Argentina. La década kirchnerista: Populismo, clases medias y revolución pasiva

Para entender la historia, sucesos y causas del progresismo argentino.



La década kirchnerista: Populismo, clases medias y revolución pasiva
por maRiStella SVamPa | Universidad Nacional de La Plata, CONICET | correo@maristellasvampa.net

Este artículo plantea dos tesis: la primera es que el kirchnerismo se ha constituido en una suerte de populismo de las clases medias, en un contexto de polarización intraclase, esto es, de confrontación entre sectores de clase media. La segunda tesis es que el transcurrir de la década kirchnerista nos permite realizar una interpretación más global del kirchnerismo en términos de lo que Gramsci denominaba como revolución pasiva.
El kirchnerismo nació en una época de cambios: en el plano local, entre 2001 y 2002 la Argentina vivía el estallido del modelo de convertibilidad, a lo cual siguió una ola de intensas movilizaciones sociales; en el plano regional, al compás del cuestionamiento del Consenso de Washington, de la mano de los movimientos sociales, comenzaban a asomar los primeros gobiernos progresistas; por último, en el plano global, el kirchnerismo no sólo se sitúa en marco de un nuevo ciclo económico mundial centrado en el boom de los precios de las materias primas, sino que ilustra de modo acabado el pasaje del Consenso de Washington al Consenso de los Commodities.1 Desde el comienzo, entonces, la tensión y combinación entre continuidades y rupturas, los dobles discursos y las ambivalencias, constituyeron un hilo articulador del kirchnerismo.
Por otro lado, el devenir populista del kirchnerismo fue gradual. Más allá de la experiencia desastrosa del gobierno de la Alianza (1999–2001), que se había autodenominado progresista, el cambio de época abrió un horizonte inesperado de oportunidades políticas, en clave latinoamericana, que contribuyeron a ampliar y relegitimar el término.2 Así, en sus inicios, el gobierno kirchnerista buscó definirse e identificarse en el emergente progresismo latinoamericano. Los primeros gestos de Néstor Kirchner parecían confirmar así una nueva era de cambios: entre ellos, los reemplazos en la Corte Suprema de Justicia, la asunción de una política de derechos humanos respecto de lo sucedido en los años ’70, bajo el terrorismo de Estado, la retórica antineoliberal, la opción por una política económica heterodoxa y el incipiente latinoamericanismo.
Sin embargo, la tentativa de innovar en la esfera de la política, a través de la creación de una nueva fuerza transversal progresista, por fuera del partido Justicialista, tuvo una vida breve. Ya en 2005 el kirchnerismo optó por apoyarse en la vieja estructura del Partido Justicialista, sellando por un lado, una alianza duradera con los sectores más conservadores y reaccionarios, entre ellos los intendentes del Conurbano Bonaerense y los gobernadores de provincia; por el otro, fuertes acuerdos con un ascendente Hugo Moyano, jefe de los camioneros y líder de una CGT unificada, en quien conviven las apelaciones antineoliberales de la tradición nacional-popular con un sindicalismo de corte empresarial. Por último, luego de la devaluación asimétrica, que benefició a sectores concentrados de la economía, le siguió un período de reactivación de la industria, lo que fue forjando alianzas de largo alcance con grupos importantes de la burguesía local, muchos de los cuáles se vieron también beneficiados por una política generosa de subsidios.
