¿Cómo descolonizar la revolución en este nuevo siglo?
Rafael Bautista
Publicado el: 15 septiembre, 2018
La pregunta requiere de contexto. Porque, en primer lugar, no se trata de una revolución a secas, sino de revolucionar el concepto mismo. Veamos. Una revolución es entendida, desde la ortodoxia de izquierda (llamado “socialismo del siglo XX”, aunque la crítica se dirige también al “socialismo del siglo XXI”), como una transformación del presente de acuerdo a la imagen de un futuro modélico. Esto quiere decir que estas categorías temporales son comprendidas de acuerdo a una lógica lineal, de carácter evolucionista; que además es posible por el optimismo ingenuo en un futuro canonizado por un devenir histórico de carácter unívoco. El vector presente-futuro presenta al concepto revolución como la mediación necesaria de la resolución misma de la historia, que hace del pasado el sacrificio necesario en esta teleología encubierta, que le impone a la historicidad un sentido único y fatal.
Esta visión racionalista canoniza una metafísica de la historia que se impone definitivamente desde el siglo XIX; es decir, esta visión es el modo cómo se auto-comprende una subjetividad específica –la moderna– que ve, en la temporalidad humana, un proceso lineal de crecimiento exponencial. A esto le denominamos el “mito del progreso infinito”. Sin este mito, es imposible una “economía del crecimiento”, es decir, el capitalismo. Ahora bien, cuando la izquierda habla de crisis del capitalismo, nunca hace referencia a este detalle. Y esto sucede porque el socialismo se propone, también, una “economía del crecimiento”. Es decir, capitalismo y socialismo parten de la misma mitología que envuelve a la propia ciencia moderna.
El “progreso infinito” es un postulado contra-fáctico que le sirve a la modernidad para generar una nueva religiosidad travestida de realismo racional; lo cual legitima la creencia optimista en el futuro, como el nuevo cielo de la sociedad moderna bajado al plano terrestre, pero transferido siempre hacia un adelante nunca alcanzado. Por eso la sociedad moderna se concibe como la sociedad del futuro: “la vida es eso que pasa mientras hacemos planes” a futuro, decía John Lennon.
Esta creencia naturalizada en la subjetividad moderna tiene historia y se impone definitivamente, como dijimos, desde el siglo XIX. Son los propios románticos de mediados del siglo XVIII, quienes atestiguan ser “los inventores de la antigüedad”. El propio romanticismo, en su versión no conservadora, es escéptica del futuro moderno. Hasta ese siglo no se tenía, ni siquiera en Europa, una visión tan devaluada del pasado y un optimismo tan cándido por el futuro. Estas son categorías de interpretación de la temporalidad humana que contienen ya una concepción lineal de la historia. La propia periodización histórica (prehistoria-esclavismo-feudalismo-capitalismo-socialismo) que creemos natural y que es credo de la ciencia histórica, es algo que se lo debemos a Hegel, cuando remata su filosofía de la historia con esta metafísica teleológica que pone a la modernidad como la culminación de un devenir necesario e inevitable.
Desde entonces, lo que no es Europa, queda relegado al pasado, inferiorizado además por la imagen de un futuro sin contradicciones, es decir, “perfecto”. Por eso se trata de una teleología metafísica, pues se cree que todo pasado es inferior y lo superior es patrimonio exclusivo del futuro; pero ese futuro no es cualquier futuro sino el futuro diseñado por el “progreso infinito”, y el pasado es todo aquello que no es la Europa moderna. Por eso el ser, lo que es, es decir, lo posible, es el futuro moderno, y el no-ser, lo que no es, es decir, lo que no es posible ni deseable, son los otros horizontes civilizatorios de la humanidad conquistada restante, condenados a un pasado sin porvenir alguno.
