.
Cuáles son estos términos es la disputa profunda que se da en cada uno de estos casos: o se reconstruye la relación capital-trabajo, en cualquiera de sus formas, o se constituye una nueva relación social de producción, aun cuando su alcance y trascendencia quede limitada o relativizada por la pertenencia a una sociedad cuyo modo de producción no se ha alterado en el mismo sentido.
Una vez en posesión del establecimiento, los trabajadores se encuentran en la insólita situación de tener que retomar el ciclo productivo sin capital. Suponiendo una empresa en razonables condiciones de mantenimiento, lo que no suele ser el caso, el colectivo de trabajadores debe buscar la forma de volver a la actividad resolviendo sobre la marcha los problemas que se le presenten, uno de los cuales suele ser el desconocimiento de los mecanismos de la gestión empresaria. Pero el más importante es la ausencia de capital de trabajo, el necesario para poner en marcha la producción mediante la compra de los insumos necesarios que, como se cae de maduro, nadie les va a regalar . A pesar de la ausencia de este capital, la empresa no debe ser construida desde la nada (una importante diferencia con muchos emprendimientos del campo de la economía solidaria) pues, con mayores o menores grados de deterioro, mantenimiento o posibilidad legal de disponer de su uso, en la empresa recuperada hay instalaciones, maquinaria, a veces reservas de insumos o materias primas, incluso, en más de una vez, mercancías no vendidas. Y, también, claro está, abundantes pasivos: deudas, trabajos no realizados que alejaron a clientes y proveedores, servicios cortados, máquinas rotas o robadas, etc. La variedad de las situaciones es tan grande como ERT haya, pero todas tienen el denominador común de la falta de capital de trabajo.
Esta dificultad es percibida como tan determinante que, muchas veces, pareciera ser el único problema de la nueva gestión de los trabajadores. Hace falta capital, y la reacción de las organizaciones que se conformaron como movimientos de empresas recuperadas apuntan a conseguirlo en forma de subsidios estatales. La otra manera, que ya analizamos, es el trabajo a façon. En este último caso, la relación capital-trabajo apenas se altera, lo que cambia es la percepción del trabajador. A veces, especialmente en el caso en que aparecen gestores de la tercerización del trabajo , la relación se tergiversa de tal modo que el empresario que compra la fuerza de trabajo, más el uso de las instalaciones de la ERT, aparece como un “cliente” de la empresa, cuando la realidad es muy otra: la ERT pasa a formar parte externa del proceso de trabajo de la empresa a la que pareciera estar vendiéndole un servicio. La extracción de plusvalor se sigue dando, pero fuera de la fábrica, oculta a la vista del trabajador.
Pero en la mayoría de los casos, cuando la ERT consigue, de alguna manera, el capital inicial para comenzar la producción, aparece el problema de los excedentes, una vez que la actividad productiva se recuperó al nivel en que la generación de éstos empieza a ser pasible de ser repartida. Pasar a percibir las ganancias de la ERT como una ganancia colectiva que va más allá de lo necesario para asegurar los salarios (que ya no son tales, sino retiros, en la terminología del cooperativismo) es uno de los puntos más difíciles de ser asumidos por los trabajadores, donde se pone a prueba si existe o no un cambio en la concepción del trabajo. Es decir, se trata de uno de los momentos claves donde se define la posibilidad del surgimiento de un empresario colectivo, capaz de plantearse estrategias de desarrollo que trasciendan el asegurarse un ingreso mensual promedio, sin recurrir al gerenciamiento de “expertos” o la formación de una nueva jerarquía surgida desde los trabajadores.
Por lo general, la tendencia inicial es asegurar un ingreso para cada trabajador que permita su reproducción, sin pretender más que volver a los mejores momentos de su vida bajo relación salarial . Incluso para esta ambición moderada, más relacionada con las perspectivas de vida y los ideales del asalariado, es necesario superar la tendencia a repartirse el dinero que ingresa sin margen para capitalizar el emprendimiento . Esto puede a veces generar conflictos en el grupo, aunque por lo general esta etapa difícil es atravesada por todas las ERT exitosamente.
Sin embargo, superadas estas primeras fases, la empresa autogestionada también debe definir estrategias a corto, mediano y largo plazo para reproducir y ampliar su capital. Al contrario que el empresario tradicional, que juzga el éxito de su empresa por su capacidad de acumulación, para los trabajadores el índice a tener en cuenta suele ser una combinación de los ingresos percibidos por cada uno de ellos más la mejoría en las condiciones de trabajo, es decir, valores vinculados no a la acumulación de capital sino a la calidad de vida. Y aquí, esto que constituye uno de los aspectos más sanos de la lógica empresaria de la empresa recuperada, se vuelve un problema para su desenvolvimiento en el mercado, pues una vez desarrollado este “conformismo” –en términos capitalistas– puede ser un factor de estancamiento por cuestiones que se encuentran más allá de la concepción de vida del trabajador.
En el capitalismo, con su lógica de competencia y acumulación permanente, no crecer es retroceder. Para crecer, hay que invertir y, especialmente, elaborar planes de negocios, estrategias empresariales destinadas a asegurar y ampliar el nicho de mercado de la empresa.
A las ERT generalmente les falta esta mentalidad agresiva: los ex asalariados tienden a pensar en términos y objetivos de asalariados, relacionados con su vida cotidiana. Muchas ERT no serían viables como empresas tradicionales con su nivel de actividad actual, sin embargo, son perfectamente operables para los trabajadores mientras les permita trabajar y vivir. Para eso, en la jungla del capital, este funcionamiento necesita ser complementado con otras estrategias que, por lo menos, frenen el estancamiento y el eventual retroceso. Por suerte, no necesariamente pasan por la acumulación desenfrenada de capital y la explotación de sí mismos u otros trabajadores. Aquí aparecen lo que llamaremos innovaciones sociales de los trabajadores de las empresas recuperadas, que amplían la perspectiva empresaria a aspectos y actividades ajenas a la lógica de la reproducción y ampliación del capital pero con sentido para la viabilidad de la empresa en tanto autogestionada .