En este esquema de continuidades y rupturas, el kirchnerismo realizó un giro plenamente populista en 2008, con el conflicto entre el gobierno nacional y las diferentes organizaciones patronales agrarias (2008). Este fue sin dudas el parteaguas de la década kirchnerista, un conflicto de alto voltaje cuyo carácter recursivo terminó por actualizar viejos esquemas de carácter binario que atraviesan la historia argentina. Entendemos por populismo una determinada matriz político-ideológica que se inserta en la “memoria media” (las experiencias de los años 50 y 70), que despliega un lenguaje rupturista (la exacerbación de los antagonismos) y tiende a sostenerse sobre tres ejes: la afirmación de la nación, el estado redistributivo y conciliador, y el vínculo entre líder carismático y masas organizadas. Pese a que existen diferentes figuras posibles, desde nuestra perspectiva, tal como sostenían Emilio de Ipola y Juan Carlos Portantiero, la tendencia del populismo es “a recomponer el principio de dominación, fetichizando al Estado (“popular” ahora) e implantando, de acuerdo a los límites que la sociedad ponga, una concepción organicista de la hegemonía”.3
El conflicto por la ley de medios audiovisuales y, finalmente, la muerte inesperada de Néstor Kirchner terminaron de abrir por completo las compuertas al giro populista, montado sobre un discurso polarizador como “gran relato”, sintetizado en la oposición entre un bloque supuestamente popular (el kirchnerismo) y sectores de poder concentrados (monopolios, corporaciones, antiperonistas). El giro populista encontró un fuerte apoyo en aquellos sectores medios autoidentificados con el progresismo, pero paradójicamente instaló un escenario de fuerte confrontación con otros sectores medios, que desde las ciudades apoyaban las movilizaciones de las organizaciones rurales, criticando tanto la suba de las retenciones a la soja como, de modo más general, el autoritarismo gubernamental. El debate por la ley de medios audiovisuales (2008) y luego la muerte inesperada del expresidente Néstor Kirchner (2010), abrieron a una época de mayores tensiones, exacerbando la retórica en clave nacional-popular: desde Carta Abierta, pasando por numerosos artistas y periodistas, hasta los jóvenes dela agrupación La Cámpora, fueron aportando a la construcción de un aparato propagandístico, una estructura mediáticacultural, que tendría por objetivo llevar a cabo la llamada “batalla cultural”, en el marco de la polarización.
Por otro lado, el conflicto agrario tuvo la virtud de poner en claro cuál era el lugar central de la acumulación del capital en la Argentina de la postconvertibilidad: lejos de ser la industria rediviva, como pregonaban industriales y sectores sindicales, buscando mirarse en el espejo del viejo modelo populista, ésta se asentaba en la nueva economía del agronegocios, cuyo complejo perfil y sus diferentes actores iban asomando como protagonistas plenos de la política argentina. Por último, con el corrimiento y ampliación de las fronteras del conflicto, no sólo hacia lo sindical y a las diversas formas de la precariedad, sino también hacia las dimensiones territoriales y ambientales de la desposesión, las denuncias acerca de la alianza entre gobierno y los grandes agentes económicos, entre ellos las corporaciones transnacionales (desde Monsanto hasta la Barrick Gold) comenzarían a hacerse más ostensibles. El avance de la megaminería, la expansión de la fronteras del agronegocios y la tendencia al acaparamiento de las tierras, ponían cada vez más de manifiesto esta dimensión central del modelo de acumulación.
Continuidades y rupturas. Uno podría preguntase cómo se configuraban las tensiones en este espacio de geometría variable. En ese sentido, creemos que durante largo tiempo sucedió que, mientras la dinámica de desposesión se manifestaba en progresión aritmética, el gobierno continuaba desplegando una serie de políticas progresistas en sucesión geométrica, mostrando con ello una gran productividad, capaz de revertir escenarios políticos que le eran desfavorables. Esto sucedió, por ejemplo, luego de perder las elecciones parlamentarias de 2009, cuando el kirchnerismo demostró una gran capacidad para superar la adversidad, gracias a una combinación de crecimiento económico con políticas públicas de gran alcance, como la asignación universal por hijo, la ley de matrimonio igualitario, la estatización de las AFJP y una política de subsidios orientada a ciertos sectores de la producción y el consumo. Esto, a lo cual hay que sumar el impacto social que produjo la muerte de Néstor Kirchner, permitieron que la presidenta Cristina Fernández comenzara su segundo mandato con un gran capital político y simbólico, después de arrasar con el 54 por ciento de los votos en diciembre de 2011, lo cual daba cuenta también de una reconciliación con gran parte de los sectores medios que se habían movilizado en 2008 y habían emitido un voto castigo en 2009.
