Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas I

Primera Parte: Teorizar y politizar el trabajo doméstico.
El factor decisivo en la historia es, a fin de cuentas, la producción y la reproducción de la vida inmediata.



Revolución en punto cero
Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas
Silvia Federici 

Trafi cantes de Sueños no es una casa editorial, ni siquiera una editorial independiente que contempla la publicación de una colección variable de textos críticos. Es, por el contrario, un proyecto, en el sentido estricto de «apuesta», que se dirige a cartografi ar las líneas constituyentes de otras formas de vida. La construcción teórica y práctica de la caja de herramientas que, con palabras propias, puede componer el ciclo de luchas de las próximas décadas.
Sin complacencias con la arcaica sacralidad del libro, sin concesiones con el narcisismo literario, sin lealtad alguna a los usurpadores del saber, TdS adopta sin ambages la libertad de acceso al conocimiento. Queda, por tanto, permitida y abierta la reproducción total o parcial de los textos publicados, en cualquier formato imaginable, salvo por explícita voluntad del autor o de la autora y sólo en el caso de las ediciones con ánimo de lucro.

© Del texto, Silvia Federici.
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ISBN 13: 978-84-96453-78-4
Depósito legal: M-15537-2013

Índice
Agradecimientos __________________________________________________13 Prefacio__________________________________________________________17 Introducción______________________________________________________21
Primera Parte.
Teorizar y politizar el trabajo doméstico
1. Salarios contra el trabajo doméstico (1975)_________________________35
«Un trabajo por amor»…………………………………………………………………………..36 La perspectiva revolucionaria………………………………………………………………..39 La lucha por los servicios sociales………………………………………………………….41
La lucha contra el trabajo doméstico………………………………………………………43
2. Por qué la sexualidad es un trabajo (1975) __________________________45 3. Contraatacando desde la cocina___________________________________51
Nos ofrecen «desarrollo»……………………………………………………………………….52 Un nuevo campo de batalla……………………………………………………………………53 El trabajo invisibilizado………………………………………………………………………….55 Nuestra falta de salario como disciplina………………………………………………..59 La glorifi cación de la familia………………………………………………………………….60 Diferentes mercados laborales……………………………………………………………….63 Demandas salariales………………………………………………………………………………64
Que pague el capital………………………………………………………………………………66
4. La reestructuración del trabajo doméstico y reproductivo en
EEUU durante los años setenta (1980) _____________________________71
La revuelta contra el trabajo doméstico………………………………………………….74 La reorganización de la reproducción social………………………………………….80
Conclusiones…………………………………………………………………………………………87
5. Devolvamos el feminismo al lugar que le corresponde (1984)___________91 Segunda Parte.
Globalización y reproducción social
6. Reproducción y lucha feminista en la nueva división internacional del trabajo (1999)_________________________________107
Introducción ………………………………………………………………………………………..107
La Nueva División Internacional del Trabajo (NDIT)…………………………..110 Emigración, reproducción y feminismo internacional………………………….118
Conclusión…………………………………………………………………………………………..125
7. Guerra, globalización y reproducción (2000)_______________________127
África, guerra y ajustes estructurales……………………………………………………129 La ayuda alimentaria como guerra soterrada………………………………………134 Mozambique: un caso paradigmático de las guerras contemporáneas…137
Conclusión: de África a Yugoslavia y más allá …………………………………….139
8. Mujeres, globalización y movimiento internacional de mujeres (2001)______________________________________________143
Globalización: un ataque a la reproducción…………………………………………145
Luchas de mujeres y movimiento feminista internacional……………………149
9. La reproducción de la fuerza de trabajo en la economía global y la inacabada revolución feminista (2008)_______________________153
Introducción ………………………………………………………………………………………..154
Marx y la reproducción de la fuerza de trabajo……………………………………156
La revuelta de las mujeres contra el trabajo doméstico y la redefi nición feminista de trabajo, lucha de clases y
crisis capitalista………………………………………………………………………………160
Nombrar lo intolerable: la acumulación primitiva y la
reestructuración de la reproducción……………………………………………….166
El trabajo reproductivo, el trabajo de las mujeres y las relaciones
de género en la economía global……………………………………………………..174
10. Sobre el trabajo afectivo (2011)__________________________________181
El trabajo afectivo y la teoría del trabajo inmaterial de Imperio
a Multitud y Commonwealth……………………………………………………………..182 El origen de los afectos y del trabajo afectivo……………………………………….190 El trabajo afectivo y la degenerización del trabajo………………………………..192 El trabajo afectivo en la literatura feminista…………………………………………197 Conclusiones……………………………………………………………………………………….202 Tercera Parte.
La reproducción de lo común
11. Sobre el trabajo de cuidados de los mayores y los límites del marxismo (2009)_______________________________________________205
Introducción ………………………………………………………………………………………..205
La crisis del cuidado de los mayores en la era global…………………………..207 El cuidado de los mayores, los sindicatos y la izquierda………………………213
Mujeres, ancianidad y cuidado de los mayores desde la perspectiva
de las economistas feministas…………………………………………………………219
12. Mujeres, luchas por la tierra y globalización: una perspectiva internacional (2004)____________________________________________223
Las mujeres mantienen el mundo con vida………………………………………….224 Mujeres y tierra: una perspectiva histórica…………………………………………..225
Las luchas por la subsistencia y en contra de la «globalización»
en África, Asia y Latinoamérica………………………………………………………233
La importancia de la lucha…………………………………………………………………..241
13. El feminismo y las políticas de lo común en una era de acumulación primitiva (2010)___________________________________243
Introducción: ¿Por qué lo común?………………………………………………………..244 Los comunes globales y los comunes del Banco Mundial…………………….246
¿Qué comunes?…………………………………………………………………………………….248 Las mujeres y los comunes……………………………………………………………………251
La reconstrucción feminista………………………………………………………………….254
Bibliografía______________________________________________________261

Agradecimientos
Las ideas políticas surgen de los movimientos sociales pero la travesía hasta su transformación en libro requiere del trabajo de muchos individuos. Entre las personas que han hecho posible este, me gustaría dar las gracias, por su contribución y por la creatividad y la generosidad de su activismo político, a dos personas en particular: Malav Kanuga, editor de la serie Common Notions, quien me animó a publicar el presente trabajo y me acompañó a través de todo el proceso con entusiasmo y excelentes consejos; y a Josh Mcphee cuyo diseño para la portada [original] del libro es un ejemplo más de la fuerza de su arte y de su concepción de las imágenes como semilla del cambio.
También quiero dar las gracias a Nawal El Saadawi, feminista, escritora y revolucionaria, cuyo trabajo Mujer en punto cero ha inspirado el título de este libro y muchas más cosas.
Revolución en punto cero trata de la transformación de nuestra vida cotidiana y de la creación de nuevas formas de solidaridad. Con el mismo espíritu le dedico el libro a Dara Greenwals, quien mediante su arte, su activismo político y su lucha contra el cáncer dio vida a una comunidad de cuidados, personifi cada más concretamente en esa «isla curativa» que Dara construyó durante su enfermedad.
«Salarios contra el trabajo doméstico» fue publicado por primera vez en Wages against Housework, Bristol, Falling Wall Press, 1975. También se publicó en Ellen Malos (ed.), The Politics of Housework [Políticas del trabajo doméstico], Cheltenham, New Clarion Press, 1980; y en Rosalyn Baxendall y Linda Gordon (eds.), Dear Sisters: Dispatches from the Women’s Liberation Movement [Queridas hermanas: Un mensaje desde el Movimiento de Liberación de las Mujeres], Nueva York, Basic Books, 2000.
«Por qué la sexualidad es trabajo» (1975) fue escrito originalmente como parte de la presentación de la segunda conferencia internacional de Wages for Housework que tuvo lugar en Toronto en enero de 1975.
«Contraatacando desde la cocina» se publicó primeramente como Counterplanning from the Kitchen, Bristol, Falling Wall Press, 1975. También fue publicado en Edith Hoshino Altbach (ed.), From Feminism to Liberation [Del feminismo a la liberación], Cambridge (MA), Schenkman Publishing Company, 2007.
«La reestructuración del trabajo doméstico y reproductivo en EEUU durante los años setenta» fue un panfl eto distribuido en la conferencia «The Economic Policies of Female Labor in Italy and the United States», que se llevó a cabo en el Centro Studi Americani de Roma del 9 al 11 de diciembre de 1980; fue promovido por la German Marshall Fund of the United States. También se publicó en The Commoner, núm. 11, primavera-verano de 2006.
«Devolvamos el feminismo al lugar que le corresponde» apareció por primera vez en Sohnya Sayres et al. (eds.), The Sixties Without Apologies [Los años sesenta sin disculpas], Minneapolis (MN), University Press, 1984.
«Reproducción y lucha feminista en la nueva división internacional del trabajo» vio la luz en Mariarosa Dalla Costa y Giovanna Franca Dalla Costa (eds.), Women, Development and Labor Reproduction: Struggles and Movements [Mujeres, desarrollo y trabajo reproductivo: Luchas y movimientos], Trenton (NJ), Africa World Press, 1999.
«Guerra, globalización y reproducción» fue publicado por vez primera en Peace and Change, vol. 25, núm. 2, abril de 2000. También en Veronika Bennholdt-Thomsen, Nicholas Faraclas y Claudia von Werlhof (eds.), There Is an Alternative: Subsistence and Worldwide Resistance to Corporate Globalization [Hay alternativa: Subsistencia y resistencias en todo el mundo a la globalización
Agradecimientos 15
empresarial], Londres, Zed Books, 2001; y de nuevo en Matt Meyer y Elavie Ndura-Ouedraogo (eds.), Seeds of Hope [Semillas de esperanza], Pan-African Peace Studies for the Twenty-First Century.
«Mujeres, globalización y movimiento internacional de mujeres» se publicó en un número especial de Canadian Journal of Development Studies, núm. 22, 2001.
«La reproducción de la fuerza de trabajo en la economía global y la inacabada revolución feminista» fue un documento presentado en el seminario de la UC Santa Cruz «The Crisis of Social Reproduction and Feminist Struggle» el 27 de enero de 2009.
«Sobre el trabajo afectivo» fue publicado en Michael Peters y Ergin Bulut (eds.), Cognitive Capitalism, Education and Digital Labor [Capitalismo cognitivo, educación y trabajo digital], Nueva York, Berna, Berlín, Bruselas, Frankfurt am Main, Oxford, Viena, Peter Lang Verlagsgruppe, 2011.
«Sobre el cuidado de los mayores y los límites del marxismo» se publicó primeramente en alemán bajo el título «Anmerkungen über Altenpfl egearbeit und die Grenzen des Marxismus» en Marcel van der Linden y Karl Heinz Roth (eds.), Uber Marx Hinaus, Hamburgo, Assoziation A, 2009.
«Mujeres, luchas por la tierra y globalización: una perspectiva internacional» apareció por primera vez en el Journal of Asian and African Studies. Africa and Globalization: Critical Perspectives, vol. 39, núm. 1-2, enero-marzo de 2004.
«Feminismo y las políticas de lo común en la era de la acumulación primitiva» fue publicado en Team Colors (ed.), Uses of a Whirlwind. Movement, Movements, and Contemporary Radical Currents in the United States [Prácticas del torbellino. Movimiento, movimientos y corrientes radicales contemporáneas en EEUU], Baltimore, AK Press, 2010; y en The Commoner, núm. 14, 2011.

Prefacio
El factor decisivo en la historia es, a fin de cuentas, la producción y la reproducción de la vida inmediata.
Frederick Engels
Esta tarea […] la de transformar los hogares en comunidades de resistencia ha sido globalmente compartida por las mujeres negras, especialmente las mujeres negras que vivían en comunidades supremacistas blancas.
bell hooks
Este libro recoge más de treinta años de refl exiones e investigaciones sobre la naturaleza del trabajo doméstico, la reproducción social y las luchas de las mujeres en este terreno ―para escapar de él, mejorar sus condiciones o reconstruirlo de manera que suponga una alternativa a las relaciones capitalistas. Se trata de un libro que entremezcla política, historia y teoría feminista. Pero también es un refl ejo de la trayectoria de mi activismo político dentro del movimiento feminista y del movimiento antiglobalización, y del cambio gradual que he vivido respecto al trabajo doméstico, pasando del «rechazo» a la «valorización» del mismo, y que hoy en día reconozco como parte de la experiencia colectiva.
No hay duda alguna de que entre las mujeres de mi generación, el rechazo al trabajo doméstico como destino natural de las mujeres fue un fenómeno ampliamente extendido durante el periodo que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Esto era especialmente signifi cativo en Italia, país en el que nací y me crié y que en los años cincuenta todavía estaba empapado por una cultura patriarcal, consolidada durante el fascismo pero que ya estaba experimentando una «crisis de género», causada parcialmente por la guerra y también por los requerimientos de los procesos de reindustrialización que siguieron a la guerra.
La lección de independencia que nuestras madres recibieron durante la guerra y que nos trasmitieron hacía inviable para muchas mujeres, e intolerable para muchas otras, la perspectiva de una vida dedicada al trabajo doméstico, la familia y la reproducción. Cuando escribí en mi artículo «Salarios contra el trabajo doméstico» (1974) que convertirse en ama de casa suponía «un destino peor que la muerte», refl ejaba mi actitud y punto de vista hacia este trabajo. Y, de hecho, hice todo lo que pude para escapar de él.
Bajo una mirada retrospectiva, es irónico que me pasara los siguientes cuarenta años de mi vida lidiando con el problema del trabajo reproductivo, al menos teórica y políticamente, si no en la práctica. En el proceso de demostrar por qué como mujeres debíamos rebelarnos contra este trabajo, por lo menos tal y como se ha visto confi gurado bajo el capitalismo, he llegado a comprender su importancia, no solo para la clase capitalista, sino para el desarrollo de nuestra lucha y nuestra reproducción.
Fue gracias a mi implicación en el movimiento de las mujeres como fui consciente de la importancia que la reproducción del ser humano supone como cimiento de todo sistema político y económico y de que lo que mantiene el mundo en movimiento es la inmensa cantidad de trabajo no remunerado que las mujeres realizan en los hogares. Esta certeza teórica se desarrolló sobre el sustrato práctico y emocional provisto por mi propia experiencia familiar, que me expuso a un mundo de actividades que durante largo tiempo di por sentadas y que, tanto de niña como de adolescente, observé a menudo con gran fascinación. Incluso hoy en día, algunos de mis más preciados recuerdos de la infancia me trasladan hasta la imagen de mi madre haciendo pan, pasta,
salsa de tomate, pasteles, licores… y después tejiendo, cosiendo, remendando, bordando y cuidando de sus plantas. Algunas veces la ayudaba en tareas puntuales, casi siempre de forma reacia. De niña, tan solo veía su trabajo; más tarde, como feminista, aprendí a ver la lucha que llevaba a cabo, y me di cuenta de todo el amor que iba incluido en ese trabajo y de lo duro que había resultado para mi madre el hecho de que se diera por supuesto, sin poder nunca disponer de algo de dinero para ella y tener que depender de mi padre por cada céntimo que gastaba.
A partir de mi experiencia en casa ―y a través de la relación con mis padres― también descubrí lo que hoy en día denomino «doble carácter» del trabajo reproductivo, como trabajo que nos reproduce y nos «valoriza» no solo de cara a integrarnos en el mercado laboral sino también contra él. Ciertamente no puedo comparar mis experiencias y recuerdos infantiles con los que relata bell hooks, que describe su «hogar» como un «lugar de resistencia». Pero, sin embargo, siempre estuvo presente la necesidad, y algunas veces fue ratifi cada abiertamente, de no medir nuestras vidas mediante las demandas y valores del sistema capitalista como principio que debía guiar la reproducción de nuestras vidas. Incluso hoy en día, los esfuerzos que mi madre hizo para desarrollar en nosotras cierto sentimiento de autoestima me proporcionan la fuerza para encarar situaciones difíciles. Lo que muchas veces me ha salvado cuando no he sido capaz de protegerme a mí misma ha sido mi compromiso de proteger su trabajo y a mí como la niña receptora del mismo. El trabajo reproductivo no es, sin duda alguna, el único trabajo por el que se pone en cuestión lo que le otorgamos al capital y «lo que nos damos a nosotras mismas». Pero desde luego es el trabajo en el que las contradicciones inherentes al «trabajo alienado» se manifi estan de manera más explosiva, razón por la que es el punto cero para la práctica revolucionaria, incluso aunque no sea el único punto cero. Puesto que no hay nada tan asfi xiante para la vida como ver transformadas en trabajo las actividades y las relaciones que satisfacen nuestros deseos. De igual modo, es a través de las actividades cotidianas por las que producimos nuestra existencia que podemos desarrollar nuestra capacidad de cooperar, y no solo resistir a la deshumanización sino aprender a reconstruir el mundo como un espacio de crianza, creatividad y cuidado.
Silvia Federici Brooklyn, Nueva York, junio de 2011 

Introducción
En otras épocas he dudado de la idoneidad de publicar un libro de ensayos que girase exclusivamente sobre el tema de la «reproducción», ya que me parecía una abstracción artifi cial de los múltiples temas y luchas a las que me he dedicado durante años. En cualquier caso, existe una lógica en la selección de los artículos de esta recopilación: la cuestión de la reproducción, entendida como el complejo de actividades y relaciones gracias a las cuales nuestra vida y nuestra capacidad laboral se reconstruyen a diario, y que ha sido el hilo conductor que entrelaza todos mis escritos y mi activismo político.
La confrontación con el «trabajo reproductivo» ―reducido, en un principio, al trabajo doméstico― fue el factor defi nitorio para muchas mujeres de mi generación, nacidas en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Después de dos guerras, que en el espacio de tres décadas habían eliminado a setenta millones de personas, los atractivos de la domesticidad y la promesa de sacrifi car nuestras vidas para producir más trabajadores y soldados para el Estado no tenían lugar en nuestro imaginario. De hecho, más que la confi anza en una misma que la guerra otorgó a muchas mujeres ―y que en EEUU simbolizó la imagen de Rosie la remachadora―, fue la memoria de la carnicería en la que habíamos nacido, especialmente en Europa, lo que dio forma a nuestra relación con la reproducción durante el periodo de postguerra. Este es un capítulo que todavía falta por escribir en la historia del movimiento f eminista
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internacional. Aun así, cuando recuerdo las visitas que, en Italia, siendo escolares, hacíamos a las exposiciones en los campos de concentración, y las historias que se contaban en las sobremesas acerca de la cantidad de veces que, a duras penas, nos habíamos salvado de ser asesinados por los bombardeos, escapando en mitad de la noche en busca de refugio bajo un cielo que refulgía con las estelas de las bombas, no puedo dejar de preguntarme cuánto peso habrán tenido estas experiencias en mi decisión, y en la de muchas otras mujeres, de no tener hij os ni convertirnos en amas de casa.
Esta perspectiva antibelicista puede que sea la razón por la que nuestra actitud, al contrario que otras críticas feministas previas al hogar, la familia y el trabajo doméstico, no podía buscar reformas. Echando un vistazo retrospectivo a la literatura feminista de principios de los años setenta, me sorprende la ausencia de las problemáticas que preocupaban a las feministas de los años veinte, cuando la reordenación del hogar en términos domésticos, la tecnología aplicada al hogar y la reorganización de los espacios eran temas centrales en la teoría y las prácticas feministas. Por primera vez, el feminismo mostraba una ausencia de identifi cación con el trabajo reproductivo, no solo cuando se producía para otros sino incluso en relación a nuestras familias y parientes; posiblemente, esto pueda ser atribuido al desgaste que la guerra supuso para las mujeres como tales, especialmente porque esta amenaza nunca desapareció sino que aumentó con el desarrollo de las armas nucleares.
Aunque el trabajo doméstico siempre ha sido un tema crucial en las políticas feministas, este poseía un signifi cado especial para la organización a la que me uní en 1972: la campaña internacional Salario para el Trabajo Doméstico (WfH en sus siglas en inglés), con la que colaboré activamente durante los siguientes cinco años. La campaña que llevó a cabo el movimiento Salario