La relación con el mercado
En todos los casos, el producto del trabajo de las empresas recuperadas debe ser comercializado de acuerdo a las reglas escritas y no escritas del mercado, que obliga a insertarse en una lógica de competitividad con empresas tradicionales por el mismo segmento de actividad. Posiblemente la única excepción a este condicionamiento podría constituirse mediante acuerdos de compra subsidiada por el Estado. Se trataría de una excepción relativa, pues la institución estatal no da esta posibilidad graciosamente, sino como parte de acuerdos más amplios, generalmente políticos. La ERT, de todos modos, tendría que vender a precios más favorables pero no muy alejados de los de mercado (so pena de que su interlocutor en el organismo estatal pague las consecuencias de precios excesivamente caros o incumplimientos) y entregar la venta en tiempos precisos y razonables. No obstante, por lo menos en la Argentina, estos acuerdos han sido prometidos muchas veces pero consumado muy pocas.
Hay que tener en cuenta que muchas empresas recuperadas, especialmente en ramas industriales como la metalurgia, no producen para el consumo directo, sino que sus productos forman parte de cadenas de valor a las que no pueden sustraerse. El caso de los autopartistas es claro en ese sentido, sus clientes son terminales automotrices o proveedores de estos que están en condiciones de imponer condiciones que inciden directamente sobre el proceso de trabajo y sobre las condiciones de desarrollo de la empresa. Otro tanto pasa con las ERT que dependen de la compra de materia prima a un proveedor monopólico con capacidad formadora de precios y con enormes desventajas de no operar en escalas muy importantes.
La empresa recuperada no tiene una malla de contención que le permita abstraerse de los condicionamientos y la presión permanente del mercado capitalista. Ni siquiera las escasas asociaciones que se han dado entre ellas en términos económicos han ido demasiado lejos y, a lo sumo, sólo pueden hacerlas más fuertes como conjunto frente a la competencia.
Las lógicas imperantes al exterior de la ERT permanentemente influencian su desarrollo y contrarrestan las tendencias que se vayan desarrollando hacia una lógica económica solidaria. Las relaciones comerciales, la provisión de materias primas, la búsqueda de crédito, las estrategias de venta y de desarrollo están absolutamente condicionadas por las relaciones económicas capitalistas. A pesar de ello, tanto por identidad de clase como por su historia como asalariados, su proceso de origen, formación y la necesidad de preservar las relaciones solidarias entre ellos, los trabajadores no asumen una identificación con este tipo de relaciones económicas de las que no pueden escapar como empresa, por lo menos en el corto plazo de la existencia de las ERT. Y, a pesar de que el mercado es impiadoso y no conoce la solidaridad, a través de las relaciones humanas con proveedores y clientes logran, de alguna manera, atemperar estas situaciones, logrando, especialmente en los primeros tiempos, que antiguos proveedores y clientes contemplen la angustiosa situación de los trabajadores luchando por recuperar el trabajo.
Hasta qué punto la presión del mercado logra conformar tendencias capitalistas dentro de las ERT está por verse. La visión pesimista de clásicos del marxismo como Rosa Luxemburgo al respecto para el caso de las cooperativas de producción está más influenciada por la crítica a la tendencia reformista de la socialdemocracia alemana, que era mayoritaria en el movimiento cooperativo de la época, que a un análisis exhaustivo de la problemática que, además, no es exactamente la misma que la de las empresas recuperadas. Y, si bien es posible que la tendencia a reproducir relaciones sociales capitalistas al interior de las cooperativas crezca dentro de las ERT con el correr del tiempo y de su desarrollo empresarial, también es posible que se consoliden innovaciones sociales que contrarresten estos efectos. Es necesario remarcar, además, que las presiones sobre las ERT no provienen solamente de operar dentro de la lógica del mercado, sino también de los resabios de su propio origen en empresas capitalistas anteriores. Pero, al mismo tiempo, la experiencia de sus protagonistas en ese antiguo régimen de trabajo constituye el principal antídoto frente a esas tendencias. La memoria obrera no es solamente una añoranza de tiempos mejores, también es su mejor y principal recurso para intentar construir una empresa diferente.

El proceso de trabajo
No hay forma, dado el contexto de formación de una ERT, de que los trabajadores comiencen a producir introduciendo modificaciones al proceso que no sean las obligadas por las carencias y el rudimentario estado de la planta, la ausencia de partes enteras de la línea de producción o fallas en la maquinaria. Porque si es lógico que la producción bajo formas autogestionarias implique modificaciones en la organización del proceso de trabajo, hay un cambio importante que es obligatorio: suplir la ausencia de capataces y jefes.
Salvando este aspecto no menor, lo más común es la reproducción de las viejas formas de producción o de organización del trabajo tal cómo eran en la empresa fallida. El cuestionamiento que los trabajadores suelen hacer al patrón recae en los abusos laborales, el autoritarismo de la forma patronal de gestión y en haber hecho fracasar la empresa, dejándolos sin trabajo y obligándolos, por lo tanto, a luchar para recomenzar la producción bajo su propia responsabilidad. Pero, para ellos, el trabajo es el trabajo. Dicho en otros términos, el obrero aprende durante años (y cuanto más antiguo es en el puesto más firme es ese aprendizaje) una única manera de realizar su trabajo, una forma de organización del mismo, adquiriendo una formación controlada por el capital que lo especializa en una función. El trabajador veterano conoce cómo se hacen las cosas, tiene ciertas ideas, muchas veces, de cómo mejorar parte de ese proceso en lo que concierne a su lugar en el organigrama y su tarea específica, se sabe parte de un esquema productivo y qué debe hacer para cumplir su rol en ese esquema. En los equipos toyotistas hay un aprovechamiento limitado de los saberes y la inventiva de cada trabajador, pero los límites de este sistema son claros y puestos firmemente por el capital.