Al interior de las clases medias, este aquietamiento de las divisiones intraclase fue, empero, muy breve. En nuestra opinión, tres elementos mayores contribuyeron a la erosión de la imagen del kirchnerismo triunfante, en su versión unificadora: el primero la tentación hegemonista y el proceso vertiginoso de fetichización del Estado, asentado sobre el avasallante 54 por ciento de los votos y visible en la creencia gubernamental de que sólo “el peronismo puede articular los intereses populares”; el segundo, el deterioro de la situación económica (inflación, precarización, política impositiva regresiva, cepo cambiario, entre otros); el tercero, la profundización incontestable de la alianzas con las grandes corporaciones económicas: desde el agronegocios, pasando por la megaminería, los hidrocarburos y transportes. Preso de un discurso épico, sobreactuado hasta el hartazgo y con la máxima obsecuencia hacia la figura presidencial, el kirchnerismo no pudo ocultar más sus contradicciones, frente a la cruda realidad de los índices económicos y la manifiesta alianza con las corporaciones, que aparecen abiertamente como los grandes jugadores/actores de la sociedad argentina actual.
Nuevamente, como en 2008, entre septiembre de 2012 y agosto de 2013, las masivas movilizaciones protagonizadas por sectores de las clases medias, pusieron de manifiesto que uno de los frentes principales de conflicto del gobierno es la puja ideológica intraclase: si desde el oficialismo unos se arrogan el monopolio del progresismo y la representación de las clases subalternas, en nombre de “un modelo de inclusión social”, desde la oposición, otros sectores medios movilizados denuncian la corrupción y critican el creciente autoritarismo del régimen, articulando un incipiente discurso en clave republicana.
Este escenario se vio empeorado con la ruptura de la alianza que el oficialismo tenía con Hugo Moyano, con lo cual el gobierno abandonó la vía del populismo clásico (la “pata sindical” como columna vertebral), para concentrarse sobre sus aliados provenientes de las clases medias. Así, la base sindical del kirchnerismo quedaría reducida a un sector de la CTA, vinculado a sectores medios (maestros y empleados estatales), a lo cual se sumaría una CGT depurada de voces disidentes y tradicionalmente peronista. Por último, fiel al legado personalista de la política latinoamericana, el fuerte encapsulamiento del poder ejecutivo fue configurando un modelo extremo de presidencialismo, poco afecto al debate democrático. En este contexto, que muestra el copamiento del aparato del Estado por parte de los jóvenes de La Cámpora y un estrechamiento de las alianzas sociales, el kirchnerismo terminó por convertirse en un populismo de clases medias que pretende monopolizar el lenguaje del progresismo en nombre de las clases populares, vía por la cual también busca descalificar a otros sectores de clases medias movilizados.
Como consecuencia, la Argentina volvió a embarcarse en un proceso de polarización política, aunque diferente al de otros países latinoamericanos. Uno, porque más allá del progresismo, el modelo kirchnerista es profundamente peronista, capaz de combinar audacia política y un legado organizacional tradicional, que revela una concepción pragmática del cambio social y de la construcción de hegemonía, basada en el modelo clásico de la participación social controlada, bajo la tutela estatal y la figura del líder. Dos, porque el kirchnerismo nunca tuvo el afán de impulsar dinámicas de democratización, como si sucedió con los gobiernos en Bolivia, Venezuela y Ecuador, que encararon procesos constituyentes de carácter participativo, lo cual conllevó —al menos bajo los primeros mandatos— la ampliación de las fronteras de derechos. Tercero, a diferencia de los gobiernos de Venezuela y Bolivia, que pueden ser considerados como populismos de clases populares pues, más allá de sus limitaciones, apuntaron a la redistribución del poder social y al empoderamiento de los sectores subalternos, en Argentina, lo más destacable es la vocación estelar de las clases medias, su empoderamiento político, en un marco de consolidación generalizada de los grandes actores económicos. Esto no significa sin embargo que las clases populares estén ausentes: asistencializadas, precarizadas, sin relegar sus tradiciones sindicales, abriendo nuevos frentes de conflicto y de lucha, las clases subalternas son cada vez más los convidados de piedra de un modelo cuya clave de bóveda son las clases medias autodenominadas “progresistas”.