para el Trabajo Doméstico fue bastante diferente y peculiar, ya que aglutinó corrientes políticas de diferentes partes del planeta y de diversos sectores del mundo proletario, cada uno de ellos enraizado en su particular historia de luchas y en busca de un terreno común proporcionado y transformado desde nuestro feminismo. Mientras que para la mayor parte de las feministas sus puntos de referencia eran las políticas liberales, anarquistas o socialistas, las mujeres que impulsaron la WfH venían de una historia de militancia en organizaciones que se identifi caban como marxistas, marcadas por su participación en los movimientos anticolonialistas, el Movimiento por los Derechos Civiles, el movimiento estudiantil y el movimiento operaista. Este último se había desarrollado en Italia a principios de la década de los sesenta como resultado del resurgimiento de las luchas obreras en las fábricas, y condujo a una crítica radical del «comunismo» y a una relectura de la obra de Marx que ha infl uido en una generación entera de activistas y que todavía no ha agotado su capacidad de análisis como demuestra el interés internacional que suscita el movimiento autónomo italiano.
Fue a través pero también en contra de las categorías articuladas por esos movimientos que nuestro análisis de la «cuestión de las mujeres» se convirtió en un análisis del trabajo reproductivo como factor crucial en la defi nición de la explotación de las mujeres en el capitalismo, el tema común de la mayor parte de los artículos recogidos en este volumen. Como expresan perfectamente los trabajos de Samir Amin, Andre Gunder Frank y de Frantz Fanon, el movimiento anticolonialista nos enseñó a ampliar el análisis marxista sobre el trabajo no asalariado más allá de los confi nes de las fábricas y, así, contemplar el hogar y el trabajo doméstico como los cimientos del sistema fabril más que como su «otro». Partiendo de este análisis también aprendimos a buscar a los protagonistas de la lucha de clases no solo entre los trabajadores masculinos de la clase proletaria industrializada sino, en mayor medida, entre los colonizados, los esclavizados, en el mundo de los trabajadores no asalariados marginados en los anales de la tradición comunista a quienes entonces podíamos añadir la fi gura del ama de casa proletaria, reconceptualizada como el sujeto de la (re)producción de la fuerza de trabajo.
El contexto social y político en el que se ha desarrollado el movimiento feminista ha facilitado esta identifi cación. Desde al menos el siglo XIX, cuando el auge del movimiento feminista siguió los pasos del desarrollo del Movimiento de Liberación Negra, esto ha supuesto una constante en la historia norteamericana. El movimiento feminista de la segunda mitad del siglo XX no fue una excepción; desde hace mucho tiempo considero que el primer ejemplo de feminismo en los años sesenta en EEUU lo dieron las welfare mothers quienes, lideradas por mujeres afroamericanas inspiradas a su vez en el Movimiento por los Derechos civiles, se movilizaron para exigir un sueldo al Estado por el trabajo que suponía criar a sus hij os, creando el sustrato del que brotarían organizaciones como el movimiento Salario para el Trabajo Doméstico.
Del movimiento operaista que enfatizaba la centralidad de las luchas por la autonomía de los trabajadores dentro de la relación capital-trabajo, aprehendimos la importancia política del salario como instrumento organizativo de la sociedad y, a la vez, de su utilidad como palanca para minar las jerarquías dentro de la sociedad de clases. En Italia, esta lección política cristalizó en las luchas obreras del «Otoño Caliente» (1969), cuando los trabajadores exigieron aumentos salariales inversamente proporcionales a la productividad e igualdad salarial para todos. Esto mostraba una gran determinación en la búsqueda no de ganancias sectoriales sino del fi n de las divisiones basadas en salarios diferenciales. Desde mi punto de vista, esta concepción del salario ― que rechazaba la separación económica y política leninista de las luchas― se convirtió en una herramienta extraordinariamente útil para sacar a la luz las raíces materiales de la división laboral sexual e internacional y desenterrar, en mis posteriores trabajos, «el secreto de la acumulación primitiva».
Igual de importante en el desarrollo de nuestra perspectiva fue el concepto operaista de «fábrica social». Dicho concepto traducía la teoría de Mario Tronti, expresada en su obra Operai e Capitale (1966), según la cual llegados a cierto punto del desarrollo capitalista las relaciones capitalistas pasan a ser tan hegemónicas que todas y cada una de las relaciones sociales están supeditadas al capital y, así, la distinción entre sociedad y fábrica colapsa, por lo que la sociedad se convierte en fábrica y las relaciones sociales pasan directamente a ser relaciones de producción. Tronti señalaba así el incremento de la reorganización del «territorio» como espacio social estructurado en función de las necesidades fabriles de producción y de la acumulación capitalista. Pero desde nuestra perspectiva, a primera vista resultó obvio que el circuito de la producción capitalista, y de la «fábrica social» que esta producía, empezaba y se asentaba primordialmente en la cocina, el dormitorio, el hogar ―en tanto que estos son los centros de producción de la fuerza de trabajo― y que a partir de allí se trasladaba a la fábrica pasando antes por la escuela, la ofi cina o el laboratorio. En resumen, no acogimos pasivamente las lecciones de los movimientos que he señalado anteriormente sino que los pusimos patas arriba, exponiendo sus límites, utilizando sus piedras angulares teóricas para construir un nuevo tipo de subjetividad política y de estrategia.
La defi nición de esta perspectiva política y su defensa contra las acusaciones lanzadas tanto por izquierdistas como por feministas es el hilo conductor de los ensayos recogidos en la Primera Parte, escritos todos ellos entre 1974 y 1980, periodo en el que me encontraba implicada en la organización de la campaña Salario para el Trabajo Doméstico. Su objetivo principal era demostrar las diferencias fundamentales entre el trabajo reproductivo y otras clases de trabajo; desenmascarar el proceso de naturalización al que, debido a su condición de no remunerado, se le había sometido; mostrar la específi ca función y naturaleza capitalista del salario; y demostrar que históricamente la cuestión de la «productividad» siempre ha estado relacionada con las luchas por el poder social. Más importante aún, estos ensayos intentaban establecer que los atributos de la feminidad son de hecho funciones laborales así como rechazar el concepto economicista que muchos de sus críticos otorgaban a las demandas salariales para el trabajo doméstico, debido a su incapacidad para comprender la función del dinero más allá de su carácter inmediato de instrumento remunerativo.
La campaña para reclamar un salario para el trabajo doméstico se lanzó en el verano de 1972 en Padua con la formación del International Feminist Colective [Colectivo Feminista Internacional] por un grupo de mujeres de Italia, Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Su objetivo era la apertura de un proceso de movilización feminista internacional que llevase al Estado a reconocer el trabajo doméstico como trabajo ―esto quiere decir, como una actividad que debería ser remunerada― ya que contribuye a la producción de mano de obra y produce capital, posibilitando así que se dé cualquier otra forma de producción. El movimiento WfH supuso una perspectiva revolucionaria no solo porque exponía la raíz de la «opresión de las mujeres» en la sociedad capitalista sino también porque desenmascaraba los principales mecanismos con los que el capitalismo ha sustentado su poder y mantenido dividida a la clase obrera, a saber, la devaluación de esferas enteras de actividad humana, comenzando por aquellas actividades que abastecen la reproducción de la vida humana, y la capacidad de utilizar el salario por una parte de la sociedad para extraer trabajo de esas otras grandes partes de la población que parecen estar fuera de las relaciones salariales: esclavos, sujetos colonizados, presos, amas de casa y estudiantes. Dicho de otra manera, para nosotras la campaña de WfH era revolucionaria puesto que reconocía que el capitalismo depende del trabajo reproductivo no asalariado para contener el coste de la mano de obra, y creíamos que una campaña que fuese exitosa drenaría las fuentes de este trabajo no remunerado y rompería el proceso de acumulación capitalista, permitiendo a las mujeres enfrentarse al Estado y al capital en un terreno común a la mayor parte de las mujeres. Por último, también veíamos la WfH como una herramienta revolucionaria puesto que ponía fi n a la naturalización del trabajo doméstico, disipando así el mito de que es un «trabajo de mujeres», y que, además, en vez de reclamar más trabajo, lo que exigía era que se nos pagase por el trabajo que ya hacíamos. En esta cuestión, debo puntualizar que luchábamos por un salario para el trabajo doméstico no para las amas de casa, convencidas de que de este modo la demanda recorrería el camino hacia la «degenerización» de este trabajo. También exigíamos que estos salarios no proviniesen de los maridos sino del Estado como representante del capital colectivo ―el auténtico «Hombre» benefi ciario de este trabajo.
Actualmente, y especialmente entre las mujeres jóvenes, esta problemática puede sonar desfasada, ya que es posible escapar de gran parte de este trabajo cuando eres joven. De hecho, comparado con mi generación, las mujeres jóvenes de hoy en día son económicamente más independientes y autónomas de los hombres. Pero el trabajo doméstico no ha desaparecido, y su devaluación, tanto económica como en cualquiera de sus otros aspectos, continúa siendo un problema para la mayor parte de nosotras, independientemente de que se reciba o no un salario por otro empleo. Además, después de cuatro décadas de trabajo a jornada completa fuera del hogar, es imposible seguir manteniendo la extendida asunción existente entre las feministas durante los años setenta de que el trabajo remunerado es el camino hacia la «liberación». Esta es la razón por la que gran parte del marco de trabajo de la campaña WfH es fácilmente aceptado hoy en día, al menos mientras se mantenga en un estrato teórico. Un factor decisivo en esta aceptación ha sido el trabajo de activistas/investigadoras feministas como Ariel Salleh en Australia y Maria Mies en Alemania, que han llevado el análisis reproductivo a un nuevo nivel desde una perspectiva ecofeminista y desde el punto de vista de las mujeres de las «colonias». Como resultado de esto, incluso hemos podido ver argumentos clásicos de la WfH discutidos de tal manera entre las feministas académicas que parece que los acabasen de inventar ellas mismas. Y sin embargo, en la década de los setenta, pocos posicionamientos políticos levantaban oposiciones tan vehementes.
A fi nales de los años setenta tocaban a su fi n, puestas contra las cuerdas por la maquinaria de una crisis económica aún en curso, dos décadas de luchas internacionales que habían sacudido los cimientos del proceso de acumulación capitalista. Empezando con el embargo petrolero de 1974, comenzaba un largo periodo de experimentación capitalista en la «descomposición» de clases bajo el pretexto del «Consenso de Washington», el neoliberalismo y la «globalización». Del «crecimiento cero» a la crisis de la deuda y de ahí a la deslocalización industrial y a la imposición de ajustes estructurales en las regiones del antiguo mundo colonial, se forzaba la existencia de un nuevo mundo, alterando radicalmente el balance de poder entre trabajadores y capital mundial.
He desarrollado los efectos de algunos de estos cambios en la reproducción de la fuerza de trabajo en los artículos recogidos en la Segunda Parte de este volumen y en los ensayos con los que contribuí en Midnigth Notes, específi camente en el titulado «The New Enclosures» [Los nuevos cercamientos]. Me gustaría añadir, llegados a este punto, que gracias al análisis que llevamos a cabo primeramente en WfH y después en Midnigth Notes, pude darme cuenta de que lo que estaba en marcha no era una reconversión industrial sino una reestructuración de las relaciones de clase comenzando por el proceso de reproducción social. Mi comprensión del nuevo orden mundial se vio facilitada por dos hechos que afectaron profundamente mi teoría y mi práctica política. Primero, la decisión, tomada a fi nales de los años setenta, de comenzar a estudiar la historia de las mujeres durante la transición al capitalismo, que culminó con la publicación de Il Grande Calibano (1984), escrito junto a Leopoldina Fortunati, y más tarde de Caliban and the Witch: Women, the Body and Primitive Accumulation (2004).
Segundo, mi empleo como profesora interina en la Universidad de Port Harcourt (Nigeria), a mediados de los años ochenta, que me proporcionó la oportunidad de observar las devastadoras consecuencias sociales provocadas por los programas de austeridad impuestos por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional a las «naciones deudoras» como requisitos para nuevos préstamos.
El trabajo histórico profundizó mi comprensión no solo del papel de las «mujeres en el capitalismo» sino del capitalismo en sí mismo. Esto me permitió trazar una conexión entre los procesos activados por los «ajustes estructurales» (como pieza clave para el surgimiento de la nueva economía global) y aquellos que defi no en Calibán y la bruja como el «verdadero secreto» de la «acumulación primitiva» que comenzó con la guerra que el capitalismo lanzó contra las mujeres a través de tres siglos de caza de brujas. Repasar los inicios del capitalismo también amplió mi concepto de reproducción del trabajo doméstico a la agricultura de subsistencia, «abriendo la puerta» (tal y como Mariarosa Dalla Costa ha descrito en su reciente trabajo) de la cocina al jardín y a la tierra. La situación en Nigeria provocó un replanteamiento del concepto de trabajo reproductivo. En un contexto en el cual, pese al impacto destructivo de la producción petrolera, el acceso a la tierra suponía todavía una condición básica para la reproducción de la vida cotidiana y en el que la mayor parte de los alimentos consumidos provenían de la agricultura de subsistencia que principalmente cultivaban las mujeres, el concepto de «trabajo doméstico» debía adquirir un signifi cado más amplio.
Los artículos recogidos en la Segunda Parte refl ejan este entendimiento y el mayor alcance de mi análisis, que pronto se tradujo en nuevas prácticas políticas. Fue a partir de mi estancia en Nigeria que fecho el comienzo de mi militancia en el movimiento antiglobalización, que en África ya estaba empezando a tomar forma a mediados de los años ochenta gracias al auge de movimientos feministas como Women in Nigeria y de los diferentes movimientos de protesta contra los ajustes estructurales. En conjunto, estos ensayos son un intento de comprender la arquitectura del nuevo orden económico y contrarrestar los impulsos reformistas dentro del mismo movimiento, que se hicieron especialmente intensos cuando alcanzó al mundo «desarrollado». Al contrario de aquellas personas que consideraban que la tarea del movimiento debía encaminarse a reformar, humanizar y «generizar» el Banco Mundial y el FMI, estos ensayos contemplan dichas instituciones como los instrumentos del nuevo proceso de recolonización y del ataque lanzado por el capitalismo a nivel mundial contra los trabajadores. Los artículos examinan particularmente los grandes movimientos migratorios provocados por los Programas de Ajuste Estructural a comienzos de la década de los noventa y que Archie Hochschild ha califi cado como «globalización de los cuidados». También investigan la conexión entre los confl ictos bélicos y la destrucción de la agricultura de subsistencia y, más importante aún, las motivaciones que la economía global esconde en su nueva guerra contra las mujeres.
Otro tema recurrente en los ensayos recogidos en la Segunda Parte es la crítica a la institucionalización del feminismo y a la reducción de las políticas feministas a meros instrumentos de la agenda neoliberal de las Naciones Unidas. Para aquellas de nosotras que testarudamente a lo largo de los años hemos insistido en defi nir la autonomía feminista no solo como autonomía respecto de los hombre sino también respecto del capital y del Estado, supuso una derrota la gradual incapacidad del movimiento para propulsar iniciativas propias y su subsunción bajo las alas de las Naciones Unidas, especialmente en un momento en el que dicha institución se estaba preparando para legitimar nuevas guerras por motivos económicos y militares. Retrospectivamente, esta crítica era correcta. Cuatro conferencias globales sobre mujeres y una década dedicada a los derechos de las mujeres no han producido ninguna mejora en la vida de la mayor parte de estas, ni tampoco una crítica feminista seria o movilización alguna contra la apropiación de la riqueza mundial por parte de las corporaciones y de las mismas Naciones Unidas. Al contrario, las celebraciones del «empoderamiento de las mujeres» han ido de la mano de la aprobación de políticas sangrientas que han acabado con la vida de millones de personas, expropiado tierras y aguas costeras, arrojado a las mismas residuos tóxicos y convertido en refugiados a poblaciones enteras.
Inevitablemente, un ataque histórico como este a la vida humana, eternizado por las políticas de «crisis permanente», ha conducido a muchas de nosotras a repensar nuestras estrategias y perspectivas políticas. En mi caso, me ha impulsado a reconsiderar la cuestión del salario para el trabajo doméstico y a investigar el signifi cado del creciente llamamiento que dentro de los círculos políticos radicales a nivel internacional se hace al desarrollo y producción de «lo común».
El movimiento WfH había identifi cado a la «trabajadora doméstica» como el sujeto social crucial en la premisa de que la explotación de su trabajo no asalariado y de las relaciones desiguales de poder construidas sobre su situación de no remunerada eran los pilares de la organización de la producción capitalista. De todas maneras, el retorno de la «acumulación primitiva» a escala mundial, comenzando por la inmensa expansión del mercado laboral, fruto de las múltiples formas de expropiación, ha provocado que me sea imposible seguir afi rmando (como hice durante los setenta) que la campaña de WfH es la estrategia a seguir no solo para el movimiento feminista sino «para toda la clase obrera». La realidad de poblaciones enteras desmonetizadas por drásticas devaluaciones junto con la proliferación de planes de privatización de tierras y la mercantilización de todos los recursos naturales sitúa en primera línea y con carácter de urgencia la cuestión de la recuperación de los medios de producción y la creación de nuevas maneras de cooperación social. En cualquier caso, estos objetivos no deberían ser concebidos como excluyentes a las luchas por y sobre el «salario». Por ejemplo, la lucha de las trabajadoras domésticas inmigrantes para que se reconozca institucionalmente el «trabajo de cuidados» es muy importante estratégicamente, ya que la devaluación del trabajo reproductivo ha sido uno de los pilares de la acumulación capitalista y de la explotación capitalista del trabajo de las mujeres. Forzar a que el Estado pague un «salario social» o un «sueldo fi jo» garantizando nuestra reproducción también continúa siendo un objetivo clave, puesto que el Estado mantiene como rehén gran parte de la riqueza que producimos.
La creación de común(es), entonces, debe ser vista como un complemento y una presuposición intrínseca a las luchas por el salario en un contexto en el que el empleo es más precario que nunca, en el que los ingresos económicos están sujetos a constantes manipulaciones, y la fl exibilización, la gentrifi cación y la migración han destruido las formas de socialización que una vez caracterizaron la vida proletaria. Claramente, y tal y como argumento en la Tercera Parte, la reapropiación de tierras, la defensa de los bosques de la tala intensiva y la creación de huertos urbanos es solo el comienzo. Lo realmente importante, como han señalado repetidas veces Massimo De Angelis y Peter Linebaugh, tanto en sus trabajos como con su actividad política, es la producción de prácticas que generen «lo común» [commoning practices], comenzando por crear nuevas formas de reproducción social colectivas y por enfrentarnos a las divisiones que han sido sembradas entre nosotros sobre la base de la raza, el género, la edad y el origen geográfi co. Este es uno de los temas que más me ha interesado durante los últimos años y al cual tengo la intención de dedicar gran parte de mi futuro trabajo, debido tanto a la actual crisis reproductiva ―incluyendo la destrucción de toda una generación de gente joven, en su mayor parte gente de color, que ahora mismo se pudre en nuestras cárceles― como a la creciente aceptación entre activistas de EEUU de que un movimiento que no es capaz de reproducirse a sí mismo, no es sostenible. En Nueva York, esta certeza ha inspirado durante unos años el debate acerca de los «movimientos auto-reproductivos» y de las «comunidades de cuidados» en paralelo al desarrollo de varias estructuras de base comunitaria. Expandir la noción de lo común y darle un signifi cado político más amplio también es algo que conforma el horizonte del Occupy Movement, la Primavera Árabe así como de muchas de las luchas que permanentemente tienen lugar contra los planes de austeridad en todo el planeta, ya que su capacidad de transformación emerge de su habilidad para reapropiarse de aquellos espacios controlados por el Estado y monetizados por el mercado convirtiéndolos de nuevo en lugares comunes.
Brooklyn, Nueva York, marzo de 2011

