El ejercicio de la conspiración estatal

Habría que comparar lo que está en ciernes en el “gobierno progresista” de Bolivia con lo que ya está desenvuelto y desplegado en Venezuela y Nicaragua, países de otros “gobiernos progresistas” entrampados en la crisis múltiple del Estado-nación y de la decadencia de los “procesos de cambio”. El gobierno bolivariano de Venezuela subsiste empleando el ejercicio de un sistema de violencia montado y conformado, ejerciendo la conspiración estatal de una manera absoluta; lo mismo ocurre con el gobierno de Daniel Ortega en Nicaragua. Lo que tiene en proyección el gobierno boliviano es precisamente el uso sistemático de las máquinas de la conspiración estatal.



septiembre 16, 2018
El ejercicio de la conspiración estatal

Raúl Prada Alcoreza

Entre las muchas paradojas de la política hay más de una que son sintomáticas; por ejemplo, que los que acusan de “conspiración” y ven “conspiradores” por todas partes, sobre todo cuando se encuentran en crisis, son los que más ejercitan la conspiración. Como varias veces hemos aclarado, no creemos en las teorías de la conspiración, que nos parecen simples y excesivamente esquemáticas, reduciendo los cursos del mundo al manejo de grupos secretos de conspiración. Estas teorías suponen que los grupos de conspiración dominan las variables y factores que mueven el mundo, entonces están en condiciones de incidir en sus desenvolvimientos de manera determinante. Esta premisa es evidentemente insostenible e ingenua; nadie puede controlar la complejidad dinámica de los procesos inherentes al acontecimiento; tampoco hay conocimiento que pueda dar cuenta de la complejidad misma, sinónimo de realidad. Dicho de manera sencilla, la acción política desata efectos masivos incontrolables; entonces, desencadena efectos inesperados. Sin embargo, también aclaramos, que esta apreciación sobre la complejidad del mundo efectivo no descarta que haya conspiradores y conspiraciones, que creen que pueden incidir determinantemente en los decursos de la realidad social efectiva. Las actividades de estos dispositivos conspirativos forman parte de la actividad política, son una variable más, entre muchas, del funcionamiento y ejercicio del poder. Que hay que tomarlos en cuenta, claro que sí, pero sin creer que son las hilanderas de la luna, que maneja los destinos de las sociedades humanas.

Lo que llama la atención, como dijimos al principio, es que resulta que los que más acusan de “conspiración”, sobre todo a sus adversarios, son los que más ejercitan la práctica de la conspiración. Han convertido al Estado en una gran máquina de la conspiración. No solo conspiran contra sus adversarios, sino también en cómo preservarse en el poder. Para tal efecto, recurren a un antiguo procedimiento conspirativo, incluso mucho antes que la palabra conspiración se convierta en una definición política. Hablamos del procedimiento de la inquisición religiosa, que convirtió al diablo en el gran conspirador contra el orden celestial y el orden terrenal; en consecuencia, conspiraron contra los que consideraban endemoniados y endemoniadas, monstruos y aberraciones. En la modernidad estas prácticas conspirativas se han actualizado, beneficiándose de los recursos de legitimación, que presta la ideología, y de los recursos operativos del Estado. Dejando de lado, sin descartarlas, las conspiraciones de gobiernos conservadores y liberales, sorprende cómo los “revolucionarios” en el poder convirtieron al Estado y al partido en un fabuloso aparato de conspiración.

No solo las clases conservadoras, las clases económicas y políticas derrocadas, fueron objeto de la conspiración del Estado “revolucionario”, sino la sufrieron los propios camaradas, incluso la padeció la propia clase que era considerada la clase por excelencia revolucionaria, el proletariado. También la padeció masivamente el conglomerado estratificado de las clases campesinas. Por último, la padeció el propio pueblo socialista, a nombre de quién se hizo la revolución. Esta paradoja se ha repetido en todas las historias políticas modernas; en América Latina se ha repetido, a su manera, en sus singularidades, con los gobiernos populistas; en la actualidad se repite con los gobiernos neo-populistas.