Por todo esto, cuando los trabajadores toman la fábrica suelen pensar que conocen el trabajo, cómo es y cómo se hace (y es justa esa creencia, dentro de las observaciones hechas más arriba) y tienden a creer, especialmente en las plantas industriales, que lo único que se necesita es producir, considerando el trabajo no productivo en sentido estricto (es decir, fuera de la máquina) como superfluo, un mero costo patronal. Esa forma de pensar encuentra pronto sus límites, pues la fábrica puede producir pero no distribuye, no comercializa, no compra insumos, no vende, no planifica ni cumple con trámites contables, en fin, produce sin gestionar.
La necesidad de superar esta situación empuja a los trabajadores a buscar llenar los huecos en el proceso productivo y en la gestión empresarial, lo que incluye algunas modificaciones en el proceso de trabajo. La primera es la reasignación de tareas y la multiplicidad de funciones, mecanismo que permite que trabajadores que jamás se habían apartado de su puesto específico suplan la ausencia del personal que no resistió el conflicto, no acompañó la recuperación o logró conseguir otro empleo frente al cierre de la empresa. Generalmente esto ocurre con los administrativos, vendedores y profesionales, por lo que obreros de planta deben asumir esas funciones en base a su sentido común. El déficit operativo que esto representa en un comienzo se convierte a la larga en una ventaja relativa, pues estos trabajadores muchas veces participan en varias fases del organigrama de trabajo, pudiendo ocupar varios puestos y reemplazar a sus compañeros en caso de ser necesario.
La rotación de los trabajadores en distintos puestos es otra variante de esta situación. Si bien existe, especialmente en el obrero industrial que ya lleva muchos años en un puesto determinado, una suerte de sentido de pertenencia sobre ese lugar específico, a veces sobre la máquina que opera, situación generalmente reforzada por capataces e ingenieros para provocar competencia entre los operarios, es bastante común en las ERT el intercambio de conocimientos entre los trabajadores a fin de evitar que la ausencia de uno de ellos paralice la producción. Esto no es tan sencillo en oficios calificados que llevan años de formación, pero democratiza la organización del trabajo. Otro cambio suele producirse alrededor de los ritmos del trabajo. Al desaparecer el control patronal sobre los tiempos de producción, existe una relativa relajación en este aspecto. El trabajador siente que, sin las exigencias de la empresa capitalista, el trabajo puede ser realizado en otras condiciones. Aparecen formas de trabajar más humanas: sin fichaje, con tiempos de almuerzo u otros descansos, se escucha música, hay una relajación general de las condiciones de trabajo.
Esta forma de hacer sentir que ya no hay patrones y son los trabajadores los que mandan está más relacionada con el pasado como trabajador asalariado que con el presente como autogestionado. Pues la autogestión también tiene (o debería tener) tiempos y ritmos de trabajo, más aun si estos son condicionados por el mercado. Cuando el colectivo comprende esto, se empiezan a adoptar otras normas con las que se sigue intentando hacer más agradable el tiempo dentro de la empresa, pero que suelen imponer ritmos fuertes de trabajo, siempre y cuando la actividad de la ERT así lo requiera. Es común que los trabajadores deban quedarse trabajando más horas de las estipuladas para poder cumplir con un encargo o una entrega atrasada, algo que hubiera exigido a la empresa patronal un pago de horas extras o algún otro tipo de concesión o negociación. Aquí, son las necesidades del conjunto las que deciden. El proceso productivo deja de ser ajeno al trabajador, las razones de gestión que provocan situaciones de este tipo deben ser comprendidas por todos para ser asumidas como propias. Aunque esto es más o menos dificultoso dependiendo del caso y las circunstancias, es imposible planteárselo en la empresa capitalista. La ERT, en cambio, como empresa colectiva, puede aprovechar la fuerza de trabajo en tiempos más extensos y con mayor intensidad, lo que llevó a muchos a calificar esta característica como autoexplotación.
No obstante, creemos que el problema es bastante complejo como para reducirlo a “autoexplotación”. Es frecuente que investigadores sociales de comprensión veloz interpreten de esta manera situaciones que serían, seguramente, calificadas como abusivas en una empresa tradicional. Pero en una ERT, el exceso de tiempo de trabajo diario, o el uso de días no laborables para la producción, tiene significados diferentes. En primer lugar, un sentido de la responsabilidad que antes estaba depositado exclusivamente en quienes manejaban la empresa se vuelve colectivo. Si la ERT no cumple con clientes o compradores, por lógica pura de mercado, la pérdida es para el conjunto de los trabajadores. Aunque no afecte sus ingresos individuales, puede afectar la capacidad de inversión de la cooperativa. Prolongar tiempos de trabajo, aumentar su intensidad no es visto ya como una imposición del patrón sino como una necesidad de desarrollo de la empresa.
Por otra parte, estas manifestaciones de “autoexplotación” no suelen ser absolutas. Aunque en muchas ERT se trabaje en largas jornadas de trabajo, a veces de más de diez horas diarias, suelen incluir descansos, tiempos muertos, intensidades de trabajo menores a las anteriores, sin controles tayloristas del trabajo. Además, es frecuente que las jornadas laborales extraordinarias, de gran duración y trabajo extenuante sean compensadas en otros momentos donde no hay necesidad de tales esfuerzos. Es decir, la “autoexplotación” se relativiza.