Primera Parte. Teorizar y politizar el trabajo doméstico

1. Salarios contra el trabajo doméstico (1975)
Ellos dicen que se trata de amor.
Nosotras que es trabajo no remunerado.
Ellos lo llaman frigidez. Nosotras absentismo.
Cada aborto es un accidente laboral.
La homosexualidad y la heterosexualidad son ambas condiciones laborales… pero la homosexualidad es el control de la producción por las trabajadoras, no el fi nal del trabajo.
¿Más sonrisas? Más dinero. Nada será tan poderoso como esto para destruir las virtudes sanadoras de la sonrisa.
Neurosis, suicidio, desexualización: enfermedades laborales del ama de casa.
Muchas veces las dificultades y las ambigüedades que expresan las mujeres cuando se discute sobre el salario para el trabajo doméstico emergen del hecho de que reducen la idea de un salario para el trabajo doméstico a una cosa, un poco de dinero, en vez de enfocarlo como una perspectiva política. La diferencia entre estos dos puntos de partida es inmensa. Enfocar el salario doméstico como una cosa en lugar de hacerlo como una perspectiva supone desligar el resultado fi nal de las luchas de la lucha misma, y perder lo que de signifi cativo tiene en la desmistifi cación y la subversión del rol al cual han sido confi nadas las mujeres en la sociedad capitalista.
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Cuando observamos el salario doméstico desde este punto de vista reduccionista empezamos a preguntarnos a nosotras mismas: ¿qué diferencia supondría más dinero en nuestras vidas? Incluso podemos estar de acuerdo en que para muchas mujeres que no tienen ninguna otra alternativa más que el trabajo doméstico y el matrimonio, supondría de hecho una gran diferencia. Pero parece que para aquellas de nosotras que sí tenemos otras alternativas ―un trabajo profesional, un marido ilustrado, un modelo de vida comunal, relaciones gays o una combinación de estas― no supondría una gran diferencia. Se supone que para nosotras existen otras maneras de lograr la independencia económica, y que del último modo en que querríamos lograrla es identifi cándonos nosotras mismas como amas de casa, un destino, y en esto coincidimos todas, peor que la muerte. El problema de este posicionamiento es que en nuestra imaginación añadimos un poquito más de dinero a las desdichadas vidas que tenemos hoy en día y entonces nos preguntamos: «Bien, ¿y ahora qué?», bajo la falsa premisa de que podríamos conseguir ese dinero sin revolucionar al mismo tiempo ―durante el proceso de lucha para su consecución― todas nuestras relaciones sociales y familiares.
Pero si enfocamos el salario doméstico desde una perspectiva política, podremos ver que la misma lucha produciría una revolución en nuestras vidas y en nuestro poder social como mujeres. También queda claro que si pensamos que no necesitamos dinero es porque hemos asumido las formas particulares de prostitución físicas y mentales que esconden esta necesidad. Como intentaré demostrar, el salario doméstico no es tan solo una perspectiva revolucionaria sino que es la única perspectiva revolucionaria desde un punto de vista feminista.
«Un trabajo por amor»
Es importante reconocer que cuando hablamos de trabajo doméstico no estamos hablando de un empleo como cualquier otro, sino que nos ocupa la manipulación más perversa y la violencia más sutil que el capitalismo ha perpetrado nunca contra cualquier segmento de la clase obrera. Cierto es que bajo el capitalismo todo trabajador es explotado y su relación con el capital se encuentra totalmente mistifi cada. El salario da la impresión de un trato justo: tú trabajas y te pagan, así tanto tu patrón como tú obtenéis lo que se le adeuda a cada uno; mientras que en realidad el salario, más que pagarte por el trabajo que llevas a cabo, esconde todo el trabajo no remunerado que conlleva su benefi cio. No obstante, el salario por lo menos te reconoce como trabajador, por lo que puedes negociar y pelear sobre y contra los términos y la cantidad de ese trabajo. Tener un salario signifi ca ser parte de un contrato social, y no hay duda alguna acerca de su sentido: no trabajas porque te guste, o porque te venga dado de un modo natural, sino porque es la única condición bajo la que se te permite vivir. Explotado de la manera que sea, no eres ese trabajo. Hoy eres cartero, mañana conductor de taxis. Todo lo que importa es cuánto de ese trabajo tienes que hacer y cuánto de ese dinero puedes obtener.
La diferencia con el trabajo doméstico reside en el hecho de que este no solo se le ha impuesto a las mujeres, sino que ha sido transformado en un atributo natural de nuestra psique y personalidad femenina, una necesidad interna, una aspiración, proveniente supuestamente de las profundidades de nuestro carácter de mujeres. El trabajo doméstico fue transformado en un atributo natural en vez de ser reconocido como trabajo ya que estaba destinado a no ser remunerado. El capital tenía que convencernos de que es natural, inevitable e incluso una actividad que te hace sentir plena, para así hacernos aceptar el trabajar sin obtener un salario. A su vez, la condición no remunerada del trabajo doméstico ha sido el arma más poderosa en el fortalecimiento de la extendida asunción de que el trabajo doméstico no es un trabajo, anticipándose al negarle este carácter a que las mujeres se rebelen contra él, excepto en el ámbito privado del dormitorio-cocina que toda la sociedad acuerda ridiculizar, minimizando de esta manera aún más a las protagonistas de la lucha. Se nos ve como brujas gruñonas, no como trabajadoras en lucha.
Aun así, lo poco natural que es ser ama de casa se demuestra mediante el hecho de que requiere al menos veinte años de socialización y entrenamiento día a día, dirigido por una madre no remunerada, preparar a una mujer para este rol y convencerla de que tener hij os y marido es lo mejor que puede esperar de la vida. Incluso eso, raramente sucede. No importa lo bien que se nos entrene, pocas mujeres no se sienten traicionadas cuando tras la luna de miel se encuentran a sí mismas frente a un fregadero sucio. Muchas de nosotras aún mantenemos la ilusión de que nos casamos por amor. Muchas otras reconocemos que nos casamos en aras de conseguir dinero y seguridad; pero es momento de reconocer que aunque el dinero que aporta es bastante poco, el trabajo que conlleva es enorme. Es por ello que las mujeres mayores siempre nos dicen: «Disfruta de tu libertad mientras puedas, cómprate lo que quieras ahora». Pero desafortunadamente es casi imposible disfrutar de ninguna libertad si, desde los primeros días de tu vida, se te entrena para ser dócil, servil, dependiente y, lo más importante, para sacrifi carte tú misma e incluso obtener placer de ello. Si no te gusta es tu problema, tu error, tu culpa y tu tara.
Debemos admitir que el capital ha tenido mucho éxito escondiendo nuestro trabajo. Ha creado una obra maestra a expensas de las mujeres. Mediante la denegación del salario para el trabajo doméstico y su transformación en un acto de amor, el capital ha matado dos pájaros de un tiro. Primero, ha obtenido una cantidad increíble de trabajo casi gratuito, y se ha asegurado de que las mujeres, lejos de rebelarse contra ello, busquen obtener ese trabajo como si fuese lo mejor de la vida (y las palabras mágicas: «Sí, cariño, eres una mujer de verdad»). Al mismo tiempo, también ha disciplinado al trabajador masculino, al hacer que «su» mujer dependa de su trabajo y de su salario, y le ha atrapado en la disciplina laboral proporcionándole una sirvienta por la cual él mismo se esfuerza trabajando en la fábrica o en la ofi cina. De hecho nuestro papel como mujeres es no tener salario pero ser felices y, sobre todo, amorosas sirvientas de la «clase obrera», es decir, esos estratos del proletariado a los cuales el capital se ha visto obligado a garantizar más poder social. De la misma manera que Dios creó a Eva para dar placer a Adán, el capital creó al ama de casa para servir al trabajador masculino, física, emocional y sexualmente; para criar a sus hij os, coser sus calcetines y remendar su ego cuando esté destruido a causa del trabajo y de las (solitarias) relaciones sociales que el capital le ha reservado. Es precisamente esta peculiar combinación de servicios físicos, emocionales y sexuales que conforman el rol de sirvienta que las amas de casa deben desempeñar para el capital lo que hace su trabajo tan pesado y al mismo tiempo tan invisible. No es casual que la mayor parte de los hombres comiencen a pensar en el matrimonio tan pronto como encuentran su primer trabajo. Esto no sucede solo porque económicamente se lo puedan permitir sino porque el que haya alguien en casa que te cuide es la única posibilidad para no volverse loco después de pasar el día en una línea de montaje o en una ofi cina. Toda mujer sabe que debe cumplir con esos servicios para ser una mujer de verdad y lograr un matrimonio «exitoso». También en este caso, cuanto mayor es la pobreza familiar, mayor es la esclavitud a la que se ve sometida la mujer y no tan solo debido a la situación económica. De hecho el capital mantiene una política dual, una para la clase media y otra para las familias de clase trabajadora. No es accidental que sea en esta última donde encontramos el machismo menos sofi sticado: cuantos más golpes se lleva un hombre en el trabajo más y mejor entrenada tiene que estar la mujer para absorber los mismos, y más permitido le estará el recuperar su ego a su costa. Le pegas a tu mujer y viertes tu rabia en ella cuando te sientes frustrado o demasiado cansado a causa del trabajo, o cuando te han vencido en una lucha (aunque trabajar en una fábrica ya es una derrota). Cuanto más obedece un hombre y más ninguneado se siente, más manda alrededor suyo. La casa de un hombre es su castillo y su mujer debe aprender a esperar en silencio cuando él está de mal humor, a recomponer sus pedazos cuando está hecho trizas y odia el mundo, a darse la vuelta en el lecho cuando él dice «estoy demasiado cansado esta noche» o cuando lo hace tan rápido que, tal y como lo describió cierta vez una mujer, lo mismo podría estar haciéndolo con un bote de mayonesa. Las mujeres siempre han encontrado maneras de rebelarse, o de responder, pero siempre de manera aislada y en el ámbito privado. El problema es entonces cómo se lleva esta lucha fuera de la cocina y del dormitorio, a las calles.
Este fraude que se esconde bajo el nombre de amor y matrimonio nos afecta a todas, incluso si no estamos casadas, porque una vez que el trabajo doméstico está totalmente naturalizado y sexualizado, una vez que ha pasado a ser un atributo femenino, todas nosotras como mujeres estamos caracterizadas por ello. Si hacer determinadas tareas es natural, entonces se espera que todas las mujeres las lleven a cabo e incluso que les guste hacerlas, también aquellas mujeres que, debido a su posición social, pueden escaparse de parte de este trabajo y hasta de la mayor parte de él, ya que sus maridos pueden pagar criadas y psiquiatras y pueden disfrutar de diferentes tipos de relax y entretenimiento. Puede que no sirvamos a un hombre, pero todas nosotras nos encontramos en una situación de servilismo respecto a todo el mundo masculino. Esta es la razón por la que ser denominada mujer es tan degradante, un desprecio. «Sonríe, cariño, ¿qué te pasa, qué problema tienes?» es algo que cualquier hombre se siente legitimado a decirte, ya sea tu marido, el revisor del tren o tu jefe en el trabajo.
La perspectiva revolucionaria
Si partimos de este análisis podemos observar las implicaciones revolucionarias de la demanda del salario doméstico. Es la demanda por la que termina nuestra naturaleza y comienza nuestra lucha porque el simple hecho de reclamar un salario para el trabajo doméstico signifi ca rechazar este trabajo como expresión de nuestra naturaleza y, a partir de ahí, rechazar precisamente el rol que el capital ha diseñado para nosotras.
Reclamar el salario para el trabajo doméstico socavará por sí mismo las expectativas que la sociedad tiene acerca de nosotras ya que estas expectativas ―la esencia de nuestra socialización― son todas ellas funcionales a nuestra condición de no asalariadas en el hogar. En este sentido, es absurdo comparar la lucha de las mujeres por un salario para el trabajo doméstico con las luchas por un aumento salarial de los trabajadores masculinos en las fábricas. Cuando se lucha por incrementos salariales, el trabajador asalariado desafía su rol social pero permanece en él. Cuando reclamamos un salario para el trabajo doméstico luchamos sin ambigüedades y de manera directa contra nuestro rol social. Del mismo modo, existe una diferencia cualitativa entre las luchas de los trabajadores asalariados y las luchas de los esclavos por un salario y contra esa esclavitud. Tiene que quedar completamente claro que cuando luchamos por la consecución de un salario no luchamos para así poder entrar dentro del entramado de relaciones capitalistas, ya que nunca hemos estado fuera de ellas. Nos rebelamos para destruir el rol que el capitalismo ha otorgado a las mujeres, papel crucial dentro del momento esencial que supone para el capitalismo la división del trabajo y del poder social de la clase trabajadora, y gracias al cual el capital ha sido capaz de mantener su hegemonía. Es por todo esto que la exigencia de un salario para el trabajo doméstico es una demanda revolucionaria no porque por sí misma pueda destruir el capitalismo sino porque fuerza al capital a reestructurar las relaciones sociales en términos más favorables para nosotras y consecuentemente más favorables a la unidad de clase. De hecho reclamar el salario para el trabajo doméstico no signifi ca que si nos pagasen seguiríamos llevando a cabo este trabajo. Signifi ca precisamente lo contrario. Reivindicar el carácter asalariado de este trabajo es el primer paso para rechazar tener que hacerlo, puesto que la demanda de salario lo hace visible, y esta visibilidad es la condición más indispensable para empezar a rebelarse contra esta situación tanto en su aspecto de trabajo doméstico como en su insidioso carácter propio de la feminidad.
Contra cualquier acusación de «economicismo» deberíamos recordar que dinero es capital, esto es, el dinero otorga el poder de exigir trabajo. Así, reapropiarnos de ese dinero fruto de nuestro trabajo ―y del trabajo de nuestras madres y abuelas― signifi ca socavar al mismo tiempo el poder del capital de extraer más trabajo de nosotras. Y no deberíamos desestimar la capacidad del salario para desmistifi car nuestra feminidad y hacer visible nuestro trabajo ―nuestra feminidad como trabajo― en cuanto que ha sido su mismo carácter de no asalariado lo que ha sido tan útil y poderoso en la construcción de nuestro rol y en su encubrimiento. Reclamar el salario para el trabajo doméstico signifi ca hacer visible que nuestras mentes, nuestros cuerpos y nuestras emociones han sido, todos ellos, distorsionados en benefi cio de una función específi ca y que, después, nos los han devuelto de nuevo, esta vez bajo un modelo con el cual todas debemos estar de acuerdo si queremos ser aceptadas como mujeres en esta sociedad.
Decir que queremos un salario por el trabajo doméstico que llevamos a cabo es exponer el hecho de que en sí mismo el trabajo doméstico es dinero para el capital, que el capital ha obtenido y obtiene dinero de lo que cocinamos, sonreímos y follamos. Al mismo tiempo demuestra que todo lo que hemos cocinado, sonreído y follado a lo largo de todos estos años no es algo que hiciéramos porque fuese más fácil para nosotras que para cualquier otra persona sino porque no teníamos ninguna otra opción. Nuestros rostros se han distorsionado de tanto sonreír, se nos atrofi aron los sentimientos de tanto amar y nuestra sobresexualización nos ha dejado completamente desexualizadas.
La demanda de salario para el trabajo doméstico es tan solo el comienzo, pero el mensaje es claro: a partir de ahora tendrán que pagarnos porque, como mujeres, ya no garantizamos nada. Queremos llamar trabajo al trabajo para que así eventualmente podamos redescubrir lo que es amar y crear nuestra propia sexualidad, aquella que nunca hemos conocido. Y, desde el punto de vista laboral, podemos reclamar no solo un salario sino muchos salarios, puesto que se nos ha forzado a trabajar de muchas maneras. Somos amas de casa, prostitutas, enfermeras, psicoanalistas; esta es la esencia de la esposa «heroica», la esposa homenajeada en el «Día de la Madre». Decimos: dejad de celebrar nuestra explotación, nuestro supuesto heroísmo. A partir de ahora queremos dinero por cada uno de estos momentos, y poder así negarnos a llevar a cabo parte de él y eventualmente todo ello. Respecto a esto nada puede ser más efectivo que demostrar que nuestras virtudes femeninas ya poseen un valor económico calculable: hasta ahora solo lo tenían para el capital, incrementado en la medida en que éramos derrotadas; a partir de ahora, contra el capital, y para nosotras, incrementaremos su valor en la medida en que organicemos nuestro poder.
La lucha por los servicios sociales
Esta es la perspectiva más radical que podemos adoptar porque podemos pedir guarderías, salario equitativo, lavanderías gratuitas… pero no lograremos nunca un cambio real a menos que ataquemos directamente la raíz de nuestro rol femenino. Nuestra lucha por los servicios sociales, es decir, por mejores condiciones laborales, siempre se verá frustrada hasta que no se establezca en primer lugar que nuestro trabajo es trabajo. Hasta que no luchemos contra todo ello, nunca lograremos victoria alguna en ningún momento. Fracasaremos en la demanda de lavanderías gratuitas a no ser que antes nos alcemos contra el hecho de que no podemos amar si no es al precio de trabajo infi nito, trabajo que día a día encoge y daña nuestros cuerpos, nuestra sexualidad, nuestras relaciones sociales, y a no ser que escapemos primero del chantaje por el cual nuestra necesidad de recibir afecto se nos devuelve como una obligación laboral, por la que nos sentimos constantemente resentidas contra nuestros maridos, hij os y amigos y después culpables por este resentimiento. Adquirir un segundo trabajo no cambia ese rol como han demostrado años y años de trabajo femenino fuera de casa. Un segundo trabajo no solo incrementa nuestra explotación sino que únicamente reproduce nuestro rol de diferentes maneras. Donde sea que miremos podemos observar que los trabajos llevados a cabo por mujeres son meras extensiones de la labor de amas de casa. No solo nos convertimos en enfermeras, criadas, profesoras, secretarias para todo, labores en las cuales se nos adoctrina en casa, sino que estamos en el mismo aprieto que entorpece nuestras luchas en el hogar: el aislamiento, el hecho de que dependan de nosotras las vidas de otras personas y la imposibilidad de ver dónde comienza y termina nuestro trabajo, dónde comienzan y acaban nuestros deseos. ¿Llevarle un café al jefe y charlar con él acerca de sus problemas maritales es trabajo de secretaria o un favor personal? El que tengamos que preocuparnos acerca de nuestra imagen en el trabajo, ¿es una condición laboral o resultado de la vanidad femenina? De hecho, hasta hace poco en Estados Unidos, las azafatas eran pesadas periódicamente y tenían que estar constantemente a dieta ―una tortura que conocen todas las mujeres― por miedo a ser despedidas. Como se dice a menudo cuando las necesidades del mercado de trabajo asalariado requieren su presencia: «Una mujer puede llevar a cabo cualquier trabajo sin perder su feminidad», lo cual simplemente signifi ca que no importa lo que hagas ya que tan solo eres un «coño».
De cara a las propuestas de socialización y colectivización del trabajo doméstico, un par de ejemplos serán sufi cientes para trazar una línea divisoria entre estas alternativas y nuestra perspectiva. Una cosa es construir guarderías tal y como nosotras las queremos y luego reclamar al Estado que las pague. Otra muy distinta es llevar al Estado a nuestros hij os y después pedirle que les cuide no por cinco horas sino quince horas diarias. Una cosa es organizar comunalmente la manera en la que queremos alimentarlos (nosotras mismas, en grupos) y exigirle al Estado que asuma este gasto y lo diametralmente opuesto es demandarle al Estado que organice nuestros menús. En uno de los casos adquirimos determinado control sobre nuestras vidas, de la otra manera le otorgamos más control sobre nosotras.
La lucha contra el trabajo doméstico
Algunas mujeres preguntan: ¿De qué manera cambiará el salario doméstico la actitud de nuestros maridos respecto a nosotras? ¿No esperarán de nosotras exactamente las mismas labores e incluso más que antes, una vez que se empiece a pagarnos? Este punto de vista no tiene en cuenta que se espera tanto de nosotras precisamente porque no se nos paga por nuestro trabajo, porque se asume que es una «cosa de mujeres» que no nos requiere mucho esfuerzo. Los hombres son capaces de aceptar nuestros servicios y adquirir placer de ellos precisamente porque presumen que el trabajo doméstico es una tarea sencilla para nosotras y que la disfrutamos porque lo hacemos por su amor. De hecho esperan que estemos agradecidas porque cuando se casan con nosotras o viven con nosotras consideran que nos han otorgado la oportunidad de realizarnos y expresarnos como mujeres (esto es, servirles). «Eres afortunada por haber encontrado un hombre como yo», dicen ellos. Solo cuando los hombres vean nuestro trabajo como trabajo ―nuestro amor como trabajo― y, más importante todavía, nuestra determinación a rechazar ambos, cambiarán su actitud hacia nosotras. No tendrán miedo ni se sentirán socavados como hombres hasta que miles de mujeres salgan a la calle para gritar que las tareas inacabables de limpieza, que la total disponibilidad emocional, que follar cuando se nos exige por miedo a perder nuestros trabajos es un trabajo duro, odiado, que desgasta nuestras vidas. Y sin embargo esto es lo mejor que les puede suceder desde su punto de vista, ya que mostrando la manera en la que el capital nos ha mantenido divididos (el capital les ha disciplinado a través de nosotras y a nosotras a través de ellos, cada una contra el otro), nosotras ― sus muletas, sus esclavas, sus cadenas― abrimos el proceso de su liberación. Es desde esta perspectiva que el salario para el trabajo doméstico será mucho más educativo que intentar demostrarles que podemos trabajar tan bien como ellos, que podemos llevar a cabo los mismos trabajos. Dejemos este valioso esfuerzo a las «mujeres profesionales», las mujeres que escapan a su opresión no mediante la fuerza de la unidad y de la lucha sino a través del poder de mando, el poder de oprimir ―habitualmente a otras mujeres. Y no tenemos que probar que podemos «romper la barrera del trabajo fabril». Muchas de nosotras hemos derribado esa barrera hace mucho tiempo y hemos descubierto que los monos de trabajo no nos proporcionan más poder que el delantal ―y muchas veces todavía menos puesto que tenemos que realizar ambas tareas por lo que nos queda menos tiempo incluso para luchar. Lo que tenemos que demostrar es nuestra capacidad de mostrar el trabajo que ya realizamos, lo que el capital nos está haciendo y nuestra fuerza para oponernos a ello.
Desafortunadamente, muchas mujeres ―especialmente solteras― se asustan con la perspectiva de un salario para el trabajo doméstico porque tienen miedo de que se las identifi que siquiera por un segundo con amas de casa. Saben que esa es la posición más impotente en la sociedad y no quieren asumir que ellas también son amas de casa. Esta es precisamente nuestra debilidad, ya que nuestra esclavitud se perpetúa mediante esta falta de autoidentifi cación. Debemos y queremos reconocer que todas somos amas de casa, todas somos prostitutas y todas somos gays, porque mientras aceptemos todas estas divisiones y pensemos que somos algo mejor, algo distinto a un ama de casa, estaremos aceptando la lógica del amo. Todas somos amas de casa puesto que, sin importar donde estemos, ellos siempre pueden contar con más trabajo de nuestra parte, más miedo al que subordinar nuestras demandas y menos insistencia de la que deberían encontrar, ya que se supone que nuestras mentes están puestas en algún otro lugar, en ese hombre que en nuestro presente o nuestro futuro «nos cuidará».
También nos hacemos ilusiones de poder escapar del trabajo doméstico. Pero, ¿cuántas de nosotras hemos escapado aun trabajando fuera del hogar? ¿Podemos desechar tan fácilmente la idea de vivir con un hombre? ¿Qué pasa si perdemos nuestros empleos? ¿Qué decir de envejecer perdiendo incluso esa pequeña cantidad de poder que proporciona la juventud (productividad) y el atractivo (productividad femenina)? ¿Qué hacemos respecto a tener hij os? ¿Nos arrepentiremos algún día de no haberlos tenido, de no habernos planteado realmente esta pregunta? ¿Podemos asumir las relaciones gays? ¿Estamos dispuestas a pagar el posible precio del aislamiento y la exclusión? Sin embargo, ¿realmente podemos permitirnos las relaciones con los hombres?
La pregunta es: ¿por qué son estas nuestras únicas alternativas y qué tipo de luchas nos llevan más allá de ellas?