Por otro lado, a diferencia de las primeras fases, los conflictos propios del segundo mandato de Cristina Fernández colocaron al desnudo las alianzas económicas del gobierno que, lejos de ser un “costado débil” o “asignaturas pendientes”, constituyen un núcleo duro del modelo kirchnerista, en el marco del Consenso de los Commodities: allí donde se expresa la dinámica de desposesión acelerada ligada al extractivismo (agronegocios, megaminería, hidrocarburos y fracking, megaemprendimientos turísticos y residenciales), cuya contracara es la desposesión también acelerada de tierras, bienes, territorios y derechos. Para dar un ejemplo, sólo en los últimos 5 años hubo doce asesinatos y muertes dudosas de indígenas y campesinos, varias de ellas catalogadas como “accidentes” por las autoridades. Esas “emanaciones de la muerte difusa”, como escribe Mirta Antonelli, sistemáticamente denegadas desde el poder, “nos interroga sobre el horizonte mismo de los derechos humanos”.4 Uno de los casos más emblemáticos es el de los pueblos Quom, de la comunidad Primavera, cuyo dirigente, Félix Díaz, ignorado por el poder político nacional, hostigado hasta el ensañamiento por el gobierno de la provincia de Formosa. Hemos ingresado a un nuevo ciclo de violación de derechos humanos individuales y colectivos. Las formas de la violencia política han ido mutando: incentivados y promovidos por políticas públicas nacionales, los modelos de (mal) desarrollo van segando el camino y los territorios de nuevos cuerpos sacrificables. Desde la lógica de esos modelos excluyentes, ya no son los desocupados la “población sobrante”, como en los años 90
—para ellos el poder político prevé planes sociales masivos— sino otros cuerpos y comunidades, indígenas y campesinos, víctimas del racismo endémico, que hoy devienen un obstáculo, una piedra en el camino frente a la imperiosa expansión del capital.
En suma, el kirchnerismo expresa un caso de Revolución Pasiva,5 categoría que sirve para leer la tensión entre transformación y restauración en épocas de transición, que desemboca finalmente en la reconstitución de las relaciones sociales en un orden de dominación jerárquico. Cambio y, a la vez, conservación; Progresismo Modelo realizado en clave nacional-popular y con aspiraciones latinoamericanistas y, a la vez, Modelo de expoliación, asentado en las ventajas comparativas que ofrece el Consenso de los Commodities.
A diez años de kirchnerismo no ha sido fácil salir de la trampa de la “restauraciónrevolución” que éste propone, pues fueron las clases medias progresistas, con un discurso de ruptura, en su alianza no siempre reconocida con grandes grupos de poder, las encargadas de recomponer desde arriba el orden dominante, neutralizando y cooptando las demandas desde abajo. Sin embargo, todo parece indicar que ingresamos a una nueva fase en la cual la dialéctica entre cambio y restauración —y su nivel de visibilidad— se invirtieron notoriamente, pues si antes las políticas de cuño progresista avanzaban en forma geométrica y las fronteras del despojo y la precariedad lo hacían en progresión aritmética, hoy la relación es inversa, poniendo al desnudo los límites de esta estrategia restauradora, sus orientaciones centrales y sus consecuencias, frente al resto de la sociedad.
Notas
1 Para el tema véase Maristella Svampa, “‘Consenso de los Commodities’ y lenguajes de valoración en América Latina”, Nueva Sociedad, no. 244, marzo–abril de 2013, http://www.nuso.org/upload/articulos/3926_1 .pdf.