El futuro le pertenece exclusivamente a lo que es capaz de proyectar la modernidad. La historia se hizo unidireccionalmente lineal-evolutiva y la modernización de todas las relaciones humanas se revestía, ahora sí, como re-evolucionaria. Desde entonces (hace apenas 2 siglos) se entiende que toda revolución no puede dejar de impulsar el tren de la historia hacia adelante, pero ese adelante no es cualquier adelante sino el futuro que proyecta la propia mitología de la modernidad: el “progreso infinito”.
El “desarrollo”, como sustantivo de toda acción política “revolucionaria”, ahora se puede imponer como el marco de interpretación del horizonte de expectativas de toda revolución. Por eso hasta la izquierda se autodenomina “progresista”. Los credos modernos, como religiosidad secularizada, los asume la izquierda que, sin saberlo, son parte constitutiva del modo cómo la modernidad desarrolla la economía que ha creado: el capitalismo.
El capitalismo es imposible sin “progreso” y “desarrollo”. La propia revolución industrial configura una economía que hace del proceso de acumulación de capital un proceso de crecimiento exponencial al infinito. El problema radica en que ese crecimiento, de carácter siempre infinito, pretende sostenerse en una base real que es no es infinita sino finita. La crisis climática (mal llamada “cambio climático”) da testimonio de aquello: una economía del crecimiento es incompatible con un planeta físicamente limitado (el agotamiento de los recursos es la evidencia de aquello). El trabajo humano y la naturaleza no pueden sostener indefinidamente las expectativas crecientes de una producción de riqueza exponencial. Eso es lo que describe Marx cuando muestra la lógica suicida del capital.
Entonces, ¿por qué las revoluciones socialistas fracasan en el siglo XX? y, ¿por qué son siempre periodos de capitalismo renovado los que los suceden? Para colmo, ¿por qué los “revolucionarios” pueden cambiar fácilmente de bando? A esto debe responderse con una crítica al sistema de categorías que sustenta al horizonte de expectativas de la propia subjetividad “moderno-revolucionaria”.
Cuando, por ejemplo, esta subjetividad se expresa como “progresista”, devela sin saberlo una religiosidad que le constituye en subjetividad moderna, o sea, burguesa. Creer en el “progreso” es creer en el cielo secularizado del mundo moderno; esto le hace descreer, o sea, negar y anular toda otra posibilidad que no sea la que impone la cosmogonía moderna expresada secularizadamente como ontología del tiempo histórico.
Jürgen Habermas señalaba curiosamente –hace poco– que, uno de los problemas que atraviesa la cultura moderna es su excesiva secularización (en ese sentido es que algunos autores se plantean una necesaria situación “post-secular” para entender el mundo de hoy). No en vano se pone de moda Walter Benjamin, porque es precisamente él quien señala que el capitalismo es una religión. Esto señala que la modernidad no es un mundo racional post-mítico, sino que es tan mítico como cualquier otro estadio civilizatorio. Y esto sucede porque el mito es condición humana.
Porque la razón es finita y no puede conocerlo todo, precisamos de mitos para descubrir el sentido de la existencia humana. Pero los mitos no son indiferentes a los proyectos históricos que se propone la humanidad sino que, como fuente histórica, pueden ser, tanto de liberación como de dominación. En ese sentido es que afirmamos que la modernidad origina mitos de dominación; pero al presentarse, a sí misma –por mediación de la ciencia y filosofía modernas–, como la superación del mito, lo que hace es imponer esos mitos como lo único real y más racional.
Para que sus mitos aparezcan como lo único verdadero, racional, justo y bueno para la humanidad, condena todas las otras creencias, espiritualidades, y sus mitos respectivos, al pasado (sin vigencia alguna y, en consecuencia, sin lugar en el devenir histórico); por ello, cuando subjetivamos, es decir, interiorizamos y encarnamos los mitos modernos, lo único posible, factible, deseable, que se nos aparece, es el “progreso” que impone la religiosidad del futuro moderno.