Pero es importante discernir este uso de sentido común del concepto de autoexplotación referido a estas situaciones de aquel de quienes, siguiendo la argumentación de Rosa Luxemburgo sobre las cooperativas, entienden la autoexplotación como un proceso inevitable para cualquier forma autogestionaria mientras aun esté inserta en relaciones capitalistas de mercado. Las necesidades de la competencia obligan a los trabajadores a convertirse en sus propios capitalistas, introduciendo métodos y tiempos de trabajo impuestos desde el mercado. Desde esta perspectiva, sólo el cambio de sistema económico-social daría paso a una verdadera autogestión y terminaría con la alienación del trabajo. En las circunstancias históricas concretas en que se desarrollan estas experiencias, este análisis no alcanza para ver las complejidades de la cuestión. En la práctica cotidiana, poco importa mientras no haya perspectivas reales, inmediatas, de acabar con el sistema capitalista. Mientras, a los trabajadores no les queda mejor opción que “autoexplotarse” antes de ser explotados en forma directa por el capital.
Otro factor que es frecuentemente confundido por analistas u observadores acostumbrados a pensar en los términos tradicionales del trabajo está relacionado con actitudes simbólicamente fuertes o que afectan la imagen “combativa” de los trabajadores autogestionados. Una de ellas es la falta de respeto por conductas identitarias del movimiento obrero, como fue, en algunas ERT, no respetar el feriado del 1 de mayo, o dejar de concurrir a las manifestaciones cuando la empresa está en pleno trabajo. Ambas actitudes empiezan a responder a una lógica económica antes que a una sindical o política. Para estos trabajadores, cumplir con los plazos o tareas encomendados a la empresa es más importante y parar la producción o la provisión de servicios les es muchas veces más difícil que a un sindicato sacar la gente a la calle para ir a la Plaza de Mayo . Pararle la producción a la empresa capitalista por causas ajenas al interior de los lugares de trabajo puede no representar un costo a los trabajadores, siempre que tengan un poderoso sindicato atrás capaz de asegurarlo, y sí, lógicamente, para el capitalista, pero es distinto el caso de una ERT donde para poder cumplir con esas circunstancias de la lucha política o gremial es necesario parar la producción o establecer un sistema de turnos o reemplazos.
En suma, si bien en prácticamente ninguna ERT se dieron significativas alteraciones a la organización, tiempos y características del proceso de trabajo, que necesitarían no sólo de una inyección de capital sino además de la capacidad de ver su necesidad, las relaciones entre los trabajadores y el proceso de trabajo mismo sufrieron las inevitables consecuencias del hecho de que éstos hayan tomado el control de la empresa. Quizá los cambios sean pocos, pero son significativos. Lo más destacable es que las modificaciones se dan casi en su totalidad con respecto a algunas de las cuestiones más irritantes del régimen de trabajo capitalista. Tienen que ver con libertades personales, condiciones que hacen a la dignidad del trabajador y a sentir que controla realmente lo que pasa en la empresa. Y afectan especialmente a los tiempos de la jornada de trabajo, las características cotidianas y los ritmos del trabajo. Todas cosas que los trabajadores asalariados querrían tener aseguradas en sus empresas.
La toma de decisiones
Si hay un aspecto que suele ser apuntado como distintivo de la autogestión, la cooperación y el trabajo asociado, lo cual incluye por supuesto a las ERT, es la democratización de la toma de decisiones. Es este aspecto, quizá, el cambio que más resalta de la nueva forma de organización de la empresa autogestionada. Ya no hay un patrón o una gerencia que decide todo lo que debe hacerse o dejarse de hacer. Desaparecen las jerarquías y la asamblea es el órgano soberano. Por fin, los trabajadores mandan y lo hacen colectivamente.
Casi todos los análisis, tanto desde el punto de vista académico como político, destacan este punto como principal característica de las experiencias autogestionarias, especialmente en las ERT. Pero, ¿es realmente así? ¿Y cuáles son los alcances de esta democratización de la toma de decisiones, hasta dónde llega la capacidad asamblearia para modificar lo profundo de las formas del trabajo y la gestión?
Es en el curso del conflicto resultante de la resistencia al cierre de la empresa donde suele consolidarse el método asambleario como forma de construir consenso y unidad en las acciones a tomar para recuperar el trabajo. Este es un requisito indispensable de la lucha sindical. La unanimidad en las acciones es buscada en todo conflicto por los trabajadores, a veces con métodos democráticos, otras veces no tanto, pues una organización sindical burocrática tradicional también puede, hasta cierto punto, lograr el mismo efecto. De hecho, detentar ese poder, real o declamado, es lo que permite al dirigente sindical sentarse a negociar con la empresa como representante de los trabajadores.
Pero en las ERT, ante la frecuente ausencia del sindicato y como requisito indispensable para los difíciles momentos del cierre de la fábrica, la asamblea de trabajadores es esencial como factor de unidad y de debate frente a una situación incierta que exige no equivocarse en los momentos claves y contar con el apoyo de todo el conjunto. Esta forma asamblearia de operar no es, como se suele pensar , un exclusivo resultado de las formas de la movilización social en la crisis de 2001, donde proliferaron los movimientos que, ante la crisis política de las formas tradicionales de organización, apelaron a la asamblea no sólo como mecanismo de toma de decisiones, sino como razón de ser de su identidad como movimiento. No descartamos la influencia de este particular modo de organización social que caracterizó esa coyuntura crítica de la historia reciente del país, pero no podemos dejar de señalar que la realización de asambleas de base es una importante tradición obrera argentina (y del movimiento obrero en general). Los más importantes conflictos de la historia del movimiento sindical tuvieron a la asamblea como instancia definitoria de decisión y legitimación del curso de las acciones a seguir, desde la Semana Trágica de 1919 hasta el Villazo de 1975 y, más cerca en el tiempo, podemos recordar las multitudinarias asambleas de los telefónicos en la fracasada resistencia a la privatización de ENTEL a comienzos de los 90.