La recurrencia a estas prácticas y procedimientos conspirativos suele aparecer notoriamente en las coyunturas y periodos de crisis política. Los errores políticos y de gobierno, los fracasos de la gestión se endilgan a los factores de la “conspiración” conservadora y reaccionaría, es más, de la “conspiración” de potencias extranjeras. Puede o no que estas “conspiraciones” señaladas se den; empero, esto no quiere decir, que explican el fracaso de la gestión y de gobierno. Tampoco, como hemos dicho, la conspiración es el factor preponderante para explicar lo que acaece social, económica y políticamente. Es un factor más. Empero, lo que interesa analizar ahora es el funcionamiento de la maquinaria conspirativa del Estado “revolucionario”. No solo para responder a preguntas comunes como por qué se lo hace, sino a comprender como funciona el poder, las máquinas y los aparatos del Estado. Leer esta secuencia como síntoma de ejercicio mismo del poder. ¿Qué nos dice este síntoma del funcionamiento mismo del Estado?

Antes dijimos que los gobernantes no escapan al síndrome de la paranoia, que es como una enfermedad de la casta política en el poder. Entonces, al sentirse acechados y perseguidos, se reacciona, defendiéndose de las sombras que acechan y de los fantasmas que “conspiran”. Incluso, sin darse cuenta, el pueblo mismo puede convertirse en el enemigo. Pero, también hay otras razones de este ejercicio de la conspiración estatal. La otra hipótesis interpretativa que expusimos es la que es el poder el que se defiende del desborde social, sobre todo cuando la sociedad alterativa desordena los espacios estriados del poder, los mapas institucionalizados del Estado. El Estado es, mas bien, el que resiste al desborde social, pues ve a la sociedad misma como una amenaza constante. Toda la arquitectura estatal puede considerarse una fabulosa construcción de una fortaleza acechada y sitiada, incluso atravesada por la sociedad misma. Estas dos hipótesis interpretativas y otras más nos han ayudado a proponer nuestras tesis críticas del poder y de las dominaciones. Ahora, requerimos seguir avanzando en las interpretaciones críticas del poder, concentrándonos en este síntoma del ejercicio conspirativo estatal.

Los gobernantes, en coyunturas de crisis, requieren asegurarse el control no solo de sus mallas institucionales, tampoco solo de sus partidarios y seguidores, de las organizaciones que componen la población afín de la convocatoria, sino es menester asegurarse el control de la sociedad misma. Es cuando se busca justificar los procedimientos de emergencia, la actuación excepcional del Estado, señalando la amenaza de una escalada de la “conspiración reaccionaria”. La era aciaga del estalinismo ha sido prolífica en la invención demoledora de aparatos de control estatal de la sociedad hasta llegar a ahogarla. Se ha llegado a criminalizar toda forma de raciocinio, para no hablar de crítica, toda actividad social independiente, incluso de construcción socialista. Lo que no venía del partido era inmediatamente sospechoso de “conspiración”. Cayeron en la inquisición socialista intelectuales revolucionarios, vanguardias de la revolución, incluso los propios camaradas. Los juicios llevados a cabo contra los enemigos de la patria socialista y aliados al imperialismo son un ejemplo alarmante desde y hasta a dónde puede llegar lo grotesco político.

Los “gobiernos progresistas” han heredado estos procedimientos de la era calamitosa para el socialismo, el estalinismo; obviamente en el barroco político, que conforma la forma de gubernamentalidad clientelar, no es la única herencia que tienen en el ejercicio estatal de la conspiración. Sorprendentemente, cuando, como se dice popularmente, las papas queman, sobre todo cuando parte de lo nacional-popular o cuando los pueblos indígenas interpelan y se movilizan, los “gobiernos progresistas” retoman los procedimientos empleados en las dictaduras militares, como inventarse guerrillas, la incursión de grupos armados, atentados, además de alianzas con la “derecha”, en este caso.