En la cosmogonía moderna el tiempo histórico es lanzado al futuro que consagra el “progreso infinito”. Ese es el tren de la historia y Walter Benjamin se encarga en denunciarlo como la catástrofe misma, por eso dice que una revolución ya no debiera considerarse como el acelerador del tren de la historia sino como un freno que haga posible otra direccionalidad histórica. Los marxistas no le entendieron, ni siquiera los de la famosa Escuela de Frankfurt; pero lo que hizo fue una lúcida recepción de la teoría del fetichismo de Marx.
Esta teoría es donde despliega Marx el método dialectico en toda su radicalidad. Porque si la dialéctica piensa las contradicciones radicales, éstas sólo pueden ser expuestas cuando se describe el contenido último del modelo ideal –es decir, de los mitos– que sostiene una forma de vida (que se objetiva como sistema de la producción). Lo que hace la descripción del modelo ideal es exponer los mitos que fundan y hacen posible esa forma de vida (como auténtica producción de muerte en el capitalismo moderno); es decir, lo que haría la teoría del fetichismo es desmontar históricamente el cómo se han naturalizado esos mitos en la propia subjetividad de los individuos.
Porque la objetividad moderno-capitalista, como realidad producida, precisa de impulsores y estos sólo podrían impulsarla si han subjetivado esa objetividad como una suerte de naturalización en su propio sistema de creencias, incluso “revolucionarias”. Esto significa que una crítica al capitalismo es inútil si la crítica no es dirigida al horizonte mítico que hace posible al propio capitalismo. El método dialéctico entonces nos debiera conducir a un necesario más allá de ese horizonte, como el locus de exterioridad desde el cual se nos pueda manifestar la contradicción esencial en toda su envergadura: capital versus vida.
Esto significa trascender categorial y existencialmente el paradigma de vida que sustenta a la economía que, aun en crisis terminal, puede reponerse gracias a la correspondencia que halla en las propias expectativas de los individuos, constituidos –por esta naturalización– en subjetividad moderna, o sea, burguesa. Por eso los deseos no bastan, cuando lo único posible de imaginar, incluso para el “revolucionario”, es el mismo mundo que tanto critica. Esto es lo que señalan los sabios cuando dicen que: “es fácil salir del mundo, lo difícil es que el mundo salga de uno mismo”. Y el mundo no sale de uno porque el modo cómo ese mundo se naturaliza en nuestra subjetividad no es precisamente racional sino mítico-simbólico. Los individuos se hallan desarmados e indefensos ante aquello, porque esta dimensión de la existencia ha sido anulada por la propia ciencia moderna al despachar la teología de las universidades.
Una vez que la modernidad impone su propia religiosidad de modo secularizado, es decir, en lenguaje científico, entonces puede denunciar toda creencia como locura, menos la suya. Por eso la subjetividad moderna, o sea, burguesa, es atea. Cuando seculariza sus mitos, que actúan como literales dioses sustitutivos, cree que ya no precisa de ninguna religión; el método demostrativo-experimental se convierte en su nuevo credo y la ciencia le brinda una nueva fe: la tecnología nos convierte en Dios. La izquierda latinoamericana ha subjetivado muy bien esta religiosidad moderna y, por eso, ella misma se ofrece como continuadora fiel de la Conquista, es decir, se hace continuadora fiel de la “extirpación de idolatrías”.
El “izquierdista revolucionario”, “marxista”, “comunista”, “trotskista”, etc., no cree en ningún Dios, menos en la PachaMama, porque si el indio –desde la mitología moderna– es inferior, sus dioses también lo son. No cree en nada pero cree religiosamente en los ídolos terrestres que imponen la modernidad y el capitalismo. El capitalismo es una religión porque produce dioses sustitutivos que toman el lugar de toda referencia trascendental que conduce y decide la vida y la muerte a espaldas de los actores. En política eso se hace evidente y conduce a la perversión de la misma política.