La asamblea es, por lo tanto, un importante elemento organizativo del movimiento obrero, que se prolonga en las tomas de las empresas recuperadas, como ratificación de la identidad de clase de las ERT. Y esta impronta se continúa en su organización posterior. En este sentido, la asamblea como instancia máxima de decisión ni es una novedad, ni tampoco está relacionada necesariamente con la adopción de la normativa cooperativa. Esto último es importante para facilitar que la formación de la cooperativa de trabajo (como ahondará Marcelo Vieta en los capítulos 9 y 10) sea asumida con facilidad por los trabajadores, al reproducir prácticas ya conocidas por éstos.
Pero, a su vez, indica que no es la ERT la que debe adaptarse al cooperativismo, sino al revés.
Profundizando un poco más en este punto, encontramos también contradicciones en esta similitud del cooperativismo tradicional con la forma de toma de decisiones en las ERT. En la mayoría de las cooperativas constituidas originalmente como tales, la asamblea se realiza una vez por año y en muchos casos sólo por obligación legal. Es común incluso que se fragüen las actas para cumplir con las inspecciones y que, en la práctica, todas las decisiones pasen por el consejo de administración y por el “socio gerente”, formando muchas veces una jerarquía que poco tiene que ver con los procesos autogestionarios que estamos tratando aquí.
En contraste con eso, la “asamblea permanente” que se da en algunas ERT aparecería como un modo de gestión caótico. Para los tecnócratas del cooperativismo, son un déficit, una muestra de que las ERT no son verdaderas cooperativas y que no saben cómo organizarse como tales. Para colmo, la “asamblea permanente” a veces interrumpe el trabajo y se complementa con mecanismos aun más informales, como consultas ad hoc en el proceso de trabajo, en el sector, en los almuerzos, etc. Los mecanismos formales escasean. Por “exceso” de asambleas, en algunos casos estas deben ser reguladas para no frenar el proceso productivo y, a veces, provocan también el mismo efecto formal que en las cooperativas gerenciales. Por razones opuestas, la asamblea anual obligatoria debe ser fraguada porque, sencillamente, no la constituyeron de acuerdo a las normativas.
Para algunos técnicos, generalmente bien intencionados, esta informalidad es un grave problema de las ERT. Intentan entonces educarlos en el cooperativismo, sin entender que la autogestión es una dinámica que puede ser reglamentada y ordenada, pero nunca reducida a puros mecanismos formales. Ven como fallas organizativas graves la informalidad, la circulación “de pasillo” de la información, la facilidad con que esto deriva en liderazgos personales, etc.
Sin embargo, dichaa crítica no llega a apuntar a otro tipo de límites de esta democracia productiva sui generis que suele imperar en las ERT. Nos referimos al tipo de decisiones que se toman en estos mecanismos formales e informales. Son decisiones que por lo general apuntan a resolver problemas cotidianos de la gestión antes que a planificar metas y estrategias a mediano y largo plazo, y que por esto mismo no siempre pueden frenar los mecanismos de inserción de prácticas de mercado en el seno de la autogestión. Temáticas estratégicas como la (re)organización del proceso de trabajo, la posibilidad de crear circuitos de comercialización alternativos o de cómo profundizar la calidad del proceso de autogestión no suelen ser tratadas ni tampoco abundan otras instancias de formación y debate que incluyan estos problemas, mientras que temas que aparecen como más inmediatos, como el monto, aumento o disminución de los retiros, la necesidad de determinadas inversiones, la incorporación de nuevos trabajadores o puntuales problemas entre los asociados por distintas cuestiones suelen ocupar la totalidad del temario de las reuniones. Es la agenda cotidiana la que suele imponer los temas de debate y, por lo tanto, las decisiones que se toman en estas instancias abiertas de participación, y difícilmente se logran prever problemas decisivos acerca de cómo evitar la proliferación de lógicas de mercado dentro de la ERT, ni mucho menos una planificación destinada a superarlas.
En otras palabras, la abundancia de mecanismos formales e informales de debate y decisión no siempre asegura la calidad de los mismos ni su existencia garantiza a la ERT una conducción de los trabajadores por sobre todos los aspectos de la dinámica empresarial. Hay también procesos de amoldamiento al mercado que no aparecen en esas instancias porque son difíciles de ser percibidos como problemas.
Por otra parte, las diferencias entre los trabajadores por sus funciones anteriores pueden seguir influenciando la dinámica interna, especialmente entre personal administrativo o que cumplió funciones más cercanas a la gerencia y el personal de planta. Y la frecuencia o abundancia de instancias asamblearias no significa que necesariamente la participación de los trabajadores sea del mismo nivel de compromiso. Al contrario, es frecuente escuchar a quienes asumen responsabilidades en los consejos de administración quejarse de escasa participación por parte de sus compañeros. Esta situación exige mucha atención de quienes toman en sus manos las principales responsabilidades para no comenzar el camino hacia una jerarquización explícita o encubierta de la ERT. El descompromiso de unos puede llevar fácilmente a la burocratización de los otros, comenzando a formar una brecha que es difícil que no tenga consecuencias internas graves hacia la unidad del conjunto, provocando una división de tareas que empiece a ser vista por ambos lados como un remedo de la antigua situación jerárquica de la empresa, pero esta vez formada en su totalidad por trabajadores.