Lo complicado de todo esto es que no solo el Estado conspira para desarmar a los contrincantes, incluso, en mayor escala, a la movilización social, proveniente del descontento y el desencanto, sino que deriva en una conspiración a gran escala contra la misma sociedad, buscando subsumirla completamente a la compulsión de poder de los gobernantes. Esta conspiración a gran escala corresponde a la conformación de una demoledora maquinaria de represión. Lo que se prepara es un ataque frontal a todos los espacios de funcionamiento social, incluyendo a los funcionamientos civiles, ciudadanos, comunicativos, de formación de opinión y de circulación de la información. Este ataque tiene como eje la incursión militar y policial en los ámbitos de prácticas sociales, propias de las iniciativas sociales.

Una figura singular de la conspiración estatal

Un gobierno que recurre a la violencia, a las formas de violencia, la solapada, la simbólica, la relativa al chantaje y la coerción, la de la amenaza, la descarnada, la del terrorismo de Estado, es un gobierno acorralado. Recurre a la violencia porque se siente sitiado y acechado por la sociedad. El “gobierno progresista” de Bolivia ha venido desencadenando las formas de violencia desde un principio. Esto fue evidente por su descarada y desmedida compulsión por controlar la Asamblea Constituyente, incluso sabiendo que no necesitaba hacerlo, pues casi las dos terceras partes de la Asamblea la conformaban los representantes de organizaciones sociales de la movilización prolongada (2000-2005); empero, lo hizo pues temía a la autonomía y al comportamiento propio de la movilización social. Impuso una directiva, de la parte mayoritaria que le correspondía, obstruyendo el libre desempeño de los constituyentes, correspondientes a la movilización social anti-sistémica. Prefirió imponer a gente obediente al ejecutivo y al partido de gobierno, evitando el ejercicio democrático de la bancada de constituyentes de la mayoría. En ese entonces, usó el prestigio que tenía por ser el gobierno que emergía de la movilización prolongada. Era difícil darse cuenta de que comenzaban las contradicciones entre el “gobierno progresista” y la irradiación misma de la movilización social del sexenio de luchas abiertas e insurreccionales.

Dejó que obreros mineros de la empresa estatal se enfrasquen en un enfrentamiento sangriento con los cooperativistas mineros. Este hecho lamentable, al inicio mismo de la primera gestión de gobierno, ya mostraba o develaba las contradicciones inherentes al “proceso de cambio”. Lo que vino después fue como una espiral desenvuelta de las contradicciones inherentes al proceso político desatado, una vez que el caudillo fue elegido presidente por una mayoría absoluta. Las pugnas partidarias comenzaron a hacerse patentes, al principio como amagues, después como rupturas. Para no hacer un seguimiento minucioso de las secuencias manifiestas de las contradicciones, podemos anotar las más sobresalientes. Recurriendo al control del Congreso, que contaba con dos tercios de los representantes parlamentarios, legalizó los Contratos de Operaciones, que entregaban el control técnico de los recursos hidrocarburíferos a las empresas trasnacionales extractivistas. Algo que no había ocurrido en los gobiernos de la coalición neoliberal, porque no se atrevieron a hacerlo. Empero, el hito que señala el cruce del límite, cuando, a partir del mismo, una vez cruzado, se está del otro lado de la vereda, enfrentando al pueblo, aconteció con el llamado “gasolinazo”. El “gobierno revolucionario” cedió a las presiones de las empresas trasnacionales, que amenazaban no invertir en exploración si no se modificaba los artículos de la Constitución que exigen abastecer al mercado interno, en los términos de los precios nacionales; una vez garantizado este abastecimiento, las empresas podían exportar a precios internacionales. La versión del gobierno fue de que se tenía que suspender las subvenciones a los carburantes. Lo que no contó es que se “subvencionaba” con papeles fiscales, no con el dinero del Tesoro del Estado. El pueblo se levantó, se rebeló ante esta maniobra y sumisión del “gobierno progresista” al chantaje de las empresas trasnacionales; la ciudad de El Alto se movilizó, bajó a la hoyada de la ciudad de La Paz, en una marcha multitudinaria, donde se quemaron las fotografías del presidente y del vicepresidente. La interpretación popular fue clara: el gobierno nos engañó, no nacionalizó y ahora obedece a los mandos de las empresas trasnacionales.