2. Por qué la sexualidad es un trabajo (1975)
La sexualidad es el descanso que se nos otorga dentro de la disciplina del proceso laboral. Es el complemento necesario para la rutina y la reglamentación de la semana laboral. Es una licencia para «ser natural», para «dejarse llevar», para que así podamos regresar más frescos a nuestro lugar de trabajo el lunes siguiente. El «sábado noche» es la irrupción de lo «espontáneo», lo irracional dentro de la racionalidad de la disciplina capitalista en nuestra vida. Se supone que es la compensación por nuestro trabajo y se nos vende ideológicamente como «lo distinto» al trabajo: un espacio de libertad en el cual presumiblemente podemos ser nosotros mismos ―una posibilidad para conectar íntimamente, de «manera genuina», en un universo de relaciones sociales en las cuales nos vemos constantemente forzados a reprimir, aplazar, posponer y esconder, incluso de nosotros mismos, lo que deseamos.
Siendo esta la promesa, lo que de hecho recibimos está bastante lejos de nuestras expectativas. Igual que no podemos regresar a la naturaleza con solo despojarnos de la ropa, tampoco podemos ser «nosotros mismos» simplemente porque sea la hora de hacer el amor. Poca espontaneidad es posible cuando los tiempos, las condiciones y la cantidad de energía disponible para el amor están fuera de nuestro control. Tras una semana de trabajo, nuestros cuerpos y sentimientos están entumecidos y no podemos ponerlos en marcha como si fuésemos máquinas. Porque lo que surge cuando nos «dejamos llevar» es más a menudo nuestra violencia y nuestra frustración reprimidas que nuestro propio yo oculto y listo para renacer en la cama.
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Ya que, entre otras cosas, siempre somos conscientes de la falsedad de esta espontaneidad. No importa cuántos grititos, suspiros y ejercicios eróticos hagamos en la cama, nosotras sabemos que es un paréntesis y que mañana ambos estaremos de nuevo dentro de nuestros civilizados trajes (nos tomaremos juntos un café mientras nos preparamos para ir a trabajar). Cuanto más nos damos cuenta de que esto es un paréntesis que se nos negará el resto del día o de la semana, más difícil se nos hace volvernos «salvajes» y «olvidarlo todo». Y no podemos evitar sentirnos enfermas fácilmente. Es la misma vergüenza que experimentamos cuando nos desnudamos sabiendo que haremos el amor; la vergüenza del día después, cuando ya estamos ocupadas restableciendo las distancias; la misma vergüenza (fi nalmente) que sentimos al pretender ser alguien totalmente distinta de quien somos durante el resto del día. Esta transición es especialmente dolorosa para las mujeres; los hombres parecen ser expertos, posiblemente debido a que han estado sujetos a una reglamentación más estricta en su trabajo. Las mujeres siempre nos hemos preguntado cómo es posible que tras una nocturna muestra de pasión, «él» pueda levantarse ya en un mundo diferente, tan distante algunas veces que es difícil restablecer incluso una conexión física. De todas maneras, siempre son las mujeres las que más sufrimos el carácter esquizofrénico de las relaciones sexuales, no solo porque llegamos al fi nal del día con más trabajo y más preocupaciones sobre nuestras espaldas sino porque además tenemos la responsabilidad adicional de hacer placentera la relación sexual para el hombre. Esta es la razón por la que habitualmente las mujeres somos menos receptivas. Para nosotras el sexo es un trabajo, es un deber. El deber de complacer está tan imbuido en nuestra sexualidad que hemos aprendido a obtener placer del dar placer, del enardecer y excitar a los hombres.
Ya que se espera que proporcionemos descanso, inevitablemente nos convertimos en el objeto sobre el cual los hombres descargan su violencia reprimida. Somos violadas tanto en nuestros lechos como en las calles, precisamente porque hemos sido situadas para proveer satisfacción sexual, para actuar como válvulas de escape para todo lo que va mal en la vida de un hombre, y a los hombres siempre se les ha permitido volcar su rabia contra nosotras si no nos adaptamos al rol asignado, especialmente cuando nos negamos a actuar.
La compartimentación es solo uno de los aspectos de la mutilación de nuestra sexualidad. La subordinación de nuestra sexualidad a la reproducción de la fuerza de trabajo ha supuesto la imposición de la heterosexualidad como único comportamiento sexual aceptable. En realidad toda comunicación genuina tiene un componente sexual puesto que no hay división posible entre nuestros
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cuerpos y nuestras emociones y nos comunicamos utilizando continuamente todos estos aspectos. Sin embargo, el contacto sexual con otras mujeres está prohibido puesto que, según la moral burguesa, todo lo que es improductivo es obsceno, antinatural y pervertido. Esto ha implicado la imposición sobre nosotras de una verdadera condición esquizofrénica, ya que desde muy pronto en nuestras vidas debemos aprender a trazar una línea entre las personas a las que podemos amar y las personas con las que tan solo podemos hablar, entre aquellas a las que podemos abrir nuestros cuerpos y aquellas a las que tan solo podemos mostrar nuestras «almas», nuestros amantes y nuestras amigas. El resultado es que somos almas incorpóreas para nuestras amigas mujeres y cuerpos sin alma para nuestros amantes masculinos. Esta división no solo nos aleja de las otras mujeres sino que nos separa de nosotras mismas en relación con lo que aceptamos o no de nuestros cuerpos y sentimientos, de esas partes «puras» que están ahí para su exhibición, y aquellas «sucias», las partes «secretas» que solo pueden ver la luz (y así transformarse en partes puras) en el lecho conyugal, punto de partida de la producción.
Es esta misma preocupación por la producción la que ha forzado que la sexualidad, especialmente en las mujeres, se confi ne a determinados momentos de nuestras vidas. La sexualidad se reprime en los niños y en los adolescentes así como en las mujeres mayores. Por ello los años en los que se nos permite ser sexualmente activas son los mismos en los que nos encontramos más cargadas de trabajo, cuando disfrutar de nuestra sexualidad supone una hazaña.
Pero la principal razón por la que no podemos disfrutar del placer que nuestra sexualidad puede proporcionarnos es porque para las mujeres el sexo es un trabajo. Proporcionar placer al hombre es lo que se espera de toda mujer.
La libertad sexual no nos ayuda en esto. Ciertamente es importante el que no se nos lapide si somos «infi eles», o si se dan cuenta de que no somos «vírgenes», pero la «liberación sexual» ha incrementado nuestra tarea. En el pasado solo se esperaba de nosotras que criáramos a nuestros hij os. Ahora se exige que encontremos un trabajo asalariado, también que limpiemos la casa y tengamos niños y, además, que, al fi nal de una doble jornada laboral, estemos listas para saltar a la cama y seamos sexualmente tentadoras. Para las mujeres el derecho a la sexualidad es la obligación de tener sexo y de disfrutarlo (y esto no es algo que se espere de muchos trabajos, es decir, que además resulten placenteros), razón que emana como origen de tantas investigaciones habidas durante los últimos años en torno a qué partes de nuestro cuerpo —ya sea la vagina o el clítoris— son sexualmente más productivas.
Independientemente de si se observa desde su vertiente más liberal o desde su forma más represiva, nuestra sexualidad sigue estando bajo control. Las leyes, la medicina y nuestra dependencia económica de los hombres, todo ello garantiza que, aunque se relajen las reglas, la espontaneidad quede descartada de nuestras vidas. La represión sexual dentro de la familia es una función de este control. A este respecto, padres, hermanos, maridos, chulos, todos ellos han actuado como agentes del Estado, para supervisar nuestro trabajo sexual, para asegurarse de que proveeríamos los servicios sexuales de acuerdo a lo establecido, a las normas sancionadas de la productividad.
La dependencia económica es la forma fi nal de control sobre nuestra sexualidad. Es la razón por la que el trabajo sexual es todavía hoy una de las principales ocupaciones laborales de las mujeres y la razón de que la prostitución subyazca en cada encuentro sexual. Bajo estas condiciones no puede haber ninguna espontaneidad sexual para nosotras, y eso explica también por qué el placer es tan efímero dentro de nuestra vida sexual.
Precisamente debido a la compraventa que se da en estas relaciones, la sexualidad siempre va acompañada para nosotras de ansiedad, y es la parte del trabajo doméstico que genera más odio hacia nosotras mismas. Además, la comercialización del cuerpo femenino vuelve imposible que nos sintamos a gusto con él, independientemente de su tamaño y forma. Ninguna mujer puede desnudarse felizmente frente a un hombre sabiendo no solo que está siendo evaluada sino que existen estándares de actuación para los cuerpos femeninos con los que hay que identifi carse y de los que, cualquier persona, hombre o mujer, está al tanto, ya que están esparcidos por todas partes alrededor nuestro, en cada muro de nuestras ciudades y en la pantalla de la televisión. Saber que, de alguna manera, nos estamos vendiendo, ha destruido nuestra autoconfi anza y el placer para con nuestros cuerpos.
Esta es la razón que nos lleva a que, seamos fl acas o gordas, tengamos la nariz pequeña o grande, seamos bajitas o altas, todas odiemos nuestro cuerpo. Lo odiamos porque estamos habituadas a observarlo desde fuera, con los ojos de los hombres que conocemos, y con la mente puesta en el cuerpo como mercancía. Lo odiamos porque estamos acostumbradas a verlo como algo que hay que vender, algo que está alienado de nosotras y que está siempre en el mostrador. Lo odiamos porque somos conscientes de todo lo que depende de él. De nuestra apariencia corporal depende que podamos encontrar un trabajo mejor o peor (ya sea en casa o fuera de ella), que podamos adquirir cierto poder social, algo de compañía para así vencer la soledad que
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nos espera cuando envejezcamos y, a menudo, también durante la juventud. Y estamos siempre temerosas de que nuestro cuerpo pueda volverse contra nosotras, que tal vez engordemos, nos salgan arrugas, nos hagamos viejas rápidamente y esto provoque la indiferencia de la gente, de que perdamos nuestro derecho a la intimidad con alguien, que malogremos la oportunidad de que nos toquen o abracen.
En resumen, estamos demasiado ocupadas representando un papel, demasiado atareadas complaciendo, demasiado temerosas de fallar, para disfrutar haciendo el amor. Es nuestra sensación de valía la que está en juego en cada relación sexual. Si un hombre nos dice que hacemos bien el amor, que le excitamos, independientemente de que nos guste o no tener relaciones sexuales con él, nos sentimos bien, sus palabras impulsan nuestra sensación de confi anza, incluso aunque tengamos claro que después tendremos que fregar los platos. Pero nunca se nos permite olvidar el intercambio producido, porque nunca trascendemos la situación de relaciónvaloración en nuestras relaciones amorosas con los hombres. «¿Cuánto?» es la pregunta que siempre domina nuestra experiencia con la sexualidad. Muchos de nuestros encuentros sexuales se van entre especulaciones y cálculos. Suspiramos, sollozamos, jadeamos, resoplamos, saltamos arriba y abajo en la cama, pero mientras tanto nuestro cerebro sigue calculando «cuánto»: ¿cuánto de nosotras podemos dar antes de perder o de malvendernos? ¿Cuánto lograremos que nos devuelvan? Si es nuestra primera cita, ¿cómo de lejos le podemos dejar que llegue? ¿Puede levantarnos la falda, le dejamos abrirnos la blusa, meter los dedos bajo el sujetador? ¿En qué momento deberíamos decirle «hasta aquí»? ¿Cómo de duramente debemos rechazarle? ¿Cuándo podemos decirle que nos gusta antes de que empiece a pensar que somos «baratas»?
Hay que mantener altos los precios ―esta es la norma, al menos la que se nos enseña. Si ya estamos en la cama los cálculos se vuelven más complicados, porque también tenemos que contar con las posibilidades de quedarnos embarazadas, lo que signifi ca que entre jadeos y suspiros tenemos que calcular nuestro calendario menstrual. Fingir excitación durante el acto sexual, en ausencia del orgasmo, también es un trabajo, y uno duro, porque cuando fi nges nunca sabes hasta dónde deberías llegar y siempre acabas haciendo más de lo que deberías.
De hecho, nos ha llevado un montón de combates y ha sido necesario empoderarnos para empezar a admitir que nada estaba sucediendo.