La abundancia de mecanismos asamblearios responde, entonces, a tradiciones obreras firmemente arraigadas en la conciencia y las prácticas de los trabajadores que no necesariamente significan un traslado al conjunto de las decisiones de gestión. Modos de representación heredados de los antiguos tiempos gremiales también influyen en la posterior conformación de los mecanismos de dirección de la ERT, sin que necesariamente demuestren eficacia de gestión, sino simplemente una prolongación de liderazgos previos que remiten a otra lógica, ajena a la económica. Al mismo tiempo, las críticas de los expertos en gestión hacia la informalidad de estos mecanismos no terminan de apuntar a la solución de los problemas sino a la formalización burocrática de los mismos, proponiendo en los hechos, intencionadamente o no, un ahogo de la dinámica autogestionaria a cambio de un correcto llenado de papeles ante organismos públicos o crediticios y un funcionamiento cada vez menos diferenciado de aquel de la empresa tradicional. Esta tensión entre la práctica cotidiana, planteos formalizadores y la generación de mecanismos democráticos profundos y adaptados a las particularidades autogestionarias es comprensible dentro de la precariedad de muchas de las experiencias y el escaso tiempo de formación de las mismas. En algunos casos, la reducción a prácticas jerarquizadas (formales o informales) de las instancias de decisión ha llevado a graves conflictos que pusieron o ponen en riesgo la misma existencia de la empresa y, en otros, la han transformado en estructuras rígidas y bastante cercanas a las cooperativas tradicionales. La explicación de estos problemas no pasa tanto por la demanda de democracia interna, como podría pensarse desde fuera, sino por cuestiones relacionadas con la conciencia de los trabajadores y las dificultades para encontrar una dinámica autogestionaria que pueda construir una lógica económica que rompa con el proceso de trabajo y la estructura definida desde el mercado heredada de la empresa capitalista fallida.
La conciencia del trabajador
Suele insistirse en que uno de los procesos más interesantes ocurridos en las ERT está relacionado con los cambios en la subjetividad del trabajador, relacionados directamente con el paso de ser un trabajador asalariado, sometido a una relación jerárquica con el patrón, a ser un trabajador dueño de sí mismo y que forma parte de un colectivo autogestionado, sin jerarquías y en pie de igualdad, en una experiencia liberadora de una subjetivad de trabajadores fuera de la relación capital-trabajo . Esta noción, aunque incorpora elementos conceptuales muy diversos, puede ser asimilable desde enfoques muy diferentes –y que sus autores negarían como contrapuestos– a la idea, más clásica al marxismo, de conciencia de clase, o clase para sí. Los obreros de las empresas recuperadas son llevados por su experiencia de lucha y de vida a asumir una conciencia diferente a la del trabajador asalariado, conciente de su papel como vanguardia de los procesos de cambio social.
La evidencia de estos cambios estaría dada principalmente por el hecho mismo de la empresa recuperada, sin profundizar demasiado en la constatación de una noción a priori, que habla más de la subjetividad del que lo afirma que de la de los trabajadores.. Sin embargo, estudios que se desarrollaron con mayor profundidad temporal encuentran compleja la cuestión. ¿Cuáles son los alcances de estos cambios en la conciencia del trabajador de las ERT?
Este punto es importante no sólo por la abundancia de interpretaciones en este sentido sino también para entender algunos de los puntos anteriores, especialmente aquel que señalamos en el apartado anterior referido a la cuestión de los mecanismos de decisión internos y a la posibilidad de la reaparición de prácticas jerárquicas y lógicas económicas tradicionales en las ERT, así como a la forma de resolución de los conflictos internos.
Hemos encontrado a lo largo de este trabajo numerosas evidencias de cambios profundos en la mentalidad del trabajador. El sólo hecho de pensar la producción bajo gestión de los trabajadores y, más aun, de practicarla, ya coloca al trabajador en una situación absolutamente distinta a la del asalariado, con todo lo que ello conlleva de desafiante, problemático y hasta amedrentador. Pero no todos los protagonistas procesan el hecho de la misma manera. Una vez más, se subestima en muchos análisis la importancia de las tradiciones del movimiento obrero y los condicionamientos de los mecanismos sindicales de resolución de problemas en la forma en que los miembros de las ERT encaran esta nueva e inesperada etapa de su vida como trabajadores.
Como señalamos anteriormente, las expectativas de logros de la mayoría de los trabajadores guarda una directa relación con sus perspectivas como asalariados, no sólo en lo referido a la capacidad adquisitiva esperada y las posibilidades de logros económicos, sino también a su papel social como miembros de las clases subordinadas de la sociedad. Esta conciencia de ser “de abajo” y de tener un techo en su participación social y política pone en conflicto al trabajador consigo mismo, pues en la ERT se convierte, quiera o no, en un protagonista obligado de la historia. Aunque se piense en el destino manifiesto de la clase obrera, los miembros de carne y hueso de esa clase en esta etapa histórica de esta parte del mundo no suelen ser militantes revolucionarios, sino personas habituadas a la resignación y la explotación. El cierre de la empresa forma en ese sentido un eslabón más de esa cadena a la que parecen estar condenados. La decadencia del poder sindical durante los 90 aumentó la sensación de indefensión y agregó elementos para ser pesimistas, pero estar entre la espada y la pared obligó a los trabajadores en cuestión a reaccionar de la manera en que lo hicieron. Pero no debemos olvidar que los aproximadamente 9000 trabajadores de empresas recuperadas son una gota de agua en el océano de los millones que quedaron desocupados sin poder reaccionar antes que fuera demasiado tarde.