La segunda vez que se cruzó el límite fue más patético; ocurrió en el conflicto del TIPNIS. El “gobierno progresista” que se autonombra como “gobierno de los movimientos sociales”, es más, como “gobierno indígena”, se desenmascara y muestra su rostro político antiindígena. Este gobierno, que ya para entonces, hace evidente su forma de gubernamentalidad clientelar, ante la perdida paulatina de su convocatoria; al hacerlo hace patente que se trata de un gobierno que hace de dispositivo del modelo colonial extractivista del capitalismo dependiente. Se enfrenta a las naciones y pueblos indígenas, desacatando abiertamente la Constitución, vulnerando los derechos colectivos consagrados constitucionalmente, violando los derechos de y de los seres la Madre Tierra.

También se efectúa violencia estatal contra los contrincantes, descalificados como “derecha reaccionaria”. Se puede decir que el procedimiento que emplea corresponde al que podemos tipificar como ostensible ejercicio de la conspiración. Al mejor estilo estalinista, contrata unos mercenarios internacionales, conocidos en el mercado de guerra, mientras infiltra agentes en los grupos de “conspiración” de la “derecha”, denominada “separatista”. El desenlace no solamente es fatal sino truculento; los mercenarios, que esperaban tranquilamente en un hotel las instrucciones de los contratantes son abatidos en una intervención policial “antiterrorista”. La versión del gobierno hace gala de los procedimientos más pavorosos de la conspiración estatal; acusa a la “oposición” oriental de estar inmiscuida en una “conspiración” contra la patria, al promover el separatismo por la vía armada. Con este recurso de la conspiración estatal, el gobierno logra desmantelar a la “oposición”, que se encontraba en plena actividad movilizada contra las instituciones del Estado. El caso de lo ocurrido en el Porvenir no es distinto a esta recurrencia estatal a la conspiración maquinada. Se movilizan campesinos desde el Beni hacia Pando, concretamente hacia Cobija, la capital, contra el prefecto Leopoldo Fernández y su estructura de poder departamental conformada, desde los tiempos de las dictaduras militares. El enfrentamiento se desata en las proximidades del Porvenir; primero se asesina a dos ingenieros de la prefectura, que se encontraban en plena tarea de cavado de zanjas, para evitar la llegada de los campesinos. Después, con más contingentes, que llegan de Cobija, se desata la balacera. La versión del gobierno es que los campesinos fueron masacrados. Con esto se inculpa de Leopoldo Fernández como responsable de la masacre, se lo apresa y hasta ahora no termina el juicio que se le hace. Cesar Brie, fundador del Teatro de Los Andes, de quien no se puede sospechar ninguna inclinación por la “derecha”, mas bien, siendo simpatizante del “proceso de cambio”, viaja a hacer un reportaje audiovisual de la “masacre del Porvenir”. Se encuentra que prácticamente nada coincide con los hechos; la versión gubernamental no se sostiene.

Como se puede ver, haciendo una anotación sobre esta breve descripción de parte de la historia reciente, vemos que el “gobierno progresista” conspira tanto contra la “izquierda” – aunque hay un analista que llego a decir que no hay “izquierda” más allá de Evo - como contra la “derecha”. Las preguntas inocentes se pronuncian: ¿Por qué lo hace? ¿Por qué no se alía con la “izquierda” más “radical”, que la “izquierda” del gobierno, contra la “derecha”? Estas preguntas son inocentes pues parten del esquematismo ideológico y no toman en cuenta el funcionamiento del poder. El poder no funciona como cree la ideología que funciona, circunscribiendo el funcionamiento del poder al esquematismo simple y estático de “izquierda” y “derecha”. Para el poder es irrelevante este esquematismo dualista; el poder se reproduce tanto por medio de las expresiones discursivas de “izquierda”, así como por las expresiones discursivas de “derecha”. El poder se reproduce en la reproducción continua de las dominaciones. Tanto “izquierda” y “derecha” forman parte del círculo vicioso del poder.