3. Contraatacando desde la
cocina (1975)
Escrito con Nicole Cox*
Desde los tiempos de Marx, ha quedado claro que el salario es la herramienta mediante la que gobierna y se desarrolla el capital, es decir, que el cimiento de la sociedad capitalista ha sido la implementación del salario obrero y la explotación directa de las y los obreros. Lo que no ha quedado nunca claro y no ha sido asumido por las organizaciones del movimiento obrero es que ha sido precisamente a través del salario como se ha orquestado la organización de la explotación de los trabajadores no asalariados. Esta explotación ha resultado ser todavía más efectiva puesto que la falta de remuneración la oculta: en lo que a las mujeres se refi ere, su trabajo aparece como un servicio personal externo al capital.
* Este texto se escribió originalmente como respuesta a un artículo que apareció en la revista Liberation bajo el título «Women and Pay for Housework» [«Mujeres y paga para el trabajo doméstico»], fi rmado por Carol Lopate (Liberation, vol. 18, núm. 8, mayo-junio de 1974, pp. 8-11). Nuestra réplica al artículo fue rechazada por los editores de la revista. Si lo publicamos ahora es porque, en ese momento, Lopate mostraba mayor apertura que la mayoría de la izquierda tanto respecto a sus hipótesis fundamentales como en relación con el movimiento internacional de mujeres. Con la publicación de este artículo no queremos dar pie a un debate estéril con la izquierda sino cerrarlo.
No es casual que durante los últimos meses diversas publicaciones de izquierdas hayan propagado ataques contra la campaña Salario para el Trabajo Doméstico (WfH por sus siglas en inglés). Siempre que el movimiento feminista ha tomado una posición autónoma, la izquierda se ha sentido traicionada. La izquierda se da cuenta de que esta perspectiva conlleva implicaciones que van más allá de la «cuestión de la mujer» y que representa una ruptura con su política pasada y presente, tanto respecto a las mujeres como al resto de la clase obrera. De hecho, el sectarismo que la izquierda ha demostrado tradicionalmente en relación con las luchas feministas es una consecuencia de su interpretación reduccionista del alcance y de los mecanismos necesarios para el funcionamiento del capitalismo así como de la dirección que la lucha de clases debe tomar para romper este dominio.
En el nombre de la «lucha de clases» y del «interés unitario de la clase trabajadora», la izquierda siempre ha seleccionado a determinados sectores de la clase obrera como sujetos revolucionarios y ha condenado a otros a un rol meramente solidario en las luchas que estos sectores llevaban a cabo. Así la izquierda ha reproducido dentro de sus objetivos organizativos y estratégicos las mismas divisiones de clase que caracterizan la división capitalista del trabajo. A este respecto, y pese a la variedad de posicionamientos tácticos, la izquierda se ha mantenido estratégicamente unida. Cuando llega el momento de decidir qué sujetos son revolucionarios, estalinistas, trotskistas, anarcolibertarios, vieja y nueva izquierda, todos se unen bajo las mismas afi rmaciones y argumentos en pro de la causa común.
Nos ofrecen «desarrollo»
Desde el mismo momento en el que la izquierda aceptó el salario como línea divisoria entre trabajo y no trabajo, producción y parasitismo, poder potencial e impotencia, la inmensa cantidad de trabajo que las mujeres llevan a cabo en el hogar para el capital escapó a su análisis y estrategias. Desde Lenin hasta Juliet Mitchell pasando por Gramsci, toda la tradición de izquierdas ha estado de acuerdo en la marginalidad del trabajo doméstico en la reproducción del capital y la marginalidad del ama de casa en la lucha revolucionaria. Según la izquierda, como amas de casa, las mujeres no sufren el capital sino que sufren por la ausencia del mismo. Parece que nuestro problema es que el capital ha fallado en su intento de llegar a nuestras cocinas y dormitorios, con la doble consecuencia de que nosotras presumiblemente nos mantenemos en un estado feudal, precapitalista, y que nada de lo que hagamos en los dormitorios o en las cocinas puede ser relevante para el cambio social. Obviamente si nuestras cocinas están fuera de la estructura capitalista nuestra lucha para destruirlas nunca triunfará, provocando así la caída del capital.
Pero por qué el capital permite que sobreviva tanto trabajo no rentable, tanto tiempo de trabajo improductivo, es una pregunta que la izquierda nunca encara, siempre segura de la irracionalidad e incapacidad del capital para planifi car. Irónicamente ha trasladado su ignorancia respecto a la relación específi ca de las mujeres con el capital a una teoría por la cual el subdesarrollo político de las mujeres solo se superará mediante nuestra entrada en la fábrica. Así, la lógica de un análisis que focaliza la opresión de la mujer como resultado de su exclusión de las relaciones capitalistas resulta inevitablemente en una estrategia diseñada para que formemos parte de esas relaciones en lugar de destruirlas.
En este sentido, hay una conexión directa entre la estrategia diseñada por la izquierda para las mujeres y la diseñada para el «Tercer Mundo». De la misma manera que desean introducir a las mujeres en las fábricas, quieren llevar las fábricas al «Tercer Mundo». En ambos casos la izquierda presupone que los «subdesarrollados» ―aquellos de nosotros que no recibimos salarios y que trabajamos con un menor nivel tecnológico― estamos retrasados respecto a la «verdadera clase trabajadora» y que tan solo podremos alcanzarla a través de la obtención de un tipo de explotación capitalista más avanzada, un mayor trozo del pastel del trabajo en las fábricas. En ambas situaciones, la lucha que ofrece la izquierda a los no asalariados, a los «subdesarrollados», no es la rebelión contra el capital sino la pelea por él, por un tipo de capitalismo más racionalizado, desarrollado y productivo. En lo tocante a nosotras, no nos ofrecen solo el «derecho a trabajar» (esto se lo ofrecen a todos los trabajadores) sino que nos ofrecen el derecho a trabajar más, el derecho a estar más explotadas.
Un nuevo campo de batalla
El cimiento político del movimiento por un salario para el trabajo doméstico lo constituye el rechazo a esta ideología capitalista que equipara la falta de salario y un bajo desarrollo tecnológico con un retraso político y con falta de capacidad y, fi nalmente, proclama la necesidad de capital como condición previa para que podamos organizarnos. Es una negativa a aceptar el supuesto de que como somos trabajadoras no asalariadas o que trabajamos con un menor desarrollo tecnológico (y ambas condiciones van íntimamente ligadas) nuestras necesidades deben ser diferentes a las del resto de la clase trabajadora. Nos negamos a aceptar que mientras los trabajadores masculinos de la automoción en Detroit pueden rebelarse contra el trabajo en la cadena de montaje, nosotras, desde las cocinas en las metrópolis o desde las cocinas y los campos del «Tercer Mundo», debamos tener como objetivo trabajar en una fábrica, cuando entre los obreros de todo el mundo aumenta cada vez más el rechazo a este tipo de trabajo. Nuestra animadversión a la ideología izquierdista es la misma que mostramos frente a la asunción de que el desarrollo capitalista sea un camino hacia la liberación o, más específi camente, supone nuestro rechazo al capitalismo en cualquiera de las formas que adopte. De forma inherente a este rechazo, surge una redefi nición de qué es el capitalismo y quién forma la clase obrera ―es decir, una revaluación de las fuerzas y las necesidades de clase.
Por esto, la campaña Salario para el Trabajo Doméstico no es una demanda más entre tantas otras sino una perspectiva política que abre un nuevo campo de batalla, que comienza con las mujeres pero que es válida para toda la clase obrera. Debemos enfatizar esto ya que el reduccionismo que se hace de la campaña Salario para el Trabajo Doméstico a una mera demanda es un elemento común en los ataques que la izquierda lanza sobre la campaña como modo de desacreditarla y que permite a sus críticos evitar la confrontación con los diferentes confl ictos políticos que desvela.
El artículo de Lopate, «Women and a Pay for Housework», es un claro ejemplo de esta tendencia. Ya en el mismo título «Pay for Housework» se falsea el problema, reclamar un salario [wage] no es lo mismo que recibir una paga [pay], el salario es la expresión de la relación de poder entre el capital y la clase trabajadora. Un modo más sutil de desacreditar la campaña es el argumento de que esta perspectiva se ha importado desde Italia y que tiene poca relevancia respecto a la situación en EEUU donde las mujeres «sí trabajan». Este es otro claro ejemplo de desinformación. El poder de las mujeres y la subversión de la comunidad ―la única fuente que Lopate nombra― reconoce la dimensión internacional del contexto en el cual se origina la campaña Salario para el Trabajo Doméstico. En cualquier caso, trazar el origen geográfi co de WfH está fuera de lugar en este estadio de la integración internacional del capital. Lo que importa es la génesis política, y esta es el rechazo a asumir como trabajo la explotación, y el rechazo a que solo sea posible rebelarse contra aquello que conlleve un salario. En nuestro caso, supone el fi n de la división entre las «mujeres que trabajan» y las «que no trabajan» (puesto que «tan solo son amas de casa»), división que implica que el trabajo no asalariado no se asuma como trabajo, que el trabajo doméstico no sea trabajo y, paradójicamente, que la causa de que en EEUU la mayoría de las mujeres de facto trabajen y luchen sea que muchas tienen un segundo empleo. No reconocer el trabajo que las mujeres llevan a cabo en casa es estar ciego ante el trabajo y las luchas de una abrumadora mayoría de la población mundial que no está asalariada. Es ignorar que el capital estadounidense se construyó sobre el trabajo de los esclavos tanto como sobre el trabajo asalariado y que, hasta el día de hoy, crece gracias al trabajo en negro de millones de mujeres y hombres en los campos, cocinas y prisiones de EEUU y de todo el mundo.
El trabajo invisibilizado
Partiendo de nuestra situación como mujeres, sabemos que la jornada laboral que efectuamos para el capital no se traduce necesariamente en un cheque, que no empieza y termina en las puertas de la fábrica, y así redescubrimos la naturaleza y la extensión del trabajo doméstico en sí mismo. Porque tan pronto como levantamos la mirada de los calcetines que remendamos y de las comidas que preparamos, observamos que, aunque no se traduce en un salario para nosotras, producimos ni más ni menos que el producto más precioso que puede aparecer en el mercado capitalista: la fuerza de trabajo. El trabajo doméstico es mucho más que la limpieza de la casa. Es servir a los que ganan el salario, física, emocional y sexualmente, tenerlos listos para el trabajo día tras día. Es la crianza y cuidado de nuestros hij os ―los futuros trabajadores― cuidándoles desde el día de su nacimiento y durante sus años escolares, asegurándonos de que ellos también actúen de la manera que se espera bajo el capitalismo. Esto signifi ca que tras cada fábrica, tras cada escuela, ofi cina o mina se encuentra oculto el trabajo de millones de mujeres que han consumido su vida, su trabajo, produciendo la fuerza de trabajo que se emplea en esas fábricas, escuelas, ofi cinas o minas.
Esta es la razón por la que, tanto en los países «desarrollados» como en los «subdesarrollados», el trabajo doméstico y la familia son los pilares de la producción capitalista. La disponibilidad de una fuerza de trabajo estable, bien disciplinada, es una condición esencial para la producción en cualquiera de los estadios del desarrollo capitalista. Las condiciones en las que se lleva a cabo nuestro trabajo varían de un país a otro. En algunos países se nos fuerza a la producción intensiva de hij os, en otros se nos conmina a no reproducirnos, especialmente si somos negras o si vivimos de subsidios sociales o si tendemos a reproducir «alborotadores». En algunos países producimos mano de obra no cualifi cada para los campos, en otros trabajadores cualifi cados y técnicos. Pero en todas partes nuestro trabajo no remunerado y la función que llevamos a cabo para el capital es la misma.
Lograr un segundo empleo nunca nos ha liberado del primero. El doble empleo tan solo ha supuesto para las mujeres tener incluso menos tiempo y energía para luchar contra ambos. Además, una mujer que trabaje a tiempo completo en casa o fuera de ella, tanto si está casada como si está soltera, tiene que dedicar horas de trabajo para reproducir su propia fuerza de trabajo, y las mujeres conocen de sobra la tiranía de esta tarea, ya que un vestido bonito o un buen corte de pelo son condiciones indispensables, ya sea en el mercado matrimonial o en el mercado del trabajo asalariado, para obtener ese empleo.
Por todo esto dudamos de que en EEUU «las escuelas, jardines de infancia, guarderías y la televisión hayan asumido gran parte de la responsabilidad de las madres en la sociabilidad de sus hij os» y que «la disminución del tamaño de los hogares y la mecanización del trabajo doméstico ha[ya] signifi cado un aumento potencial del tiempo libre para el ama de casa» y que ella solo «se mantiene ocupada, usando y reparando los aparatos… que teóricamente se han diseñado con la idea de ahorrarle tiempo».
Las guarderías y los jardines de infancia nunca nos han proporcionado tiempo libre, sino que han liberado parte de nuestro tiempo para dedicarlo a más trabajo adicional. En lo que respecta a la tecnología, es en EEUU donde podemos medir el abismo entre la tecnología socialmente disponible y la tecnología que se cuela en nuestras cocinas. Y en este caso también, es nuestra condición de no asalariadas la que determina la cantidad y calidad de la tecnología que obtenemos. Ya que «si no te pagan por horas, dentro de ciertos límites, a nadie le importa cuánto tardes en hacer tu trabajo». En todo caso, la situación en EEUU demuestra que ni la tecnología ni un segundo empleo liberan a la mujer del trabajo doméstico, y que «producir un trabajador especializado no es una carga menos pesada que producir un trabajador no cualifi cado, ya que no es entre estos dos destinos donde reside el rechazo de las mujeres a trabajar de manera gratuita, sea cual sea el nivel tecnológico en el que se lleve a cabo este trabajo, sino en el vivir para producir, independientemente del tipo particular de hij os que deban ser producidos».
Queda por puntualizar que al afi rmar que el trabajo que llevamos a cabo en casa es producción capitalista no estamos expresando un deseo de ser legitimadas como parte de las «fuerzas productivas»; en otras palabras, no es un recurso al moralismo. Solo desde un punto de vista capitalista ser productivo es una virtud moral, incluso un imperativo moral. Desde el punto de vista de la clase obrera, ser productivo signifi ca simplemente ser explotado. Como Marx reconocía «ser un obrero productivo no es precisamente una dicha, sino una desgracia». Por ello obtenemos poca «autoestima» de esto. Pero cuando afi rmamos que el trabajo reproductivo es un momento de la producción capitalista, estamos clarifi cando nuestra función específi ca en la división capitalista del trabajo y las formas específi cas que nuestra revuelta debe tomar. Finalmente, cuando afi rmamos que producimos capital, lo que afi rmamos es que podemos y queremos destruirlo y no enzarzarnos en una batalla perdida de antemano consistente en cambiar de un modo y grado de explotación a otro.
También debemos dejar claro que no estamos «tomando prestadas categorías del mundo marxista». Admitimos que estamos menos ansiosas que Lopate por desechar el trabajo de Marx, ya que nos ha proporcionado un análisis que a día de hoy sigue siendo indispensable para entender cómo funcionamos en la sociedad capitalista. También sospechamos que la aparente indiferencia de Marx hacia el trabajo reproductivo puede estar basada en factores históricos. No nos referimos únicamente a esa dosis de chovinismo masculino que ciertamente Marx compartía con sus contemporáneos (y no solo con ellos). En el momento histórico en el que Marx escribió su obra, la familia nuclear y el trabajo doméstico no estaban desarrollados todavía. Lo que Marx tenía frente a sus ojos era el proletariado femenino, que era empleado junto a sus maridos e hij os en la fábrica, y a la mujer burguesa que tenía una criada y, trabajase o no ella misma, no producía la mercancía fuerza de trabajo. La ausencia de lo que hoy llamamos familia nuclear no signifi ca que los trabajadores no intimasen y copularan. Signifi ca, sin embargo, que era imposible sacar adelante relaciones familiares y trabajo doméstico cuando cada miembro de la familia pasaba quince horas diarias en la fábrica, y no había ni tiempo ni espacio físico para la vida familiar.
Solo después de que las epidemias y el trabajo excesivo diezmasen la mano de obra disponible y, aún más importante, después de que diferentes oleadas de luchas obreras entre 1830 y 1840 estuviesen a punto de llevar a Inglaterra a una revolución, la necesidad de tener una mano de obra más estable y disciplinada forzó al capital a organizar la familia nuclear como base para la reproducción de la fuerza de trabajo. Lejos de ser una estructura precapitalista, la familia, tal y como la conocemos en «Occidente», es una creación del capital para el capital, una institución organizada para garantizar la cantidad y calidad de la fuerza de trabajo y el control de la misma. Es por esto que «como el sindicato, la familia protege al trabajador pero también se asegura de que él o ella nunca serán otra cosa que trabajadores. Esta es la razón por la que es crucial la lucha de las mujeres de la clase obrera contra la institución familiar».12
Nuestra falta de salario como disciplina
La familia es esencialmente la institucionalización de nuestro trabajo no remunerado, de nuestra dependencia salarial de los hombres y, consecuentemente, la institucionalización de la desigual división de poder que ha disciplinado tanto nuestras vidas como las de los hombres. Nuestra falta de salario y dependencia del ingreso económico de los hombres les ha mantenido a ellos atados a sus trabajos, ya que si en algún momento querían dejar el trabajo tenían que enfrentarse al hecho de que su mujer e hij os dependían de sus ingresos. Esta es la base de esos «viejos hábitos ―nuestros y de los hombres» que Lopate encuentra tan difíciles de romper. No es casual que sea difícil para un hombre «demandar horarios de trabajo especiales para poder implicarse de una manera equitativa en el cuidado de los hij os».13 La razón por la cual los hombres no pueden solicitar jornadas a tiempo parcial es que el salario masculino es indispensable para la supervivencia de la familia, incluso cuando la mujer provee un segundo sueldo. Y si «nos encontramos que nosotras mismas preferimos o buscamos trabajos menos absorbentes, que nos dejan más tiempo para las tareas del hogar» es porque nos resistimos a una explotación intensiva, a consumirnos en la fábrica y a después consumirnos todavía más rápido en casa.
El que carezcamos de salario por el trabajo que llevamos a cabo en los hogares ha sido también la causa principal de nuestra debilidad en el mercado laboral. Los empresarios saben que estamos acostumbradas a trabajar
Dalla Costa, «Women and the Subversion of the Community», op. cit., p. 41.
Lopate, «Women and Pay for Housework», op. cit., p. 11: «Muchas de las mujeres que a lo largo de nuestra vida hemos luchado por esta reestructuración hemos caído en periódicas desesperaciones. Primero, había viejos hábitos ―nuestros y de los hombres― que romper. Segundo, había problemas reales de tiempo… ¡Pregúntale a cualquier hombre! Es muy difícil para ellos acordar horarios a tiempo parcial y resulta complicado demandar horarios de trabajo especiales para poder implicarse de una manera equitativa en el cuidado de los hij os».
por nada y que estamos tan desesperadas por lograr un poco de dinero para nosotras mismas que pueden obtener nuestro trabajo a bajo precio. Desde que el término mujer se ha convertido en sinónimo de ama de casa, cargamos, vayamos donde vayamos, con esta identidad y con las «habilidades domésticas» que se nos otorgan al nacer mujer. Esta es la razón por la que el tipo de empleo femenino es habitualmente una extensión del trabajo reproductivo y que el camino hacia el trabajo asalariado a menudo nos lleve a desempeñar más trabajo doméstico. El hecho de que el trabajo reproductivo no esté asalariado le ha otorgado a esta condición socialmente impuesta una apariencia de naturalidad («feminidad») que infl uye en cualquier cosa que hacemos. Por ello no necesitamos que Lopate nos diga que «lo esencial que no podemos olvidar es que somos un “sexo”». Durante años el capital nos ha remarcado que solo servíamos para el sexo y para fabricar hij os. Esta es la división sexual del trabajo y nos negamos a eternizarla como inevitablemente sucede si lanzamos preguntas como estas: «¿Qué signifi ca hoy día ser mujer? ¿Qué cualidades específi cas, inherentes y atemporales, si las hay, se asocian a “ser mujer”?». Preguntar esto es suplicar que te den una respuesta sexista. ¿Quién puede decir quiénes somos? De lo que podemos estar seguras que sí sabemos hasta ahora es qué no somos, hasta el punto de que es a través de nuestra lucha que obtendremos la fuerza para romper con la identidad que se nos ha impuesto socialmente. Es la clase dirigente, o aquellos que aspiran a gobernar, quien presupone que existe una personalidad humana eterna y natural, precisamente para perpetuar su poder sobre nosotras.
La glorifi cación de la familia
No es sorprendente que la cruzada de Lopate en busca de la esencia de la feminidad la conduzca a una llamativa glorifi cación del trabajo reproductivo no remunerado y del trabajo no asalariado en general:
El hogar y la familia han proporcionado tradicionalmente el único intersticio dentro del mundo capitalista en el que la gente puede ocuparse de las necesidades de los otros desde el cuidado y el amor, si bien estas necesidades a menudo emergen del miedo y la dominación. Los padres cuidan a sus hij os desde el amor, al menos en parte… E incluso creo que este recuerdo persiste en nosotros mientras crecemos de manera que retenemos, casi como si fuera una utopía, la memoria de un trabajo y un cuidado que provienen del amor, más que de una recompensa económica.
La literatura producida por el movimiento de las mujeres ha mostrado los devastadores efectos que este tipo de amor, cuidado y servilismo ha tenido en las mujeres. Estas son las cadenas que nos han aprisionado en una situación cercana a la esclavitud. ¡Nosotras nos negamos a perpetuarla en nosotras mismas y a elevar al nivel de utopía la miseria de nuestras madres y abuelas y la nuestra propia como niñas! Cuando el Estado o el capital no pagan el salario debido, son aquellos que reciben el amor, el cuidado ―igualmente no remunerados e impotentes― los que pagan con sus vidas.
De la misma manera rechazamos la sugerencia de Lopate de que la demanda de un salario para el trabajo doméstico «tan solo serviría para ocultar aún más las posibilidades de un trabajo libre y no alienado», lo que viene a decir que la única manera de «desalienar» el trabajo consiste en hacerlo de manera gratuita. Sin duda el presidente Ford apreciaría esta sugerencia. El trabajo voluntario sobre el cual descansa cada vez más el Estado moderno se basa precisamente en esta dispensación caritativa de nuestro tiempo. A nosotras nos parece, sin embargo, que si este trabajo, en vez de basarse en el amor y el cuidado, hubiera proporcionado una remuneración económica a nuestras madres, probablemente estas habrían estado menos amargadas y habrían sido menos dependientes, se las hubiese chantajeado menos y a su vez ellas hubieran chantajeado menos a sus hij os, a los que se les recriminaba constantemente el sacrifi cio que ellas debían llevar a cabo. Nuestras madres habrían tenido más tiempo y energías para rebelarse contra ese trabajo y nosotras estaríamos en un estadio más avanzado de esta lucha.
Glorifi car la familia como «ámbito privado» es la esencia de la ideología capitalista, la última frontera en la que «hombres y mujeres mantienen sus almas con vida» y no es sorprendente que en estos tiempos de «crisis», «austeridad» y «privaciones» esta ideología esté disfrutando de una popularidad renovada en la agenda capitalista. Tal y como Russell Baker expresó recientemente en The New York Times el amor nos mantuvo calientes durante los años de la Gran Depresión y haríamos bien en llevarlo con nosotros durante esta excursión a tiempos duros. Esta ideología que contrapone la familia (o la comunidad) a la fábrica, lo personal a lo social, lo privado a lo público, el trabajo productivo al improductivo, es útil de cara a nuestra esclavitud en el hogar que, en ausencia de salario, siempre ha aparecido como si se tratase de un acto de amor. Esta ideología está profundamente enraizada en la división capitalista del trabajo que encuentra una de sus expresiones más claras en la organización de la familia nuclear.
El modo en el que las relaciones salariales han mistifi cado la función social de la familia es una extensión de la manera en la que el capital ha mistifi cado el trabajo asalariado y la subordinación de nuestras relaciones sociales al «nexo del dinero». Hemos aprendido de Marx que el salario también esconde el trabajo no remunerado incluido en el benefi cio. Pero medir el trabajo mediante el salario también esconde el alto grado en el que nuestras familias y relaciones sociales han sido subordinadas a las relaciones de producción ― han pasado a ser relaciones de producción: cada momento de nuestras vidas tiene una utilidad para la acumulación de capital. Tanto el salario como la falta del mismo han permitido al capital ocultar la duración real de nuestra jornada laboral. El trabajo aparece simplemente como un compartimento de nuestras vidas, que tiene lugar solo en determinados momentos y espacios. El tiempo que consumimos en la «fábrica social», preparándonos para el trabajo o yendo a trabajar, restaurando nuestros «músculos, nervios, hueso y cerebros» mediante cortos almuerzos, sexo rápido, películas… todo esto es disfrazado de placer, de tiempo libre, aparece como una elección individual.
Diferentes mercados laborales
El uso que el capital hace de los salarios también oculta quién forma la clase obrera y mantiene divididos a los trabajadores. Mediante las relaciones salariales, el capital organiza diferentes mercados laborales (un mercado laboral para los negros, para los jóvenes, para las mujeres jóvenes y para los hombres blancos) y opone la «clase trabajadora» al proletariado «no trabajador», supuestamente parasitario del trabajo de los primeros. Así, a los que recibimos ayudas sociales se nos dice que vivimos de los impuestos de la «clase trabajadora», las amas de casa somos retratadas como sacos rotos en los que desaparecen los sueldos de nuestros maridos.
Sin embargo es la debilidad social de los no asalariados lo que fi nalmente ha sido y es la debilidad de toda la clase obrera respecto al capital. Como demuestran los procesos de «deslocalización de empresas», la disponibilidad de trabajo no remunerado, tanto en los países «no desarrollados» como en las metrópolis, le ha permitido al capital abandonar aquellas áreas de producción donde la fuerza de trabajo se había convertido en demasiado cara y así socavar el poder que habían conquistado los trabajadores. Cuando el capital no ha podido huir al «Tercer Mundo» ha abierto entonces sus puertas a las mujeres, los negros y la juventud de las metrópolis o a los migrantes del «Tercer Mundo». Por lo que no es casual que aunque el capitalismo se base presuntamente en el trabajo asalariado, más de la mitad de la población mundial no esté remunerada. La falta de salarios y el subdesarrollo son factores esenciales en la planifi cación capitalista, nacional e internacional. Estos son medios poderosos con los que provocar la competencia de los trabajadores en el mercado nacional e internacional y hacernos creer que nuestros intereses son diferentes y contradictorios.
Estas son las raíces del sexismo, del racismo y del «bienestarismo» (el desdén por los trabajadores que han logrado obtener ayudas sociales por parte del Estado) que suponen un refl ejo de los diferentes tipos de mercados laborales y en consecuencia los diferentes modos de regular y dividir a la clase trabajadora. Si hacemos caso omiso de este uso de la ideología capitalista y de su enraizamiento en la relación salarial, no solo acabaremos considerando que el racismo, el sexismo y el «bienestarismo» son enfermedades morales, productos de la «falsa conciencia», sino que nos confi naremos a una estrategia «educativa» que nos deja nada más que «imperativos morales con los que reforzar nuestra posición».
Finalmente encontramos un punto en común con Lopate cuando afi rma que nuestra estrategia nos libera de tener que depender de que «los hombres se porten como “buenas personas”» para lograr la liberación. Tal y como demostraron las luchas de las personas negras durante los años sesenta, no fue mediante buenas palabras sino mediante su organización que consiguieron que sus necesidades se «entendieran». En el caso de las mujeres, intentar educar a los hombres ha provocado que nuestra revuelta se haya privatizado y se luche en la soledad de nuestras cocinas y habitaciones. El poder educa. Primero los hombres tendrán miedo, luego aprenderán, porque será el capital el que tenga miedo. Porque no estamos peleando por una redistribución más equitativa del mismo trabajo. Estamos en lucha para ponerle fi n a este trabajo y el primer paso es ponerle precio.
Demandas salariales
Nuestra fuerza como mujeres empieza con la lucha social por el salario, no para ser incluidas dentro de las relaciones salariales (puesto que nunca estuvimos fuera de ellas) sino para ser liberadas de ellas, para que todos los sectores de la clase obrera sean liberados de ellas. Aquí debemos clarifi car cuál es la esencia de la lucha por el salario. Cuando la izquierda sostiene que las demandas por un sueldo son «economicistas», «demandas parciales», obvian que tanto el salario como su ausencia son la expresión directa de la relación de poder entre el capital y la clase trabajadora, así como dentro de la clase trabajadora. También ignoran que la lucha salarial toma muchas formas y que no se limita a aumentos salariales. La reducción de los horarios de trabajo, lograr mejores servicios sociales así como obtener más dinero ―todas estas son victorias salariales que determinan cuánto trabajo se nos arrebata y cuánto poder tenemos sobre nuestras vidas. Por esto los salarios han sido históricamente el principal campo de batalla entre trabajadores y capital. Y como expresión de la relación de clases, el salario siempre ha tenido dos caras: la cara del capital, que lo usa para controlar a los trabajadores, asegurándose de que tras cada aumento salarial se produzca un aumento de la productividad; y la cara de los trabajadores, que luchan por más dinero, más poder y menos trabajo.
Tal y como demuestra la actual crisis capitalista, cada vez menos y menos trabajadores están dispuestos a sacrifi car sus vidas al servicio de la producción capitalista y hacer caso a los llamamientos a incrementar la productividad. Pero cuando el «justo intercambio» entre salario y productividad se tambalea, la lucha por el salario se convierte en un ataque directo a los benefi cios del capital y a su capacidad de extraer plustrabajo de nuestra labor. Por esto la lucha por el salario es simultáneamente una lucha contra el salario, contra los medios que utiliza y contra la relación capitalista que encarna. En el caso de los no asalariados, en nuestro caso, la lucha por el salario supone aún más claramente un ataque contra el capital. El salario para el trabajo doméstico signifi ca que el capital tendría que remunerar la ingente cantidad de trabajadores de los servicios sociales que a día de hoy se ahorra cargando sobre nosotras esas tareas. Más importante todavía, la demanda del salario doméstico es un claro rechazo a aceptar nuestro trabajo como un destino biológico, condición necesaria ―este rechazo― para empezar a rebelarnos contra él. Nada ha sido, de hecho, tan poderoso en la institucionalización de nuestro trabajo, de la familia, de nuestra dependencia de los hombres, como el hecho de que nunca fue un salario sino el «amor» lo que se obtenía por este trabajo. Pero para nosotras, como para los trabajadores asalariados, el salario no es el precio de un acuerdo de productividad. A cambio de un salario no trabajaremos más sino menos. Queremos un salario para poder disfrutar de nuestro tiempo y energías, para llevar a cabo una huelga, y no estar confi nadas en un segundo empleo por la necesidad de cierta independencia económica.
Nuestra lucha por el salario abre, tanto para los asalariados como para los no remunerados, el debate acerca de la duración real de la jornada laboral. Hasta ahora la clase trabajadora, masculina y femenina, veía determinada por el capital la duración de su jornada laboral ―en qué momento se fi chaba al entrar y se fi chaba a la salida. Esto defi nía el tiempo que pertenecíamos al capital y el tiempo que nos pertenecíamos a nosotros mismos. Pero este tiempo nunca nos ha pertenecido, siempre, en cada momento de nuestras vidas, hemos pertenecido al capital. Y es hora de que le hagamos pagar por cada uno de esos momentos. En términos de clase esto supone la exigencia de un salario por cada momento de nuestra vida al servicio del capital.
Que pague el capital
Esta ha sido la perspectiva de clase que le ha dado forma a las luchas, tanto en EEUU como a escala internacional, durante los años sesenta. En EEUU las luchas de los negros y de las madres dependientes de los servicios sociales ―el Tercer Mundo de las metrópolis― expresaban la revuelta de los no asalariados y el rechazo a la única alternativa propuesta por el capital: más trabajo. Estas luchas, cuyo núcleo de poder residía en la comunidad, no tuvieron lugar porque se buscase un mayor desarrollo sino por la reapropiación de la riqueza social que el capital ha acumulado gracias tanto a los no asalariados como a los asalariados. Cuestionaron la organización social capitalista que impone el trabajo como condición básica para nuestra existencia. También desafi aron el dogma de la izquierda que proclama que solo en las fábricas la clase obrera puede organizar su poder.
Pero no es necesario entrar en una fábrica para ser parte de la organización de la clase obrera. Cuando Lopate argumenta que «las condiciones previas ideológicas para la solidaridad de clase son las redes y relaciones que surgen del trabajo conjunto» y que «estas condiciones no pueden emerger del trabajo aislado de las mujeres trabajando en casas separadas» olvida y desecha las luchas que estas mujeres «aisladas» llevaron a cabo en los años sesenta (huelgas de alquileres, luchas sociales, etc.). Asume que no podemos organizarnos nosotras mismas si primeramente no estamos organizadas por el capital; y puesto que niega que el capital ya nos haya organizado, niega la existencia de nuestra lucha. Confundir la estructuración que el capital hace de nuestro trabajo, ya sea en las cocinas o en las fábricas, con la organización de nuestras luchas es un claro camino hacia la derrota. Podemos estar seguras de que cada nueva forma de reestructuración laboral intentará aislarnos cada vez más. Es una ilusión pensar que el capital no nos divide cuando no trabajamos aislados unos de otros.

Frente a las divisiones típicas de la organización capitalista del trabajo, debemos organizarnos de acuerdo a nuestras necesidades. En este sentido la campaña Salario para el Trabajo Doméstico supone un rechazo, tanto a la socialización de las fábricas, como a la posible «racionalización» del hogar propuesta por Lopate: «Debemos echar un serio vistazo a las tareas “necesarias” para el correcto funcionamiento de la casa… Necesitamos investigar los utensilios diseñados para ahorrarnos trabajo y tiempo en casa y decidir cuáles son útiles y cuáles simplemente causan una mayor degradación del trabajo doméstico».
No es la tecnología per se la que nos degrada sino el uso que el capital hace de ella. Además, la «autogestión» y la «gestión de los trabajadores» siempre han existido en el hogar. Siempre tuvimos la opción de decidir si hacíamos la colada el lunes o el sábado, o la capacidad de elegir entre comprar un lavaplatos o una aspiradora, siempre y cuando puedas pagar alguna de esas cosas. Así que no debemos pedirle al capital que cambie la naturaleza de nuestro trabajo, sino luchar para rechazar reproducirnos y reproducir a otros como trabajadores, como fuerza de trabajo, como mercancías. Y para lograr este objetivo es necesario que el trabajo se reconozca como tal mediante el salario. Obviamente mientras siga existiendo la relación salarial capitalista, también lo hará el capitalismo. Por eso no consideramos que conseguir un salario suponga la revolución. Afi rmamos que es una estrategia revolucionaria porque socava el rol que se nos ha asignado en la división capitalista del trabajo y en consecuencia altera las relaciones de poder dentro de la clase trabajadora en términos más favorables para nosotras y para la unidad de la clase.
En lo tocante a los aspectos económicos de la campaña Salario para el Trabajo Doméstico, estas facetas son «altamente problemáticas» solo si las planteamos desde el punto de vista del capital, desde la perspectiva del Departamento de Hacienda que siempre proclama su falta de recursos cuando se dirige a los trabajadores.28 Como no somos el Departamento de Hacienda y no tenemos intención alguna de serlo, no podemos imaginarnos diseñando para ellos sistemas de pago, diferenciales salariales y acuerdos sobre productividad. Nosotras no vamos a ponerle límites a nuestras capacidades, no vamos a cuantifi car nuestro valor. Para nosotras queda organizar la lucha para obtener lo que queremos, para todas nosotras, en nuestros términos. Nuestro objetivo
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es no tener precio, valorarnos fuera del mercado, que el precio sea inasumible, para que el trabajo reproductivo, el trabajo en la fábrica y el trabajo en la ofi cina sean «antieconómicos».
De manera similar, rechazamos el argumento que sugiere que entonces será algún otro sector de la clase obrera el que pagará por nuestras eventuales ganancias. Según esta misma lógica habría que decir que a los trabajadores asalariados se les paga con el dinero que el capital no nos da a nosotras. Pero esa es la manera de hablar del Estado. De hecho afi rmar que las demandas de programas de asistencia social llevadas a cabo por los negros durante los años sesenta tuvieron un «efecto devastador en cualquier estrategia a largo plazo… en las relaciones entre blancos y negros», ya que «los trabajadores sabían que serían ellos, y no las corporaciones, los que acabarían pagando esos programas», es puro racismo. Si asumimos que cada lucha que llevamos a cabo debe acabar en una redistribución de la pobreza, estamos asumiendo la inevitabilidad de nuestra derrota. De hecho, el artículo de Lopate está escrito bajo el signo del derrotismo, lo que supone aceptar las instituciones capitalistas como inevitables. Lopate no puede imaginar que si el capital le rebajase a otros trabajadores su salario para dárnoslo a nosotras esos trabajadores serían capaces de defender sus intereses y los nuestros también. También asume que «obviamente los hombres recibirían los salarios más altos por su trabajo en la casa» ―en resumen, asume que nunca podremos ganar.30
Por último, Lopate nos previene de que en caso de que obtuviésemos un salario para el trabajo doméstico, el capital enviaría supervisores para controlar nuestras tareas. Puesto que solo contempla a las amas de casa como víctimas, incapaces de rebelarse, no puede plantearse siquiera que pudiésemos organizarnos colectivamente para darles con la puerta en las narices a los supervisores si estos intentasen imponer su control. Además, presupone que como no tenemos supervisores ofi ciales nuestro trabajo no está controlado. De todas maneras, incluso si tener un salario signifi case que el Estado fuera a intentar controlar de una manera más directa nuestro trabajo, esto sería preferible a nuestra situación actual; ya que este intento sacaría a la luz quién
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decide y manda sobre nuestro trabajo, y es mejor saber quién es nuestro enemigo que culparnos y seguir odiándonos a nosotras mismas porque estamos obligadas a «amar o cuidar» «sobre la base del miedo y la dominación».31