Este es el piso desde donde se parte y, por lo tanto, el cambio en la percepción de sí mismos de estos trabajadores es realmente importante. Llevaron

que a través de 150 entrevistas a trabajadores detectó manifestaciones de xenofobia contra trabajadores extranjeros y diversos niveles de identificación con las luchas de otros trabajadores y consideraciones sobre los causas de la recuperación de la empresa (Rebón, 2004). También destaca el rechazo de muchos a “la política” y “los sindicalistas” y, en un trabajo posterior, hasta manifestaciones de homofobia (Rebón y Saavedra, 2006).
una lucha difícil adelante y con éxito. Lograron lo que los empresarios no pudieron, casi sin ayuda externa. Lo que tienen se lo deben a ellos mismos y a la solidaridad de otros trabajadores como ellos, mayoritariamente, además de otros actores sociales y políticos.
Sin embargo, eso no siempre alcanza. La conciencia de ser trabajador les significa una dificultad enorme para identificarse, por ejemplo, con el movimiento cooperativo. Y es este un problema de clase, producto de las transformaciones que sufrió el cooperativismo desde sus orígenes obreros a fines del siglo XIX, que lo relacionan actualmente más con sectores medios y pequeños y medianos empresarios que con los obreros, de los cuales muchas cooperativas son empleadores.
Más importante es la permanencia de resabios significativos de la identidad de asalariado por encima de la de autogestionado, lo que impide a veces al colectivo avanzar en su dinámica autogestionaria y generar modificaciones en el proceso de trabajo o en la organización de la producción, en suma, producir cambios en la lógica de las relaciones económicas de la empresa. .
Basamos este análisis en dos fenómenos repetidos en varios casos, con consecuencias sobre la dinámica interna de las ERT. Ambos sirven para ilustrar que el pretendido cambio de la subjetividad del trabajador no es, por lo menos, un proceso fácil. La desaparición del patrón no asegura el surgimiento de un colectivo conciente de sí mismo y de su papel en la gestión como su reemplazo, salvo excepciones. Y menos en el corto plazo.
El primero de estos fenómenos que nos interesa puntualizar es el que podríamos llamar la sobrevivencia de una conciencia sindical que predomina sobre la autogestionaria en un sector de los trabajadores. Esto, por supuesto, no es generalizado, pero ocurre con frecuencia en ERT con planteles importantes de trabajadores, donde la relación personal entre ellos que caracteriza a las empresas más pequeñas queda inmersa en un conjunto de relaciones sociales que se articula a partir de relaciones más o menos conflictivas entre grupos antes que entre individuos. Es decir, un conflicto en una ERT de diez trabajadores puede ser visto como resultado de la animosidad o mala relación entre dos personas, pero difícilmente sea así en una donde trabajan cien. Los conflictos en estos casos suelen expresarse en líneas internas o grupos enfrentados, generalmente por el control del manejo de los asuntos de gestión. En los casos que conocemos que ha pasado esto en forma grave, es evidente que el surgimiento de esta renovada conciencia sindical tiene relación con la identificación del grupo que se encarga de la administración con conductas patronales, por parte de un grupo de trabajadores no implicados en los asuntos de gestión. Y esta visión está siempre relacionada con las dificultades económicas que atraviese en ese momento la ERT. Es decir, se asocia con conductas patronales lo que puede ser una mala gestión o una incapacidad de estos trabajadores para superar dificultades en la gestión empresaria. Se le adjudica a la conducción, por ellos mismos elegida, el papel del patrón y se le hace el mismo tipo de reclamos, que por eso llamamos “sindicales”, que le hace un gremio al directorio de una empresa. Pero esta conducta es, generalmente, el reverso de una falta enorme de compromiso con la autogestión. Pues por más graves que sean los errores (incluyendo eventuales casos de corrupción), hay una responsabilidad última del conjunto de los trabajadores, que son quienes los eligieron para representarlos en el manejo de los asuntos de la cooperativa y que, como mínimo, no ejercieron suficiente control sobre los actos de este grupo.
El resurgimiento de esta conciencia “sindical” cuando no hay patrón (exceptuando eventuales casos donde realmente haya intentos de formar una nueva jerarquía empresaria) no remite a un cambio de la subjetividad del trabajador sino a la permanencia de viejas formas de pensar y comportarse. Generalmente los trabajadores que reaccionan airadamente frente, por ejemplo, a una obligada reducción salarial por dificultades económicas de la ERT, son los mismos que callaban sistemáticamente en las asambleas o que eran partidarios de no invertir y repartirse los excedentes, ajenos aun a la conciencia de que la empresa está ahora bajo su responsabilidad. Otras veces, la reacción surge como un intento de corregir esa falta de compromiso y retomar el rumbo autogestionario de una empresa que no había logrado ser asumida como una gestión colectiva.
Contrastando con este fenómeno, el segundo problema que queríamos puntualizar no se da en casos de dificultades económicas sino en casos de crecimiento. Acá también se pone a prueba la profundidad de los cambios en la subjetividad del trabajador. Al contrario del caso anterior, donde la perspectiva de un empeoramiento de los retiros o de las condiciones económicas generales de la empresa provoca una reacción de quienes se siguen considerando como asalariados que ejercen sus derechos frente a quienes toman las decisiones, identificándolos con una nueva patronal, aquí se trata de que el conjunto de trabajadores que recuperó la empresa toma actitudes de una patronal colectiva. El grupo original se considera con más derechos sobre la ERT que los nuevos trabajadores, a pesar de que necesita de estos para asegurar el crecimiento de la empresa. Aunque no siempre se da esta situación, el crecimiento pone generalmente a prueba las convicciones de los trabajadores y su compromiso con el proceso de autogestión. Y no sólo eso, pone a prueba su solidaridad obrera con otros trabajadores y en debate el sentido de los innegables cambios en su subjetividad.