La conspiración estatal sigue su curso expansivo; requiere conspirar contra la sociedad misma. Pues ésta no puede tener vida propia; el colmo del poder es que la sociedad sea como la imagen y semejanza del deseo del poder. Hay conspiraciones que le salen mal al gobierno; por ejemplo, cuando se embarca en el referéndum sobre la reforma constitucional, confiado lograr la victoria electoral en el plebiscito. El 21 de febrero de 2016 el gobierno pierde el referéndum; el pueblo le prohíbe hacer la reforma constitucional y habilitar al presidente y vicepresidente a una nueva reelección; es más, a la reelección indefinida. Después de esta derrota no escatima esfuerzos en desprender de la conspiración estatal nuevas figuras. Propone una interpretación estrambótica del Convenio de San José y dice que nadie ni nada puede atentar contra los “derechos humanos” del presidente a ser reelegido. Con este argumento el Tribunal Constitucional Plurinacional decide modificar artículos de la Constitución, argumentando, lo que no es cierto, que la Constitución no se encuentra sobre los Convenios Internacionales. Lo estrambótico de la determinación del TCP es que, primero, es chuto, pues ha sido impuesto, después de las derrotas consecutivas en las elecciones de magistrados, donde ganó el voto nulo; segundo, la interpretación del Convenio de San José es absurda, no hay “derechos humanos” de un presidente, menos a ser reelegido; tercero, el Convenio no puede estar sobre la Constitución.

Como se puede ver la conspiración estatal puede dar lugar a maniobras estrambóticas, de por sí insostenibles, empero, que, a pesar de la falta de decoro, se las impone, no por guardar las apariencias, pues no las guardan, sino como inercia discursiva, para acompañar la violencia descarnada del Estado. No contento el gobierno clientelar con este grotesco político, empuja a uno de sus órganos de poder tomados, el Tribunal Supremo Electoral, ha elaborar una ley amañada y torcida, a pesar de los esfuerzos de presentarla como un logro del tecnicismo jurídico; hablamos de la Ley de las Organizaciones Políticas. Esta ley, sin importarle su inconstitucionalidad, pues hace caso omiso a la Constitución, a pesar de que enuncia algunas definiciones y principios, pero solo para avalar la maniobra prorroguista; reduce a las organizaciones indígenas y a las agrupaciones ciudadanas al molde de los partidos políticos. El TSE propone elecciones primarias de las organizaciones políticas, lo que requiere tiempo y cumplimiento de las condiciones para hacerlo, y termina adelantando las elecciones primarias para el 2019, contraviniendo su misma ley. Esta conspiración estatal sube de escala, ya se trata de una conspiración contra la sociedad y el pueblo.

Como era de esperar, el panorama coyuntural se ha puesto candente. Sin embargo, el gobierno clientelar no para en su conspiración estatal. Ante lo que concibe como beligerancia ciudadana, también beligerancia de organizaciones sociales, desmarcadas del “proceso de cambio”, la conspiración estatal tiene en manos una escalada extensiva e intensiva de la represión a escala nacional. Los enfrentamientos con la movilización de la rebelión de Achacachi contra el sistema de la corrupción, los enfrentamientos con las organizaciones sindicales y gremiales de los Yungas atizan el fuego; empujan al gobierno a optar por la recurrencia a la conspiración estatal de alta intensidad. El inventarse guerrillas, incursión de grupos armados, ya los señalé como paramilitares de los Cárteles o los señalé como levantamiento armado de la “izquierda radical”, es ya síntoma de que está en curso una represión demoledora contra la sociedad. No encuentra otra salida que la de gobernar en base al terrorismo de Estado.

Habría que comparar lo que está en ciernes en el “gobierno progresista” de Bolivia con lo que ya está desenvuelto y desplegado en Venezuela y Nicaragua, países de otros “gobiernos progresistas” entrampados en la crisis múltiple del Estado-nación y de la decadencia de los “procesos de cambio”. El gobierno bolivariano de Venezuela subsiste empleando el ejercicio de un sistema de violencia montado y conformado, ejerciendo la conspiración estatal de una manera absoluta; lo mismo ocurre con el gobierno de Daniel Ortega en Nicaragua. Lo que tiene en proyección el gobierno boliviano es precisamente el uso sistemático de las máquinas de la conspiración estatal.