René Zavaleta decía que, cuando se pierde la cosa sagrada de la política, ésta se reduce al puro cálculo político. Porque cuando el político ya no cree en nada, el único objeto de su devoción es el poder. Sus referencias trascendentales se hacen tan mundanas que aquello le conduce, inevitablemente, a la inmoralidad de sus actos. La corrupción de la política no empieza con la pérdida de legitimidad sino con la pérdida de horizonte utópico. Esto es “lo sagrado de la política”. Cuando Hegel hablaba de reforma y revolución, no se refería a lo que, desde Rosa Luxemburgo, se entiende por reformismo. Por reforma se refería a la reforma protestante.
Con Ernst Bloch sabemos que todo acto político verdaderamente revolucionario es portador de un espíritu utópico. Por eso, no hay revolución sin una gran narrativa mítica que constituye al pueblo en sujeto histórico. Esto era la reforma protestante para la revolución burguesa. Una vez que la burguesía produce su propia objetividad, en cuanto mundo moderno-capitalista, por mediación de la ciencia y la filosofía, le priva al pueblo de toda otra referencia trascendental, para subsumirlo en la utopía burguesa como lo único posible y deseable. Esa fue la dinámica emplazada en el Nuevo Mundo para acabar con el Taki Unkuy; el laboratorio de aquello es Europa, cuando se liquida a los movimientos mesiánico-milenaristas de los campesinos europeos (por ejemplo, el liderado por el predicador alemán Thomas Müntzer).
Si la constitución política de un pueblo es histórica, esta constitución sólo puede ser entendida como reconstitución, es decir, como constitución de una nueva subjetividad. Sólo una nueva subjetividad podría ser la creadora de una nueva objetividad. Por eso no nos cansamos en subrayar: no se es pueblo por adscripción automática sino por apuesta histórica. Ser pueblo es un desafío que nace producto de una decisión libre y soberana; entonces puede aparecer, más precisamente, un pueblo en tanto que pueblo, es decir, un sujeto histórico. Pero esta descripción es todavía formal si no aparece un añadido: lo histórico nos remite al origen, no al futuro.
El pasado no es algo pasado sino el lugar donde el presente demanda su petición de sentido. La colonialidad subjetivada de los “revolucionarios” ha hecho olvidar que el pasado es también campo de posibilidades no cumplidas, es decir, horizonte de también futuros posibles y nunca pensados. Por eso lo por-venir no es un atributo exclusivo del adelante en cuanto futuro único.
Sólo de ese modo tiene sentido descolonizar el concepto de revolución, es más, una revolución del concepto sólo podría ser comprendida a partir de una descolonización de la propia temporalidad histórica, porque las revoluciones se producen en el tiempo, pero no en cualquier tiempo. Por ello se habla ahora, en lo mejor de la filosofía política, del concepto de “tiempo mesiánico”, donde acontece un otro tiempo irreductible al devenir lineal del tiempo mundano. Por eso una revolución sería un acontecimiento extra-ordinario, y en ello encontraríamos su carácter hasta sagrado, es decir, apartado del tiempo profano. Porque en el tiempo mesiánico confluirían todos los tiempos, de tal modo que, hasta el origen y el fin comparecerían en una experiencia que, sólo de ese modo, podría llamarse revolucionaria, es decir, transformadora y, sobre todo, trascendental.
Todos los tiempos confluyen quiere decir que el presente ha dejado de ser lo simple deducido de un devenir lineal y se constituye en la irrupción misma de la historia hecha acontecimiento. En ese sentido es que el tiempo mesiánico es apocalíptico porque marca el fin y el origen de un nuevo tiempo y ese nuevo tiempo sólo puede ser vivenciado de modo místico. Es decir, si detrás de toda gran revolución hay una gran narrativa mítica, la relación con ésta se da, en su grado más excelso, de modo místico. Esto es lo que hace que el pueblo se constituya en portador del espíritu de un nuevo tiempo.