Lo primero que hay que ver aquí es una cuestión derivada de la legislación argentina para las cooperativas de trabajo, que estipula que sólo puede emplear como trabajadores a sus propios socios, con plenos derechos y obligaciones. Para que una ERT conformada como cooperativa de trabajo pueda incorporar trabajadores, debe integrarlos a prueba por un período de seis meses y luego asociarlo o despedirlo. Una vez que es socio, su exclusión de la cooperativa es un proceso legal arduo y complicado. Por lo tanto, la decisión de sumar trabajadores reviste una gravedad mucho mayor que para un empresario, más aun con los mecanismos de elusión de los derechos laborales generados en la década del 90, e incluso que para una cooperativa de otro tipo. La ERT que decide incorporar trabajadores debe estar muy segura de que va a mantener el nivel de actividad que le permita pagar sus salarios, pues una declinación puede redundar en una disminución de los ingresos del conjunto y, en caso de ser grave la caída, en una crisis integral de la empresa. Las condiciones macroeconómicas y la historia reciente de la Argentina no permiten ser muy previsores en este punto. Además, la cuestión de la capacidad de decisión de los nuevos trabajadores genera la incertidumbre acerca de cómo van a incidir estos en posibles cambios en la gestión interna, especialmente si el número de los “nuevos” supera al de los “fundadores”, aquellos que tomaron la planta y pasaron por todo el conflictivo proceso de la recuperación.
La decisión de esta cuestión no es fácil. Se podría suponer a priori que trabajadores que desafiaron al sistema de relaciones de propiedad del capitalismo, enfrentando la posibilidad de represión y hambre para ellos y sus familias, que lo hicieron además colectivamente y desarrollando en muchas oportunidades actividades solidarias con otros trabajadores o con la comunidad, tendrían que tener resuelto un sistema de incorporación de nuevos trabajadores, generalmente desocupados que pasaron por situaciones similares a las propias. Deberían ser, como víctimas ellos también de la crisis y la falta de trabajo, sensibles a los padecimientos de otros obreros en similares condiciones. Y lo son, pero la realidad de su éxito o su fracaso pone la discusión en otros términos. Emplear trabajadores en forma indiscriminada puede contribuir, y de hecho ha sucedido en más de un caso, a la emergencia de los conflictos internos en la ERT que hemos llamado de tipo “sindical”. El riesgo de que nuevos operarios, que no tienen el compromiso con la cooperativa que ostentan los “fundadores”, no asuman las responsabilidades de gestión y que, ante problemas económicos determinados (derivados, por ejemplo, de un mal cálculo al contratar esos mismos trabajadores sin capacidad financiera de sostener en el tiempo sus salarios) planteen conflictos al interior de la empresa, tomando al grupo original como una “patronal”, está latente. Por qué los viejos trabajadores de la empresa deberían dejar abierta la posibilidad de que otros asociados terminen usufructuando su esfuerzo en el conflicto, gracias al cual accedieron al trabajo, en desmedro de ellos mismos, es una pregunta que se repite en las ERT donde se han visto enfrentados a este dilema. El resultado es que muchas cooperativas incorporan trabajadores como contratados sin asociarlos a la cooperativa, inclusive después de cumplido el período semestral marcado por la ley.
¿Significa esto una falta de solidaridad de los trabajadores, una jerarquización interna, la formación de un empresario colectivo tan explotador como el capitalista individual? La pregunta es difícil de responder. En algunos casos, la diferencia entre “fundadores” y “nuevos” marca una relación jerárquica y salarial. En otros, encarna el miedo a que el esfuerzo realizado caiga en saco roto por la no comprensión de los “nuevos” de los problemas que pasaron los “fundadores”, lo cual es razonable pero, como mínimo, menosprecia las vicisitudes que esos trabajadores, tan víctimas del neoliberalismo como ellos, han pasado como desocupados. Hay ERT donde se ha dado este paso sin planificarlo, sin la pretensión de formar jerarquías internas ni hacer diferenciaciones de ingresos, sino simplemente siguiendo las tradiciones obreras de respeto al oficio y la antigüedad, sin poder resolverlo dentro de la legalidad cooperativa. En otros, finalmente, hay una preocupación genuina por incorporar trabajadores sin hacer diferencias pero, al mismo tiempo, sin poner en riesgo la viabilidad de la empresa ni su equilibrio interno. En estos casos se han definido como prioridades que los nuevos puestos de trabajo fueran para familiares directos, ex trabajadores o personas de confianza. En fin, el panorama es complejo y diverso, pero ilustrativo de los problemas reales a que se ven enfrentadas las ERT en la actualidad.
No son estos los únicos ejemplos que podemos dar de relaciones complejas entre trabajadores que hacen dudar de la universalidad de las prácticas solidarias entre los trabajadores de las ERT . No es nuestra intención hacer un catálogo de estas conductas, pues al fin y al cabo las empresas recuperadas no se dan al margen de una sociedad tan marcada por el individualismo, los resentimientos de clase y la injusticia social como la argentina. Y, para ser justos, habría que contrastarlas con los enormes ejemplos de solidaridad de que también han sido protagonistas los trabajadores de las ERT. Pero, como hemos visto, reducir la cuestión del “cambio en la subjetividad” a los dichos de algunos trabajadores que confirman lo que el investigador quiere oír es, por lo menos, poco riguroso. No hace falta adjudicarles espectaculares cambios de conciencia a los protagonistas de un hecho de gran trascendencia social e histórica para destacar los enormes desafíos sobre los que han salido airosos. De alguna manera, eso es restarle importancia y simplificar todos los que aun quedan por superar.