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4. La reestructuración del trabajo doméstico y reproductivo en EEUU durante los años setenta (1980)*
Si las mujeres desean que la posición de esposa mantenga el honor con el que se asocia, no pondrán en tela de juicio el valor de sus servicios ni hablarán de ayudas estatales sino que vivirán con sus maridos conforme al espíritu de los votos nupciales de la ceremonia británica de casamiento, tomándoles «en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, para amar, respetar y obedecer». Esto es lo que signifi ca ser esposa.
«Wive’s wages», The New York Times, 10 de agosto de 1876.
El capital más valioso de todos es el invertido en los seres humanos y de ese capital la parte más preciosa es resultado del cuidado e infl uencia de la madre, siempre que esta mantenga su sensibilidad e instintos desinteresados.
Alfred Marshall, Principios de economía, 1890.
Aunque se haya reconocido de manera generalizada que la enorme expansión de la fuerza de trabajo femenina sea posiblemente el fenómeno social más importante de la década de 1970, se mantiene la incertidumbre sobre sus
* Este texto fue el documento de presentación de la conferencia «The Economic Policies of Female Labor in Italy and the United States» [Políticas económicas sobre el trabajo femenino en Italia y EEUU], coauspiciada por el Centro Studi Americani y la German Marshall Fund of the United States, que tuvo lugar en Roma del 9 al 11 de septiembre de 1980.
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causas entre los economistas. Los avances tecnológicos en el hogar, la reducción del tamaño de la familia y el crecimiento del sector servicios se aducen como las causas más probables de esta tendencia. Pero también se afi rma que estos mismos factores pueden ser consecuencia de la incorporación de la mujer a la mano de obra asalariada; por ello, el intento de determinar una única causa nos conduciría a un círculo vicioso de razonamientos, al paradigma de «qué fue primero, el huevo o la gallina». Esta incertidumbre entre los economistas emerge de su incapacidad para reconocer que el gran incremento de la mano de obra femenina durante los años setenta refl eja el rechazo de las mujeres a seguir funcionando como trabajadoras no asalariadas dentro del hogar, abasteciendo la reproducción de la fuerza de trabajo nacional. De hecho lo que subyace bajo la palabra homemaking (por usar la expresión de Gary Becker) es un proceso de «consumo productivo», de producción y reproducción del «capital humano» o, en palabras de Alfred Marshall, de la «capacidad necesaria» del obrero para trabajar. Los planifi cadores sociales a menudo han reconocido la importancia de este trabajo para la economía. Aun así, tal y como apunta Becker, el consumo productivo que se da en los hogares ha sufrido una «vida clandestina dentro del pensamiento económico». El hecho de que este no sea asalariado, en una sociedad en la que trabajo y salario son sinónimos, lo hace invisible hasta tal punto que los servicios que proporciona no se ven refl ejados en el Producto Nacional Bruto (PNB), y sus proveedoras se encuentran excluidas de los cálculos sobre la mano de obra nacional.
Dada la invisibilidad social del trabajo reproductivo, no supone una sorpresa que los economistas hayan sido incapaces de ver que, durante los años sesenta y setenta, este trabajo ha supuesto el principal campo de batalla para las mujeres, en tal medida que su apuesta por el mercado de trabajo debe ser visto como una estrategia que las mujeres han usado para liberarse ellas mismas de estas tareas. En este proceso, las mujeres han apostado por una reorganización general de la reproducción social que ha puesto en cuestión la imperante división sexual del trabajo y las políticas sociales que han conformado la reorganización de la reproducción social durante el periodo de postguerra. De todas maneras, pese a las múltiples evidencias de que las mujeres están huyendo del trabajo reproductivo no remunerado, más del 30 % aún trabajan básicamente como amas de casa, e incluso aquellas que tienen un empleo en el mercado laboral dedican una cantidad considerable de su tiempo a un trabajo que no les da derecho a sueldo, ni a seguridad social ni a pensión. Esto signifi ca que el trabajo doméstico todavía es la mayor fuente de empleo para la mujer estadounidense y que la mayoría de las mujeres estadounidenses pasan la mayor parte de su tiempo llevando a cabo un trabajo que no les proporciona ninguno de los benefi cios que implica un salario.
También empieza a verse claramente que, en ausencia de remuneración monetaria, las mujeres se topan con serios problemas en sus intentos de obtener «independencia económica», sin mencionar el alto precio que a menudo tienen que pagar por ella: la imposibilidad de elegir si quieren tener hij os, o los bajos salarios y la pesada carga de una doble jornada de trabajo cuando se incorporan al mercado laboral. Los problemas a los que se enfrentan las mujeres se tornan particularmente serios dadas las perspectivas económicas que se nos ofrecen, y que emergen del actual debate sobre la «crisis energética» y la viabilidad de la economía de crecimiento frente a una de no crecimiento. Parece que no importa cuál de los dos caminos se escoja, las mujeres serán las grandes perdedoras en la batalla por «controlar la infl ación» y el consumo energético. La experiencia de la Isla de las Tres Millas5 ha mostrado cuáles son los efectos que probablemente provocarán

5 «La Unidad 2 de la central nuclear de la Isla de las Tres Millas, situada a 16 km de la ciudad de Harrisburg (Pennsylvania), con una población de unos 70.000 habitantes sufrió un severo accidente el 28 de marzo de 1979. Una pequeña fuga en el generador de vapor desencadenó el accidente más grave de la historia nuclear de EEUU, y el segundo más grave de la historia de la energía nuclear. La pérdida de refrigerante ocasionó un aumento de la temperatura del núcleo que fi nalmente acabó por fundirse, dando lugar al esparcimiento de material radiactivo en la contención y a la formación de una peligrosa burbuja de hidrógeno que amenazó con provocar una explosión que hubiera lanzado al medio ambiente toneladas de material radiactivo. Para evitar esta explosión se optó por liberar una cantidad indeterminada de gas radiactivo, que afectó a la población de las ciudades circundantes. Las consecuencias del accidente sobre la salud de la población están todavía sometidas a controversia, puesto que resulta muy difícil evaluar las dosis radiactivas a las que fueron expuestos los afectados. Las acciones de emergencia que se pusieron en práctica fueron claramente insufi cientes y consistieron en la evacuación de las mujeres embarazadas y de los niños en un radio de 8 millas en torno a la central dos días después del accidente. Se detectaron aumentos de malformaciones congénitas, de cánceres y de enfermedades psicológicas debidas al estrés sufrido por la población». Ecologistas en Acción, «Accidente de Three Mile Island (Harrisburg
1979)», disponible en htt p://www.ecologistasenaccion.org. [N. de la T.]
en las mujeres el tipo de crecimiento económico actualmente promovido por la «comunidad empresarial» y el gobierno, basado en la expansión de la energía nuclear, la liberalización de diferentes actividades económicas y el aumento del gasto militar. Igual de poco atractiva es la alternativa de crecimiento cero, que tal y como se articula en la actualidad, promete a las mujeres una intensifi cación ilimitada del trabajo doméstico para compensar la reducción de servicios y el aumento de los costes de los mismos.
La revuelta contra el trabajo doméstico
Aunque raramente se reconoce su papel, las primeras señales del rechazo de las mujeres a continuar actuando como trabajadoras no asalariadas no surgió del superventas de Bett y Friedan The Feminine Mystique (1963) [La mística de la feminidad], sino de las luchas de las welfare mothers, es decir, de aquellas mujeres que recibían ayudas durante los años sesenta del programa AID For Dependant Children [Ayuda para niños dependientes]. A pesar de desarrollarse en la estela del Movimiento por los Derechos Civiles y de haber sido percibido, en general, como un movimiento minoritario, la lucha de las mujeres que recibían ayudas sociales dio voz, de forma clara, a la animadversión que muchas estadounidenses sentían respecto a las políticas sociales que ignoraban el trabajo que ellas llevaban a cabo en los hogares, y que las estigmatizaba como parásitos cuando demandaban ayuda pública, obviando los enormes benefi cios que el Estado cosecha gracias a los múltiples servicios que estas proporcionan para el mantenimiento de la fuerza de trabajo nacional. Las welfare mothers denunciaban, por ejemplo, lo absurdo de reconocer el cuidado infantil como trabajo solo cuando tiene que ver con el cuidado de los hij os de otras y pagar más a las familias de acogida que a las madres que reciben subsidios para criar a sus hij os, mientras se concebían programas para «poner a trabajar a las madres que reciben ayudas sociales». El espíritu de estas luchas se refl eja perfectamente en las palabras de una de sus organizadoras: «Si el gobierno fuese inteligente empezaría por renombrar el AFDC como “Cuidados diurnos y nocturnos”, crearía una nueva agencia, nos pagaría un sueldo decente por el trabajo que ya estamos llevando a cabo y diría que la crisis de los servicios sociales se ha resuelto porque las mujeres ya han sido puestas a trabajar».7
Años después, mientras se debatía la proposición del Family Assistance Plan (FAP) [Plan de asistencia familiar] de la Administración Nixon, el senador Patrick Moynihan reconocía que la demanda de las mujeres estaba lejos de ser extravagante:
Si la sociedad norteamericana reconociese el trabajo doméstico y la crianza de los hij os como trabajo productivo cuantifi cable en los presupuestos económicos nacionales […] la recepción de ayudas sociales no implicaría dependencia. Pero no lo hacemos. Puede esperarse que el actual Movimiento de Mujeres consiga cambiar esto. Pero en el momento de escribir estas líneas aún no se ha logrado.
Moynihan pudo pronto comprobar lo errado de su afi rmación. Al mismo tiempo que el senador evocaba las aventuras legislativas de la FAP, el movimiento por un Salario para el Trabajo Doméstico surgía en EEUU con fuerza sufi ciente como para provocar que, durante la National Women’s Conference [Conferencia Nacional de Mujeres] que tuvo lugar en Houston, se recomendara en su Plan de Acción que el subsidio social se denominase salario. La lucha de las welfare mothers no solo situó la cuestión del trabajo reproductivo en la agenda política nacional, aunque disimulado como un «asunto de pobreza», sino que también dejó claro que el gobierno ya no podía esperar seguir regulando el trabajo de las mujeres mediante la organización del salario masculino durante mucho más tiempo. Comenzaba una era en la que el gobierno iba a tener que lidiar con las mujeres directamente sin la mediación de los hombres.
Milwaukee County Welfare Rights Organization, Welfare Mothers Speak Out, Nueva York, W.W.
La extensión del fenómeno social del rechazo al trabajo reproductivo fue escenifi cada en mayor medida por el desarrollo del movimiento feminista. Los grupos de mujeres que protestaban contra las Ferias para Novias y los concursos de Miss America fueron un indicador más de que cada vez menos y menos mujeres aceptaban la «feminidad», el matrimonio y el hogar como un destino natural. Fuera como fuera, a principios de los años setenta el rechazo de las mujeres al trabajo doméstico había tomado la forma de una migración hacia la mano de obra asalariada. Los economistas explican esta tendencia como resultado de los avances tecnológicos incorporados a los hogares y la divulgación y extensión de los métodos de control de natalidad, que supuestamente «liberaban tiempo a las mujeres para trabajar» fuera del hogar. Pero a excepción del microondas y del robot de cocina, poca tecnología penetró en las cocinas durante los años setenta y, desde luego, no la sufi ciente como para justifi car el crecimiento récord de la fuerza de trabajo femenina. En relación al descenso de la tasa de fertilidad, las series históricas nos indican que el tamaño de la familia no supone per se un factor determinante en la decisión de las mujeres de buscar un empleo en el mercado laboral, como prueba el ejemplo de los años cincuenta cuando, durante el baby boom, las mujeres, particularmente las casadas y con hij os pequeños, comenzaron a regresar en un número récord a las fi las de la mano de obra asalariada. La poca cantidad de tiempo que las mujeres vieron liberado del trabajo doméstico también se refl ejaba en los resultados de diferentes estudios, como el conducido por el Chase Manhatt an Bank en 1971, que mostró que, a fi nales de los años sesenta, las mujeres estadounidenses todavía dedicaban una media de 45 horas semanales a las tareas reproductivas, un número de horas que aumentaba fácilmente con la presencia de niños pequeños. Si tenemos también en cuenta que fueron las mujeres con niños en edades preescolares las que en mayor número se incorporaron como mano de obra asalariada, difícilmente podemos concluir que era el trabajo per se lo que les faltaba, y menos todavía al constatar que la mayor parte de los trabajos desempeñados por mujeres eran meras extensiones del trabajo doméstico. La verdad, tal y como señala Juanita Kreps, es que las mujeres estaban «deseosas de cambiarlo [el trabajo doméstico] por un trabajo en el mercado laboral que, siendo igualmente rutinario y repetitivo, se diferencia en que por el segundo te pagan un salario». Otra razón igual de crucial para la expansión récord de la mano de obra femenina, particularmente tras 1973, fueron los extensos recortes aplicados a los subsidios sociales durante los años setenta. Desde comienzos de la Administración Nixon hasta nuestros días, se ha llevado a cabo una campaña cotidiana en los medios de comunicación de masas en la que se culpabiliza de todos los problemas sociales a «la masa subsidiada». A la vez, a lo largo y ancho de la nación, los requisitos para optar a las ayudas sociales se han endurecido, han recortado el número de mujeres que pueden solicitarlos y, pese al aumento sostenido del coste de la vida, los presupuestos dedicados a ayudas sociales se han reducido.
Como resultado de todo esto, si en 1969 los subsidios concedidos por el programa AFDC eran superiores al salario femenino medio, a mediados de los años setenta las tornas habían cambiado totalmente, incluso teniendo en cuenta que el salario medio real había descendido comparado con los años sesenta. Confrontadas con el asalto al sistema de ayudas sociales, parece que las mujeres siguieron el consejo de una welfare mother que sugirió que si el gobierno solo estaba dispuesto a remunerar a las mujeres cuando estas cuidaban a los hij os de otras entonces tal vez «deberían intercambiar sus hij os». Dado que en el mercado laboral las mujeres se concentran en los empleos pertenecientes al sector servicios relacionados directamente con las tareas reproductivas, se podría argumentar que las mujeres han intercambiado el trabajo doméstico no remunerado por trabajo doméstico asalariado dentro del mercado laboral.
El crecimiento de la mano de obra femenina refl eja el rechazo de las mujeres al trabajo doméstico y ambos procesos explican la aparente paradoja de que, en el mismo momento en el que las mujeres empezaban a introducirse vertiginosamente en el mercado laboral, el trabajo doméstico empezase a afl orar como un ámbito valioso para la investigación económica. Los años setenta presenciaron un boom de los estudios sobre el trabajo reproductivo. Incluso, en 1975, el gobierno decidió empezar a cuantifi car la contribución de las tareas de las amas de casa en el PIB. Y de nuevo, en 1976, investigadores de la Seguridad Social, al estudiar el impacto de las enfermedades en la productividad nacional, incluyeron en sus cifras el valor económico del trabajo reproductivo. Basándose en enfoques mercantiles, las estimaciones alcanzadas fueron bastante conservadoras. De todos modos, el hecho en sí de intentar realizar estos cálculos demuestra el aumento de la preocupación del gobierno acerca de la «crisis de la familia y del trabajo doméstico». De hecho, tras el repentino interés por el trabajo reproductivo subyace la vieja realidad de que este trabajo solo permanece invisible mientras es llevado a cabo. También hubo otras razones que provocaron la preocupación de los legisladores por la «crisis familiar». Primero y más importante, se había producido una amenaza a la «estabilidad familiar» debida a la correlación dada entre el incremento de la capacidad salarial de las mujeres estadounidenses, la escalada en la tasa de divorcios y el simultáneo aumento en el número de mujeres cabeza de familia. Para mediados de los años setenta, el gobierno también empezaba a mostrar preocupación por la expansión de la mano de obra femenina que estaba rebasando las cifras proyectadas, revelando un carácter autónomo que frustraba los planes que se habían desarrollado para ellas. Por ejemplo, lejos de suponer una «solución» a la «excesiva» demanda de subsidios sociales, el enorme número de mujeres que buscaban empleo asalariado provocó que aumentara la demanda de ayudas sociales debido a la disparidad entre el número de mujeres que buscaban un empleo y la cantidad de empleos disponibles, lo que bloqueaba continuamente los intentos del gobierno de «poner a trabajar a las mujeres receptoras de subsidios». Igual de preocupante para el gobierno y los empresarios, en el contexto de la recesión más severa que se había experimentado desde la Gran Depresión, y encarando el desempleo prolongado, era la «rigidez» de la participación femenina en el mercado laboral.
¿Aceptarían las mujeres regresar con las manos vacías a casa como habían hecho durante el periodo de postguerra tras haber experimentado los benefi cios económicos de recibir un salario? Es en este clima donde la revalorización del trabajo doméstico ha tenido lugar. Aun así, y pese a toda la palabrería, poco se ha logrado. El valor económico del trabajo doméstico se ha visto reconocido solo en propuestas legislativas menores. Por ejemplo, el gobierno autorizó a los maridos, dentro del plan de jubilación adoptado en 1976 (y recogido en el Tax Reform Act [Acta de Reforma Fiscal]), a aportar contribuciones para los Individual Retirement Plan [Planes Individuales de Jubilación] (IRA) en benefi cio de sus esposas no asalariadas. La contribución de las esposas a la economía familiar también se veía reconocida, al menos formalmente, con la aprobación en varios Estados de EEUU de diversas leyes que sancionan el divorcio de mutuo acuerdo y permiten la división de las propiedades familiares en relación con los servicios que la esposa haya llevado a cabo (aunque en casos judiciales recientes se han rechazado las demandas de algunas mujeres de compartir el salario del hombre). Por último, el Acta de Reforma Fiscal de 1976 permite a los progenitores deducir hasta 400 $ por cada hij o a cargo (aunque los padres deben justifi car un gasto de al menos 2.000 $ en ellos para poder optar a este dinero). En lo tocante a la posibilidad de aprobar una remuneración para el trabajo doméstico, el único avance propuesto en esta revisión de la ley ha sido el precio simbólico con el que se ha etiquetado el trabajo reproductivo, funcional tan solo para su cálculo dentro del PIB. Se supone que esto hará que las mujeres se sientan más valoradas e incrementará su satisfacción respecto a su trabajo. Típico de este punto de vista es la recomendación hecha por un grupo de trabajo que llevó a cabo un estudio sobre el empleo en EEUU:
El hecho obvio es que mantener una casa y criar a los niños es un trabajo, un trabajo que, de media, es tan difícil de hacer bien y tan útil a la sociedad en general como casi cualquier otro trabajo remunerado que tenga que ver con la producción de bienes y servicios. La difi cultad consiste en […] que no hemos, como sociedad, reconocido este hecho dentro de nuestro sistema público de valores y recompensas. Este reconocimiento debe empezar primera y simplemente con la cuantifi cación formal de las amas de casa dentro de la mano obra, asignándole a su trabajo una valoración económica.
casa». También proponía que las personas desempleadas cuyos cónyuges estuviesen trabajando no fueran contabilizadas como receptoras de prestaciones por desempleo. Asimismo, aquellas personas cuya «falta de educación o de experiencia laboral previa les sitúa como no cualifi cadas» también estarían excluidas de la prestación de desempleo. Eileen Shanahan, «Study on Defi nitions of Jobless Urged», The New York Times, 11 de enero de 1976.
En realidad la única respuesta a la revuelta de las mujeres contra el trabajo reproductivo ha sido el continuo crecimiento de la infl ación, que ha incrementado el trabajo de las mujeres en casa y su dependencia del salario masculino. De todas maneras, y pese a la ausencia de una legislación que lo apoye y al crecimiento de la infl ación, el rechazo de las mujeres al trabajo no remunerado en el hogar se ha mantenido a lo largo de los años setenta, provocando cambios signifi cativos dentro de la organización del trabajo doméstico y del proceso general de reproducción social.
La reorganización de la reproducción social
La relación de las mujeres con el trabajo doméstico durante los años setenta es un buen ejemplo de lo que la economía llama «efecto renta o efecto ingreso», la tendencia de los trabajadores a reducir la cantidad de trabajo que llevan a cabo cuando ven aumentar sus ingresos, aunque en el caso de las mujeres lo que se ha reducido ha sido únicamente el trabajo no remunerado en casa. Respecto a esto han surgido tres corrientes: reducción, redistribución (conocida también como reparto) y socialización del trabajo doméstico.
La disminución del trabajo reproductivo se ha producido básicamente a través de la reorganización de muchos de los servicios domésticos bajo un esquema mercantil y de la reducción del tamaño de la familia. En contraste, los aparatos tecnológicos diseñados para ahorrar tiempo en las tareas domésticas han jugado un papel muy pequeño en este proceso. Pocas innovaciones tecnológicas han penetrado en los hogares durante los años setenta. Por otra parte, el persistente estancamiento de las ventas de aparatos domésticos muestra una tendencia hacia la externalización de los servicios producidos en el hogar. Incluso los diseños de los apartamentos y los muebles ―cocina virtualmente inexistente, tendencia a utilizar módulos y muebles desmontables― son indicativos de la tendencia a expulsar de los hogares grandes parcelas de sus anteriores funciones reproductivas. De hecho, los únicos instrumentos para ahorrar tiempo real que las mujeres han utilizado durante los años setenta han sido los anticonceptivos, como demuestra el hundimiento del índice de natalidad, que en 1979 se desplomó hasta 1,75 niños por cada mil mujeres entre 15 y 44 años. Tal y como se nos dice a menudo, el boom de la natalidad de los cincuenta se ha convertido en un desplome de los nacimientos que está afectando profundamente a todas y cada una de las áreas de la vida social: el sistema escolar, la fuerza de trabajo ―que verá un progresivo envejecimiento de la población si continúa la tendencia actual― y la producción industrial ―que está reajustando sus prioridades a las necesidades de una población más adulta. Pese a las predicciones de que estamos a las puertas de un nuevo baby boom, es bastante probable que continúe esta tendencia. Frente al tradicionalismo de los años cincuenta, hoy en día las mujeres estadounidenses están dispuestas a renunciar a la maternidad, hasta el punto incluso de aceptar esterilizarse y así mantener el empleo, más que someterse al trabajo y a los sacrifi cios que supone tener niños. La reducción de las tareas llevadas a cabo en casa también se debe al creciente número de mujeres que retrasan la edad de matrimonio o que no se casan (viven solas o con parejas del mismo sexo, o en asentamientos comunales) así como al aumento de la tasa de divorcios (todavía solicitados primordialmente por mujeres) que cada año alcanza un nuevo récord. Parece ser que el matrimonio ya no supone «un buen negocio» para las mujeres, o siquiera un negocio, y aunque el rechazo al matrimonio aún no esté a la orden del día, las mujeres han adquirido claramente una nueva movilidad respecto a los hombres y actualmente pueden establecer relaciones a tiempo parcial con ellos, en las cuales el elemento del trabajo a realizar es claramente menor. Hasta qué punto están dispuestas a llegar las mujeres para dejar de servir gratis a los hombres se refl eja en el continuo crecimiento del número de familias cuya cabeza es una mujer.
De todas maneras, y llegados a este punto, es necesario hacer algunas aclaraciones ya que esta tendencia ha sido interpretada muy a menudo como un «síndrome del hogar roto» provocado por las políticas sociales que impiden cobrar las ayudas del AFDC en los casos en los que el marido vive en la casa. Dicho de otra manera, demasiado a menudo las familias monoparentales encabezadas por una mujer son vistas desde una perspectiva de victimización que ignora el intento que ellas llevan a cabo de reducir el trabajo y la disciplina que implica tener un hombre en casa. Que el impacto de los subsidios sociales se ha sobrerrepresentado fue demostrado por un reciente estudio realizado en Seatt le, donde las ayudas sociales se concedieron también a parejas que permanecían juntas. Tras un año esas parejas presentaban los mismos índices de separación que el resto de las familias que recibían subsidios. Esto demuestra que las parejas no rompen la unidad familiar para así poder optar a las ayudas sociales sino que los subsidios proporcionan a las mujeres mayor autonomía de los hombres y la posibilidad de poner fi n a relaciones basadas en necesidades económicas.
Las mujeres no solo han reducido la carga de trabajo que hasta ahora portaban sino que también han cambiado las condiciones de su trabajo. Por ejemplo, las mujeres han desafi ado el derecho del marido de exigir servicios sexuales de su mujer independientemente de su aceptación o no. El juicio durante 1979 a un hombre acusado de violar a su esposa ha supuesto un antes y un después respecto a esto, ya que hasta entonces nunca antes forzar a una esposa a mantener relaciones sexuales había sido considerado un delito. Igualmente signifi cativo ha sido la revuelta de las mujeres contra las palizas y los abusos físicos, es decir, el castigo corporal dentro del hogar, que tradicionalmente había sido tolerado por los juzgados y la policía, lo que legitimaba implícitamente estas actitudes como parte de la condición de esposa. Basándose en el poder que las mujeres han ganado y su determinación a rechazar las tradicionales «durezas» del trabajo doméstico, los juzgados han reconocido cada vez más el derecho de la mujer maltratada a la «autodefensa».
Otra tendencia en auge durante los años setenta ha sido el «reparto de la tareas domésticas» que durante mucho tiempo había sido considerado por las feministas como la solución ideal al problema del trabajo doméstico. Aun así, precisamente cuando tomamos en cuenta los logros conseguidos en este campo, nos damos cuenta de los obstáculos a los que se enfrentan las mujeres cuando tratan de hacer cumplir un reparto más igualitario de las tareas del hogar.
Sin duda alguna, los hombres están más predispuestos hoy en día a encargarse de algo del trabajo doméstico, particularmente dentro de las parejas en las que ambos tienen un empleo asalariado. Muchas parejas estipulan incluso un contrato matrimonial en el que se establece la división de las tareas dentro de la familia. También ha comenzado a surgir un nuevo fenómeno durante los años setenta: el amo de casa, probablemente más extendido de lo que se reconoce, ya que muchos hombres se muestran muy reacios a admitir que sus mujeres les mantienen. Pero pese a la tendencia a la «desexualización» de las tareas domésticas, tal y como indica un reciente estudio, la mayor parte de los trabajos domésticos todavía los realizan mujeres, incluso si tienen un segundo empleo. De hecho hasta las parejas que establecen relaciones más igualitarias se enfrentan a un auténtico cambio de tornas cuando nace un niño. La causa de esto es la cantidad del salario deducido al hombre cuando este prescinde de parte de la jornada laboral para cuidar a los hij os. Esto sugiere que incluso innovaciones tales como la jornada fl exible no son garantía sufi ciente de que el trabajo doméstico se repartirá de manera igualitaria, dado el descenso en la calidad de vida que se produce como consecuencia de la reducción de los ingresos por la ausencia del salario masculino. También indicaría que probablemente los intentos de las mujeres de redistribuir las tareas domesticas se verán frustrados dados los bajos salarios que reciben en el mercado laboral por los arraigados prejuicios masculinos acerca de su trabajo.
De todas maneras la evidencia más clara de que las mujeres han utilizado las ventajas que les reporta el salario para reducir la cantidad de trabajo no remunerado que llevaban a cabo ha sido la explosión del sector servicios a lo largo de la década de los años setenta. Cocinar, limpiar, cuidar a los niños e incluso su papel en la resolución de confl ictos y como acompañante han sido «extraídos de los hogares» de un modo creciente, y organizados a escala comercial. Se calcula que, a día de hoy, los estadounidenses consumen la mitad de sus menús fuera de casa y que la industria de la comida rápida ha crecido durante los años setenta en un porcentaje del 15 % anual, pese a que la infl ación ha reavivado el espíritu y hábitos del «hazlo tú mismo». Igual de signifi cativa ha sido la explosión de la industria del ocio y el entretenimiento que está adoptando el papel tradicional de las mujeres de mantener y crear una familia feliz y relajada. De hecho, como las madres y esposas «están en huelga», muchas de las labores que previamente eran invisibles han sido transformadas en mercancías en venta alrededor de las cuales se han levantado industrias completas. Un ejemplo típico es el recién desarrollo de la industria del bienestar y los cuidados físicos desde los clubes de salud a los salones de masajes, con sus múltiples servicios ―sexuales, terapéuticos, emocionales―, y la industria que se ha creado alrededor del footing (la popularidad misma del footing es un indicador de la nueva conciencia generalizada del «tienes que cuidarte porque puede que nadie más lo vaya a hacer por ti»). Otra evidencia más, y aún más clara, sobre la tendencia a la externalización de los servicios domésticos ha sido el aumento de la cantidad de guarderías y el enorme incremento en el número de niños inscritos en los jardines de infancia (de un 194 % en el segmento de niños de tres años entre 1966 y 1976).
Tomadas como un todo, estas tendencias indican una transformación generalizada en la organización social de la reproducción social, en el sentido de que el trabajo doméstico está cada vez más «desexualizado», desterrado del ámbito privado, y lo que es más importante, remunerado. Por esto, aunque la casa se mantenga como el centro reproductivo de la fuerza de trabajo (o del «capital humano» desde un punto de vista empresarial), su importancia como eje central de los servicios reproductivos sociales está menguando.
La organización de la reproducción que prevalecía en el modelo keynesiano del periodo de postguerra ha entrado en crisis. En este modelo, el trabajo doméstico se dirigía y regulaba a través de la organización del salario masculino, que funcionaba como inversión directa en capital humano así como estímulo de la producción a través de su rol de demanda-consumo. Dentro de este modelo, no solo se ocultaba el trabajo femenino tras el salario masculino, reconociendo únicamente como trabajo las actividades (asalariadas) que tenían que ver con la producción de mercancías, sino que las mujeres pasaban a ser meros apéndices, variables dependientes de los cambios y transformaciones en los lugares de trabajo. Dónde vivía tu marido, qué trabajo tenía y qué salario recibía dictaban directamente la intensidad del trabajo que debía realizar la mujer y los niveles de productividad que se le requerían. Pero, al rechazar trabajar de manera gratuita, las mujeres han roto con esta situación. Han roto con el ciclo casa/fábrica, salario masculino/ trabajo doméstico, situándose ellas mismas como «variables independientes» con las que el gobierno y los empresarios deben tratar de manera directa, incluso en el estadio de la reproducción. Con este desarrollo vemos que la reproducción de la fuerza de trabajo asume un estatus autónomo en la economía respecto a la producción de mercancías, tanto que la productividad del trabajo reproductivo ya no se mide (como solía hacerse) según la productividad del empleado masculino en su puesto de trabajo, sino directamente desde el lugar donde se desarrollan los servicios.
Sin duda alguna, durante los años setenta, el gobierno y los empresarios han utilizado esta reorganización de la reproducción para desmantelar los programas de ayudas sociales que sostenían la política del «desarrollo del capital humano» que caracterizó el periodo de postguerra hasta la Gran Sociedad, así como para contener el crecimiento de los salarios masculinos que habían experimentado un aumento durante los años sesenta. Aduciendo que el sistema de previsión social no ha producido los resultados esperados, el gobierno ha incentivado la reorganización del trabajo reproductivo basándose en el modelo mercantil, lo que parece garantizar (pese a su baja productividad, al menos medida en términos convencionales) benefi cios inmediatos independientes de la productividad de la mano de obra futura. Aunque el gobierno haya logrado reducir el gasto en asuntos sociales y conseguido crear un clima por el que se culpabiliza a las ayudas sociales de ser uno de los principales problemas de la sociedad estadounidense, el gobierno ha fracasado en su intento de eliminar lo que puede considerarse como el primer «salario para el trabajo doméstico». Más importante todavía, mientras que el «salario social femenino» ha decrecido y mujer y pobreza son todavía sinónimos, el salario total en manos de las mujeres ha aumentado decisivamente. El intento de instrumentalizar la demanda de las mujeres de acceso a trabajos asalariados para contener el crecimiento de los salarios masculinos (mediante la reorganización de la producción que desmantela los sectores manufactureros mientras incrementa el desarrollo del sector servicios) tampoco ha logrado los resultados esperados.
Se puede destacar también que, pese a las altas tasas de desempleo, durante los años setenta no hemos presenciado el rechazo hacia el trabajo de las mujeres (particularmente de las mujeres casadas) que tan signifi cativo fue durante los años treinta y cuarenta. Parece ser que los hombres han reconocido los benefi cios del doble salario, como indica la continua reducción de la participación de los hombres en la mano de obra. De hecho, incluso se afi rma que los hombres actúan cada vez más como mujeres en lo relativo a sus patrones de trabajo. No solo se está desplomando el modelo de marido-proveedor de salarios / esposa-ama de casa (según las estadísticas del Ministerio de Trabajo esto correspondería solo al 34 % de los hombres en edad laboral) sino que maridos cuyas esposas tienen un trabajo asalariado se muestran cada vez más reticentes a aceptar cambios laborales (muchas veces desestimando promociones antes que tener que encarar una movilidad que afectaría al empleo de las esposas), cambian de trabajo de manera más frecuente, prefi eren empleos que conlleven horarios laborales más cortos en lugar de salarios más altos y se jubilan antes que en el pasado. Se podría añadir que para muchas familias el doble salario ha supuesto un colchón crucial contra el desempleo y la infl ación, como demuestra la experiencia de los últimos años en los que la anunciada recesión no se ha precipitado al seguir aumentando la demanda basada en el consumo (y en la deuda de las familias). Protegidas por las expectativas del doble ingreso, las familias han perdido parte del miedo a pedir préstamos y a gastar, hasta el punto de que la infl ación ha provocado el efecto opuesto al que ha tenido tradicionalmente: ha incrementado el gasto en vez de disminuirlo.
Conclusiones
Está claro que el rechazo de las mujeres a continuar como trabajadoras no asalariadas dentro del hogar ha provocado grandes cambios en la organización de la reproducción social y en las condiciones laborales de las mujeres. Lo que estamos presenciando es la crisis de la división tradicional del trabajo que confi naba a las mujeres a las labores reproductivas (no asalariadas) y a los hombres a la producción de mercancías (asalariadas). Todas las relaciones de poder entre hombres y mujeres han sido construidas alrededor de esta «diferencia» ya que la mayor parte de las mujeres no tenían otra alternativa que depender de los hombres para su supervivencia económica y someterse a la disciplina que conlleva esta dependencia. Tal y como se ha señalado anteriormente, el cambio principal a este respecto se ha producido mediante el aumento de la migración de las mujeres al sector de la mano de obra asalariada que durante los años setenta ha supuesto la principal contribución al crecimiento socioeconómico de las mujeres. De todas maneras esta estrategia tiene muchos límites. Mientras que el trabajo masculino ha disminuido durante la última década, las mujeres hoy en día trabajan más duramente que en el pasado. Esto es especialmente cierto en el caso de la mujeres cabeza de familia y de las mujeres con bajos salarios que a menudo se ven forzadas a pluriemplearse para poder llegar a fi nal de mes. El peso con el que aún cargan las mujeres se refl eja claramente en sus historias clínicas. Se habla mucho acerca de que las mujeres viven más tiempo que los hombres pero sus dosieres médicos cuentan una historia diferente. Las mujeres, especialmente las que están en la treintena, lideran las tasas de suicidio en la población joven, lo que también se puede decir de los índices de consumo de drogas, crisis emocionales y tratamientos mentales (ya sea con ingreso o ambulatorios) y presentan muchas más posibilidades de sufrir estrés y malestar que los hombres. Estas estadísticas son síntomas del precio que las mujeres están pagando, ya sea por dedicar su vida a tiempo completo a ser amas de casa, ya sea por la pesada carga de la doble jornada laboral, es decir, en cualquier caso, por el peso de una vida dedicada exclusivamente al trabajo. Claramente, no se puede producir cambio positivo alguno en las vidas de las mujeres a no ser que se dé una profunda transformación en las políticas económicas y en las prioridades sociales.
De todas maneras, si se hacen realidad las promesas del recién elegido presidente Reagan las mujeres tendrán que pelear en una dura batalla si quieren conservar los logros obtenidos durante los años sesenta y setenta. Se nos dice que las ayudas sociales se recortarán mientras se incrementan los gastos militares, que los nuevos recortes en los impuestos estarán diseñados para benefi ciar realmente a las empresas mientras que proporcionarán poca ayuda a la población con bajos ingresos y ninguna a los que no reciban ingreso alguno. Es más, el tipo de crecimiento económico que los «economistas de la oferta» del entorno de Reagan están promocionando amenaza seriamente a las mujeres con una contaminación en aumento, debido a la acumulación de residuos nucleares y a la desregulación industrial. Esto quiere decir que se repetirán accidentes como el de la Isla de las Tres Millas o de Canal Love, más enfermedades en las familias, más preocupaciones cotidianas sobre la salud de los hij os y de los familiares así como sobre la nuestra propia, más trabajo que abarcar.
Al mismo tiempo, es dudoso que una disminución del crecimiento económico basado en la reducción del consumo energético «pueda tener un efecto benefi cioso para el papel de las mujeres en la sociedad».30 El modelo de crecimiento económico lento, propuesto habitualmente, es el modelo de una sociedad basada en el trabajo intensivo, promocionando particularmente el componente de lo no asalariado: el trabajo reproductivo. Las «actividades creativas personales» cuyos caminos abre a las mujeres la tecnología energética blanda se defi nen muy bien en las palabras de uno de sus defensores, el economista inglés Amory Lovins: cuidar el huerto, enlatar, tejer, hacer bricolaje, preparar conservas con tus propias verduras y frutas, coser, aislar las ventanas y áticos, reciclar materiales…31 En una exaltación del regreso al «hábito del hacerlo una misma» como si fuese una victoria de la calidad sobre la mediocridad, del individualismo sobre el sistema (las emociones que ―se nos dice― este tipo de actividades liberan son «poderosas, duraderas y contagiosas»); Lovins se queja de que: «Hemos sustituido la vieja ética del cuidado y el cariño por las ganancias económicas como única legitimización para el trabajo. Así obtenemos alienación en lugar de realización interna, pobreza interior».32
En la misma línea de pensamiento, Nancy Barrett pronostica que en una economía de crecimiento lento:

un vertedero. Entre 1947 y 1952 la compañía química Hooker lo usó para depositar 20.000 toneladas de productos químicos muy tóxicos. En 1952 la ciudad de Niagara Falls expropió esos terrenos para construir una urbanización y una escuela. Aunque la compañía química advirtió de los peligros, se pensó que recubriendo, como hicieron, todo el vertedero con capas de arcilla y tierra quedaría sufi cientemente sellado. A fi nales de los años cincuenta se comprobó lo errado de esta suposición. Niños que jugaban en el patio de la escuela sufrieron quemaduras, algunos enfermaron y murieron. De vez en cuando emanaban vapores tóxicos que dañaban la vegetación y al llover salía barro cargado de una mezcla oscura y tóxica. Los problemas continuaron durante años. En 1978 se hicieron análisis de las aguas de la zona que mostraron la presencia de 82 productos químicos contaminantes. El Departamento de Sanidad comprobó que una de cada tres mujeres de la comunidad había sufrido abortos espontáneos, un porcentaje muy superior al normal, y que de 24 niños, cinco tenían malformaciones. Se estudiaron otras enfermedades en niños y se vio que su incidencia era claramente más alta que en la población general. Eckardt C. Beck, «The Love Canal Tragedy», EPA Journal, enero de 1979; disponible en htt p://www.epa.gov. [N. de la T.]
30 Nancy Smith Barret, «The Economy Ahead of Us» en Juanita Morris Kreps (ed.), Women and the American Economy: A look to the 1980s, Edgewood Cliff s (NJ), Prentice Hall, 1976, p. 165.
31 Amory Lovins, Soft Energy Paths: Towards a Durable Peace, Nueva York, Harper Collins, 1979, p. 151.
32 Ibidem, p. 169.
La línea entre trabajo y placer puede difuminarse […] la persona que se queda en casa no se sentirá inútil, él o ella estarán contribuyendo al ahorro de combustible y aumentando la producción de alimentos. Ya que se considerará socialmente útil la actividad no mercantil, es mucho más probable que las personas desempleadas (predominantemente mujeres, dados los actuales patrones de comportamiento) se sentirán mucho más contentas por permanecer fuera del mercado de trabajo de lo que se sentían en el pasado.
Pero ―es legítimo preguntarlo― esta idílica representación de una vida construida enteramente alrededor de la reproducción de uno mismo y de los otros, ¿no es la vida que siempre han llevado las mujeres? ¿No estamos escuchando de nuevo la misma glorifi cación del trabajo doméstico, que ha servido tradicionalmente para justifi car el estatus no remunerado del mismo mediante la contraposición de esta «actividad valiosa, útil, y aún más importante, altruista» frente a las presumiblemente egoístas aspiraciones de aquellas que demandan que se les pague por su trabajo? Por último, ¿no nos estamos enfrentando de nuevo con una variante del viejo racionalismo utilizado tradicionalmente para enviar a las mujeres de vuelta a casa?
Sea como sea, si los cambios que las luchas de las mujeres han producido durante la última década son un indicativo de la dirección hacia la cual se están dirigiendo las mujeres estadounidenses es poco probable que estas se vean satisfechas con un incremento en la carga de trabajo doméstico, aunque vaya acompañado de un reconocimiento universal, si bien meramente moral, del valor del trabajo reproductivo. En este contexto estamos de acuerdo con Nancy Barrett en que las mujeres:
Puede que encuentren necesario centrar sus intereses en buscar apoyo fi nanciero para actividades fuera del mercado (y) en demandar un Salario para el Trabajo Doméstico, Seguridad Social, etc., y que otras ayudas alternativas para el trabajo doméstico sean, cada vez más, asuntos de creciente interés.