2 En sus orígenes, el término progresista remitía a la Revolución Francesa, e incluía aquellas corrientes ideológicas que abogaban por las libertades individuales y el cambio social (el “progreso”). En la actualidad, bajo la denominación genérica de progresismo convergen corrientes ideológicas diversas, desde la socialdemocracia al populismo, que proponen una visión reformista y/o posibilista del cambio social.
3 Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ipola, “Lo nacional-popular y los nacionalismos realmente existentes”, en Carlos María Vilas (comp.), La democratización fundamental: El populismo en América Latina (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994).
4 Véase M. Svampa, “La violencia política estatal y sus umbrales”, Perfil.com, 7 de julio de 2013, http://www.perfil.com/elobservador/ La-violencia-politica-estatal-y-susumbrales-20130707-0052.html.
5 Retomadas, entre otros, por Néstor Kohan, Massimo Modonesi y Adam Morton.
Está claro que la calidad de la democracia ha decaído en los últimos años. Un sistema político vibrante, diverso y libre está dando paso a uno que tiende a la homogenización, a la autocensura y al temor.
¿Existe un Estado de derecho en Bolivia bajo la presidencia de Evo Morales? La respuesta parece ser más un “no” que un “sí”.
Las Naciones Unidas tienen esta definición: “(el Estado de derecho) se refiere a un principio de gobierno según el cual todas las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluido el propio Estado, están sometidas a unas leyes que se promulgan públicamente, se hacen cumplir por igual y se aplican con independencia, además de ser compatibles con las normas y los principios internacionales de derechos humanos. Asimismo, exige que se adopten medidas para garantizar el respeto de los principios de primacía de la ley (…) separación de poderes, participación en la adopción de decisiones, legalidad, no arbitrariedad, y transparencia procesal y legal”.1
Con las actuales circunstancias que vive el país, la sociedad boliviana no vive genuinamente bajo un Estado de derecho, con plena independencia de poderes y la capacidad de las instituciones de colocar bajo la ley a todas las personas, independientemente de cuál sea su cargo, filiación política o poder económico o de otro tipo.
A fines de 2013, los más importantes líderes opositores enfrentan juicios, muchos de ellos motivados políticamente; varios centenares (los involucrados dicen que son más de 700) de bolivianos viven en Brasil y otros países bajo las figuras de refugiados o asilados políticos, un escenario completamente nuevo para la democracia boliviana; los medios de comunicación independientes son acosados por el Estado; fallos judiciales a favor de dirigentes opositores son bloqueados por el Ejecutivo; dirigentes indígenas contrarios al gobierno están refugiados en sus remotas comunidades por temor a ser apresados; y líderes opositores están detenidos, sin juicios, en cárceles públicas, por mucho mayor tiempo que el que permite la ley.
Este abuso del Estado y el irrespeto a la Constitución y las leyes por parte de autoridades de grupos corporativos, sin embargo, no es nuevo. Hay muchas demostraciones de ello en los últimos 31 años de democracia. Los más importantes son quizás los ejemplos sucesivos y permanentes de abuso de la ley por parte de algunos sectores de la sociedad, la incapacidad de combatir la corrupción, la colusión de quienes detentan el poder con el sistema judicial, etc.
En los 24 años de democracia anteriores a la llegada de Evo Morales al poder, un presidente de la Corte Suprema fue ilegalmente exonerado del cargo por el Legislativo, con evidentes muestras de injerencia externa, además; algunos de los miembros de un grupo armado que secuestró al empresario Jorge Londsdale en 1990 fueron ejecutados tras haber sido detenidos vivos; diversos acusados de pertenecer a otras organizaciones subversivas fueron torturados y perseguidos con métodos que prohibía la ley; las protestas sociales, especialmente a mediados de la década del 90 y a principios de la de 2000, fueron criminalizadas; las muertes por acción de las Fuerzas Armadas y Policía durante manifestaciones sociales llegaron a ser de entre 10 y 15 por año, según estimaciones, un número muy elevado.