Entonces, de lo que se trata es de explicitar las narrativas contenidas en el proceso de constitución de un pueblo en tanto que pueblo, porque en esas narrativas se describe aquello en lo que cree y hace a un pueblo ser pueblo. Por eso la constitución histórica de un pueblo es un proceso de reconstitución mítico-simbólica y es el desde donde un pueblo se reconstituye en cuanto comunidad, es decir, como lo que es antes de su subsunción en consciencia periférica, o sea, satelital, o sea, colonial; en ese sentido se podría decir que, no se es pueblo en tanto no se es potencia trascendente de su determinación sistémica. Por eso no puede acudir a los meta-relatos hegemónicos, porque ellos son la fuente de la dominación de la cual es objeto. Recuperar su pasado es el movimiento diacrónico de su propia recuperación como sujeto. Cuando el capitalismo produce miserables para auto-producirse a sí mismo, la miseria que produce es, en última instancia, cultural y espiritual; sólo de ese modo, privado de dignidad, el ser humano puede ser ofrecido como el sacrificio perfecto para el dios capital en el altar del mercado global.
Por eso la deshumanización que produce es esencial para afirmar el sistema de la producción de la muerte de una economía de carácter exponencial. Esta economía es imposible sin una devaluación absoluta de ser humano y naturaleza; las dos únicas fuentes de riqueza tienen que ser despojadas de toda referencia trascendental para ponerlas al servicio, como simples mediaciones, de la lógica de acumulación insensata de riqueza material.
Esto significa, en el ser humano, anular su espíritu utópico, es decir, su potencia creadora, o sea, su constitución en cuanto sujeto. Entonces, una revolución de la revolución significaría, ya no arrojarnos resignadamente al futuro moderno (que ya no es nada halagüeño) como fatalidad histórica, sino de proponernos un giro existencial y convocar otros horizontes no logrados como respuesta al laberinto en el que nos ha encerrado la propia modernidad.
Por eso ya no se trata de una revolución a secas sino de lo que, por ejemplo en Bolivia, habíamos deseado como “revolución democrático-cultural”. Porque se trata de impulsar lo que, de más democrático, posee una revolución, y esto consiste en el proceso mismo de constitución de un pueblo en tanto que pueblo. Un pueblo se hace pueblo en la medida en que es portador de una gran narrativa que es capaz de constituir un nuevo sentido común (eso era el “suma qamaña” o “vivir bien”). En esa medida es que un pueblo es capaz de transformar su propio horizonte de creencias y producir, desde sí, su propia liberación; entonces es cuando activa su máximo de disponibilidad común y se hace poder, es decir, sede soberana de todo poder político, el poder como facultad no como propiedad. Ese producir desde sí es lo que de cultural posee lo revolucionario de su proceder, porque acudir a sí mismo es despertar desde su propia historia como en quien se redime toda la historia.
Por ello hay que trascender los 500 años de dominación moderna y convocar lo milenario-originario ausente en la proyección utópica de una revolución global del siglo XXI. Una revolución, si es tal, en el presente siglo, sólo podría serlo si se asume como “restauradora” de lo sagrado de la vida; es más, sólo podría superar su provinciana versión eurocéntrica si incluso, paradójicamente, se postula como “conservadora”. ¿Qué es lo que hay que conservar?, es una pregunta necesaria ante cierto anarquismo que pretende empezar todo de nuevo, otra vez, como anulación absoluta de todo pasado.
Ante la tan denunciada pérdida de valores humanos, se hace evidente que el camino adoptado por el progreso moderno no nos lleva a nada bueno. Ponerle freno al tren de la historia sería devolverle sensatez al devenir histórico. Por eso el indio se constituía como “reserva moral de la humanidad”, no como la idílica imagen del “bon savage”, sino como el portador de un otro destino distinto al fatalismo historicista del mundo moderno. Sólo de ese modo tendría sentido un futuro, ya no como la ideológica superación nihilista del pasado, sino como la reconciliación histórica de todos los tiempos en un porvenir que sea común: un mundo en el que quepan todos.