5. Devolvamos el feminismo al lugar que le corresponde (1984)
Han pasado casi catorce años desde la primera vez que me involucré en el movimiento de mujeres. Al principio lo hice con cierta distancia. Acudía a algunos encuentros pero con reservas ya que, a partir de la política en la que me había formado, me parecía difícil reconciliar el feminismo con una «perspectiva de clase». O al menos esto era lo que dictaba la lógica. Pero, seguramente, lo que pasaba era que estaba poco dispuesta a aceptar mi identidad como mujer después de haber puesto durante años todas mis esperanzas en mi capacidad de demostrar que era igual que los hombres. Dos experiencias fueron cruciales en mi conversión a feminista convencida. Primero, mi convivencia con Ruth Geller, que desde entonces se ha convertido en escritora, recogiendo los comienzos del movimiento en su obra Seed of a Woman (1979), y quien con las típicas formas feministas del momento continuamente hacía mofa de mi esclavitud para con los hombres. Y después, la lectura que hice de la obra de Mariarosa Dalla Costa Las mujeres y la subversión de la comunidad (1970), un panfl eto que ha llegado a ser uno de los documentos feministas más debatidos de la época. En el mismo momento en el que leía la última página de dicho trabajo, supe que había encontrado mi hogar, mi tribu y mi propio yo, como mujer y como feminista. También de ahí surge mi colaboración con la campaña de Salario para el Trabajo Doméstico que mujeres como Mariarosa Dalla Costa y Selma James estaban organizando en Italia e Inglaterra, así como la decisión de comenzar a organizar grupos similares en Estados Unidos.
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De todos los posicionamientos que desarrolló el movimiento de las mujeres, el movimiento de Salario para el Trabajo Doméstico fue probablemente el más controvertido y el que suscitó más antagonismos. Creo que la marginalización de las luchas por el salario doméstico fue un gran error que debilitó seriamente al movimiento. Hoy en día, y más que nunca, creo que si el movimiento de mujeres quiere recuperar su impulso y no verse reducido a ser otro pilar más del sistema patriarcal, debe confrontar las condiciones materiales de la vida de las mujeres.
Hoy por hoy nuestras elecciones están más defi nidas porque podemos determinar qué es lo que hemos logrado y contemplar más nítidamente los límites y posibilidades de las estrategias adoptadas en el pasado. Por poner un ejemplo, ¿tiene sentido seguir reclamando «mismo salario por el mismo trabajo» cuando los salarios diferenciales han sido introducidos hasta en los bastiones tradicionales de la mano de obra masculina? O, ¿podemos permitirnos el equivocarnos acerca de «quién es el enemigo», cuando el ataque llevado a cabo, mediante el desempleo tecnológico y los recortes, contra los trabajadores masculinos, se utiliza para atajar también nuestras demandas? Además, ¿nos permitiremos creer que la liberación empieza con «lograr un empleo y afi liarnos al sindicato» cuando los trabajos que podemos conseguir reciben el salario mínimo y los sindicatos tan solo parecen capaces de negociar los términos de nuestra derrota?
A fi nales de los años sesenta, cuando comenzaba el movimiento de mujeres, creíamos que estaba en nuestras manos, las de las mujeres, darle la vuelta al mundo. La sororidad fue un llamamiento a construir una sociedad libre de las relaciones de poder existentes, en la que aprenderíamos a compartir en igualdad de condiciones la riqueza generada por nuestro trabajo y la producida por las generaciones anteriores a nosotros. La sororidad también expresaba un rechazo masivo al destino de ama de casa, una posición que todas sabíamos que suponía la primera causa de discriminación contra las mujeres. Descubrimos, como ya habían hecho otras feministas antes que nosotras, que la cocina es nuestro barco negrero, nuestra plantación, y que si queríamos liberarnos primeramente debíamos romper con nuestra identifi cación con el trabajo doméstico y, en palabras de Marge Piercy, rechazar ser la grand coolie dam. Queríamos recuperar control sobre nuestros cuerpos y nuestra sexualidad, ponerle fi n a la esclavitud que supone la familia nuclear y la dependencia de los hombres, y explorar qué tipo de ser humano queríamos llegar a ser una vez que hubiésemos comenzado a liberarnos de las cicatrices que siglos de explotación habían dejado en nosotras. Pese a las diferencias políticas que surgían, estos eran los objetivos del movimiento de mujeres, y para lograrlos luchamos por ellos en todos los frentes. Sin embargo, ningún movimiento puede mantenerse y crecer a no ser que desarrolle una perspectiva estratégica que unifi que sus luchas y que medie entre sus objetivos a largo plazo y las posibilidades existentes en su presente. Este sentido estratégico es lo que ha faltado dentro del movimiento de mujeres, que continuamente ha pivotado entre una dimensión utópica que plantea la necesidad de un cambio total y la práctica cotidiana que ha asumido la inmutabilidad del sistema institucional.
Una de las defi ciencias del movimiento ha sido su tendencia a priorizar el papel de la conciencia en el contexto del cambio social, como si la esclavitud fuese una condición mental y la liberación pudiese lograrse mediante un acto de voluntad. Presuntamente según esta idea, si lo deseásemos, podríamos dejar de estar explotadas por los hombres y los empresarios, criar a nuestros hij os según nuestros parámetros, salir del armario y, empezando por nuestro presente, revolucionar nuestra vida cotidiana. No hay duda alguna de que algunas mujeres han logrado la fuerza para dar estos pasos, por lo que el cambio deseado en nuestras vidas podría aparecer como un acto de voluntad. Pero para millones de nosotras estas propuestas tan solo se transforman en imputaciones de culpabilidad, muy lejos de construir las condiciones materiales que podrían hacerlo posible. Cuando se planteó la cuestión de las condiciones materiales, la elección que tomó el movimiento fue la de luchar por aquellas que parecían compatibles con la estructura del sistema económico, en lugar de por las que podrían ayudarnos a expandir el apoyo social y proporcionar una novedosa situación de fuerza para todas las mujeres.
Aunque nunca se dejó del todo de lado el momento «utópico», el feminismo ha trabajado, cada vez más, dentro de un marco de trabajo en el que el sistema ―y sus objetivos, sus prioridades, sus acuerdos de productividad― no son cuestionados y en el que la discriminación sexual puede aparecer como un mal funcionamiento de unas instituciones que de otra manera serían perfectas. El feminismo se ha identifi cado con la adquisición de igualdad de oportunidades en el mercado laboral, de la fábrica al despacho empresarial, con la obtención de un estatus igual al de los hombres, transformando nuestras vidas y personalidades para ajustarlas a nuestras nuevas tareas productivas. Que «dejar la casa» e «ir a trabajar» fuera una condición previa para nuestra liberación es algo que, ya en los años setenta, algunas feministas se habían cuestionado. Para las liberales el trabajo estaba revestido del glamour de la carrera profesional, para las socialistas signifi caba que las mujeres se «unirían a la lucha de clases» y se benefi ciarían de la experiencia de llevar a cabo «una tarea socialmente útil, un trabajo productivo». En ambos casos, lo que para las mujeres era una necesidad económica se vio elevado a la posición de estrategia y así el trabajo en sí mismo se transformó en un camino liberador. La importancia estratégica atribuida a «la entrada de las mujeres en el lugar de trabajo» puede medirse por la extendida oposición a nuestra campaña que reclamaba salario para el trabajo doméstico, y que fue acusada de economicismo y de querer institucionalizar a las mujeres en los hogares. Sin embargo, la demanda de salario para el trabajo doméstico fue crucial desde muchos puntos de vista. Primero porque reconocía que el trabajo doméstico es trabajo ―el trabajo de producir y reproducir la fuerza de trabajo― exponiendo de esta manera la enorme cantidad de trabajo no remunerado que es invisibilizado sin que nadie se cuestione cómo se hace y quién lo hace. También demostraba que el trabajo reproductivo es el problema común a todas nosotras, proporcionando así la posibilidad de unir a las mujeres alrededor de un mismo objetivo combatiéndolo en el terreno en el que nuestra fuerza es más poderosa. Por último, suponíamos que posicionar el «adquirir un trabajo» como condición primordial para lograr la autonomía de los hombres alienaría a aquellas mujeres que no desean trabajar fuera de su casa, puesto que ya trabajan duramente cuidando de sus familias y que si «salen a trabajar» lo hacen porque necesitan dinero y no porque lo consideren una experiencia liberadora, especialmente si tenemos en cuenta que un empleo nunca te libera del trabajo doméstico.
Creíamos que el movimiento de las mujeres no debía establecer modelos estáticos con los que tuviesen que conformarse las mujeres, sino que más bien debía concebir estrategias que expandiesen nuestras posibilidades. Una vez que la adquisición de un empleo se considera necesario para nuestra liberación, la mujer que rechaza intercambiar su trabajo en la cocina por un empleo en la fábrica es inevitablemente tachada de retrógrada y, además de ser ignorada, sus problemas pasan a ser culpa suya. Es bastante probable que a muchas de las mujeres que más tarde fueron movilizadas por la New Moral Majority [Nueva Mayoría Moral] hubiesen podido participar en el movimiento si se hubieran tenido en cuenta sus necesidades. Cuando aparecía un artículo sobre nuestra campaña o se nos invitaba a intervenir en un programa de radio, a menudo recibíamos docenas de cartas de mujeres que nos hablaban sobre sus vidas o que a veces, simplemente, escribían: «Estimado Sr., indíqueme qué tengo que hacer para recibir un salario por el trabajo doméstico». Sus historias eran siempre las mismas. Trabajaban muchas horas, sin tiempo ni dinero para ellas mismas. Mujeres ancianas, que malvivían con el SSI (Suplementary Security Income) [Seguro Social Suplementario], nos llegaron a preguntar si podían mantener un gato, puesto que temían que si el trabajador social se enteraba de que tenían un animal doméstico les cortarían el subsidio. ¿Qué podía ofrecer el movimiento a estas mujeres? ¿Sal y consíguete un empleo y así podrás unirte a las luchas de la clase obrera? Su problema era que ya habían trabajado demasiado, que ocho horas en la línea de montaje o en una caja registradora no son propuestas demasiado atrayentes cuando tienes que vértelas con un marido y niños en casa. Como repetíamos una y otra vez, lo que necesitamos es más tiempo y más dinero, no más trabajo. Necesitamos guarderías, no para liberar parte de nuestro tiempo y así poder trabajar en otro sitio, sino para poder ir a dar un paseo, para charlar con nuestras amigas o para poder acudir a una reunión de mujeres.
La propuesta de salario para el trabajo doméstico signifi có la apertura de un confl icto directo sobre la cuestión de la reproducción y la constatación de que la crianza de los hij os y el cuidado de la población es una responsabilidad social. En una sociedad futura en la que nos hayamos liberado de toda explotación nos plantearemos y decidiremos cómo se resuelve y comparte entre todos esta responsabilidad. Pero en esta sociedad en la que el dinero gobierna todas nuestras relaciones, reclamar responsabilidad social es exigirle a todos aquellos que se benefi cian del trabajo doméstico (los empresarios y el Estado como «capitalista colectivo») que paguen por él. No hacerlo es reafi rmar el mito ―tan costoso para nosotras― de que criar a los hij os y servir a aquellos que tienen un empleo es un asunto privado e individual y que tan solo se puede culpar a la «cultura masculina» de las sofocantes maneras de vivir, amar y socializarnos que tenemos. Desafortunadamente el movimiento de mujeres ha obviado durante mucho tiempo la cuestión de la reproducción o ha ofrecido soluciones individuales, como el reparto del trabajo doméstico, que no procura alternativas a las aisladas batallas que muchas de nosotras ya hemos mantenido. Incluso durante las luchas por el derecho al aborto, la mayor parte de las feministas tan solo luchaban por el derecho a no tener hij os, aunque este no sea más que uno de los aspectos del control sobre nuestros cuerpos y nuestras elecciones reproductivas. ¿Qué pasa si deseamos tener hij os pero no podemos permitirnos el criarlos, si no es al precio de no tener tiempo alguno para nosotras mismas y de vivir agobiadas por las preocupaciones económicas? Mientras el trabajo doméstico continúe sin estar remunerado no habrá los incentivos indispensables para la creación de los servicios sociales necesarios para reducir nuestra carga de trabajo, tal y como muestra el que, pese a existir un movimiento fuerte de mujeres, las subvenciones para guarderías y centros de día han ido disminuyendo paulatinamente durante los años setenta. Debo añadir que la campaña por el Salario para el Trabajo doméstico nunca se redujo a la obtención de un simple cheque, era también la demanda de más servicios sociales y de asistencia social gratuita.
¿Se trataba de un sueño utópico? Parece que muchas mujeres opinaban que sí. Sé, sin embargo, que en algunas ciudades de Italia, y como resultado de las demandas del movimiento estudiantil, los autobuses son gratuitos durante las horas que los alumnos van a la escuela. En Grecia, hasta las nueve de la mañana, la hora a la que mucha gente entra a trabajar, no se paga el metro. Y no se trata de países ricos. Entonces, ¿por qué en Estados Unidos, donde se acumula más riqueza que en el resto del mundo en conjunto, debería considerarse ingenua la demanda de que las mujeres con hij os tengan derecho a transporte gratuito cuando todo el mundo es consciente de que a tres dólares el viaje, no importa lo mucho que se haya despertado tu conciencia, te ves inevitablemente confi nada en casa? La campaña suponía una estrategia de reapropiación, una ampliación del famoso «pastel» al que los trabajadores de este país se supone que tienen derecho. Habría constituido una mejor redistribución de la riqueza en benefi cio tanto de las mujeres como de los trabajadores masculinos ya que no hay nada tan útil como un cheque a la hora de desexualizar el trabajo doméstico. Pero en aquella época, la palabra dinero era una palabra ofensiva para muchas feministas.
Una de las consecuencias del rechazo hacia el salario para el trabajo doméstico fue el poco esfuerzo invertido a la hora de movilizarse contra el desmantelamiento de los servicios sociales desde comienzos de los años setenta, lo que socavó las luchas por las prestaciones sociales. Si es verdad que el trabajo doméstico no debería estar remunerado, las mujeres que reciben el ADC no tienen derecho al dinero que reciben y el Estado hace bien en tratar de «hacer que trabajen» en contraprestación por los cheques que reciben. Muchas feministas presentaban la misma actitud hacia las mujeres que recibían asistencia social que mucha otra gente tiene hacia «los pobres»: compasión sin identifi cación, aunque en general se estuviese de acuerdo en que «todas estábamos a un marido de distancia de la cadena de montaje».
Un ejemplo de las divisiones políticas características del movimiento lo representa la historia de la Coalition of Labor Union Women (CLUW) [Coalición de Sindicatos de Mujeres Trabajadoras]. Las feministas se habían movilizado ya en 1974 cuando se creó la CLUW, y cientos de ellas participaron en la conferencia de fundación de la coalición que tuvo lugar en Chicago el mismo año. Pero cuando un grupo de welfare mothers, encabezadas por Beulah Sanders, y las mujeres de los mineros en huelga del condado de Haunty solicitaron participar en el mismo, fueron rechazadas (con la promesa de hacer ese sábado una «comida solidaria») porque, según se les argumentó, la conferencia estaba reservada a las que disponían de afi liación sindical.
La historia de los últimos cinco años ha mostrado los límites de dichas políticas. Tal y como admite todo el mundo, el término «mujer» se ha convertido en sinónimo de pobreza ya que los salarios femeninos han seguido disminuyendo tanto en términos absolutos como en relación a los salarios masculinos (durante 1984, el 72 % de las mujeres trabajadoras ganaban menos de 14.000 $ anuales, los ingresos de la mayoría de ellas rondaban los 9.000 $ - 10.000 $, mientras que las mujeres que con dos hij os dependían de las ayudas sociales recibían como mucho 5.000 $ anuales). Peor aún, hemos perdido casi todos los subsidios para el cuidado infantil, y muchas mujeres que hoy en día trabajan en casa, pagadas a destajo a menudo por debajo del salario mínimo, lo aceptan porque es la única manera que disponen de ganar algo de dinero y de cuidar de sus hij os al mismo tiempo.
Las feministas aducían que recibir un salario por el trabajo doméstico realizado aislaría a las mujeres dentro de los hogares. Pero, ¿te encuentras menos aislada cuando te ves obligada a pluriemplearte y a no disponer de dinero alguno para ir a ningún sitio, por no hablar de tener algo de tiempo para poder implicarte políticamente en algo? El aislamiento también signifi ca verte forzada a competir con otras mujeres por los mismos empleos, o con un hombre ya sea blanco o negro acerca de a quién se debería despedir primero. Esto no quiere decir que no debamos pelear por mantener nuestros empleos, pero un movimiento que pretende luchar por la liberación debe tener una perspectiva más amplia, especialmente en un país como Estados Unidos, en el que la cantidad de riqueza acumulada y el desarrollo tecnológico hacen de la utopía una posibilidad concreta.
El movimiento de mujeres debe darse cuenta de que el trabajo no supone una liberación. El trabajo dentro de un sistema capitalista es explotación y no hay placer, orgullo o creatividad alguna en ser explotada. Incluso el concepto de «carrera profesional» es una ilusión en lo que respecta a la realización personal. Lo que pocas veces se reconoce es que la mayor parte de los empleos que se desarrollan mediante una carrera profesional requieren que se ejerza poder sobre otras personas, a menudo sobre otras mujeres y que esto depende de las divisiones entre nosotras. Intentamos escapar del encasillamiento en los guetos obreros y ofi cinistas para poder disponer de más tiempo para nosotras y estar más satisfechas, solo para descubrir que el precio que pagamos por progresar es la distancia que se interpone entre nosotras y otras mujeres. Con todo, no hay disciplina que impuesta a otros no nos impongamos a nosotras mismas, lo que signifi ca que el mismo hecho de llevar a cabo estos trabajos mina nuestras propias luchas.
Ni siquiera poseer un estatus determinado dentro del mundo académico es una apuesta segura para sentirte más realizada o ser más creativa. La ausencia de un movimiento de mujeres fuerte dentro de las academias puede ser bastante sofocante, puesto que tienes que alcanzar estándares que no está en tus manos determinar y rápidamente empiezas a utilizar un lenguaje que no es el tuyo. Desde este punto de vista, no importa si tu campo es la geometría euclidiana, o si enseñas historia de las mujeres, incluso teniendo en cuenta que pese a todo los estudios sobre las mujeres nos proporcionan un enclave que, hablando en términos relativos, nos permiten ser «más libres» a la hora de dedicarnos a estas tareas. Pero los reductos no son sufi cientes. Es nuestra relación con el trabajo intelectual y el mundo académico lo que debe cambiar. Los Women’ Studies [Estudios sobre las Mujeres] están reservados a quienes pueden pagarlos, a aquellas que están dispuestas a sacrifi carse, añadiendo una jornada de estudio a la laboral con continuos cursos educativos. Pero todas las mujeres deberían tener la posibilidad de acceder a estudiar; mientras la educación sea una mercancía por la que tengamos que pagar, o un paso en la «caza de empleo», nuestra relación con el trabajo intelectual no podrá ser una experiencia liberadora.
En Italia, en 1973, las trabajadoras de la metalurgia lograron 150 horas de formación pagadas, recogidas en sus contratos, y poco después muchos otros trabajadores empezaron a apropiarse de esta posibilidad, incluso si no aparecía en sus contratos. Más recientemente, en Francia, una propuesta de reforma universitaria del gobierno de Mitt errand abría el acceso a la universidad a las mujeres sin necesidad de cualifi cación alguna. Pero, ¿por qué el movimiento de mujeres no ha hecho hincapié en liberar la universidad, no solo en lo tocante a los sujetos objeto de estudio sino en términos de eliminar los costes económicos de los estudios?
Estoy interesada en construir una sociedad en la que la creatividad sea una condición de las masas y no un regalo reservado a unos pocos afortunados, incluso aunque la mitad sean mujeres. Nuestra historia actual es la de miles de mujeres que agonizan sobre los libros, el cuadro o la canción que nunca podrán acabar o que ni siquiera pueden comenzar, porque no disponen de tiempo o dinero. También debemos ampliar nuestra idea de lo que signifi ca ser creativa. Porque en sus mejores momentos, una de las actividades más creativas se da cuando te encuentras envuelta en una lucha junto con otras personas, rompiendo los muros de nuestro aislamiento, comprobando cómo cambian nuestras relaciones con las otras, descubriendo nuevas dimensiones en nuestras vidas. Jamás olvidaré el día de Año Nuevo de 1970, cuando me encontré junto con otras 500 mujeres viendo una obra de teatro de un grupo feminista: hizo que mi conciencia diera un salto de gigante que pocos libros habían impulsado. Dentro del movimiento de mujeres esta fue una experiencia multitudinaria. Mujeres que nunca antes habían sido capaces de hablar en público aprendieron a dar discursos, otras que estaban convencidas de su falta de talento artístico escribían canciones, diseñaban pancartas y carteles. Supuso una poderosa experiencia colectiva. Superar tu propia sensación de impotencia es un requisito indispensable para llevar a cabo una acción creativa. Es una obviedad que no se puede producir nada valioso a no ser que te dirij as a lo que es importante en tu vida. Bertolt Bretch decía que lo que el aburrimiento produce solo puede generar aburrimiento y estaba en lo cierto. Pero para poder trasladar nuestros placeres y dolores a un papel o a una canción o a un dibujo, tenemos que tener la sensación de que somos capaces, lo sufi ciente para creer que nuestras palabras serán escuchadas. Esta es la razón por la que el movimiento de mujeres vivió una explosión de creatividad. Pienso en publicaciones de principios de los años setenta como Notes from the fi rst years (1970) o No More Fun and Games (1970) con un lenguaje tan poderoso, que surgía casi de la nada, tras haber permanecido mudas durante tanto tiempo.
Esto es el poder ―pero no poder sobre otras personas sino contra quienes nos oprimen― que expande nuestra conciencia. A menudo he comentado que nuestra conciencia es muy diferente dependiendo de si somos 10.000 mujeres en las calles, o si estamos en pequeños grupos, o solas en nuestra habitación. Mujeres que diez años antes habían sido sumisas amas de casa ahora se denominaban Witches y saboteaban ferias de novias, se atrevían a ser consideradas blasfemas, proponiendo ―como hacía el Manifi esto SCUM (1970)― centros de suicidio para los hombres, y afi rmaban que desde la posición de ventaja y privilegio que nos proporciona estar en la base del sistema debíamos destruir todo el sistema social empezando por sus cimientos. Pero fue la corriente moderada la que prevaleció. Actualmente el movimiento de mujeres está luchando por la aprobación de la Equal Rigths Amendment [Enmienda por la Igualdad de Derechos], como si el objetivo de las luchas de las mujeres fuese la universalización de la condición masculina. Quiero clarifi car, ya que cualquier crítica a la ERA se toma como una traición al movimiento feminista, que no estoy en contra de una ley que diga que somos iguales a los hombres. Pero estoy totalmente en contra de dedicar todas nuestras energías a luchar por una ley que como mucho puede tener un efecto limitado en nuestras vidas. También deberíamos poder decidir respecto a qué queremos ser iguales que los hombres, a no ser que asumamos que los hombres ya se han liberado. Debemos negarnos a adquirir igualdad en el terreno militar, por ejemplo, rechazar el derecho a que las mujeres desempeñen un rol de combate. Este es un objetivo por el que organizaciones como NOW han luchado durante los años setenta, tanto incluso que la derrota de la propuesta del presidente Carter de llamar a fi las a las mujeres podría ser tomada paradójicamente como una derrota del feminismo. Si esto es el feminismo, entonces yo no soy feminista, porque no quiero formar parte de las políticas imperialistas de Estados Unidos y puede que, tal vez, morir en el proceso. En este caso luchar por la igualdad de derechos debilita la lucha que los hombres están llevando a cabo para rechazar la llamada a fi las. ¿Cómo puedes legitimar tu lucha cuando lo que tú rechazas probablemente es considerado un privilegio por la otra mitad de la población? Otro ejemplo es la legislación proteccionista. No hay duda alguna de que las leyes proteccionistas siempre han sido aprobadas con el único propósito de excluir a las mujeres de determinados trabajos y de determinadas asociaciones y no por interés acerca de nuestro bienestar. Pero no podemos exigir simplemente que se aprueben leyes proteccionistas de las mujeres en un país en el que cada año mueren una media de 14.000 personas en accidentes laborales, sin mencionar las que resultan mutiladas o que mueren lentamente por cánceres o intoxicaciones químicas. De lo contrario, la igualdad que estamos consiguiendo es la igualdad de carbonizarnos los pulmones, de morir en la mina, como ya hacían las mujeres mineras. Tenemos que cambiar la legislación laboral tanto para las mujeres como para los hombres y que todo el mundo esté protegido. La ERA, además, ni siquiera esboza la cuestión del trabajo doméstico y la crianza de los hij os, aunque mientras los hij os sigan siendo nuestra responsabilidad cualquier noción de igualdad está condenada a seguir siendo una ilusión.
Estoy convencida de que estos son temas que el movimiento de mujeres debe confrontar si quiere constituirse como fuerza política autónoma. Cierto es que hoy en día existe una extendida conciencia de las problemáticas feministas. Pero el feminismo se arriesga a convertirse en una institución. Difícilmente se encuentra un político que se atreva a no profesar devoción eterna por los derechos de las mujeres, y muy inteligentemente de hecho, puesto que lo que tienen en mente es nuestro «derecho a trabajar» y la auténtica cornucopia que nuestra mano de obra barata supone para el sistema. Mientras tanto, nuestras heroínas han dejado de ser Emma Goldman o la Madre Jones, para pasar a ser Sally Ride, la primera mujer en viajar al espacio, el símbolo perfecto de confi anza en una misma, una mujer altamente cualifi cada capaz de conquistar los más lejanos territorios masculinos, y la Sra. Wilson, dirigente de la National Caucus quien, pese a su embarazo, decidió optar a un segundo mandato.
De todas maneras hoy en día hay señales de que la parálisis del movimiento tal vez esté llegando a su fi n. Un punto de infl exión ha sido la organización del Seneca Women’s Encampment, que ha marcado el comienzo de un movimiento feminista y lesbiano contra la guerra. Con este paso nuestras experiencias están cerrando un círculo. Los primeros grupos feministas los formaron mujeres que habían participado de las organizaciones contra la guerra pero que habían descubierto que sus «hermanos revolucionarios», tan sensibles a las necesidades de los explotados del mundo, ignorarían descaradamente sus problemas a no ser que cogiesen ellas mismas las riendas de sus luchas. Hoy, catorce años después, las mujeres están construyendo el movimiento contra la guerra cimentándolo directamente en sus necesidades.
Actualmente la revuelta de las mujeres contra cualquier tipo de guerra es visible a lo largo del planeta, de Greenham Common a Seneca Falls, de Argentina, donde las madres de los desaparecidos han estado a la cabeza de la resistencia contra la represión militar, a Etiopía, donde este verano las mujeres han tomado las calles para exigirle al gobierno que les devuelva los hij os que este ha obligado a alistarse. Un movimiento de mujeres contra la guerra es especialmente crucial en un país como Estados Unidos que parece empeñado en reafi rmar, mediante la potencia de sus bombarderos, su dominación del planeta.
Durante los años sesenta, nos inspirábamos en las luchas de las mujeres vietnamitas, quienes nos mostraron que también nosotras podíamos luchar y cambiar el curso del planeta. Hoy en día debería servirnos de aviso la desesperación que observamos en los rostros de las mujeres que vemos proyectados cada noche en las pantallas de nuestras televisiones mientras se agolpan en los campos de refugiados o mientras deambulan entre las ruinas de sus casas destruidas por las bombas que nuestros recortes salariales han pagado. A no ser que mantengamos nuestro impulso de cambiar esta sociedad de abajo a arriba, la agonía que ahora mismo sufren ellas puede ser, en breve, la nuestra.